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Resumen
En este documento se hace una reflexión sobre qué es la autonomía, y la importancia que ésta
tiene en el desarrollo de las personas con discapacidad intelectual, para la construcción de su
autoestima positiva y de su seguridad emocional. A partir de algunos ejemplos de la vida
diaria, se plantean las razones que impulsan a las familias a adoptar actitudes de excesiva
protección, cuando su auténtico deseo es ayudar a sus hijos a progresar y a favorecer su
independencia. Por último se sugiere un conjunto de estrategias que ayudarán a los padres a
comprender cuál es su papel y cómo ponerlo en práctica para lograr su objetivo de hacer a sus
hijos más autónomos, y de ese modo, allanar el camino hacia su bienestar y su libertad.
Una luminosa mañana de julio, durante un paseo por las calles de mi ciudad, tuve ocasión de
observar algo que llamó mi atención: un adulto con discapacidad intelectual caminaba de la
mano de su madre. Evidentemente no tenía dificultades para desplazarse. Entonces ¿por qué
le llevaba de la mano? Lejos de juzgar a su madre he tratado de buscar cuáles son las razones
ocultas que la impulsaban a hacer eso, cuando estoy segura de que ella quiere lo mejor para su
hijo.
¿Qué es la autonomía?
Según la Ley Española 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y
Atención a las personas en situación de dependencia, la autonomía es la capacidad de
controlar, afrontar y tomar, por propia iniciativa, decisiones personales acerca de cómo vivir
de acuerdo con las normas y las preferencias propias, así como desarrollar las actividades
básicas de la vida diaria.
Una persona es autónoma cuando realiza solo tareas ajustadas a su capacidad real, cuando
regula su comportamiento y lo adapta a las situaciones en las que vive. Cuando puede elegir
entre algunas opciones y selecciona aquella que mejor se ajusta a sus necesidades y a los
requerimientos de la situación, y cuando persevera en el logro de una tarea sin frustrarse o
abandonar. La autonomía no está limitada por la capacidad intelectual porque cada uno puede
analizar una situación y adaptar sus respuestas según sus características. La clave no es dar
una respuesta más o menos elaborada o perfecta, sino decidir por uno mismo y controlar el
propio comportamiento según las capacidades concretas de cada persona sin necesidad de
que otro tome las decisiones o haga las cosas por él.
No se refiere únicamente a realizar las actividades básicas de la vida cotidiana como
alimentarse, asearse o desplazarse sino, sobre todo, a poner en marcha todo el potencial que
una persona tiene para manejarse por sí mismo, relacionarse, comunicarse, aprender, y
disfrutar.
Tiene mucha importancia porque determina la autoestima, la valoración que uno tiene de sí
mismo. Si puedo hacer las cosas sin ayuda, si puedo elegir, me siento más valioso, más seguro
de mí mismo y por tanto más adaptado, más libre y más feliz. No estamos hablando de hacer
cosas muy complicadas. Tal vez una persona con discapacidad intelectual no pueda conducir
un automóvil o alcanzar determinados logros académicos o deportivos, pero sí puede cuidarse,
comunicarse, elegir sus gustos o aficiones, y lograr objetivos ajustados a sus capacidades
concretas que le permitirán construir una idea positiva de sí mismo, experimentar con su
libertad, y adquirir la dignidad que requiere como ser humano.
La autonomía se adquiere a través de la experiencia y de la práctica. La persona experimenta y
observa los efectos de su conducta. ¿Qué pasa después? He conseguido algo que yo deseaba,
los demás me tienen en cuenta y me alaban por haberlo logrado, me siento más capaz, más
¿Cuáles son las razones por las que estos padres actúan así?
Evidentemente, todos ellos quieren lo mejor para sus hijos, se esfuerzan mucho para que cada
día progresen y maduren, pero la realidad es muy compleja. Aunque quieren por encima de
todo la autonomía de sus hijos, sus comportamientos están muy marcados por lo que piensan
y lo que sienten.
