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U n a v e r d a d e r a e d u c a c i ó n, pp. 117-124.

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VALOR EDUCATIVO DE LAS DISTRACCIONES
Es un hecho claramente establecido que la generación contemporánea difiere bajo
numerosos aspectos de la de sus padres y mucho más aún de la de sus abuelos. No
queremos pronunciarnos sobre el problema de fondo, si en su conjunto es mejor o no;
sería este un tema demasiado amplio para ser tratado de paso. Pero podemos afirmar
que en algunos aspectos, en particular la crisis de esfuerzo, de virilidad, que denota la
generación contemporánea muestra un déficit apreciable sobre las generaciones
anteriores. ¿Está compensado con otras ventajas? Vosotros podréis apreciarlo.
Los jóvenes de nuestro tiempo rehuyen más que los que los precedieron el
esfuerzo físico; no están acostumbrados a los entrenamientos duros y penosos, a las
largas excursiones, a soportar el frío, la lluvia, la levantada temprano. La civilización
moderna les ha dado demasiados medios para huir de esas molestias: los viajes ya no
son a pie, ni a caballo, sino en automóvil. Ya no hay que ir a casa de un amigo para
tratar un asunto, basta llamarlo por teléfono. Si se tienen medios de fortuna, no puede
soportarse el rigor del invierno sin temperar el aire con la calefacción, y no faltan
quienes temperan la fuerza del calor con el aire acondicionado. Las diversiones que
antes se obtenían con el esfuerzo colectivo, ahora se obtienen en forma más económica
del sacrificio humano: la radio sustituye al piano, o a los tríos de guitarra, mandolino y
bandurria que tocaban nuestras madres; el biógrafo a las representaciones escénicas que
se tenían incluso en tantas familias; el casino a la antigua excursión a caballo en el
verano para ir a presenciar un hermoso sitio de la costa, y donde era necesario preparar
el asado al palo y los demás elementos que hacían sabrosa la excursión.
Y creo poder afirmar sin equivocarme, que esta disminución del esfuerzo que se
nota en forma tan aparente en los ejemplos que acabo de poner, se ha traducido
también en la vida moral, sobre todo en la generación que dispone de recursos para
abrirse paso en la vida sin contar con su propio sacrificio. Claro está que hay
excepciones y muy numerosas, y que otros factores han venido felizmente a acentuar la
necesidad del sacrificio, sobre todo factores de orden sobrenatural, más concientemente
valorizados ahora que antes, pero en la gran mayoría de los jóvenes se nota demasiada
superficialidad, ligereza, despreocupación por los grandes problemas. En la masa de los
jóvenes de nuestra época se echa de ver que han recibido una formación que hace que
no tomen nada en serio: su vida religiosa, social, afectiva, cívica son tomadas con
demasiada superficialidad. Inconsciencia, falta de vigor para los grandes sacrificios,
falta de perseverancia en lo comenzado, falta de comprensión que la vida es deber y no
diversión. Y todas estas características se van traduciendo al llegar a la edad adulta en
esa pavorosa liviandad de costumbres que hace temblar a los grandes pensadores de
nuestro siglo. Carrel, Leclerq, … se unen a los dos últimos Pontífices para denunciar la
ola de neopaganismo, tan fuerte, dice Pío XI, "que después del diluvio no se había visto
algo semejante" (Encíclica Caritate Christi).
Sin estéril pesimismo ni mucho menos, sin la más mínima amargura respecto a la
juventud contemporánea, sino que lleno del más intenso amor hacia ella hago estas
críticas, y del deseo de analizar las causas que han llevado a nuestra generación a este
desquiciamiento, para sugerir el remedio.
Entre las causas que han producido el relajamiento del esfuerzo parece ser de
especial importancia el mal uso que hace la educación moderna de las diversiones. A
este respecto procuraremos analizar en este trabajo estas tres ideas:
–Cuáles son las diversiones verdaderamente educativas de la niñez;
–La supresión o desviación de esas diversiones en la vida moderna;
–El restablecimiento de las diversiones educadoras a que hemos de propender.
