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El vuelo del gorrión

No encuentra a nadie salvo el silencio, pero tampoco necesita compañía.


No le importaría seguir ahí, sobre la hojarasca, en síntesis con el idealizado
marco de tranquilidad, hasta que los árboles absorban todo lo aprovechable
de sus huesos, su plumaje y su pico. Hasta que esos nutrientes sean
almacenados en la savia, y al comienzo de la primavera sean utilizados para el
nacimiento de un desconocido fruto rojo, hasta el momento en el que, quizás,
un niño de aire inocente, agarre esa exótica esfera rubí, la introduzca en su
boca, y que después de saborearla le diga a su padre... «¡Papá! ¿Por qué está
fruta sabe a pollo?»
Mas en un segundo, ese reflejo de sosiego, es roto por el roce de las ramas.
No para volver a la realidad, sino para pintar otro lienzo, el otoñal.
Apenas logra percibir la luz solar dado el abundante follaje de tonos pardos a
dorados, tanto así que no sabe si el éter está claro o teñido de grisáceo.
Algo le llama la atención desde la cama muerta de hojas, el rumor de un arroyo
a poco más de dos metros. Lo que reaviva su imaginación con peces que
rebosantes de felicidad chapotean en el curso de las etapas de la vida.
Una perturbación le condena a despertar de su trance, y es que siente
como algo le corroe su interior. El gorrión decidido a hallar la causa de su
malestar, sopesa en que son gusanos comiéndole sus vísceras en estado de
descomposición, más tarde piensa en una rosa negra con espinas creciendo a
través de él, y acaba descubriendo que no es más que mera sed.
A pesar de verse ya lejos de su antiguo estado de consciente inconsciencia,
aún una parte suya se aferra a él. Le gustaría creer en su existencia, en que es
tan tangible como los troncos que le rodean atrapándole en un laberinto. Sin
embargo solo lo puede confirmar con el sentido de la vista, pues no logra sentir
las hojas secas con sus alas.
El estómago seco, tal tormenta de arena, le recuerda lo que iba a hacer.
Irá al arroyo, se asomará a él sorprendiendo a los peces, y beberá para después
jugar con ellos. No puede esperar, siente que un minuto más sin gota en la
garganta le sería suficiente para que sus ojos, por falta de lágrimas, cayesen
como negras canicas.
Trata de ponerse en pie, mas sus famélicas patas no encuentran la fuerza
para ello, y menos para dar los típicos saltitos de su especie. Comienza a
cuestionarse si realmente los de su especie se desplazan a saltitos «¿Acaso no
podremos caminar ni saltar? ¿Y volar? ¿Podremos volar?» se plantea, hasta
llegar al punto de no recordar a que se refiere cuando menciona "especie". Su
angustia aumenta a cada pregunta sin respuesta, llegando al punto de que el
pesar se materializa en ráfagas descendentes de 60 km/h que le oprimen
contra el suelo. Y solo cesa cuando la sed le devuelve al mundo físico y deja de
importarle si es ave o máquina siempre que pueda alcanzar la fuente del
susurro de cristal.
El pardal con los ojos cerrados aletea en calma, no desea emplear toda su
energía, si las fuerzas le abandonaran en mitad del vuelo caería para no
volverse a levantar.
Un punzón le atraviesa de la cola al pico. Quizás deshidratación. Los
nervios le arrebatan el volante al sentido común y agita sus extremidades con
todo el brío del que dispone. Y solo cuando cree que ha gastado todo su vigor,
llegando a ir más rápido que la rotación terráquea y que de su velocidad
arrasaría el otoño y el invierno dejando la primavera a su estela, solo entonces
es cuando se da cuenta de que todo es una farsa, una ilusión, un juego de su
mente. Ni un solo milímetro le ha llegado a separar del suelo en ningún
momento. Se resigna a maldecir su cansancio, una bala de plomo en su
costado le habría abatido menos.
Tras descansar los minutos suficientes para que la energía alcance el
cerebro piensa en otras maneras de desplazarse. Sin éxito.
El sueño le tienta a cerrar sus párpados, mucho se ha esforzado y ya se
merece descansar. Con el telón a ras del suelo, en el filo de la guadaña, divisa
una larva. Despierta de golpe. Hasta el plumaje que le resguarda del frío daría
a cambio de comerla y recuperar las fuerzas para volar. Volar por volar, sin
otro objetivo que no sea el propio volar.
