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Andra Mari: La Mujer María.

Xabier Pikaza
http://blogs.periodistadigital.com/xpikaza.php
14.08.10

1. Principios, mujer y madre.


He pensado ofrecerlas una breve
antropología mariana para fijarme después
en aquello que tiene de especial, de peculiar y
bello, el "dogma" (resplandor) católico de
María, la madre Jesús.
(a) Primero ofrezco los principios "judíos" de
la vida de María, como mujer (Señora María,
Mujer, Andra Mari), trazando unos principios
de antropologìa mariana.Ella fue judía (no fue
todavía cristiana, en el sentido posterior de la
palabra). Por eso me fundo sobre todo en
autores judíos, que me ayudan a entenderla.
b) Segundo expondré desde ese fondo (y
desde la actualidad) los dos "dogmas"
antropológicos marianos ya concretos de la
Iglesia católica: el de su "concepción" (cómo
ha sido engendrada en la carne y de la carne,
en forma Inmaculada) y el de su "muerte"
(cómo ha sido insertada en el proceso divino
de la vida, que los cristianos llaman Trinidad,
cómo indica el símbolo de la Asunción.

Introducción
Suponiendo conocido el tema de María, la Madre de Jesús, en el Nuevo Testamento y
conocidas también las primeras declaraciones de la Iglesia (que de alguna forma han
culminado en los concilios de Éfeso y Calcedonia: 431 y 451d.C.), quiero situar el tema de

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la “mariología” desde la antropología de la modernidad. Los nuevos cristianos sabemos
ya que María no es madre de un ser divino en general o de una de las divinidades sagradas
(semi-cósmicas, semi-humanas) del paganismo antiguo o moderno, sino la madre y
compañera de Jesús, un hombre concreto, que ha vivido una historia muy honda de carne,
es decir, de entrega comprometida y sanadora a favor de los excluidos por su carne
(enfermos, impuros, expulsados), que ha culminado con la entrega total de su vida a favor
de los demás, condenado a morir en una cruz. Le llamamos sido Madre de Dios porque ha
sido (siendo) la madre concreta de un hombre encarnado en el centro de la historia de los
hombres. Así lo mostraremos, precisando los presupuestos antropológicos y las
formulaciones concretas de los últimos dogmas marianos.
Una antropología biográfica de la Madre de Jesús.
María no es madre espiritual de una naturaleza abstracta (que no existe), sino madre
histórica (carnal) de Jesús, hombre concreto, Hijo de Dios. Desde ese fondo podemos y
debemos evocar los momentos históricos de su maternidad personal, en un proceso en el
que destacamos nacimiento, despliegue biográfico y muerte.
En contra de lo que parecía afirmar el pensamiento helenista, el hombre no es naturaleza
universal (por encima del tiempo), sino un proceso histórico de vida personal. En esa línea
pudiéramos decir que el ser humano (hombre y/o mujer) es Auto-Presencia en Relación,
alguien que sólo está en sí mismo (es consciente de sí, se posee) en la medida en que se
relaciona con los demás. Pues bien, en el caso de María, esta relación está definida de
manera muy profunda (aunque no única) por su maternidad mesiánica. El evangelio evoca
otras relaciones de María (con José y con los «hermanos» de Jesús, con el Discípulo
Amado y con otros miembros de la iglesia), que son fundamentales para trazar el perfil de
su persona. Pero aquí queremos centrarnos en aquella que ha sido más importante para la
conciencia de la iglesia: la relación de María con Jesús, en un plano de engendramiento,
compañía y muerte.
Ciertamente, las relaciones de María con Jesús han de situarse en el contexto más amplio
de su historia total, como mujer y persona, que se relaciona de un modo personal con
Dios y con el pueblo israelita y con José, con sus restantes familiares (los «hermanos» de
Jesús) y con el conjunto de la iglesia. Como seguiremos indicando, las relaciones de María
con Jesús no son excluyentes ni únicas, sino que se sitúan dentro de un abanico más
amplio de referencias de conversación y generación, de solidaridad y de apertura
creadora.

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Presupuesto 1. Madre originante, madre acompañada: engendramiento.
Ser madre es dar la vida, no en plano de ideas o principios generales, sino en la propia
carne. El mito helenista de Pandora, repetido sin cesar en la cultura patriarcalista, suponía
la madre es «ánfora» que acoge y madura la simiente masculina, vientre que recibe
pasivamente el semen patriarcal. Hoy sabemos que ella juega un papel activo en el
proceso de generación biológica del niño y, sobre todo, que engendra a través de su
palabra-carnal (=encarnada), ofreciendo al niño el calor de la vida, el alimento de los
pechos, el cariño del corazón, el cuidado de las manos y, de un modo especial, la palabra
de la comunicación personal y de la libertad. Así lo ha destacado Lc 1, 26-38, situando la
maternidad responsable de María, en nivel del diálogo con Dios.
Leída a la luz de la experiencia israelita (asumida en otra perspectiva por Mt 1, 18-25),
esta es una maternidad «en compañía», que no se puede entender simplemente desde la
ausencia de un varón, sino desde un diálogo más profundo con el varón (en este caso
José) y con toda la historia israelita. Sólo de esa forma se puede hablar de la Presencia del
Espíritu Santo, que no se entiende como sustituto de una carencia humana sino como
plenitud de sentido de la maternidad humana de María.
En este sentido, su maternidad no ha de entenderse de un excluyente (por oposición al
influjo de otros), sino de un modo incluyente: en ella se expresa el misterio y la tarea
genética de los hombres (varones y mujeres), como engendradores de vida. Por eso,
podemos afirmar que la iglesia ha proyectado hacia María unos rasgos de paternidad-
maternidad que no son exclusivamente femeninos, sino humanos, en plenitud, aunque
reciben matices distintos en lo masculino y femenino.
La maternidad se sitúa, por tanto, en un nivel de corporalidad comunicativa,
engendradora, que se expresa través del cuerpo-hecho-Palabra, en diálogo concreto con
los otros (sobre todo, en un nivel de relación de mujeres con varones). Cerrada en sí
misma, sin comunicación-carnal de los padres entre sí y de ambos con Dios (y con la nueva
vida, que nace en la carne), la maternidad carecería de valor humano, sería algo
monstruoso, en nivel pre-humano o post-humano, pero nunca salvador para los hombres.
Cuando la iglesia afirma que María es Madre del Verbo de Dios en la carne la sitúa en el
centro de un proceso de generación humana, es decir, de comunicación personal, que se
realiza en el nivel de la carne entera (que sólo existe en plano de amor-palabra), no de
simple biología corporal.
Sólo en ese contexto puede nacer de verdad un niño, como dice Hanna Arendt. Entre el
pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Barcelona, Península, 1996,
198: «Como el niño ha de ser protegido frente al mundo, su lugar tradicional está en la