Las diversiones de la naturaleza
La actividad humana se desarrolla en dos formas: una seria, y es el trabajo; otra de
placer, y es el juego.
El trabajo se realiza por un fin útil; el juego, sobre todo por el placer que se halla
en realizarlo. Lo que caracteriza al juego es el desinterés de la acción respecto a un fin
útil: el fin del juego es divertirse.
Sin embargo, no se ha comprendido la naturaleza íntima del juego cuando se lo
considera como un puro medio que tiene la madre para desembarazarse de sus hijos.
"Ándate a jugar, y déjanos tranquilos…" es lo que dicen los mayores al niño que no cesa
de moverse en su presencia. La realidad es muy otra: el juego es un gran medio de
educación; es el gran resorte de la naturaleza para hacer jugar las facultades, para
prepararlas a la acción y a las responsabilidades de la edad adulta. El gatito que juega
con la pelota se prepara a cazar lauchas; y el perro que salta a los gorriones, se entrena
en la cacería de conejos y zorros. El niño juega también para ejercitar sus sentidos y
fortificar su cuerpo, pero como es un ser humano llamado a ejercitar responsabilidades
superiores, mezcla continuamente en sus juegos actividades de inteligencia, voluntad e
imaginación y la imitación de las acciones de sus mayores.
Al jugar el niño descarga sus actividades y les da al mismo tiempo el alimento que
necesitan. Esto lo vemos confirmado en las tres categorías en que podemos dividir el
juego: juego de exhuberancia, juego de distensión muscular, juego de pasatiempo. El
juego que fluye de la exhuberancia de energías es el más propio del niño: la energía en
él es demasiado rica, desborda continuamente y necesita canalizar esas sobras en un
juego que les dé salida. Más tarde aparece el juego de distensión muscular, cuando el
niño ha sido capaz de sostener un esfuerzo de atención. Para descansar de ese esfuerzo
que ha consumido muchas actividades levanta la compuerta a otras actividades
reprimidas mientras se concentraba interiormente. El juego de pasatiempo viene a
disipar el aburrimiento, a combatir la inactividad. Las fuerzas que no tienen en qué
ocuparse protestan sordamente, piden actividad y, a falta de trabajo, recurren al juego
en que poder gastarse y que les permita después descansar, esto es, reposarse después
del cansancio.
Pero al mismo tiempo que descansa el juego, desarrolla y perfecciona la función
que ejercita. El juego no es puro juego; descansa y hace trabajar; entretiene y cultiva. Por
esto el educador y el moralista no tienen derecho a rehusar al niño el juego que reclama
su salud y que le permitirá recomenzar su trabajo, pero menos derecho tienen a
despreocuparse de cuáles sean los juegos del niño, y de cuáles serán los juegos que
nunca jamás jugará si él no interviene. El juego, para el hábil educador, será un
procedimiento eficacísimo de cultura corporal, intelectual, del carácter, de todo el ser
del niño.
Desarrollo psicológico del instinto del juego
Al principio es sólo el instinto el que guía los primeros juegos del niño,
empujándolo y fijándole como un programa de sus actividades, programa que
permanece del todo desconocido para el mismo niño. Este programa depende de la
especie a que pertenece el niño y de su dotación personal, programa rico que engloba
actos numerosos, armónicos, casi diríamos un plan de vida. Este instinto lleva a los
pollitos desde pequeños, cuando están ociosos, a peleas que prenuncian las peleas de
gallos; al perrito, a jugar con mi zapato, como lo hará después con las perdices; al niño,
a juegos de guerra, mientras orienta a la niña a juegos de muñecas. Pero, por encima de
estos instintos que diferencian los sexos, se descubren ya desde entonces los instintos
secundarios que diferencian las personas, y éstos se muestran sobre todo en el juego: allí
se revelará el niño cruel, el autoritario, el egoísta, el generoso. ¡Descubrimiento precioso
para el educador!
