Professional Documents
Culture Documents
Los sacramentos son los canales a través de los cuales Dios nos ofrece la salvación de su Hijo Jesucristo, a
través de la Iglesia.
Es más, el principal sacramento de Dios es Jesús. Decimos esto porque en Jesús, Dios se manifestó
plenamente, tal como Él es. Conociendo a Jesús, conocemos a Dios mismo. Jesús es signo de Dios.
Después de la resurrección de Jesús y su ascensión a los cielos, Él desaparece de manera física entre los
hombres. Sin embargo, quiso prolongarse y vivir en una pequeña comunidad de creyentes, que lo reconocen
como el único Señor y se reúnen en su Nombre para glorificar a Dios. Esa comunidad se consolida el día de
Pentecostés. Esta comunidad es la que hoy llamamos Iglesia, palabra que significa asamblea.
La Iglesia llega a ser también signo, sacramento de la presencia de Jesús en el mundo de hoy, como Salvador
de los hombres. Es decir, la Iglesia es el signo visible e histórico a través del cual Jesús sigue ofreciendo y
obrando con su presencia gloriosa la salvación de los hombres. Todo lo que hace y dice la Iglesia no tiene
otro fin que el de significar y realizar, directa o indirectamente, la salvación de Cristo.
La Iglesia echa mano de ciertas acciones, signos, a través de los cuales Jesús sigue haciéndose presente en
medio de nosotros. Se les ha llamado sacramentos. Son signos y gestos que dan al hombre la oportunidad de
encontrarse con Jesucristo, desde el nacimiento hasta su muerte.
Los siete sacramentos aparecen en siete momentos que representan la totalidad de la vida humana; y en
esos momentos es cuando Jesús quiere entrar en el hombre a través de los siete sacramentos.
Cada uno de estos momentos en los cuales Jesús se hace presente, son vividos por nosotros como una
verdadera fiesta; siendo los momentos cruciales de nuestra vida, Él se hace presente. Pero no hay fiesta,
cuando uno está solo. En una fiesta no hay lugar para "el cada uno para sí”. Tampoco en los sacramentos.
Éstos son signos de vida, de amor, de unidad. Son signos comunitarios; en ellos se expresa toda la
comunidad de creyentes como en una realidad: un pueblo salvado que se une con alegría a su Señor en la fe,
la esperanza y el amor.
Así definiríamos los sacramentos: son signos sensibles y eficaces de la gracia, instituidos por Nuestro Señor
Jesucristo para santificar nuestras almas, y confiados a la Iglesia para su administración.
Son siete:
1) Bautismo: Dios nos da su vida divina, la entrada a la Iglesia católica y nos hace partícipes de Cristo Profeta,
Rey y Sacerdote, y herederos del cielo.
2) Confirmación: Dios nos confiere la madurez espiritual para la lucha y nos capacita para ser apóstoles de
Cristo y testigos de su palabra.
3) Comunión: Dios nos alimenta con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo Jesucristo y nos hace crecer en la
caridad.
4) Penitencia: Dios nos perdona, por intermedio del sacerdote, nuestros pecados y nos ayuda a vencer las
tentaciones.
5) Unción de enfermos: Dios nos ofrece este sacramento para prepararnos a afrontar con confianza el
momento de la enfermedad y de la muerte, confortándonos en el sufrimiento y sosteniéndonos en las
tentaciones finales, y así prepararnos para mirar con gozo la eternidad.
6) Orden Sacerdotal: Dios ofrece este sacramento a hombres varones a quienes Él ha elegido para servir a la
comunidad creyente, como ministros sagrados y administradores de sus misterios.
7) Matrimonio: Dios regala este sacramento a hombres y mujeres que sienten la llamada a formar una
familia y así perpetuar la especie humana. El sacramento del matrimonio es signo eficaz del amor esponsal
que Cristo tiene hacia su Iglesia.
Santo Tomás de Aquino resume así la necesidad de que sean siete los sacramentos por analogía de la vida
sobrenatural del alma con la vida natural del cuerpo: por el bautismo se nace a la vida espiritual; por la
confirmación crece y se fortifica esa vida; por la eucaristía se alimenta; por la penitencia se curan sus
enfermedades; la unción de los enfermos prepara a la muerte, y por medio de los dos sacramentos sociales
–orden sagrado y santo matrimonio- es regida la sociedad eclesiástica y se conserva y acrecienta tanto en su
cuerpo como en su espíritu.
Por medio de los sacramentos nos identificamos con Jesucristo, esto fue declarado por el Concilio Vaticano II
y esto se logra por la gracia que se confiere en ellos. (Cfr. L.G.no. 7).
Hace posible que Dios habite en nuestra alma y nos hace hijos de Dios y herederos del cielo.
La gracia sacramental que es la gracia particular que confiere cada sacramento, una energía especial
que nos ayuda a cumplir mejor los deberes de cada quien.
En el Bautismo se recibe la gracia de la vida sobrenatural:
En la Confirmación, Cristo nos otorga la gracia de la madurez cristiana y nos hace testigos de Él.
En la Eucaristía es la gracia del alimento del espíritu – pan y vino - la que se recibe.
La Reconciliación o Penitencia nos hace posible que nos reconciliemos con Dios, a través del
arrepentimiento y el perdón de Dios.
La Unción de los Enfermos es el que nos da la fortaleza para enfrentar la enfermedad.
El Orden se recibe el poder que Cristo les da - a algunas personas – el sacerdocio ministerial.
En el Matrimonio, Cristo hace posible la unión sacramental de un hombre y una mujer para toda la
vida.
El carácter que se imprime en tres de los sacramentos (Bautismo, Confirmación y Orden Sacerdotal), es
verdad de fe. (Cfr. Dz. 852; Catec. n. 1121). Este carácter es una huella indeleble e invisible que se
imprime en el alma, es una marca espiritual y que nos marca como pertenecientes a Dios o en el caso del
Orden, el carácter que imprime es el de ministro de Dios. Hace posible la participación de los fieles en el
sacerdocio de Cristo y formar parte de la Iglesia. Esta huella –indeleble – resulta una promesa y una
garantía de la protección de Dios. Estos tres sacramentos no se pueden repetir. (Cfr. Catec. no. 1121). En
un principio se hablaba del carácter como "sello divino” o "sello del Espíritu Santo”, siguiendo la
expresión utilizada en la Biblia.
La Gracia
En nuestro lenguaje diario, la palabra gracia nos hace pensar en cosas agradables, pero cuando
hablamos en un sentido teológico nos referimos a la "gracia sobrenatural”. Que es un DON sobrenatural
que Dios nos concede para poder alcanzar la vida eterna, y esta gracia se nos confiere, principalmente,
por medio de los sacramentos. Es algo que Dios nos regala, nadie ha hecho nada con su propio esfuerzo
para obtenerla. El primer paso siempre lo da Dios. Es don sobrenatural porque lo que se está
comunicando es la vida de Dios que va más allá de toda la naturaleza creada.
Solamente por medio de la gracia, el hombre puede alcanzar la vida eterna, que es el fin para el que fue
creado. Este regalo de Dios exige la respuesta del hombre.
Es un don sobrenatural infundido por Dios en nuestra alma – merecida por la Pasión de Cristo - que
recibimos por medio del Bautismo, que nos hace, justos, hijos de Dios y herederos del cielo. El Espíritu
Santo nos da la justicia de Dios, uniéndonos - por medio de la fe y el Bautismo – a la Pasión y
Resurrección de Cristo. Cuando perdemos esta gracia al pecar gravemente, la recuperamos en el
sacramento de la Reconciliación. Al recibir alguno de los otros sacramentos se nos aumenta esta
gracia. Catec. nos. 1996ss
La gracia santificante es el don sobrenatural y gratuito que se encuentra en nuestra alma. Es una
cualidad de nuestra alma, porque ella es la que perfecciona nuestra alma.
Los sacramentos son medios de salvación, son la continuación de las obras salvíficas que Cristo realizó
durante su vida terrena, por lo tanto, siempre comunican la gracia, siempre y cuando el rito se realice
correctamente y el sujeto que lo va a recibir tenga las disposiciones necesarias, sin oponer resistencia. La
recepción de la gracia depende de la actitud que tenga el que lo recibe.
Las disposiciones del que lo recibe son las que harán que se reciba mayor o menor gracia. La acogida que
el sujeto esté dispuesto a dar a la gracia de Cristo, juega un papel muy importante en la eficacia y
fecundidad del sacramento. La disposición subjetiva, es lo que se conoce como "ex opere operantis".
Esto quiere decir "por la acción del que actúa”.
Los sacramentos son los signos eficaces de la gracia, porque actúan por el sólo hecho de realizarse, es
decir, "ex opere operato" = por la obra realizada, en virtud de la Pasión de Cristo. Esto fue declarado por
el Concilio de Trento como dogma de fe. Ellos son la presencia misteriosa de Cristo invisible, que llega de
manera visible por medio de los signos eficaces, materia y forma. Cristo se hace presente real y
personalmente en ellos. Por ser un acto humano, al realizarse con gestos y palabras y un acto divino –
realizado por Cristo, de manera invisible – el cristiano se transforma y se asemeja más a Dios. Catec. n.
1128).
Los sacramentos son una manera, posterior a la Revelación, que satisface la necesidad que tiene el
hombre de tener una comunicación con Dios y el deseo de Dios de comunicarse con el hombre.
Bajo las especies de pan y vino, Jesucristo se encuentra verdadera, real y substancialmente presente, con su
cuerpo, sangre, alma y divinidad.
Naturaleza
La eucaristía es el sacramento en el cual bajo las especies de pan y vino, Jesucristo se halla verdadera, real y
substancialmente presente, con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad.
Se le llama el "sacramento por excelencia”, porque en él se encuentra Cristo presente, quien es fuente de
todas las gracias. Además, todos los demás sacramentos tienden o tienen como fin la Eucaristía, ayudando al
alma para recibirlo mejor y en la mayoría de las veces, tienen lugar dentro de la Eucaristía.