Los niños cuando nacen no traen un manual de instrucciones. Educamos como podemos, con
la mejor voluntad, pero no siempre sabemos cómo, cuál es la mejor respuesta, la mejor
actuación como padres, e incluso muestras mejores intenciones, a veces, nos juegan malas
pasadas.
Podemos pensar que es demasiado pronto para exigir una habilidad (comer, vestirse,
hacer la cama, usar el autobús…), porque es pequeño, o porque aún no está
preparado, dilatando el momento de enseñárselo, postergándolo para más adelante
cuando tengamos más tiempo. Pero esto es una pequeña trampa porque el tiempo
pasa muy deprisa y en algún momento hay que decidirse a empezar. Además, nuestra
visión de su capacidad a veces no corresponde con la realidad y está más preparado de
lo que podemos pensar.
Las prisas de la vida cotidiana también nos condicionan mucho. No nos engañemos, es
más fácil y más rápido hacer las cosas por ellos en lugar de esperar a que ellos lo hagan
por sí mismos, y esa excusa del tiempo nos justifica una y otra vez. Enseñarles a hacer
nos lleva más tiempo al principio, pero tenemos que pensar a largo plazo en lugar de
priorizar la inmediatez.
Puede ser también que en lo más profundo de nuestro corazón nos da miedo a que no
sean capaces de hacer lo que les proponemos. Es un sentimiento muy íntimo que no
se puede decir en voz alta. Si les ponemos en una situación concreta y tardan en
realizarla, se confunden, o incluso la resuelven mal, ponen en evidencia su
discapacidad intelectual, y eso nos produce mucho dolor, nos vuelve a recordar que
nuestro hijo es diferente. A veces también creemos que no son capaces de hacer
algunas cosas y limitamos mucho sus posibilidades solo por el miedo de enfrentarnos
de nuevo a la discapacidad. Y aunque otras personas nos insisten en que lo pueden
hacer, no terminamos de creerlo.
Puede ser también porque tememos las reacciones de los demás. Por eso el padre de
Amalia no puede esperar a que ella conteste, no sea que el conocido no la entienda
bien. O la mamá de Jesús le lleve en coche porque teme que fracase y las personas que
lo esperan en el centro comercial piensen que su hijo no es competente. Los adultos
tendemos a proteger a nuestros hijos de los peligros, y, en este caso, los padres
podemos interpretar como un peligro las opiniones de las personas que nos rodean, o
el rechazo que éstas puedan experimentar hacia él.
Otra razón que puede explicar los comportamientos excesivamente protectores de los
padres es el desconocimiento. No sabemos la trascendental importancia que tiene la
autonomía para nuestros hijos, y tampoco tenemos porqué saberlo, porque no somos
Sobre nuestro papel. Con frecuencia nos preguntamos si somos buenos padres.
Pero, ¿qué significa ser buenos padres? Tal vez tratar de definirlo nos ayudaría a
comprender algunos de nuestros comportamientos. También es importante que
seamos conscientes de nuestras reacciones para poder valorarlas y cambiarlas si es
necesario. Podemos ayudarnos también de algún registro de autoobservación:
AUTONOMÍA
SITUACIÓN CONDUCTA HIJO CONDUCTA PADRE
SI NO
2.- Contrastar información. Una vez que somos conscientes de lo que pensamos, puede ser
muy útil contrastar esos pensamientos con otras personas que pueden ofrecernos
perspectivas diferentes sobre nuestro hijo, sobre la discapacidad intelectual, o sobre nuestras
actuaciones como padres.
Con los profesionales que conocen a nuestro hijo. Ellos pueden proporcionarnos
información sobre sus capacidades reales ayudándonos a ajustar nuestra visión y
también nuestra formación sobre la discapacidad o estrategias de intervención a
través de entrevistas o grupos terapéuticos.
Con otros padres. Podemos compartir con otras familias nuestras ideas y nuestras
experiencias porque cada una afronta la realidad de forma diferente, Conocer
cómo actúan otros padres ante situaciones similares o cómo entienden ellos la
discapacidad nos abre nuevos interrogantes y nos ofrece nuevas alternativas.
