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Homilía Juan 20,1-9

“Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo


pusieron”
Es fácil acercarnos al Evangelio de hoy, pues conocemos que Jesús
ha resucitado de entre los muertos, y la fe de la Iglesia nos ha
enseñado las consecuencias de ese gran misterio; sin embargo, para
los personajes del Evangelio no fue tan fácil asimilar esa realidad:
Cristo ha resucitado. Ellos partieron desde la incertidumbre de ver
que Aquél en quien habían depositado sus esperanzas había muerto
como el peor de los malhechores y que ahora su cadáver no aparece.
La primera que aparece en escena es la Magdalena, la mujer que
había sentido la redención plena de Dios a través de Jesús, pues el
enorme mal simbolizado en el número siete, ha sido expulsado de
su vida (Cfr. Lc 8,2). Esta piadosa mujer llega hasta el sepulcro
todavía en la oscuridad y como a la amada del Cantar de los
Cantares le toca exclamar: “Yo misma abrí a mi amado, pero mi
amado se había ido ya. ¡La vida se me fue detrás de él! Lo busqué
y no lo encontré, lo llamé y no me respondió” (Cant 5,6). En la
oscuridad le toca regresar y contar lo que ha visto: “se han llevado
del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo pusieron”.
No debe pasar desapercibido un detalle del texto: María, la
Magdalena, llega en la oscuridad. Esta oscuridad no debe ser
considerada sólo en sentido físico, sino que, a la luz de los demás
textos del Evangelio, debe leerse como una condición espiritual,
pues para el evangelista la noche hace relación a la ausencia de fe:
Nicodemo (3,2), Los discípulos cuando Jesús camina sobre las aguas
(6,17) o Judas en la última cena (13,30), todos estos relatos
suceden en la noche y hablan de la falta de fe de los personajes.
No es distinta la situación de los otros dos personajes: Pedro y el
discípulo a quien Jesús tanto amaba. Ambos corren hacia una tumba
vacía, partiendo a la hora de las tinieblas. Ambos empiezan a correr
juntos, mientras la Magdalena permanece quieta en la escena,
incluso desaparece por unos instantes. El hecho de que los
discípulos corran y se pongan en movimiento ya habla del cariño
que le tenían al Maestro, pues el correr estaba mal visto para los
judíos, pero además indica que en su experiencia de fe hay un
movimiento, que aunque pequeño, siempre será suficiente para
encontrarse con el resucitado. Ellos empiezan a correr en la
dirección opuesta de la cual corría María, pues se dirigen de nuevo
hacia la tumba, dejando atrás la oscuridad.
El primero en llegar al sepulcro es el discípulo amado que, a pesar
de su prisa por conocer lo que había sucedido con el Maestro que
amaba, espera a la entrada observando sólo de reojo, pues sabe
que debe esperar a Pedro, pues es a Él a quien Cristo ha nombrado
Roca (Jn 1,42). Para nuestra vida de fe este detalle es importante,
pues muchos de nuestros movimientos eclesiales empiezan con un
amor enorme al Señor, al Resucitado, pero luego algunos empiezan
a olvidar la “Roca”, empiezan a caminar solos, a reunirse aparte, a
sentirse los predilectos y a pensar que la autoridad sofoca al
Espíritu… tristemente, muchos terminan convertidos en garajes y
olvidan al Resucitado, presente su Iglesia y en la Eucaristía,
cambiándolo por ruidos y gritos que poco gozan de la presencia real
del Señor.
Al ingresar al sepulcro, poca es la diferencia entre la fe de Pedro y
la de la Magdalena, sólo comprueba que las vendas están regadas
y el sudario doblado, pero para su vida de creyente, poco aporta
esta escena, sigue en la oscuridad. Por el contrario, los ojos del
discípulo amado ven mucho más allá de las vendas y el sudario, ya
