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Ella llegó con algo que era una mezcla de bronca y tristeza.

Hablando por teléfono por


supuesto, con una amiga. La misma que la había salvado con sus mensajes de ataque
de ansiedad de la cara de idiota que iba a poner frente al beso parco y urgente de él
cuando se fue como huyendo. Se concentra en la historia de la amiga, la aconseja a
conciencia mientras va a comprar tabaco. Querría hablar de ella misma y entender qué
es lo que le pasa, pero siente que el momento no es ahora, que mejor escuchar. Se
sienta donde siempre al lado de la ventana vestida igual que salió del trabajo, igual que
mientras estaba con él. Mientras habla con la amiga se arma un cigarro y le pregunta si
ella está haciendo lo mismo, para que le conteste que sí y entonces sentirse menos
culpable por el que considera un estúpido acto. Sigue oyendo, y opinando desde la
propia rabia o angustia. Que se prendan todos fuego. Le anuncia a la amiga que se va a
armar otro cigarrillo inmediatamente termine este, así la otra la salva diciendo que va
a hacer lo mismo, y sucede. Finalmente le toca su turno de hacer catarsis y
contrariamente a lo que ella cree (y tal vez en realidad lo que piensa que hace, pero
no) da sucintas explicaciones de lo que pasó en el parque, sus opiniones y el sintético
chau de él. De nuevo rabia. Se agota, como pocas veces, de darle vueltas a lo mismo.
Empieza a deambular y mientras habla piensa que podría limpiar la casa, porque es un
caos desde que volvió de viaje, pero decide que mejor bañarse, porque aquel
encuentro en el parque la dejó helada en la piel y en los huesos. Le anuncia a la amiga
que se va a bañar, se despiden y cortan, y mientras enciende la ducha piensa que no va
a fumar otro cigarrillo porque ya se bañó. Inmediatamente deja el teléfono y lo vuelve
a agarrar para mandarle un mensaje a él pidiéndole disculpas por opinar, cuando ese
no es su lugar, que no le quiso hacer mal, cosa que en realidad escribe para recibir el
“no pasa nada” y poder contestar “si pasa, soy una imbécil” pero de alguna manera
más solapada, y deja el teléfono de nuevo. Se sorprende cuando suena, y más cuando
ve que es él, se le acelera un poco el pulso y lo atiende desde adentro de la ducha.
Hablan un rato, se corta la comunicación un par de veces. No discuten. Nunca
discuten, no hay nada que discutir… Sólo aceptar la propia debilidad de recaer en el
patético papel del ‘vení que te atajo’ como si eso la beneficiara a ella, como si la
hiciera más buena para él. No discuten, pero se sacan chispas con las palabras no
dichas, las frases tangentes, cosa que la indigna y lo desafía a que le hable con las
palabras que tiene que hablar. Anuncia él que no va a salir nada bueno de esa
conversación, ella está de acuerdo, cuando las cosas son así es mejor seguir
enjuagándose el pelo para no caer en frases que mejor no decir. Cortan. Igual se siente
imbécil. Imbécil por dejar traspasar sus muros, los que conoce muy bien, porque ella
los levanta, ella los inventa, ella los pone. Imbécil porque no siente ganas de llorar, ni
siquiera puede enojarse con él, más bien siente ganas de cuidarlo, de resguardarlo,
como si eso la beneficiara a ella, como si eso la hiciera más buena para él.

Se incorpora y se lava el cuerpo con esa mezcla de angustia y rabia y frustración que le
produce conocerse y sentir que no se respeta, pero que a la vez se es fiel porque hace
lo que siente. Empieza entonces a disertar en voz alta todo lo que le diría si le saliera
de adentro el fuego que siempre supo salirle cuando alguien la ofende en su orgullo, lo
detesta, le dice que no puede hacerse tan el estúpido porque ella sabe que el lo sabe,
que es un jugador, que sí que le puede leer la jugada de antemano pero igual lo deja
hacer, que no se haga el que no la percibe o que no entiende. Piensa que cuando salga
puede leer algo que la tranquilice o la cure o tal vez puede escribir. Eso. Escribir le
haría bien. Pero no, porque tiene que comer y limpiar, últimamente no cocina ni come
mucho.. a veces eso la alarma. Sigue pensando que hacer primero y la llama el padre y
sale de la ducha ya teléfono en mano, como odia ese hábito también, odia el teléfono
y la mugre que hay en su casa. Corta la comunicación y piensa en que tiene hambre y
va a cocinar, pero a diferencia de eso se va a la cama con la toalla en la cabeza y
desnuda y abre la computadora para ver precios de lo que le robaron de la valija en el
viaje. Recibe un mensaje de su hermana donde dice que le robaron a la madre. La
llama y no atiende, la vuelve a llamar, la atiende y le cuenta. Corta. Llama a la otra
hermana y le pide el contacto de la amiga de la madre para ver cómo está y si necesita
algo, pero no se puede comunicar. Se desinteresa y sigue con la computadora,
mirando fotos viejas, ya perdió el interés por los precios. De repente se acuerda del
cuento y lo busca para leerlo, le entusiasma el plan de comer y leer el cuento y no
dormirse tan tarde, así que se levanta pensando que no puede ser la mugre que hay y
pone a cocinar unos fideos mientras cavila que ella quiere a veces también que cuando
llega del trabajo alguien le cocine, y haya hecho las compras y haya limpiado esa puta
casa, que ella se lo merece también. Mientras la llama la madre desde otro teléfono. A
la par del relato del robo pone un lavado y hace una salsa medio improvisada porque
después del viaje no tiene nada en la heladera y mucho menos algo que no esté
podrido.