Antes que la educación haya comenzado a dar una orientación externa a la vida, y
que el ambiente haya obligado a disimular lo espontáneo, el niño ha dejado escapar sin
darse cuenta los gérmenes que hay en él. Al educador corresponde observar, controlar,
determinar claramente qué cualidades ha de acentuar en el niño, cuáles ha de reformar.
Ojalá los padres imitaran a Carlos Bühler y a su esposa [Carlota] que, durante los dos
primeros años de la vida, observaron minuto a minuto, sin dejarlo jamás solo, todas las
actividades de su niño. ¡Qué riqueza de observaciones recogieron! Pueden leerse con
fruto en la obra traducida por la editorial Espasa: El desarrollo espiritual del niño.
El chiquitín comienza a jugar desde los primeros días: en sus largos ratos en que
está despierto y no es objeto de atenciones, su vitalidad –si está de buena salud– se
trasluce en juegos, remueve con satisfacción sus piececitos, goza con el ruido, descubre
admirado cada uno de los miembros de su cuerpo y los examina cuidadosamente: boca,
manos, pies; comienza a balbucear y, sobre todo, se alegra vivamente cuando lo
divierten: los grandes que se acercan a la cuna ya saben cómo captar la sonrisa del
chico: meneando las manos, haciéndolo saltar sobre sus rodillas; cantándole una dulce
cantinela… Y así va entrando el niño en el mundo, al principio, más que en el mundo
real, en el que él mismo se va creando, mundo en el que todo vive: los muebles, los
juguetes, todo.
Apenas pueda gatear o andar, trepará sobre los muebles, hará toda clase de
acrobacias: es que Dios quiere que ese niño temple sus músculos, y se acostumbre a
vencer los obstáculos. Todo lo toca, todo le sugiere experiencias nuevas. Goza con la
arena, mete las manos y los pies en el agua, ensaya construcciones con los más variados
materiales, como para prepararse a ser el obrero que ha de comer el pan con el sudor de
su frente.
Al crecer, los juegos se diferencian. Los niños juegan a la guerra, quieren dar a su
cuerpo más fuerza y vigor: organizan campamentos. A esta edad se perfecciona
también el deseo de construir: es el futuro jefe del hogar que habrá de sostener la lucha
por la vida. Mientras tanto, la niña toma un aire más bien sentimental: viste y desviste
su muñeca, le echa largos discursos: es la madre dormida de que habla Martínez Sierra.
Los juegos del niño lo preparan a proteger el hogar; los de la niña a sacrificarse en él.
Juegos favoritos de esta edad son las carreras: no se contenta con andar, corre;
corre como caballo; corre como locomotora y silba e imita la campana. Luego comienza
a trepar sobre bancos, sillas, mesas… Miles de problemas se propone; los resuelve…
¿Puede estar diez minutos inmóvil?
Otra característica de esta edad es el ruido. Hace estallar su vida. ¡Y qué bello es
ver ese desborde de vida! Golpea con la cuchara sobre la mesa, imita el claxon del auto,
fabrica una corneta con el primer cartón que encuentra. La imaginación se despierta
poco a poco: al principio las ficciones son muy simples: él es el caballo, el perro que
ladra, o el tren… poco a poco se interesa a los cuentos maravillosos; gozará con la
linterna mágica, con un teatro de polichinelas [bufones]. Un paso más y es un inventor:
hace túneles, planta jardines; con los jarros y tarros hace una torre como la de Babel.
Mira su obra extasiado y os invita a admirarla. Llega en esto a su sexto año; es capaz de
comenzar a aprender a leer, a contar… el juego lo ha preparado. El juego le ha enseñado
a caminar, a correr, a disciplinar sus músculos, ejercicios de extrema importancia.
