You are on page 1of 309

colección contra

corriente
una ventana
Rostro y filosofía
de Nuestra
América
Fecha de catalogación:

Una ventana ediciones

Aráoz 577 4º13 (1414) CABA


www.unaventanaediciones.wordpress.com
unaventanaediciones@gmail.com

Diseño de Cubierta y de interiores: Sebastián Bruzzese


Celeste Plaza

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723


Impreso en Argentina
Rostro y filosofía de
Nuestra América
edición corregida y aumentada

Arturo Andrés Roig


A Ramón Plaza, compañero de ilusisones que nos
dejó una estrella encendida en este atribulado cielo
8
INDICE

Preeliminar. De la conciencia para sí a la solidaridad latinoamericana: re-


flexiones sobre el pensamiento teórico de Arturo Andrés Roig // 13
Ofelia Schutte

I- Entre la civilización y la barbarie

1- Civilización y barbarie. Algunas consideraciones para su


tratamiento fi-losófico.// 27

2- El “discurso civilizatorio” en Sarmiento y Alberdi.// 35

3- Eticidad, conflictividad y categorías sociales en Juan Montalvo// 49

4- Negatividad y positividad de la “barbarie” en la tradición


intelectual argentina.// 71

II- Una filosofía para la liberación

5- De la “exétasis” platónica a la teoría crítica de las idelogías. Para


una eva-luación de la filosofía argentina de los años crueles.// 103

6- ¿Qué hacer con los relatos, la mañana, la sospecha y la


historia? Respues-tas a los posmodernos.// 113

7- La cuestión del modelo del filosofar en la llamada filosofía


latinoameri-cana.// 141
9
8- Eugenio Espejo y los comienzos y recomienzos de un
filosofar latino-americano.// 181

9- Figuras y símbolos de nuestra América.// 201

III- Paz, sujetividad y neoliberalismo

10- La paz nace de la paz como la paloma de la paloma.// 213

11- La filosofía de nuestra América y el problema del sujeto


del filoso-far.// 235

12- Neoliberalismo y nuestra filosofía// 247

IV- Diálogos

13- La ética del poder y la moralidad de la protesta. Diálogo


con Ramón Plaza, Buenos Aires, 1991// 275

14- Posiciones dentro de un filosofar. Diálogo con Raúl


Fornet Betan-court, Frankfurt, 1991.// 283

• 10 •
Preelimina
r

• 11

2. El “discurso civilizatorio” en Sarmiento y
Alberdi

Preliminar metodológico
Se ha señalado con insistencia el espíritu altamente “constructivista” que se respira
en los escritos de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) y Juan Bautista
Alberdi (1810-1884) y se ha dicho pensando en ambos, con justa razón, como
“constructores” de la nacionalidad argentina. Mucho se ha discu-tido, además, y a
veces de modo apasionado, acerca de la legitimidad y espíritu justiciero de las
posiciones adoptadas por ambos, como asimismo del acierto de sus propuestas y
sobre todo, de su parcialidad en relación con determi-nados sectores de la
población rioplatense que integraba el antiguo campesi-nado, como asimismo su
desprecio por las etnias indígenas. Es probable que hayamos ya alcanzado la
distancia que requiere un estudio en el que una posi-ción crítica permita al lector
contemporáneo avanzar hacia aspectos que antes no fueron vistos. Por de pronto
tendríamos a nuestro favor el hecho de que la Argentina que ellos propiamente
“construyeron”, es la que posiblemente se cerró en 1930 y que ahora los estamos
mirando desde otros horizontes histó-ricos. Tenemos, asimismo, otra ventaja, el
innegable avance de nuevas técni-cas de interpretación que ha generado pautas
hermenéuticas fecundas y hasta inéditas. Pues bien, es pretensión nuestra
colocarnos justamente en un plano que por obvio no fue visto antes y que ha
comenzado a interesar vivamente. Me refiero en concreto al problema que ofrecen
las formas discursivas en es-critores del siglo XIX dentro del cual descuellan, sin
duda, Alberdi y, muy particularmente, Sarmiento(1). En efecto, si ellos
“construyeron” en el plano civil, también lo hicieron en el nivel discursivo. Y éste es
un riquísimo espejo en el que podemos, si contamos con las herramientas
apropiadas, reencon-trarnos con el universo discursivo epocal, en la medida en
que todo texto en-cierra de modo directo o velado el mundo de las voces sobre el
cual el escritor enunció su propia voz. Y este fenómeno toma fuerza, por cierto, en
aquellos
• 35 •
escritos en los que una particular densidad los hace más ricos que otros y una
cierta fuerza interna nos permite entrever el mundo conflictual que expresan.
No podemos olvidar, además, que en ese juego intrincado, de voces se han
ido acumulando las de los sucesivos lectores con sus particulares lecturas,
con lo que tendremos una idea de la incuestionable riqueza que nos posibilita
este tipo de acercamiento que, por lo demás, no pretende ser exclusivo.
Podríamos decir que se trata de reconstruir una larga y densa historia de
mediaciones, tomando una realidad, la textual, como punto de partida.

Pues bien, ese mundo de voces posee una estructura que está dada por un
régimen categorial. Desentrañar el modo cómo las categorías dan sentido a
un texto, en cuanto son verdaderos “epítomes semánticos”, es tarea compleja
pero siempre fructífera. Y lo es debido a que justamente sobre ellas se apoya
aquel espíritu “constructivista” que mencionábamos. El hombre de acción
-pues de este tipo humano se trata- crea, por cierto en fuerte dependencia
respecto de su propia época, los ejes discursivos sobre los cuales construye,
pensando en la realidad contextual, su propio universo textual.

El gran programa que se propuso la Generación argentina de 1837, a la


que pertenecen hombres como Alberdi y Sarmiento, fue tal como ellos
mismos lo denominaron, el de la “Civilización”. Su mensaje se expresó a
través de lo que puede llamarse “discurso civilizatorio”. Esto nos pone
fácilmente sobre aque-lla estructura que mencionábamos en cuanto son
dos ejes los que atraviesan constantemente la textualidad en ambos y son
expresión de la conflictividad sobre la cual se organizaba el proyecto. La
“civilización” con su solo enunciado suponía su contrario, la “barbarie”.

Teniendo en cuenta los principios enunciados intentaremos, de alguna manera y de


modo apretado, un estudio comparativo entre estos dos grandes intelectuales
argentinos del siglo XIX, enfrentados en vivas polémicas des-de muy temprano y
que llenan significativamente toda una época de nuestra historia. El enfrentamiento
que hemos mencionado nos ayudará a descubrir aspectos de la construcción de
las categorías sociales, de modo particular las de “civilización” y “barbarie”, que de
otro modo, tal vez, no serían fácilmente visibles. Claro está que las obras sobre las
que pretendemos trabajar para este intento comparativo no nos muestran un
mismo nivel. En el caso de Sarmien-to, el Facundo resulta de una riqueza
sobreabundante, a tal extremo que con herramientas metodológicas adecuadas
casi no necesitamos salir de él para ex-plicarlo. Es, por lo demás, el Facundo un
libro que de por sí fue una época, no sólo para el país, sino para el propio autor, el
que en función de una evolución
• 36 •
acabó alejándose de aspectos que para nosotros siguen siendo valederos. El
contraste entre el Facundo (1845) y Conflicto y armonía de las razas en Amé-
ríca (1883) es, en este sentido, altamente aleccionador. En efecto, un fuerte
racismo enturbia las páginas de esta obra de la vejez, a tal extremo que si
para los positivistas del 80 -que comulgaron con el racismo- pudo tener valor
pro-gramático, para nosotros, los aspectos que podría mostrar como
rescatables, se nos presentan irremediablemente invalidados.

Frente a Sarmiento, Alberdi se nos muestra con una biografía


intelectual mucho más conflictiva.

No hay en él, por lo demás, una obra que haya sido época al modo como lo
fue el Facundo que bien pronto trascendió nuestras fronteras y acabó siendo
un clásico, tal como lo manejamos en nuestros días. Se podría argumentar, en
este sentido, que Las Bases jugaron asimismo una función epocal y, por cierto
que es así, mas, dentro de una historia circunscripta a nuestro proceso político
nacional, sin que saltara más allá de las fronteras y sin que en nuestros días
se haya regresado a él como se lo hace con el Facundo. Hay, evidentemente,
entre ambos un desnivel literario, sin que esto disminuya para nada el porte
intelectual alberdiano. Tal vez podríamos destacar las diferencias si pensamos
que en el caso de Sarmiento se trata de una gran obra, que excede al propio
autor, el que se dedica por el resto de su combativa vida a una larga exégesis
organizada sobre una serie de desarrollos lineales que, sin contradecirla, van
reordenando su régimen de valores a las miras circunstanciales. Muy diferente
se nos presenta el desarrollo intelectual en Alberdi en quien la tarea de orga-
nización discursiva se nos muestra como una serie de avances y retrocesos,
en una agonía del autor contra su propia obra, aun cuando lógicamente se
puedan señalar formas de continuidad. Por cierto que estas diferencias entre
ambos inciden sobre el tema que nos interesa, a saber, el de la construcción
de las formas categoriales.

El Facundo y la barbarie
Teniendo en cuenta la organización discursiva que nos muestra Sarmiento nos
apoyaremos en nuestro preguntar por las formas categoriales básicamente en el
Facundo (1845), si bien es necesario aclarar que esta obra se enmarca dentro de
un complejo literario del que hace de núcleo, complejo que, a su vez, la enriquece.
Nos referimos, en concreto, a la biografía El General Fray
• 37 •
Félíx Aldao (1845) y a Recuerdos de Provincia (1850), obras a las que
se ha de sumar particularmente el escrito, asimismo biográfico, El
Chacho, último cau-dillo de la montonera de Los Llanos publicado en
la década siguiente (1866), que integra con el Facundo y Aldao, una
verdadera trilogía, tal como lo ha señalado Alberto Palcos (2).

Pues bien, si hemos afirmado que los escritos de Sarmiento se dan todos ellos
dentro del marco amplio del “discurso civilizatorio” y que para esta for-ma
expresiva típica del siglo XIX la categoría de “civilización” supone nece-
sariamente la de “barbarie”, sin embargo, al leer el Facundo nos encontramos,
no sin sorpresa, con que el tema central es el de la “barbarie”. Ateniéndonos a
esto, pareciera ser que la fórmula estaría allí invertida, es decir, sería esta
categoría la que estaría exigiendo a aquélla. De todos modos, sea lo que fue-
re, el hecho es que la estructura misma de este típico “discurso civilizatorio” se
encuentra asentada sobre una fuerte oposición y hasta podemos afirmar que
la naturaleza contradictoria de ambas categorías, resulta serle esencial. En
resumen, al Facundo en alguna ocasión se lo ha visto como un “poema”, pues
bien, diríamos que es antes el “poema de la barbarie”, que el “poema de la
civi-lización”, lo que no se contradice, a nuestro juicio con el hecho de que
integre el “discurso civilizatorio” característico del siglo pasado y de ser,
además, uno de sus exponentes más significativos.

Otro aspecto que se relaciona con aquella labor constructiva que, según he-mos
dicho, se manifiesta en el nivel de las mismas formas expresivas, se pone de
manifiesto de modo patente en la presencia de dos “momentos” a los que hemos
denominado de “descriptiva social”, al uno y de “proyectiva social” al otro. Tal vez
sea del caso señalar que la noción de “momento” no se reduce de modo simple a
la de “secciones” o “partes” de un texto, en cuanto es posible ver una mutua
determinación y no casual entre lo “descriptivo” y lo “proyec-tivo”. El hecho se pone
en evidencia si pensamos en algo que se encuentra en el Facundo y que podría
ser explicado como dos tendencias que se mueven entre un realismo político y un
utopismo, aún cuando sea voluntad expresa en Sarmiento la de estar colocado de
modo pleno en un “discurso realista”. Y si aquel hecho lo podemos señalar en las
páginas del Facundo, con mayor razón lo podremos hacer si consideramos el
corpus de la obra sarmientina, como también podríamos llevarlo a cabo con la obra
alberdiana vista en su totali-dad, en donde podemos mencionar escritos
marcadamente utópicos, como son Argirópolis (1850), casi contemporáneo del
Facundo y Peregrinación de Luz del Día en América (1874) en donde Alberdi nos
ha dejado una “extraña
• 38 •
novela alegórica” en la que aparecen mezclados lo irónico y lo utópico(3).
Po-dríamos decir que la fuerte vocación de realismo social no es ajena en
ambos, en ningún momento, a un juego dialéctico entre realidad y utopía.

De todos modos podríamos hablar de “momentos” en el sentido de “partes” de la


obra. En efecto, si el Facundo puede ser considerado como el “poema de la
barbarie”, es porque en él se describe un mundo que es precisamente “pri-mitivo”,
tal como podemos verlo por su naturaleza, sus códigos y hasta sus en-cantos, sin
olvidar sus aspectos terribles y negativos que son asimismo incor-porados al
tratamiento poemático. Mas, sucede que el Facundo como “poema” no integra toda
la obra, sino que es básicamente aquella parte biográfica cuyo personaje es, como
se sabe, el Brigadier General Facundo Quiroga, jefe de los míticos Llanos riojanos.
En tal sentido, la parte “poemática” concluye con la muerte del caudillo y el capítulo
titulado “Barranca Yaco” en la que se nos la relata, es sin dudas la terminación de
lo que pretende ser el momento descrip-tivo. Lo que sigue es ya, sin más, el
“proyecto civilizatorio”, especie de apéndi-ce en el que el valor literario es
indudablemente inferior. Y de este modo nos encontramos ante un hecho bastante
curioso: el momento que corresponde a la “descriptiva social”, que nos muestra un
audaz intento de ejercer una vi-sión realista, reviste carácter poemático; mientras
que el segundo momento, que carece de ese rasgo, es justamente el que bien
podríamos considerar como utópico. Se han invertido los términos de ese modelo
discursivo tradicional -estamos pensando en este caso en las utopías narrativas
del Renacimiento- en el que la parte “descriptiva” (topía) carecía de peso literario,
mientras que la audacia narrativa se dejaba para el proyecto de mundo posible
(utopía). Y de esta manera, aun cuando lo que se pretenda en última instancia sea
negar el mundo de la barbarie y reemplazarlo violentamente por otro, la obra no
deja de tener como centro ese mundo.

El peso que la categoría de “barbarie” tiene en el Facundo surge claramente,


además, si analizamos el problema de la periodización sobre la cual se orga-nizan,
en general, las “vidas” narradas por Sarmiento. El lugar importante y definitorio que
ocupa aquélla se debe en buena medida a que ha cambiado el criterio de
organización de la historia. Si antes se hablaba del paso de una época de
“despotismo” hacia otra de “independencia”, ahora se nos habla de una época de
“barbarie” que habrá de ser superada por otra, venidera, la de la “civilización”. Se
trata de una especie de interiorización del “despotismo” o de un reconocimiento de
su naturaleza indígena, propia. Los sujetos que han de ser negados han cambiado
en cuanto que si los “déspotas” integraban
• 39 •
el poder colonial español, ahora los “bárbaros” constituyen el poder espon-
táneo de las masas campesinas. Un “despotismo” ha quedado como etapa ya
definitivamente vivida y ahora estamos frente a otra, no menos negativa o tal
vez peor. El tema aparece claramente señalado por Sarmiento cuando nos ha-
bla de lo que en el Facundo es denominado “tercera entidad”, a propósito de
la figura del caudillo oriental José Gervasio de Artigas. Es precisamente éste
al que toma como ejemplo para darnos a conocer los cambios que pretendía
historiar. Antes, nos dice, luchaban “patriotas” contra “godos”, pero ahora, al
haber aparecido un tercero que no lucha en favor de ninguno de los dos, sino
en contra de los dos, la racionalidad de la historia pareciera quebrarse. Surge
así con fuerza la categoría de “barbarie” como una nueva y necesaria forma
de periodizar los procesos(4).
Ahora bien, la categoría de “barbarie” no surge únicamente como una ne-cesidad
en el sentido que acabamos de decir, sino que desempeña, además, un papel
dentro de una retórica que posee su propia dialéctica. El Facundo no es
precisamente un libro de historia, aun cuando se encuadre dentro del género
biográfico y requiera de una periodización, sino que es antes que nada un tex-to en
el que la tarea literaria es considerada francamente como una praxis po-lítica. De
ahí las dificultades que ofrece el “realismo” de Sarmiento en cuanto que pareciera
ser quebrado a cada paso por la manifiesta y hasta escandalosa tendencia a la
narración hiperbólica. Ese hábito mental de agrandar las cosas tiene que ver
directamente con aquella dialéctica y, en relación con ella, se de-sarrolla en las
páginas del Facundo la cuestión del “feudalismo”, complemento teórico de la
categoría de “barbarie”, tal como veremos. Volviendo a la cues-tión del “’realismo”
tal vez sea del caso observar que en todo discurso político el referente no resulta
organizado de la misma manera y que en su construc-ción juega un papel
importante el sujeto para quien no es posible centrarse en el “ser social”,
descuidando el “deber ser” y desatendiendo asimismo el papel que se quiere hacer
jugar a los demás. En este sentido “realismo político” y “eficacia” -sin olvidar la
“oportunidad”- se confunden, de ahí el papel que des-empeñan los recursos
retóricos que parecieran quebrar al primero.

Pues bien, la fuerza que adquieren en el Facundo tanto la categoría de “bar-


barie” como la de “feudalismo”, deriva de que la dialéctica mediante la cual se
oponen ambos a la “civilización”, no es de superación (Aufhebung), sino, como
lo ha observado Noé Jitrik, de “opción”. Se trata en los momentos de mayor
dureza de opuestos que se enfrentan no para dar lugar a una posibilidad
contenida en alguna medida en ambos, sino para destruirse, por donde la “ci-
• 40 •
vilización”, lo mismo que la “barbarie”, únicamente podían llegar a
imponerse mediante la violencia y el discurso que parecía reunir aquellos
“momentos” de los que hablábamos, se nos presenta dividiéndolos y
contraponiéndolos hasta bordear actitudes maniqueas. Se trata
evidentemente del tipo de dialéctica que hacía falta para la construcción
de las categorías que habían de regir un tipo de texto cuyo clima era, sin
más, el de la “guerra social”, como el mismo Sarmiento lo declara (5).

Por último, digamos que no sería inteligible el proceso de construcción de


la categoría de “barbarie” si no tuviéramos en cuenta la de “feudalismo”.
En efecto, esta última noción se nos presenta resemantizada a tal extremo
que se aleja sensiblemente de lo que podríamos considerar el modelo
clásico sobre el que es de presumir trabajó Sarmiento.

Habíamos anticipado que el “diagnóstico feudal” que puede verse en el Fa-


cundo es un complemento teórico del concepto de “barbarie”. Cumple, a nues-
tro juicio, la importante función de asumir la “barbarie” de las fuerzas sociales
y políticas contra las que en ese momento llevaba adelante su lucha el sector
social al que pertenecían los intelectuales de la Generación de 1837: por un
lado, el poder colonial residual, expresado en las costumbres y la ideología y,
por el otro, el poder de un campesinado alzado en armas tras de sus caudillos
“naturales”. En resumen, el “feudalismo” reúne en Sarmiento, en cuanto cate-
goría, al “medievalismo” de los “doctores ergotistas”, representantes del anti-
guo “despotismo” y la “barbarie” del hombre de las campañas, ambos aliados
en contra de la “civilización”.

Bastará observar que el “feudalismo” es sinónimo para Sarmiento - confor-me


uno de sus modos de mirar la cuestión - de “disolución de la sociedad” y, a la
vez, de un “ejercicio de la igualdad”, para apreciar el grado y la medida en el
que se desvía del concepto clásico, para el cual fue, por el contrario, un fenó-
meno de cohesión social y de fuerte jerarquización. De ahí que si no tenemos
en cuenta el ejercicio de una voluntad constructivista discursiva - dentro de los
marcos de aquel “realismo político” al que aludimos - nunca podremos
entender la equiparación que hace Sarmiento entre “feudalismo” y “jacobinis-
mo”(6). Aquella “barbarie” de los campos que en algún momento fue román-
ticamente vista como eglógica, ahora, con la nueva categoría acuñada venía a
cambiar de signo al ser desplazada hacia valores negativos. El “feudalismo”
intenta convencernos de los colores negros de la “barbarie” y facilita la radica-
lización del “discurso civilizatorio”.

• 41 •
Los vaivenes de la construcción discursiva alberdiana

El “discurso civilizatorio” en Juan Bautista Alberdi muestra un agudo pro-ceso


signado por avances y retrocesos que no vemos en Sarmiento(7). Podría-mos
sostener la hipótesis de que en el escritor sanjuanino, tal como lo hemos
anticipado, se da una línea de desarrollo que se va consolidando y reforzando
desde el Facundo hasta su último libro Conflicto y armonías de las razas en
América. Tal vez podríamos hablar de la existencia -a pesar de una contradic-
ción visible en la etapa del Facundo- de una línea unívoca en la construcción
categorial. En el caso de Alberdi, por el contrario, se nos presentan hasta el
final de su vida literaria, dos tendencias divergentes que muestran un desarro-
llo doble o ambiguo de la cuestión. No estaríamos frente a lo que nos hemos
arriesgado a denominar como “univocidad” en Sarmiento. El modelo civiliza-
torio al que apuntan ambos es, sin embargo, siempre el mismo: el de un país
inserto dentro del conjunto de potencias que en ese momento representaban
el “progreso”, como producto de materias primas que eran necesarias para la
gran Revolución del siglo: la industrial. El atraso de las ex-colonias españolas,
en relación con ella, justificaba, por lo demás, a ojos tanto de Alberdi como de
Sarmiento, la relación de dependencia que implicaba aquella relación, al
extremo de casi no ser visualizada.

Sin embargo, a pesar de este modelo global común a ambos pensadores,


hay diferencias entre ellos que las podemos dibujar si consideramos el
modo cómo se lleva a cabo la construcción de otras categorías que
determinan de modo directo el valor de la “civilización”, a saber, las de
“pueblo” y “nación”. Atendiendo a estos conceptos podremos a nuestro
juicio, señalar la especifici-dad del discurso alberdiano, autor en quien,
tanto como en Sarmiento, existía una muy clara idea de la necesidad de
una construcción discursiva como tarea ineludible.(8).

Aquella línea que hemos señalado como característica de Alberdi respecto de


la construcción del “discurso civilizatorio” se extiende principalmente a lo largo
de tres momentos, señalado cada uno por una obra que podemos con-siderar
típica: el Fragmento preliminar al estudio del derecho (1837); las Ba-ses y
puntos de partida para la organización política de la República Argentina

(1852) y El Crimen de la guerra (1870-1871)(9).

Entre el Fragmento y las Bases se produce un cambio axiológico que es equi-


valente al que es visible en el seno del propio Facundo en el que se pasa de una
actitud valorativa de ciertos aspectos y elementos populares a su rechazo y que
• 42 •
marca la diferencia que podría verse entre el Sarmiento costumbrista y el
Sar-miento doctrinario de la “civilización”. En este sentido, el Facundo
contendría, a su modo, posiciones que en Alberdi se dan escindidas en las
dos obras men-cionadas. Hay una diferencia, sin embargo, entre los dos
en cuanto después de las Bases y de El Gobierno de Sudamérica (1863-
1864) no se continuará con una misma línea valorativa hasta el final de la
producción literaria, sino que se regresa a posiciones iniciales y ello
visible, tal como lo anticipamos, a propósito de las categorías de “pueblo”
y de “nación”, como es evidente en las páginas de El crimen de la guerra.

Sarmiento no regresará a aquel “pueblo” que se encontraba implícito en sus


narraciones de la vida popular primitiva de los campos, sino que se moverá
con una mira, la de un “pueblo” ideal que habrá de surgir de una política in-
migratoria y a su vez de una política étnica, que implicaba la destrucción y la
desaparición de los grupos humanos “primitivos”. Aquel doble régimen de va-
loraciones sobre el que se organiza el Fragmento y, por el otro lado, las Bases
y ello, además, en relación con la problemática de lo popular y lo nacional
llevó a dos tipos de lectura de Alberdi, que podríamos considerar como
clásicos: la de Alejandro Korn, quien, partiendo de las Bases lo declaró
“positivista autóc-tono” y Coriolano Alberini, quien desde el Fragmento lo
declaró “romántico” y hasta “metafísico”.
Veamos para comenzar cómo se plantea la cuestión de la construcción de las
categorías sociales del discurso alberdiano en las páginas del Fragmento preli-
minar al estudio del derecho. Tal vez bajo el fuerte impacto que le causaron las
lecturas de Herder, el joven Alberdi tenía entonces una actitud abiertamente
positiva de lo “nacional” y lo “popular” y, en tal sentido, la categoría de “civi-lización”
no podía menos que quedar condicionada a la idea de un proyecto propio, no
transplantado de la misma. Así como las hordas bárbaras cambia-ron la faz del
Imperio Romano, las de los pueblos nuevos acabarán cambian-do la faz del
Imperio Español y darán forma a las noveles naciones hispano-americanas.
América, nos dice Alberdi, ha nacido “democrática” y “plebeya” y está destinada a
ser la cuna de la democracia en el mundo. En consecuencia, a la pregunta acerca
de qué es la “civilización”, se responde teniendo en cuen-ta el problema de la
integración nacional y no se piensa en la “civilización” como un modelo europeo
por lo mismo que habrá de depender en nosotros de ese impulso conformador que
muestran las plebes de nuestros campos y de nuestras ciudades. Al mismo tiempo
aparecen de alguna manera disociadas las nociones de “democracia” y
“civilización” en cuanto que la primera no se
• 43 •
encuentra al final de la vida de los pueblos, cuando ya han madurado y
alcan-zado una vida civilizada, sino que está dada en la cuna de los
mismos. Y, por úl-timo, cada pueblo -esto muy herderianamente- pone su
sello propio a toda la vida del conjunto y está asegurada, por este mismo
motivo, una determinada especificidad de la vida civilizada de cada una de
las naciones. En el Facundo se había hablado de “dos civilizaciones”, una,
primitiva, que representaba en nuestros campos al siglo XIII y la otra, en
las ciudades, moderna. Aquí, en el Fragmento surge una idea semejante,
pero con una diferencia esencial, en cuanto que las raíces de la
“civilización racional y avanzada” se encuentran para Alberdi en la
“civilización primitiva e instintiva”, idea que en Sarmiento no existe.

¿Qué pasa en las Bases? Pues que aquí la categoría de “civilización” adquiere un
nuevo sentido y el “discurso civilizatorio” es objeto de una construcción
radicalmente distinta. Decididamente Alberdi adhiere en este libro a la dico-tomía
que se encontraba de modo evidente en el Facundo. América se nos apa-rece
ahora no como poseedora del germen de su propio destino, sino como una
realidad yerma y negativa que únicamente podrá ser transformada desde afuera y
de modo violento. “En América lo que no es europeo es bárbaro, indí-gena,
salvaje”. América y con ella las naciones americanas no constituyen una
humanidad, sino un territorio, son simplemente “la extensión”. No hay una
“civilización” primitiva o en germen y otra “avanzada” que surgiría de aquella, la
“Civilización” es avanzada o no es civilización y, por tanto, es imprescindi-ble -dice
Alberdi como refiriéndose a sí mismo- eliminar todos los prejuicios contra una
Europa colonizadora. ¿Cómo Europa va a pretender colonizar a Europa? Porque si
algo tiene de valioso la América que vivimos es lo que muestra de europeo, lo
demás no cuenta. Y la conclusión de todo esto será la de una plena coincidencia
con el programa sarmientino. De nada vale ya aque-lla alabada e idealizada plebe
del Fragmento y la propuesta será la de movilizar una política inmigratoria para
poblar un país con hombres laboriosos y poner en marcha una política étnica,
especialmente dirigida contra la población in-dígena, que debía ser eliminada. Y
todo esto, aprovechando lo que de positivo había dejado Juan Manuel de Rosas, el
“instinto de obediencia” inculcado a las plebes, por una parte, y su política de
expansión hacia el sur mediante la ocupación del territorio mapuche.

En las Bases es visible el recurso a lo hiperbólico que ya señalamos al hablar de


Sarmiento y que en las nerviosas y lapidarias frases con las que lo expresa Alberdi,
no es tampoco ajena la paradoja. Las Bases con esos recursos lleva a
• 44 •
cabo una total resemantización de la noción de “civilización” lograda,
en este caso, a partir de un abandono del régimen axiológico desde el
cual se había ha-blado antes de “pueblo” y “nación”. Y por supuesto,
aquella dialéctica opcional adquiere una violencia manifiesta.