A este sacramento se le denomina de muchas maneras dada su riqueza infinita. La palabra Eucaristía quiere
decir acción de gracias, es uno de los nombres más antiguos y correcto porque en esta celebración damos
gracias al Padre, por medio de su Hijo, Jesucristo, en el Espíritu y recuerda las bendiciones judías que hacen
referencia a la creación, la redención y la santificación. (Cfr. Lc. 22, 19)
1. Es el Banquete del Señor porque es la Cena que Cristo celebró con sus apóstoles justo antes de comenzar
la pasión. (Cfr. 1 Col 11, 20).
2. Fracción del pan porque este rito fue el que utilizó Jesús cuando bendecía y distribuía el pan, sobre todo
en la Última Cena. Los discípulos de Emaús lo reconocieron – después de la resurrección – por este gesto y
los primeros cristianos llamaron de esta manera a sus asambleas eucarísticas. (Cfr. Mt. 26, 25; Lc. 24, 13-35;
Hech. 2, 42-46).
3. También, se le dice asamblea eucarística porque se celebra en la asamblea –reunión - de los fieles.
4. Santo sacrificio, porque se actualiza el sacrificio de Cristo. Es memorial de la pasión, muerte y resurrección
de Jesucristo.
5. Comunión, porque es la unión íntima con Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre.
6. Didaché, es el sentido primero de la "comunión de los santos” que se menciona en el símbolo de los
Apóstoles.
7. Misa, posee un sentido de misión, llevar a los demás lo que se ha recibido de Dios en el sacramento.
Usada desde el siglo VI, tomada de las últimas palabras "ite missa est".
Institución
El maná, con que se alimentó el pueblo de Israel durante su peregrinar por el desierto. (Cfr. Ex. 16,) .
El sacrificio de Mequisedec, sacerdote que en acción de gracias por la victoria de Abraham, ofrece pan y
vino. (Cfr. Gen. 14, 18).
El mismo sacrificio de Abraham, que está dispuesto a ofrecer la vida de su hijo Isaac. (Cfr. Gen. 22, 10).
Así como, el sacrificio del cordero pascual, que libró de la muerte al pueblo de Israel, en Egipto. (Cfr. Ex. 12).
Igualmente, la Eucaristía fue mencionada - a manera de profecías – en el Antiguo Testamento por Salomón
en el libro de los Proverbios, donde le ordena a los criados a ir para comer y beber el vino que les había
preparado. (Cfr. Prov. 9,1). El profeta Zacarías habla del trigo de los elegidos y del vino que purifica.
El mismo Cristo – después de la multiplicación de los panes – profetiza su presencia real, corporal y
sustancial, en Cafarnaúm, cuando dice: "Yo soy el pan de vida …… Si uno come de este pan vivirá para
siempre, pues el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”. (Jn. 6, 32-34; 51)
Cristo, sabiendo que había llegado su "hora”, después de lavar los pies a sus apóstoles y de darles el
mandamiento del amor, instituye este sacramento el jueves Santo, en la Última Cena (Mt. 26, 26 -28; Mc. 14,
22 -25; Lc. 22, 19 - 20). Todo esto con el fin de quedarse entre los hombres, de nunca separarse de los suyos
y hacerlos partícipes de su Pasión. El sacramento de la Eucaristía surge del infinito amor de Jesucristo por el
hombre.
El Concilio de Trento declaró como verdad de fe, que la Eucaristía es verdadero y propio sacramento porque
en él están presente los elementos esenciales de los sacramentos: el signo externo; materia (pan y vino) y
forma; confiere la gracia; y fue instituido por Cristo.
Cristo deja el mandato de celebrar el Sacramento de la Eucaristía e insiste, como se puede constatar en el
Evangelio, en la necesidad de recibirlo. Dice que hay que comer y beber su sangre para poder salvarnos. (Jn.
6, 54).
La Iglesia siempre ha sido fiel a la orden de Nuestro Señor. Los primeros cristianos se reunían en las
sinagogas, donde leían unas Lecturas del Antiguo Testamento y luego se daba lugar a lo que llamaban
"fracción del pan”, cuando fueron expulsados de las sinagogas, seguían reuniéndose en algún lugar una vez a
la semana para distribuir el pan, cumpliendo así el mandato que Cristo les dejó a los Apóstoles.
Poco a poco se le fueron añadiendo nuevas lecturas, oraciones, etc. hasta que en 1570 San Pío V determinó
como debería ser el rito de la Misa, mismo que se mantuvo hasta el Concilio Vaticano II.
Efectos
Cuando recibimos la Eucaristía, son varios los efectos que se producen en nuestra alma. Estos efectos son
consecuencia de la unión íntima con Cristo. Él se ofrece en la Misa al Padre para obtenernos por su sacrificio
todas las gracias necesarias para los hombres, pero la efectividad de esas gracias se mide por el grado de las
disposiciones de quienes lo reciben, y pueden llegar a frustrarse al poner obstáculos voluntarios al recibir el
sacramento.
Por medio de este sacramento, se nos aumenta la gracia santificante. Para poder comulgar, ya debemos de
estar en gracia, no podemos estar en estado de pecado grave, y al recibir la comunión esta gracia se nos
acrecienta, toma mayor vitalidad. Nos hace más santos y nos une más con Cristo. Todo esto es posible
porque se recibe a Cristo mismo, que es el autor de la gracia.
Nos otorga la gracia sacramental propia de este sacramento, llamada nutritiva, porque es el alimento de
nuestra alma que conforta y vigoriza en ella la vida sobrenatural.
Por otro lado, nos otorga el perdón de los pecados veniales. Se nos perdonan los pecados veniales, lo que
hace que el alma se aleje de la debilidad espiritual.
Necesidad
Para todos los bautizados que hayan llegado al uso de razón este sacramento es indispensable. Sería ilógico,
que alguien que quiera obtener la salvación, que es alcanzar la verdadera unión íntima con Cristo, no tuviera
cuando menos el deseo de obtener aquí en la tierra esa unión que se logra por medio de la Eucaristía.
Es por esto que la Iglesia nos manda a recibir este sacramento cuando menos una vez al año como
preparación para la vida eterna. Aunque, este mandato es lo menos que podemos hacer, se recomienda
comulgar con mucha frecuencia, si es posible diariamente.
Ministro y Sujeto
Únicamente el sacerdote ordenado puede consagrar, convertir el pan el vino en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo, sólo él está autorizado para actuar en nombre de Cristo. Fue a los Apóstoles a quienes Cristo les dió el
mandato de "Hacer esto en memoria mía”, no se lo dió a todos los discípulos. (Cfr. Lc. 22,).
Esto fue declarado en el Concilio de Letrán, en respuesta a la herejía de los valdenses que no aceptaban la
jerarquía y pensaban que todos los fieles tenían los mismos poderes. Fue reiterado en Trento, al condenar la
doctrina protestante que no hacía ninguna diferencia entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de los
fieles.
Los que han sido ordenados diáconos, entre sus funciones, está la de distribuir las hostias consagradas, pero
no pueden consagrar. Actualmente, por la escasez de sacerdotes, la Iglesia ha visto la necesidad de que
existan los llamados, ministros extraordinarios de la Eucaristía. La función de estos ministros es de ayudar a
los sacerdotes a llevar la comunión a los enfermos y a distribuir la comunión en la Misa.
Todo bautizado puede recibir la Eucaristía, siempre que se encuentre en estado de gracia, es decir, sin
pecado mortal. Haya tenido la preparación necesaria y tenga una recta intención, que no es otra cosa que,
tener el deseo de entrar en unión con Cristo, no comulgar por rutina, vanidad, compromiso, sino por agradar
a Dios.
Los pecados veniales no son un impedimento para recibir la Eucaristía. Ahora bien, es conveniente tomar
conciencia de ellos y arrepentirse. Si es a Cristo al que vamos a recibir, debemos tener la delicadeza de estar
lo más limpios posibles.
En virtud de que la gracia producida, "ex opere operato”, depende de las disposiciones del sujeto que la va a
recibir, es necesaria una buena preparación antes de la comunión y una acción de gracias después de
haberla recibido. Además del ayuno eucarístico, una hora antes de comulgar, la manera de vestir, la postura,
etc. en señal de respeto a lo que va a suceder.
Frutos de la Eucaristía
El sacramento de la Eucaristía, como todo sacramento, es eficaz. Al recibirlo hay cambios reales en la
persona que lo recibe y en toda la Iglesia aunque los cambios no se puedan palpar:
Sin embargo, Jesús ya sabía que nos costaría trabajo y que nos sentiríamos sin fuerzas para lograrlo, por eso
quiso quedarse con nosotros en la Eucaristía para alimentarnos y ayudarnos fortaleciendo nuestra caridad.
La Eucaristía, siendo el mayor ejemplo de amor que podemos tener, transforma el corazón llenándolo de
amor, de tal manera que quien la recibe es capaz de vivir la caridad en cada momento de su vida.
"Que nunca os falte, queridos jóvenes, el Pan eucarístico en las mesas de vuestra existencia. ¡De este pan
podréis sacar fuerza para dar testimonio de vuestra fe!"
(Juan Pablo II. Queridísimos jóvenes)
Nos preserva de futuros pecados mortales.
Una persona que vive de acuerdo a la caridad, difícilmente cometerá faltas graves de amor a Dios.
"Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a
nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado. Yo les he dado a ellos la gloria que tú
me diste a mí, de tal manera que puedan ser uno, como lo somos nosotros".
(Juan 17, 21-22.)
Autor: P. Antonio Rivero LC, Cristina Cendoya de Danel | Fuente: El tesoro de la Eucaristía, Catholic.nt
"Quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es lugar sagrado” [1].
Entremos con los pies descalzos y el alma extasiada al corazón de la liturgia: la Eucaristía. ¡Oh, admirable
sacramento!
Nos dice Juan Pablo II: "Existen interrogantes que únicamente encuentran respuesta en un contacto
personal con Cristo. Sólo en la intimidad con Él cada existencia cobra sentido, y puede llegar a experimentar
la alegría que hizo exclamar a Pedro en el monte de la Transfiguración: "Maestro, ¡qué bien se está aquí!” (Lc
9, 33). Ante este anhelo de encuentro con Dios, la liturgia ofrece la respuesta más profunda y eficaz. Lo hace
especialmente en la Eucaristía, en la que se nos permite unirnos al sacrificio de Cristo y alimentarnos de su
cuerpo y su sangre” (Carta apostólica en el XL aniversario de la constitución sobre la sagrada Liturgia, n. 11 y
12).
