You are on page 1of 3

LA VOCACIÓN:

SED MISERICORDIOSO COMO VUESTRO


PADRE ES MISERICORDIOSO
“¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heri-
das sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado
a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar
aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la miseri-
cordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención.” (Francisco, Misericordiae Vul-
tus, 15)
El ser humano, cuando nace, es un ser sin terminar, está por hacer. Toda la vida hu-
mana consiste en hacerse, ir creciendo, ser, cada vez más, lo que se tiene que ser: hom-
bre. Todo lo que ocurre en nuestra vida, las personas con las que nos relacionamos, las
decisiones que tomamos, las cosas que hacemos o las que dejamos de hacer van confi-
gurando nuestra vida. Pero ¿En qué consiste esto de hacerse?¿Qué significa crecer?¿De
dónde partimos?¿Somos fruto de la casualidad?¿Hacia dónde queremos llegar?¿Cuándo
estaremos terminados?
“nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, co-
mienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo
que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de noso-
tros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es
amado, cada uno es necesario.” (Benedicto XVI, Homilía del 24 de Abril de 2005)
Vamos a intentar explicar esto un poco. Comencemos por el principio.
Nadie ha elegido nacer. Hemos “aterrizado” en el mundo sin que nadie nos pregunta-
ra. La vida, nuestra vida, es un regalo, un don de Dios, una llamada que Dios nos ha
hecho, una llamada a existir. “Antes de haberte formado yo en el seno materno, te cono-
cía, y antes que nacieses, te tenía consagrado” (Jr1,5) Sería arrogante pensar que no
debemos nada a nadie. Como mínimo debemos reconocer que hemos recibido la vida de
nuestros padres y, en último término, si nos fijamos un poco, de Dios. La limitación
humana y la muerte nos hacen caer en la cuenta de que nadie tiene poder para dar la
vida, sólo Él. Así lo expresa el salmo: “Tú has creado mis entrañas / me has tejido en el
seno materno” (Sal 138,13)
Sin embargo Dios no se despreocupa de cada uno de nosotros una vez hemos nacido.
Porque nos ama nos llama a formar parte de su pueblo, de su familia, de su Iglesia.
Alguien podría pensar que es cristiano porque ha nacido en un continente, un país, un
pueblo, una familia cristiana, o tal vez porque lo ha decidido así. Pero me temo que no
consiste en esto el cristianismo. De nuevo Benedicto XVI nos ayuda:
“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro
con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva.” (Benedicto XVI, Deus Caritas est, 1)
Es verdad que la mayoría de nosotros comenzamos a ser cristianos cuando, práctica-
mente recién nacidos, nuestros padres nos llevaron a la Iglesia para ser bautizados (tam-
poco aquí decidimos). Pero a lo largo de nuestra vida hemos descubierto (o estamos
descubriendo) esta segunda llamada de Dios: una llamada a la fe, que no es aprender
una serie de cosas o comportarse de determinada manera, sino reconocer que esta Perso-
na con la que nos hemos encontrado es el Señor de nuestra vida, es el que tiene el poder
para darnos la felicidad, la Vida Eterna.