En esta etapa intelectual Alberdi se nos muestra en una actitud próxima, tal
como hemos dicho, a la que acabaría teniendo vigencia en Sarmiento, pero
con un grado de radicalización que en el escritor sanjuanino recién será alcan-
zado en Conflicto y armonías de las razas en América. De ahí el sentido que
tiene la polémica entre Alberdi y Sarmiento a propósito precisamente de las
categorías de “civilización” y “barbarie” tal como habían sido enunciadas en el
Facundo. Para su autor la “barbarie” era principalmente un fenómeno de los
campos -ya fueran las “campañas” de la región oriental, es decir, la
pampeana, ya las “travesías” del occidente andino- mientras que la
“civilización” anidaba en las ciudades periféricas (Buenos Aires-Montevideo,
San Juan-Mendoza). Alberdi radicaliza la cuestión llevándola a su máxima
expresión: todo lo ame-ricano, sea de los campos o de las ciudades, es sin
más, “bárbaro” y somos “civilizados” únicamente en lo que tenemos de
“europeos”. Mientras que en el Facundo hay una cierta presencia positiva de
América, la que no llega a ser un baldío o una simple extensión que han de
ser llenados, en las Bases simple-mente no existe.

Esta actitud alberdiana es llevada a un marco continental en la obra El Go-


bierno de Sud-América, escrita en Francia entre 1863 y 1864, que es la más
manifiesta contraparte del libro de Francisco Bilbao La América en peligro
(1862) y que muestra la acogida favorable que tuvo en Alberdi la política ex-
pansionista y agresiva del Imperio de Napoleón III en México. Es evidente que
con El Gobierno de Sud-América madura y también termina la línea inter-
pretativa que se había iniciado en las Bases, en la que la construcción catego-
rial responde de modo estricto a aquella dialéctica opcional de la que hemos
hablado. Sin embargo algo pasó en la vida espiritual alberdiana tal como lo
prueba el hecho de que esa obra quedara inédita en vida del autor y que,
cuan-do se la publicó entre los Escritos póstumos, en 1896, apareciera con
una nota que había dejado el propio Alberdi en la que declara que quien tome
las ideas de este libro como mías se equivocará por completo. ¿Qué había
pasado? ¿Se trataba de la confesión de un “error”? No creemos que sea tan
simple la res-puesta. Estamos ante un tipo de realismo político muy particular,
distinto, sin dudas, del que impulsó a Sarmiento en quien no hubo
“arrepentimiento” respecto de sus escritos.
• 45 •
Algo hay, sin embargo, en El Gobierno de Sud-América que pareciera estar
anunciando un cambio de dirección en el régimen de valoraciones. En efecto,
como si despertara en Alberdi aquella admiración que sintió por la plebe en la que
veía el futuro de la humanidad, no escapará a su mirada la relación con los
estamentos populares que implicaba la política de Bonaparte. A esta apertura hacia
su propio pasado ideológico se sumó una serie de acontecimientos que fueron
decisivos en el nuevo curso que tomarían sus miras sociales y políticas. En efecto,
muy poco tiempo después de haber abandonado los originales de aquel libro, se
inició, en 1866, la fratricida Guerra del Paraguay y, al concluir la década, fue testigo
de la Guerra Franco-Prusiana. Ya en 1844, años en los que todavía primaban en
Alberdi valoraciones que le venían de sus escritos propiamente juveniles, había
propuesto en Santiago de Chile, un plan de inte-gración continental
hispanoamericana, dentro de ideales declaradamente bo-livarianos y había
abogado por el desarme. Estos momentos de su desarrollo espiritual vuelven,
pues, a tener vigencia y le impulsan a la redacción de una de sus obras capitales,
El Crimen de la guerra (1870) escrito en el que se lleva a cabo una nueva e
interesante resemantización de la categoría de “civilización” y, consecuentemente,
de “barbarie”. Así como en Sarmiento ese proceso de re-formulación semántica se
produjo a propósito de la categoría de “feudalismo”, en Alberdi, una vez más, el
mismo fenómeno habrá de tener lugar en relación con los conceptos de “pueblo” y
“nación”.

Si en la etapa que se abre con las Bases las naciones se dividían en “civiliza-das”
y “bárbaras” y las primeras tenían una especie de “derecho natural” sobre las
segundas, ahora, una nación “civilizada” se presentaba como “bárbara” y ambas
cosas en grados extremos. Facundo Quiroga, el “bárbaro argentino”, dirá en El
Crimen de la guerra, podría dialogar muy bien con el “bárbaro Bis-marck” y se
entenderían plenamente. Y al mismo tiempo, si los pueblos de-pendían de las
aristocracias de las que surgía justamente el ideal civilizatorio, ahora son los
pueblos los que toman la delantera en contra de esas mismas aristocracias,
responsables directas de la barbarie de la guerra. Como conse-cuencia se ha
producido una relativización de términos absolutos y la dialé-ctica no podrá ya ser
de tipo simplemente opcional. La “barbarie”, no es algo que surja del suelo
americano, así como nacía la “civilización” de una Europa mítica; ahora, piensa
Alberdi, ha llegado el momento de una unión de todos los pueblos en un “pueblo-
mundo” que detente el verdadero poder social y político, pueblo idealizado que
venía a asumir esta otra línea de desarrollo de

• 46 •
la vida intelectual alberdiana desde una visión cosmopolita y
que implicaba una reivindicación de lo americano.

Conferencia dada en la Cátedra Alberdi-Sarmiento, Universidad


Nacional Autónoma de México, 1989.

Notas
La temática que abordamos en este trabajo ya la hemos tratado en otros
anteriores a los cuales nos remitimos: “Notas para una lectura filosófica del
siglo XIX”, Revista de Historia de América, México, 1984, Instituto Panameri-
cano de Geografía e Historia, nº98 p: 143-167; El pensamiento social de Juan
Montalvo. Quito, 1984, Ed. Tercer Mundo; “El siglo XIX latinoamericano y las
nuevas formas discursivas” en el libro conjunto El Pensamiento Latino-
americano en el siglo XIX. México, 1986, Instituto Panamericano de Geo-
grafía e Historia, p: 127-140; “El Facundo como anticipo de una teoría del
discurso”, Revista Argentina de Lingüística. Mendoza, vol. 4, n°2 1-2, 1988,

119-126; “Civilización y Barbarie. Algunas consideraciones para su tra-


tamiento en cuanto formas categoriales”. Actas del Congreso
Internacional Extraordinario de Filosofía, Córdoba, Argentina, tomo III,
p. 1448-1454; “Barbarie y feudalismo en las páginas del Facundo”,
Actas del Congreso Inter-nacional “Sarmiento y su época”, San Juan,
Universidad Nacional de San Juan, 1989, p. 227-268.
Sobre la misma temática, en una línea coincidente con la nuestra, pueden
verse los siguientes trabajos: Goodrich, Diana S. “Historia de una lectura.
El caso del Facundo”, en Revista de Historia de las Ideas, Quito, Centro
de Estu-dios Latinoamericanos de la Pontificia Universidad Católica y
Casa de la Cul-tura Ecuatoriana, n° 5-6, 1984, p. 161-172 y Cerutti
Guldberg, Horacio. “El utopismo del siglo XIX. Aproximación a dos
exponentes del género utópico en el seno de la ideología liberal”, en El
Pensamiento latinoamericano en el siglo XIX, edición citada, p: 113-125.

Respecto de las ediciones que hemos utilizado consúltese la bibliografía que


se ha incorporado al final. Alberto Palcos considera que las biografías de
Quiroga, Aldao y Peñaloza (el “Chacho”) constituyen una “trilogía”. Cfr. la

47 •
edición de ellas en el libro titulado Civilización y barbarie, compilación
de escritos sarmientinos, Buenos Aires, El Ateneo, 1952.

Lanuza, José Luis, “Alberdi escritor” en Estudios sobre Alberdi


(1964: 90-91), Buenos Aires, Ediciones de la Municipalidad.
Cfr. Facundo, Caracas, (1977: 66) cap. IV “Revolución de 1810”,
Biblio-teca Ayacucho
Noé Jitrik. “El Facundo: la gran riqueza de la pobreza”, estudio intro-ductorio a
la edición del Facundo de la editorial mencionada en cita ante-rior, p. L-LI;
hemos tratado el tema a propósito de lo que hemos denominado
“paternalismo violento” en nuestro libro Teoría y critica del pensamiento la-
tinoamericano. (1980, 2009), Buenos Aires, una ventana ediciones, cap. “El
problema de la forma dentro de la filosofía política latinoamericana”, p. 247-
Cfr. asimismo nuestro estudio “Feudalismo y barbarie en las páginas del
Facundo”, en Actas del Congreso Internacional sobre Sarmiento y su
época citadas en donde se habla de la dualidad discursiva que caracteriza
el pensa-miento político del siglo XIX latinoamericano.

El General Fray Félix Aldao, en la recolección de escritos de Sarmiento hecha


por Alberto Palcos. Civilización y barbarie, ya citada, p. 373.

Han intentado estudios comparativos entre Alberdi y Sarmiento, que


sepamos, los siguientes autores: Aráoz, Ernesto “Sarmiento y Alberdi”, en
Pá-ginas de juventud (1914: 73-79), Buenos Aires, Ed. Abeledo; Barreiro,
José P. “Las grandes coincidencias de Sarmiento, de Mitre y de Alberdi”,
en Cursos y Conferencias, Buenos Aires, nº 274, (1956, p. 283-313);
Mouchet, Carlos. “Alberdi y Sarmiento”, en Estudios sobre Alberdi,
ed.cit.p. 93-108; Saenz Ha-yes, Ricardo La polémica de Alberdi con
Sarmiento y otras páginas, Buenos Aires, Gleizer, ed., 1926, p. 280.

Respecto de la expresa conciencia en Alberdi de la necesidad de


una construcción discursiva, véase el capítulo “Necesidad y
posibilidad del discur-so propio”, en nuestro libro Teoría y crítica
del pensamiento latinoamericano, ed. cit. p. 305-335.

La problemática de los “momentos” del pensar de Alberdi ha sido


tra-tada asimismo por Carlos Pérez Zabala en su trabajo “Tres
momentos en el pensamiento de Juan B. Alberdi”, publicado en el
libro Arturo Andrés Roig, fi lósofo e historiador de las ideas (1989:
269-282) México, Universidad de Guadalajara. (compilación hecha
por Manuel Rodríguez Lapuente y Horacio Cerutti Guldberg).

48 •
3. Eticidad, conflictividad y categorías
sociales en Juan Montalvo

El despertar de la realidad nacional


La constitución de las naciones hispanoamericanas en Estados, ya fueran
Estados nacionales o multinacionales, según los casos, se dio a lo largo de un
conflictivo proceso caracterizado, en general, por una situación de guerras in-
testinas. Hemos aventurado la tesis de que entre el Estado colonial español,
liquidado oficialmente en 1824, y los nuevos Estados establecidos más ade-
lante como consecuencia de las Guerras de Independencia, hubo una etapa a
la que hemos denominado “Interregno” en la que, quebradas las instituciones
estatales hispánicas, emergió con fuerza y con un alto grado de inorganicidad
la realidad nacional. Ciertamente que siempre quedó una estructura jurídica
que, por acarreo, continuó con un grado de vigencia como fue, por ejemplo, la
legislación civil o los regímenes penales, mas dentro de una situación de crisis
del derecho hispánico. La prueba está en que cuando se constituyan
realmente los nuevos Estados una de las manifestaciones de su
establecimiento será la elaboración de un derecho civil y de un derecho penal
expresamente proyec-tados para los mismos.

Habíamos intentado explicar este hecho diciendo que en el Interregno ha-bían


quedado al desnudo los elementos que integraban la “nación”. El debi-
litamiento de la superestructura jurídica y la inestabilidad de las propuestas
que surgían, facilitó la expresión de una realidad que no era ya “política”, sino
claramente “social”. Hemos también afirmado que justamente ese hecho es el
que nos permite caracterizar la diferencia que hay entre la conducta de los
ilustrados y la de los románticos frente a la realidad; los primeros considera-
ron por lo general que el problema era expresamente político, actitud que en la
medida en que se sostuvo generó el conocido fenómeno de los proyectos
constitucionales en el papel, mientras que para los románticos esa “constitu-
ción” había que buscarla primero en la realidad social, base de toda respuesta
• 49 •
política. En este sentido, la crisis de la superestructura jurídica
hispánica dejó abierta una mira a través de la cual se descubrió
esa realidad de lo nacional hasta entonces ignorada.

Desde ya debemos declarar que para nosotros la línea divisoria entre el Esta-
do y la Nación pasa justamente por la naturaleza jurídico-política del primero,
sin que haya por cierto un grado cero de nacionalidad. Hay sí momentos de
debilitamiento y aun de quiebra de un derecho y de una politicidad que per-
miten un ejercicio de mirada en profundidad. La realidad social de base, que
se había mantenido sumergida por debajo de aquella superestructura, emerge
con violencia. Los sectores oprimidos o subordinados dentro del antiguo Es-
tado se encuentran de pronto liberados de formas reguladoras que les fijaban
un espacio. La lucha que había sido sordamente social y públicamente políti-
ca, se invierte y aparece ahora como lucha de clases, con la especificidad que
las clases sociales mostraban.

La tarea que se propusieron los intelectuales de la época, surgidos de secto-


res sociales que durante la Colonia habían alcanzado ya un poder económico,
mas no un poder político pleno, fue el de proponer y, si era posible, imponer,
ese nuevo Estado que debía establecer las reglas de juego de la nueva
situación, y desde el cual ejercerían tanto el dominio económico como el
político. Y por cierto para dar esa respuesta no podían ya comportarse al
modo ilustrado, sino que habían de organizar sus propuestas sobre la base de
una ineludible evaluación de aquellos aspectos que habían quedado al
“descubierto”, con la intención de “recubrirlos” con la nueva superestructura
jurídica. De ahí la in-evitable mirada social que debían ejercer.

Por cierto que el paso de lo que hemos denominado “cuasi-extinción del


Estado”, hasta alcanzar lo que vendría a ser propiamente una realidad estatal
como poder de cohesión de la sociabilidad recién a fines del siglo XIX, no fue
obra exclusiva de los intelectuales, por importante que pueda haber sido su
tarea. No se debe olvidar la presencia alarmante durante todo el Interregno de
sectores que no se dejaban incorporar fácilmente o que no querían incor-
porarse y que constituían esa plebe señalada despectivamente en el Ecuador
como los “chagras” y que eran el mismo personaje, tal como nos lo dice Mon-
talvo en sus Catilinarias, que el “guajiro” en Cuba, el “sabanero” en Bogotá, los
“rotos” en Chile, los “léperos” en México o los “gauchos” en el Río de la Plata.
Elementos sociales de una democracia inorgánica que hacían una po-lítica
instintiva, más de resistencias que de acción calculada y que adherían a
aquellos caudillos surgidos del sector terrateniente, con los que creían iden-
• 50 •
tificarse, los temidos “demagogos” denunciados por Simón Bolívar en sus úl-
timos días. Esas masas campesinas también jugaron su papel en el proceso
de reordenamiento social, el que aun cuando fuera ejercido las más de las
veces de modo pasivo, no dejaba por eso de ser factor determinante.

La instalación del Estado, ya a fines del siglo, significó la sujeción de toda esa
inmensa masa de población campesina dentro del nuevo sistema, el
republica-no, que generaría en muchos casos formas opresivas tanto o más
pesadas que las que habían padecido durante la Colonia española.

Hacia la construcción de una eticidad


Tal sería el panorama ante el que se enfrentaron ciertos intelectuales lati-
noamericanos que se propusieron la construcción de sus patrias. Ahora
bien, como se ve en Juan Montalvo -uno de los más destacados
intelectuales del Continente dentro de esa tarea que acabamos de
señalar- no se trataba de construir, sin más, el Estado, en cuanto que
estaban ahí al desnudo esos fac-tores que constituían lo nacional, sino
que había que llevar adelante una tarea previa de construcción de una
eticidad dentro de la cual acabaría por emerger el Estado.

De ahí que el objeto inmediato en la lucha montalvina apuntara a otras “sus-


tancias éticas” que sin duda entendía como prioritarias, entre ellas básicamen-
te la familia, y la “asociación civil”. Este motivo explica el matiz parenético,
exhortativo o amonestatorio que caracteriza todos los escritos montalvinos.
Para aclarar lo que queremos decir debemos recordar una distinción hecha dentro
del pensamiento romántico europeo y que alcanza tal vez su máxima expresión en
la Ciencia de la lógica y en la Filosofía del Derecho hegelianas. Concretamente
nos estamos refiriendo a la diferencia entre una “moralidad subjetiva” (Moralität) y
una “moralidad objetiva” o, más propiamente, una “eticidad” (Sittlichkeit). La
problemática de la filosofía moral clásica, y lo que vamos a decir se acentuó
durante la etapa racionalista, giraba toda entera so-bre el problema del “libre
albedrío” como cualidad propia de la conciencia, sin que se establecieran
relaciones entre una “moralidad interna” o “subjetiva” y otra “externa”. Esto es
justamente lo que van a destacar, en general, los escrito-res que llevarán adelante
la crítica a aquella moralidad de tipo individualista puro, señalando la existencia de
otras “sustancias éticas”, tal como las deno-minaba Hegel. En efecto, los pueblos
poseían de una manera u otra también
• 51 •
valores morales que les eran propios, constitutivos y sobre los cuales y dentro
de los cuales, en todo caso, se ejercía aquel “libre albedrío” de la conciencia
individual. Estos valores morales constituían, como aparece señalado en la
Ciencia de la lógica, el “ethos” de un pueblo, es decir, su “eticidad”. El hecho
moral venía de este modo a ser notablemente enriquecido y ampliado.

Pues bien, ¿dónde se muestra esa “eticidad”? ¿En qué manifestaciones


se expresa o se manifiesta aquel “ethos” de los pueblos? Lógicamente no
es en la moral subjetiva e individual en donde habrá que ir a buscarlo.
Habrá que ha-cerlo en las costumbres y de modo particular en las que
constituyen la trama de aquellas dos “sustancias éticas” que habíamos
mencionado, la familia y la asociación civil.

En sus límites generales nos animaríamos a afirmar que la problemáti-ca


montalvina, a la luz de aquella fuerte vocación parenética suya, se ocupa
precisamente de modo intenso y casi exclusivo de la “eticidad” más que
de la “moralidad”, aun cuando ambas no sean ajenas la una a la otra. En
efecto, su requisitoria, sus descripciones, apuntan al régimen de
costumbres, es decir, a aspectos que tienen que ver de modo inmediato
con una moral social prima-ria.

Lo que vamos diciendo no significa que la cuestión del Estado, “sustancia


ética” suprema para el pensamiento de Hegel, no sea un problema
visualizado. Sin embargo, es curiosa la casi total ausencia de una
problemática expresa so-bre el mismo. Creo que no se ha observado que ni
siquiera la palabra “Estado” aparece en los textos montalvinos. Diríamos que
para Montalvo es prioritario ese mundo de la eticidad que se recostaba sobre
un nivel que es pre estatal, que -no integra todavía el universo jurídico- político
propio del Estado, sino que es previo a él, en una palabra, aquello que
habiamos señalado como integran-do más lo “nacional” que lo estatal.

Diríamos que muy románticamente interesa más en Montalvo lo nacional que


lo estatal y que pareciera pensar que el Estado vendría después como con-
secuencia de formas de convivencia dadas en un nivel más primario, más
dado sobre la vida cotidiana de las sociedades. Lo dicho no significa que no
surja de los escritos montalvinos un proyecto de Estado.
Ahora bien -y lo que vamos a señalar nos parece que integra asimismo una de
las facetas del discurso romántico latinoamericano del siglo XIX -aquel
“proyecto de Estado” es en última instancia una especie de “proyecto ideoló-
gico” que funge como modelo para la crítica de las formas que constituyen la
eticidad primaria, en particular, el mundo de las costumbres.
• 52 •
En este momento surge un hecho que podemos mostrarlo en otros escrito-res,
pensemos, por ejemplo, en el caso del Facundo de Domingo Faustino Sarmiento,
según el cual el “proyecto ideológico” que habíamos mencionado acaba
constituyendo el mundo de “razones” que justifican el establecimiento de una
violenta oposición respecto del mundo de las costumbres vigentes en el hombre
del campo y en las plebes urbanas. Se termina generando un mode-lo autoritario
en el que el Estado (que no es todavía más que un “proyecto”) es pensado como
opuesto a la Nación. La fórmula en la que acabaron casi la totalidad de estos
escritores -Martí posiblemente sea una de las excepciones-fue el de un Estado al
que podríamos considerar como anti-nacional, lo que quedaba justificado por algo
que es lo que nos interesa en esta exposición, a saber, el nivel de barbarie, e
incluso de salvajismo de las costumbres.

Así pues el Estado en cuanto “sustancia ética” debía surgir de una


previa negación -llamémosle reforma o restauración- de las otras
“sustancias éticas” primarias, básicamente de las costumbres.

Y lo que acabamos de decir nos permite señalar una interesante


diferencia entre la obra clásica de Sarmiento y un significativo escrito
montalvino, Las Catilinarias. En el escritor argentino hay una actitud
contemplativa y hasta de entusiasmo ante las manifestaciones de la vida
campesina, como hay del mismo modo una alabanza de las virtudes de la
familia patriarcal de la que el escritor proviene. Luego, a medida que se va
diseñando aquel proyecto de Estado, se va produciendo, en las mismas
páginas del Facundo, un cambio de valoraciones que le lleva a concluir en
una propuesta anti-nacional o en una propuesta en la que el Estado es
entendido como un poder desde el cual se habrá de cambiar radicalmente
aquel mundo de las costumbres que había sido previamente alabado.

En el escritor ecuatoriano y en particular en el libro que hemos mencio-


nado, y en general a lo largo de toda su obra, no hay una aceptación
valorativa de la vida campesina, la que resulta rechazada como una
“barbarie” de distinto signo que la que señalaba el Sarmiento de la primera
parte del Facundo. Eso sí, habrá siempre en Montalvo -y esto lo aproxima
al Sarmiento de Recuerdos de Provincia- una valoración de las
costumbres tradicionales de la familia pa-triarcal, tipo de familia de la que
provenían ambos. Creo, en efecto que un estudio de la familia sanjuanina
en la que nació Sarmiento y a su vez de la familia ambateña de la que
surgió Montalvo, nos permitiría dar con sorpren-dentes similitudes.

• 53 •
La cuestión de la conflictividad social
Así, pues, a pesar de las diferencias que hemos señalado entre la primera parte
del Facundo y Las Catilinarias, podríamos afirmar que hay en común por parte de
estos dos grandes escritores nuestros, una exigencia de cambio de las costumbres
populares, a la vez que una defensa en favor de la subsistencia de las costumbres
propias de la familia patriarcal de la época. Unas deberían ser erradicadas y las
otras, reasumidas dentro del futuro Estado liberal e incor-poradas dentro de la
nueva estructura jurídico-política del mismo.

Ahora bien, habíamos dicho que la cuestión del Estado no ha sido objeto de un
tratamiento expreso por parte de Montalvo, hasta el extremo de que es rara la
misma palabra “Estado” en sus escritos. ¿Se debe esto a que consideraba que era
una tarea posterior, un resultado de una lucha que debía darse en aquellos otros
niveles que hemos mencionado? ¿O se debe a algo que es posiblemente más
interesante, que en verdad, el Estado no era para Montalvo la “sustancia ética” por
excelencia como pasa en el pensamiento hegeliano? Pensamos que ésta sería la
pregunta más adecuada. La confirmación de esta suposición nues-tra, ha de
buscársela en algo que está en los inicios mismos del pensamiento montalvino y
que le lleva a titular a su primera obra de significación con el nombre de El
Cosmopolita. En este sentido podríamos decir que la posición de Montalvo
respecto del Estado se aproximaba más a la tradición establecida en el
pensamiento europeo de un Kant, en la etapa de la ilustración, que a la res-puesta
dada durante la etapa romántica por Hegel y los que tal vez podríamos llamar
“hegelianos ortodoxos”. Kant pensaba, en efecto, en un “ciudadano del mundo”
(Weltbürger) que sabría colocarse por encima de las discordias de los Estados
entre sí, esas discordias que según el propio Kant nos dice, hacen que las
naciones más civilizadas se conviertan en las más salvajes.

Podríamos decir que ningún pensador social ha dejado de señalar, con dis-
tintas actitudes frente al hecho, la conflictividad de las relaciones humanas. Lo
que sí diferencia a unos pensadores de otros es el lugar en el que se entiende
que se produce lo que podríamos considerar como el hecho más conflictivo de
mayores consecuencias y de mayor peso dentro de la sociedad. Hegel enten-
dió que esa conflictividad se daba a nivel de los Estados entre sí y justificaba
desde ese punto de vista los Herrenvölker, los pueblos- amos, aquellos en los
que el Espíritu Universal había alcanzado su máximo reencuentro consigo
mismo y que debían imponer mediante la fuerza su “civilización” a los otros.
Marx, como sabemos, “bajó” el nivel de la conflictividad primaria a un nivel
• 54 •
dado entre las clases sociales y consideró al Estado como la
superestructura jurídico-política generada por la clase social dominante.
En los liberales pos-teriores, pensemos en el caso de un Herbert Spencer,
aquella conflictividad es desplazada diríamos todavía “más abajo” al nivel
de los individuos entre sí de donde salió la formulación del liberalismo
individualista que tanto tiene que ver con la cuestión de la competencia y,
sobre todo, de la libre competencia. Influido por el darwinismo -en donde
la conflictividad es entendida entre las especies orgánicas- había tomado
de esa filosofía la idea de la sobrevivencia del más fuerte.

Pues bien, de todos esos modos de comprensión de la conflictividad pri-maria,


al que más se aproxima Montalvo es a la respuesta del liberalismo in-
dividualista, sin que se confunda sin embargo totalmente con él. En última
instancia el conflicto se da entre un individuo y otro, pero lo que no es exac-
tamente igual en Montalvo y el liberalismo clásico inglés es precisamente la
noción de individuo. No olvidemos que la respuesta spenceriana era de tipo
“positivista” y que la atmósfera vital de Juan Montalvo fue romántica.

La fuerza que muestran en Montalvo las “asociaciones intermedias” entre el


individuo y el Estado, a saber, la familia y la asociación civil, son una prueba de la
presencia de lo que bien podríamos denominar como un “individualismo
moderado”; y a su vez, el hecho de que encima del Estado o de los Estados se
hable de la “humanidad”, y más concretamente de una “cosmópolis”, es decir, de
una “polis” universal que se encuentra por encima de todos los Estados posibles y
de la que también somos ciudadanos, muestra por su parte el lugar derivado y
hasta dependiente que piensa para el Estado. Tal vez podríamos decir, dentro de
los términos de la clásica actitud conciliatoria que caracteriza a Montalvo, que su
fórmula era la de ni “individualismo” ni “estatismo”, con lo que venía a aproximarse
de modo notable al pensamiento que contemporá-neamente a sus últimos escritos
habría de tomar cuerpo en España, nos referi-mos a los krausistas con los que
muestra notables semejanzas y con algunos de los cuales había tenido tratos. No
queremos insinuar por cierto un Montalvo krausista ni nada por el estilo, sino
simplemente señalar corrientes de ideas contemporáneas e interesantemente
próximas entre sí. En todo caso, el mon-talvismo y los pensadores krausistas
formaban parte de una filosofía social y política que readecuó primitivas posiciones
románticas a las exigencias de un pensamiento liberal en fuerte crecimiento, pero
limando las aristas tanto del romanticismo como del liberalismo en sus
manifestaciones posteriores al he-cho romántico. Ni ese individualismo que
caracterizó al héroe singular, casi
• 55 •
absoluto, que vivió “le mat du siècle” en una soledad en la que “no había
más código que el capricho, ni más gendarme que el hastío”, personaje
romántico de primera hora, en verdad más ideal que existente; ni ese otro
individualismo pensado fríamente como la respuesta de un hombre que
debía sobrevivir prac-ticando el “struggle for life” que imponía la cruel
sociedad industrial, como lo pensó el spencerismo.

Siempre la conflictividad primaria fue entendida como dada en la relación


entre individuos, pero no fueron vistos como entes absolutos, sino como
in-tegrantes de las “sustancias éticas” dentro de las cuales se ha de
desarrollar la individualidad, la familia y la asociación civil. Desde este
ángulo venían a colarse y a alcanzar una cierta presencia las clases
sociales, sobre las que, como sabemos, el propio Montalvo elaboró una
doctrina dentro de la cual la “aso-ciación civil” constituía la clase social
primaria, frente a las otras que él señala, el ejército y la iglesia.