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familia... La familia vive su vida privada dentro de cuatro paredes (de la casa) y en ellas se
escuda, pues ellas cierran ese lugar seguro sin el cual ninguna cosa viviente puede salir
adelante, y esto es así no sólo para la etapa de la infancia sino para toda la vida humana
en general, pues siempre que se vea expuesta al mundo sin la protección de un espacio
privado y sin seguridad, su calidad vital se destruye».
Presupuesto 2. Madre iniciadora, el despliegue de la vida.
La madre empieza siendo aquella que 'da a luz', poniendo al hijo fuera de sí y
engendrándolo a través del afecto y palabra carnal, para que así pueda asumir su libertad
y realizarse por sí mismo. Normalmente esta función la realiza la mujer con el varón, de
manera que actúan ambos juntos, padre y madre (con el resto del grupo o sociedad en
que están insertos), en diálogo de complementariedad personal, aunque el influjo de cada
uno varía en los diversos casos y culturas. El Nuevo Testamento conserva las huellas de
José, al quien tanto Lc 4 como Jn 1 presentan como padre de Jesús. Pero ha destacado
especialmente la función materna de María, que puede ejercer y ejerce de un modo
simbólico las funciones del padre y la madre, como supone Jn 2, 1-11. En ese sentido
decimos que ella ha sido iniciadora, pues sitúa a Jesús antes su tarea mesiánica,
abriéndole, no imponiéndole, un camino.
Lo que inicia al hombre en la vida no son unas ideas abstractas (unas esencias), sino
unos gestos y caminos, asumidos y ofrecidos de manera normal por la madre (por los
padres). Los que inician son los mismos padres. Lógicamente, la libertad creadora de
Jesús, siendo propia y autónoma (¿qué tengo que ver yo contigo, mujer? ¡aún no ha
llegado mi hora!: Jn 2, 4), está vinculada a la palabra y testimonio de la madre, que le
abre un horizonte de sentido y le sitúa ante las necesidades de los hombres de su
entorno. Jesús ha de asumir y recorrer su propio camino de libertad, que culmina en la
entrega de la vida, y en ese sentido ha de «romper» con un cierto tipo de ataduras
maternas (y paternas) pero no puede hacerlo en gesto de puro rechazo contra la madre,
sino recibiendo y recreando el impulso que ella le ha ofrecido, en diálogo dramático, de
tipo personal.
En este contexto resulta muy significativa la aportación de la antropología judía, tal como
ha sido recogida de forma genial por F. Rosenzweig, en su manea de ver la oposición entre
judaísmo y cristianismo. A su juicio, el judaísmo está vinculado con algo que se adquiere
en el mismo nacimiento, definido por los padres, es decir, por el mismo pueblo, entendido
como gran útero materno; por eso, los judíos no tienen que re-nacer (nacer a otro nivel de
existencia) para encontrarse a sí mismos, sino que les basta con volver al origen del que
han provenido. Por el contrario, los cristianos no nacen, sino que se hacen: el cristianismo

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es algo que está fuera de la vida natural, algo añadido, que se expresa en instituciones
exteriores, de tipo eclesiástico.
«El misterio del nacimiento, que en el caso del judío le acontece al individuo, se halla aquí
antes de todos los individuos: en el milagro de Belén. Ahí, en el origen de la Revelación,
que es común para todos los individuos, tuvo lugar el nacimiento primero, común a todos
ellos. El ser innegable, dado, originario y perdurable de su cristianismo no lo hallan estos
en sí, sino en Cristo» (F. ROSENZWEIG, La estrella de la redención, Sígueme, Salamanca
1997, 465).
Estas palabras inquietantes y luminosas del judío Rosenzweig, uno de los mejores
conocedores del cristianismo del siglo XX, nos sitúan en el mismo centro de la mariología,
tal como iremos mostrando a partir de ahora, en todo este trabajo. Rosenzweig supone
que los judíos son un pueblo «natural», que nace de una madre (de un pueblo materno)
que le ofrece lugar en la vida, de manera que a cada uno le basta con ser aquello que ha
recibido; volver al origen del nacimiento, vincularse a la madre, eso es ser judío.
Por el contrario, los cristianos tienen que dejar a la «madre natural»: así deben superar su
nacimiento particular (pagano, sometido al pecado original de una historia de pecado),
para re-nacer en un plano de «espíritu», es decir, de universalidad. Situada en esta
perspectiva, la Virgen Santa María, la madre mesiánica de Jesús, ya no es para los
cristianos la madre carnal concreta que engendró un día a Jesús, sino una «madre ideal»,
en la línea de la espiritualidad gnóstica (o platónica), que los cristianos han inventado para
universalizar la tradición judía (desligándola de su identidad concreta, de pueblo elegido y
distinto).
Eso significaría que, en el fondo, María tendría que ser para los cristianos una «madre
platónica», un tipo de eterno femenino, de madre eterna, pero no la madre carnal
concreta, que nos puede vincular desde la carne del proceso de la vida. Ciertamente,
Rosenzweig es demasiado inteligente para dejar que las cosas queden así, en forma de
pura oposición. Por eso afirma, en el conjunto y las conclusiones de su libro, que cristianos
y judíos se necesitan: que los judíos deben superar el riesgo de una madre nacional (que
les cierra en su propio y exclusivo pasado, en su identidad cerrada) y que los cristianos
tienen que superar su riesgo idealista (para encarnar el evangelio de Jesús en la historia
concreta de los hombres).
Tendría que haber, según eso, un pacto entre la María judía (figura puramente nacional)
y la María cristiana (que habría corrido el riesgo de universalizarse de un modo
platónico, espiritualista, separado de la carne).