En el himno de Laudes de la Liturgia de las Horas de la solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, Corpus
Christi, la Iglesia canta esta estupenda síntesis del Misterio Eucarístico: "Se nascens dedit socium, convescens
in edulium, se moriens in pretium, se regnans dat in praemium”, que se traduce así: "Se dio, al nacer, como
compañero; comiendo, se entregó como alimento; muriendo, se empeñó como rescate; reinando, como
premio se nos brinda”.
Llevamos veinte siglos de cristianismo, por todas las latitudes, celebrando lo que Jesús encomendó a sus
apóstoles en la noche de la Cena: "Haced esto en conmemoración mía”.
Es de tal profundidad y belleza la Eucaristía que en el transcurso de los tiempos a este misterio eucarístico
se le ha llamado con varios nombres:
a. Fracción del pan, donde se parte, se reparte y se comparte el Pan del cielo, como alimento de
inmortalidad.
b. Santo Sacrificio de la Misa, donde Cristo se sacrifica y muere para salvarnos y darnos vida a
nosotros.
c. Eucaristía, porque es la acción de gracias por antonomasia que ofrece Jesús a su Padre celestial, en
nombre nuestro y de toda la Iglesia.
d. Celebración Eucarística, porque celebramos en comunidad esta acción divina.
e. La Santa Misa, porque la Eucaristía acaba en envío, en misión, donde nos comprometemos a llevar a
los demás esa salvación que hemos recibido.
f. Misterio Eucarístico, porque ante nuestros ojos se realiza el gran misterio de la fe.
Antes de empezar a hablar de este misterio hay que preguntarse el porqué de la eucaristía, por qué quiso
Jesús instituir este sacramento admirable, por qué quiso quedarse entre nosotros, con nosotros, para
nosotros, en nosotros; qué le movió a hacer este asombroso milagro al que no podemos ni debemos
acostumbrarnos. ¡Oh, asombroso misterio de fe!
¿Por qué quiso Jesús hacer presente el sacrificio de la Cruz, como si no hubiera bastado para salvarnos ese
Viernes Santo en que nos dio toda su sangre y nos consiguió todas las gracias necesarias para salvarnos?
La respuesta a esta pregunta sólo Jesús la sabe. Nosotros podemos solamente vislumbrar algunas
intuiciones y atisbos.
Se quedó por amor excesivo a nosotros, diríamos por locura de amor. No quiso dejarnos solos, por eso se
hizo nuestro compañero de camino. Nos vio con hambre espiritual, y Cristo se nos dio bajo la especie de pan
que al tiempo que colma y calma, también abre el hambre de Dios, porque estimula el apetito para una vida
nueva: la vida de Dios en nosotros. Nos vio tan desalentados, que quiso animarnos, como a Elías: "Levántate
y come, porque todavía te queda mucho por caminar” (1 Re 19, 7). Pero ya no es pan sino el Cuerpo de
Cristo.
Ante este regalo espléndido del Corazón de Jesús a la humanidad, sólo caben estas actitudes:
a. Agradecimiento profundo.
b. Admiración y asombro constantes.
c. Amor íntimo.
d. Ansias de recibirlo digna y frecuentemente.
e. Adoración continúa.
La Eucaristía prolonga la Encarnación. Es más, la Eucaristía es la venida continua de Cristo sobre los altares
del mundo. Y la Iglesia viene a ser como la cuna en la que María coloca a Jesús todos los días en cada misa y
lo entrega a la adoración y contemplación de todos, envuelto ese Jesús en los pañales visibles del pan y del
vino, pero que, después de la consagración, se convierten milagrosamente y por la fuerza del Espíritu Santo
en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Y así la Eucaristía llega a ser nuestro alimento de inmortalidad y nuestra
fuerza y vigor espiritual.
Hace dos mil años lo entregó a la adoración de los pastores y de los reyes de Oriente. Hoy María lo entrega a
la Iglesia en cada Eucaristía, en cada misa bajo unos pañales sumamente sencillos y humildes: pan y vino.
¡Así es Dios! ¿Pudo ser más asequible, más sencillo?
Cuando se asiste a Misa, lo primero que se hace es, la Reunión, que significa IGLESIA - ECLESIA - del griego =
Asamblea Reunida. Todos se reúnen. Antiguamente, la preparación para la reunión de todos los que se
congregaban para una celebración, se hacía con una procesión solemne.
Su origen se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia, en donde los apóstoles y los primeros discípulos se
reunían el primer día de la semana, recordando la Resurrección de Cristo, para estudiar las Escrituras y
compartir el pan de la Eucaristía.
En la Misa nos reunimos para celebrar recordando y viviendo la Última Cena y el sacrificio de Jesús en la
cruz. Nosotros debemos escuchar con atención lo que Dios nos quiere decir cada domingo en la Misa.
En ésta podemos participar en Jesucristo de la siguiente manera: podemos ofrecer a Dios nuestra vida,
nuestras obras, pedir perdón por nuestros pecados y unimos a Jesús por medio de la Comunión.
El nombre de "Misa” se debe a que al terminar la celebración, el sacerdote nos dice que vayamos a cumplir
con la "misión” de ser testigos de Cristo ante los hombres.
Entrada del sacerdote: Entra el sacerdote quién hace unos gestos que pasan desapercibidos; tales como,
una genuflexión y un beso ante el altar. Estos gestos tienen un sentido muy importante y relevante. La Misa
se celebra en un altar = alto, presidido por un crucifijo que es imprescindible, ya que ahí se va a llevar a cabo
el sacrificio incruento de la Cruz, por lo tanto, es un recordatorio para el sacerdote y los fieles, de lo que ahí
va a suceder. La inclinación del sacerdote es el primer acto de adoración y reverencia. El beso al altar
significa el beso a la Iglesia.
Rito introductorio: La misa comienza con la señal de la cruz, símbolo del cristiano que indica nuestra fe en la
Trinidad, la cual debe de ir acompañada internamente de la deliberada y consciente confesión de nuestra fe.
Después, el sacerdote abre los brazos en señal de saludo, con uno saluda a Dios y con otro al pueblo. Las
frases que pronuncia significan la unión entre el sacerdote y el pueblo: "El Señor .... Y con tu espíritu”.
Actos penitenciales: El sacerdote junta las manos en señal de humildad, se hace el primer silencio de la
Misa, silencio de reflexión ante la invitación del sacerdote a arrepentirnos. Estos actos concluyen después de
haber manifestado una actitud de humildad, un reconocimiento de nuestra condición de pecadores y de
haber pedido misericordia con la absolución del sacerdote, pero, no para pecados graves. Sigue el Gloria,
canto de alabanza todos los domingos excepto los de la Cuaresma y Adviento. Además de los días señalados
como fiestas.
Oración colecta: Petición a Dios. Antes de rezarla se hace el segundo silencio, silencio de petición
comunitaria. Oración principal de la Misa y dirigida al Padre, donde se pide un bien espiritual, se acomoda a
los tiempos litúrgicos y finaliza con una invocación a la Santísima Trinidad. Con esto, termina el rito
introductorio.
La primera parte esencial de la Misa:
La Liturgia de la Palabra: Se lleva a cabo en el ambón. Es una de las partes más importantes de la Misa. En la
Misa diaria, hay una sola lectura. Los domingos y días de fiestas hay dos lecturas, siendo la primera,
generalmente, del Antiguo Testamento, la segunda, es tomada generalmente, de Hechos, Cartas, Nuevo
Testamento.
Entre la primera y la segunda, se recita el Salmo Responsorial, parte de canto y parte de meditación. La
respuesta al Salmo es para favorecer la meditación. En esta parte, los fieles permanecen sentados con una
actitud de atención, para que la Palabra los alimente y fortalezca. Dios habla, hay que escuchar con
veneración.
Sigue el Aleluya, canto de alegría, preparación para el Evangelio; hay movimiento en el altar, el sacerdote va
al ambón.
La Misa continúa con el Evangelio. Antes de su lectura, el sacerdote junta las manos y con gran
recogimiento, dice: "Purifica Señor mi corazón y mis labios para que pueda anunciar dignamente tu
Evangelio”. Éste debe ser leído por el ministro, en caso de que sea un diácono quien lo lea, debe pedirle su
bendición al sacerdote. Un sacerdote no le pide la bendición a otro, sólo al Obispo. Si se escucha con
atención y con las debidas disposiciones: humildad, atención y piedad, se depositará en el interior de cada
fiel, una nueva semilla, sin importar cuántas veces se ha escuchado el mismo Evangelio, siempre habrá algo
nuevo. Al finalizar el sacerdote dice: "Esta es Palabra de Dios” y besa el Evangelio diciendo: "Por lo leído se
purifiquen nuestros pecados”.
La Homilía, momento muy importante para la vida práctica de los fieles; no se puede omitir en domingos y
días festivos. En la lectura de la Sagrada Escritura, habla Dios; en la Homilía, habla la Iglesia, depositaria de la
Revelación, con la asistencia del Espíritu Santo para que se interprete rectamente la Escritura. Hay que
escuchar con una actitud activa lo que la Iglesia quiere decir por medio del sacerdote, no hay que juzgarlo.
La Homilía es una catequesis, no debe hablarse de otros temas que no sean referentes a la fe y a la
salvación. Si no hay homilía, debe haber un silencio meditativo después del Evangelio. El Obispo predica
sentado con báculo y mitra.
El Credo, nuestra profesión de fe. Se profesan doce artículos, manifestando la fe en Dios, Sólo se reza en
domingos y días festivos. En Navidad y en el día de la Encarnación, se arrodilla cuando se dice: "... Se encarnó
de María, la Virgen”.
La Oración de los fieles: Todas estas oraciones son de petición. Los fieles ofrecen sus peticiones al Señor.
Pueden ser hechas por los fieles. Su finalidad es pedir a Dios por las necesidades de la Iglesia:
La preparación de las Ofrendas: Se llevan las ofrendas al altar, lo más conveniente es que los fieles las
lleven. Estas son el vino y el pan. Se recoge la limosna, la cual es también una ofrenda. El sacerdote prepara
el altar, extiende el corporal, si tiene copón lo destapa. El sacerdote recibe las ofrendas del pueblo. Con las
ofrendas, la asamblea no sólo ofrece lo material, sino que simboliza la entrega del cristiano, su total
disponibilidad a lo que Dios le tiene señalado. Se entregan los dones que Dios ha dado a cada quien, todo se
pone a su disposición.