Por cierto que debemos distinguir entre las clases sociales objetivamente
dadas en la época y el modo como Montalvo las objetiva. En este sentido es
necesario llevar adelante una doble lectura de los textos montalvinos en cuan-
to que hay páginas que nos ponen ante grupos o sectores que para él no eran
“clase social” y que sí lo son para nosotros, tal como podría ser y de modo
importante, la población campesina. Pensemos, por ejemplo, en la pintura del
“chagra” que es para nosotros momento decisorio dentro del texto de Las
Catilinarias, en donde Montalvo despliega su rechazo de las despreciables for-
mas de la vida “plebeya” y al mismo tiempo nos dibuja un tipo humano -como
buen “pintor de costumbres” y “miembro del gremio de los Larras”, como a sí
mismo se llama- con colores que denotan aquella contradicción que recorre
toda la literatura montalvina entre lo “popular” y lo “culto”, entre la “asocia-ción
civil” que se da en los hechos y la “asociación clvll” ideal que nos propone. En
pocas palabras, entre la “nación” -si por tal entendemos básicamente al
pueblo y a la cultura popular y el Estado, aun cuando únicamente exista como
proyecto. Doble lectura, como decíamos, que nos pone frente a una realidad
social que surge de los textos montalvinos a pesar de él mismo y el modo
como él teoriza acerca de esa realidad social.

Otra vía para delimitar la noción de “individuo” en el pensamiento montal-vino


se encuentra en el hecho bien importante por cierto de que es pensado
siempre en relación con la noción de “ciudadano”. Cumplamos los deberes de
ciudadanos -nos dice en las páginas iniciales de El Cosmopolita (I, 6) exi-
giendo la realidad de nuestros derechos, obedeciendo las leyes, llenando las
• 56 •
obligaciones que se derivan de ellas y procurando con el influjo de la pluma
corregir las costumbres sociales, malamente estragadas de estos años. El
con-cepto de “ciudadano” es una de las grandes conquistas del siglo XVIII que
incidió de modo sustancial en la comprensión del individuo, entendido antes
dentro de la categoría de “súbdito”, palabra derivada del verbo “subdere” que
significa simplemente “someter”, “poner debajo”. Con la ilustración, y eso se
ve ya de modo ciertamente importante en los escritos de Eugenio Espejo, se
comenzará a hablar de “ciudadano”, es decir de un integrante de la “ciudad”
que es el tipo de asociación dentro de la cual se generan y se desarrollan las
“luces” tal como lo entendería la Europa moderna. Y dentro de ella se parte de
la base de que no hay nadie debajo de nadie, por lo menos dentro de ese es-
tamento social en ascenso que fue la burguesía en el viejo Continente y nues-
tras pre-burguesías latinoamericanas. En este sentido no nos equivocamos si
Montalvo durante el siglo XIX desarrolló, dentro de nuevos marcos, por cier-to,
la problemática ilustrada que había dejado claramente planteada Eugenio
Espejo, el antecedente indiscutible de Montalvo en esa pasión por corregir las
costumbres. Claro está que en Montalvo aquella noción de ciudadano habría
de enriquecerse con la de “ciudadano del universo” o “ciudadano del mundo”,
postulado por sus ideales cosmopolitas.

Por cierto que esa noción de individuo, considerado desde la de


ciudadano, estuvo aquejada de contradicciones que fácilmente podríamos
señalar sin mu-cho esfuerzo. Había un factor que para Montalvo resultaba
importante y era que no se accedía a la ciudadanía, si no estaban dadas
las condiciones tanto de la moralidad subjetiva como de la eticidad. Y esto
lo expresa con su fuerte denuncia de la “barbarie”. “Como escritor -nos
dice-pinto las costumbres y me lamento de nuestra “barbarie”
(Cosmopolita I, 212). Y por cierto que esa figu-ra de la “barbarie” incluía
no solamente aquellos aspectos indiscutiblemente repudiables, como son,
por ejemplo, el tormento, el asesinato, la delación o la tiranía, sino otros
tales como las costumbres “primitivas” de la población campesina.

Las categorías sociales


Podríamos, pues, definir la tarea que se propuso Montalvo -y con él los in-
telectuales hispanoamericanos de su generación- como un intento de cons-
trucción de una eticidad, exigencia y programa que implicaba la necesidad
• 57 •
de construir las categorías sociales con las que se había de Ilevar adelante lo
primero. La construcción de la eticidad apuntaba básicamente a la conforma-
ción de una “asociación civil” estable y armoniosa que debía generar un nuevo
concepto de “propiedad”, el de “propiedad productiva”, frente a la “propiedad
improductiva” o simplemente de subsistencia, tal como lo exigía el espíritu del
capitalismo naciente. Por su parte, la construcción de las categorías socia-les
tendía a dar las herramientas teóricas como asimismo a expresar la nueva
escala de valores que exigía el proceso de “modernización” de una sociedad
no carente de virtudes, aun cuando primitiva o bárbara en otros aspectos.

No podemos detenernos en el complejo mundo categorial. Simplemente


diremos que hay “categorías de predicamentación”, las famosas categorías de
sujeto y atributos de que nos hablaron Aristóteles y Kant y están, por otro lado,
entre otras, las “categorías sociales” que se caracterizan por no ser nunca
ajenas a un contenido axiológico y por dársenos, por tanto, polarizadas como
“valor” y “anti-valor”. Hegel nos dice que las categorías en general funcionan
como “resúmenes” o “abreviaturas” de la realidad y que sirven, además, para
el señalamiento de “relaciones objetivas”; por su parte, Adam Schaft, dentro
de los semiólogos contemporáneos nos dice que las categorías, a la par que
significados, nos transmiten “convicciones” y por último dentro de la “teoría del
discurso” José Gaos ha señalado el papel de “dominio” que juegan las cate-
gorías dentro de una estructura discursiva.

Pues bien, todo pensamiento social construye su objetividad sobre la base


de un sistema de categorías específicas que forman la trama de la
compren-sión de lo real y que, aun cuando analizado su contenido
semántico podamos hablar de una naturaleza ideológica de las mismas,
no dejan de ser de algún modo manifestación de una realidad.

Hechas estas disquisiciones de modo apretado, digamos ahora que es im-


portante aproximarse al pensamiento social de Montalvo con el intento de
señalar el sistema categorial sobre el cual funciona. ¿Cuáles son aquellos
con-ceptos que actúan como “resúmenes” de la realidad? ¿En qué sentido
ellos nos ponen frente a “relaciones objetivas” y como son percibidas éstas?
¿Bajo qué aspecto funcionan como “convicciones”? ¿De qué manera el
sistema de “discursos referidos” del que nos habla Voloshinov se encuentra
ordenado en función del papel dominante de los conceptos categoriales?

Hechas estas preguntas las contestaremos afirmando que hay en particular un


par de conceptos que se destacan a lo largo de toda la obra montalvina y
desde los cuales él montó la retícula a través de la cual tomaba posiciones
• 58 •
tanto respecto del ser, como del deber sociales. Nos referimos a dos conceptos
que, por lo demás, en cuanto típicas categorías sociales, organizaron el discur-so
antropológico de la Europa de los siglos XVIII y XIX y de la casi mayoría de
nuestros grandes escritores. Nos estamos refiriendo a las categorías de “civi-
lización” y “barbarie”, con los matices implicados en cuanto es posible señalar a su
vez un grado más profundo de “barbarie”, a saber, el “salvajismo”.
La investigación europea contemporánea de la historia de las ideas ha
desta-cado la importancia de esas categorías a través de significativos
aportes, tal es el caso de la obra de Urs Bitterli que lleva el significativo
título de Los “salva-jes” y los “civilizados”. El encuentro de Europa y
Ultramar (1976). Interesante resulta notar que obras como la citada ven el
problema desde “la civilización” (entiéndase Europa) hacia el mundo
colonial, por cierto con ojos críticos y haciendo el balance de esa mirada.
Lo que no saben los europeos es que noso-tros, ya desde el siglo XIX,
estábamos mirando la “civilización” desde nuestra “barbarie”, mas con una
relativización de conceptos mucho más crítica que la desarrollada por los
propios colonizadores. Justamente ésta es la posición de Juan Montalvo.

En nuestro libro El Pensamiento social de Montalvo (1984) anticipamos ya


aspectos que consideramos de importancia dentro del pensar social del ilus-
tre ambateño. Y una de las cosas que destacábamos en nuestro análisis era el
modo como aparecían construidas aquellas categorías sociales. En líneas
generales debemos señalar dos modos de utilización de dichas categorías y
por tanto variantes semánticas de importancia. Frente a los imperios que
podían afectar la integridad continental de nuestra América, en particular los
impe-rialismos europeos de la época, Europa aparecía ejerciendo la barbarie,
a pesar de su declarada civilización. Ya hemos señalado que no hay para
Montalvo una visualización del peligro yanqui, que sería denunciado años más
tarde por otro fecundo escritor ecuatoriano, José Peralta.

Frente a la realidad social del pueblo ecuatoriano, la barbarie será


señalada como propia del estamento social campesino, tanto en lo que se
refiere a cos-tumbres, como al lenguaje. El casticismo, que aproxima a
Montalvo a la ideo-logía de la aristocracia terrateniente orgullosa de su
ascendencia española, lo habrá de separar de actitudes y valoraciones
como las que mostró José Leon Mera, ese otro ilustre ambateño.

Otras manifestaciones de la “barbarie”, en relación con clases sociales, fue-


ron las que se pusieron de manifiesto en el gobierno despótico y hasta sangui-
nario de García Moreno, apoyado por un sector de la clase terrateniente y la
• 59 •
Iglesia, y que expresaba una extraña y hasta incongruente mezcla de moderni-
zación, dentro de una ideología ultramontana profundamente reaccionaria; bárbaro
fue asimismo, según se ocupa de mostrárnoslo con toda su fuerza literaria
Montalvo, el gobierno tiránico de Ignacio de Veintemilla, quien con cierto tinte
“liberal” en medio de desordenadas costumbres, movilizó un go-bierno al que
ahora tal vez denominaríamos como “populista”. En este caso, la presencia de la
plebe, como elemento de apoyo del gobernante y sus pro-pias maneras plebeyas,
le acarrearían por parte de nuestro escritor denuestos que en más de un caso se
vuelven contra él mismo. Lógicamente que desde el “casticismo” como ideología
resultaba inadmisible nuestro campesino y mucho más inadmisible su presencia
política. Según estos esquemas, que presentamos aquí apretadamente y que han
quedado expresados en El Cos-mopolita -diatriba contra García Moreno- y en Las
Catilinarias -que lo son contra Veintemilla, Urbina y Borrero- Montalvo entreveía
dos extremos de la barbarie de su patria: uno, el poder despótico conservador, y el
otro, el poder despótico con apoyo popular. La línea de una política “civilizadora”
debía ir por un canal intermedio y que es lo que se ocupa con empeño en
mostrarnos Montalvo, expresión a nuestro juicio de lo que tal vez podríamos llamar
una clase media ecuatoriana, pequeño-comerciante y pequeño-agricultora. Línea
“civilizadora” que postulaba la construcción de una “asociación civil” en la que
imperaran, en lo privado, las virtudes de la familia patriarcal y en lo público un
severo ejercicio de la ciudadanía organizada alrededor de ciertos hombres a los
que él mismo denomina como “operarios de la civilización” y que habrían de fungir
como modelos, de un modo equivalente a los modelos que encon-traba Montalvo
en la tradición republicana de la Roma clásica.

Dentro de aquella “moral privada”, la eticidad a nivel de la familia, se postu-la


el papel social y el sentido que la mujer tiene para la sociedad humana. Es
justamente respecto de la mujer donde se produce aquella revaloración de vir-
tudes patriarcales que le llevan al extremo de hacer del “honor” del varón algo
equivalente a los valores sagrados y a afirmar -en contra de la “civilización”
francesa acusada en esto de decadente- que la moral de un Otelo es respaldo
de los más altos principios sociales (Cf. Cosmopolita, II, 31-36). Donde el fue-
ro de la mujer no se ha fiado (es decir no ha sido asegurado) por las costum-
bres y los varones no las respetan como a una deidad tutelar, la civilización no
reinará sino a medias, y por fuerza y razón seremos broncos y retrógados, por
mucho que nos andemos llamando civilizados y refinados pueblos (Cosmo-
polita, I, 354). Ciertamente que a la par de aquellos benéficos celos, la mujer,
• 60 •
dentro de un ideal acabadamente tradicionalista y de repudio de toda forma de
modernidad, era colocada, como diosa prisionera, atada a la rueca. Este
ambiguo y hasta retórico discurso sobre la mujer que ocultaba toda una tradi-
ción represiva, no impedía ser moderno en otras cosas, con lo que Montalvo
venía a caer en una contradicción semejante a la de un García Moreno que se
movía también entre la defensa a ultranza de las costumbres antiguas y una
modernización. No en balde, en más de un texto acaba llamando a García
Moreno “gran tirano” y llega hasta a reconocerle virtudes a pesar de haber
predicado en contra de él nada menos que el tiranicidio.

Queremos ahora ocuparnos en particular de dos temas que hacen de modo


muy directo a la problemática de “civilización” y “barbarie”: el cosmo-politismo
montalvino y su definición de sí mismo, aunque a primera vista nos suene a
paradoja, como un ser “semi-bárbaro” y hasta “salvaje”. Este último tema se
encuentra, como es fácil de sospecharlo desde un primer momento, en
relación con una problemática, incorporada en el pensar montalvino, cuyas
raíces se hallan principalmente en Rousseau y en las formulaciones que
mues-tra el rousseaunismo tanto en Europa como en Hispanoamérica.

La temática del “cosmopolitismo” ha tenido dos momentos en la historia


intelectual latinoamericana. Una primera, característica de la segunda mitad
del siglo XIX, compartida por escritores como Sarmiento, Lastarria, Bilbao y
Montalvo, entre otros, y una segunda propia de la primera mitad del siglo XX,
inaugurada en particular por José Enrique Rodó. En el primer momento el
concepto se nos presenta con una connotación positiva y de alguna manera
enfrentando a las ideas de “patria” y “nación”, sobre todo cuando esas nocio-
nes se apoyaban en sentimientos primitivos, o simplemente no compartidos,
irracionales. En el segundo momento la palabra “cosmopolita” adquirirá una
connotación negativa. Se habla de “cosmópolis” en el sentido de “Babel” o de
confusión de razas o de hombres, que hacen perder la memoria de una
“patria” o de una “nacionalidad”, que ahora aparecen como valores primarios.

El uso que hace Montalvo es complejo y su análisis puede llevar a confusio-nes.


Creemos, sin embargo, que hay en él una línea que puede ser mostrada y que nos
confirma en la importancia que el “cosmopolitismo” tiene dentro de su concepto de
“civilización”. Por otra parte, “cosmopolitismo” es sinóni-mo en Montalvo de
“internacionalismo” tal como surge del célebre “Discurso pronunciado en la
instalación de la ‘Sociedad Republicana’ y su comentario”, que podemos leer en El
Regenerador. “La Internacional -dirá allí- es una socie-dad cosmopolita: no la
temen sino los tiranos; y con justicia, porque sus esta-
• 61 •
tutos y sus fines son contra la tiranía”. Ser “cosmopolita” es estar en contra del
perverso sentido de “patria” tal como la entienden los malos ciudadanos. “En
estas nacioncillas de partidos cada cual llama patria a su poder y su provecho:
patria es el mando, patria es el sueldo, patria las bayonetas y patria el partido”
(Cosmopolita, II, 310). Estas ideas eran las mismas que expresaba Lamartine,
el admirado vate francés de cuya amistad se enorgullecía Moltalvo. Este, en
efecto, había dicho: “¡Naciones! Palabra pomposa para decir ¡barbarie!”

De ahí que en Montalvo nos encontraremos con una aparente indecisión en el


sentido con que se usa el término “patria”. Por momentos reacciona ante las
formas bárbaras del patriotismo y el nacionalismo y se acuerda de la afir-
mación de Cicerón, uno de sus autores clásicos preferidos, quien había dicho
Patris est ubicumque est bene. La patria -nos dice- no consiste en las casas, los
jardines, el suelo donde andamos: si un pueblo se alza como una sola familia, y
lleva consigo sus leyes, costumbres y ciencias, la patria va con ese pueblo.
(Cosmo-polita, I I , 91-92). Denme un Ecuador libre -nos dice más adelante-
ilustrado, digno, y soy ecuatoriano; de lo contrario me quedo sin patria, porque el
hombre de bien no la tiene sino donde impera la virtud (subrayado por Montalvo).

Llamaré Roma a cualquier rincón del mundo en donde pueda


vivir libre... (Ibi-dem, p.117).

Mas, en otros momentos y bajo la magia romántica de Chateaubriand, se deja


llevar por el sentimiento del terruño y nos declara que el destierro puede ser
un mal aun para los “ciudadanos del universo”, es decir, los cosmopolitas:
...si se toman en cuenta los lazos de sangre, las tiernas
correspondencias del corazón, las gratas costumbres contraídas...mal
es. Por qué no vuelvo a ver los lugares queridos -nos concluye
diciendo con su corazón puesto sin duda en su entrañable Ambato-
donde nací, crecí y me volví hombre? (Ibidem, p. 230-231).

El “cosmopolitismo” -que es para Montalvo una forma verdaderamente uni-


versal de cristianismo- no es incompatible con la “patria”, por cierto siempre y
cuando ejerzamos un “patriotismo” ilustrado, “civilizado” y no “bárbaro”. Y más
aún, la noción misma de “patria” no alcanzaría toda su riqueza si no la
pensáramos desde aquella mirada universal que genera el espíritu cosmopo-
lita. De ahí aquel enunciado repetido en sus escritos con valor de apotegma:
Primero la humanidad, luego la patria y después el individuo, “Graduación de
la filosofía” como él la llama, que tiene resonancias sansimonianas (Cfr.
Cosmopolita, 11,170). Aquel que asuma esa visión y la cumpla humanamente
integrará el número de los “hombres útiles o necesarios” a cuya muerte serán
• 62 •
llorados por todos. Para ellos su familia no está en su casa, está
en una ciudad entera; su cuna no es una ciudad, es una nación;
su patria no es una nación, es el mundo (Ibidem, p. 92-93). Y
así es cómo se puede ser aldeano y universal a la vez.

Las nociones de “cosmópolis” y de “patria”, que implican una especie de doble


ciudadanía: la de “ciudadano del mundo” y la de “ciudadano de una nación”,
determinan el marco dentro del cual pretende Montalvo marcar el espíritu de lo
que ha de ser la “asociación civil”, una de las “sustancias éticas” básicas sobre
las que habrá de organizarse el Estado. Mas, tal como lo había-mos
anticipado, esa eticidad no concluye en el Estado, sino que lo traspasa y lo
incorpora dentro de una noción universal, con lo que venía a perder la fuerza
que se le asignaba en otros modos de comprender la vida política.

La temática de “civilización” y “barbarie” es, como ya puede verse, en ex-


tremo rica y sobre todo compleja. Aquellos conceptos atraviesan la
totalidad de los textos montalvinos y constituyen de modo muy claro,
verdaderas cate-gorías sociales. Lógicamente que para poder determinar
el modo cómo esas categorías han sido construidas, debemos partir de
una lectura textual y a la vez contextual que nos permita señalar el
contenido semántico sumamente móvil que encierran.

El “buen salvaje”
Largo sería que siguiéramos en todas sus posibilidades de significación las
nociones mencionadas. Acabaremos abordando un aspecto que nos parece
de singular interés, la problemática de lo que Montalvo entiende por “salva-
jismo” y que, como decíamos, por momentos puede parecernos paradojal. La
cuestión se relaciona, además, con la presencia de Rousseau en los escritos
montalvinos. Así, pues, antes de ocuparnos específicamente de la cuestión del
“salvaje”, veamos de modo apretado algunos de los temas de raíz
rousseaunia-na que tienen directa relación con él.

Montalvo nos habla de la “voluntad general” como principio de la


sociedad humana y como razón de ser de un gobierno republicano
o democrático y a la vez nos recuerda, en muchos lugares, la
existencia de un “pacto social” en relación directa con aquella
voluntad, “pacto” que es justamente el que quie-bran los tiranos.

• 63 •
Decimos que es interesante y que hasta llama la atención la presencia de estos
temas porque la lectura de Rousseau en América Latina muestra dos momentos
fácilmente diferenciables: antes y durante las Guerras de Indepen-dencia hay una
actitud de aceptación de las ideas del Ginebrino, mas, conclui-das aquellas e
ingresados en la etapa que hemos denominado del Interregno, se produce un lento
y constante proceso de rechazo de Rousseau en la medida en que es considerado
como un doctrinario subversivo. La tesis del “pacto” es puesta en duda y junto con
ella el papel que se asigna a la “voluntad” en la vida política. En efecto, y tal será el
modo de pensar generalizado, “voluntad” tene-mos todos, hasta los campesinos,
pero no todos tenemos una “razón ilustrada”.

A pesar de esto, como decíamos, en Montalvo se mantienen ambas teorías.


Por cierto que, no cabe duda, el ejercicio de la “voluntad general” depende en
él de un proceso de “ilustración”, de “luces” o de “civilización” y mientras tanto
resulta justificable, como surge en más de un texto de modo claro, el “déspota
ilustrado”. Sea como fuere el caso es que de alguna manera Rousseau
subsiste en los textos montalvinos y es tratado con simpatía.

El otro tema clásico que tiene sus antecedentes principales en las ideas de
Rousseau es el que ya habíamos anticipado y que nos interesa particularmente, el
del “salvajismo” y de modo especial, el del “buen salvaje”. ¿Cómo es asumida esta
idea? Debemos tener muy presente que Rousseau tuvo el cuidado de de-cirnos
que había concebido la tesis del “buen salvaje” dentro de los marcos de una
“historia hipotética”. Por otro lado, el concepto pareciera haberle llegado a
Montalvo dentro de la versión difundida por Chateaubriand, para quien el
cristianismo se salvaba del rechazo general de la cultura lanzado por Rous-seau.
Por otra parte Chateaubriand hizo de puente entre la doctrina del “buen salvaje” y
el “indianismo”, hecho de particular importancia en el desarrollo de esa amplia y
difusa visión del mundo “primitivo” que se extendió en nuestras tierras. Por lo
demás, la influencia del célebre autor de Atala no sólo alcan-zó a Montalvo, sino
que -reduciéndonos a la cultura literaria ecuatoriana- se hizo presente en José
Joaquín Olmedo y de un modo significativo en la novela Cumandá de José León
Mera. Por cierto que no debemos confundir el “in-dianismo”, tendencia literaria, con
el “indigenismo”, posición social y política.

Aquí deberíamos sin embargo señalar algo que nos parece importante. En
efecto, Montalvo hace del “indianismo” una ideología, si no indigenista -que no
lo es de ninguna manera-, por lo menos “americanista”. Con la noción de
“salvaje” quedará expresada la naturaleza americana, junto con su humani-
dad, desde una actitud positiva. Y del mismo modo que rescata esa idea, hace
• 64 •
otro tanto con la de “barbarie”: en efecto, también hay un modo positivo de ser
bárbaros. Y de esa naturaleza y de esa humanidad, es el propio Montalvo
quien se pone como testimonio. Y así nos hablará de sí mismo como “bárba-
ro”, como “semi-bárbaro”, como “pequeñuelo-bárbaro” o simplemente como
“salvaje” y además expresará, en más de una ocasión, su deseo de
abandonar el marco de la civilización para refugiarse en las selvas.

De este modo surge una “añoranza” del “buen salvaje” que es al


mismo tiem-po orgullo de hombre americano. Afirmación y a la vez
ansias de fuga, como se lo ve de modo muy claro en las páginas
de los Siete Tratados, o en las postre-ras de El Regenerador.

No deja de ser interesante saber que Chateaubriand, “el más poderoso


genio de la moderna Francia”, según decía Montalvo, durante toda su vida
se deno-minó a sí mismo, orgullosamente, como “el Salvaje”. Y que al
propio Montal-vo, en la casa de Charles Ledru, en París, amigo que había
sido de Chateau-briand, se le llamaba cariñosamente “el buen salvaje
americano”. El texto sobre el terremoto de Imbabura, que dedicó a Víctor
Hugo, dirigiéndose al maestro como “el pequeñuelo bárbaro”, le pareció al
célebre Rufino Cuervo un escri-to que podía calificarse, siguiendo una
expresión utilizada por Byron, como “wild”, es decir, “salvaje”.

En 1872, en las páginas de El Antropófago declaró que había escrito un libro,


en verso, titulado El bárbaro de América en los pueblos civilizados de Europa;
en una carta a una sobrina de Lamartine, que estaba recolectando escritos de
su tío, le hablaba llamándose un “salvaje del Nuevo Mundo” y se quejaba de la
“horrible barbarie” en que había caído su patria.
En todo momento se trataba de un modo de afirmación de sí mismo y de su
americanidad. Tal vez en donde mejor se note sea en numerosos textos de los
Siete Tratados en los que, orgullosamente, habla de lo que es capaz de hacer un
“semi-bárbaro” con la obra de Cervantes. En efecto allí, en las páginas de “El
buscapié” se pregunta: Lo que no les fue dable a los mayores ingenios españoles
ha de alcanzar un semi-bárbaro del Nuevo Mundo? Sírvale de excusa la igno-
rancia, abónele el atrevimiento, que suele ser prenda o vicio inherente al hombre
poco civilizado (p. 286). Y más adelante ha de insistir en la misma idea: La
naturaleza prodiga al semibárbaro ciertos bienes que el hombre civilizado no da
sino con mano escasa. La sensibilidad es suma en nuestros pueblos jóvenes, los
cuales, por su imaginación, superan a los envejecidos en la ciencia y la cultura (p.
292). Se sentía Montalvo poseedor de “sensaciones rústicas”, “pecho bárbaro

• 65 •
dotado de inteligencia inculta, pero fuerte”, “sensibilidad
tempestuosa”, en fin un verdadero “océano” (293).

A pesar de la existencia de esa otra “barbarie”, expresada sobre todo en la ti-ranía


y el despotismo, tanto de los tiranos y déspotas como de ciertas costum-bres que
encontraba repudiables, con esta “semibarbarie” o “barbarie” fecun-da, pareciera
estarnos expresando el estado de ánimo creador que acompañó a los libertadores
en las Guerras de Independencia, aún vivo en aquellos años. Dentro de ese mismo
espíritu, precisamente, Montalvo hablará de Simón Bo-lívar como “el protagonista
de la Ilíada semi-bárbara”, idea que no es extraña a ciertas afirmaciones propias
del romanticismo según las cuales los pueblos comienzan con la poesía y
precisamente con la épica, como los griegos, en medio de su barbarie, se iniciaron
con Homero (Siete Tratados, II, 115).

Por cierto que con lo que acabamos de decir estamos señalando uno de los
rasgos del Montalvo propiamente romántico. Dentro de ese sentido y en pro-
ducciones tempranas de las que no se puede dudar de haber sido escritas con
ese espíritu, en uno de sus conocidos ensayos sobre Lamartine establece
Mon-talvo un interesante paralelo entre la manera de ser europea y la
americana. Contrapone allí civilización-sensibilidad, espíritu-corazón, vida
social-sole-dad, arte-naturaleza, y ciencia-corazón. Podríamos tal vez resumir
esas parejas de contrarios en las de “sensibilidad”, por un lado, y
“racionalidad”, por el otro, o con términos montalvinos “civilización” versus
“barbarie” o “buen salvaje” (Cfr. Páginas Inéditas, I, 83).