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Sobre este fondo se sitúa, a mi juicio, el gran problema de la mariología y de la historia
humana, en el lugar donde se pueda unir lo concreto (un pueblo histórico, una madre
particular) y lo universal (María madre de todos), sin caer en el particularismo ni en el
espiritualismo (ni en un sistema impositivo, que se impone sobre todos, negando sus
diferencias). Pienso que podemos asumir este reto, para recuperar la maternidad carnal
e histórica de María (mujer israelita), sin diluir el evangelio de su Hijo en un tipo de
esencia supra-histórica (en un idealismo dictatorial, desencarnado, de tipo espiritualista
o sacral). En esa línea se sitúan las reflexiones que siguen: la Madre Israel, la Madre María
siguen siendo un principio e impulso de educación para nosotros, los cristianos, que
también nos llamamos y queremos ser hijos de Israel.
Presupuesto 3. Madre del hijo muerto, fracaso de la madre.
Normalmente, la madre muere antes que el hijo, que le acompaña en el trance de la
despedida. Pero en el caso de Jesús nos hallamos ante el acontecimiento, menos
frecuente, pero muy significativo, de la madre que asiste a la muerte del hijo, de manera
que puede sentirse fracasada: no ha engendrado a un hijo que pueda sobrevivirle, en la
historia de la vida, sino a un hombre que muere derrotado, antes de tiempo, destruido en
plena juventud por las ruedas de violencia de la sociedad o de la historia.
Esto ha sucedido a Jesús: ha recorrido su frágil camino de carne, en gesto de solidaridad,
ofreciendo su mensaje a los pobres y excluidos de su pueblo, enfrentándose con ello al
sistema sagrado de Israel y al orden imperial de Roma, que le han condenado a la cruz. La
tradición afirma que el conjunto de sus discípulos y amigos han huido, dejándole solo en
la muerte, pues tenían miedo de compartir su camino. Pero la misma tradición añade
que, al lado de la cruz se han mantenido unas mujeres, y de un modo especial su madre,
como testifica Mc 15, 40 (al menos veladamente) y como ha destacado de manera
temática muy honda Jn 19, 26-27.
Esta imagen del hijo que muere, dejando a la madre doblemente viuda, sin marido y sin
posibilidades de descendencia, aparece en algunas de las tradiciones escatológicas y
apocalípticas más repetidas de Israel, como ha recogido de manera impresionante en el
libro Cuarto de Esdras. La Doncella-Viuda de Israel llora sin consuelo por la muerte de sus
hijos (cf. Mt 2, 16-18). Aquí nos encontramos ante el límite de las posibilidades de un
judaísmo nacional como el Rosenzweig (y el de otros judíos, como E. Lévinas, de los que
hablaremos luego). Este es el límite de toda religión particular, de todo engendramiento.
Pues bien, precisamente aquí, en el lugar donde parece que la maternidad fracasa, allí
donde parece que se han roto todas las relaciones de Dios son su pueblo y la historia no
tiene ya ningún sentido, viene a situarnos el evangelio cristiano. De esta forma se acaba y

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culmina la maternidad de María, como proceso carnal de diálogo con su hijo, que puede y
debe recrearse, de un modo pascual, en la comunidad del Discípulo Amado. Sólo allí
donde la madre está dispuesta a la muerte de su hijo (que es más que la muerte de ella
misma) puede iniciarse un proceso de nueva y más alta comunión. Situada ya en este
contexto, la maternidad de María sólo puede entenderse y valorarse de un modo pascual,
como un elemento de la antropología del Cristo resucitado.
El tema del dolor de la madre por la muerte del hijo, que no es simple dolor físico, ni
psicológico, sino expresión de un fracaso radical de maternidad, está en el centro de
algunos textos básicos del Nuevo Testamento: no solo de Jn 19, 26-27 y de Mt 2, 16- 18
(como puede verse por los comentarios), sino también en Lc 2, 33-25 (cf. La Madre de
Jesús, Sígueme, Salamanca 1990, 167-186). Este es un tema que está en el fondo de mi
Antropología Bíblica, Sígueme, Salamanca 1194. Desde una perspectiva judía, ante la ruina
del “hijo” muerto (ante la destrucción de gran parte de Israel en el Holocausto de 1938 a
1945), ha elevado su más honda antropología E. L. FACKENHEIM, La presencia de Dios en
la historia. Afirmaciones judías y reflexiones filosóficas, Sígueme, Salamanca 2002. Pienso
que todo lo que sigue puede entenderse como respuesta a sus preguntas, desde una línea
cristiana, en la que Jesús aparece como el Pueblo de Israel que muere (para renacimiento
del Israel universal).
Estos tres presupuestos antropológicos, que hemos querido evocar desde un trasfondo
judío, nos sitúan en el centro del misterio de la vida y obra de la Madre de Jesús. Ella
sigue vinculada, como madre mesiánica, con su pueblo carnal, de manera que podemos
situarla en perspectiva de experiencia israelita (de Antiguo Testamento cristiano), no para
separarla de la carne concreta del pueblo de Israel, sino para abrir desde ella un camino
de encuentro y comunicación universal, que no sea idealismo gnóstico ni sistema social
impositivo. De esa manera, como judía fecunda y sufriente, María forma parte del
despliegue humano de Jesús y se sitúa (nos sitúa) ante su cruz pascual. Desde ese fondo
tendríamos que haber expandido el último momento (Muerte de Jesús) en perspectiva de
resurrección. Pero con eso entramos ya en el siguiente apartado del tema, tal como ha
sido recogido por las formulaciones dogmáticas.

