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M.B. III, c.

X, 114-118

Don Bosco estaba la mar de satisfecho de la afectuosa correspondencia juvenil a sus cuidados; pero al
principio del año se le enredó algún disgusto que sintió mucho. Fue con motivo de ver que los alumnos
eran tratados duramente en ocasiones por alguno de sus colaboradores.

El mismo lo contaba: «Un domingo por la tarde vi a un muchacho mayor maltratar a un compañero suyo
más pequeño. Ante el hecho, me estremecí y tuve que hacerme violencia para callar. Mas, al día siguiente,
cuando me encontré con el mocetón, no dejé de hacerle una amable reprensión».

Pero, pese a los repetidos avisos, no siempre podía impedir semejantes inconvenientes; a veces, porque
algunos destinados a la asistencia, eran de índole más bien dura y dominante; otras, porque su poca
paciencia se sometía a dura prueba. Por esto, y especialmente en la iglesia, propinaban fuertes coscorrones
a los pocos que dormían o estorbaban durante el sermón y las oraciones. Con tal motivo, hubo disgustos
dentro y fuera del Oratorio. Temiendo, sin embargo, don Bosco que algunos de sus colaboradores, que
tenían buena voluntad, se disgustaran o se marcharan del Oratorio, si estaba predicando, disimulaba y
procuraba dominarse; al fin, resuelto a acabar con aquel desorden, se puso de acuerdo con el joven José
Brosio, que desde 1841 había empezado a ayudarle en San Francisco de Asís. Brosio, que por más de
cuarenta años se mantuvo fiel y amigo, se sintió feliz de poder librar a don Bosco de aquella contrariedad.
Dirigía él las oraciones desde el presbiterio; cuando éstas terminaban, se paseaba de arriba a abajo de la
iglesia a fin de prevenir cualquier acto violento de sus compañeros asistentes. De vez en cuando sacudía
ligeramente a los que dormían y si advertía que se entregaban voluntariamente al sueño los despabilaba
con la ingrata sorpresa ((115)) de unos polvos de rape en las narices; a los que estorbaban, charlando o
moviéndose, se les quedaba mirando fijamente con una mirada severa que imponía obediencia, siendo
como él era corpulento de estatura y con sus veinte años. Si alguno no se daba por enterado a la primera
señal, bastaba entonces un gesto de amenaza. Entre tanto prometía algún pequeño premio aquí y allá al
que se portarse mejor, y cuando don Bosco subía al púlpito, el auditorio estaba perfectamente tranquilo.

Añadíase a estas industrias la palabra persuasiva de don Bosco que en sus pláticas, en sus charlas por el
patio, contaba anécdotas que ponían de relieve la necesidad de la fraternidad que debía reinar entre los
compañeros, y especialmente la unión de los hijos del Oratorio, para merecer las bendiciones de Dios. Y
alcanzó su intento. En breve cesó el lamentado desorden y no se oyeron más murmuraciones sobre el
particular.

El joven Chiosso, que asistió al Oratorio por aquellos años, asegura que don Bosco no castigaba nunca,
salvo rarísimas veces, cuando se trataba de un muchacho rebelde y descarado, blasfemo, o sorprendido en
conversaciones inmorales. Y esto solamente en aquellos casos en los que, salvo el escándalo, hubiera sido
fatal para el alma de aquel incauto el despacharlo del Oratorio. Difícilmente se enteraban los compañeros
del castigo impuesto; pero, si se traslucía, todos se ponían de parte de don Bosco y decían:

—Ha hecho bien.

Y después los mismos culpables le daban la razón, porque jamás ocurría que se dejara llevar por el amor
propio herido: su dulzura era habitual.

Esa dulzura era el secreto de su sistema: estaba firmemente persuadido de que para educar a los
muchachos es necesario abrir su corazón, poder penetrar en ellos como en propia casa ((116)) para estirpar
los gérmenes del vicio y cultivar las flores de las virtudes nacientes. Su empeño era formarlos, con sus

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buenos modales, para que fueran expansivos, sencillos, espontáneos. Para ganarse su confianza,
procuraba por todos los medios que le amaran y estuvieran persuadidos de que eran amados. Los
corazones cerrados, que escondían sus secretos, casi siempre sus vicios; los que se mantenían solitarios,
misteriosos, disimulados, hipócritas, eran su tormento y estudiaba por todos los medios ganárselos y
adueñarse de ellos. El teólogo Ascanio Savio que, como más adelante veremos, convivió con él aquellos
años, aseguró que don Bosco usaba siempre buenos modales, paternales, delicados, inspirados en la
mansedumbre para atraer a la virtud a los muchachos y que nunca se le vio tratar a ninguno con modos
descompuestos o amenazar con castigos, ni siquiera a los más traviesos o díscolos. Por eso precisamente el
Oratorio rebosaba de niños y de jóvenes, cuya mayor parte recibía los sacramentos cada domingo.

Bastaba hablar con él una sola vez para quedar prendado de la dulzura y elegancia de sus modales, de la
jovialidad de su trato, de la oportunidad y gracia de sus palabras. Esto explica, en parte, la fascinación que
ejercía sobre sus muchachos, a los que atraía irresistiblemente. De sus corazones siempre abiertos y
confiados, saltaba a sus rostros ese atractivo especial que constituye, diría yo, la transparencia del alma. Lo
rodeaban con alegría inefable, y les costaba tanto separarse de su lado, que no sabían decidirse a marchar:
casi era preciso que el mismo don Bosco se los quitase de encima.

José Buzzetti, y cien más con él, nos contaron muchas veces que la fisonomía de don Bosco tenía una
expresión simpática, tan bella, tan amable, tan angelical, que no parecía de este mundo; su mirada y su
sonrisa trasparentaban el encanto de la santidad que llevaba dentro de ((117)) sí. Cientos de veces se oía
repetir a los muchachos que le rodeaban: «¡parece nuestro Señor!», frase que se les hizo habitual.

Con todo, sería una ilusión creer que la gran amabilidad de don Bosco fuera tal vez un principio de
debilidad o de defensa. Sabía enfadarse, que también la ira es instrumento de virtud, pero nunca fuera de
sus límites y sólo cuando se trataba de un ultraje al honor divino. El mismo Jesucristo se irritó varias veces
contra los fariseos: Circumspiciens eos cum ira (mirándoles con ira)1 y la ira bien dominada no se opone a la
virtud de la mansedumbre. En el transcurso de estas Memorias también veremos brillar en este aspecto el
celo de nuestro querido don Bosco. ((118))

1 Mc. III, 5

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