Habíamos dicho que Chateaubriand estableció el puente entre la tradición


rousseauniana del “buen salvaje” con el “indianismo”. No queremos decir con esto
que sea el padre de ese movimiento literario iniciado ya antes que él, pero sí fue
uno de sus más vigorosos propulsores en nuestras tierras. Pues bien, Montalvo
también ha hecho, a su modo, “indianismo”, sin que esta lectura de las cosas
nuestras hechas desde afuera y con espíritu exótico despertara en él actitudes
indigenistas, las que decididamente no las tiene. Hermosas pá-ginas nos ha dejado
dentro de aquel espíritu indianista en las que se siente, sin dudas, encarnado en
los personajes míticos del Mississippi. En los inicios del segundo tomo de Las
Catilinarias, obra en la que con mayor dureza e incomprensión se ha referido a las
costumbres y al lenguaje del indígena ecua-toriano, nos dice que si mío fuera
elegir el lugar de mi cuna, en un tris hubiera estado que yo me decidiera por las
regiones donde el Amazonas, rey de los bos-ques, gobierna en silencio la
naturaleza, o sobre las orillas del Mississippi por donde van corriendo Chactas y
Atala en busca de soledad para sus amores... El
• 66 •
hermoso texto concluye con la descripción imaginaria del propio Montalvo,
con su diadema de plumas, la chonta y el arco, cual “soberbio hijo de la
selva” (Catilinarias, Il, 2-6). Era otro modo de reencontrarse con ese “buen
salvaje” que sentía en su interior como hombre americano.

Fácil sería por lo demás entroncar este indianismo con la literatura de tipo pastoril,
cuya presencia es evidente en el ilustre ambateño, como asimismo con la vigencia
no suficientemente señalada a nuestro juicio del lejano mito que se remonta hasta
los días de Cristóbal Colón, según el cual el Paraíso estuvo en el Nuevo Mundo,
más concretamente en las selvas amazónicas. Este era otro modo de afirmar
nuestra americanidad, tal como lo había hecho en el siglo XVII Antonio de León
Pinelo. Mas, no vamos a tocar esos interesantes aspectos, aun cuando todos ellos
tengan entronques con el del “buen salvaje”.

Lo que sí queremos ahora señalar es que estos vivos temas, unos surgidos
con el romanticismo, otros recuperados desde esa misma sensibilidad, se
man-tuvieron vigentes en el alma de Montalvo hasta sus últimos días. Y hasta
po-dríamos decir que la profunda convicción de su naturaleza de “buen
salvaje” la experimentó principalmente durante sus estadías en Europa, por
reacción sin duda ante el salvajismo, tomando ahora la palabra en su sentido
peyora-tivo, de la vida tal como se vivía en las grandes naciones “civilizadas”
de la Europa industrial. Ante la repulsa que le causaban modos propios de la
vida burguesa -”la burguesía me fastidia”, diría en 1870- ansiaba ser “salvaje
libre en medio de las selvas” (Páginas inéditas, II, 92). Me convendría ser hijo
de los bosques -dice en otro lado- independiente y libre, que coma de los
árboles y beba de los ríos: la sencillez de la ignorancia tiene su embeleso y la
poesía de Chactas es una felicidad profunda (II, 24). En fin, Cuando padezco
mucho -nos confi esa en otro texto... me sucede a veces desear con
vehemencia la vida del salvaje que anda vagando por las selvas... (II, 14).

Estos sentimientos se encuentran asimismo conectados con algo que es


también típicamente romántico, la comunión con la naturaleza y la práctica de
la soledad. A propósito de esto se produce en Montalvo otra contrapo-sición
interesante, pues pareciera afirmarnos que hay una incompatibilidad entre la
relación “soledad-naturaleza”, por una parte, y la relación “sociabilidad
-ciudad”. Parece que la contemplación de la naturaleza -nos dice- no es
necesaria para el desarrollo de la inteligencia. Racine jamás dejó la ciudad, e
igual Lafon-taine. Creo empero que sería un tonto si no hubiera vivido tan
íntimamente con la soledad. Y si las escenas de la naturaleza no me hubiesen
sido tan conocidas (Páginas Inéditas, II, 108-109).
• 67 •
Lo que acabamos de ver parece ponernos en una contradicción
que echaría por tierra todo lo que hemos comentado a propósito de
la sociabilidad en Montalvo y la importancia que tenía en aquella
construcción de la “asociación civil” como parte de la eticidad.

Desde un punto de vista al que podríamos, tal vez, considerar como antro-
pológico -por cierto dentro de la antropología y la etnografía generadas en la
época- la barbarie tiene como carácter más saliente una cierta insociabilidad y
en tal sentido, formas de vida solitaria. Con la sociabilidad -nos dice- el hom-
bre quiere salir de la incultura primitiva (Cosmopolita, II, 287). Resulta evi-
dente que la soledad del hipotético salvaje rousseauniano no es la que piensa
Montalvo. Se trata de una soledad creadora que es parte inherente y
necesaria respecto de la vida en comunidad. El poeta, el filósofo, producen en
la soledad -nos dice- pero esos “prodigios de soledad” necesitan ser
comunicados (Ibi-dem). “Del retiro traen los filósofos sus más sublimes ideas”.
Para este héroe romántico, la ciudad, cuna de ese modo de vida que se llama
precisamente “civilización”, es decir, el modo de vida “ciudadano”, no puede
romper con el paisaje campesino, sino que éste ha de ser algo así como su
complemento. La solución que da Montalvo al problema de la soledad no se
apoya, pues, en el mítico aislamiento del “salvaje” del filósofo ginebrino, sino
en la soledad que el propio Rousseau practicaba en sus paseos campestres
para poder regresar a la ciudad con sus ideas geniales.

Así pues, si había señalado que para el europeo primaban la civilización por
sobre la sensibilidad, el espíritu y la ciencia por sobre el corazón, la vida social
respecto de la soledad, y por último, el arte frente a la naturaleza, y todo eso
podía resolverse en la fórmula “civilización europea” por un lado y “barbarie
americana” por el otro, queda ahora en claro que esa “barbarie” no resultaba
ser un valor negativo. Somos sensibilidad, corazón, soledad, naturaleza y no
hemos desarrollado aún espíritu, ciencia, vida social, arte. Pero ni aquello es
malo, ni esto se encuentra fuera de nuestro alcance. Muy por el contrario, por-
que somos lo primero podremos ser plenamente lo segundo, es decir, el futuro
de América es el de una nueva “civilización”. Tal viene a ser éste el sentido del
anuncio de Montalvo.

Nada más ajeno a su espíritu que predicar la “insociabilidad”. De ahí el re-


chazo violento de la propuesta de “autonomía individual” que había surgido
dentro de una de las líneas del liberalismo individualista de la época. La ex-
presión “autonomía individual” es un sin sentido, un absurdo. El “individuo” no
es “autónomo”, ese individuo no existe. De existir, avanzaríamos hacia “la
• 68 •
abolición de la sociedad humana”. Los bárbaros mismos, en sus
bosques -nos comenta ahora regresando a aquella antropología
que mencionábamos- están unidos con ciertos vínculos que si
no son leyes, son costumbres (Cosmopolita, I, 183).

El maestro José Gaos en su siempre actual libro Sobre la fi losofía en México,


habló, hace ya años, de un “imperialismo” realizado por los europeos tanto a través
de la historiografía como en la visión de la cultura, y nos proponía -di-ríamos más
aún, que nos exigía- hablar de nuestras cosas, pero con “categorías autóctonas”.
Pues bien, nosotros creemos no equivocarnos al afirmar que Juan Montalvo, con
aquellas mismas categorías que le imponía la antropología, la filosofía de la
historia y la teoría de la cultura de la Europa colonialista del si-glo XIX, supo
revertirlas en buena medida y, diríamos, también con palabras de Gaos,
autotoctonizarlas. Con ellas, construidas para expresar una realidad vista por otros,
intentó ver nuestra realidad, su realidad, con las inevitables mediaciones,
lógicamente, que podrían señalarse. Saber captar ese esfuerzo es sin duda
nuestra obligación y el mejor homenaje que podamos rendirle.

Conferencia leída en el Coloquio Internacional “Juan Mon-talvo”,


Ambato, Ecuador, 1988.

• 69 •
• 70 •
4. Negatividad y positividad de la
“barbarie” en Ia tradición intelectual
argentina

El tema de la “barbarie” en la tradición intelectual argentina se encuentra


manifiestamente relacionado con el problema de la identidad nacional y ha
adquirido presencia en ciertos momentos de crisis de una determinada forma
de identificación y de la búsqueda de otras. Lógicamente, ha sido entendida la
“barbarie” como uno de los términos de la conocida dicotomía que nos la
presenta enfrentada a la “civilización”. Si intentáramos ver de manera histórica
el desarrollo de la temática que nos interesa, no podremos dejar a un lado la
conflictividad de los procesos sociales tal como se dio en el Río de la Plata. La
cuestión muestra, por lo demás, es obvio, una faz discursiva dentro de la cual
los términos de aquella antinomia juegan como ordenadores categoriales. El
uso de estos se encuentra relacionado de modo directo, como es fácil de ver,
con la conformación de una burguesía argentina y, dentro de ella, de determi-
nadas élites de las que han salido los intelectuales en cuyas manos ha estado
su resemantización según las diversas circunstancias sociales e históricas.
Por otra parte, un estudio de la evolución del asunto que nos ocupa resulta ser
una de las tantas líneas -y no por cierto de las menos significativas- que pue-
den seguirse para aproximarse a un hecho global que se vive en la Argentina
desde la década de los 30 de este siglo XX, a saber, la crisis y disolución del
modelo de país que maduró con la llamada “Generación del 80”, debido a lo
cual este trabajo debería ser considerado teniendo a la vista el proyecto social
y político que maduró en 1910 y que fue presentado al mundo con una eu-
foria desbordante que ocultaba, sin dudas, las falencias que irían poco a poco
quebrándolo.

La cuestión de la “negatividad” o “positividad” de la “barbarie” tiene que ver,


además, con etapas que podríamos considerar de desarrollo de grandes
políticas. En líneas generales, la “barbarie” fue entendida con un signo “ne-
gativo” muy claramente ya a partir de mediados del siglo XIX hasta las tres
primeras décadas del XX, en una larga etapa signada inicialmente por el en-
• 71 •
frentamiento entre liberales y conservadores que en el Río de la Plata y en
particular en la Argentina, se los conoció con los nombres de “unitarios” y
“federales”. El año de 1852 marca el límite del conservadorismo tradicional, de
fuerte raigambre hispano-criolla y el inicio de los gobiernos liberales decla-
radamente europeizantes y con un fuerte sentido oligárquico. En esta segunda
etapa, sin embargo, aquellas oligarquías no siempre ejercieron el gobierno, en
cuanto se vieron obligadas a aceptar, entre 1916 y 1930, el acceso al poder po-
lítico de fuerzas contestatarias de espíritu popular y antioligárquicas, si bien
siempre dentro de los marcos del liberalismo iniciado con la Constitución Nacional
de 1853. Pues bien, a pesar de los altibajos políticos de este período el ideario de
la “Generación del 80”, heredera de los discursos fundadores de Domingo Faustino
Sarmiento y de Juan Bautista Alberdi, se mantuvo vigente. Contribuyó a reforzar
este hecho la construcción de una memoria histórica codificada desde el ideario
liberal a través de los historiógrafos del sistema y la organización de un aparato
pedagógico asimismo fuertemente orientado y represivo, en particular en el nivel
de la enseñanza primaria, a más de mar-cadamente elitista en las escasas
universidades de la época. Esto hizo que aun dentro de formas discursivas
contestatarias, el esquema categorial fundador, el de la “barbarie” como
negatividad y el de la “civilización” como positividad, se mantuvieran vigentes. Por
cierto que además de los factores que acabamos de señalar es importante tener
presente que aquellas formas de categorizar tanto el ser como el deber ser
nacionales, dependían de hechos que muy lentamente fueron cambiando de faz.
Nos referimos a una serie de conflictos heredados, entre ellos los que derivaban de
la antigua contraposición “ciudad-campo” y que se manifestaron, entre otros
modos, como formas de comprensión diver-sas de las relaciones entre “sociedad
civil” y “Estado”.

Este período que se abrió en 1852 y que lo consideramos clausurado en 1930,


fue el de la modernización del país, dentro de un proyecto sostenido tanto por
oligarquías como por gobiernos de corte popular. La ideología del proceso
modernizador fue el liberalismo, tanto para unos como para otros y la base
económica de esa ideología se mantuvo con menos variantes que sus
manifestaciones teóricas, ya fueran ellas las de los espiritualistas católicos, las
de los positivistas o las de los krausistas. Las exigencias de crecimiento y con-
solidación de aquella base económica, conjuntamente con el poder creciente
del Litoral atlántico, determinaron las macropolíticas de la época, entre otras
cosas respecto de algo que tiene que ver muy directamente con la vigencia de
la categoría de “barbarie”, a saber, la modificación y reconstitución poblacio-
• 72 •
nal del país. En líneas generales, al lado de una política de apertura necesaria
para favorecer el plan inmigratorio de población básicamente proletaria pro-
veniente de Europa, se mantuvo una política de exterminio de la población in-
dígena y de represión violenta de la población hispano-indígena. Entre 1866 y
1867, las tropas “nacionales” aplastaron las últimas montoneras rurales de la
población mestiza de las provincias del interior, capitaneadas por Felipe Varela;
entre 1868 y 1871 tuvo lugar la Guerra del Paraguay, verdadero geno-cidio
cometido por Brasil, Uruguay y Argentina, en perjuicio de una nación integrada
básicamente por población guaraní; entre 1878 y 1880 se llevó a cabo la llamada
“Campaña del Desierto” que tuvo como resultado la incor-poración efectiva de la
Patagonia al territorio nacional argentino, pero que implicó la liquidación de la
nación Araucana, junto con el exterminio de sus poblaciones; entre 1870 y 1884,
en sucesivas campañas, se ocupó el Chaco, sufriendo las etnias que lo habitaban
los mismos efectos destructores de la “ci-vilización”. Años más tarde los criadores
de ovejas en la Patagonia llegarían a organizar verdaderas cacerías humanas para
acabar con la primitiva población indígena que estorbaba la expansión de la
explotación lanera. Aquella política inmigratoria a la que nos referimos antes, entre
1880 y 1910 llevó a duplicar la población argentina, con migrantes principalmente
españoles e italianos a más de otras muy diversas nacionalidades europeas. De
ellos esperaban las oligarquías que vendría el cambio que necesitaba el país para
incorporarse definitivamente a la modernización y el “progreso”. Mas, muy pronto
fueron esos mismos inmigrantes, con los que surgió en el Río de la Plata un prole-
tariado “moderno”, los que deberían afrontar la represión en una historia de
violencia policial que culminó con la “Semana Trágica” (1919), ocasión en la que la
burguesía entendió que se asomaba una nueva “barbarie”, aplastada la antigua;
más tarde fue en aquellas haciendas ovejeras de la Patagonia donde se abrió el
otro frente de lucha obrera dirigida por inmigrantes, el que fue li-quidado con los
fusilamientos en masa hechos por el Ejército (1921-1922). A propósito de esa
“Patagonia trágica”, como se la ha llamado, podría repetirse la célebre expresión
de Tomás Moro cuando afirmaba que en la Inglaterra de su época “las ovejas se
comían a los hombres”. En el Norte argentino fueron los quebrachales los que
cumplieron la misma función devoradora.

Para esos años se había producido, sin embargo, la consolidación del Esta-do
Liberal Burgués y la vieja fórmula de “civilización o barbarie”, que tanta fuerza
mostró en la etapa de ascenso del liberalismo oligárquico (1850-1880),
comenzó aparentemente a perder fuerza y a ser desplazada por otra que no
• 73 •
señalaba ya dicotomías, sino que expresaba justamente aquella consolidación, a
saber, la de “orden y progreso”. A pesar de ello la dicotomía discursiva se mantenía
latente como estructura básica y la “barbarie” tenía siempre su lugar en el arsenal
de las categorías sociales. Bien es cierto que podría atribuirse este hecho y, en
general, el de la permanencia de un dualismo discursivo, a que en bloque, todo se
movió a partir de una ideología de base, el liberalismo y que fueron -como lo ha
señalado Ernesto Laclau (1)- las élites liberales las que le dieron particular fuerza a
la idea de una “sociedad dual”. Mas, lo cierto es que el dualismo discursivo es un
fenómeno que excede a aquella ideología y que es posible de ser señalado -si bien
expresado en otros términos y con otras categorías- en escritores ajenos a la
misma. Los teóricos que definieron Ia naturaleza de la población americana
apoyándose en el discurso político aristotélico, establecieron una forma discursiva
dicotómica tan fuerte como la que siglos más tarde expresarían los liberales
enfrentados a las masas cam-pesinas. Para Ginés de Sepúlveda la dominación del
señor sobre el siervo se monta sobre un riguroso dualismo, en cuanto es de
derecho natural que la materia obedezca a la forma, el cuerpo al alma... los brutos
al hombre, la mujer al marido...lo imperfecto a lo perfecto... (2) Y aun en el caso de
los ideólogos que escriben ya bajo la influencia del liberalismo, no podría
atribuírseles ese dualismo de modo exclusivo a ese hecho. Nada más complejo
que los orígenes del discurso político nacionalista de un Fichte en quien podemos
ver uno de los antecedentes europeos de la doctrina “positiva” de la “barbarie”,
expresada en su afirmación de la “anterioridad” del “pueblo” no sólo respecto del
Estado, sino también del “orden social” (3).

Debemos decir, en verdad, que la dicotomía discursiva es propia del dis-curso


opresor y que cubre, en tal sentido, todas las épocas, si bien es cierto que la
modernidad inauguró formas que le fueron específicas, ya fueran ellas las del
idealismo filosófico que se abre con el cartesianismo, o las particula-res formas de
hablar de la realidad dual de la sociedad que habría de generar el liberalismo ya
muy claramente desde mediados del siglo XVIII. Todavía debemos agregar que
tampoco es posible atribuir a las élites liberales un solo discurso, en cuanto que es
necesario distinguir entre las etapas de ascenso, de consolidación y de crisis que
han llevado a establecer políticas discursivas diferenciables. Y esto es justamente
lo que veremos a propósito de las diversas valoraciones de la “barbarie” que nos
interesa señalar aquí. En los momentos de ascenso, las formas discursivas tienden
a mostrarse generosamente uni-versalistas e integradoras; en las circunstancias
conflictivas que preceden a su
• 74 •
etapa de consolidación, surge con violencia una dicotomía que se encontraba
potencialmente en el discurso anterior; detentado el poder y, en particular, un
poder que genera seguridad, desaparece el dualismo de la superficie, tal
como ya lo vimos al mencionar la fórmula de “orden y progreso”, en los
momentos de crisis, suele invertirse la dicotomía produciéndose justamente,
ya sea un desplazamiento del dualismo tradicional hacia otro que se lo ve
como más “profundo”, ya sea una inversión que lleva a asignarle valores
“positivos” a una “barbarie” que antes había sido mirada como “negativa”. De
todos modos lo que interesa es destacar que la dualidad, de una manera u
otra, se mantiene y dispone, además, como recurso ideológico toda la
inmensa tradición del dis-curso opresor.

Si antes habíamos hablado de lineamientos políticos generales que rigieron el


desarrollo del país entre 1850 y 1930, otro tanto debemos decir de la etapa
que se abre en la década siguiente y que se extiende entre 1940 y 1975. Tam-
bién en este caso es posible hablar de una visión política global que
comprende las diversas líneas, a veces aparentemente antagónicas, entre las
nuevas formas oligárquicas frente a las nuevas formas “populares”. En lo que
respecta al nivel discursivo, la vigencia de aquella dicotomía por cierto que no
se pierde, sino que es resignificada, ya sea buscando el dualismo en un nivel
que no coincide con el tradicional expresado en las categorías de “civilización-
barbarie”, ya sea considerando a la “barbarie” como un signo positivo, todo lo
cual no sólo implicaría una nueva lectura del Facundo, sino el ingreso
definitivo dentro de esta compleja temática, del Martin Fierro, obra que había
sido ignorada por los intelectuales orgánicos del 80. Lo que estos hechos nos
muestran es simplemente un nuevo momento del liberalismo en cuanto
posición ideo-lógica hegemónica. Será en las décadas de los ‘70 y ‘80 del
siglo XX -época del Gran Exilio Latinoamericano- cuando despunten los
primeros intentos tanto de crítica como de superación del dualismo discursivo,
posición que fue anticipada, tal como lo veremos en la discontinua línea de
una literatura de espíritu antihegemónico que puede ser considerada
asimismo como literatura de protesta, la que se expresó justamente en el siglo
XIX en aquel Martín Fierro tan largamente ignorado y, ya a comienzos del
siglo XX, se manifestó en los literatos y artistas que militaban en el
anarquismo o estaban dentro del clima espiritual generado por el mismo(4).

Veamos, pues, ahora, los principales temas y problemas que presenta la


etapa a la que podríamos denominar de la “barbarie negativa” (1850-1930),
dentro de la literatura que acabará instalándose como hegemónica. Ella se
• 75 •
abre con un texto al que podemos ccnsiderar como un verdadero eje de toda una
densa tradición. Nos referimos al Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento.
Por cierto que es posible señalar antecedentes de la célebre anti-nomia
sarmientina, como lo son, por ejemplo, los escritos periodísticos del rivadaviano
Juan Cruz Varela, que motivaron, tal vez, la primera polémica so-bre el tema,
sostenida entre aquel y el Coronel Manuel Dorrego, en 1826(5). Este participaba
de la valoración “negativa” de la “barbarie”, pero disentía en la extensión social que
le asignaban los rivadavianos al rechazar las “razones” con las que pretendían
impedir a la gente de “pueblo” el ejercicio del voto. Y por cierto que se encuentra
más claramente anticipada en la célebre narración de Esteban Echeverría El
Matadero (1839) en donde su autor quiere mos-trarnos “en pequeño”, según nos
dice, el modo bárbaro con que se ventilaban en nuestro país las cuestiones y los
derechos individuales y sociales. Aun cuando la fórmula “civilización o barbarie” no
aparezca enunciada, de hecho todo el texto gira sobre la misma(6). Y si el tema lo
podemos rastrear antes del Fa-cundo, debemos decir que tuvo, además, un
desarrollo posterior en el mismo Sarmiento y no que no puede ser ignorado.
Sucede que la dicotomía “civiliza-ción o barbarie” fue no sólo el eje discursivo del
Facundo -subrayamos en este caso la oposición disyuntiva-, sino que se constituyó
en el eje vital de toda la producción literaria de su autor, como asimismo, de su
vida política. Es posi-ble ver, en efecto, entre el Facundo y el último libro de
Sarmiento, de edición póstuma, Conflicto y armonías de las razas en América
(1883) un endureci-miento respecto de su valoración de la “barbarie” que culminó
en un racismo desembozado y aberrante. Destacamos este hecho por cuanto la
posición sar-mientina se impuso y condicionó en bloque la elaboración del
pensamien-to social argentino, hasta alcanzar a los propios fundadores de la
sociología, entre ellos, a José Ingenieros. Sin embargo, en el célebre ensayo
sarmientino el peso axiológico de lo que él muestra como “barbarie” no se presenta
con nitidez. Es necesario diferenciar un momento en el que el mundo “bárbaro” es
considerado como la expresión de un estado de “civilización” anterior, con sus
propias virtudes, de otro momento en el que se acentúa la negatividad de aquel
mundo ante la necesidad sentida de imponer el ingreso de la Argentina en el
ámbito de la “civilización”, es decir, el europeo del momento. Y así, la “barbarie” es
presentada con rasgos “positivos”, aun cuando siempre dentro de la categoría de
lo “primitivo” (lo patriarcal, lo colonial, lo campesino), para ser luego violentamente
denunciada como lo que entorpece el avance hacia lo que los ilustrados, los
antecesores del propio Sarmiento, denominaron como

• 76 •
“luces” y ahora los románticos llamaban “civilización”. Es decir, que si la socie-dad
patriarcal era del “pasado”, ella representaba un orden social, mientras que la
sociedad campesina alzada en armas, tal como sucedió una vez concluidas las
Guerras de independencia en el Continente Sudamericano, expresaba un
desquiciamiento y desorden profundo cuya “barbarie” no resultaba tolerable. A esta
situación Sarmiento la caracterizó como un “feudalismo”(7). Frente a la vida
patriarcal, jerárquica y ordenada, la vida “feudal” se le presentaba como anárquica,
con lo que la noción de “barbarie” referida a la primera no tenía el mismo sentido
que el que veía en la segunda. En efecto, un “orden social an-tiguo” suponía una
moralidad radicalmente distinta a la que ofrecía el “anar-quismo” con su impotencia
para construir una nación y sobre todo con sus rasgos de “brutalidad”. Esto lo
subrayamos con la intención de notar que en la compleja categoría de “barbarie”
nunca se han dado escindidos los aspectos sociales de los que constituyen una
moralidad e inclusive una eticidad. Esto explica el porqué en una de las líneas de
valoración “positiva” de la “barbarie” -de lo que nos ocuparemos más adelante- se
la haya entendido en escritores argentinos como una forma de “ethos popular”.

Aquel cambio de peso axiológico, de relativamente “positivo” a franca-mente


“negativo” que observamos en Sarmiento, se produjo asimismo en Juan Bautista
Alberdi, a pesar de la polémica que sostuvo con el autor del Facundo sobre
aspectos que consideró equivocados respecto de los sujetos sociales que
expresaban la dicotomía argentina. En efecto, el Alberdi del Fragmento Pre-liminar
al Estudio del Derecho (1837) de cuyas páginas podría afirmarse que surge una
comprensión “positiva” de la “barbarie” en relación con el papel histórico que el
autor atribuía entonces a las masas y el libro Bases y puntos de partida para la
Constitución de la Confederación Argentina (1852), hay un cambio de posición
profundo. Si de las páginas del Facundo surge de modo ciertamente importante el
señalamiento de una serie de factores que confieren identidad a la vida social
argentina y que son expresión de esa misma vida, en Alberdi, la búsqueda de
principios americanos de identidad es dejada total-mente a un lado. En América,
dirá, todo lo que no es europeo es “bárbaro” o “salvaje”, tomando a ambos
términos casi como sinónimos. Si tenemos o ten-dremos alguna identidad, ella
habrá de venir, pues, de la “civilización”, es decir, de Europa y no de América,
enfrentadas como afirmación de humanidad, la una y como ausencia de
humanidad, la otra. Conocemos la ulterior evolución del pensamiento alberdiano,
en particular su impugnación de la Guerra del Paraguay, actitud que implicó en su
valiente posición de denuncia, un regreso
• 77 •
a lo americano, a la vez que entraba en él en una profunda crisis el concepto
de “civilización” como consecuencia de la Guerra Franco-Prusiana. El célebre
caudillo Facundo, el “Tigre de los Llanos”, que seguía siendo el símbolo de la
“barbarie” entendida como “brutalidad”, podía holgadamente hablar con
Bismarck, tal como nos lo dice Alberdi en su libro El Crimen de la Guerra
(1871). Pero este Alberdi que vino a relativizar tan fuertemente la dicotomía
discursiva, fue sistemáticamente ignorado y cayó en el desprecio, expulsado
del ámbito de la literatura hegemónica argentina. La Generación del ‘80 afir-
mó y prolongó los lugares establecidos por el discurso fundador sarmientino,
ahondándolo en lo que permitía acentuar las formas del dualismo social. Sin
embargo, dentro de la historiografía liberal que con el mitrismo dio forma a la
memoria histórica y estableció con ella pautas para señalar por dónde de-bían
buscarse los principios de una identidad nacional, hubo sus excepciones,
como fue el caso de Adolfo Saldías, que abrió su vasta posición disidente con
su Historia de Rosas y su época (1881-1887).