2. Inmaculada y Asunción

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Desde el esquema anterior se
entienden los dogmas
antropológicos de la mariología
católica más reciente (Inmaculada
y Asunción), que no han sido
totalmente aceptados por el
conjunto de las iglesias, de manera
que se encuentran todavía en
período de recepción.
Ciertamente, estos dogmas han
surgido a partir coordenadas
culturales antiguas, en gran parte
superadas (son como el resto de
una iglesia medieval y barroca que
no había entrado todavía en la
modernidad). Por otra parte, ellos
suscitan dificultades para unas
iglesias, como las protestantes,
más centradas en Jesús como
Palabra, que en los posibles privilegios de su Madre.
Pero, mirados con más hondura, desde la perspectiva de la carne pascual, ellos pueden
abrir caminos de experiencia y de vinculación cristiana muy valiosos para el futuro.
Desde ese fondo, como expresión de una antropología inclusiva, abierta a todos los
cristianos y en el fondo a todos los hombres y mujeres de la historia humana queremos
ahora presentarlos. María no aparece en ellos simplemente como «la mujer», en
contraposición con los varones, sino como la cristiana ejemplar, como la persona humana
ya realizada, en el camino entero que va del nacimiento a la muerte.
(En la imagen una Asunciòn clásica de María Magdalena, de F. Lupicini, que a veces se
presenta como Asunciòn de la Madre de Madre. Sea como fuere, es una Asunciòn de
Mujer).
Punto de partida
Estos son dogmas antropológicos y pascuales que sólo han podido expresarse a lo largo de
una determinada historia de la iglesia. Carece de sentido buscar su demostración o prueba
en la Escritura, pues sus presupuestos e intereses desbordan los planteamientos de los
creyentes de las comunidades más antiguas (del tiempo en que se escribieron los libros
del Nuevo Testamento y los grandes tratados de los Padres de la Iglesia). Sin embargo,

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vividos desde la totalidad del misterio cristiano, esos dogmas resultan no sólo coherentes,
sino que pueden iluminar el sentido más hondo de la vida humana, tal como ha venido
desplegarse en María, la Madre de Jesús.
Al dogma católico pertenece no sólo la definición (hecha por un Concilio o Papa), sino
también, y de un modo especial, la recepción: es decir, la acogida y desarrollo de ese
dogma dentro de la comunidad cristiana, cosa que puede durar mucho tiempo (como
sucedió con las declaraciones de Nicea y Calcedonia). Son muchos los que piensan que
hubiera sido mejor que no se hubieran hecho esas definiciones, que sería mejor olvidarlas.
Otros pensamos que, a pesar de algunas cuestiones de fondo, ellas pueden ofrecer un
aporte muy significativo para la comprensión del misterio cristiano, en un camino de
diálogo eclesial y cultural que sigue abierto. Evidentemente, ellas no pueden imponerse,
sino sólo ofrecerse en gesto dialogal, a los ortodoxos y protestantes; sólo podremos decir
que esas definiciones se vuelven dogmas de verdad si logramos ofrecerlas como camino
de humanización al conjunto de las iglesias.
Los lectores podrán observar que estoy elaborando una mariología inclusiva, que no
niega en modo alguno el carácter único de la Madre de Jesús (fue una mujer concreta, con
una historia muy particular, con una identidad que nadie más podrá tener en el trascurso
de la historia), pero que la sitúa y expande hacia todos los creyentes. En ese sentido
interpretamos los «dogmas» de la inmaculada y de la ascensión, como elementos básicos
de una antropología cristiana, centrada, como hemos dicho, en el carácter natal y mortal
del hombre.
1. Inmaculada Concepción. El hombre ser natal.
Las disputas sobre la eugenesia, con todo lo que implican sobre la posible manipulación
del origen humano (fecundación partenogenética e implantación in vitro, clonación y
gestación extrauterina...), han cambiado de forma radical las formas anteriores de
relacionar placer sexual y pecado original. Ya nadie puede vincular en serio la generación
con el pecado, como se ha venido haciendo por siglos. A pesar de ello, existe el misterio y
problema de la generación y resulta más fuerte que en otros tiempos. Este es misterio de
la «santidad» de la generación y nacimiento humano, que aparecen como signo y
presencia del Espíritu de Dios, de manera que podemos afirmar que todo verdadero
nacimiento humano es obra del Espíritu, ampliando así la formulación mariana. Pero, al
mismo tiempo, la generación se ha convertido en problema clave, en el momento central
de una gran disputa en curso sobre el sentido, límites y riesgos de la manipulación y/o
mejora genética.

