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Con el diablo en el cuerpo. Filósofos y Brujas en el Renacimiento
Con el diablo en el cuerpo. Filósofos y Brujas en el Renacimiento
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Con el diablo en el cuerpo. Filósofos y Brujas en el Renacimiento

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Esta obra de Esther Cohen es mucho más que sólo otro texto erudito que se suma a una lista muy vasta de literatura que, desde Jules Michelet hasta Carlo gingzburg, se ha asomado a la historia para intentar descifrar el enigma seductor de la hechicería. Pero la erudición es su base, no su objetivo.
LanguageEspañol
Release dateApr 11, 2023
ISBN9786073050586
Con el diablo en el cuerpo. Filósofos y Brujas en el Renacimiento

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    Con el diablo en el cuerpo. Filósofos y Brujas en el Renacimiento - Esther Cohen

    EDICIONES ESPECIALES

    103

    INSTITUTO DE INVESTIGACIONES FILOLÓGICAS

    CENTRO DE POÉTICA

    ÍNDICE

    Prefacio

    Introducción

    La bruja,

    El judío y la bruja: nuestros fantasmas

    La Venus desdoblada: en torno a la filosofía del amor en Ficino

    Pico della Mirandola y la letra mágica de la cábala judía (1463-1494)

    Agrippa, el mago (1486-1535)

    Cultura y barbarie en el Renacimiento

    Notas al pie

    Índice de figuras

    Bibliografía

    Aviso legal

    PREFACIO

    ¹

    Enzo Traverso

    Esta obra de Esther Cohen es mucho más que sólo otro texto erudito que se suma a una lista muy vasta de literatura que, desde Jules Michelet hasta Carlo Gingzburg,² se ha asomado a la historia para intentar descifrar el enigma seductor de la hechicería. Pero la erudición es su base, no su objetivo. De entrada, este libro hace eco de la historia contemporánea; piensa en la figura de la bruja a través del prisma de las formas de opresión, de persecución y de violencia del siglo veinte. Los estudiosos no se sentirán en absoluto decepcionados por este trabajo de una filóloga profesional que se formó en México, en Italia, en Inglaterra, en Israel y en Estados Unidos; y que, a partir de una mirada orientada hacia el pasado y nutrida por la sensibilidad y las preocupaciones del presente, interpreta la cara oscura del Renacimiento. Nuestro presente lleva a cuestas una herencia lejana, casi demasiado lejana, que aún ejerce una influencia subterránea y escondida aunque siempre activa, imposible de detener; compuesta tanto de prejuicios, miedos y mitos profundamente enraizados en nuestro imaginario, como de utopías y esperanzas. Como nos lo han mostrado el filósofo Ernst Bloch y, desde otra perspectiva, la historiadora Nicole Loraux, la no-contemporaneidad, la discordancia de los tiempos, incluso un cierto anacronismo, pueden ser fructíferos en el plano epistemológico.³ La propia Esther Cohen sugiere, esta pista de lectura en la conclusión de su obra, cuando incluye a las brujas en el grupo de los vencidos de la historia, al mostrar una continuidad hilada por el Occidente conquistador en su tendencia a extirpar las diferentes figuras de alteridad que encuentra en su camino. Encarnados por las hechiceras o los indios del Nuevo Mundo, los negros o los judíos, las mujeres o los homosexuales, los outsiders chocan contra una misma norma, contra las mismas prácticas de desculturación, de estigmatización, de persecución, de exterminio. Demos la palabra a Esther Cohen:

    Detrás de Miguel Ángel y de Leonardo, detrás de las grandes construcciones arquitectónicas y filosóficas, detrás inclusive del incipiente pensamiento científico, están ahí, reducidas a cenizas, esas viejas brujas que no encontraron ya un acomodo en la redistribución de saberes y que, con sus cuerpos ya marchitos, fueron sacrificadas al fuego en nombre de la cultura, y de la religión y de la buena moral. Mientras las cortes y las catedrales alojaban a esos cuerpos majestuosos y sensuales, la mano dura de la cultura inquisitorial acababa, o al menos lo intentaba, con los restos de una auténtica cultura pagana que había florecido durante siglos.