Ofrecimiento del pan y del vino: El pan y el vino se ofrecen por separado. El vino es preparado por el
sacerdote que le añade unas gotas de agua diciendo: "Que así como el agua se mezcla con el vino,
participemos de la divinidad de Aquél, que quizó compartir nuestra humanidad”. Existe un simbolismo entre
el pan y el trabajo, además de que, en el pan hay muchos granos de trigo. Y como dice San Pablo: "Porque el
pan es uno, somos muchos un sólo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1 Cor 10, 17). El vino
se obtiene de la vid, machacando y pisando, símbolo de dolor, de sufrimiento y se ofrece para convertirlo en
la Sangre de Cristo por un deseo de expiación. Con el pan y el vino se ofrece el trabajo, el descanso, las
alegrías, las contrariedades; pero sobre todo, el deseo de que Dios acepte a cada quien con sus miserias, y
los transforme con su Gracia hasta asemejarlos a su Hijo.
El lavatorio de manos: Con este gesto el sacerdote, una vez más, expresa su deseo de purificación y limpieza
interior. Esta acción indica que se debe estar puro de todo pecado, lava las manos para purificarlas. El
sacerdote dice: "Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado”.
Oración sobre las ofrendas: El sacerdote abre los brazos y dice: ”Orad hermanos...”, recordando a los fieles
que también ellos ofrecen junto con él, el sacrificio, que no deben ni pueden quedar al margen. Se lee la
oración de las ofrendas que expresan a Dios, de modo oficial, los sentimientos y deseos de los fieles, de la
Iglesia en relación a las ofrendas, suplicando que las reciba y después de santificarlas, conceda los bienes
espirituales que emanan del sacrificio.
Suele llamarse canon = regla. Comienza con el Prefacio, que es un canto. Hay diferentes prefacios, unos
provienen de la Iglesia oriental, otros de la romana, esto es con el fin de unificar a la Iglesia. Es una
exhortación a elevar los corazones dejando todo lo mundano porque en unos momentos Dios se va a hacer
presente. Se agradece a Dios su preocupación por los fieles, dando gracias según la fiesta. No se da gracias
por cosas materiales en este momento, sino porque fortaleció la debilidad humana y porque con la muerte
no se pierde la vida. Luego, el sacerdote nos invita a alabar (Hosanna), junto con los ángeles y arcángeles, y a
dar la bienvenida a Cristo que está por venir.
Sigue con la Anámnesis, para recordar la conmemoración del misterio pascual. Ofrecimiento de la Víctima
Divina. Después viene la invocación del Espíritu Santo o Epíclesis, al poner el sacerdote las manos sobre el
cáliz, es el momento para que los fieles se arrodillen. Narración de la institución de la Eucaristía: El canon
puede variar, pero, las palabras no varían en la narración. Al terminar la narración, y antes de formular las
palabras de la Consagración, el sacerdote se inclina sobre el altar con el fin de separar lo que era una
narración y lo que ahí va a suceder.
El sacerdote eleva primero el pan diciendo las palabras de la Consagración, hace una genuflexión, eleva el
vino diciendo las palabras correspondientes y vuelve a hacer una genuflexión. La Consagración es el punto
central de la Misa, la parte más importante, porque se vuelve a celebrar el sacrificio incruento de la Cruz. Al
terminar el sacerdote dice: "Este es el misterio de nuestra fe”, como invitación a los fieles a que se adhieran
conscientemente al misterio de la Iglesia. En esta parte se pide por los vivos, por los santos, se conmemoran
a los difuntos y el sacerdote hace su petición personal. El rito de la consagración termina con las palabras:
"Por Él, con Él y en Él, al Padre en unidad con el Espíritu Santo, todo honor y toda Gloria por los siglos de los
siglos”, es la glorificación de la Trinidad (doxología). Si se analiza éste es el objeto de la creación: la Gloria de
Dios.
Rito de la Comunión o Plegaria Eucarística: La consumación del sacrificio, el banquete. Comienza con el
Padre Nuestro. La oración por excelencia que nos enseñó Jesús. Sus siete peticiones toman un sentido
especial cuando se recita, poder sentirse hijos de Dios, contiene todo lo que se da en el sacrificio de la Misa.
Oraciones por la paz: Se pide la paz en la oración que enlaza con el Padre Nuestro y la que enseguida se
dirige a Cristo. No se pide una paz externa, sino interna. Una paz que exige valor, que es una lucha contra el
pecado. Se puede resumir en el encuentro de la Salvación. Cuando se da la paz, se debe de tener una
verdadera disposición a ello, ninguna palabra mencionada en la Misa es formulario.
La Fracción del pan: el sacerdote parte la hostia consagrada en tres. La más pequeña la junta con las demás.
Se invoca al Cordero de Dios, que es el que quita el pecado, lo destruye y que por su sacrificio es el que da la
posibilidad del desprendimiento de los pecados. El sacerdote dice una oración con sentimiento de humildad,
pidiendo que lo libre de cualquier falta y que cumpla sus mandamientos.
La recepción del sacramento, la Comunión: Si no hubiera comunión, la Misa sería incompleta, no hay que
olvidar que Cristo, en la Última Cena, nos exhorta a ello. El sacerdote comulga primero, luego la distribuye a
los fieles, quienes deben de estar conscientes de lo que van a hacer.
Rito de purificación: Luego de haber distribuido la Comunión, se limpian o purifican los objetos sagrados,
con el fin de que el cuerpo y la sangre de Cristo no sean mal utilizados o sin la reverencia que se merecen.
La acción de gracias: Es elemental detenerse un momento para dar gracias a Dios, que está dentro de los
que lo han recibido, y agradecerle todo los beneficios recibidos. Debe de haber una postura de
recogimiento.
La oración post comunión: Se recita y relaciona la liturgia con la Comunión. Luego, el sacerdote despide a los
fieles y les da su bendición, indicándoles, que han de seguir viviendo la Misa.
1/1
a) Debemos poner atención algunas veces durante las lecturas y la homilía; devoción y adoración durante la
consagración; y disposición a cumplir la voluntad de Dios durante el Ofertorio y la Comunión.
b) Debemos poner atención durante las lecturas y la homilía; devoción y adoración durante la consagración;
y disposición a cumplir la voluntad de Dios durante el Ofertorio y la Comunión
c) Debemos poner atención durante las lecturas y la homilía; devoción y adoración durante la consagración;
y disposición a cumplir la voluntad de Dios durante el Bautismo.
c) El Credo y la homilía.
Eucaristía y fe
Se nos dice que es Cristo quien celebra la Eucaristía, y vemos a un hombre –el sacerdote- subir las gradas del
altar, y oímos una voz humana, y vemos un rostro humano y unas facciones humanas. ¡Qué fe!
Se nos dice que asistimos místicamente al Calvario, al Viernes Santo, y vemos unas paredes frías, unos
bancos o sillas, que se encuentran en nuestra parroquia. ¡Qué fe!
Se nos dice que Dios nos habla en las lecturas, y escuchamos una voz humana, a veces femenina, a veces
masculina, que lee la Palabra de Dios contenida en la Biblia. ¡Qué fe!
Se nos dice que todos los ángeles asisten absortos y comparten nuestra misa, alrededor del altar, y nosotros
sólo vemos unas velas, un mantel y unos monaguillos, y gente de carne y hueso. ¿Dónde se han escondido
los ángeles? ¡Qué fe!
Se nos dice que Dios está real y sacramentalmente ahí presente, bajo las especies del pan y vino, y nuestros
ojos no ven nada, sólo oímos una voz humana, a veces entrecortada por sollozos o por algún ruido de niños.
¡Qué fe!
Se nos dice que, después de la consagración, ese trozo de pan que vemos es el Cuerpo de Cristo, y nos sabe a
pan, y sólo a pan, y vemos pan, sólo pan. Y sin embargo, ¡es verdaderamente el Cuerpo de Cristo! ¡Qué fe!
Se nos dice que somos una comunidad de hermanos, y vemos a veces a gente extraña, que ni siquiera
conocemos y con la que no siempre estamos en plena comunión, y eso que son nuestros hermanos. ¡Qué fe!
Se nos dice que la Misa termina en misión, y resulta que yo termino igual, vuelvo a casa a hacer lo mismo de
siempre, a la rutina de siempre, a las penas de siempre, a los sufrimientos de siempre.
Sí, la Eucaristía es un misterio de fe. Y sólo quien tiene fe, podrá entrar en esa tercera dimensión que se
requiere para vivirla y disfrutarla.
Lo veían día a día entregado a los demás. Se hacía pan tierno para los niños, consuelo para los tristes,
consejo para los suyos, médico para los enfermos. Jesús vivía a diario las exigencias de la Eucaristía.
Donación y banquete que alimenta, sacrificio que se ofrece, presencia que consuela.
La Eucaristía no son ideas bonitas, no son discursos demostrativos. Es un Pan que se ofrece, una Sangre que
se derrama y limpia, una Presencia que conforta y consuela. Y esto fue Cristo durante su vida aquí, en la
tierra, y hoy, en la Eucaristía, en cada Sagrario. Y, mañana, en el cielo.
Llegó el día de la gran promesa., que narra San Juan en el capítulo 6 de su evangelio: "Yo soy el Pan vivo;
quien me come, vivirá. El pan que les daré es mi carne, para la vida del mundo”. Sonaba duro: comer su
carne, beber su sangre, no estaban acostumbrados a ese lenguaje.
La incredulidad. Muchos le abandonaron, les parecía un escándalo, les parecía una irracionalidad, les parecía
un canibalismo. ¡Esto es insoportable! Este rechazo fue ciertamente una profunda desilusión para Jesús.
Miró a sus Apóstoles, esperando encontrar en ellos la fe, la adhesión, el afecto: "¿También vosotros queréis
marcharos?”. Jesús estaba dispuesto a dejarlos irse si no creían en la Eucaristía, que acababa de anunciarles.
Es que no es posible seguir a Cristo sin creer en la Eucaristía.
La Eucaristía requiere un impulso de fe siempre renovado. Hay que dar un gran salto, de lo visible a lo
invisible. Esto se da en cada Sacramento. Ese salto es la fe.