Viendo a la larva reptar, buscando quien sabe qué, era inevitable que los
engranajes del gorrión se aceleraran a máxima velocidad maquinando como
llegar hacía ella. Por desgracia no haya modo de alcanzarla, ni de que sea ella
la que acuda a su llamada. Segundo a segundo, comienza a darse cuenta de su
inevitable final: la boca seca, la sed acreciente, el agudo dolor en la panza, las
alas hasta ahora inservibles, desconocer su especie e identidad. Sin ilusión ni
esperanza, toda gota de ellas restante han fluido demasiado lejos.
Azul es el sentimiento que de improvisto inicia a vagar en el bosque, un
bello azul, tan bello como las lágrimas de los marineros al escuchar los cantos
de sirena, y a la vez más desgarrador que la muerte de estos ahogados en el
lecho de algas marinas. De color azul son las notas que ahora rigen la espesura,
la partitura más cautivadora que los árboles tendrán oportunidad de escuchar.
Conscientes de ello, rigen las ramas para impedir al viento jugar con ellas, lo
último que desean es interrumpir el canto del moribundo pardal. Con el
siguiente pentagrama de los troncos ya fluyen ríos de resina, y al siguiente de
este, las pocas hojas verdes restantes se secan para obtener más líquido con
los que llorar.
El gorrión no canta por creer que la larva acudirá a él tal ratón a trampa de
queso, ese no es el motivo. Se percata en que los árboles le escuchan y lloran
impotentes al no disponer de medios con los que ayudar. Pero tampoco aquel
es su objetivo y retoma la melodía mas alto. Se canta a si mismo, a su muerte,
como un violinista en su propio funeral. No es atención lo que busca, pues si
algo anhela, es olvidar su dolor. Y si físicamente es imposible, cantar, al fin y al
cabo, es la forma más rápida de hallar la paz y culminar la sobria ceremonia.
Un búho interrumpe los pensamientos del gorrión, se posa en una de las
miles de ramas y comienza a acompañar al pardal en su canto.
Aunque al principio lo ignorara, al retornar su mundo interior es el este el
que protagoniza todos sus pensamientos. No recuerda la existencia de un
pájaro de tal magnitud, y entre reflexión y reflexión, retorna la idea de que
especie será él mismo. Analiza su ala izquierda y la ve desdeñable comparada
con la del búho, sin embargo si encuentra suficiente parecido en el color y la
forma: Hojas muertas de tonos pardos. Otoño con tintes de oro desvencijado.
Secas las hojas que livianas planean, diciendo adiós a la rama madre.
Por casualidad mira los ojos almíbar del búho. Y una vez vistos le resulta
imposible dejar de contemplarlos, le atraen y le hipnotizan como la miel a un
niño que vive en la indigencia. «Quizás si los posea...» Especula, pues considera
la remota posibilidad de que en realidad es una cría de esa raza, y aquel el
motivo de la diferencia de tamaño.
Tanto ansía corroborar su teoría para así matar a la incertidumbre, que
hasta no se resignaría a morir con tal de saber que es.
En ese instante, los engranajes cambian de dirección en su mente. Ya no le
basta con averiguar su especie, quiere conocer de él mismo; si existió antes de
despertar o si nació junto al crujir de ramas previo; mirar a los ojos de sus
progenitores; conocer su rosa olvidada junto a sus semillas, si acaso todo no
es más que una quimera.
Vuelve al mundo terrenal, guardando su realidad en el mecanismo. El
bosque ahora rebosa de búhos, si uno más llegará decenas de ellos deberían
apretujarse para crear un ínfimo hueco. Todos le observan con el apetitoso
almíbar de sus ojos; y él responde, hechizado, devolviéndoles la mirada con la
inocente curiosidad que siente el gato negro en el hogar de la bruja.
Ya no reconoce aquel bosque sin almas donde apenas el viento hacía acto
de presencia. Al igual que su canto no evita que aquel lejano marco en el que
un pájaro moribundo piaba para sí haya desaparecido. El bosque ha revelado
su identidad, una que mantenía oculta hasta que unas notas tan bellas como
desgarradoras la despertaron. Tanto las ramas, como el viento, el arroyo, y los
búhos tienen un compositor al que obedecer, un gorrión agónico al que cantan
por compasión.