    En un texto fundamental de la filosofía del siglo XX, escrito durante la Segunda Guerra Mundial, Dialektik der Aufklärung, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer subrayaban el lazo indisoluble que, a lo largo del proceso civilizatorio, siempre ha vinculado el progreso y la violencia, la cultura y la barbarie, lazo que transforma el progreso técnico y científico en declive humano y social, hasta desembocar en Auschwitz e Hiroshima.⁵ En un capítulo dedicado al antisemtismo moderno (redactado en colaboración con Leo Löwenthal), se retrata a los judíos como chivos expiatorios de las contradicciones del proceso de civilización. Un mundo homogeneizado en una comunidad totalitaria, monolítica y replegada sobre sí misma no puede tolerarn ninguna forma de alteridad. La mentalidad del ticket⁶ rechaza al otro, a aquel que escapa a las normas y, durante las crisis sociales más agudas, lo elimina.

    Siguiendo las huellas de Adorno y Horkheimer, Hans Mayer señaló las marcas de la alteridad femenina, homosexual y judía en la literatura occidental. El nacimiento de los marginales, su inclusión en el Index y su rechazo, explica en Außenseiter, dan cuenta del derrumbe dialéctico de la Aufklärung que, en su marcha triunfal, abandonó progresivamente su dimensión humanista emancipadora para transformarse en una simple herramienta de dominación.⁷ En la edad de la burguesía, la razón empezó a proponer la igualdad como categoría normativa, a partir de la cual se vuelve imposible admitir y respetar la diversidad —cultural, étnica, religiosa, de género— de los seres humanos. Aquellos y aquellas que no entran en esta norma —rápidamente representada por la respetabilidad burguesa y la ética puritana— son percibidos como monstruos. En el siglo XIX, los outsiders se enfrentaban a una alternativa muy bien ilustrada en los dos héroes —o más bien en el mismo protagonista desdoblado— del relato de R. L. Stevenson, The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde: reprimir su identidad y renunciar a sus impulsos o, si no, llevar una doble vida. Las mujeres que elijan una vía alterna, como Rosa Luxemburgo o Flora Tristán, muchas veces lo pagarán con su vida. El monstruo se transforma en chivo expiatorio".⁸

    Esther Cohen revisa la tesis de Mayer al mostrar en forma muy convincente que la dialéctica de la Aufklärung empieza a producir outsiders mucho antes del siglo XIX. Su libro nos ayuda a descubrir los orígenes de esta articulación singular entre cultura y barbarie, y elabora una verdadera dialéctica del Renacimiento. Las hogueras y la cacería de brujas son la otra cara del humanismo, de la emergencia de un ideal universal del Hombre, al tiempo que la barbarie se revela como hermana gemela de la razón, que comienza a tomar conciencia de su fuerza y a transformarse en herramienta de dominación. Emancipación y violencia persecutoria avanzan inseparables, abrazadas en una danza endemoniada cuyo desenlace sigue siendo imprevisible; y la razón las abandona a ambas, como fuerza revolucionaria y como entendimiento del poder. En al siglo XVI hubiera sido realmente imposible percibir esta dialéctica que ahora parece clara; pero ya estaba inscrita —entre líneas— en la obra de ciertos pensadores del Renacimiento como Maquiavelo, teórico tanto de la virtud republicana como de la astucia del poder calculador. El trabajo que realizaron los filósofos de la racionalización de la magia y de la institucionalización de las ciencias. ilustra esta transformación del saber en arma al servicio del poder.

    El poder, legitimado por la razón y por las nuevas ciencias, exige víctimas para su sacrificio: las brujas. Éstas son consideradas como representantes de una cultura, de rituales y de prácticas populares que el poder no puede controlar; y que en consecuencia encuentra amenazantes. Su alteridad es compleja, porque las hechiceras son figuras emblemáticas de esta cultura popular que se transforma gradualmente en una contracultura, en una cultura de clases subalternas opuestas al poder oficial, un estereotipo negativo fabricado por el poder oficial, un estereotipo negativo fabricado por el poder mismo. Un poder religioso, social, político y, por supuesto, un poder de género. Como escribe Esther Cohen, la bruja será el cuerpo de la mujer renacentista narrado por sus verdugos.