Jesús pidió fe a sus primeros seguidores. ¿Acaso queréis iros? Renovemos nuestra fe cada vez que vivamos la
Eucaristía. Señor, creemos, pero aumenta nuestra incredulidad. Creemos, pero queremos crecer en nuestra
fe.
Eucaristía y caridad
También la Eucaristía es un gesto de amor. Es más, es el gesto de amor más sublime que nos dejó Jesús aquí
en la tierra. A la Eucaristía se la ha llamado "el Sacramento del amor” por antonomasia.
¿Qué le movió a quedarse con nosotros? ¿Qué le movió a darnos su Cuerpo? ¿Qué le movió a hacerse pan
tan sencillo? ¿A encerrarse en esa cárcel, que es cada Sagrario? ¿A dejar el Cielo, tranquilo y limpio, y bajar a
la tierra, que es un valle de lágrimas y sufrimientos sin fin? ¿A dejar el calor de su Padre Celestial y venir a
esta tierra tibia, a veces gélida, y experimentar la soledad en tantos Sagrarios? ¿A despojarse de sus
privilegios divinos y dejarlos a un lado para revestirse de ropaje humilde, sencillo, pobre, como es el ropaje
el pan y vino?
¿Qué modelos humanos nos sirven para explicar el misterio de la Eucaristía como gesto de amor?
Veamos el ejemplo de una madre. Primero, alimenta a su hijo en su seno, con su sangre, durante esos nueve
meses de embarazo. Luego, ya nacido, le da el pecho. ¿Han visto ustedes algo más conmovedor, más lindo,
más tierno, más amoroso que una madre amamantando a su propio hijo de sus mismos pechos, dándole su
misma vida, su mismo ser?
Así como una madre alimenta a su propio hijo con su misma vida, de su mismo cuerpo y con su misma
sangre, así también Dios nos alimenta con el Cuerpo y la Sangre de su mismo Hijo Jesucristo, para que
tengamos vida de Dios, y la tengamos en abundancia. Y al igual que esa madre no se ahorra nada al
amamantar a su hijo, así también Dios no se ahorra nada y nos da todo: cuerpo, alma, sangre y divinidad de
su Hijo en la Eucaristía.
¡El amor es entrega y donación! Y en la Eucaristía, Dios se entrega y se dona completamente a nosotros.
Fuimos invitados al banquete: "Vengan, está todo preparado. El Rey ha mandado matar el mejor cordero que
tenía. Vengan y entren”. Cuando a uno lo invitan a una boda, a una fiesta, a un banquete, es por un gesto de
amor.
Ya en el banquete, formamos una comunidad, una familia, donde reina un clima de cordialidad, de acogida.
No estamos aislados, ni en compartimentos estancos. Nos vemos, nos saludamos, nos deseamos la paz. ¡Es
el gesto del amor fraterno!
El gesto de limpiarnos y purificarnos antes de comenzar el banquete, con el acto penitencial: "Yo confieso”,
pone de manifiesto que el Señor lava nuestra alma y nuestro corazón, como a los suyos les lavó los pies.
¡Qué amor delicado!
Después, en la liturgia de la Palabra, Dios nos explica su Palabra. Se da su tiempo de charla amena, seria,
provechosa y enriquecedora. Es como si Dios nos sentara sobre sus rodillas y nos hablase al corazón. ¡Qué
amor atento!
Más tarde, en el momento de la presentación de las ofrendas, Dios nos acepta lo poco que nosotros hemos
traído al banquete: ese trozo de pan y esas gotitas de vino y ese poco de agua. El resto lo pone Él. ¡Que amor
generoso!
Nos introduce a la intimidad de la consagración, donde se realiza la suprema locura de amor: manda su
Espíritu para transformar ese pan y ese vino en el Cuerpo y Sangre de su Hijo. Y se queda ahí para nosotros
real y sacramentalmente, bajo las especies del pan y del vino. ¡Pero es Él! ¡Qué amor omnipotente, qué
amor humilde!
No tiene reparos en quedarse reducido a esas simples dimensiones. Y baja para todos, en todos los lugares y
continentes, en todas las estaciones. Independientemente de que se le espere o no, que se le anhele o no,
que se le vaya a corresponder o no. El amor no se mide, no calcula. El amor se da, se ofrece.
Y, finalmente, en el momento de la Comunión se hospeda en nuestra alma y se hace uno con nosotros. No es
Él quien se transforma en nosotros; sino nosotros en Él. ¡Qué misterio de amor! ¡Qué diálogos de amor
podemos entablar con Él!
Hoy se está perdiendo mucho la esperanza, esa virtud que nos da alegría, optimismo, ánimo, que nos hace
tender la vista hacia el cielo, donde se realizarán todas las promesas. La esperanza es la virtud del
caminante.
¡La esperanza!
La esperanza causa en nosotros el deseo del cielo y de la posesión de Dios. Pero el deseo comunica al alma
el ansia, el impulso, el ardor necesario para aspirar a ese bien deseado y sostiene las energías hasta que
alcanzamos lo que deseamos.
Además acrecienta nuestras fuerzas con la consideración del premio que excederá con mucho a nuestros
trabajos. Si las gentes trabajan con tanto ardor para conseguir riquezas que mueren y perecen; si los atletas
se obligan voluntariamente a practicar ejercicios tan trabajosos de entrenamiento, si hacen desesperados
esfuerzos para alcanzar una medalla o corona corruptible, ¿cuánto más no deberíamos trabajar y sufrir
nosotros por algo inmortal?
La esperanza nos da el ánimo y la constancia que aseguran el triunfo. Así como no hay cosa que más
desaliente que el luchar sin esperanza de conseguir la victoria, tampoco hay cosa que multiplique las fuerzas
tanto como la seguridad del triunfo. Esta certeza nos da la esperanza
a. Presunción: consiste en esperar de Dios el Cielo y todas las gracias necesarias para llegar a Él sin
poner de nuestra parte los medios que nos ha mandado. Se dice "Dios es demasiado bueno para
condenarme” y descuidamos el cumplimiento de los Mandamientos. Olvidamos que además de
bueno, es serio, justo y santo. Presumimos también de nuestras propias fuerzas, por soberbia, y nos
ponemos en medio de los peligros y ocasiones de pecado. Sí, el Señor nos promete la victoria, pero
con la condición de velar y orar y poner todos los medios de nuestra parte.
a. Desaliento y desesperación: Harto tentados y a veces vencidos en la lucha, o atormentados por los
escrúpulos, algunos se desaniman, y piensan que jamás podrán enmendarse y comienzan a
desesperar de su salvación. "Yo ya no puedo”.
La esperanza es una de las características de la Iglesia, como pueblo de Dios que camina hacia la Jerusalén
celestial. Todo el Antiguo Testamento está centrado en la espera del Mesías. Vivían en continua espera.
¡Cuántas frases podríamos entresacar de la Biblia! "Dichoso el que confía en el Señor, y cuya esperanza es el
Señor...Dios mío confío en Ti...No dejes confundida mi esperanza...Tú eres mi esperanza, Tú eres mi refugio,
en tu Palabra espero...No quedará frustrada la esperanza del necesitado...Mi alma espera en el Señor, como
el centinela la aurora”.
La Eucaristía se nos da para fortalecer nuestra esperanza, para despertar nuestro recuerdo, para acompañar
nuestra soledad, para socorrer nuestras necesidades y como testimonio de nuestra salvación y de las
promesas contenidas en el Nuevo Testamento.
Mientras haya una iglesia abierta con el Santísimo, hay ilusión, amistad. Mientras haya un sacerdote que
celebre misa, la esperanza sigue viva. Mientras haya una Hostia que brille en la custodia, todavía Dios mira a
esta tierra. Y esto nos da esperanza en la vida.
Dijimos que los dos grandes errores contra la esperanza son la presunción y la desesperación. A estos dos
errores responde también la Eucaristía.
"Sin mi Pan, no podrás caminar, sin mi fuerza no podrás hacer el bien, sin mi sostén caerás en los lazos de
engaños del enemigo. Tú decías que podías todo. ¿Seguro? ¿Cómo podrías hacer el bien sin Mí, que soy el
Bien supremo? Y a Mí se me recibe en la Eucaristía. ¿Cómo podrías adquirir las virtudes tú solo, sin Mí, que
doy el empuje a la santidad? Quien come mi carne irá raudo y veloz por el camino de la santidad”.
"¿Por qué desesperas, si estoy a tu lado como Amigo, Compañero? ¿Por qué desesperas si Yo estaré contigo
hasta el fin de los tiempos? ¿Por qué desesperas a causa de tus males y desgracias, si yo te daré la fuerza
para superarlos?”.
El cardenal Nguyen van Thuan, obispo que pasó trece años en las cárceles del Vietnam, nueve de
ellos en régimen de aislamiento, nos cuenta su experiencia de la Eucaristía en la cárcel. De ella sacaba la
fuerza de su esperanza.
Estas son sus palabras: "He pasado nueve años aislado. Durante ese tiempo celebro la misa todos los días
hacia las tres de la tarde, la hora en que Jesús estaba agonizando en el cruz. Estoy solo, puedo cantar mi misa
como quiera, en latín, francés, vietnamita....Llevo siempre conmigo la bolsita que contiene el Santísimo
Sacramento: "Tú en mí, y yo en Ti”. Han sido las misas más bellas de mi vida. Por la noche, entre las nueve y
las diez, realizo una hora de adoración...a pesar del ruido del altavoz que dura desde las cinco de la mañana
hasta las once y media de la noche. Siento una singular paz de espíritu y de corazón, el gozo y la serenidad de
la compañía de Jesús, de María y de José”.