Las notas no se escribirán sobre un pentagrama, y sin embargo perdurarán
más que cualesquiera preservada en papel. Será guardada en la memoria de
los presentes más allá de la muerte; enseñada a todos los progenitores, y tras
ellos otros tomarán el relevo, y otros, y otros, hasta que todo lo que el cielo
surca sea descendiente de las aves que hoy cantan.
Tienen la seguridad de que acabará con su final merecido, inolvidable, con
un coro in crescendo y un solista menguante hasta que el hilo de voz, cada vez
más dulce y más fino, desaparezca. No podían equivocarse más. El agudo entre
los agudos rompe la armonía, seguido de otros agudos más débiles. Todo
queda en silencio. Ni siquiera Eolo tiene el descaro de soplar. Ese abrupto final
será, aun más si cabe, lo que lleve el canto a la eterna posteridad. Un dolor tan
intenso como el que sufre una madre y siente el hijo al ser arrollado por un
tren embiste el estomago del gorrión. Un dolor que él bien conocía y una
canción le ayudo a olvidar. El dolor que llama a la muerte y que el identifico
como sed.
Nervioso, avizora la larva, sin éxito. Ya no está en la hojarasca por mucho
que él se sumerja y la maleza acabe en su retina.
Quisiera tener fluido con el que llorar. Quisiera fuerzas. Quisiera
alimentos. Quisiera una identidad. Quisiera tener fe, fe en que en realidad es
un Dios primogénito venerado por el bosque y que por ello los búhos traerán
recipientes con agua e insectos bastantes para alimentarse el resto de su vida.
Lo desea tanto que espera cinco minutos eternos en vano antes de rendirse, y
comprender la disyuntiva de rezar y morir o acudir al arroyo y sobrevivir.
El gorrión comienza a percibir un olor a óxido, que sin embargo no
proviene del de la tierra o el aire, sino de su interior. Recuerdos de antaño.
Concretamente un fotograma, mas suficiente para que la alegría de un
imposible inunde al gorrión como un chorro de agua fresca. La imagen la
conforman cientos de palitos formando un nido, y en él cuatro huevos, uno de
ellos ya eclosionado. Ignora si le pertenece a él o a sus supuestas crías, pero
poco o nada le importa ahora. Asociado al fotograma hay una palabra que se
aferra en su cabeza, palos, y que junto a el olor a herrumbre le resulta
desconcertante. Una viga se desploma en su mente, a la que le sigue otra y
otra que despedazan los engranajes que le ataban al olvido. Una película
empieza a rodar frente a sus ojos, como el repaso a todos los recuerdos antes
de morir.
Las nubes huyen despavoridas del brillo de un sol primaveral, y el polen
surca junto a los gorriones, petirrojos, golondrinas y herrerillos el cielo cerúleo.
Los arboles ríen y presumen de sus tocados de última temporada, algunos de
ellos brocados con nidos, ahí está el único con el huevo eclosionado, sin rastro
de la cría. Los hongos van tornando a musgos y líquenes glaucos, verdemares
y esmeraldas. La hojarasca renace como hierba y descubre un camino que hace
nada se mantenía oculto. En el verde empapado de gotas multicolor
revolotean apetecibles las abejas, y los insectos se concentran alrededor de un
punto. Un gorrión caído del nido agoniza sobre la piedra de un sendero,
malamente a sobrevivido, es él.
El dolor concentra todos sus sentidos, grita y no canta, mira y no ve, salivea
y no saborea, sufre y no siente, oye y no escucha los pasos de un anciano que
se acerca hacia él.
El anciano tras encontrarle, ayudado por un bastón de empuñadura argéntea
se agacha y recoge al gorrión, para resguardarlo en el bolsillo de su chaleco de
lino. La cría solo se percata de que ya no está en el bosque cuando el hombre,
con la delicadeza de las orquídeas, lo suelta en un escritorio bajo la luz del
flexo.
—Veamos, pequeño —Murmura. Deja caer sus anteojos sobre la nariz, y
teniéndolas por las de mariposa, examina sus alas—. Parece que no vas a
poder volar en un tiempo, chiquitín. Las prisas nunca son buenas, recuérdalo
—Abre un cajón y saca una jeringuilla y una mezcla—. De seguir vivo, el resto
a de estar estar bien. Has tenido suerte.