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La iglesia sabe que hay un tipo de «pecado original», un poder histórico del mal que nos
precede y amenaza, vinculada a nuestra propia violencia, a las estructuras sociales de
muerte que dominan sobre el mundo. Durante siglos se ha pensado que ese pecado se
expresaba de forma privilegiada en el placer sexual y en los procesos de la concepción.
Pues bien, en contra de eso, Pío IX definió en 1854:
«la doctrina que sostiene que la Beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda
mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y
privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del
género humano, está revelada por Dios y debe ser creída...» (Denzinger-Hünermann
2803).
Este dogma nos introduce en el lugar de las disputas sobre el origen pecaminoso del ser
humano, en un contexto donde la misma concepción aparecía vinculada a un tipo de
'suciedad' básicamente sexual, para transformar de raíz esos presupuestos.
Este es un dogma sobre la concepción, es decir, sobre el surgimiento humano de María.
Se trata, por principio, de una concepción normal, dentro de la historia israelita (y
universal). A partir del Proto-evangelio de Santiago, la tradición litúrgica cristiana ha dado
un nombre a los padres de María: Ana y Joaquín. Ellos se unieron un día al modo
acostumbrado y concibieron a una hija, a la que llamaron María. Pues bien, en contra de
las tendencias normales de una piedad y teología anteriores, que habían estado
obsesionadas por el pecado del origen (engendramiento) humana, el Papa afirmó que la
concepción de María (realizada, de un modo sexual y personal, por la unión de varón y
mujer) estuvo libre de todo pecado o, mejor dicho, fue un acto de purísima gracia. Al decir
eso, la iglesia realizó una opción antropológica de grandes consecuencias, que aún no ha
sido suficientemente valorada, superando una visión negativa del surgimiento humano,
que se solía unir con el pecado.
Este dogma tiene un carácter pro-sexual: la cohabitación fecunda de Joaquín y Ana
(supongamos que se llamaran así los padres históricos de María) queda integrada en la
providencia de Dios, es un gesto de gracia. La misma carne, espacio y momento de
encuentro humano del que surge un niño (María) aparece así como 'santa', es decir, como
revelación de Dios. Este dogma tiene un carácter genético y natal: el origen del hombre,
con todo lo que implica de fecundación y cuidado de la vida que se gesta, viene a
presentarse como revelación de Dios.
En este contexto, la santidad está expresada a la misma vinculación genética de los
padres (a su amor total) y, de un modo especial, al surgimiento personal del niño (en
este caso de la niña) que nace por cuidado y presencia especial de Dios. Este «dogma» es

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inclusivo, no excluyente: lo que se dice de María puede y debe afirmarse de cualquier vida
que nace. Toda historia humana es sagrada, presencia de Dios (es inmaculada, por utilizar
el lenguaje del dogma), pero no por algún tipo de racionalidad abstracta, sino «en
atención de los méritos de Cristo». Cada vida que nace es, según eso, una revelación del
misterio mesiánico, abierto a la promesa de la Vida que es Dios.
Este dogma es anti-helenista, pues va contra aquellos que, en línea de espiritualismo o
gnosis, suponen que «el mayor pecado del hombre es haber nacido» (Calderón de la
Barca) en un mundo dominado por la culpa, condenado a muerte. Este dogma ha sido y
sigue siendo causa de gran consuelo para muchísimos cristianos, que asumen como
propio este misterio del origen de María: lo que en ella ha sucedido no se puede
interpretar de una manera aislada, como simple excepción, sino que es garantía del valor
más hondo de la fecundidad humana, en clave familiar, social, cultural. Desde ese fondo,
sólo podemos hablar de Inmaculada Concepción si hablamos de Inmaculado nacimiento e
Inmaculada educación, pues ambas cosas van incluidas en el surgimiento personal
humano.
María es Inmaculada de manera receptiva, acogiendo la vida y cariño, la presencia y
palabra que le ofrece los padres, y es Inmaculada de manera activa, respondiendo de
forma personal al don de la vida que le ofrecen otros. De esta forma, la Inmaculada
Concepción es signo de providencia histórica de Dios, que se expresa a través de los
padres de María, a quienes la tradición ha concebido como plenitud de la historia israelita,
y como signo de providencia personal de María, que a lo largo de su vida ha respondido a
la gracia de su nacimiento.
Este es un dogma que se abre al conjunto de la historia humana, especialmente a la
israelita, situándola a la luz de la gracia de Dios, en un sentido carnal, muy concreto. La
santidad de Dios no se revela en un pensamiento o idea separada de la vida, sino en el
mismo origen carnal de la vida. De manera sorprendente, este argumento encaja, desde
una perspectiva confesional y religiosa, con los mejores argumentos de uno de los libros
antropológicos más significativos de los últimos años. Cf. J. HABERMAS, El futuro de la
naturaleza humana, Paidós, Barcelona 2002, 52, 81-82, que asume los argumentos básicos
de H. ARENDT, La condición humana, Paidós, Barcelona 1993, sobre el carácter genético y
natal del hombre.
2. Asunción en cuerpo y alma, el hombre ser mortal.
El hombre es un ser que nace «por gracia de Dios» y que parece morir por múltiples
razones (por condición biológica, por experiencia biográfica, quizá por algún tipo de
pecado...). Lo cierto es que sólo el hombre muere, pues él es el único que nace. Las