Y le eleva esta oración hermosa a Dios: "Amadísimo Jesús, esta noche, en el fondo de mi celda, sin luz, sin
ventana, calentísima, pienso con intensa nostalgia en mi vida pastoral. Ocho años de obispo, en esa
residencia a sólo dos kilómetros de mi celda de prisión, en la misma calle, en la misma playa...Oigo las olas
del Pacífico, las campanas de la catedral. Antes celebraba con patena y cáliz dorados; ahora tu sangre está
en la palma de mi mano. Antes recorría el mundo dando conferencias y reuniones; ahora estoy recluido en
una celda estrecha, sin ventana. Antes iba a visitarte al Sagrario; ahora te llevo conmigo, día y noche, en mi
bolsillo. Antes celebraba la misa ante miles de fieles; ahora, en la oscuridad de la noche, dando la comunión
por debajo de los mosquiteros. Antes predicaba ejercicios espirituales a sacerdotes, a religiosos, a laicos...;
ahora un sacerdote, también él prisionero, me predica los Ejercicios de san Ignacio a través de las grietas de
la madera. Antes daba la bendición solemne con el Santísimo en la catedral; ahora hago la adoración
eucarística cada noche a las nueve, en silencio, cantando en voz baja el Tantum Ergo, la Salve Regina, y
concluyendo con esta breve oración: "Señor, ahora soy feliz de aceptar todo de tus manos: todas las tristezas,
los sufrimientos, las angustias, hasta mi misma muerte. Amén”[1].
[1] En su libro "Cinco panes y dos peces”, Ciudad Nueva, 3ª edición, p. 43-47
Tema 6. La Transubstanciación
La Iglesia nos enseña que Cristo se hace realmente presente en la Sagrada Eucarística.
Autor: Francisco Fernández Carvajal /Santo Tomás, | Fuente: Meditaciones sobre la Sagrada Eucaristía /
Suma Teológica,
Visus, tactus, gustus in te fallitur... Al juzgar de Ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto, pero basta con el
oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios; nada más verdadero que esta palabra
de verdad.
Cuando la vista, el gusto y el tacto juzgan sobre la presencia –verdadera, real y substancial– de Cristo en la
Eucaristía fallan totalmente: ven las apariencias externas, los accidentes; perciben el color del pan o del vino,
el olor, la forma, la cantidad, y no pueden concluir sobre la realidad allí? presente porque les falta el dato de
la fe, que llega únicamente a través de las palabras con las que nos ha sido transmitida la divina revelación:
basta con el oído para creer firmemente. Por eso, cuando contemplamos con los ojos del alma este misterio
inefable debemos hacerlo «con humilde reverencia, no siguiendo razones humanas, que deben callar, sino
adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina», que da a conocer esta verdadera y misteriosa realidad.
La Iglesia nos enseña que Cristo se hace realmente presente en la Sagrada Eucaristía «por la conversión de
toda la substancia del pan en su cuerpo y la conversión de toda la substancia del vino en su sangre,
permaneciendo solamente integras las propiedades del pan y del vino, que percibimos con nuestros
sentidos. Tal conversión misteriosa es llamada por la santa Iglesia conveniente y propiamente
transubstanciación». Y la misma Iglesia nos advierte que cualquier explicación que se dé para una mayor
comprensión de este misterio inefable «debe poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas,
independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de
modo que el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante
de nosotros, bajo las especies sacramentales de pan y de vino».
«Por la misma naturaleza de las cosas», Después de la Consagración, en el Altar o en el Sagrario en el que se
reservan las Formas consagradas, Jesús está presente, aunque yo, por ceguera, no hiciera el menor acto de
fe y, por dureza de corazón, ninguna manifestación de amor. No es «mi fervor» quien lo hace presente; Él
está allí.
Por lo cual, no mires al pan y al vino como simples elementos comunes..., y, aunque los sentidos te sugieran
lo contrario, la fe debe darte la certeza de lo que es en realidad»; esta realidad es Cristo mismo, que, inerme,
se nos entrega. Los sentidos se equivocan completamente, pero la fe nos da la mayor de las certidumbres.
En el milagro de Cana, el color del agua fue alterado y tomo el del vino; el sabor del agua cambio?
igualmente y se transformó en sabor de vino, de buen vino; las propiedades naturales del agua cambiaron...
Todo cambio en aquella agua que llevaron los sirvientes a Jesús. No solo las apariencias, los accidentes, sino
el mismo ser del agua, su substancia: el agua fue convertida en vino por las palabras del Señor. Todos
gustaron aquel vino excelente que pocos momentos antes era agua corriente.
En la Sagrada Eucaristía, Jesús, a través de las palabras del sacerdote, no cambia, como en Cana, los
accidentes del pan y del vino (el color, el sabor, la forma, la cantidad), sino solo la substancia, el ser mismo
del pan y del vino, que dejan de serlo para convertirse de modo admirable y sobrenatural en el Cuerpo y en
la Sangre de Cristo. Permanece la apariencia de pan, pero allí ya no hay pan; se mantienen las apariencias
del vino, pero allí no hay nada de vino. Ha cambiado la substancia, lo que era antes en sí misma, aquello por
lo que una cosa es tal a los ojos del Creador. Dios, que puede crear y aniquilar, puede también transformar
una cosa en otra; en la Sagrada Eucaristía ha querido que esta milagrosa transformación del pan y del vino
en el Cuerpo y Sangre de Cristo pueda ser percibida solo por medio de la fe.
Cristo está presente en la Sagrada Eucaristía con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Es el mismo
Jesús el que ahora, glorioso, está a la derecha de Dios Padre.
Cuando vamos a verle, podemos decir, en el sentido estricto de las palabras: estoy delante de Jesús, estoy
delante de Dios. Como lo podían decir aquellas gentes llenas de fe que se cruzaron con El en los caminos de
Palestina. Podemos decir: «Señor, miro el Sagrario y falla la vista, el tacto, el gusto..., pero mi fe penetra los
velos que cubren ese pequeño Sagrario y te descubre ahí, realmente presente, esperando un acto de fe, de
amor, de agradecimiento..., como lo esperabas de aquellos sobre los que derramabas tu poder y tu
misericordia. Señor, creo, espero, amo».
Al juzgar de Ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto... En la Sagrada Eucaristía, en verdad, los sentidos no
perciben la presencia más real que existe a nuestro alrededor. Y esto es así porque se trata de la presencia
de un Cuerpo glorificado y divino: es, por consiguiente, una presencia divina, «un modo de existir divino»,
que difiere esencialmente de los modos de ser y de estar de los cuerpos sometidos al espacio y al tiempo.
La Eucaristía no agota los modos de presencia de Jesús entre nosotros. Él nos anunció: Yo estaré con
vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos. Y lo está de muchas maneras. Pensemos hoy como
hemos de comportarnos en su presencia, con que confianza y respeto. Meditemos si nuestra fe se vuelve
más penetrante al estar delante de la Sagrario, o si prevalece la oscuridad de los sentidos, que permanecen
como ciegos en presencia de esta realidad divina.
Recordemos que uno de los fines de la Eucaristía y de la Misa es el propiciatorio, es decir, el de pedirle
perdón por nuestros pecados. La Misa es el sacrificio de Jesús que se inmola por nosotros y así nos logra la
remisión de nuestros pecados y las penas debidas por los pecados, concediéndonos la gracia de la
penitencia, de acuerdo al grado de disposición de cada uno. Es Sangre derramada para remisión de los
pecados, es Cuerpo entregado para saldar la deuda que teníamos.
Mateo 18, 21-55 nos evidencia la gran deuda que el Señor nos ha perdonado, sin mérito alguno por
nuestra parte, y sólo porque nosotros le pedimos perdón. Y Él generosamente nos lo concedió: "El Señor
tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda”. Así es Dios, perdonador,
misericordioso, clemente, compasivo. Es el atributo más hermoso de Dios. Ya en el Antiguo Testamento hay
atisbos de esa misericordia de Dios, pero en general regía la ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente.
Nuestros pecados veniales. Nuestras distracciones, rutinas, desidias, irreverencias, faltas de respeto. Él
aguanta y tolera el que no valoremos suficientemente este Santísimo Sacramento.
La Eucaristía nos invita a nosotros al perdón, a ofrecer el perdón a nuestros hermanos. La escena del
Evangelio (cf. Mt. 18, 21-55) es penosa: el siervo perdonado tan generosamente por el amo, no supo
perdonar a un siervo que le debía cien denarios, cuando él debía cien mil.
El perdón es difícil. Tenemos una naturaleza humana inclinada a vengarnos, a guardar rencores, a
juzgar duramente a los demás, a ver la pajita en el ojo del hermano y a no ver la traba que tenemos en
nuestros ojos. Perdonar es la lección que no nos da ni el Antiguo Testamento no las civilizaciones más
espléndidas que han existido y que han determinado nuestra cultura: la civilización grecolatina. Sólo Jesús
nos ha enseñado y nos ha pedido perdonar.
Jesús nos pide, para recibir el fruto de la Eucaristía, tener un corazón lleno de perdón, reconciliado,
compasivo.
Rápido, si no, se pudre el corazón. Universal, a todos. Generoso, sin ser mezquino y darlo a
cuentagotas. De corazón, de dentro. Ilimitado.
No olvidemos que Dios nos perdonará en la medida en que nosotros perdonamos. Si perdonamos poco,
Él nos perdonará poco. Si no perdonamos, Él tampoco nos perdonará. Si perdonamos mucho, Él nos
perdonará mucho.
Vayamos a la Eucaristía y pidamos a Jesús que nos abra el corazón y ponga en él una gran capacidad de
perdonar. María, llena de misericordia, ruega por nosotros.
Eucaristía y Confesión
Nos dice la instrucción "Eucharisticum mysterium”, del 14 de febrero de 1966, n. 35: "Propóngase la
Eucaristía a los fieles también como remedio que nos libra de las culpas de cada día y nos preserva de los
pecados mortales, e indíqueseles el modo conveniente de aprovecharse de las partes penitenciales de la
liturgia de la misa. Hay que recordar al que libremente comulga el mandato: "Examínese cada uno a sí
mismo. Y la práctica de la Iglesia declara que es necesario este examen para que nadie, consciente de
pecado mortal, por contrito que se crea, se acerque a la sagrada Eucaristía sin que haya precedido la
confesión sacramental. Pero si se da una necesidad urgente y no hay suficientes confesores, emita primero
un acto de contrición perfecta…Los que acostumbran a comulgar cada día o frecuentemente, sean instruidos
para que en tiempos adecuados, según las posibilidades de cada uno, se acerquen al sacramento de la
penitencia”.
Juan Pablo II recordó que, según la doctrina de la Iglesia, nadie que sea consciente de estar en
pecado mortal puede comulgar. Es la enseñanza tradicional del Magisterio. Este mensaje fue publicado el 12
de marzo de 2005, por la Santa Sede, y dirigido a los jóvenes sacerdotes que han participado en un curso
sobre el «fuero interno» -las cuestiones de conciencia-, organizado por el Tribunal de la Penitenciaría
Apostólica.