    Incluso se podría retroceder más. La persecución de los outsiders encuentra su origen en la Edad Media cristiana, entre los siglos X y XIII, cuando el poder transforma la alteridad en estereotipo negativo y elabora un sistema complejo de medidas aptas para definir, condenar, discriminar y excluir a quienes se encuentran fuera de la norma. El historiador inglés Robert I. Moore fija sus orígenes en 1215, el año del IV Concilio de Letrán.¹⁰ En esta ocasión y por primera vez, la persecución se convierte en una práctica institucional, mediante un mecanismo de leyes que discriminan, excluyen y castigan. Sus primeros objetivos son los herejes, aquellos revolucionarios iluminados que practicaban la pobreza, vivían como predicadores vagabundos, denunciaban el poder y la corrupción del clero, algunas veces se organizaban como contrasociedad y creaban una especie de Iglesia paralela. Según el derecho romano, los judíos están sujetos a las mismas prohibiciones que se adoptan en el caso de los herejes. La mutación se produce con la llegada del siglo XI, al inicio de las Cruzadas. Los judíos se transforman en una casta a la que muy pronto se le separa del resto de la población encerrándola en los guetos. También deben distinguirse de los cristianos por su vestimenta. Poco a poco va tomando forma el cliché negativo, representado en la imagen del judío usurero, que acompañará al antisemitismo a lo largo de su historia. Frecuentemente se les asimila a los herejes, unos y otros considerados como la encarnación del diablo. A partir de esta coyuntura histórica se van cargando de atributos físicos, que hasta entonces eran desconocidos en el imaginario popular. Desde el siglo XII, la nariz de los judíos empieza a arquearse. Se les acusa de ser adeptos a un culto maldito, al igual que los herejes, de profanar las hostias e incluso de cometer el máximo crimen, el asesinato ritual.

    El caso de los leprosos es análogo; tradicionalmente habían sido objeto de cuidados y recibían caridad, pero a partir del siglo XII son perseguidos y se les tacha de criminales. Las autoridades eclesiásticas ordenan la segregación de los enfermos en las leproserías, auténticos guetos, con el fin de evitar el contagio. Cuentan con sus propios cementerios, para no ser confundidos con los muertos cristianos. Al convertirse repentinamente en parias, los leprosos deben ser evitados por la población; se prohíbe a los enfermos entrar a las iglesias y deben anunciar su presencia con una campana sin la que no tienen derecho a desplazarse. Desde entonces, la herejía es vista como una fuente de lepra, enfermedad con la que se suponía Dios castigaba a los hombres por sus pecados. La persecución afectó también a homosexuales y prostitutas. Hasta ese momento la sodomía había sido condenada por la religión cristiana que sólo admitía la sexualidad con fines reproductivos aunque, en realidad, se practicaba abiertamente y era bastante tolerada. Sólo y a partir de entonces comenzó a ser castigada severamente. Desde el siglo XIV, era frecuente que los homosexuales terminaran en la hoguera, ya que la sodomía es tan repugnante y tan grave que todos aquellos que la comenten merecen morir quemados. Las medidas de exclusión y de segregación se aplicaron también a las prostitutas, que fueron encerradas sin poder ofrecer de nuevo sus servicios más que en barrios cercados por muros. Figura de la alteridad femenina, la prostituta de la alta Edad Media es el ancestro más próximo de la bruja, la mujer que ha pactado con Satanás y que, desde el siglo XIV, se convertirá en uno de los blancos favoritos de la Inquisición. En efecto, la prostituta —meretrix— aparece como una figura de rasgos vagos e indefinidos y tiende a ser asimilada, mucho más allá de aquellas que comercian con el sexo, con toda mujer cuyo comportamiento anticonformista pareciera escapar a las normas establecidas. Inevitablemente, tener relaciones sexuales con una prostituta puede provocar la lepra. En pocas palabras, herejes, judíos y leprosos se vuelven figuras intercambiables. Como escribe Moore: estaban dotados de los mismos caracteres, que provenían de las mismas fuentes y representaban la misma amenaza: por su intermediación, el diablo trabajaba para subvertir el orden cristiano y conducir el mundo al caos.¹¹ Todo indica que la persecución nace por una decisión del poder. Aunque los herejes aparecen entre los siglos X y XII, las sectas religiosas anticonformistas son mucho más antiguas y es evidente que la lepra existía mucho antes de la aparición de las leproserías, para no hablar de los judíos, de los homosexuales o de las prostitutas. El poder político comienza a estructurarse y a quitarle al pueblo numerosas prerrogativas. Asistimos entonces a la concentración de la justicia en las manos de una burocracia de Estado instruida, a expensas y en contra de las clases populares. La persecución de los herejes, de los judíos y de los leprosos marca el nacimiento de un poder de clase o, dicho de otra forma, de la victoria de los letrados¹² sobre los iletrados.

    Aunque este proceso comienza en la Edad Media, Esther Cohen muestra la coyuntura crucial que tiene lugar en el Renacimiento cuando el poder ya no quiere solamente distinguir y separar a los marginados, sino destruirlos. Desde el siglo XV, los chivos expiatorios se enfrentan a la hoguera. A diferencia de los locos y los leprosos que eran aislados de la sociedad, las hechiceras son exterminadas.