Termina de cocinar mientras habla y lava los platos, muerde un fideo y se quema. Se
distrae y empieza a armar la cama y ordenar ropa mientras corta con la madre. Se da
cuenta de que se le enfrían los fideos y los agarra, junto con la copa de vino que se
sirvió y se va a la cama con la computadora en las rodillas. Empieza a leer y se olvida de
comer, empieza a comer y se olvida de leer. Termina de comer a una velocidad muy
alta y se empieza a sentir mal. Como siempre, piensa. Come rápido. Ya no tiene ganas
del plan de comer, le parece que no la llena. Sigue leyendo. De pronto lee una palabra
que no conoce, vermicida, y la busca en el diccionario. Se distrae y deja de leer, y
empieza de nuevo a mirar fotos viejas en la computadora. Se da cuenta que va a tener
que leer el cuento desde el principio de nuevo porque esas estupideces que hace le
hacen perderse las cosas y a ella no le gusta leer así, entonces vuelve al cuento y
empieza de nuevo, leyendo, sintiendo cada una de las palabras. Se distrae leyendo, se
mete de lleno en la historia. En un momento se acuerda de lo que él dijo y entonces la
atrapa la sensación de que ya pasó esa frase por alto. Esa frase que él dijo que cuando
la leyera la iba a reconocer, porque esa frase era ella misma. La asalta un sentimiento
aterrador: no puede tal vez reconocerse ella misma. Y eso la desespera, porque
entonces está leyendo eso que el dijo que debía leer, pero no está encontrando la
frase que la hace ser ella para él, y empieza a entender que tal vez ella se ve a ella
como no la ve el, o capaz sea al revés y el la ve a ella como ella no se ve, y el
desconcierto se apodera de todo y entonces el miedo de no encontrar la frase también
llega.. y se da cuenta de su propia imbecilidad, como al principio, porque entonces
estás hablando de sólo una frase, de encontrarla y reconocerlo a él, como si eso la
beneficiara a ella, como si eso la hiciera más buena para él.

Pierde la paciencia. Va a tener que volver a empezar el cuento. O mejor no, no lo va a


terminar, porque evidentemente no es el momento, porque cómo cuernos se va a
reconocer en una frase de otro si ni siquiera se reconoce ella misma, actuando así,
sintiendo desde el corazón que no le sale actuar de otra manera. Decide escribir. Abre
una hoja en blanco y antes de empezar se arma un cigarrillo, se cambia de lugar al lado
de la ventana y acerca la copa de vino. A la mierda la promesa de los cigarrillos. Lo
enciende y empieza a escribir. Se da cuenta que no quiere fumar cerca de la
computadora y lo deja, y sigue escribiendo y alternativamente fumando. Le encanta
tener el cigarrillo mientras escribe, se siente como Truman Capote, cuando en verdad
le da vergüenza ese mismo sentimiento tan infantil. No de gustarse fumando y
escribiendo al lado de una copa de vino, sino de creerse que de tanto que le gusta tal
vez podría escribir como Truman Capote. Qué imbécil.

Punto y seguido, punto y seguido, ella, ella, ella, la maldita tercera persona, las
repeticiones inconscientes. Se da cuenta que está escribiendo como la autora del
cuento y se odia por eso, porque se le escapa la originalidad, pero a la vez le gusta el
efecto, pero ella usa más comas y no puede no usar más comas porque si no siente
que no puede respirar cuando relee lo que escribió, y porque además sería el colmo
del plagio, y porque además ya decidió que mañana le va a dar el texto a él y él seguro
se va a dar cuenta porque no es imbécil, o tal vez si lo es, pero de cualquier manera el
plagio le da vergüenza.

Sigue escribiendo. Se prende un segundo cigarrillo mientras escribe “a la mierda la


promesa de los cigarrillos”. Qué ironía, piensa, y sigue escribiendo, mientras la letra de
una canción le loopea en la cabeza y se acuerda de lo que dijo él de los loops y la
ansiedad y entonces cae en la cuenta que en este momento ella más que Truman
Capote es la viva imagen de la ansiedad, con un cigarrillo, escribiendo a toda velocidad
y con el cuello en un ángulo extraño. Escribe a toda velocidad como para alcanzarse a
ella misma escribiendo, como para poder relatar en tiempo real lo que está pensando,
como para hacer una metaescritura.

Y entonces interrumpe porque siente que se alcanzó. Fuma un poco más y relaja el
cuello. Y se da cuenta que no está enojada ni angustiada, y que mañana como todos
los días se va a inventar de nuevo mientras va en la bicicleta escuchando el tema que
se levanta cantando, mientras se acuerda que tiene que inflarle las ruedas. Y que va a
llegar al trabajo con una sonrisa, o tal vez no, pero reinventada y con la rueda inflada.
O a lo mejor no, porque le molesta desviarse para inflar la rueda, capaz lo haga al
mediodía. Y seguramente le de el texto a él, porque se siente estúpidamente contenta
de haber escrito y entonces piensa que para ella sería un halago que alguien le escriba
algo, lo que sea, aunque sea un vómito de ansiedad en forma de broma cruel de
Clarice Lispector.

Y entonces termina, y se va a leer el cuento, a ver si encuentra la frase, como si eso la


beneficiara a ella, como si eso la hiciera más buena para él.

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