En el año dedicado a la Eucaristía (octubre 2004-octubre 2005), el Santo Padre Juan Pablo II
quiso dedicar su misiva, que está firmada el 8 de marzo en el Policlínico Agostino Gemelli, a la relación que
existe entre este sacramento de la Eucaristía y el sacramento de la Confesión.
«Vivimos en una sociedad –dijo el Papa- que parece haber perdido con frecuencia el sentido de
Dios y del pecado. Por tanto, se hace más urgente en este contexto la invitación de Cristo a la conversión,
que presupone la confesión consciente de los propios pecados y la relativa petición de perdón y de
salvación».
«El sacerdote, en el ejercicio de su ministerio, sabe que actúa "en la persona de Cristo y bajo la
acción del Espíritu Santo", y por este motivo tiene que alimentar en su interior sus sentimientos, aumentar
en él mismo la caridad de Jesús, maestro y pastor, médico de almas y cuerpos, guía espiritual, juez justo y
misericordioso».
Por eso, el pontífice recordó la advertencia de san Pablo a los Corintios cuando decía: «quien
coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor» (1Co 11,
27).
«En el rito de la santa Misa, muchos elementos subrayan esta exigencia de purificación y de
conversión: desde el acto penitencial inicial hasta la oraciones para pedir perdón; desde el gesto de paz
hasta las oraciones que los sacerdotes y los fieles recitan antes de la comunión», indicó el Papa.
«Sólo quien tiene sincera conciencia de no haber cometido un pecado mortal puede recibir el
Cuerpo de Cristo», asegura el mensaje pontificio recordando la doctrina del Concilio de Trento. «Y esta sigue
siendo la enseñanza de la Iglesia también hoy».
El Catecismo de la Iglesia Católica explica la diferencia entre el pecado venial y el pecado mortal
de los números 1854 a 1864).
Dice el Papa Juan Pablo II en la encíclica "Ecclesia de Eucharistia”: "La Eucaristía y la Penitencia son dos
sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la
Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión,
de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: "En nombre de Cristo
os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!”. Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un pecado grave está
obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el sacramento de la reconciliación para acercarse a la
plena participación en el sacrificio eucarístico” (n. 37).
En ambos sacramentos actúa la fuerza redentora y sanante del misterio pascual de Jesucristo,
por la virtud del Espíritu Santo, y la Iglesia es consciente de que la Eucaristía es "sacrificio de reconciliación y
alabanza” (oración sobre las ofrendas, domingo XII Tiempo ordinario).
Sin embargo, un sacramento no puede sustituir al otro, de manera que ambos se necesarios. La
desafección que se advierte desde hace años hacia el sacramento de la Penitencia tiene como origen, entre
otras causas, el olvido de la íntima conexión que existe entre uno y otro sacramento.
Digamos claramente: sólo se puede acceder a la Eucaristía con las debidas disposiciones, es
decir, después de remover todo obstáculo que se anteponga a esa comunión en el amor del Padre. El mismo
Señor que ha dicho "Tomad y comed” (Mt 22, 26) es el que dice también "Convertíos” (Mc 1, 15). Y el
apóstol san Pablo extrae esta importante consecuencia de la advertencia hecha a la comunidad de Corinto
ante el abuso que suponía hacer de menos a los pobres en las reuniones fraternas: "Examínese cada uno a sí
mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz” (1 Co 11, 28).
Por tanto, para que la Eucaristía sea verdaderamente el centro de nuestra vida cristiana, es
necesario también acoger la llamada del Señor a la conversión y reconocer el propio pecado (cf. 1Jn 1, 8-10)
en el sacramento instituido precisamente por Cristo como medio eficaz del perdón de Dios (Catecismo
1441). Esta necesidad es aún mayor cuando se tiene conciencia de pecado grave, que separa al creyente de
la vida divina y lo excluye de la santidad a la que está llamado desde el bautismo.
Acercarse a la Confesión para recuperar la gracia, significa ser reintegrado también en la plena
comunión eclesial, es decir, en la vida de la unión con toda la trinidad, que tiene su realización más cumplida
en el misterio eucarístico (Catecismo 1391).
¡Cuántos fieles hay que no tienen inconveniente en comulgar con relativa frecuencia y, sin
embargo, no suelen acercarse al sacramento de la Confesión! Hubo un tiempo en que muchas personas
creían necesario confesarse cada vez que iban a comulgar. Hoy resulta específicamente llamativo el
fenómeno contrario, que no podemos menos de advertir con preocupación: se comulga sin acudir nunca a la
Confesión.
La Eucaristía es ciertamente la cima de la reconciliación con Dios y con la Iglesia que se efectúa
en el sacramento de la Confesión. Por eso no basta de suyo la participación eucarística para recibir el perdón
de los pecados, salvo cuando éstos son veniales (Catecismo 1394). Pero Pío XII en Mystici Corporis 39: "Para
progresar cada día con mayor fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho
encarecimiento, el piadoso uso de la Confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración
del Espíritu Santo”.
En este sentido "sin ese constante y siempre renovado esfuerzo por la conversión, la
participación en la Eucaristía estaría privada de su plena eficacia redentora, disminuiría o, de todos modos,
estaría debilitada en ella la disponibilidad especial para ofrecer a Dios el sacrificio espiritual, en el que se
expresa de manera esencial y universal nuestra participación en el sacerdocio de Cristo” (Redemptor
hominis, 20).
Las indulgencias concedidas por la Iglesia se enmarcan en este sentido, pues van orientadas a la
satisfacción de la pena debida por los pecados y a impulsarnos a hacer obras de caridad para aplicarlas a los
difuntos.
Nos dice el Catecismo de la Iglesia católica: "Como el alimento corporal sirve para restaurar la
pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta
caridad vivificada borra los pecados veniales. Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace
capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él” (n. 1394).
Y sigue: "Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros
pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto
más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los
pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el
sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia” (n. 1395).
Resumiendo, la Eucaristía es un banquete, y hay que ir con el traje de fiesta. Ya nos lo había
contado Cristo en el evangelio. ¿Quién se atrevería a entrar en un banquete todo sucio, desaseado,
maloliente? Simplemente, no. En la Confesión se nos da el traje de fiesta, si es que lo hubiéramos perdido,
para poder entrar a ese banquete eucarístico.
La Eucaristía es un sacrificio que nos reconcilia con su Padre Dios, siempre y cuando estemos en
gracia de Dios en el alma, de lo contrario no nos llegaría esa corriente de misericordia que brota del costado
abierto de Cristo. El pecado mortal pone un sello, una piedra a nuestra alma que impide penetrar esos rayos
de Jesús misericordioso.
La Eucaristía es sacramento de amor. Quien está en pecado mortal ha roto el amor con Dios y
debe recobrarlo con la Confesión sacramental.
Si recibimos al Santo de los santos, ¿cómo deberíamos tener nuestra alma de pura y limpia? Y
nuestra alma se limpia y se purifica a través de la Confesión.
En la misma Misa, antes de recibir la comunión santa, es decir, el cuerpo de Cristo, hemos pedido
perdón varias veces por nuestros pecados ya confesados, como para decir a Dios: "Estamos muy
arrepentidos de lo que hicimos…pero necesitamos tu fuerza para no volver a pecar”.
Ojalá que valoremos mucho más estos dos sacramentos, donde nos sale toda la gracia y la salvación de
Cristo. En la Confesión esa gracia nos limpia, nos purifica, nos santifica….Y en la Eucaristía, esa gracia nos
fortalece, nos nutre y nos hace entrar en comunión con Él.
8. La Eucaristía y los Santos
Citas y ejemplos de algunos santos sobre este sublime sacramento de la Eucaristía.
San Agustín
"Todos los pasos que uno da al ir y oír una Santa Misa, son contados por un ángel, y entonces uno
recibirá de Dios una gran recompensa en esta vida, y en la eternidad".
Hablando sobre su madre Santa Mónica: "Ella no dejó pasar un día sin estar presente en el Divino
Sacrificio ante Tu Altar, Oh Dios".
En la Eucaristía "María extiende y perpetúa Su Maternidad Divina".
"No puedo más evitar el pensamiento de que en el maravilloso designio de Su Amor, Jesús se hace a
Sí mismo perceptible, y se muestra a la más insignificante de las criaturas en todo el esplendor de Su
Corazón".
En la Sagrada Comunión, Jesús se da a mí y se hace mío, Todo mío, en Su Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad: "Yo soy Tu dueña".
"Ya es de noche, la mañana se acerca y entonces Jesús se posesionará de mí y yo lo poseeré a El".
La Sagrada Comunión, es verdaderamente puro amor, por Dios y por el prójimo. Es verdaderamente
"La Fiesta del Amor".
Exclamó en éxtasis: "¡Qué hermoso es el recibir la Sagrada Comunión con la madre del Paraíso!".
"Siento una gran necesidad de ser fortalecida de nuevo por ese alimento tan Dulce que Jesús me
ofrece. Esta afectuosa terapia que Jesús me da cada mañana, me atrae hacia El todo el afecto que
hay en mi corazón".
Decía que algunas veces no podía acercarse más al altar del Santísimo Sacramento, porque el fuego
del amor ardía tanto en su corazón, que quemaría la ropa sobre su pecho.
San Bernardo
"La Eucaristía es ese amor que sobrepasa todos los amores en el Cielo y en la tierra".
"Uno obtiene más mérito asistiendo a una Santa Misa con devoción, que repartiendo todo lo suyo a
los pobres y viajando por todo el mundo en peregrinación".
"Cuando Jesús está corporalmente presente en nosotros, los Ángeles nos rodean como una Guardia
de Amor".
"El hombre debería temblar, el mundo debería vibrar, el Cielo entero debería conmoverse
profundamente cuando el Hijo de Dios aparece sobre el altar en las manos del sacerdote".
Asistía usualmente a dos Misas cada día; y cuando estaba enfermo, le pedía a un fraile sacerdote
que celebrara la Santa Misa para él, en su celda, a fin de no quedarse sin la Santa Misa.