Más allá de los escritores del sistema, incluyendo entre ellos casos como el de
Saldías, tuvo lugar el desarrollo, por cierto episódico, de una literatura de protesta
cuyas fuentes inspiradoras se encontraron, en su primera etapa, en la vida del
campesino de origen indo-hispano y luego, en su segunda, en la del inmigrante
europeo. Esta línea literaria anti-hegemónica culminó a comien-zos de siglo, con
escritores que anticiparon la etapa siguiente de la “barbarie positiva”, que comenzó
de modo manifiesto a partir de 1940. Es de tener en cuenta que ni la labor de un
Saldías, ni la que surgió de esta diversa literatu-ra protestataria, desfondaron la
vigencia del modelo sarmientino estableci-do, cuya crisis habría de manifestarse
recién abiertamente en la década que se abrió en 1930. Pues bien, casi
contemporáneamente a la Guerra del Para-guay y poco antes de la llamada
“Campaña del Desierto”, se produjo un hecho que abrió aquel primer momento de
esta literatura argentina marginal, con la aparición del poema de inspiración
gauchesca Martin Fierro (1872) de José Hernández.(8) Esta obra que podría ser
considerada como un anti-Facundo, muestra no sólo una actitud comprensiva y de
defensa del gaucho, es decir, del personaje que expresaba la “barbarie”, sino que
es una de las denuncias más pa-téticas del sentido negativo que para ese hombre
tenía la “civilización”. El es-tado social que expresa este tipo de literatura -que se
mantuvo mucho tiempo ignorada por las clases cultas- explica en parte la profunda
crisis de 1890, que afectó el poder político de la oligarquía liberal, mas no quebró
su poder ideo-lógico. Hacia 1900 hubo un cambio en cuanto al sujeto al que se le
atribuía la
• 78 •
“barbarie”. Hasta ese momento éste había estado representado -ya habíamos
anticipado algo de esto- por las poblaciones campesinas y de los suburbios de
las ciudades, gentes de extracción mestiza, ya fueran de origen indo-hispánico
o de origen negro. Mas, al iniciarse el nuevo siglo surgió en el horizonte de las
burguesías rioplatenses un nuevo personaje que había sido traído para que
nos ayudara a “civilizarnos” y que vino, por el contrario, a constituir un fren-te
contestatario inesperado: el inmigrante europeo de extracción proletaria o
campesina. Con esa gente creció un mundo artesanal y pre-industrial, a la vez
que surgieron las primeras organizaciones obreras. El movimiento generado
por José Enrique Rodó, a partir de 1900, el “arielismo”, fue precisamente una
respuesta dada ante la amenaza de perder aquellos factores que nos habían
identificado, como consecuencia de una turba cosmopolita desenraizada y ex-
traña a nuestras “tradiciones nacionales”. Muy pocos años después, en 1909,
Ricardo Rojas declaró que era preferible un peón analfabeto, integrante de la
vieja población “criolla”, que un obrero europeo inmigrante(9). Las bur-guesías
locales, ante el peligro de las “ideas disolventes” y el nacimiento en las
ciudades de un poder obrero, sintieron que se habían extralimitado en el des-
precio por el antiguo campesino, el que ahora comenzó a vérselo -aun cuando
analfabeto- como depositario de valores de la “raza”. Y así fue como el 900 fue
el inicio de un “regreso al campo”, germen de todos los nacionalismos terríge-
nos, como asimismo de los “ethólogos” argentinos contemporáneos.

Y al mismo tiempo, aquellos inmigrantes en medio de luchas y de sangre


obrera, organizaron una doctrina de resistencia -los primeros gremios se au-
todenominaron “sociedades de resistencia”- que venía por lo demás con ellos
mismos desde Europa. Frente al positivismo de un Juárez Celman, represen-
tante conspicuo de Ia oligarquía liberal, o el krausismo de Hipólito Yrigoyen,
caudillo del movimiento popular de la época, los obreros se agruparon bajo las
banderas del anarquismo. Desde ese campo teórico -que era a la vez de dura
praxis- surgieron quienes fueron los voceros de este proletariado nacien-te,
por lo general, periodistas que accedieron al mundo de las letras, como fue el
caso destacado de Alberto Ghiraldo, conjuntamente con otros que abrieron las
puertas para nuevas manifestaciones estéticas, en contra del eclecticismo
suntuoso y decadente de la despreciativamente llamada “oligarquía vacuna”. Y
justamente dentro de aquellas se produjo el surgimiento de una “barbarie”
distinta, que se autorreconocía como fuerza positiva. Martin Malharro, intro-
ductor de la pintura impresionista en Argentina, de ideales anarquistas, tenía
fe en los jóvenes pintores que rompían con el adocenamiento académico y su
• 79 •
esperanza se dirigía a los bárbaros, los que no tienen sonrisas ni
inclinaciones de cerviz(10). No ajeno a este clima fueron los escritos tanto
de Saúl Taborda, como de Deodoro Roca, cordobeses ambos, los que
sumaron a la protesta social de su época, una revaloración de la “tierra” y
del “paisaje” y que pueden ser considerados, ambos, como antecedentes
no tan lejanos, de otro cordobés como ellos, Carlos Astrada en cuya
valoración de la figura del gaucho “Martin Fierro” resuena la “pedagogía
del genio nativo” que Saúl Taborda creía ver realizado en los caudillos del
siglo XIX, en particular, el más célebre de todos, Facundo Quiroga, lo que
le llevó a hablar de “lo facúndico” como esencia de aquel “genio”(11).

Mas, a partir de la segunda crisis argentina, la de 1930 -la primera había sido la de
1890- aparecieron los signos de resquebrajamiento del modelo discursi-vo
sarmientino. Hasta ese momento, los intelectuales orgánicos del sistema, lo habían
sostenido y habían hecho oídos sordos de toda esa larga corriente discursiva
episódica, iniciada con el último Alberdi, retomada en la poesía de inspiración
popular por José Hernández y continuada más tarde por los literatos y pintores
anarquistas, así como por algunos ensayistas y educacio-nistas marginales al
bloque ideológico hegemónico. Ahora aquellos mismos intelectuales orgánicos,
voceros de la cultura oligárquica, invistiendo el papel de catones iracundos -el
antecedente más notable fue sin dudas el de Agustín Alvarez- se sintieron en la
necesidad de reformular el discurso sarmientino. Surgió de este modo, en 1933,
una obra, especie de puesta al día del clásico discurso dicotómico, Radiografía de
La Pampa de Ezequiel Martinez Estrada. Claro está que entre el Facundo de 1845
y su reformulación de 1933, hubo una serie de mediaciones que es necesario tener
en cuenta para entender los alcances del pesimismo con el que se interpretó la
realidad argentina. No ha de olvidarse que se vivió por aquellos años en todo
Occidente un verdadero clima de irracionalismo que tuvo como referente la
realidad americana, tal como puede vérselo en escritores como David H.
Lawrence, Antonin Artaud, Hermann Keyserling, Waldo Frank, todos ellos
traducidos y difundidos por el grupo Sur en Buenos Aires, al que pertenecía el
propio Martinez Estrada(12).

La gran virtud que tuvo Radiografía de La Pampa fue la de ser una obra de
denuncia de los mitos y de las mentiras convencionales sobre las que se
había intentado fabricar una identidad dentro de la ideología hegemónica que
había imperado desde el ‘80 del siglo XIX. Es importante tener presente que
los miembros de aquella “Generación” y, dentro de ella, una de las líneas más
fuertes de los Normalistas de Paraná que se sumaron al programa “civi-
• 80 •
lizatorio” del Facundo, acentuaron el papel del Estado, borrando la Sociedad civil,
la que tenía alguna presencia en el plan de reorganización educativo sarmientino.
Por cierto que se trataba de una Sociedad civil “depurada” -y ya sabemos en que
consistía esa “depuración” dentro de la ideología racista en la que concluyó el
propio Sarmiento- que habría de desplazar a las oligarquías que habían ido
heredando el país. Pues bien, este programa bastante utópico y no sin
contradicciones en el propio Sarmiento, entró definitivamente en crisis(13). No
había surgido la Sociedad civil integrada que se esperaba del programa
“civilizatorio”, por incapacidad tanto de las oligarquías, como de los gobiernos
“populares” y, a su vez, este programa había mostrado su naturaleza ficticia, es
decir, había fracasado el Estado. En pocas palabras, no quedaba ni la
“civilización”, ni la “barbarie”, con lo que Martinez Estrada produjo más que una
reformulación del Facundo, un vaciamiento del mismo. Lo que Sarmiento no vio
-dice- es que civilización y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas
centrífugas y centrípetas de un sistema en equilibrio y aquella posibilidad de que la
“civilización” acabara desplazando a la “barbarie” no fue nada más que una ilusión
de Sarmiento el más perjudicial de esos soñadores y constructores de imágenes
con las que se ha estado autoengañando el propio país(14).

Nunca pasó por la mente de Martinez Estrada, ni aún en su estancia cubana, que
podía darse a la categoría de “barbarie” algún peso axiológico positivo. Y no podía
ser de otra manera ya que el país había perdido todo referente desde el cual
alcanzar alguna forma de identidad como nación, o como pueblo y, además,
América, ésta nuestra América -en violento contraste con el pensa-miento de un
José Martí- era otra vez un simple vacío histórico. De este modo vino a mostrarnos
Martínez Estrada una de las tantas crisis a las que se en-cuentran sometidas las
sociedades dependientes y que tal vez explique aquella “angustia” de identidad
que no mostrarían los países centrales. Ahora bien, ¿quedó desplazada dentro de
la formulación martinez-estradiana la típica for-ma dicotómica del discurso liberal y
su maniqueísmo? Indudablemente que no, simplemente fue desplazado, buscando
categorías “más profundas”, ins-piradas en un moralismo, un psicologismo y un
terrigenismo. Si en Sarmien-to había la posibilidad de que América fuera en algún
momento “civilizada”, ahora tal hecho resultaba una quimera. Porque, si vamos al
caso, América, en su impotencia, incapaz de una “barbarie” y de una “civilización”
genuinas, es frente a Europa, siempre, una “barbarie” inasible, incomprensible y
casi irre-mediable. En Sarmiento había una visión histórica y la “barbarie” no
dejaba de ser entendida como una etapa. Su teoría de la historia, no totalmente ex-

• 81 •
plícita, no hubiera desagradado a Morgan. Ahora estamos fuera de la historia.
Todas estas ideas reaparecen con fuerza en otro escrito de Martinez Estrada,
digno de tenérselo presente para el tema que nos interesa. Nos referimos a
Los invariantes históricos del Facundo (1947), escrito en pleno peronismo y
cuyo título es en sí mismo contradictorio. ¿Cómo pueden ser “históricos” aque-
llos “invariantes” que precisamente nos impiden ser “históricos”? En efecto, los
“invariantes” que nos señala son precisamente a-históricos. Las palabras
finales confirman la tesis central de la Radiografía: La historia de la civiliza-
ción (es) entre nosotros, con otra nomenclatura, la misma vieja historia de la
barbarie. No son dos fuerzas sino una sola(15). La viejísima calumnia de
América a la cual se suman estos intelectuales integrantes de la élite culta y
abiertamente antipopular del Buenos Aires de aquellos años, se prolonga en
Martinez Estrada hasta sus trabajos realizados en su etapa cubana -tan llena
de incongruencias- época en la que acertadamente Alejandra Ciriza nos dice
que recupera para toda la América Latina la tesis central de Radiografía de La
Pampa, aquella “radiografía fatídica” como la llamó Bernardo Canal Fei-
jóo(16).

H.A. Murena (seudónimo de Hector Alberto Alvarez), hijo espiritual de Martinez


Estrada e integrante de la misma aristocracia intelectual de la época, la que se
nucleaba en el Grupo “Sur”, intentó darnos otra versión de la anti-nomia
“civilización-barbarie” del Facundo en medio de una desesperanza más radical. En
un artículo suyo publicado en la revista Verbum (1948) a propó-sito del Sarmiento
(1946) de Martinez Estrada, Murena dejó abierta a pesar de aquella una
interesante línea superadora del pesimismo de su maestro. Le pareció que era
posible, en medio de esta tierra nuestra radicalmente baldía de historia, cometer un
“parricidio” como única manera de alcanzar alguna forma de autoafirmación o
identificación. América -dijo entonces- está inte-grada por desterrados y es
destierro, y todo desterrado sabe profundamente que para vivir debe acabar con el
pasado, debe borrar los recuerdos de este mundo al que le está vedado el
retomo... Para vivir en ese orbe hay que quemar las naves del viaje, hay que
desautorizar espiritualmente lo que quedó atrás, pues éste es el nuevo mundo y lo
que aquí se hace es una nueva vida que de ninguna forma es continuación de la
anterior. Matar o morir: no hay otra alternativa. Toda nuestra vida, todo hijo, es por
otra parte parricida... América es hija de Europa y necesita asesinarla
históricamente para comenzar a vivir. Sólo cometiendo el parricido histórico-
cultural podrá el alma europea desterrada en América casarse con la nueva tierra
para asegurarse con el casamiento de su propio espíritu, de
• 82 •
su propia inmortalidad(17). La contradicción que tenía la propuesta de un
quehacer dialéctico sin base histórica, había de llevar, sin embargo, a Murena,
a una negación que alcanzaba a la posibilidad misma del “parricidio”. Este, en
efecto, era posible sobre la base de algunos residuos de fe que quedaban
dentro del pesimismo de Martínez Estrada, para quien nuestro estado de
desposesión” (nuestra a-historicidad) dejaba algunos resquicios. En efecto, si
tenemos en cuenta el histerismo moralizante del maestro, no cabe duda de
que tenía esperanzas de una mejora social de sus despreciados
conciudadanos. Algo quedaba desde lo cual podían trazarse líneas como para
rescatar un re-ferente que tal vez permitiría alcanzar la desquiciada identidad
del ser nacio-nal. Es evidente que la lección juvenil que significó para Martínez
Estrada la “prédica laica” de Agustín Alvarez, se mantuvo en él siempre viva.
Pues bien, si el autor de Radiografi a había tenido la valentía de señalar
nuestro estado de “desposesión”, no había sin embargo acertado respecto de
su profundidad. En un artículo que Murena publicó en 1951, en pleno gobierno
peronista, con el sugestivo título de “Martínez Estrada: La lección de los
desposeídos”(18), convencido del grado absoluto de nuestra “desposesión”,
nos decía que Los americanos somos los parias del mundo, como la hez de la
tierra, somos los más miserables entre los miserables, somos unos
desposeídos...lo hemos dejado todo cuando vinimos de Europa, y lo dejamos
todo porque dejamos la historia. De ahí concluía afirmando nuestro estado de
radical orfandad: hemos perdido la protección de la sombra paterna y estamos
sin el derecho de invocar el nombre del padre, es decir, ni siquiera podemos
cometer el “parricidio” en medio de una actitud que bordea la de un suicidio
cultural. A pesar de esto la primera posición de Murena abrió las puertas para
las propuestas que vendrían luego, las que se organizaron sobre la dicotomía
tal como aparece dibujada en la declaración de “parricidio”: una “negación” de
Europa y una afirmación” de América que habrá de adquirir peso en cuanto
“tellus” en posiciones que ju-garon al irracionalismo en diversos grados. La
“barbarie”, otra vez, y en contra de la tesis de Martínez Estrada, al ser
diferenciada de la “civilización” volvió a adquirir presencia (19).

Entre los años 1930-1940 y mediados de la década del ‘70, como ya lo ha-bíamos
anticipado tuvo lugar una nueva etapa respecto de la valoración de la “barbarie”
como categoría discursiva, en la que, por contraposición con las que hemos
dibujado a grandes rasgos, habrá de primar una respuesta de carác-ter axiológico
“positivo”. Debemos aclarar que frente a aquella línea de litera-tura de protesta de
tipo episódico que tuvo sus inicios con el último Alberdi,
• 83 •
los intelectuales de los que nos vamos a ocupar ahora, a pesar de las disiden-cias
visibles entre ellos, no se han salido de los términos del bloque ideológico
hegemónico cuyas nuevas bases, en particular para el tema que nos interesa,
quedaron establecidas a partir de Martínez Estrada. Y tanto este como los que le
siguieron hasta la década de los ‘70 se movieron, sea con actitudes disi-dentes o
de apoyo, en relación con una política social generada por un nuevo tipo de Estado
cuya crisis vivimos actualmente. En efecto, la oligarquía agro-ganadera que se
adueñó del poder político en 1930, con la colaboración de un sector del Ejército y
de grupos de civiles de declarada vocación pro-fascista, no revestía los caracteres
de la antigua que entró en crisis en 1890. Soplaban nuevos aires a nivel mundial y
el peligro comunista soviético era considera-do como amenaza grave para los
países capitalistas en cuyo seno tuvo lugar, por eso mismo, el surgimiento de una
forma alternativa de acumulación de capital, humanizada, a la que se le dio el
nombre de “Estado benefactor”. El fe-nómeno tuvo su momento de inicio como
consecuencia de la depresión mun-dial de los años 1929-1930 y se extendió por
todos los países “occidentales”, tanto en los que habían triunfado en 1918, como
en los que habían perdido, no quedando fuera ni los dependientes, ni los
coloniales. Lógicamente que el fascismo europeo no fue ajeno a este tipo de
Estado y que, además, dentro de la ola mundial, nosotros no fuimos una
excepción. Más aún, tuvimos nuestros teóricos de la economía que propugnaron
formas nacionales para la concre-ción del “Estado benefactor” o “Estado de
bienestar social”, como fue el caso notable de Raúl Prebisch y, más aún tuvimos
nuestra propia experiencia de profundización de aquel tipo de Estado, intentada
por el populismo peronista entre los años 1945-1955. Tampoco debemos olvidar
que, si a nivel mundial, el “peligro rojo” jugó en todo momento un papel decisivo en
la determinación de políticas, asimismo sucedió en nuestras tierras y con todas las
formas ima-ginables de mackartismo, como respuesta ante la aparición del primer
Estado Socialista en América Latina, Cuba, a partir de 1958 y del papel continental
que le cupo en este proceso a Ernesto Che Guevara hasta su asesinato en 1969.
Toda esta etapa se desarrolla, pues, en medio de una tensión que marca, por un
lado, la profundización del Estado benefactor (Peronismo) o su relativización
(gobiernos militares alternativos que expresaron los intereses de la antigua
oligarquía agro-ganadera). En otros casos, dentro de esos mismos gobiernos
militares se intentaron formas de aceleración de la productividad con el ob-jeto de
asegurar el tipo de Estado imperante mediante políticas de desarro-llo, promovidas
por los Estados Unidos y en función de sus propias políticas

• 84 •
internas “benefactoras”. El alejamiento del Peronismo del poder político, la
dura represión mediante la cual se intentó impedir el regreso a un Estado
be-nefactor “populista”, generó la resistencia peronista que habría de
culminar con la formación de una nueva montonera, esta vez de tipo
ciudadano, con lo que se generalizó la guerrilla, en medio de un clima en
el que la fe en la Revo-lución y el cambio social -entendido el Peronismo
como un “socialismo”- se impusieron como consignas de la época.

Dentro de este agitado panorama surgieron las nuevas formulaciones del discurso
liberal, con su clásica dicotomía, más ahora, con una inversión mar-cadamente
sostenida en el sentido de que la “barbarie” de la célebre contra-dicción
sarmientina, será vista en todo momento como “positiva”. La verdad es que a pesar
del intento martinez-estradiano y su poderosa influencia, no se eliminó la vigencia
de la fórmula sarmientina, la que continuó siendo recibi-da y reformulada a través
de sucesivas mediatizaciones. Por lo demás, es im-portante tener presente que en
contra de la posición alberdiana de Las Bases, Martínez Estrada había regresado,
a su modo, a la revaloración del paisaje, tan fuerte en el clásico Facundo y había
puesto en movimiento algo que no está en Sarmiento, a saber, el telurismo, como
línea de búsqueda de la identidad nacional. Y si la “extensión” fue en Sarmiento y
en Alberdi la negación de la “sociabilidad”, es decir, un impedimento histórico,
ahora, con los teluristas concluyó transformándose en una fuerza conformadora o
deformadora de naturaleza metafísica. Por cierto que todo esto no fue ajeno ni en
Martínez Estrada, ni en otros que le siguieron, a las “lecciones” de Hermann von
Key-serling, personaje que en su momento fue expresión de lo más violento de los
mitos del suelo y de la sangre, que pre-anunciaban el nazismo en Alemania.

De todas maneras, el mismo Martínez Estrada fue sometido a una reversión


axiológica. La “tierra”, principal elemento determinante de nuestra identidad
como pueblo y como nación, dejó de ser un factor con un demoníaco poder
teratológico, que impedía toda forma y hacía que la “barbarie” no se diferen-
ciara de la “civilización”, sino precisamente todo lo contrario. Quedaba siem-
pre algo que no estuvo nunca en Sarmiento, a saber, la dosis de
irracionalismo que supone todo telurismo, ya sea de tipo biologista, místico o
mítico, o lo que fuere. En resumidas cuentas se abre una etapa en la que se
entiende que el “suelo”, la “tierra” o el “paisaje” generan un “hombre de la
tierra”, cuya “bar-barie” pasaría ahora a ser entendida como “positiva” en
cuanto positivos son aquellos elementos genésicos.

• 85 •
Carlos Astrada, a quien conectamos con aquella línea episódica de lite-ratura
de protesta, dio a conocer en 1948 un libro titulado El Mito gaucho (Martin
Fierro y el hombre argentino) en el que establecía una nueva cate-gorización,
siguiendo la línea del “terrigenismo”, pero con aquel cambio de valores del que
hemos hablado. Para eso disponía de clásicos referentes en los románticos,
tanto europeos como latinoamericanos. En efecto, Her-der, citado por el
mismo Astrada (20) había dicho que es Cosa maravillosa y original...lo que se
llama espíritu genético y carácter de un pueblo. El es inexplicable e
inextinguible; tan viejo como la Nación, tan viejo como la tierra que ésta habita
y a su vez, el Alberdi joven, el anterior a Las Bases, había declarado con
palabras de las que luego habría de desdecirse, que La socialidad es
adherente al suelo, a la edad, y no se importa como el lienzo o el vino, ni se
adivinan, ni profetizan. De este modo resurge con Astrada, acompañado entre
otros por Coriolano Alberini, un “neo-herderismo” que daría las bases para una
crítica a Hegel en particular respecto de su visión de América. No es cierto,
nos dirá Astrada, que a la llegada del “Espíritu” se extinguieran todas las
culturas indígenas americanas, por cuanto aquel célebre personaje hegeliano,
verdadero “intruso” que acompañó al conquis-tador, era un “simple avatar
europeo del Logos” y no podía echar raíces en tierras que le eran extrañas. Y
así, mientras por un lado, en contra de Scheler afirma que el “Espíritu” tiene
fuerza como para construir la cultura, por el otro le da la razón declarándolo
impotente fuera de su propio “locus”. Todo logocentrismo resulta de este modo
un imposible, el Logos tiene su función, muy importante, pero en su tierra y
ésta posee, indudablemente una fuerza que es anterior ontológicamente. Con
esta torsión de las tradicionales tesis colonialistas europeas, con su idea
acerca del poder emergente de los entes, en abierta oposición a la radical
anterioridad del Ser heideggeriano, Astrada intentaba asegurar para nuestra
América, desde el territorio del mito, un principio de identidad que había
desaparecido, tal como lo vimos, en el Alberdi de Las Bases y en la
“radiografía fatídica”. Y todavía más, si en Europa el “Espíritu” alcanzó una
formulación local, la única que podía en relación con su “genius loci”, aquí en
América las cosas se dan y se darán de un modo diferente en cuanto que el
“aliento telúrico” que nos envuelve es mucho más intenso y más fuerte.
América es potente como tierra y genera en sus hombres un estilo que nada
tiene que ver con la sangre, por lo que tanto indígenas precolombinos,
mestizos de todo tipo e inmigrantes euro-peos recién llegados, todos,
hermanados, están más allá de las divisiones
• 86 •
con las que los racismos han pretendido justificar las formas de dominación.
Astrada, a pesar de su rechazo de la “plebe bárbara” fruto de la “demagogia
peronista”, se sentía hermano del “cabecita negra” y quería, además, tomar
distancia del destructivo y radicalmente irracional mito de la “raza aria”. Asi, pues,
las “civilizaciones”, y esto muy herderianamente, ya no son un problema. Cada
pueblo las recibe y las reelabora desde sí mismo y, mediante su propio espíritu,
crea una cultura que lo individualiza. No se trata, como puede verse, de una
“cultura” como producto de las élites destinadas a “crear” los valores para cada
pueblo, sino los valores que un pueblo crea y que sus intelectuales han de saber
captar si no quieren traicionar su propio origen. Se ha desplazado la figura clásica
del dualismo de tipo idealista, en este caso, que deja la “corporeidad” a las masas
populares y la “espiritualidad” a sus amos. No se trata de Próspero que con la
ayuda de Ariel, le impone las lecciones al bárbaro Calibán. Todo lo contrario, es el
propio Calibán, que apoyado en la fuerza de su “tierra”, asume los valores
impuestos, los hace pro-pios y tuerce el camino de la historia. ¿Quedaba sin
embargo con tal planteo superado el dualismo del discurso idealista? ¿No se había
puesto en lugar del discurso de Próspero, el amo, un discurso telúrico-liberador
que mitificaba la praxis social hasta hacerla irreconocible? Con todas las
dificultades que den-tro de un existencialismo implica hablar de esencias
-verdadera herejía para un husserlismo clásico- Astrada nos dirá que hay “una
estructura esencial” del hombre argentino, que tiene una fuente mítica “de que
fluye toda existencia histórica”. A ese “plasma mítico”, a ese poder telúrico en
donde se encuen-tra un “arquetipo germinal”, debemos remitirnos constantemente
y lo pode-mos hacer porque ya lo tenemos en forma expresa en nuestra vida
cultural. En efecto, la germinal contextualidad de la tierra argentina, posee ya con
el Martín Fierro su texto, así como lo tiene en esa “rota arcilla” -la metáfora es de
Neruda- que nos ha quedado de las culturas indígenas americanas. Y como
consecuencia e invirtiendo el discurso opresor de la Generación del ‘80, la Nación
no puede ser sino anterior al Estado y, por eso mismo, éste, es y debe ser
construcción de la Sociedad civil, entendida como “pueblo”. El pueblo ar-gentino
-nos dice- como natura naturans política, debe estar, no fuera, sino dentro de la
forma del Estado, vivificando así el molde estatal por la concreta y dinámica
sustancia popular. ¿Qué es lo que se encuentra detrás de esta red de metáforas
con la que organizó su discurso Carlos Astrada? Con su mito terrígeno, nos quiso
hacer percibir -por la riesgosa vía del mito que invalidaba la importante categoría
de “natura naturans política”- que no somos un con-

• 87 •
tinente sin historia propia. Metáfora y paradoja se entrecruzan en este autor
apasionado para quien la “barbarie” que rebatió Sarmiento en su Facundo fue tan
sólo la “barbarie política”, mas no esa otra que es expresión de nuestra autoctonía.
Hacia ella regresa, pues, Astrada. Poco le costó, lamentablemente, a más de un
reaccionario, combatir las luchas obreras ciudadanas apoyándose en las fuentes
mítico-telúricas, con lo que la dicotomía del discurso liberal no quedó superada con
el esfuerzo teórico astradiano.

