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El mejor escritor de mi generación

Por: Marco Avilés

Un escritor joven me contó en un correo que aspira seriamente a ser el mejor de


su generación. La promesa daba miedo. La industria editorial etiqueta a los
autores como a juguetes de supermercado:

El mejor escritor de su generación

La mejor escritora latinoamericana

El escritor más maldito

La escritora más secreta

La literatura vista así parece una competencia de espermatozoides donde todos


queremos llegar a las mismas metas; o acaso el torneo de fútbol donde los
autores nos disputamos el botín de oro. Los premios y festivales literarios alientan
ese mito del “mejor escritor”, y la idea de que la literatura es un Olimpo donde solo
se mueven los dioses que ganaron el Nobel y los semidioses que aspiran a él. El
Olimpo es real, es decir, una metáfora del elitismo de la industria: los “mejores
escritores” solo alternan con quienes han hecho méritos suficientes para estar con
ellos. En cuanto ganan un laurel, muchos autores se elevan como ángeles por los
aires. Y pierden contacto con la tierra. Perdemos. Eso quiero decir.

Qué aburrido, ¿no? La literatura no siempre parece un terreno libre para explorar
distintos territorios reales o imaginarios, sino un campeonato donde los escritores
peleamos unos con otros para obtener etiquetas de edición limitada. A la industria
le encantan las etiquetas. Poner “el mejor de su generación” en la biografía del
autor, vende. Poner “ganador del premio” en la funda del libro, vende. Para vender
más tienes que haber hecho más, no solo en la escritura, sino fuera de ella.
Ejemplos para dummies: 1) Enviar tu libro a un concurso y ganarlo. 2) Tener la
suerte de que un agente quiera representarte. 3) Tener el privilegio de que tu
mejor amigo sea ahora ese editor importante. 4) Cenar con los “mejores” y tomarte
un selfie para que su luz te irradie. Nada de esto es literatura pero así funciona
la literatura. El que no juega con esas reglas pierde o se pierde. Y el que ni
siquiera sabe que esas reglas existen, pobre, a ese tenemos que despertarlo.
Por más grande que parezca, la industria editorial es una fiesta bien pequeña.
Pueden existir decenas de escritores buenísimos e inéditos ahora mismo, pero el
sistema solo tiene espacio para descubrir y promover a unas pocas “estrellas” al
mismo tiempo. No saberlo es frustrante cuando eres joven. Que no te consideren
uno de los “mejores escritores” de tu aldea equivale a portar la etiqueta del fracaso
o del autor al que no lee nadie. Pero es mentira. La literatura siempre bulle fuerte
fuera del Olimpo y el Olimpo lo olvida.

¿Qué podemos responderle a ese chico? ¿Qué significa ser “el mejor” en
literatura? ¿Que te lo diga tu editorial? ¿Que te inviten a ese festival? ¿Que te
celebren en la portada de la revista? ¿Que mucha gente te lo comente o que te lo
comenten más que a tus colegas? ¿Que cuando mueras tus libros se sigan
imprimiendo mientras que los de tus colegas no? Ser “el mejor” implica cierto
egoísmo infantil. Yo sí. Tú no. El bichito capitalista.

Hay algo triste en la ilusión de querer ser mejor que otros, en una disciplina como
la literatura, donde la pelea central es con uno mismo. Escribir es explorar es
perderse es adentrarse es iluminar es quedar ciego es recuperar la visión y
eventualmente salir de vuelta al mundo con algo que mostrar. Unos suben
montañas. Otros se van al mar. Otros se quedan en casa mirándose el ombligo.
La exploración es literal y también una metáfora del ejercicio mental de fatigar tu
propia imaginación. De exprimir tu propio talento, como dice Valdano, el
exfutbolista reencarnado en gurú multiusos. Cada escritor es un explorador único
e irremplazable de su propia imaginación. En la literatura, como en la naturaleza,
la diversidad de voces es una señal de salud del ecosistema. Y la falta de ella (de
mujeres, de cholos y más), un indicador de problemitas sociales serios.
Querer ser “el mejor” en este oficio es emprender la batalla equivocada. Sirve para
ganar premios, quizá para vender más libros ahorita, pero ese tipo de “éxito”
efímero exige demasiado a cambio. Los premios te integran a las élites de los
premiados, al Olimpo de los “mejorcitos”, una fantasía que puede distanciarte de
tus colegas jóvenes y menos privilegiados, de aquellos que pelean con menos
armas en terrenos más adversos. O a quienes la literatura marca con etiquetas
que parecen tatuajes carcelarios: “literatura femenina”, “escritor de provincias”,
“escritor amazónico”, “escritor de color”. Cuando estás clasificado en cualquiera de
estos “subestándares”, para comenzar, no siempre vas a aspirar a que el sistema
te considere el “mejor”. Que te traten como a escritor ya es un logro. Ni más ni
menos que eso.

Los escritores actuamos como pensadores libres y democráticos y criticamos aquí


y allá las cosas criticables de la vida. Sin embargo, si traemos nuestra mirada
afilada más cerca de casa, nos daremos cuenta de que formamos parte de un
gremio bien piramidal, discriminador y elitista. Muchas escritoras de Colombia y el
Perú han explicado cómo funciona la marginación contra su género. Y es
espantoso porque, entre otras cosas, ni es algo nuevo ni le ocurre solo a ellas. La
discriminación en la literatura es similar a la que existe en la sociedad porque se
origina en ella: reina el macho-blanco-urbano-novelista, donde la novela es el
Everest, y el novelista es el emprendedor romántico que ha llegado a la cima. La
industria editorial glorifica la narrativa del individualismo en las biografías de los
autores. Todo aquel o aquella que se distancia del eje de privilegio (macho-blanco-
urbano-novelista) sufre más para lograr lo mismo. La crónica, por ejemplo, es el
género cholo de la literatura. Es mestiza. Ornitorrinca. Pero hay quienes aún
dudan de que sea literatura.
Los escritores latinoamericanos no tenemos espacios reales para estrechar lazos
entre nosotros, de manera horizontal, y discutir de estos temas. Lo hacemos en
los festivales, cuya agenda y protagonistas los arma la industria, o en Facebook,
donde más que conversación, reina la guerra civil. En esa plataforma inútil para el
diálogo, los autores terminamos sospechando unos de otros y, al final, nos
enemistamos todos. Ojalá tuviéramos más voluntad, espacios y armas para
apoyarnos mutuamente, ¿no? Y que, como resultado de este trabajo, en las
vitrinas donde se muestra la literatura, se exhibiese una mayor diversidad. Más
mujeres. Más cholos. Más negros. Más indígenas. Más cronistas. Más poetas.
Más de lo que no conocemos o de lo que conocemos mal. ¿No trata también de
eso la literatura?

Quizá la respuesta a ese chibolo escritor podría ser: No busques ser el mejor. Sé
único. Y ayuda a que otros lo sean.

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