algo toca a su corazón, una esperanza se enciende en su interior:
ve la luz de la resurrección.
Hace dos domingos escuchábamos el relato de la resurrección de
Lázaro. Él obedecía a la voz del Maestro: “Lázaro, sal afuera” (Jn
11,43), pero su vida seguía atada a las vendas y era necesaria la
ayuda de los conocidos para poder caminar (Cfr. Jn 11,44). Hoy el
discípulo amado descubre que a Cristo ya no lo atan las vendas de
la muerte, que el Padre lo ha resucitado y que la muerte ya no tiene
poder sobre Él; ahora Cristo puede caminar libre por nuestra
historia, los signos externos lo dicen: la tumba vacía, la mortaja
vacía, el sudario doblado; la muerte ha sido derrotada. El hecho de
encontrar el sudario doblado es un signo claro de resurrección y no
de un simple ocultamiento de un cadáver ¿Qué ladrón que quiera
hacer parecer que ocurrió una resurrección se da a la tarea de doblar
una tela, cuando sabe que puede ser descubierto por los que hacían
guardia a la entrada del sepulcro (Cfr. Mt 27,62-66)?
De la oscuridad de la Magdalena, pasando por la incertidumbre de
Pedro, hemos llegado a la luz de la fe en el Resucitado por parte del
discípulo amado. Nada en ellos era distinto en el inicio de la escena,
pero el amor ha elevado los ojos del discípulo amado a la altura de
Dios y lo ha llevado a descubrir que no se han llevado del sepulcro
al Señor, SINO QUE DIOS LO HA RESUCITADO, y no hay que
encontrarlo, porque Él vive y siempre viene a nuestro encuentro.
Hoy la Iglesia nos hace un regalo, pues nosotros no hemos llegado
para encontrar dónde han puesto el cuerpo del Señor, ni hemos
partido de la oscuridad de no saber si se han llevado al Maestro… La
Iglesia nos ha obsequiado la fe del discípulo amado en la
resurrección, y nos ha enseñado que la muerte ya no tiene poder
sobre nosotros, pues los que hemos sido sumergidos en la muerte
de Cristo, por el bautismo, nos hemos levantado con Él en su
resurrección (Rom 6,5). La Iglesia nos ha enseñado a mirar la
historia con los ojos de Dios, con la luz de la fe.
El evangelio de hoy terminaba con un comentario significativo: los
discípulos todavía no entendían lo que dice la Escritura: que Jesús
debía resucitar de entre los muertos. Lo que todavía faltaba por
conocer, incluso al discípulo amado, la Iglesia nos lo ha enseñado:
la riqueza inagotable de la Escritura, capaz de dar sentido a la
historia y de elevar los ojos y el corazón a la altura de Dios. Aunque
no podamos entrar al sepulcro y ver las vendas o el sudario, sí
podemos adentrarnos en la riqueza inagotable de la Palabra y con
Ella, conocer el interior del corazón de Dios. (Hoy, nuestra Diócesis
centenaria, nos invita a pasar a esa luz a través de los Pequeños
Grupos de Familia-La Iglesia en la casa, y nuestro municipio vivirá
un tiempo especial de encuentro con el resucitado en la gran misión
Diocesana que se realizará en Caucasia del 23 al 28 de julio, un
nuevo caminar del Resucitado por nuestra realidad. Que estos
espacios sean de verdad, momentos de encuentro con el Señor).
Que hoy todos, junto con el discípulo amado, con María Magdalena
y con toda la Iglesia experimentemos el gozo del Resucitado
presente en su Iglesia, en los sacramentos y en la Palabra de Dios;
que los ojos de la fe nos eleven a la altura de Dios y nos conduzcan
la mirada a los bienes de allá arriba donde está Cristo (Cfr. Col 3,1-
4) y que nuestro corazón cante con certeza y fe: “¿Qué has visto de
camino, cristiano, en la mañana? A mi Señor glorioso, la tumba
abandonada… ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!”. Amén.

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