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restantes plantas y animales ni nacen ni mueren, pues forman parte de un continuo
biológico, sin identidad personal.
Cada hombre, en cambio, es auto-presencia, se identifica consigo mismo desde Dios, es
único en el mundo y en la historia. «Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el
conocimiento del Todo... Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo
nacimiento aumenta en una las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal». Así
comenzaba Rosenzweig su libro más inquietante y luminoso de antropología judía. Pues
bien, este morir puede entenderse como expresión del amor de Dios, como momento
culminante de una personal de encuentro con Dios y de apertura a los demás. Esto es lo
que han descubierto los cristianos en la Pascua de Jesús; eso es lo que la Iglesia ha
expandido y aplicado a María.
Rosenzweig supone que muchos filósofos y pensadores religiosos han querido engañar a
los hombres con la mentira piadosa de que ellos son inmortales, añadiendo que la muerte
es una pura apariencia. Pues bien, ese consuelo es mentiroso y se sitúa en la línea de la
evasión gnóstica o espiritualista. Ninguna respuesta compasiva puede aquietar a los
hombres, que nacen y mueren, ninguna teoría teórica puede convencerles. No hay más
respuesta que la fe en el Dios de la Vida, que se expresa en la propia entrega de la vida a
favor de los demás, es decir, en el camino y entrega de la muerte, no en contra de ella.
Sólo se puede superar el dolor de la muerte aceptándola. Esta es la fe que los judíos
siguen poniendo en manos del Dios en quien esperan, es la fe que los cristianos
descubrimos y proclamamos en la resurrección de Jesús quien, al morir por los demás, ha
desvelado y realizado por su pascua el gran don de la vida de Dios.
En esta línea se entiende el dogma de Asunción de María, que Pío XII definió en 1950,
poniendo de relieve la vinculación de la Madre con su Hijo Jesucristo, diciendo: que
«la Inmaculada Madre de Dios... cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta
en cuerpo y alma a la gloria celestial» (Denzinger-Hünermann 3903).
La vida en la tierra aparece así como un curso, una carrera, que se expresa en formas de
carne, de riesgo de muerte. Pues bien, cumplido ese curso vital, que había comenzado por
el nacimiento, María ha sido asumida (assumpta) a la gloria de Dios, que se identifica con
la misma Resurrección y Ascensión mesiánica de su Hijo Jesús. El dogma no dice cómo
murió María y algunos han podido afirmar que fue arrebatada directamente (sin haber
muerto en el sentido externo) a la Gloria del Cristo, como 1Tes 4, 17 supone para los
justos de la última generación. Sea ello como fuere, la iglesia sabe que María ha
culminado su camino, alcanzando la gloria mesiánica de Cristo, su Hijo, y abriendo un
camino para el conjunto de la humanidad, que está siendo elevada en carne a Dios.

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La antropología helenista, que ha sido dominante en la iglesia, ha venido afirmando que el
alma de los justos sube al cielo tras la muerte (porque ella es inmortal), pero que el
cuerpo tiene que esperar hasta la resurrección del fin de los tiempos.
En contra eso, situándose en un camino distinto de experiencia antropológica y
culminación pascual, este dogma afirma que María ha culminado su vida en Dios, por
medio de Jesús, en cuerpo y alma, es decir, como carne personal o, mejor dicho, como
persona histórica. De esa manera nos sitúa en el centro del misterio cristiano, vinculado a
la muerte y resurrección de Jesús.
Este dogma no niega la muerte, no dice que el alma sea inmortal por su naturaleza; no
escinde o separa a María del resto de los fieles, como si a ella se le hubiera ofrecido algo
que no se da a los otros, como si ella fuera la única que muere y sube (resucita) al acabar
el curso de su vida. Al contrario, este dogma abre para todos los creyentes una misma
experiencia pascual, asumiendo con Jesús la muerte. María aparece así como primera
cristiana completa, pues la vemos en Jesús y por Jesús como primera de los resucitados.
Estos dogmas (el de la Inmaculada y el de Asunción, uno en nivel de la natalidad, otro en
el nivel de la mortalidad) se vinculan entre sí, tranzado las líneas básicas de la
antropología cristiana, desde la perspectiva de María. Ellos sitúan en el centro de una
fuerte simbología teológica, que vincula el nacimiento al amor de Dios y la muerte al
despliegue de su Vida en Cristo, como Amor que se expresa en el mismo gesto de la
muerte donde culmina una vida que se ha desplegado al servicio de los demás.
En esa perspectiva ha de entenderse la tradición de la iglesia, que ha vinculado la
Asunción con la Coronación de María como reino del cielo y de la tierra. Evidentemente,
se trata de una imagen, pero es muy significativa: a través de su vida mesiánica, al
servicio del evangelio de Jesús, habiendo superado toda forma particular o egoísta de
búsqueda de sí, María ha sido recibida en el misterio de la Trinidad de manera que el
Padre y el Hijo unidos la coronan con el Espíritu Santo (que puede aparecer en forma de
paloma).
De esa manera su misma carne queda integrada en el misterio de Dios, pero no en
nombre propio, sino en nombre y como signo del conjunto de la historia humana. El
mismo Dios que se ha encarnado en Jesús recibe en su gloria la carne de la humanidad.
Por eso dirá el Vaticano II que ella no se puede separar de los creyentes, pues su camino
sigue siendo el camino de la Iglesia o, mejor dicho, de la humanidad entera, abierta hacia
Dios a través de una solidaridad de vida y muerte, de generación y solidaridad encarnada
(cf. Lumen Gentium, 63-65).

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Carece de sentido hablar de una Inmaculada o de una Asunción exclusivas de María,
pues ello iría en contra del gran principio de la unión de los creyentes en la carne. Los
artículos finales del de la confesión de fe (creo en la comunión de los santos y en la
resurrección de la carne) sólo pueden entenderse si es que ellos se vinculan entre sí, de
manera que se hable al mismo tiempo de una comunión de la carne inmaculada de la
historia (no un plano de ideas o principios generales), para superar así el pecado y la
injusticia de la tierra, y de una resurrección de los muertos, en la culminación de historia,
donde todo al final llegará a ser inmaculado.