Qué interesante sería poder seguir paso a paso las etapas del juego desde la niñez
hasta la adolescencia. Encontraríamos en este recorrido una parte tan hermosa de
nuestra propia existencia. Esos juegos de fuerza: levantar al compañero, apretar la mano
del compañero hasta hacerlo pedir misericordia; abrirle o cerrarle la mano aunque él no
quiera; el tirar la piedra, el salto en toda sus formas. Los juegos de resistencia, en que se
descubre bien el temperamento de cada cual: unos resistirán hasta el fin, otros se darán
pronto por vencidos. Juegos de agilidad; juegos de equilibrio, que adiestran al niño, con
gran horror de la mamá, a guardar el equilibrio: bajar por la baranda de la escalera,
primero agachado, y luego, los más valientes, desafiando de frente la bajada. Juegos de
habilidad, todos los juegos con la pelota o bolas: croquet, diabolo, tennis, ping-pong,
football. Otros juegos hay que tienden a despertar la atención espontánea e inmediata;
otros son juegos de combinación, comienza el juego de dominó, de lotos, de damas,
verdaderos ejercicios de táctica en que el niño se propone problemas complicados.
Juegos en que el niño ensaya producir objetos de su arte; juegos de emoción, juegos que
tienden a dominar el miedo, juegos que tienden a descubrir el lado humorista de la
vida, a reírse y a hacer bromas a los compañeros: jugarle una mala partida, sin ánimo de
molestarlo, sino sólo de reírse a costa suya. Hay una edad en que las representaciones
teatrales tienen lugar, haciendo una parodia de las escenas serias de la vida.
El juego en el niño se adapta a su desarrollo físico y moral, se conforma a las
facultades que trata de preparar. Hay juegos para el cuerpo, otros para el espíritu, otros
para la imaginación, otros para las facultades estéticas, etc. Para que un juego sea
educativo es necesario que pida al niño un esfuerzo personal, frecuentemente de
creación. Nada da más confianza al niño en su propia capacidad que el esfuerzo
constructor, razón por la cual prefiere siempre los objetos que el mismo ha fabricado,
aunque sean groseros, a los que se le pueden comprar.
El juego, pues, tiene un valor eminentemente educativo, razón por la cual los
padres de familia no deben jamás desinteresarse de los juegos de sus hijos; deben
ayudarlos a escogerlos, alentarlos para que los recomiencen, ver en ellos un medio y
darles confianza en sus empresas. Gracias al juego el niño adquiere el espíritu de
iniciativa, aprende a servirse hábilmente de sus facultades, toma gusto en el trabajo
constructor. El niño que no juega, corre el riesgo de no salir airoso en la vida.
Los juegos y la orientación en la vida
La elección que el niño hace de sus juegos y la manera de conducirse en ellos son
otros tantos indicios que orientarán al educador para ayudar al niño a discernir su
vocación en la vida. Al ver jugar a los niños uno descubre inmediatamente los
temperamentos de jefe, no menos que los de aquellos cuya misión será siempre
secundaria en la vida. Pretender orientar hacia carreras sin iniciativa a los niños que
demuestran un gran espíritu de invención o una real capacidad de mando, es
empujarlos por un camino que los habrá de descorazonar y amargar. No menos
desastroso sería orientar hacia las empresas que requieren dirigentes a niños sin
iniciativa.
Utilizar los juegos desde el punto de vista educativo, es preparar al niño a cumplir
un día su papel de hombre: jugar para fortificar el cuerpo, para desarrollar el valor, para
vencer el miedo, para defender a los débiles, para dar ánimo a los que no lo tienen, para
enseñar a los menores a ser más hábiles. Que las historias que lean los niños exalten su
heroísmo y las grandes cualidades del alma y que se apliquen desde luego en el curso
de la vida cotidiana a realizar acciones semejantes a los héroes de la leyenda.
Dejar al niño que juegue sin tener cuidado de sus responsabilidades futura es
convertir el juego en algo inútil y aun peligroso.
