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El magisterio de las masas La genuina educación repele toda igualdad.

Por eso, no
puede ser hija, y menos sierva, del régimen político Ignacio Sánchez Cámara

LA educación es formación del ciudadano, en la medida en que consiste en la formación


de la persona, y la persona es, entre otras cosas, ciudadano. No puede ella, pues,
reducirse a la formación de buenos ciudadanos. Una buena persona será necesariamente
un buen ciudadano.

Platón, en su República atribuyó al gobierno de la ciudad la formación de los hombres y


la selección de los gobernantes, pero su academia fue, si cabe la expresión, un centro
privado basado en la excelencia y en la selección de los mejores. La escuela originaria,
que fue, al menos en Occidente, la griega, consistía en la relación personal entre
maestro y discípulo, una especie de amistad asimétrica y desigual. Sólo en la hora de la
decadencia se convirtió en asunto político o estatal, si bien la verdadera política consiste
en la educación.

La genuina educación repele toda igualdad. Por eso, no puede ser hija, y menos sierva,
del régimen político. Ni siquiera, por supuesto, del democrático. No hay pretensión tan
extravagante como la de los estados que aspiran a ser pedagogos.

La opinión pública es el sistema de convicciones, de usos intelectuales, imperante en


una sociedad. El sistema educativo, al forjar un tipo ideal de humanidad, influye en la
creación de esa opinión pública y, a la vez, se sustenta, en parte, en ella. Pero ese
proceso educativo es, necesaria y esencialmente, aristocrático, no democrático. La
democracia no consiste en la formación igualitaria de la opinión pública sino, más bien,
en la legislación y el gobierno conforme a ella. No cabe una pedagogía democrática o
igualitaria.

Aunque la democracia entrañe la asunción de elevados valores morales, nada tiene que
ver con la determinación del contenido de la moral. La verdad no depende del sufragio
universal. No hay, en este sentido, una moral democrática. La democracia sólo tiene que
ver con la moral por vía indirecta, jurídica. Eso quiere decir que la opinión de la
mayoría, por lo demás relativa y cambiante, no puede erigirse en criterio moral. Puede
hablarse de moral en tres sentidos relacionados entre sí, pero sustancialmente diferentes:
la moral de los sistemas religiosos o filosóficos (así, la moral cristiana o existencialista
o marxista); la moral social (es decir, las convicciones morales vigentes en una sociedad
o en la mayoría de ella); la moral de la convicción personal. Este último es, quizá, el
sentido más profundo y genuino de ella.

Uno de los ataques más letales contra la moral consiste en la imposición, como moral de
la convicción, de la moral social y, más aún, del derecho vigente. Por ejemplo, la
imposición como moral personal de la Constitución o de los derechos humanos. Es lo
que con frecuencia se cobija bajo la expresión de “moral pública” o “ética mínima”.
Acaso también, de lo que se pretende imponer bajo la asignatura, noble en su
apariencia, de educación para la ciudadanía.

La mayoría política, ni siquiera el poder constituyente, es la depositaria de la verdad


moral. Esta pretensión sólo puede sustentarse cuando previamente se ha decretado el
relativismo moral y, con él, la defunción de los valores morales. Por lo demás, si se
pretendiera imponer la Constitución, y los valores que encarna, como únicos principios
morales, se cerraría el paso a la eventual reforma de la Constitución y a la posibilidad de
cambio y mejora de las convicciones sociales.

La moral social, o incluso la mera opinión falible de las mayorías cambiantes, se


convertirían en una especie de tabúes morales y de falsos valores eternos. Además, lo
que muchas veces se intenta imponer no son los valores constitucionales, sino una mera
interpretación discutible y partidista de ellos, cuando no una parte de ellos, omitiendo el
resto. La Constitución se inspira en principios y valores morales y los consagra, pero ni
los crea ni es depositaria exclusiva de ellos.

Como afirmó Swift, la educación es la experiencia de la grandeza. Esa experiencia es


necesariamente elitista o aristocrática. Cuanta mayor es la grandeza, menos son los que
pueden llegar a experimentarla. El hombre-masa no puede ser el educador, sino el
educando. Que la mayoría imponga su criterio pedagógico, es decir, moral, constituye la
mayor perversión de la educación, y conduce a su fatal degradación. El destino de la
cultura y, con ella, de la educación, se encuentra esencialmente vinculado al elitismo.

El magisterio de las masas, su pretensión de erigirse en educadoras, es la más perfecta


expresión del fenómeno que Ortega y Gasset diagnosticó y censuró: la rebelión de las
masas. En política (democrática) mandan las mayorías; en todo lo demás, así en arte,
moral, ciencia o religión, no pueden aspirar al mando sin envilecerse. Esa democracia
frenética y fuera de sí constituye el más grave peligro para la supervivencia de la
cultura. Las buenas leyes se inspiran en la moral; las malas aspiran a suplantarla.

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