Günther Rodolfo Kusch, cuyo pensamiento se encuentra conectado con los


inicios de la “Filosofía de la liberación” en Argentina, es quien con su libro
La seducción de la barbarie (Análisis herético de un continente mestizo) (1953)
organizó toda su posición teórica sobre la categoría de “barbarie” como po-
sitividad. Continuador de Ezequiel Martínez Estrada, fue junto con Murena, uno de
los ensayistas que intentaron superar, cada uno a su modo, la “radio-grafía
fatídica”(21). El mismo Kusch se ha ocupado por dejarnos un esbozo de historia de
esta cuestión de la “barbarie”, en el intento de clarificar su posición. Antes de la
aparición del Facundo, en época del reinado del pensamiento ilus-trado, imperaba
en las ciudades hispanocoloniales, una posición “absolutista”, es decir,
desconocedora de todo lo que estuviera más allá de ella. Entre “luces” e
“ignorancia” no cabía darle lugar por cierto a la segunda. Y así, pues, la vida
intelectual en esas ciudades generó expresiones culturales vacías. En ellas se vi-
vía la “ficción”. Hasta aquí no nos separamos mucho del martínez-estradismo.
Mas, con el Facundo, según Kusch, surge por primera vez el presentimiento de
una “fuerza seductora”, la de la “barbarie”, con lo que viene a quebrarse el antiguo
“absolutismo” y se abre una perspectiva, a pesar de Sarmiento mismo, que nos
permite ver “el destino profundo de América”. Más tarde, en el mo-mento de la
reformulación del Facundo que lleva a cabo Martínez Estrada con su Radiografía
de la pampa, la experiencia sarmientina pierde su “seducción” para ser vista
únícamente como “drama”, en el sentido de lastimoso o funesto. La posición anti-
popular y anti-populista hizo que Martínez Estrada -y mu-cho más aconteció con
Murena- fuera totalmente insensible a aquella “seduc-ción” de la “barbarie” y su
pesimismo tampoco le permitió apoyarse, como lo hiciera Sarmiento, en la
“civilización”. Y así, también mientras Murena en un primer momento trató de salir
de la total negación del maestro mediante un “parricidio” que permitiera asumír lo
europeo, Kusch, revirtiendo el discurso, declara a esa “civilización europea”, tal
como ella juega en nuestra vida y en particular en nuestro mundo ciudadano, una
mera “ficción” y haciendo del “presentimiento” de Sarmiento una verdad de
experiencia. Somos, en efecto,
• 88 •
una realidad sustante, mas esa sustancia nuestra se encuentra en ese nivel pro-
fundo y diabólico de las “leyes de la tierra”. Nos invita, pues, a organizar nues-tro
discurso sobre la base de una “profunda fe en la barbarie”, única vía para superar
la “neurastenia” de los que, viviendo la “ficción”, han caído en un ver-dadero
“suicidio moral”. Ningún sentido tiene, pues, la propuesta “parricida” en cuanto que
había sido proyectada sobre un “vacío”, tal como parece haberlo comprendido el
mismo Murena y si en Astrada se notaba un cierto pudor en el tratamiento del mito,
ahora el irracionalismo se habrá de desarrollar con entera libertad: La barbarie
seduce por una ley atávica, es la ayaguashca de la mitología quichua, el “lazo” que
nos tiene atados a nuestros abuelos míticos. De este modo nos abrimos a la
cuestión del ser de nuestra América, admitido ahora como un principio firme de
determinación de una identidad cultural, como así también a su particular
dialéctica. Aquí los despropósitos del llama-do Conde de Keyserling hacen de
sustento teórico de las respuestas. Y colo-cándose más abajo que este detractor
-digno émulo del prusiano Cornelius de Pauw- para quien todos, incluidos los hijos
de los inmigrantes europeos, somos de naturaleza “ofídica”, Kusch, nos sumerge
más aún en la escala de los seres vivos y concluye declarándonos “vegetales”, a lo
cual habrá de agregar luego -y en esto ya lo había anticipado Ricardo Rojas-
nuestra naturaleza “fe-minoide”. Estamos ante la invención de una especie de
“geocultura” en la que impera un “inconsciente biológico” integrado por la “vida”, el
“paisaje” con su “demonismo vegetal” y nosotros mismos en cuanto dejamos
crecer en nuestra intimidad esa “dimensión telúrica” que muestra todo lo
americano, captado en un verdadero acto místico. La clásica dicotomía entre
“barbarie” y “civiliza-ción” es sometida a una profusa resignificación. Los
contenidos semánticos de la “barbarie” se explican en Kusch mediante referencias
a la “vida”, lo “demo-níaco”, lo “telúrico”, lo “aborigen”, lo “vegetal”, lo “autóctono”,
lo “natural”, la “realidad”, lo “americano” y, para coronar todo este registro, lo
“inconsciente” y lo “irracional”. Más tarde insistirá en lo “numinoso” como uno de
los con-tenidos que hacen de eje y sobre cuyo aspecto básicamente sus
continuadores profundizarán en la idea de un “ethos popular”. Frente a todo esto y
como algo que en Europa ha alcanzado una eficaz integración con el “demonismo”
que le es propio pero que en nosotros se da divorciado y ambiguo, dirá que los
con-tenidos semánticos de la “civilización” son la “idea”, lo “lógico”, el “espíritu”, lo
“consciente”, lo “racional” y, junto con todo esto, como compatible con ello, el
“sentido práctico”, “lógico” y la “actividad”. En consecuencia, nuestra América
-nunca se habla de los Estados Unidos o el Canadá- es un “continente estáti-

• 89 •
co y vegetal”; nuestro hombre, el no pervertido por el europeo ficticio de
las ciudades “es la versión humana de la vegetalidad” y participa “del
demonismo vegetal del paisaje”; en fin, lo humano entre nosotros no es
otra cosa que “el carácter vegetal hipostasiado”. La historia de América,
desde la aparición de la “civilización” europea, ha sido un antagonismo
entre la “verdad de la tierra” y la “verdad del cielo”, entre lo que para
nosotros es “realidad” por un lado y “ficción” por el otro. Nuestro
“vegetalismo” nos impulsa a la pasividad, a una especie de “modorra
espiritual”, señalable como una “receptividad feminoide de la cultura”.

Tal vez hasta este punto Kusch no había encontrado la categoría apropiada para
señalar lo que de “positivo” tenía esa caracterización de nuestra “barbarie
fundamental”. La encontrará, tal como ha quedado expresado en su libro Amé-rica
profunda (1962) cuando establezca la diferencia entre el “ser” y el “estar”, y
atribuya lo primero a la “civilización”, en particular la europea y lo segundo lo vea
como la categoría ontológica de nuestro hombre americano. En el ver-bo “estar”,
cuyo espíritu cree haberlo encontrado curiosamente en la cultura quichua en cuyo
idioma no existe la diferencia entre “ser” y el “estar”, quedan incorporados todos
aquellos contenidos semánticos de la “barbarie”, en espe-cial los que tienen
relación con el “vegetalismo” y lo “feminoide”, dislates que tienen larga data en la
historia de la calumnia de nuestra América. Y así, pues, si Europa como
“continente fálico” se ha organizado sobre el “ser” y su misión histórica ha sido
“penetrativa”, América, continente receptivo ha puesto en marcha una especie de
dialéctica invertida, la “fagocitación” o “invaginación”. Y de este modo si cada
“elevación”, cada “penetración” quedó expresada en la categoría de Aufhebung y
con eso se creyó ver la superioridad de la “civiliza-ción” sobre la “barbarie”, no se
ha percibido aquella especial dialéctica femeni-na -dentro de una feminidad
entendida fundamentalmente como naturaleza pasiva y receptiva- que no padece
momentos de “tensión y distensión”, es “un estar siendo nomás”, mientras que el
“ser”, que “se pone en marcha a modo de súbita tensión” conforme con su
modalidad fálica, es simplemente “ser esto o aquello”. Así, pues, este “estar” al que
declara “pasivo y femenino”, nos caracte-riza ontológicamente y es desde esa
manera íntima que surge de lo demoníaco de nuestro paisaje, que deberíamos
construir una nueva cultura, incorporan-do desde nuestro “estar” al “ser”, es decir,
a la “civilización”. Kusch creyó haber encontrado con su manera de entender el
“estar” una versión del Dasein que hacía falta para leer “americanamente” a
Heidegger, sin que le preocupara la traspolación lingüística que suponía una
interpretación de la cultura quichua
• 90 •
desde formas verbales que le son extrañas. Sapir y Whorf hubieran aconsejado sin
duda una actitud lingüística más respetuosa. Fáciles son de percibir los alcances
de estos caprichos místico-literarios que únicamente pueden leerse como
metáforas de otras cosas que el autor no decía abiertamente, por lo me-nos por
escrito. El “ethos” de que nos habla no es otro que el de aquel campe-sino indo-
hispano analfabeto que Ricardo Rojas prefería al obrero europeo no integrado.
Porque de esto se trata, en cuanto que la “barbarie” de la que habla Kusch -y otro
tanto podemos decir de sus seguidores- es “positiva” en función de su integración
a un sistema dentro del cual cumple una función de “resistencia” mas no de
emergencia social. Algunos liberacionistas -dice Hugo Biagini- adoptaron posturas
fascistizantes cercanas a las de los grupos golpistas, mientras otros sufrían el
ostracismo o eran muertos por la represión. Los primeros llegaron a propiciar la
remoción de sus colegas y antiguos compañeros, a colaborar en órganos
castrenses o a animar minoritarias reuniones intelectuales organi-zadas por el
aparato ofi cial. Rodolfo Kusch puede ser estimado como uno de los principales
inspiradores locales de la fracción nacional populista.(22)

Sin embargo hay quien ha declarado a este ensayista como el más grande
filósofo argentino de los últimos tiempos. Para Carlos Cullen, por ejemplo,
según decía en 1981. “Kusch es uno de los americanistas más lúcidos de este
siglo”.(23) Diremos por nuestra parte que así como Martínez Estrada se en-
contraba bajo la “sombra terrible” de Sarmiento -la ocurrente glosa es de Ro-
berto Fernández Retamar-, Kusch y Cullen se encuentran bajo la no menos
“terrible sombra” de Martínez Estrada. Es una sombra que ha servido para
prolongar a lo largo de una ya extensa tradición formas diversas del discurso
opresor, ya sea negando al pueblo, ya haciendo de él un mito. En el caso del
que nos estamos ocupando ahora, se trata de una reelaboración del naciona-
lismo populista que floreció bajo el Segundo Peronismo (1974-1976) y que
concluyó en feroces etapas de represión y de muerte.

Cullen parte de aquella versión del Dasein heideggeriano inaugurada por Kusch, el
“estar”, en lo que se ha creído ver nada menos que el principio mismo de nuestra
identidad. Y lógicamente, es en este punto en donde reaparece el tema que nos
interesa, a saber, el de la “barbarie”. Hacia 1974, Cullen había declarado que la
Filosofía de la liberación era, sin más, una filosofía de guerra integral y una milicia
que tenía como objeto enfrentarse a la filosofía europea, la que es definida como
“la autoconciencia de la realización histórica del pro-yecto moderno imperial”. El
“enemigo” se encuentra, pues, en la “conciencia europea”, en estos filósofos, tal el
caso de Heidegger, que luego de pasada la
• 91 •
gran tormenta europea del ‘39, se habian dedicado otra vez a pastorear el ser,
seguros de la fi delidad de Penélope, es decir, del poder de tejer y destejer el
destino de los pueblos. Pero, una vez más, como sucede con este tipo de
buscadores de lo autóctono, se le piden herramientas prestadas al “enemigo” para
seguir fi-losofando, aunque no se lo quiera, con él y desde él. Mas, el “enemigo”
resulta ser en este caso muy claramente, un momento necesario para el
mantenimien-to de la vieja oposición “civilización-barbarie”. Esta última es el
símbolo de nuestra naturaleza ontológica y desde ella es posible mostrar formas
alterna-tivas frente a ese Occidente abrumador que todo lo pretende sumergir bajo
las categorías del “ser”, del “logos” y junto con ellos, de la técnica. En efecto, el
“estar” nos pone frente a dos notas que nos serían constitutivas, ya anticipadas en
las elucubraciones fantasiosas de Kusch: la “vegetalidad” y la “femineidad” de lo
americano. Mas, en este caso, haciendo un uso de elementos teóricos que
provienen de Hegel, el autor nos hablará de dos niveles de “eticidad”: en cuan-to
que si bien la base de nuestra “barbarie positiva” o de nuestro ser profundo, está
dado en el primero -que es justamente donde se revela la “vegetalidad” y la
“femineidad”- se da necesariamente el segundo al que caracteriza como “eticidad
desplegada” y que no es otra cosa que el Estado, pero ahora preten-didamente
constituido desde la Nación. De ahí la necesidad de una “recupera-ción de la
mujer” -se trata de una reaparición de Antígona, valorada sin salirse para nada del
papel que le asigna Hegel- en cuanto ella implica “la tierra y los dioses”, por cierto,
los “dioses subterráneos y demoníacos” y no los “ouráni-cos” o “celestes”. Ella, con
su esencial ambigüedad, en cuanto que es a la vez “salvación”, pero también
“perdición”, es “placer” y también “dolor”, desnuda la otra ambigüedad, la de la
“civilización”, heredada del cogito moderno que ha padecido la ilusión de acabar
“con lo popular y lo bárbaro” con el objeto de “arrancarse el miedo”. En pocas
palabras, en ese oscuro mundo de la “vegetali-dad” y de la “femineidad” se crea un
sujeto que hace de punto partida de esta filosofía, el “pueblo”, nueva entidad mítica
en donde lo sagrado se ha manteni-do como “resistencia”, frente al devastador
proceso de desacralización fruto de la “civilización”, sujeto que es visto en todo
momento como carente de media-ciones y en tal sentido ajeno a formas de
alienación. En efecto, lo numinoso en su manifestación queda más allá de toda
mediación posible y hace del “ethos popular” algo ante lo cual puede abrirse de
modo directo una racionalidad auténtica y descubrir en él la “sabiduría popular”.
Vivimos un conflicto entre el “ser” (lo que pretendemos “ser” ) y el “estar” (donde “
estamos” siendo), el

• 92 •
que se presenta justamente porque olvidamos que el único acceso al
primero se encuentra en el segundo, en esa cthonía que se propone.(23)
No vamos a prolongar nuestra pregunta acerca de la “barbarie” dentro de la
tradición intelectual argentina. Unicamente diremos que se encuentra, en
principio, como trasfondo común de la mayoría de los filósofos nuestros que
se han planteado un rescate de lo que ellos intentan caracterizar como “ethos”
y desde donde creen que sería posible construir un pensamiento filosófico de
base “popular”. Por cierto que no se salen de la clásica dicotomía discursiva,
la que si antes era necesaria para justificar la “civilización”, ahora lo es, decla-
radamente o no, para poder sostener los valores propios de la “barbarie”. Por
lo demás, el ethologismo no es una novedad en la literatura rioplatense. Ya en
1959, el filósofo uruguayo Mario Sambarino había declarado estar en esa
posición. Las diferencias que hay entre él y los seguidores de Kusch son las
que pueden señalarse entre una comprensión relativista y aporética del ethos,
que hace imposible fundar sobre el mismo, por ejemplo, la identidad de un
“pueblo” y una comprensión absolutizante que no sólo lo toma como princi-pio
de identidad, sino que además cree posible enunciar desde él una ética y una
filosofía. La cuestión interesa de modo directo a los ethólogos argentinos,
tanto a los que militaron o militan aun dentro de una “Filosofía de la libera-
ción”, como a los que hablan en nuestros días de un filosofar que tiene como
sustento la “sabiduría popular”. En verdad que tan negativo se nos presenta el
filósofo uruguayo como sus colegas argentinos, en cuanto no compartimos ni
el relativismo agnóstico del primero, ni el sustancialismo irracionalista o,
cuando menos, ingenuo o dogmático, de los otros. (24)

Hasta aquí hemos hecho un recorrido a esas grandes etapas de la categoría


de “barbarie”, la primera, la que con matices y excepciones lógicamente, es
considerada como categoría “negativa” (1850-1930) y la siguiente, en la que
se produjo una afirmación de la misma como “positiva” (1930-1975), en épo-
cas de las que hace de gozne Ezequiel Martínez Estrada. Ya vimos cómo en
Sarmiento y tal vez a pesar de Sarmiento mismo, alguna positividad mostraba
la “barbarie” y cómo en Kusch y sus más apasionados seguidores, la preten-
dida “positividad” que le atribuyen es sin más negatividad. El sustancialismo
irracionalista que hemos mencionado, que no se encuentra en Sarmiento, ex-
plica lo que queremos decir. De todos modos, tanto en un caso como en el
otro, la dicotomía sigue funcionando en cuanto siempre es posible señalar la
posición antinómica con la que se hace jugar los términos y se montan las

• 93 •
formas del discurso opresor. En otras palabras, se trata de
categorías imple-mentadas ideológicamente.

Nos restaría hacer un balance de los últimos años a la luz de los hechos que se
sucedieron trágicamente desde promedios de la década de los ‘70. Algo he-mos
anticipado en lo que se refiere a nuestro tema, sobre todo respecto de las
versiones últimas de la “barbarie” entre los ethólogos argentinos. Mas, faltan
todavía algunas cosas por decirse que nos parecen de singular importancia. Por de
pronto, la declaración de que se habría abandonado definitivamente la clásica
dicotomía sarmientina y su “trágica sombra”, que es la de Facundo Qui-roga,
según las palabras clásicas de Sarmiento, que es la del propio Sarmiento como,
por su parte, lo dijo Roberto Fernández Retamar, pero también la de las sucesivas
relecturas del clásico ensayo y que hemos comentado. El marco en el que se ha
desarrollado esta tercera y hasta ahora última etapa, muestra un cambio de
situación macropolítica sustancial. El año de 1975 puede ser considerado como el
fin de aquel “Estado benefactor” que comenzó con la gran crisis de 1930 y como el
inicio del neo-liberalismo actual, con las moda-lidades con las que funciona entre
nosotros en medio de una dependencia que cada día se profundiza más. El fin del
“Estado benefactor” entre nosotros se ha dado junto con dos hechos, el primero, la
brutal represión de todos los sec-tores emergentes que en las décadas de los 60 y
70 creyeron poder movilizar un proceso de cambio social que radicalizara a aquel
Estado, desde diversas fórmulas, incluidas en ellas, las que se dieron mediante el
recurso a las armas y que tuvo lugar abiertamente entre 1976 y 1984; y, más tarde,
reincorporados a un proceso de democracia -una democracia mediatizada,
comprometida y llena de deudas con el pasado inmediato de sangre- la que ha
concluido con el segundo hecho significativo, a saber, la reformulación del
“populismo” pero-nista, lo que pareció inicialmente un verdadero contrasentido, en
un neo-li-beralismo que ha llevado a hablar de un “capitalismo salvaje” dados los
costos sociales del programa económico puesto en marcha.(25) Como era de
esperar con este liberalismo se han abierto las puertas para todas las ideologías
que lo acompañan y que integran esa nebulosa a la que se le ha dado en llamar
“post-modernismo” y entre ellas, la del “fin de las ideologías”. Ciertamente que re-
sulta superfluo decir que estamos ante una ideología más, con lo que aquello de
“muerte” apunta a unas ideologías y no a otras. En relación con esto en el discurso
de posesión del cargo de la Presidencia de la Nación, el día 9 de julio de 1989,
Carlos Saúl Menem declaró el fin de las oposiciones, y entre ellas, la ya tan
nuestra de “civilización” y “barbarie”: “Yo quiero ser -dijo- el presidente

• 94 •
de la Argentina de Rosas y de Sarmiento, de Mitre y de Facundo, de Angel Vi-cente
Peñaloza y Juan Bautista Alberdi, de Pellegrini y de Yrigoyen, de Perón y de
Balbín”.(26) Si tenemos en cuenta que la “barbarie” en su sentido “posi-tivo” ha
sido dentro de ciertos escritores peronistas una manera metafórica de referirse a
los sectores populares, aquellos sectores que durante el primer peronismo (1947-
1955) gritaban en contra de los intelectuales orgánicos de la oligarquía “Alpargatas
sí, libros no”, podría muy bien pensarse que lo que se pretende ahora es construir
el Estado, una vez más dándole las espaldas a la Nación o, si se quiere, a la
Sociedad civil, ideal justamente de todas las oligar-quías. Debiendo aclarar que
aquella “prioridad” del Estado es paradojalmente una destrucción del mismo en
todo lo que hacía de garantía de los sectores populares. Pues bien, difícilmente un
discurso que se declara expresamente como “liberal”, pueda renunciar a uno de los
aspectos estructurales básicos de su propia línea discursiva, la de su formulación
dicotómica. Frente a los “po-pulistas”, ahora desencantados y colocados al margen
del proceso político por el propio peronismo que los había impulsado a filosofar
sobre los valores de la “barbarie” como principio de identidad nacional y aun
latinoamericana, pare-ciera anunciarse un regreso a la fórmula que tuvo vigencia
en la primera de las etapas que hemos estudiado, la de 1850-1930. Otra vez la
“barbarie” molesta y es impedimento para el progreso, frente a una “civilización”
planetaria en la que se pretende que estamos instalados. De la “barbarie” del
“Tercer Mundo”, hemos pasado a la “civilización” del “Primero”. No hemos de
olvidar que este rechazo del “Tercer Mundo” en cuanto sirvió de referente
revolucionario en las décadas de los ‘60 y ‘70 en toda América Latina, había sido
ya manifestado por los militares responsables de la represión sangrienta de los
“años crueles” (1975-1984), mediante la invocación de la “Civilización Occidental y
Cris-tiana”. El grupo armado que se autodenominó “Montoneros”, posiblemente
uno de los más organizados y más fuertes, con su nombre se remitía justamen-te a
aquellos primitivos “bárbaros” de nuestras pampas y travesías, en contra de los
cuales Sarmiento dibujó su “civilización”. Por lo demás, el caos teórico
contemporáneo tal vez ha hecho posible que mientras se habla de borrar el
enfrentamiento entre “civilización” y “barbarie”, algunos intelectuales que in-tentan
participar en la creación de la base teórica orgánica del “sistema”, no encuentran
incompatible esa posición con un regreso al kuschismo, con lo que el anuncio de
Martínez Estrada de que “civilización” y “barbarie” eran una misma cosa vendría a
quedar confirmado en medio de una nueva crisis profunda. Por cierto que se trata
de la “barbarie integrada” de los ethólogos,

• 95 •
la que no tiene por qué no convivir “pacíficamente” con la “civilización” del Primer
Mundo. La dicotomía discursiva, gastados al parecer los términos clá-sicos, sin
embargo, no ha desaparecido en cuanto que las condiciones estruc-turales que la
generaron a lo largo de un siglo y medio, más allá de los matices y cambios que
puedan señalarse, han sido constantemente recicladas.

Ahora bien, cabe preguntarse si esta vieja categoría de “barbarie” es rescata-ble


dentro de un saber social contemporáneo. La extrema complejidad semán-tica que
ofrece, tal como lo hemos visto a propósito del caso argentino, mues-tra la
dificultad de semejante rescate, el que siempre podría ser justificado si se
determinan con precisión los alcances que se le pretenden conferir. Uno de los
aspectos más difíciles tal vez radique en la tendencia casi espontánea a construir
esa categoría y su tradicionalmente opuesta, por lo menos desde finales del siglo
XVIII (la “civilización”), otra vez dentro de formas discursivas dicotómicas que
fundan una visión dual de la sociedad, fácilmente hiposta-siable. Otro de los
aspectos peligrosos del rescate del término se encuentra en ese halo de
irracionalismo que suele acompañar a la valoración “positiva” de la “barbarie” tal
como lo hemos visto. A todo lo dicho se ha de agregar la pre-sencia, muchas veces
no percibida, de posiciones maniqueas. No cabe duda de que el dualismo social, el
irracionalismo y la moral de “buenos” y “malos”, suponen formas de tipo ideológico
propias del discurso opresor.

Sin embargo, la palabra “barbarie” siempre podría ser construida como sím-
bolo de un grupo humano (clase, género, etnia, nación, etc.) cuya validez le
vendrá de su sentido social e histórico, dentro de la estructura de un discurso
liberador, en relación, lógicamente, con una praxis. No hemos de olvidar que
dentro de un pensamiento latinoamericano, la creación y recreación de una
simbólica, le es parte constitutiva. Por cierto que no se trata de encontrar mí-
ticos apoyos para un saber social, una filosofía o una teología, como aquella
“barbarie integrada” que reivindican los ethólogos, pero sí construir con el
término “barbarie” una herramienta teórica que expresa formas sociales opri-
midas de moralidad, con un poder emergente -actual o potencial- como para
imponer cambios en el nivel de la eticidad. Si la “civilización” se convierte en
un poder represivo, las fuerzas sociales que pugnan por su transformación
asumen de un modo u otro la función de ruptura, lo que con las precauciones
señaladas, no sería erróneo considerarla como una forma de “barbarie” larga-
mente ejercida. (27)

De todos modos, ya sea la “civilización” lo positivo; ya sea que “civilización” y


“barbarie” se confundan como una misma cosa; ya sea que lo positivo se
• 96 •
encuentre, por el contrario, en la “barbarie” o, en fin, que “barbarie” y “civili-zación”
ya no existan porque “se terminó la era de las antinomias”, lo cierto es que a través
de esa multiplicidad discursiva se oculta y se manifiesta el rostro de nuestra
América. Y eso porque más allá de los contenidos simbólicos y del peso axiológico
con los que son proyectados ambos términos, ellos son siem-pre expresión de
nuestra conflictividad tal como nos ha tocado vivirla desde nuestros inicios. Porque
la “barbarie” ha sido y es también parte del ejercicio mismo de la “civilización”, tal
como lo testimonian nuestros cinco siglos de existencia y no hay duda de que ese
hecho ha sido uno de los que ha generado a todas aquellas posiciones. En este
sentido podría pensarse nuestra realidad histórica y social como un constante
partir de sucesivas destrucciones, totales o parciales, desde aquella primera que el
Padre Las Casas denominó “Des-trucción de las Indias”, en un libro irrefutable que
marca el inicio de esta dia-léctica de muerte y vida, de alienación y rescate de
nuevas identidades de un sujeto que, a pesar de todo, restablece su conciencia
histórica y en tal sentido se autoafirma y se autorreconoce como sustante. Pese a
todo nos muestra su rostro. Caras y máscaras ha titulado Eduardo Galeano a uno
de los intentos, el suyo, de desenmarañar ese complejo mundo discursivo,
poniendo el lenguaje al servicio de su propia higiene. Su lección podríamos
expresarla como un leer nuestra historia, dejando que ella, por una especie de
magia mediante la cual el escritor intenta salvar mediaciones, nos ponga ante
aquel dolorido rostro. Se trata, sin duda, de una praxis que nos permite iluminarlo o
encontrarlo, paradójicamente aun en el intento inexorablemente condenado al
fracaso, de borrarlo por completo mediante el recurso de la máscara.(28)

Conferencia leída en el Seminario Permanente de Es-tudios


Latinoamericanos del Centro Regional de Investigaciones Científicas y
Técnicas de Mendoza (CR ICYT), 1991.

Notas
(1)Sempat Assadourian, Carlos; Laclau, Ernesto y otros. Modos de producción en
América Latina (1979: 28), México, Cuadernos de Pasado y Presente.

(2) De Sepúlveda, Juan Ginés. Tratado sobre las Justas causas de la guerra
contra los indios (1987: 153). México, Fondo de Cultura Económica.
• 97 •
Fichte, Discurso octavo “¿Qué es un pueblo en el sentido superior
de la palabra?” en Discursos a la Nación Alemana (trad. de Luis A.
Costa y María Jesús Varela) (1984), Buenos Aires, Orbis.

En nuestro libro Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, op


cit p. 222/223 hemos mostrado cómo el discurso jurídico anarquista
intentó superar la dicotomía “derecho - fuerza”.

Echeverría, Esteban. “El matadero”, en el libro El cuento, una pasión ar-


gentina (1991: 23), Buenos Aires, Selección y prólogo de Ramón Plaza,
Edi-ciones del Instituto Movilizador de Fondos cooperativos.

. Dorrego, Manuel. Civilización y barbarie. (1980) San Antonio de


Pa-dua, Pcia. de Buenos Aires, Ediciones Castañeda.
Cfr. nuestro trabajo: “Barbarie y feudalismo en las páginas del Facun-do”, en
Cuadernos de la Comuna, Puerto San Martín, Santa Fe, número 16, p. 5-23;
cfr. asimismo nuestro ensayo: “El discurso civilizatorio en Sarmiento y
Alberdi”, en Revista Inter-Americana de Bibliografía Washington, Organiza-
ción de los Estados Americanos, vol. XLI, n.1, 1991, p. 35-48.
Borello, Rodolfo. Sobre la literatura de protesta en la Argentina (1971)
Eidos, Madrid, 34. Diaz, Hernán. Alberto Ghilardo: anarquismo y cultura,
(1991)Buenos Aires, Centro Editor de América Latina. En diversos
trabajos nuestros hemos hablado del sentido “episódico” que ha tenido y
tiene hasta la fecha la manifestación de formas de pensamiento popular
y liberador, así en “El método del pensar desde nuestra América”, en
Serie Científi ca, Mendoza, n° 39, 1988; Escribir y pensar desde nuestra
América (1991) Mendoza, Univer-sidad Nacional de Cuyo.

Rojas, Ricardo. La Restauración nacionalista (1909) Buenos Aires,


Juan Roldán, cap. “Bases para un renacimiento nacionalista.”
Burucúa, José E. El Impresionismo en la cultura argentina.
Análisis y crítica (1988) Buenos Aires.

Chávez, Fermín. “Civilización y barbarie en la cultura argentina”, cap. del


libro Civilización y barbarie. El liberalismo y el mayismo en la historia y en la
cultura argentina (1956), Buenos Aires, Editorial Trafac, p. 13-35; del mismo
autor el libro Civilización y barbarie en la cultura argentina (1965) Buenos
Aires, Theoria; Seibold, Jorge, “Civilización y barbarie en la ciencia
argentina”, en Stromata, Buenos Aires, 31, 1975. Taborda, Saúl, véase “La
política escolar y la vocación facúndica”, en Sustancia, Tucumán, II, 6, 1941.

98 •
Sebrelli, Juan José. El asedio a la modernidad (1991) Buenos
Aires, Sudamericana, parágrafo titulado “Desencantamiento y
encantamiento de América”, p. 296 y sgtes.

Puiggrós, Adriana. “Las masas populares y el sujeto pedagógico


argen-tino”, en el libro Sujetos, disciplina y curriculum en los orígenes
del sistema edu-cativo argentino (1990), Buenos Aires, Ed. Galerna.

Martínez Estrada, Ezequiel. Radiografía de La Pampa (1933),


Buenos Aires, cap. titulado “Civilización y barbarie.”