3. Aceptar a la muerte y vencerla. Asunción de María


El “dogma” de la Asunción de María se inscribe dentro del misterio de la Resurrección de
Jesús, abierta a todos los creyentes, es decir, a todos aquellos que la aceptan. En la
conciencia de la Iglesia Católica, María, la madre de Jesús, ha sido la primera que ha
resucitado con él (no en sentido cronológico, sino en sentido humano).
En ese sentido, pienso que debemos hablar de la muerte y “asunción” (elevación o
plenificación) de los creyentes. De esa forma quiero retomar y culminar los temas en
torno a la Asunción de María.
Quiero retomar y culminar algunas cosas ya dichas anteriormente.
Sólo el hombre nace, sólo el hombre muere
Las restantes plantas y animales ni nacen ni mueren, sino que forman parte de un
continuo biológico, sin identidad personal.
Sólo el hombre nace, sólo el hombre muere… Así lo han destacado sobre todo los judíos,
el pueblo de María; ellos no han querido evadirse de la muerte, como han hecho otras
culturas. De esa forma, mirando cara a cara hacia la muerte, han aprendido y han sabido
que la muerte nos reduce a la suma soledad, pudiendo, al mismo tiempo, abrirnos a la
vida de los otros (por quienes morimos, con quienes morimos).
Si no muriéramos no dejaríamos sitio en el mundo para los que vienen. Si no muriéramos
haríamos imposible la vida de nuestros sucesores. Tenemos que morir para que otros
vivan, abriendo con nuestra vida y muerto un cuerpo en el que ellos pueden encarnarse y
seguir el camino de Dios.
La muerte nos da miedo, el miedo supremo
Pero sólo por la muerte podemos gozar de verdad y dar la vida a los demás.

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«Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo... Todo lo
mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta en una las
razones de la angustia, porque aumenta lo mortal».
Así comenzaba Rosenzweig su libro más inquietante y luminoso de antropología judía (La
Estrella de la Redención, Sígueme, Salamanca 1997 43-44).
En un sentido, ese saber sobre la muerte es maldición, como ha visto el relato del “pecado
ejemplar” de Adán/Eva, en Gen 2-3: “el día en que comas morirás…”. Pero, en otro
sentido, este morir (saber que se muere) puede y debe convertirse en bendición, en el
momento culminante del sí a la vida, a la vida de Dios, a la vida de los otros. Sólo los
hombres pueden morir por los demás; sólo los hombres pueden dar de verdad su vida,
abrir su cuerpo, para que otros vivan de su mismo cuerpo (como Jesús, como María).
Sólo porque sabemos que vamos a morir podemos vivir, arriesgarnos y amar de verdad a
los otros. Un hombre de este mundo, condenado a no morir, sería el mayor de los
monstruos, un ser angustioso y angustiante.
Morir es muy duro. Pero mucho más duro sería no morir.
Una vida para siempre sólo tiene sentido cuando cambien las condiciones de este mundo,
como ha querido Jesús, como han querido y quieren millones de personas, que esperan y
desean una resurrección. Sólo por la muerte (cuando damos la vida a los otros, como
Jesús en la cruz) puede haber resurrección (ascensión al cielo).
Así lo han descubierto los cristianos en la Pascua de Jesús, sabiendo que Jesús ha muerto
porque vivía, ha muerto para vivir (para que llegue el Reino), ha muerto para que otros
vivan. Así lo visto la iglesia, descubriendo que todos los creyentes (¡todos los pobres!)
mueren y resucitan y suben al cielo con Jesús, a un cielo de carne, de cuerpo y alma. Por
eso han podido aplicar esta experiencia a María, madre y hermana de todos, en Jesús.
Sólo aquel que acepta la muerte puede vivir en plenitud
Sólo aquel que acepta la muerte (y que es capaz de morir en amor y por amor) puede vivir
en plenitud, vive por siempre (como vemos en María).
El autor judío ya citado, Rosenzweig, supone que muchos filósofos y pensadores religiosos
han querido engañar a los hombres con una mentira piadosa, diciendo que son inmortales
y añadiendo que la muerte no es más que una apariencia. Pues bien, ese consuelo es
mentiroso y se sitúa en la línea de la evasión gnóstica o espiritualista.
Ninguna respuesta compasiva puede aquietar a los hombres, que nacen y mueren,
ninguna teoría teórica puede convencerles. Los hombres mueren ese el destino; mueren y