Con nuestros familiares. Es básico hablar con nuestros otros hijos. Muchas veces
ellos tienen una visión mucho más normalizada de las cosas, están más próximos a
sus intereses, y ante su propia necesidad de recibir un trato igualitario, nos ofrecen
una visión que favorece la autonomía de nuestro hijo con discapacidad. Por otro
lado, los abuelos o los tíos son personas de referencia para los padres que pueden
ayudar mucho escuchando y sugiriendo. Estar abiertos a sus propuestas es una
estrategia sabia, porque ellos también quieren lo mejor y tienen una perspectiva
más distante emocionalmente que les permite mayor objetividad. Manejar la
información y hablar mucho en familia, irá creando una cultura compartida en la
que se definirán unos valores que marquen las actuaciones de todos. Así también
se podrá evitar la sobreprotección por parte de hermanos, abuelos o tíos, que
llevados por sus propias creencias y sus propios sentimientos, tengan dificultades
para exigir o educar la autonomía.
8.- Distribuir responsabilidades. Vivir en familia es un ejercicio de equilibrio. Para que pueda
darse respuesta a las necesidades de todos hay muchas tareas que realizar.
Distribuir estas tareas de modo equilibrado, delegar algunas de ellas a los demás miembros de
la familia, no es incumplir el papel de padre o madre sino todo lo contrario, es educar la
autonomía y la responsabilidad e implica importantes beneficios para todos a largo plazo. Cada
uno debe asumir una parte proporcional de cargas y de ese modo aumentará su autoestima. El
hijo con discapacidad debe participar en ese reparto, para que se considere un miembro más
de la familia de pleno derecho, para que se sienta útil y seguro de sí mismo y para que sus
hermanos no se sientan injustamente tratados. Las responsabilidades serán acordes con sus
competencias. Puede que no sea oportuno que maneje el gas para cocinar, pero sí puede
poner la mesa, hacer su cama, recoger sus cosas o colaborar llevando algún objeto si hay una
gran discapacidad (llevar una prenda al cesto de la ropa, tirar algo a la basura…), y tenemos
que exigirle el cumplimiento de aquello que le corresponda.
10.- Firmeza y coherencia en las estrategias educativas. Para ayudar a nuestro hijo a que sea
autónomo es necesario que seamos coherentes. Si unas veces permitimos y otras no, si el
padre exige una habilidad y la madre no, o si cada día reaccionamos de forma diferente será
más difícil lograr nuestro objetivo.
También tenemos que ser modelos de comportamiento. No puedo pedirle que respete una
serie de normas en la mesa si el resto de la familia no lo hace, o que no utilice palabrotas si
nuestro vocabulario está plagado de ellas.
Educar la autonomía exige firmeza. Tenemos que establecer normas claras, tal vez pocas, pero
hacerlas cumplir. Las consecuencias deben ser previsibles. Por ejemplo debe tener claro que
no saldremos de paseo mientras no se ponga el abrigo él sólo, o que no cenaremos hasta que
no recoja sus cosas. Así podrá anticipar las consecuencias de su comportamiento, y elegir cuál
es el más apropiado a cada situación. Tenemos que insistir en que hagan las cosas por sí
mismos y ser coherentes en nuestra forma de reaccionar. La firmeza no está reñida con el
afecto. Éste último es incondicional, les queremos y se lo mostramos con nuestras palabras y
con nuestros actos, pero no debemos olvidar que exigirles que hagan por sí mismos aquello
que pueden hacer, es una forma extraordinaria de querer.
Conclusión
La autonomía y la libertad de la persona con discapacidad intelectual no es incompatible con
una situación de dependencia. Es posible que requiera ayuda para el desempeño de algunas
tareas, pero puede realizar por sí mismo muchas otras, puede elegir sus propios
comportamientos para ajustarlos a las situaciones de la vida cotidiana, puede perseverar en el
logro de sus propios objetivos y asumir sus responsabilidades dentro del ámbito de sus
competencias. La familia es el apoyo fundamental con el que cuenta. A través de la educación
que reciba en su casa, de las reacciones de sus seres queridos, podrá alcanzar el nivel de
autonomía que le permita su propia discapacidad y tener una vida más digna, más libre y más
feliz.
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