Martínez Estrada, Ezequiel. Los invariantes históricos del Facundo

(1974) Buenos Aires, ed. Casa Pardo.


Ciriza, Alejandra. “Un esbozo de interpretación del pensamiento, de Ezequiel
Martínez Estrada”, en Revista de Historia de América, México, Insti-tuto
Panamericano de Geografía e Historia, n° 107, 1989. Canal Feijóo, Ber-nardo,
“Radiografías fatídicas”, en Revista Sur, Buenos Aires, 37, 1937.

H.A. Murena. “Reflexiones sobre el pecado original de América”, en revista


Verbum, Buenos Aires, 90, 1948. Este trabajo fue el anticipo del libro El
pecado original de América (1954), Buenos Aires, ed. Sur. Cfr. Matamoro,
Blas. Oligarquía y literatura (1975), Buenos Aires, Ediciones del Sol.
H.A. Murena. “ Martínez Estrada: la lección de los desposeídos”, en Sur,
número 204, Buenos Aires, 1951. Nos hemos ocupado de la ideología
europeísta y anti-americanista de Murena en nuestro libro, Teoría y crítica
del pensamiento latinoamericano, op cit p: 158-160.

Herder, Ideen Zur Philosophie der Geschichte der Menschheit, 3 Teil, 34


(citado por Carlos Astrada El Mito gaucho (Martín Fierro y el hombre argenti-
no) (1948), Buenos Aires, Cruz del Sur, página final del libro.
Kusch, Rodolfo. La seducción de la barbarie. Análisis herético de un
continente mestizo (1953), Buenos Aires, Fundación Ross, segunda ed. s/f;
América Profunda (1962), Buenos Aires, Hachette; El Pensamiento
indígena americano (1970), Puebla, Cajica; Esbozo de una
antropología fi losófi ca ame-ricana (1978), Buenos Aires, Castañeda.
Cfr. Cerutti Guldberg, Horacio Fi-losofía de la Liberación
Latinoamericana (1983), México, Fondo de Cultura Económica.

Biagini, Hugo. Filosofía americana e identidad(1989: 310),


Buenos Aires, Eudeba.
(22.) Cullen, Carlos. Refl exiones desde América.I. Ser y estar: el
problema de la cultura. Buenos Aires, Ed. Fundación Ross, s/f, p.76.

99 •
Cullen, Carlos. El descubrimiento de la nación y la liberación de la fi lo-sofía
(1974), reimpreso en Refl exiones desde América II Ciencia y sabiduría: el
problema de la fi losofía latinoamericana, Buenos Aires, Fundación Ross, s/f.
Cfr. el libro ya citado de Horacio Cerutti Guldberg, cap. titulado “La ontolo-gía
de la ambigüedad en la guerra integral”, p. 271 y sgtes.

Sambarino, Mario. Investigaciones sobre la estructura aporético-dialéc-tica de la


eticidad. Montevideo, Facultad de Humanidades y Ciencias, 1959; asimismo su
artículo “Sobre la imposibilidad de fundamentar filosóficamente una ética
latinoamericana”, en Fragmentos, Caracas, Centro Estudios Latinoa-mericanos
“Rómulo Gallegos”, 8, 1975; Cfr. Sasso, Javier, La ética fi losófi ca en América
Latina (1987), Caracas, Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos”,
en particular p. 87 y sgtes. En el “Encuentro de París” realizado en 1981 en donde
se defendió la posibilidad de una “Filosofía de la sabiduría popular” (entiéndase
Filosofía de la “barbarie integrada al sistema”) por parte de ex filósofos
“Liberacionistas”, se dijo: En cuanto a la Filosofía de la Liberación debo aclarar que
es un movimiento que ya no existe en Argentina, si bien tuvo vigencia hace unos
diez años y algunos de los colegas de este grupo tuvieron parte de él. En
Sabiduría popular, símbolo y fi losofía. Diálogo Interna-cional en torno a una
interpretación latinoamericana, (1984: 24) Buenos Ai-res, Ed. Guadalupe. Este libro
ha sido editado por Scannone, Juan Carlos, S.J.

Borón, Atilio. Memorias del capitalismo salvaje. Argentina de


Alfonsín a Menem (19919, Buenos Aires, Ediciones Imago Mundi.
En la Revista El Proyecto Nacional, dirigida por Carlos Saúl
Menem, en el artículo titulado “La hora de la lealtad. El desafío
de la historia” (Buenos Aires, año I, número 2, 1989, p. 2) se
dice: terminó en la Argentina la era de las antinomias.

Cfr. nuestro trabajo “Die Kategorien ‘Zivilisation’ und ‘Barbarenum in


Argentinien im Laufe von eineinhald Jahrhunderten (Ubersetzung, Bear-
beiteung und Ainfürung von Hartwig Zander)”, in Zeitschrift marxistische Er-
neuerung, Wiesbaden, número 10, 1992, p. 47-60. Mendoza, CRICyT, 1991
Galeano, Eduardo. Memoria del fuego II. Las caras y las máscaras.

(1985)Buenos Aires, Siglo XXI editores, segunda reimpresión.

• 100

II. Una filosofía para la
liberación

• 101

• 102 •
5. De la “exétasis” platónica a la
teoría crítica de las ideologías. Para
una evaluación de la filosofía
argentina de los años crueles

Nos parece de fundamental importancia para el curso que hoy iniciamos


en esta Universidad, después de casi diez años de alejamiento de ella por
razones de todos conocidas, ocuparnos de un tema que es fundamental
para la noción misma de filosofía. Nos referimos a la crítica.

Mas también el tema que nos proponemos tratar no sólo importa a la


filoso-fía, sino que interesa de modo directo -y sin que nos pongamos
a considerar su valor respecto de otros campos de la realidad social- a
la comprensión misma de la Universidad como institución dentro de la
cual, conforme una tradición bastante larga, se cultiva la filosofía.

Ahora bien, antes de entrar en tema no podemos menos que traer a nuestra
memoria el recuerdo emocionado de amigos muy queridos que de un modo u otro
sufrieron en carne propia la injusticia y la crueldad, frutos de un irracio-nalismo
que, aunque parezca mentira, tuvo en algún momento hasta su justifi-cación
filosófica. ¿Podemos después de esos hechos seguir llamándonos “filó-sofos”?
¿Dónde fue a parar la majestad de ese saber tal como nos lo presentaba el
pensamiento clásico? ¿Cómo juzgar a aquellos que siguieron buscando el “mundo
del sentido” cuando el sentido del mundo estaba desmintiendo de manera brutal la
misma posibilidad de aquel tipo de pregunta?

Quiero que estas palabras sean en homenaje a Mauricio A. López, ese hom-bre
íntegro y generoso que desapareció para siempre, arrancado de su hogar por
manos siniestras; Mauricio, nuestro querido hermano en el dolor, con quien
entramos a ese mundo de los estudios en el antiguo Instituto de Filo-sofía de esta
Universidad y con quien compartimos los generosos ideales en favor de una
sociedad más justa, atentos a la voz de los oprimidos; quiero tam-bién que estas
palabras sean de homenaje a otro amigo no menos recordado, Noël Salomon,
fallecido en su patria, Francia, como consecuencia entre otras cosas de hechos
lamentables acaecidos en estas tierras. El ánimo amplio de
• 103

Noël fue para más de uno de nuestros jóvenes, el puente de unión de este
gran mundo de la cultura hispanoamericana que él supo cultivar con amor y
con nivel científico. Amó a nuestra Universidad, como amaba la suya, la vieja
casa de Montaigne, con quien tenía nuestro Noël, por su finesse d’esprit,
evidentes afinidades. El nos enseñó a leer con nuevos ojos nuestro Facundo y
sus análisis de las ricas páginas de esa obra se mantienen vigentes y lozanos.
Sólo la in-gratitud ha podido empañar su recuerdo y olvidar la deuda que esta
Facultad tiene con él en el campo de las letras. Quiero también que estas
palabras sean un homenaje no menos emocionado a la memoria de ese gran
rector de nues-tra Universidad que fue el Ingeniero Roberto Carretero, muerto
asimismo de modo trágico. No queremos que se pase al olvido su figura noble
y desintere-sada, su pasión por el saber, su lucha por la justicia social, su
respeto por los au-ténticos hombres de ciencia y su entusiasmo por la
juventud. Hombre abierto de modo sensible y generoso que no temió en
impulsar una universidad que exigía cambios que la pusieran a la altura de los
tiempos, hacia una renovación de los estudios que hiciera de ellos algo
dinámico y vivo, con un claro sentido de responsabilidad social.

Las lecciones que esos tres hombres han dejado, no han muerto.
Nosotros invocamos sus figuras en este momento en el que nuestra Patria
intenta reim-plantar ese estado de derecho que, si alguna virtud tiene, es
la de proponer un regreso a una racionalidad y, junto con ella, a la justicia,
como espíritu y como institución. Bajo esa advocación queremos y
deseamos que se entiendan esas lecciones nuestras que hoy reiniciamos.

Hace diez años ya, posiblemente -creo que fue en 1974- pronunciamos
una conferencia en esta Facultad en la que nos propusimos hablar de la
filosofía como “función de la vida”. Quisiéramos ahora retomar esta
cuestión mostrán-dola, de ser posible, desde otros ángulos y a su vez
recalcando algunos puntos que entonces considerábamos esenciales. En
particular me refiero -y esto me resulta en este momento, inevitable- a la
cuestión de filosofía y racionalidad. Por cierto que el tema tiene que ver de
modo directo con lo que declaramos en un comienzo como tema central
de estas palabras, la filosofía como saber crítico.

Lejos estábamos y estamos de caer en un vitalismo. También en un Ortega y


Gasset, que tanto predicamento tuvo entre nosotros en algún momento, el
filosofar era una función o una tarea vital. Nosotros no nos inscribimos en los
marcos de ese tipo de pensamiento al que hemos criticado y criticamos. Para
poner las cosas en su lugar diremos que la vida es sí un quehacer, pero como
• 104

decía Oward Ferrari en sus cursos en esta misma Facultad, es un “hacerse y un
gestarse” del hombre que únicamente puede ser entendido en su naturaleza desde
la estructura y dinámica sociales. Decir que la filosofía es una función de la vida es,
pues, afirmar que es un hecho social y que muestra, por eso mis-mo, los
caracteres básicos de esa realidad, entre ellos, el más patente, el de la
conflictividad o lucha, a través del cual se desarrollan las relaciones humanas. Y
esa lucha, no ajena a una voluntad de poder, lo es contra la naturaleza, pero
también de los hombres entre sí. Ella es la que impulsa a la historia.

La conflictividad, carácter básico de la vida social que no necesita demostra-ción y


dentro de la cual actúan aun aquellos que quieren cerrar los ojos ante su realidad,
se presenta como un proceso dinámico de acuerdos y desacuerdos, de encuentros
y desencuentros en diversos niveles en los que no actuamos -tal como lo teorizó el
liberalismo burgués del que no se apartó un Ortega- como individuos
exclusivamente. Más aún, en ocasiones y en las no menos impor-tantes o
decisivas, la “individualidad” no es otra cosa que una máscara ideo-lógica con la
que encubrimos nuestra inserción de clase. Lejos estamos, con todo esto, de los
vitalismos de la década de los 30 de nuestro siglo.

Esa conflictividad tiene, por lo demás, su nivel discursivo en el que podemos ver el
fenómeno en ese proceso agónico de codificaciones, recodificaciones y
decodificaciones que se van dando muchas veces de modo espontáneo. El
filósofo, como hombre cotidiano, como uno más entre los demás hombres, vive ese
nivel de modo tan primario como podría vivirlo cualquier otro. Su primariedad -por
no decir su primitivez- se muestra sin embargo constante-mente llevada a otro
nivel dentro de aquel horizonte discursivo. Aun cuando reniegue de las formas
metadiscursivas y regrese, luego de un mea culpa de tipo wittgensteiniano, al
“lenguaje ordinario”, se coloca siempre en otro nivel que es definido, precisamente,
como el de ese quehacer social que el filósofo practica, la filosofía. Llegados a este
punto es necesario decir con la mayor cla-ridad posible que las decisiones que el
filósofo adopta como tal, no se juegan originariamente en ese plano sublimado de
la filosofía, sino que son anteriores a ella. No se es conformista o protestatario
filosóficamente, sino socialmente. La filosofía de las academias -esa que ha sido
denunciada por lo protestata-rios- no es “academicista” por algo que sea
consustancial al filosofar, sino que se trata de un filosofar determinado por
posiciones previas al filosofar mismo.

¿Ha perdido como consecuencia de esto la filosofía toda su dignidad como saber?
No, por cierto. Pero es necesario para que podamos mantener esa tesis, que es la
nuestra, no olvidar que la filosofía, como toda función de la vida,
• 105

no escapa a la ambigüedad y que aun los discursos filosóficos pagados de su
presunta cientificidad y rigor pueden ser, y son, profundamente ambiguos. No
ha de olvidarse que la filosofía es un lenguaje, que se da como fenómeno de
comunicación a nivel de un lenguaje- el de la palabra hablada y escrita -y que
no se salva de las virtudes y defectos del lenguaje aun cuando se recurra a
pretendidos métodos fenomenológicos y hermenéuticas vanamente autosufi-
cientes que nos permitirían colocarnos más allá de las mediaciones. La filoso-
fía -digámoslo con fuerza- es un lenguaje y es, por eso mismo, una mediación
en el específico sentido que damos a ese fenómeno visto desde lo social. La
res-puesta no podrá ser ya la ingenuamente dada tantas veces dentro de esa
filoso-fía de la conciencia -aun vigente por lo mismo que congruente con los
oscuros y crueles tiempos vividos- la de postular una presencia, ocultando,
como en el mito del avestruz, la cabeza ante el fenómeno inevitable de la
representación. En esto, en la naturaleza representativa de la filosofía -y de
todo saber- radica la miseria y la grandeza de esta función vital de la que
estamos hablando. Del modo cómo sepamos asumir las formas
representativas del lenguaje radica el que la filosofía pierda o mantenga
aquella dignidad como saber por la que preguntábamos hace un momento.

Así, pues, no hay propiamente “decisiones filosóficas”; las decisiones es-


tán tomadas antes que el filosofar mismo y este es claramente un
desarrollo teórico guiado por aquellas tomas de posición previas; no hay
un lenguaje filosófico que, paradojalmente, no sea lenguaje, que no se
nos presente como mediación y que no corra los riesgos de la mediación;
no hay, en fin, presencia sino representación y la filosofía, como filosofía
de la conciencia -tal como la desarrollaron los grandes pensadores desde
Platón hasta Hegel y tal como de modo ciertamente extemporáneo, pero
explicable, perdura como saber áuli-co- es una trampa que debemos
desenmascarar, si realmente queremos salva-guardar aquella dignidad.

Ahora bien, no hay posibilidad de sostener esa dignidad si no partimos de un


ejercicio que es consustancial al filosofar -y no podemos en este momento
evitar la referencia a un filosofar auténtico, frente a un filosofar inauténtico-:
nos referimos al llamado “ejercicio de la sospecha”, tal como lo han señalado
entre otros, algunos de los teóricos de la Escuela de Franckfurt. Ya sabemos a
su vez las sospechas que despierta el solo hecho de hablar de “autenticidad”,
pero no podemos dejar de hacerlo. Para descargo, digamos que no implica
bajo ningún aspecto una posición maniquea, en cuanto que la autenticidad no
es algo que sea nuestro y la inautenticidad, ajena. Autenticidad e inauten-
• 106

ticidad se dan como momentos constantes en todas las funciones
vitales, den-tro de las que la filosofía no es una excepción. La
filosofía es, por eso mismo, tarea; es aproximación y, en esa tarea
y en esa aproximación se juegan aquellas categorías.

La sospecha impulsa la tarea crítica y, a su vez, la crítica ha sido entendida como


lo que define al filosofar en cuanto filosofar. La sospecha, digámoslo claramente,
no es aún posición teórica, es actitud previa a lo teórico que surge de nuestra
inserción dentro del marco social en el que nos movemos y de cuya conflictividad
participamos desde dentro. Inclusive podríamos decir que la sospecha puede
quedarse -y se queda en más de un caso- en expresiones me-ramente
conductuales que revisten el simple carácter de pre-discursivas. Sin embargo, sin
ese hecho no habría crítica, ni podríamos pensar en la posibili-dad de esta, aun
cuando la crítica -como crítica de una determinada filosofía dada históricamente-
no puede ser menos que posterior. En nuestros días, en los que no se puede
desconocer el inmenso pasado filosófico que llevamos a la espalda, se ha hablado
de un ejercicio de sospecha en un Heidegger y en un Wittgenstein. Ello les habría
llevado a la elaboración de formas de crítica respecto de la metafísica tradicional la
que, para el primero, habría “olvidado el ser” y, para el segundo, “carecería de
sentido”. Crítica posterior al filosofar mismo, pero posible gracias a la anterioridad
de la sospecha que es -más allá de tradiciones y escuelas filosóficas- algo anterior
al filosofar mismo.

Ahora bien, en aquel esfuerzo por salvar la dignidad de la filosofía, del que
hablamos antes, es necesario dejar bien en claro además que aun a pesar de la
posterioridad de la crítica, la que se nos presenta como un hecho tardío den-tro de
la historia de la filosofía, el filosofar nace con la crítica. Digamos, para aclarar
nuestras ideas, que toda filosofía es por lo menos intencionalmente, una respuesta
racional ante una determinada realidad a la que, en más de un caso, se la define
como “la realidad”; y que, en segundo lugar, es una toma de posición frente a una
racionalidad vigente que le es anterior y de la cual surge, ya sea para confirmarla y
enriquecerla teoréticamente, ya sea para señalar sus puntos de partida
insuficientes, es decir, para hacer su “crítica”. Y este fenó-meno no necesita de una
“filosofía anterior”, como podría desprenderse del hecho de que la crítica ha sido
algo considerado como tardía, como algo que tenía bastante que ver con aquella
metáfora famosa del vuelo del búho de la diosa. Si nos ponemos frente a los
primeros filósofos, los así reconocidos den-tro de la tradición occidental como
primeros, su filosofar es ya crítico por lo mismo que suponía un radical cambio de
posición respecto de una racionali-
• 107

dad hasta ese entonces vigente, la del mito. El absurdo ha consistido en enten-der
que la comprensión mítica del mundo era ajena a una racionalidad, como no es
menos absurdo afirmar, entender o creer que la racionalidad, tal como la ponen en
juego los más “racionales” filósofos, sea ajena al mito. Volvemos por esta vía a
afirmar aquella ambigüedad que señalábamos en un comienzo.

De ahí que la historia de la crítica tenga sus inicios con la filosofía


misma, por cuanto la crítica es básicamente crítica de una
racionalidad concreta e in-clusive es algo que está presente
potencialmente en el universo discursivo de una época, haya o no
un filosofar expreso reconocido en su forma discursiva específica.

Si hacemos una distinción entre “significado” y “sentido” tal vez podamos


aproximarnos a lo que queremos decir en este momento. Así, la crítica kan-tiana
-que viene a ser una proyección de la exigencia de “examen” cartesia-na
(recordemos, de paso, que el mismo Kant nos hablaba de la razón como Prüfung)-
alcanza una significación que podemos señalarla claramente como fenómeno
teórico, si atendemos a su construcción llevada a cabo frente al filo-sofar de su
época, ya sea el riguroso sistema wolffiano, ya las audacias radicales de Hume.
Mas, el sentido, es decir, no su textura teorética o significativa, sino su valor -y este
es el sentido del sentido para nosotros- no proviene del nivel discursivo filosófico
imperante en los diversos sectores europeos de la época, sino de algo que es
anterior a ellos y que implica decisiones que en sí mismas, como ya lo hemos
dicho, no son filosóficas aun cuando luego puedan reves-tirse con el ropaje del
discurso. El rigor con que es elaborado el horizonte significativo viene a ocultar
-por lo mismo que lo justifica de modo eficaz- al horizonte del sentido. Una cosa es
el discurso, otra, la direccionalidad discur-siva, la que hace que sobre un nivel se
sobreponga otro que está entramado en el primero y que por lo general no vemos.
El nivel de significación nos habla de “razón” y, más aun, de “razón pura”. El nivel
del sentido nos permite deco-dificar esa razón pura, impotente según Kant y
mostrárnosla en su impureza, es decir, en su fuerza y potencia, la que tenía
precisamente en los textos de Wolff , entrados en crisis no por obra de una tarea
teórico-crítica, sino por algo anterior, la sospecha ejercida a través de un Kant de
que esa filosofía había perdido valor, es decir, sentido, para un hombre emergente,
el de la Ilustra-ción, que venía a jugar ahora a su modo y de acuerdo con su
impulso social e histórico su forma de apriori antropológico.

Pues bien, esa crítica, elaborada como ejercicio teórico en el plano de la sig-
nificación, en la medida en que ignora sus propias raíces y, con ellas, su sen-
• 108

tido, es ideología y las formas discursivas adecuadas que encuentra son, por
eso mismo, metáforas. La “razón pura” con su impotencia es la gran metáfora
con la que Kant señaló un pasado social y un sistema de vida que había sido
sobrepasado históricamente por obra de sus propias contradicciones internas.

De una vez para siempre se hace necesario afirmar que la historia de la fi-
losofía no se puede reducir -como se lo ha hecho con una insistencia signifi-
cativa- a una historia de “teorías”, o a una historia de ciertos núcleos teóricos a
los que José Gaos optó por llamarles “filosofemas”, o a esas microhistorias
que bajo el pretexto del “texto” no se animan a dar el paso hacia lo contextual
como contextualidad social. Esa historia es también una secuencia de posi-
ciones o, si se quiere, de tomas de posición cuya raíz, por lo mismo que pro-
vienen del hombre como ente inserto en una sociedad y sujeto al régimen de
contradicciones que toda sociedad muestra, se encuentra en lo antropológico.
Esta es la fuente del sentido y es el sentido el que, por su parte, hace que
todo lenguaje filosófico se desdoble y sea, por eso mismo, una de las tantas
formas de lo simbólico.

En resumidas cuentas, lo ideológico no es algo externo a la filosofía y no hay


definición más ideológica de la ideología que la dada por un Max Scheler -que
en algún momento hicimos nuestra- quien nos hablaba de que se trataba de
un sistema prejuicial construido mediante la apropiación de materiales to-
mados de “organizaciones superiores del saber”, en particular, la filosofía y la
ciencia, “parapetándose detrás de ellas”. Es llegada la hora -y en nuestros
días más que nunca esta necesidad es imperiosa- de avanzar hacia la
decodificación de definiciones tales como las que ensayaron los teóricos de la
República de Weimar, responsables, como teóricos más allá de la suerte
personal corrida por cada uno de ellos -de la violencia, el cinismo, las
atrocidades y robos del fascismo y el nazismo. Mucho se ha criticado la
afirmación ciceroniana de que la historia es maestra de la vida y ha habido
razones de peso para hacerlo, que nosotros compartimos, pero, a pesar de
ello, sepamos sacar lecciones. Tam-bién nosotros hemos vivido, mutatis
mutando, nuestra “República de Wei-mar” y lo que se vivió después de ella.

No estará de más que volvamos sobre lo que para nosotros es “sentido”. Por de
pronto nada tiene que ver con una filosofía de la conciencia, cualquiera sea el
nombre que se le haya dado o se le dé, ya sea una “filosofía del espíritu” de corte
neo-hegeliano, ya sea un “filosofar hermenéutico”, especie de platonismo o de
hegelianismo, según los casos, con las alas recortadas y hasta vergonzante. Las
distinciones de niveles son necesarias, pero casi siempre de una necesidad
• 109

ideológica, aun cuando el artificio teórico oculte los verdaderos resortes. Si
partimos de esta posición de nada sirve un ejercicio de sospecha, ya que de lo
único que nos hace sospechar es de aquella justamente que se ha de tener en
cuenta. Se trata de una especie de sospecha a contrapelo. Tanto esa “filosofía del
espíritu” como aquel “filosofar hermenéutico”, parten de un horror de lo externo que
hace del pensador un philosophus externatus, es decir, un filósofo consternado,
puesto fuera de sí, desconcertado. La filosofía se transforma en el ejercicio de “lo
interno” y la universidad, paralelamente, en el lugar de la “internalidad” o de la
“internación”, con todo el sentido negativo que puede sugerir la palabra. Y todo
esto se apoya en el sentido que se le da precisamente al sentido y de acuerdo con
lo cual la exétasis, el examen, se transforma en lo que nosotros habíamos visto y
hasta compartido en nuestras lecturas del Alcibíades platónico. La afirmación de
que “el sentido es previo a los hechos” o de que puede colocarse “por encima” de
ellos por lo mismo de que goza de una especie de mítica ontologicidad de la que
carece lo “fáctico”, juega con un sistema de distinciones que son, a su vez,
dicotomías sobre las que se fundan y se han fundado todas las formas de fuga,
desde la platónica en adelante.

El filósofo ha logrado gracias a esas distinciones, declararse “filósofo”. Aho-ra


está por encima o antes que el mundo, el que ha sido suspendido y tan sólo
nos quedamos con la necesidad circular de un escrito convertido en “tex-to”,
es decir, convertido en algo fuera de la contingencia y regulado por su interna
necesidad y apodicticidad. Ha logrado distinguir entre un “mundo del sentido”,
en el cual es rey y monarca y se hace la ilusión de que ejerce un “preguntar
fuerte”, del “sentido del mundo” respecto del cual es tan sólo un ente cotidiano
y con el que no se atreve a incursionar porque allí no puede ocultar a sí mismo
su debilidad. El “terror por lo contingente” lo atormenta hasta sus más íntimas
fibras y sólo ve la salvación, como el náufrago en me-dio de las olas, en los
cuatro maderos de la balsa, en este caso un “texto”, del cual ni siquiera se
puede afirmar -si no queremos poner el pie en el agua-que pueda tener un
“contexto”. La macrolectura hegeliana ha desaparecido para ser reemplazada
por una microlectura, imagen de un microhegelianismo cuya explicación sólo
puede ser alcanzada retomando sin temor el argumentum ad hominem,
declarado precisamente por ese tipo de “filosofar”, como no válido y hasta
ridiculizado. Y esa vía argumentativa, declarada como no-filosófica, nos dice
algo muy concreto: que el gran reto de la filosofía no es el “mundo del
sentido”, sino, una vez más , el “sentido del mundo” y que este último única-
mente podrá ser alcanzado poniéndonos en su seno, con todos los riesgos de
• 110

la contingencia y la fenomenalidad. El gran reto no es el de encontrar que un
escrito se convierte en texto gracias a su circularidad, sino el poder señalar,
ver, que esa circularidad es una ilusión en cuanto que va siendo quebrada de
modo permanente, mas, no desde el “nivel del sentido”, sino desde una
contextuali-dad que es por naturaleza “externa”. De las respuestas que la
filosofía sepa dar al problema de la “externalidad”, depende que la filosofía no
se convierta, una vez más, en un juego onanístico e intrascendente. Y el rigor,
no lo olvidemos, no es incompatible con ese tipo de juego.

Oportuno es que en este momento recordemos la gran figura de Juan Bau-


tista Alberdi. Él hablaba en sus escritos juveniles, de la necesidad de hacer
una filosofía del “hombre externo” y rechazaba como filosofía de la impotencia
y como inauténtico modo de filosofar, la que él mismo llamaba la del “hombre
interno”. Dicho con palabras nuestras, para un Destutt de Tracy, por ejemplo,
la idea poseía una especie de textualidad que se definía por una interioridad,
aun a pesar de su origen sensible; para Alberdi, por el contrario, y bajo la ins-
piración de la “Filosofía de Julio”, la de los protestatarios franceses de 1830, la
idea sólo podía ser estudiada desde una contextualidad, que resultaba ser, sin
más, la social. Dicho también con palabras nuestras, el pensamiento y, en
particular la filosofía, tenía para Alberdi y los jóvenes argentinos y uruguayos
de su época, un reto: el de dar una respuesta no evasiva a la tan temida
“exter-nalidad”, “contingencia” y “facticidad” del mundo; renunciar a ese reto se
les presentaba como cobardía espiritual y política.