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no son felices… pero todavía serían más infelices si no pudieran morir. Los hombres
mueren, pero pueden descubrir en la muerte la mano de Dios y ofrecer su mano de amor
a todos, como ha hecho Jesús, como ha hecho María.
Morir en cristiano es dar la vida
En ese contexto se sitúa la respuesta de la fe, cuando afirma que el sentido de la vida está
en vivir para los demás… y que de esa forma la misma muerte, sin perder su bravura y
dureza y enigma (¡Dios mío, Dios míos! ¿por qué me has abandonado?), se convierte en
signo de solidaridad, en vida que se abre (como ha visto de un modo impresionante el
evangelio de Juan, al descubrir que del costado muerto de Jesús brota la vida, de manera
que la misma muerte es ya resurrección).
Pues bien, la Iglesia ha creído que María ha muerto como Jesús, dando la vida. Por eso la
venera en la muerte, como signo de Resurrección y de Ascensión (Asunción). Éste es el
contenido de la fe, de la fe en la carne resucitado y compartida.
Asunción de María
Morimos solos, pero morimos, al mismo tiempo, para todos y con todos. Morimos en
Dios, de manera que nuestra vida (nuestra carne) pueda hacerse vida y carne (cuerpo)
para los demás.
Ésta es la fe que los judíos siguen poniendo en manos del Dios en quien esperan, ésta es la
fe que los cristianos descubrimos y proclamamos en la resurrección de Jesús quien, al
morir por los demás, ha desvelado y realizado por su pascua el gran don de la vida de
Dios: se ha hecho “cuerpo mesiánico” para todos.
En esta línea se entiende el dogma de Asunción de María, que es mujer, madre de Jesús,
que “sube al cielo como mujer plena”, es decir, como persona en forma de mujer. Esta es
la fe que Pío XII definió en 1950, poniendo de relieve la vinculación de la Madre con su
Hijo Jesucristo, diciendo que
«La Inmaculada Madre de Dios...
cumplido el curso de su vida terrestre,
fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial»
(Denzinger-Hünermann 3903).
Este dogma se puede aplicar a miles y millones de cristianos (que creen en la
resurrección), pero también a los miles de millones que no creen, pero que viven, quizá
sin saber, en el interior de la Vida que es Dios.
El Papa dice que María ha culminado su camino, ha terminado (ha muerto), alcanzando la
gloria mesiánica de Cristo, su Hijo, viniendo a presentarse así como un signo para el

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conjunto de la humanidad, que también ha de ser elevada en carne (cuerpo y alma) a la
gloria de Dios, que es la justicia fraterna, que es la comunión de vida entre los hombre y
mujeres.
No hay para María inmortalidad del alma, sino resurrección total, de la persona, es decir,
despliegue y plenitud del cuerpo mesiánica del que María forma parte, como supo la
iglesia primitiva.
Pero lo que el Papa dice de María puede y debe decirse con ella de todos los que mueren
en amor, en la vida de Dios, del Dios que les recibe en su Vida.
Un curso, una carrera: en cuerpo y alma.
El Papa dice que “transcurrido el curso” de la vida de María, ella ha culminado su “carrera”
en Dios. Ha sido una carrera hacia la muerte, en comunión con los demás, a través de
Cristo, su hijo, y de todos sus restantes hijos y hermanos (cf. Mc 3, 31-35). Pues bien,
cumplido ese curso vital, que había comenzado por el nacimiento, María ha sido asumida
(assumpta) a la gloria de Dios, que se identifica con la misma Resurrección y Ascensión
mesiánica de su Hijo Jesús, que se expresa y expande en el camino de la Iglesia.
Un tipo de antropología helenista, dominante en la iglesia, ha venido afirmando que el
alma de los justos sube al cielo tras la muerte (porque ella es inmortal), pero que el
cuerpo tiene que esperar hasta la resurrección del fin de los tiempos. En contra eso,
situándose en un camino distinto de experiencia antropológica y de culminación pascual,
este dogma afirma que María ha culminado su vida en Dios, por medio de Jesús, en
cuerpo y alma, es decir, como carne personal o, mejor dicho, como persona histórica, en
comunión con las demás personas que han estado y siguen estando implicadas en su vida.
Este dogma nos sitúa en el centro del misterio cristiano,
vinculado a la muerte y resurrección de Jesús, vinculado al “cuerpo y alma” de los
hombres y mujeres, de todos los que de un modo o de otro, quizá sin saberlo, están
unidos a Jesús.
Como he dicho, este dogma no niega la muerte, no dice que el alma sea inmortal por su
naturaleza; no escinde o separa a María del resto de los fieles, como si a ella se le hubiera
ofrecido algo que no se da a los otros, como si ella fuera la única que muere y sube
(resucita) al acabar el curso de su vida.
Al contrario, este dogma abre para todos los creyentes una misma experiencia pascual,
asumiendo con Jesús la muerte. María aparece así como primera cristiana completa, pues
la vemos en Jesús y por Jesús como primera de los resucitados.

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María Reina
La tradición de la iglesia ha vinculado la Asunción con la Coronación de María como reina
del cielo y de la tierra. Ella es Reina de tal forma que todos somos con ella (por Jesús) los
reyes. Evidentemente, se trata de una imagen, pero es muy significativa: a través de su
vida mesiánica, al servicio del evangelio de Jesús, habiendo superado toda forma
particular o egoísta de búsqueda de sí, María ha sido recibida en el misterio de la Trinidad
de manera que el Padre y el Hijo unidos la coronan con el Espíritu Santo (que puede
aparecer en forma de paloma).
De esa manera su misma carne queda integrada en el misterio de Dios, pero no en
nombre propio, de un modo exclusivo, sino en nombre y del conjunto de la historia
humana.
Dios, humanidad suprema
El mismo Dios que se ha encarnado en Jesús recibe en su gloria la carne de su humanidad
(su gran cuerpo mesiánico), empezando por la carne de María, su madre. Por eso dirá el
Vaticano II que ella no se puede separar de los creyentes, pues su camino sigue siendo el
camino de la Iglesia o, mejor dicho, de la humanidad entera, abierta hacia Dios a través de
una solidaridad de vida y muerte, de generación y solidaridad encarnada (cf. Lumen
Gentium, 63-65).
Carece de sentido hablar de una Asunción exclusiva de María, pues ello iría en contra del
gran principio de la unión de los creyentes en la carne. Los artículos finales de la confesión
de fe (creo en la comunión de los santos y en la resurrección de la carne) sólo pueden
entenderse si es que ellos se vinculan entre sí, de manera que se hable al mismo tiempo
de una comunión de la carne de la historia (no un plano de ideas o principios generales),
para superar así el pecado y la injusticia de la tierra, y de una resurrección de los muertos,
en la culminación de historia.

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