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Por tanto, la llamada que recibimos a creer nos lleva a pensar en otra llamada. Dice el
Concilio Vaticano II:
“en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por
ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de
Dios, vuestra santificación» (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4). (LG 39)
Esta llamada a la santidad es la invitación a ser santos como nuestro Padre es Santo, a
ser imagen de Dios en medio del mundo, a vivir como vivió Cristo, a pensar como Cris-
to, a actuar como Cristo, a perdonar como Cristo… a Amar como Cristo: “Lo mismo
que es santo el que os llamó, sed santos también vosotros en vuestra conducta, porque
está escrito: Seréis santos, porque yo soy santo” (1Pe 1, 15-16)
Y esto es lo que nos dice Jesús en el evangelio con aquello de: “Sed misericordiosos
como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Esta es la santidad de Dios, la miseri-
cordia.
Pero, ¿cómo se llega a ser misericordioso como el Padre? De nuevo, tenemos que re-
cordar que no es una cuestión de esfuerzo, de buena voluntad, etc. Se trata de responder
a la llamada que Dios hace sobre nuestra vida.
Al final de la parábola del buen samaritano, Jesús pregunta al maestro de la ley que lo
había interrogado sobre el mandamiento principal: “¿Cuál de estos tres te parece que ha
sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” Él dijo: “El que practicó la mise-
ricordia con él”. Jesús le dijo: “Anda y haz tú lo mismo” (Lc 10,36).
En esta última frase está la clave para comprender qué es la vocación a la santidad:
“Anda y haz tú lo mismo”. Lo mismo que ha hecho el samaritano con el hombre que
estaba al borde del camino. Lo mismo que ha hecho Dios con nosotros cuando nos he-
mos visto abocados a la tristeza, a la angustia, al pecado, al temor, a la soledad, al sin-
sentido, al desprecio, al sufrimiento. Ha pasado por nuestro lado, nos ha tomado, ha
curado nuestras heridas y nos ha llevado a la Iglesia (la posada de la parábola) para que
recuperemos las fuerzas.
Quien ha tenido la experiencia de haber sido mirado con misericordia por parte de
Dios, no tiene otra respuesta posible en su vida: “Ve y haz tú lo mismo”, sé samaritano
para el vagabundo, el que no sabe, el que te ofende, el necesitado, el triste, el que se
equivoca; sé samaritano para el que está hambriento, sediento, desnudo, preso, enfermo.
Pero sólo podrás serlo si te has encontrado con el amor de Dios en tu vida, porque “en
esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos
amó y nos envió a su Hijo” (1Jn 4,10).
La experiencia del Amor de Dios y la fuerza del Espíritu Santo que habita en noso-
tros es lo que nos hace capaces de responder a esta exigente llamada de Dios. Esta lla-
mada que finalmente se concreta en una llamada a vivir de una forma determinada: en
el matrimonio, en la vida consagrada, en el sacerdocio.
Cuando vivimos así constatamos que “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hch
20,35), que los deseos más profundos de nuestro corazón, deseos de amor, de paz, de
libertad, de felicidad, sólo se sacian cuando vivimos para los demás.
Sabiendo esto, ya ninguna cosa que pueda pedirnos el Señor puede darnos miedo o
resultarnos fatigosa, porque descubrimos que Dios está empeñado en nuestra felicidad
más que nosotros mismos.
En medio de este año de la misericordia en el que la Iglesia nos invita a ser “miseri-
cordiosos como el Padre”, el fin de semana del 5 y 6 de Marzo celebramos el día del
seminario. Es siempre una fecha para poner en el centro de nuestra oración a aquellos
que se están preparando para recibir la ordenación sacerdotal. Pero no solamente eso,
sino también para presentar a los jóvenes de nuestra parroquia, de nuestro pueblo, una
pregunta fundamental: “¿Qué quiere Dios de mí?” Esta pregunta deberíamos hacérnosla
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todos cada día, “¿Señor, qué quieres de mí?” Pero en el momento en que la vida empie-
za a tomar una u otra dirección tiene una importancia especial. Siempre se pregunta a
los niños: Tú ¿qué quieres ser de mayor? Si, como hemos visto, nuestra vida no es una
construcción nuestra, sino una continua llamada de Dios, ayudémosles a que le pregun-
ten a Aquél que los ha llamado a la vida, a la fe y a la santidad, y que tiene un proyecto
de felicidad y plenitud para la vida de cada uno: Nosotros muchas veces no, pero Él sí
que sabe la respuesta.
El lema del día del seminario este año es “Enviados a reconciliar”, que según lo que
ya hemos visto podría ser “reconciliados para reconciliar”, “rescatados para rescatar”,
“curados para curar”, “perdonados para perdonar”, “amados para amar”. Tal vez algún
niño o joven de nuestra parroquia escuche la llamada de Dios a ser, en medio de nuestro
mundo, quien en nombre de Jesús perdone los pecados, anuncie la Buena Noticia, ali-
mente a los hombres con el cuerpo de Cristo...
“¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el cien-
to por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vi-
da.”(Benedicto XVI, Homilía 24 de Abril de 2005).