1
Por tanto, la llamada que recibimos a creer nos lleva a pensar en otra llamada. Dice el
Concilio Vaticano II:
“en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por
ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de
Dios, vuestra santificación» (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4). (LG 39)
Esta llamada a la santidad es la invitación a ser santos como nuestro Padre es Santo, a
ser imagen de Dios en medio del mundo, a vivir como vivió Cristo, a pensar como Cris-
to, a actuar como Cristo, a perdonar como Cristo… a Amar como Cristo: “Lo mismo
que es santo el que os llamó, sed santos también vosotros en vuestra conducta, porque
está escrito: Seréis santos, porque yo soy santo” (1Pe 1, 15-16)
Y esto es lo que nos dice Jesús en el evangelio con aquello de: “Sed misericordiosos
como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Esta es la santidad de Dios, la miseri-
cordia.
Pero, ¿cómo se llega a ser misericordioso como el Padre? De nuevo, tenemos que re-
cordar que no es una cuestión de esfuerzo, de buena voluntad, etc. Se trata de responder
a la llamada que Dios hace sobre nuestra vida.
Al final de la parábola del buen samaritano, Jesús pregunta al maestro de la ley que lo
había interrogado sobre el mandamiento principal: “¿Cuál de estos tres te parece que ha
sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” Él dijo: “El que practicó la mise-
ricordia con él”. Jesús le dijo: “Anda y haz tú lo mismo” (Lc 10,36).
En esta última frase está la clave para comprender qué es la vocación a la santidad:
“Anda y haz tú lo mismo”. Lo mismo que ha hecho el samaritano con el hombre que
estaba al borde del camino. Lo mismo que ha hecho Dios con nosotros cuando nos he-
mos visto abocados a la tristeza, a la angustia, al pecado, al temor, a la soledad, al sin-
sentido, al desprecio, al sufrimiento. Ha pasado por nuestro lado, nos ha tomado, ha
curado nuestras heridas y nos ha llevado a la Iglesia (la posada de la parábola) para que
recuperemos las fuerzas.
Quien ha tenido la experiencia de haber sido mirado con misericordia por parte de
Dios, no tiene otra respuesta posible en su vida: “Ve y haz tú lo mismo”, sé samaritano
para el vagabundo, el que no sabe, el que te ofende, el necesitado, el triste, el que se
equivoca; sé samaritano para el que está hambriento, sediento, desnudo, preso, enfermo.
Pero sólo podrás serlo si te has encontrado con el amor de Dios en tu vida, porque “en
esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos
amó y nos envió a su Hijo” (1Jn 4,10).
La experiencia del Amor de Dios y la fuerza del Espíritu Santo que habita en noso-
tros es lo que nos hace capaces de responder a esta exigente llamada de Dios. Esta lla-
mada que finalmente se concreta en una llamada a vivir de una forma determinada: en
el matrimonio, en la vida consagrada, en el sacerdocio.
Cuando vivimos así constatamos que “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hch
20,35), que los deseos más profundos de nuestro corazón, deseos de amor, de paz, de
libertad, de felicidad, sólo se sacian cuando vivimos para los demás.
Sabiendo esto, ya ninguna cosa que pueda pedirnos el Señor puede darnos miedo o
resultarnos fatigosa, porque descubrimos que Dios está empeñado en nuestra felicidad
más que nosotros mismos.
En medio de este año de la misericordia en el que la Iglesia nos invita a ser “miseri-
cordiosos como el Padre”, el fin de semana del 5 y 6 de Marzo celebramos el día del
seminario. Es siempre una fecha para poner en el centro de nuestra oración a aquellos
que se están preparando para recibir la ordenación sacerdotal. Pero no solamente eso,
sino también para presentar a los jóvenes de nuestra parroquia, de nuestro pueblo, una
pregunta fundamental: “¿Qué quiere Dios de mí?” Esta pregunta deberíamos hacérnosla
2
todos cada día, “¿Señor, qué quieres de mí?” Pero en el momento en que la vida empie-
za a tomar una u otra dirección tiene una importancia especial. Siempre se pregunta a
los niños: Tú ¿qué quieres ser de mayor? Si, como hemos visto, nuestra vida no es una
construcción nuestra, sino una continua llamada de Dios, ayudémosles a que le pregun-
ten a Aquél que los ha llamado a la vida, a la fe y a la santidad, y que tiene un proyecto
de felicidad y plenitud para la vida de cada uno: Nosotros muchas veces no, pero Él sí
que sabe la respuesta.
El lema del día del seminario este año es “Enviados a reconciliar”, que según lo que
ya hemos visto podría ser “reconciliados para reconciliar”, “rescatados para rescatar”,
“curados para curar”, “perdonados para perdonar”, “amados para amar”. Tal vez algún
niño o joven de nuestra parroquia escuche la llamada de Dios a ser, en medio de nuestro
mundo, quien en nombre de Jesús perdone los pecados, anuncie la Buena Noticia, ali-
mente a los hombres con el cuerpo de Cristo...
“¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el cien-
to por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vi-
da.”(Benedicto XVI, Homilía 24 de Abril de 2005).

You might also like