«Salvador» Esa nombre que de improviso aparece en su mente le agujerea
el corazón como una hoja de enebro.
—Ahora lo fundamental es una barriga llena, vamos allá —Gota a gota la
papilla le recobra el vigor propio de esa edad—. Así me gusta chiquitín .
«¿Como te pude olvidar, mi salvador?» se martiriza el gorrión entre la
nostalgia.
—Descansa aquí, te lo mereces —dice Salvador al tiempo que saca unas
telas de seda, son blancas—. Blancas como las nubes ¿no es cierto? Ahora
duerme.
Los días se suceden como gotas de mayo, muchos recuerdos son los
reseñables, pero si acaso le diera tiempo en detenerse en uno eligiaría aquel
en el que Salvador le trae unos palitos en forma de "Y" con los que él por fin
se sostendría en pie.
—He encontrado esto, te gustará, podrás caminar a la vez que coges la
fuerza necesaria... se colocan debajo de las alas ¿qué tal?
En principio pierde el equilibrio, pero con perseverancia, a la hora ya tenía
dominadas las muletas. Sintió en sus propias carnes la sensación de caminar,
y el deseo de lograrlo por una vez más lo creyó posible, al percatarse del
significado de aquella palabra que se alojó en su cerebro, palos. Los buscaría
entre la hojarasca con tal brío que ni los búhos que surcaban el cielo en círculos
tras no quedar rama libre le distraerían.
Recuerdos que arden como hogueras de junio, recuerdos que se mojan en
las playas de julio, recuerdos que sofocan en las temperaturas de agosto,
recuerdos que pasean por los adoquines de septiembre como caen como hojas
de octubre.
El último recuerdo del gorrión comienza a reproducirse con las gotas de
lluvia cayendo sobre la marquesina de la ventana desde la cual él esperaba a
Salvador hacía más de tres días. Ya comenzaba a volar, y hasta había logrado
alcanzar el estante más alto del estante, en poco más de un mes, según las
propias palabras de Salvador, sería «libre». Sin embargo, la razón de su
abandono era una incógnita para él. No le visitaba a pesar de sentir su
presencia en la plata baja. Y más le extraño oír voces ajenas. Aquel tercer día
apareció una furgoneta alargada y oscura como los cuervos, de ella salieron
hombres vestidos con sus plumas negras y se adentraron en el hogar con un
féretro que él asemejó a las casas de pájaros. A los pocos segundos el ataúd
salió, y con él, el olor de Salvador. Se lo llevaron como aves carroñeras. Lloró
de impotencia durante largas horas, y eternos días; Y al ver como todas las
reservas de agua y comida perecían creyó que había llegado la hora de ir en su
busca.
Un primer aleteo sencillo y arranca el vuelo sin saber que los que
proseguirán no serán tan cómodos. Sigue el aroma de Salvador por el bosque,
y se adentra completamente en él llegando al punto en el que no sabría volver.
Cada aletada se torna en suplicio, en un ruego hacía su propio cuerpo. Intenso
dolor en sus canicas y cabeza, profundo sueño que le entumece todo su
cuerpo, pequeños calambres en sus alas que se transforman centellas, y estas
en rayos, y los rayos en una tormenta, que le acaba paralizando y le hace caer.
No logró encontrar a Salvador.
El recuerdo se rebobina, y se rebobina, y se rebobina mientras busca los
palos, y se rebobina cuando los encuentra, y se rebobina en las caídas, y se
rebobina en cada paso, y se rebobina hasta llegar al riachuelo y asomarse a él.
«Soy un gorrión...» Los peces le estaban esperando dentro del agua, él
comienza a beberla. Tiene un peculiar toque férreo, y el anaranjado del ocaso
se refleja en ella con un pintoresco carmesí. Cierra sus párpados para
disfrutarla más, y tras un buen rato los reabre al no saciarse completamente.
Mas poco o nada le importa, ha logrado su objetivo, se siente feliz, realizado y
tranquilo. Tanto que el plácido sueño que le invade comienza a tornar los
bordes de su visión en negro.
De repente nota una presencia a su lado, mira a su derecha, es Salvador,
su dueño, para jugar a los peces junto a él.

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