El juego despierta la emulación, sentimiento sano, expresión de una necesidad
fundamental de la naturaleza humana, la de salir airoso, de triunfar, de obtener una
victoria, es uno de los mejores frutos del juego. No puede ser condenada la emulación
mientras el que lucha por ser el primero guarde el respeto y caridad para los que luchan
a su lado. No debemos, por tanto, suprimir la emulación, sino orientarla, velar porque
el niño no emplee medios fraudulentos para el éxito, que acepte con buen ánimo los
fracasos y no se enorgullezca en los éxitos. La emulación en los juegos es como una
preparación para las luchas de la vida. Estas luchas son inevitables. Trátase entonces,
únicamente, de enseñar al niño a ser un jugador leal y perseverante. Habrá que enseñar
al niño a guardar la calma del espíritu, a no enervarse ni impacientarse, a no abandonar
el partido una vez que se ha emprendido antes de obtener la victoria definitiva. Un
elemento esencial de la educación que puede obtenerse mediante el juego, es enseñar al
niño a perder con buen humor, a no sentir envidia por los que lo han hecho mejor que
él, a preferir perder antes que emplear un medio desleal. Es no menos importante
enseñar la modestia del éxito. Otra ventaja que puede obtenerse del juego es enseñar en
forma práctica al niño a conocer las desigualdades de la vida individual y social. No se
suprimen las desigualdades negándolas, antes por el contrario, puede obtenerse un real
bien mostrando a cada niño la responsabilidad que le incumbe por aquello en lo cual es
superior. Todo el que tiene éxito está obligado a ayudar a los que tienen menos
habilidad que él.
Los padres de familia que no han tenido tiempo para observar a sus hijos mientras
juegan, no los podrán conocer tampoco después. Mientras juegan es cuando más se
manifiestan las pasiones espontáneas del niño: viéndolo perder es cuando se descubre
en él la envidia que lo ha llevado a destruir el juguete de su contrincante para vengarse;
asistiendo a sus victorias puede uno constatar la tendencia orgullosa y despreciativa de
su espíritu. Viéndolo jugar descubre uno en el niño al futuro jefe, al hombre de
tendencia gregaria, al tipo justo o injusto, leal o desleal.
Partiendo de las observaciones realizadas en el juego, puede entonces el educador
formar la conciencia moral del niño. Así por ejemplo, aquel que, llevado del deseo del
éxito, proponga reglas para triunfar fácilmente en el juego, podrá ser enseñado que eso
es abusar de la confianza hacia los que no tienen tantas cualidades como él, y que habrá
de darse a todos los jugadores las mismas posibilidades de éxito. Los abusos de
autoridad y de poder serán corregidos enseñándose a los más fuertes que no deben
servirse de su superioridad sino para velar del mejor desarrollo del juego. Los
tramposos podrán ser oportunamente corregidos y enseñados, que los que comienzan
trampeando en el juego, trampearán la vida entera.
Desviaciones del juego
Las consideraciones anteriores nos hacen apreciar la inmensa importancia del
juego y la gravedad consiguiente de una actividad lúdica mal ordenada. Señalemos
primero algunas desviaciones de menor importancia.
a. El ridículo erigido en sistema: Albums grotescos, juguetes y pinturas
ultramodernas, etc. Todo esto desvía la imaginación artística del niño, engendra en él el
hábito continuo de la burla. Por eso, frente a lo grotesco ha de presentarse lo artístico y
lo bello.
b. Los juegos de azar son también peligrosos. No hay que confundir los juegos de
esfuerzo, en que se arriesga la victoria, con los juegos de azar, en los cuales las
facultades propiamente humanas: inteligencia, atención, selección de medios, no tienen
ningún sitio. El jugador se entrega al destino con sus manos amarradas, lo que lo hace
profundamente inmoral: es hacer creer al niño que la vida es una sucesión de éxitos y
fracasos que nos toman sin que podamos hacer nada contra ellos. Si la vida lleva
consigo mucho de desconocido, la misión del hombre está precisamente en emplear su
inteligencia y su voluntad para reducir estos factores a un mínimo: "Ayúdate que Dios
te ayudará".
El juego que mejor prepara para la vida es aquel en el cual subsiste una parte de
incertidumbre, pero al mismo tiempo en el cual el niño mediante su esfuerzo, modifica
las posibilidades de éxito. Esto nos hace, pues, condenar abiertamente los juegos de
puro azar, mucho más si van acompañados de apuestas en dinero, que si siempre son
peligrosos, lo son especialmente en la infancia.

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