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Educación en Corea: el precio de la

competitividad
Corea del Sur es unos de los países arquetipo del desarrollo económico y social durante
las últimas décadas. A su incomparable crecimiento económico y a su envidiable
posicionamiento a la vanguardia tecnológica hay que añadirle su liderazgo en el ámbito
educativo, pivote central de su sistema. Sin embargo, el modelo coreano de desarrollo es
también un ejemplo de las posibles consecuencias sociales de una competitividad
llevada al extremo desde las etapas más tempranas de la vida.

El milagro económico

A mediados del siglo XX y como consecuencia de la devastación producida por la


invasión japonesa y la Guerra de Corea, Corea del Sur era uno de los países más pobres
del mundo, con un PIB per cápita por debajo incluso de su vecina del norte. Sin
embargo, el panorama cambiaría durante el último cuarto del siglo XX, cuando el país
asiático experimentó una transformación económica sin precedentes.
South Korea GDP (PPP) evolution from 1911 to 2008 in millions of 1990 International
dollars. Source: Angus Maddison

De una economía basada fundamentalmente en la agricultura, donde el 45’7% de la


población activa se dedicaba a dicho sector, se pasaría a un país cuyo factor diferencial
sería el sector tecnológico, siguiendo el exitoso ejemplo de Japón. El resultado es que
en poco más de dos décadas la agricultura pasaría a representar sólo un 11’6% de la
población activa, porcentaje que continuaría bajando hasta el 3% actual. Una evolución
que parecía seguir una lógica clara: Un país superpoblado como Corea, con pocos
recursos naturales, en guerra técnica con Corea del Norte y rodeado por dos gigantes
económicos como China y Japón, sólo podría sobrevivir si centraba su crecimiento en
sectores de alto valor añadido, lo que requería mano de obra con un perfil muy
cualificado.
Un argumento que su sociedad parece tener muy claro. Las condiciones que propiciaron
la transformación económica y social son probablemente muchas. La cohesión interna
fruto de la permanente amenaza exterior, o elementos propios de las sociedades
confucianas como el respeto a la autoridad, la prioridad del interés colectivo frente al
individual, o la cultura del esfuerzo, se antojan condicionantes decisivos. Sin embargo,
todas ellas pueden resumirse en el convencimiento general de que la sociedad no tenía
otra salida que el sacrificio, individual y colectivo. Un sacrificio que en Corea se
aprehende (con “h”) desde bien pequeño.

La batalla de la educación

Durante milenios, en algunas partes de Asia una serie de complejos exámenes de


conocimiento eran el escalón que permitía a algunos afortunados convertirse en
funcionarios del Estado, asegurándose un trabajo estable y una posición privilegiada en
la sociedad. La educación y el sacrificio individual eran por tanto atributos muy
valorados socialmente y condición necesaria para asegurar un lugar respetable a la
familia.

Pese al paso del tiempo, en los países donde los valores del confucianismo siguen
presentes, las cosas no han cambiado demasiado en ese sentido. El suneung, el examen
de acceso a la universidad en Corea, se convierte cada año para muchos jóvenes y sus
familias en el escalón que marcará definitivamente su futuro. Entrar en una de las
llamadas universidades “SKY” (Seoul National University, Korea University o Yonsei
University) prácticamente garantiza el acceso a uno de los chaebol (conglomerados
empresariales familiares como Samsung, LG, Hyundai o Lotte) que no sólo
monopolizan la economía en Corea, sino que además proporcionan los trabajos mejor
pagados y reputados. Por el contrario, fallar en esta prueba puede significar perder toda
posibilidad de un futuro trabajo “digno” y en algunos casos incluso de una pareja y
familia “acorde” a dicho estatus.

Quizá sólo en este contexto se entiendan las interminables jornadas de estudio, tanto en
la escuela como con tutores fuera de ella en los llamados hagwons. Para ilustrarlo, el
ejemplo del que podría ser el horario de cualquier adolescente surcoreano. El día normal
de un estudiante de instituto en Corea empieza con la “clase 0”, 50 minutos de auto-
estudio en el aula a las 8 de la mañana, antes de empezar la jornada lectiva oficial. Entre
las 9 y las 17:30 transcurren las clases, con 1 hora y media de descanso para comer. A
las 17:30 terminan las clases oficiales, tiempo que el estudiante aprovecha para cenar y
descansar algo, pues a las 19:00 horas debe regresar al aula para continuar con el auto-
estudio durante 2 horas o más. Pero la cosa no acaba ahí, los mejores estudiantes son a
veces “premiados” con salas privadas donde extender la jornada de estudio incluso más
allá. Otros acuden a los populares hagwon, academias privadas por las que los
estudiantes compiten y donde las familias invierten una parte importante de sus ahorros.
“Durante sólo 3 años, piensa que estás muerto y no hagas nada más que estudiar” es la
frase que padres y profesores repiten convencidos a los sufridos estudiantes para
justificar el inevitable calvario.

Esta etapa del estudiante es quizá la que muestre de forma más clara la mentalidad
competitiva de una sociedad en la que la posición que se ocupe dentro de ella es
absolutamente determinante. En la familia, en la escuela o en el trabajo hay marcadas
jerarquías que otorgan derechos y obligaciones, y el currículum académico es uno de los
pocos escenarios en los que todos tienen la posibilidad de medirse y clasificarse de
acuerdo a unos datos objetivos, sujetos exclusivamente al esfuerzo individual.

El precio de la competitividad

Este esfuerzo y sacrificio cultivado desde la cuna, unido a la importancia dada a la


educación y a la competitividad, tienen resultados que saltan a la vista. Corea del Sur se
mantiene merecidamente desde hace años en los puestos de cabeza de todos los
rankings educativos. Algunas de sus empresas lideran también el competitivo sector de
la tecnología, y la economía en su conjunto conserva la nada desdeñable 13a posición
para un país con tan escasos recursos naturales y tan inestable vecindad. Estos son los
evidentes y envidiados frutos, pero no los únicos.

Al igual que sucede con los rankings educativos, Corea encabeza desde hace años la
lista que clasifica a los países OCDE según su porcentaje de suicidios. Se trata además
ésta de la primera causa de muerte en edades comprendidas entre los 10 y los 39 años,
según datos de Stadistics Korea de 2014, y los inadecuados resultados académicos
parecen además ser los causantes de gran parte de estos casos (el 53% de los jóvenes
con ideas suicidas confesaron éste como el principal motivo). Además, los estudiantes
coreanos son también los que reconocen un mayor estrés debido a su educación.

Más allá de los jóvenes, la insatisfacción, el estrés y la infelicidad parecen ser rasgos
comunes en el conjunto de la sociedad y tiene reflejo en otros indicadores. Los coreanos
ocupan el puesto número 58 en el ranking de felicidad (World Happiness Report 2016),
el puesto 29 de 36 en “Satisfacción ante la vida” (OECD Better Life Index 2016) o la
primera posición mundial en cantidad de licor consumido diariamente por persona
doblando a la segunda, Rusia (datos de Euromonitor).

A tenor de lo expuesto anteriormente, Corea del Sur parece haber superado con creces
los objetivos en términos de competitividad y crecimiento económico. Sin embargo, el
alto precio pagado para conseguirlos debería hacernos reflexionar a todos, no sólo a los
coreanos, sobre la necesidad de poner en valor la calidad de vida como legítimo
objetivo al que aspirar. Quizá si así lo hiciéramos, empezaríamos a dar más importancia
a lo intangible, a entender la educación y la competitividad de otra forma, y a valorar
mejor a sociedades quizá no tan productivas en los económico, pero seguro más
saludables en lo emocional.

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