"Yo creo que si no existiera la Misa, el mundo ya se hubiera hundido en el abismo, por el peso de su
iniquidad. La Misa es el soporte poderoso que lo sostiene".
"Si ustedes practican el Santo ejercicio de la Comunión Espiritual bastantes veces al día, en un mes
se encontrarán completamente cambiados." ¿Apenas un mes; está claro, verdad?
"Oh gente engañada, ¿qué están haciendo? ¿Por qué no se apresuran a las Iglesias a oír tantas Misas
como puedan? ¿Por qué no imitan a los Ángeles, quienes cuando se celebra una Misa, bajan en
escuadrones desde el Paraíso, y se estacionan alrededor de nuestros altares en adoración, para
interceder por nosotros?".
Santa Gertrudes
Nuestro Señor le dijo: "Puedes estar segura que referente a alguien quien asistió a la Santa Misa
devotamente, Yo le mandaré tantos de mis Santos a que lo consuelen y lo protejan durante los
últimos momentos de su vida, como Misas haya oído bien".
Santa Margarita
Reina de Escocia y madre de ocho hijos, iba a Misa todos los días y llevaba con ella a sus hijos, y con
maternal cariño les enseñaba a atesorar el misalito que había adornado con piedras preciosas.
Recomendaba la Misa diaria para todos ... para maestras, enfermeras, trabajadores, doctores,
padres ... y a los que objetaban no tener tiempo, les replicaba firmemente: "¡Malos Manejos! ¡Mala
economía de tiempo!".
Recomendaba a los médicos de su Casa de Divina Providencia, que oyeran Misa y recibieran
Comunión, antes de comenzar sus delicadas Intervenciones Quirúrgicas. Esto es porque, como él
dijo: "La Medicina es una gran ciencia, pero Dios es el Médico más grande".
Dijo bien claro que el sufrimiento más grande que tuvo durante su ordalía en la prisión, fue el no
poder celebrar la Misa ni recibir la Santa Comunión por nueve meses consecutivos.
En la Eucaristía: "Míos son los Cielos, y mía es la tierra. Míos son los hombres; los Justos son míos y
los pecadores son míos. Los ángeles son míos, y también la Madre de Dios; todas las cosas son mías.
El mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío, y todo para mí".
San Buenaventura
"La Santa Misa, es una obra de Dios en la que presenta a nuestra vista todo el amor que nos tiene;
en cierto modo es la síntesis, la suma de todos los beneficios con que nos ha favorecido".
Se convirtió en un apóstol del ofrecimiento de la Santa Misa para los difuntos: "¿Oh Cristianos,
desean ustedes probar su verdadero amor hacia sus seres queridos que se han ido? ¿Desean
mandarles su más preciosa ayuda y la Llave Dorada del Cielo? Reciban a menudo la Sagrada
Comunión por el reposo de sus almas".
San Jerónimo
"Por cada Misa devotamente celebrada, muchas almas dejan el Purgatorio y vuelan al Cielo".
Tuvo una aparición de su padre difunto, y este le dijo que a fin de que él pudiera dejar el Purgatorio,
se necesitaban ciento siete Sagradas Comuniones Y de hecho, cuando se ofreció la última de las
ciento siete Sagradas Comuniones por su alma, la Santa vio a su padre ascender a los Cielos.
Un día, estaba arrodillada con los brazos cruzados, entre las novicias, después de la Comunión. Elevó
sus ojos en dirección al Cielo, y dijo: "Oh, Hermanas, si tan sólo pudiéramos comprender el hecho de
que mientras que las Especies Eucarísticas permanecen dentro de nosotros, Jesús está ahí,
trabajando en nosotros, inseparablemente del Padre y del Espíritu Santo, y por lo tanto, toda la
Santa Trinidad está ahí ...". No pudo terminar de hablar, porque se quedó perdida en el éxtasis.
"Oh, si pudiéramos comprender quién es ese Dios a Quien recibimos en la Sagrada Comunión,
entonces sí, qué pureza de corazón traeríamos ante El".
"Los minutos que siguen a la Comunión,- decía la Santa- son los más preciosos que tenemos en
nuestras vidas. Son los minutos más propicios de parte nuestra para tratar con Dios, y de Su parte,
para comunicarnos Su Amor".
"Los que reciben una Comunión sacrílega, reciben a Satanás y a Jesucristo dentro de sus corazones -
a Satanás, para permitirle reinar, y a Jesucristo para ofrecerlo en sacrificio como Víctima para
Satanás".
"Si el veneno de la vanidad se está hinchando en ustedes, vuelvan a la Eucaristía; y ese Pan, que es
su Dios, humillándose y disfrazándose a Sí Mismo, les enseñará humildad. Si la fiebre de la avaricia
egoísta los arrasa, aliméntense con este Pan; y aprenderán generosidad. Si el viento frío de la codicia
los marchita, apúrense al Pan de los ángeles; y la caridad vendrá a florecer en su corazón. Si sienten
la comezón de la intemperancia, nútranse con la Carne y la Sangre de Cristo, Quien practicó un auto-
control heroico durante Su vida en la tierra; y ustedes se volverán temperantes. Si ustedes son
perezosos y tardos para las cosas espirituales, fortalézcanse con este Alimento Celestial; y serán
fervorosos. Finalmente, si se sienten quemados por la fiebre de la impureza, vayan al banquete de
los ángeles; y la Carne sin mancha de Cristo los hará puros y castos".
Usaba tres ilustraciones para mostrar la unión de amor con Jesús en la Sagrada Comunión: "Quien
recibe Comunión, es hecho Santo y Divino en cuerpo y alma, del mismo modo que el agua puesta
sobre el fuego, hierve. ... La Comunión obra como la levadura que se mezcla con la harina,
haciéndola levantarse ... Igual que derritiendo dos velas juntas se obtiene una sola pieza de cera, así
yo creo que uno que recibe la Carne y Sangre de Jesús, se funde con El por esta Comunión, y el alma
descubre que uno esta en Cristo, y Cristo esta en uno".
Casi siempre caía en éxtasis inmediatamente después de recibir la Sagrada Comunión, y algunas
veces era necesario acarrear su cuerpo del Comulgatorio.
"Cuando el diablo no puede entrar con el pecado a un alma, él desea que ese santuario permanezca
cuando menos desocupado, sin Dueño, y bien separado de la Sagrada Comunión".
Gregorio de Nisa
"Cuando nuestros cuerpos se unen al Cuerpo de Cristo, obtienen el principio de la inmortalidad,
porque se unen a la inmortalidad".
No dejaba de recibir a su amado Señor todos los días, una vez se aventuró a decir a sus hermanos de
Orden Religiosa: "Estén seguros de que yo parta a la otra vida el día en que yo no pueda recibir al
'Pecorello' (el Gran Cordero)".
El Padre Guardián se aventuró a preguntar al santo: "¿Cómo es que celebra toda la Misa tan bien, y
tartamudea a cada sílaba de la Consagración?".
El Santo contestó: "Las palabras sagradas de la Consagración, son como carbones encendidos en mis
labios. Cuando las pronuncio, lo hago como si tuviera que tragar alimento hirviente".
"Si yo tuviera que ir por millas y millas sobre carbones ardiendo a fin de recibir a Jesús, diría que el
camino era fácil, tal como si fuera caminando sobre una alfombra de rosas".
"Oh querido Esposo (de mi alma); tanto ansío la alegría de estar Contigo, que me parece que si
muriera, volvería a la vida solo para recibirte en la Sagrada Comunión".
San Ambrosio
¿"Cómo es que sucede el cambio del pan en el Cuerpo de Cristo? Es por medio de la Consagración.
¿Con que palabras se logra la Consagración? Es con las palabras de Jesús. Cuando llega el momento
de lograr este sagrado misterio, el sacerdote deja de hablar por si mismo; entonces habla por la
persona de Jesús".
La Eucaristía es el rito en de la consagración del pan y el vino para convertirlos en el Cuerpo y la Sangre
de Cristo. La transubstanciación.
La mayoría de los milagros eucarísticos ocurren durante algún momento del ritual de la eucaristía, pero
el término "milagro eucarístico" también se refiere a ocurrencias relacionadas a la hostia consagrada.
Los milagros eucarísticos más frecuentes son aquellos en que la hostia consagrada bota sangre. En
otros milagros eucarísticos, la hostia se mantiene incorrupta durante cientos de años. También se han
reportado milagros eucarísticos en los que la hostia se ha expuesto al fuego pero no ha resultado quemada.
Otros milagros eucarísticos envuelven hostias levitando, desapareciendo y reapareciendo en iglesias, o
salvando comunidades o a personas enfermas.
En los milagros eucarísticos más dramáticos, como el Milagro de Lanciano o el de Buenos Aires, una
hostia se convierte en tejido del corazón humano, una metáfora reflejada por la aparente realidad: el
corazón de Cristo como fuente de sabiduría, amor y fe.
Hay anécdotas de milagros eucarísticos desde los principios del cristianismo. La tradición cuenta que
cuando siguen ocurriendo por el mundo entero. Aunque no todos han sido comprobados científicamente,
hay muchos que sí lo han sido, como el milagro de Lanciano. En América Latina, se han reportado milagros
eucarísticos en varios lugares, tales como México, Argentina, Colombia y Venezuela. En la exhibición Los
Milagros Eucarísticos en el Mundo del Vaticano sobre los milagros eucarísticos, se reúnen los milagros que la
Iglesia Católica Romana aprueba como legítimos.
Aunque son muchos los santos y místicos que tuvieron experiencias, visiones y transformaciones
mediante la interacción con la Eucaristía, algunas de las más impresionantes son las santas y beatas que
terminaron su vida nutridas solo por este alimento. Las beatas Alexandrina María da Costa y Anna Katharina
Emmerick, las siervas de Dios Anne-Louise Lateau y Marthe Robin, y Teresa Neumann vivieron por años
alimentadas solo por la hostia consagrada.
Ante todo, los milagros eucarísticos son una prueba más para el ser humano de la presencia del Amor
en todos los aspectos de esta realidad. El corazón, tan literalmente expresado en los milagros eucarísticos, se
manifiesta en carne y sangre con el propósito eterno de traer fe y esperanza a quien más la necesite.
MILAGROS EUCARÍSTICOS:
El Milagro de Lanciano
El Milagro de Faverney