    La cacería de brujas se convertirá rápidamente en una narración mitológica, un recuerdo fantasmagórico, tanto oral como literario, e incluso un arquetipo metafórico. Las brujas no serán olvidadas después de la Revolución francesa y del advenimiento de la modernidad política. No desaparecerán de la memoria colectiva con el final de la Inquisición y el agotamiento de la Contrarreforma, ni tampoco con el desarrollo de las nuevas formas de disciplina y castigo creadas por la sociedad industrial, aunque Foucault no les haya prestado atención. Las brujas siguen acechando el imaginario colectivo de los siglos XIX y XX. En Europa se habla de cacería de brujas en muchos periodos. Primero, durante el imperio zarista, en ocasión de los juicios por sacrificios humanos emprendidos contra los judíos; más tarde con relación al Caso Dreyfus en la Francia de la Tercera República; finalmente, en la Unión Soviética de la época de Stalin, cuando los trotskistas fueron acusados de envenenar los pozos y de copular con el diablo, es decir, de colaborar con el fascismo. Al mismo tiempo, en la Alemania nazi, Joseph Goebbels organiza la quema de los libros prohibidos, vehículos de un saber subversivo, judío, marxista y antiario. Se hablará de nuevo de cacería de brujas —Witch Hunt— en la década de 1950 en Estados Unidos, en el momento de la persecución de comunistas durante el macarthismo.¹³ Hay un aroma a brujería en Ethel y Julius Rosenberg, comunistas y judíos, que a su vez serán acusados de copular con el diablo y de aliarse con Satanás —la URSS— por confiarle el secreto de la bomba atómica. Ambos pagarán su culpa en una hoguera moderna, electrificada.

    Habría que agregar, sin embargo, que la inscripción de esta imagen metafórica en nuestra cultura se basa con frecuencia en un malentendido, vulgarizado en el lugar común según el cual estas persecuciones políticas, religiosas, raciales y sociales no serían sino fenómenos anacrónicos, vestigios de un pasado ancestral. Dicho de otro modo, la cacería de brujas se percibe exclusivamente como una marca de oscurantismo. Por el contrario, Esther Cohen nos muestra que las hogueras son el revés dialéctico del proceso civilizatorio, que nacen con la modernidad y la acompañan en su camino, declinándose en diferentes formas hasta nuestros días. Recordar las palabras de Walter Benjamin, quien dice que no hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie, nos ayuda a interpretar a las hechiceras no sólo como figuras del pasado, sino también como un arquetipo contemporáneo.

    Como figuras complejas y paradójicas las brujas encarnan, como mujeres, todas las fantasías de transgresión sexual, de dominio del cuerpo, de satisfacción de un deseo desmesurado y de desafío a las normas morales que ha fijado el poder. De igual forma encarnan el estereotipo de una alteridad negativa marcada en el cuerpo y aparecen como seres monstruosos, deformes, horribles, más cercanos a las bestias que a los humanos. El cuerpo de las brujas prefigura al cuerpo deforme del judío delineado por una vasta literatura antisemita que, de Édouard Drumont a Louis-Ferdinand Céline, de Charles Dickens a Houston Stewart Chamberlain, elabora una tipología compleja de la alteridad física (narinas, orejas, mirada, olor, conformación cerebral, patologías físicas, desequilibrio entre desarrollo intelectual y degeneración física, etcétera). La bruja del Renacimiento, así como el judío moderno, víctimas de la Inquisición y del antisemitismo respectivamente, quemados en las hogueras y en los hornos crematorios, expresan dos formas de alteridad estigmatizada que se inscriben en un mismo código cultural de legitimación negativa del poder. Los outsiders permiten definir la norma religiosa, racial, nacional, etcétera.

    Este carácter polimorfo de la bruja se perpetúa en el imaginario moderno hasta nuestros días. En lenguaje común, una bruja es una harpía, desagradable, vieja y horrible, sin embargo, una película hollywoodense como Mary Poppins la muestra bajo la forma de una mujer agraciada, y los dibujos animados de Walt Disney la retratan como una viejecita simpática que adora a los niños. Durante los años sesenta, las feministas se apropiaron del estereotipo negativo de la bruja y lo reivindicaron como marca de una alteridad subversiva y emancipadora al reconocer en ella a su ancestro. En Italia, las feministas radicales gritaban: "Tremate, tremate, le streghe son tornate!" (¡A

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