Se ha dicho con razón -y los textos de Hegel son en este sentido contun-dentes-
que la filosofía ha de ser filosofía de su tiempo. Ahora bien, ante esa afirmación
cabe, sin embargo, que nos preguntemos cuál es el nivel con el que se ha
respondido a la exigencia. ¿Por qué es “de su tiempo” predicar una “filosofía
nueva” que, apoyándose en un viejo y desgastado “espíritu” -el hege-liano- se
resuelve en un encierro que no tiene ni siquiera las virtudes del es-toicismo
antiguo? ¿Es “de su tiempo” predicar una filosofía de la impotencia, disfrazada de
un filosofar “fuerte”? Posiblemente sí lo sea. Mas, digámoslo de modo terminante,
lo es sí, en efecto, de su tiempo, pero en cuanto es la ideolo-gía que ese tiempo
necesita, o para decirlo con palabras más claras y acertadas, no la filosofía que “el
tiempo” necesita, sino la que urge una situación social vista desde el ángulo de
quienes detentan en ese “tiempo” el poder. Michel Foucault, con cuyas tesis
estamos en más de un aspecto en desacuerdo, ha tenido la enorme virtud de
desenmascarar estas “filosofías de su tiempo” que han seguido, en nuestro caso,
reflotando el mito hegeliano. Ellas son, sin más,
• 111

“filosofías del poder”, modos de colaborar desde el pretendido ejercicio “libre”
del pensamiento -renovado el increíble mito del “concepto como ser viviente” y
el no menos increíble mito de “la conciencia como sujeto incondicionado y
libre” -con el despotismo y la arbitrariedad, aun cuando aquel ejercicio no
pueda ser juzgado en todos los casos necesariamente como problema moral.

Un microtextualismo -el que muestra el “filosofar hermenéutico y un mi-


crohegelianismo -el se expresa en una “filosofía del espíritu”- han caracteriza-do
básicamente el desarrollo espiritual de este oscuro sector del país a pesar de sus
“soleados viñedos”, Y ya sabemos lo que queremos decir cuando hablamos de
“tiempo”, concepto que no puede significar otra cosa que “situación social”. La
filosofía no es ajena a lo ideológico; este hecho no es ilegítimo, ni menos
parafilosófico; está en el filosofar mismo la respuesta que se ha de dar a ese
contenido inevitable y el filosofar -definido como exétasis, como examen, por los
antiguos- sólo podrá convertirse en una mirada iluminadora de su propio
condicionamiento, en la medida en que pueda asumir de modo consciente su
radical ambigüedad y su modo efectivo de inserción en el mundo.

Una “racionalidad” ha entrado en el ocaso y esperamos que lo sea definiti-


vamente. Ya sabemos cómo la razón puede ocultar en su seno lo irracional. La
tarea de nuestra época, de nuestra situación social, fue, ha sido y es la de
desenmascarar esa racionalidad tan defendida por una serie interminable de
filosofías redundantes e impotentes -aun cuando estén de modo confeso y
consciente o no al servicio del poder- desde las cuales se van desenterrando
mitos, cuya fuerza y lozanía es posible como consecuencia del temor,
verdade-ra categoría vigente en nuestras sociedades organizadas sobre la
explotación y la injusticia. Y ya que hemos hablado de ocasos y alboradas,
digamos ya, para terminar, que el búho de Minerva -aun cuando tratemos de
mantenerlo vivo con argucias como la del “crepúsculo matutino”- es un pájaro
embalsamado que únicamente levanta el vuelo para esconderse de la aurora.

Clase inaugural dictada el 28 de agosto de 1984, en la Cátedra de Historia de


la Filosofía Antigua de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
Nacional de Cuyo, Mendoza, con motivo de su reposición en la misma,
dispuesta por la Justicia Federal Argentina.

• 112

6. ¿Qué hacer con los relatos, la
mañana, la sospecha y la historia?
Respuestas a los post -modernos.

La filosofía latinoamericana
La filosofía latinoamericana se ocupa de los modos de objetivación de
un sujeto, a través de los cuales se autorreconoce y se autoafirma
como tal. Esos modos de objetivación son, por cierto, históricos y no
siempre se logra a través de ellos una afirmación de sujetividad plena.

Sobre esa problemática la filosofía latinoamericana organiza sus formas na-


rrativas, las que se expresan de modo rico y complejo a través de diversas cons-
trucciones teóricas, dentro de las cuales prestaremos atención a su historio-grafía
(desarrollada preferentemente como historia de las ideas), la que no es ajena a la
filosofía de la historia con la cual aparece implicada en muchos casos.

Aquella afirmación de sujetividad es condicionante, pero también e inevita-


blemente, condicionada. Hacemos nuestras circunstancias, mas, también ellas
nos hacen. Debido a esto la historia de aquel acto de afirmación nos muestra
un elevado grado de contingencia y el desarrollo del proceso de autorrecono-
cimiento y de autoposición, muestra comienzos y recomienzos.
Mas, el valorar un momento como comienzo y el proponer un recomienzo implica
una prospectividad, una posición proyectiva desde la cual no sólo se mira con una
actitud constructiva hacia adelante, sino que se mira hacia atrás con igual signo.
Se trata de una objetividad que no renuncia al punto de parti-da inevitablemente
subjetivo. Aquí “subjetividad y sujetividad” se identifican. Ponemos en juego un
derecho respecto de nuestro pasado, el de medirlo desde un proyecto de futuro
vivido desde este presente. De ahí la selectividad inevi-table en la determinación
acerca de qué sea “hecho histórico” o no para ese su-jeto y también la necesidad
de fijar el criterio desde el cual se pone en ejercicio.
• 113

De este modo surge un tipo de narratividad que es proyectivo, es
decir, no se queda en lo constatativo y que, todavía más, reviste
pretensión de perfor-matividad. Vale decir, que su enunciado
describe una determinada acción del locutor y su enunciación tiene
pretensión de ser equivalente al cumplimiento de la misma.

Si nos remitimos a la polémica que entablaron los antiguos acerca de si su


mundo era por naturaleza (Katà physei) o si lo era por efecto de un
ordena-miento humano (Katà nómo), si se regía únicamente por las leyes
del ser o si también y muy específicamente suponía un deber ser, hemos
de decir que la filosofía latinoamericana no renuncia en su enunciado a
una legalidad y por tanto a una responsabilidad. Los mundos humanos
son nomológicos y no hay motivo para que no lo sea el nuestro.

Ahora bien, atendiendo a lo que hemos caracterizado como pretensión de


performatividad, nuestro filosofar no se perfecciona cuando se han cumplido
los tiempos, sino que su virtud es matinal. No se asienta sobre los momentos
afirmativos de una dialéctica, sino que ellos valen en relación con la negativi-
dad, que es esencialmente matutina. Por cierto que cada mañana nos desper-
tamos más cargados de historia, pero ello no ha de implicar necesariamente
una matinalidad ingenua. Para eso está ahí esa dialéctica de los hechos que
al quebrar con la pretendida universalidad de formas meramente discursivas
-en ese plano en el que la historia y la historiografía se nos confunden- nos
obli-ga a la sospecha respecto del criterio que rige en un momento dado la
tarea selectiva que separa lo “histórico” de lo “no-histórico”, lo “significante” de
lo “insignificante”.

Desde esa sospecha se da, pues, la posibilidad de rescatar lo “insignificante” y, en


particular, lo “insignificante-episódico” en el que está contenido un po-der irruptivo,
auroral. Un “episodio” es en el lenguaje griego, una parte no integrante o una
acción secundaria respecto de la acción principal dentro de un poema épico o de
un drama y si de algún modo aparece enlazada a esta última acción, no lo es
necesariamente. Por cierto que poner la atención en la existencia de lo episódico
no tiene como objeto proponer la elaboración de “pequeñas historias”, sino que
apunta a desentrañar una racionalidad que no es la vigente y avanzar desde ella
hacia un discurso de intención performativa que nos ponga más claramente en el
camino de la humanización.

Pues bien, este modo de filosofar, como veremos luego, entra dentro de lo que se
ha denominado “relato” y cae, por eso mismo, bajo la condena del post-
modernismo. Pero también dentro de los post-modernos se ha hablado de
• 114

una “filosofía de la mañana”, aceptable para ellos siempre que se le otorgue
un “sentido débil”, así como se ha afirmado el “envejecimiento” de la “filosofía
de la sospecha”. Por último, se ha pretendido cerrar las puertas a los saberes
conjeturales, entre ellos, la utopía y la función utópica que le da nacimiento,
movilizando en su lugar un milenarismo anunciador del “fin de la historia”.

De tales planteos que habrían puesto en crisis nuestro modo de compren-sión


de lo histórico deseamos ocuparnos en esta lectura. Comenzaremos por la
cuestión de los “relatos”, para preguntarnos luego qué hacer con la “maña-na”
y la “sospecha” y concluir haciendo una evaluación del presunto “fin de la
historia” que para algunos, si no ha adquirido el sentido de una próxima
catástrofe, es en ellos expresión de una profunda desorientación.

¿Qué hacer con los “relatos”?


La estrecha relación entre la filosofía latinoamericana y su historia, la que de
modo expreso o tácito acarrea un filosofar sobre lo histórico, concluye inevita-
blemente en una forma de saber narrativo a la que se ha denominado “relato”,
sobre todo a partir de la difusión del libro de Jean-Francois Lyotard La Con-
dición postmoderna (1983). Así, pues, una primera parte dentro de las tareas
que ha de encarar una teoría del saber que nos interesa, es necesariamente
la de preguntarnos por lo que debemos hacer ante esta cuestión de los
“relatos”, cuya época ya habría pasado y que en “las sociedades más
desarrolladas” -se-gún nos dice Lyotard- ya nadie lamenta su muerte.

Para podernos ubicar en el asunto comencemos aclarando que esta


cuestión ha surgido de la necesidad de alcanzar una definición del
“estatuto” del saber científico, en relación con una sociedad a la que
se denomina postindustrial o post-moderna, para lo que se ha
entendido indispensable ocuparse de otras formas del saber,
acusadas de haber impedido la constitución de aquel “esta-tuto”.

Para comenzar veamos qué son los “relatos”. Hay “grandes” y “pequeños re-
latos”. Estos últimos conforman el “saber consuetudinario” que “constituye la
cultura de un pueblo”. Los mitos estudiados por Lévi-Strauss y los cuentos
fantásticos que trabajaba Vladimir Propp, son ejemplos de ese nivel del saber
narrativo. Frente a ellos se encuentran los “grandes relatos” que son precisa-
mente los que habrían entrado en crisis y con ellos la modernidad de la cual
son expresión. Dentro de estos podemos distinguir -siempre según Lyotard-
• 115

principalmente dos variantes o líneas de desarrollo, una de ellas se construye
sobre la categoría de “héroe de la libertad” y genera el “relato de la emancipa-
ción”; la otra, a partir de la categoría de “héroe del conocimiento” da lugar al “relato
especulativo”. Y por encima de ambos surgen los “metarrelatos”, en los que
encontramos reunidos lo “especulativo” con lo “emancipatorio”. Ejemplo de esto
último lo tenemos en el sistema de Hegel y podríamos agregar que Marx estaría
colocado en esta misma posición. Ejemplos de relato emanci-patorio, en el que
prima el enunciado prescriptivo y en el que el héroe es el pueblo, o la nación, o la
humanidad, es el que se inicia con la Ilustración, tiene su momento en Kant y,
pasando indudablemente por Marx, concluye en la Escuela de Frankfurt. En este
“juego de lenguaje” la pertinencia no está dada por las categorías de
“verdadero/falso”, sino por las de “justo/injusto” y en él la crítica es coesencial al
juego mismo. Y a la vez, justamente en relación con la crítica, se apoya en una
comprensión específica de la conflictividad social se-gún la cual la sociedad no
forma un todo integrado, sino que se muestra como un sistema de oposiciones
(proletariado/burguesía; mujer/varón; niño/adul-to, etc.) que no corresponde a los
“modos más vivos del pensar postmoderno”. Ya anticipamos que en Hegel se daría
un intento de fórmula que asume las dos líneas de desarrollo del “relato”, en la
forma de un “metarrelato” que in-cluye todos los relatos posibles y en relación con
un metasujeto que, a su vez, expresa a todos los sujetos posibles. El caso más
audaz de esta “metanarración racional” estaría dado por la Enciclopedia de las
ciencias fi losófi cas. En cuanto al sistema de Marx, según se desprendería de los
textos de Lyotard, las dos formas de narratividad parecerían mantenerse, mas, sin
alcanzar la síntesis que muestran en Hegel. La presencia y el indiscutible peso que
tiene el saber crítico en particular dentro de la formulación emancipatoria, hacen
que este aspecto del pensamiento marxiano se muestre con un cierto peso propio.
Ello se relacionaría con la fuerza que muestra la comprensión de la conflictividad
social en cuanto sistema de oposiciones, la que en la línea de un marxismo crítico
posee una dinámica que se pierde en las expresiones dogmáticas.

Pues bien, el gran error de la modernidad consiste en la organización dada a


la totalidad de los “juegos de lenguaje”, dentro de los cuales se ha entendido
que ciertos “relatos” cumplían con la misión de la fundamentación del saber en
general, incluido, por cierto, el discurso científico. Esto respondía a la vi-
gencia de un “estatuto del saber” que es justamente el que habría entrado en
crisis. Y el nuevo estatuto que ha surgido debido a la “erosión” que han pade-
cido todas las formas narrativas, en particular aquellas que pretendían ejercer
• 116

una función de justificación del saber en general, ha puesto en
evidencia un fenómeno al que Lyotard denomina de la
“inconmensurabilidad de los juegos de lenguaje”.

En efecto, el saber de ciencia es para Lyotard totalmente ajeno a toda pres-


criptividad y su forma enunciativa es “denotativa” o “descriptiva”; los valores
con los que trabaja son los de “verdad/falsedad” y nunca los de “justo/injusto”
y es frecuente que lo que para los “relatos” sea negativo desde un punto de
vista moral, para la ciencia sea, simplemente, verdadero; tampoco la ciencia,
siempre según nuestro autor, parte del a-priori (planteado por un “improba-ble
sujeto crítico” -el que podría ser el “Tercer mundo”, o las “juventudes pro-
testatarias” o los “movimientos feministas”-) de la estructura dualista de la
realidad, en particular la social, ni coloca el problema de la conflictividad en un
espacio que sería el propio del espíritu “narrativo” generador de “relatos”. Si
hay conflictividad ella se da, para Lyotard, entre los “juegos de lenguaje” y
como el mundo forma “un todo integrado”, las contradicciones que muestra
son tan sólo disfunciones que siempre son pasibles de ser refuncionalizadas.
Y todavía más, el científico no tiene competencia como referente, incluso
cuan-do se trata de las ciencias humanas, por lo que si realmente expresa el
actual estatuto del saber de ciencia, resulta ser exterior al conocimiento.

Pues bien ¿en qué consiste ese “estatuto”? Para responder a esta pregunta
Lyotard echa mano de una clásica distinción establecida en El Capital, entre
“valor de uso” y “valor de cambio”, pero para hacer paradojalmente de esos
conceptos un “uso” radicalmente opuesto al que puede verse en Marx. Todo el
“saber narrativo”, en bloque, se encuentra estatuido sobre el “valor de uso” lo
cual supone, por lo menos, una voluntad de hacer compatibles los valores de
verdad y de justicia; el “saber de ciencia” por el contrario, es sin más para este
postmoderno, un “valor de cambio”, no es “producto” sino que es “mercancía”.
Su valor no le viene de su contenido intrínseco en relación con un sujeto,
como puede ser el pueblo, el proletariado o la humanidad, sino la relación
oferta/demanda en un mercado en donde la verdad del enunciado queda so-
metida a las categorías de utilidad/inutilidad. Y así, pues, mientras se afirma la
inconmensurabilidad del “enunciado narrativo”, respecto del “enunciado
denotativo”, es decir, la ciencia, se declara la mensurabilidad de este último
con otro tipo de enunciado “en donde lo que se ventila no es la verdad sino la
performatividad”. Es decir, que el “enunciado científico” o “enunciado de-
notativo” es visto como una especie de “acto de habla” en función de su valor
potencial de generar un aumento eficaz de la relación “ciencia/tecnología”. En
• 117

ese momento se daría la relación extrínseca con el poder político,
sin que esto afecte, al parecer, la autonomía y la especificidad de
esos “juegos de lenguaje” que constituyen a la ciencia.

Pues bien, ya anticipamos que la Filosofía Latinoamericana es un


filosofar que no se ocupa del ser, sino del modo de ser de un hombre
determinado, en relación con sus modos de objetivación y afirmación
históricos. Y por cierto que sus enunciados son tanto descriptivos,
como prescriptivos y como lo diji-mos, lo descriptivo se encuentra
determinado con más o menos fuerza por la prescriptividad.

De acuerdo con esto sucede que la Filosofía Latinoamericana resulta ser una típica
“narración” que es a la vez “relato especulativo” y “relato emancipatorio”, en
particular en cuanto se nos presenta como saber histórico o como un filo-sofar
sobre nuestra historia. El estatuto que se encuentra en vigencia en esas formas
narrativas responde, además, al “valor de uso” y no al “valor de cam-bio”, en pocas
palabras, el saber que generan la Filosofía Latinoamericana y su historia de las
ideas, no reciben su validación de una oferta en un mercado. De la misma manera
debemos subrayar el diverso sentido que ofrece la pretensión de performatividad,
ya que la misma es sentida en relación con la consecución de los valores de
verdad y de justicia. Se trata, además, de formas de saber no despersonalizado en
las que quienes las practican, el filósofo y el historiador, ejercen una función
testimonial en relación con su inserción en su sociedad, a tal extremo que es
tendencia típica de nuestra historiografía rastrear posicio-nes testimoniales. Así
leemos a Martí, a Mariátegui y a tantos otros. Por otra parte, el referente que hace
de medida para el sistema axiológico sobre el cual se trabaja es, en primer lugar,
social y en segundo lugar, parte fundamental-mente de la relación
“opresor/oprimido”, es decir, se entiende la conflictividad en su verdadero lugar,
aun cuando se reconozca su proyección en el universo discursivo (en el mundo de
lo que este postmoderno denomina de los “juegos de lenguaje”) y la considera
sobre el esquema dual que rechazan precisamente los filósofos que pregonan el
fin de la modernidad. La afirmación de un Lyo-tard según la cual “las necesidades
de los más desfavorecidos no deben servir de principio regulador del sistema”,
porque “es contrario a la fuerza regularse de acuerdo con la debilidad”, se nos
presenta como un “relato” aun cuando na-rrativamente no haya sido desarrollado,
con toda la carga de negatividad que el autor atribuye a ese tipo de conocimiento,
y “relato”, además, que es la cla-ra contraparte de lo que él denomina “relato
emancipatorio”. Se trata de una versión más del discurso opresor que, dentro de la
Filosofía Latinoamericana
• 118

intenta ser superado, no mediante una simple inversión -que sería lo que es-taría
mostrando- sino a través de la formulación de un discurso que no valga
simplemente por antítesis. Por otra parte, reconocemos que el conocimiento
científico tiene sus formas específicas de legitimación, mas, nos resulta asimis-mo
ideológico hablar de una inconmensurabilidad de los “juegos de lenguaje”, por el
simple hecho de que esos “juegos” no se los debe medir en sí mismos, sino en la
praxis social que es de donde emana el “relato emancipatorio”. La Filosofía
Latinoamericana no ha entrado en crisis por el hecho de pretender ejercer
funciones de legitimación sobre otras formas del saber, ni la “historia de las ideas”
se ha reducido -como lo pretende Lyotard hablando de ella expre-samente- a un
mero ejercicio descriptivo equivalente al que se cumple cuando se describe una
lógica. Quedarse en ese plano, no es practicar un “realismo” como él lo pretende,
sino regresar a un positivismo ingenuo. Y por último, no cabe duda de que los
“metarrelatos”, tal como el de Hegel, no pueden ser sino una cantera de la cual se
sacarán siempre magníficos bloques, pero que no son nada más que eso, una
cantera, que ya es mucho decir. Una crítica, como función básica de la filosofía
latinoamericana, que no pone caprichosamente como a-priori aquella “conflictividad
dual”, sino que la constata, permitirá, dentro de la Filosofía Latinoamericana y
dentro asimismo de su historiogra-fía, ejercer a cabalidad la misión que le cabe
tanto como “relato especulativo”, cuanto como “relato emancipatorio”.

¿Qué hacer con la mañana?


Hace unos años habíamos sostenido que la Filosofía de la Liberación se ca-
racterizaba por ser un tipo de pensar “matinal” y que su símbolo no era el
búho, sino la calandria, un pájaro cantor de los campos argentinos, hermano
del centzontle mexicano, el huirochuro ecuatoriano y de tantos otros. Una
filosofía, pues, no del atardecer, sino de la mañana. Pues bien, sucede que en
nuestros días un filósofo italiano, Gianni Vattimo nos viene a decir en un tra-
bajo suyo titulado “El nihilismo y lo postmoderno en filosofía”, que la “filo-sofía
de la mañana” de la que habla Nietzsche y según la interpretación que él
hace, constituye nada menos que la esencia de la postmodernidad filosófica
(G. Vattimo. El fi n de la modernidad (1987), Barcelona, Gedisa.). Es del caso
recordar que la Filosofía Latinoamericana tal como la entendemos y dentro de
la cual una de sus variantes es la llamada Filosofía de la Liberación, se ha
• 119

organizado, tal como lo veremos luego, sobre la problemática de la
“sospecha” y pretende, por eso mismo, ser un tipo de conocimiento
crítico. Y esa “sos-pecha” tiene precisamente sus antecedentes, no
sólo en Marx y Freud, sino también en Nietzsche. Resulta, pues,
evidente la necesidad de retomar desde nosotros la cuestión de la
matinalidad a efectos de evitar confusiones y malos entendidos.

Trabajaremos fundamentalmente sobre la base de dos textos:


uno se en-cuentra casi al final del “Prefacio” que Hegel escribió
en 1820 para su Filosofía del Derecho y el otro constituye el
parágrafo 637 con el que se termina el Tomo I del libro Humano,
demasiado humano de Nietzsche, escrito entre 1874 y 1878.

El tema central y que es por eso mismo el que nos interesa de modo
particu-lar, es el de la validez de lo que llamamos “discurso de futuro”,
forma narrativa que juega un papel esencial dentro de la Filosofía
Latinoamericana y que cons-tituye uno de los temas relevantes dentro de
su historiografía. En efecto, el estudio de nuestras utopías, por ejemplo,
nos interesa en cuanto necesitamos saber cómo se ha ejercido aquel tipo
de discurso entre nosotros o respecto de nosotros. El texto de Hegel dice:

Para agregrar algo más sobre la pretensión de enseñar cómo debe ser el
mundo, la filosofía, en todo caso, llega demasiado tarde. Como pen-samiento
del mundo, aparece solamente cuando la realidad ha consu-mado su proceso
de formación y se ha realizado... Cuando la filosofía pinta gris, sobre gris, una
forma de la vida ha envejecido y no se deja rejuvenecer, sino solamente
reconocer. El búho de Minerva sólo inicia su vuelo a la hora del crepúsculo.

Pues bien, tanto en este texto como en el que luego veremos, su organiza-
ción o estructura de sentido depende de determinados símbolos, motivo de
más para interesarnos en cuanto que la Filosofía Latinoamericana y ello en
relación muy estrecha con el discurso de futuro, se ha planteado la necesidad
de crear su propia simbólica. Recordemos como uno de los casos tal vez más
fecundos dentro de ese campo de trabajo, el símbolo de Calibán, tal como ha
sido resemantizado en nuestros días y, del mismo modo, el de Antígona.

El búho, que únicamente levanta su vuelo al atardecer, es sin dudas, un sím-bolo


que, en función de su valor metafórico, dice más allá de lo que expresa o
manifiesta. Pero también juega un papel equivalente, en el texto que conside-
ramos, al de los conceptos categoriales, vale decir que es -como el mismo He-
• 120

gel lo declara en la Lógica respecto de esos conceptos- un epítome o resumen
de una realidad. Por cierto que si nos preguntamos por la relación que tiene el
búho clásico, el byas de Palas Atenea, con este búho que hace entrar en
escena Hegel, la diferencia de contenido semántico resulta evidente. Aquel
jugaba su papel simbólico dentro de los marcos de una creencia religiosa, una
mitolo-gía; éste lleva a cabo su función en relación con un sistema filosófico. Y
en re-lación con ese sistema resulta ser uno de sus símbolos capitales a tal
grado que expresa, de modo resumido, el estatuto mismo de la filosofía en
cuanto forma suprema del saber. Representa, en efecto, a la sabiduría, la que
únicamente es posible cuando todos los otros conocimientos se han cumplido.
Ella (la sofía) se eleva por encima de las ciencias (epistémai) y de los
conocimientos (máthe-ma) una vez que éstos han madurado. Es algo que se
constituye a-posteriori respecto de la cultura de un pueblo, a-posterioridad que
es expresada con la metáfora del crepúsculo y su pájaro.

La imagen del vuelo crepuscular encierra una determinada comprensión de la


temporalidad. El tiempo se nos presenta parcelado en grandes unidades, las
que son algo así como el “lugar temporal” o la “cronía” que corresponde a un
“mundo”, el que se realiza hasta llegar a su plenitud, dentro de sus propias co-
ordenadas históricas. Antes de llegar a ese acabamiento, los elementos
propios de ese mundo no han desplegado todo su sentido y únicamente, al
“madurar los tiempos” surge a la luz la plenitud de sentido de la cronía. Sólo
entonces, realizados todos los saberes, podrá constituirse la sabiduría.

No hay, pues, “mundo” propiamente dicho antes de su complectitud. Y por


eso, si nuestra visión es la del ave de Minerva cuya mirada despierta con
la muerte del día, no tiene sentido preguntarle a su mundo, lo que “debe
ser”. Unicamente podremos averiguar “lo que ha sido”. Y así, la filosofía,
saber su-premo de una época, puede desde un presente, el “crepúsculo”,
mirar “hacia atrás”, pero nunca desde ese presente, “hacia adelante”.
Inclusive podemos pre-guntar desde la filosofía acerca de cómo fue “la
mañana” de una cronía, mas, no tendría sentido averiguar por la “mañana”
siguiente. Y ¿qué es lo que hay “hacia adelante”? Pues, otro mundo del
cual no sabemos, simplemente porque su sentido no se ha “desenvuelto”,
ni tampoco podremos adivinar cómo se va a desenvolver.

Y así, pues, Hegel piensa que sería absurdo que la filosofía se dedicara a pre-
guntarse “cómo hubiera sido mejor” porque ya fue “lo mejor”. No se trata de darle
nueva vida a algo que ha concluido, la misión de la filosofía no es la de
“rejuvenecer”, sino tan sólo la de “reconocer”. La cuestión no reside en propo-
• 121

ner cambios en estructuras que tienen su propio principio en sí mismas,
su propio “concepto”, en la terminología hegeliana, sus propias
posibilidades de desarrollo. En resumen, la filosofía es la mirada de un
observador, no la de un crítico y mucho menos la de un innovador.

Si distinguimos entre un “juicio de ser” y otro de “deber ser” y, del mismo


modo, entre un “juicio de presente” y un”juicio de futuro” -y las correspon-
dientes formas narrativas dentro de las cuales se dan esos tipos de juicios
en cuanto determinantes de las mismas- no cabe dudar cuál es el
discurso de la filosofía. En otro célebre texto hegeliano, que es
complemento indispensable del que estamos comentando y que puede
leerse en las páginas geográficas con las que se abren las Lecciones de
la Filosofía de historia Universal, allí se nos dice que:

...en relación con la historia tenemos que ver con lo que ha sido
y lo que es, mas, en filosofía, ni con lo que ha sido, ni deberá
ser solamen-te sino con lo que es y eternamente será, y con
ello tenemos bastante trabajo.

Aun cuando la eternidad ha sido de alguna manera temporalizada en


Hegel, de todos modos la filosofía resulta ajena a cualquier enunciado de
futuro. Y si este tipo judicativo implica un “deber ser” y con ello una carga
axiológica, es decir, si a más de un “juicio de futuro” es un “juicio de valor”,
menos aún ten-drá que ver con la filosofía. Con esto el “saber de
conjetura” -dentro del cual se dan formas narrativas tales como las
profecías, las predicciones, las utopías y otras que podríamos señalar-
queda radicalmente fuera del ámbito filosófico. Únicamente tienen sentido
las formas discursivas que se ejercen dentro de los límites de nuestro
horizonte de comprensión y éste aparece recién cuando los tiempos “han
madurado” y ya no hay tiempo, ni tiene sentido “rejuvenecer” nada.

En consecuencia, el búho -entiéndase, el filósofo- es simplemente un “sujeto


de discurso”. Su vuelo de reconocimiento le permite reconstruir, a-posteriori y
en el nivel discursivo, un mundo. Mas, éste se mueve por otro principio de
sujetividad. El sujeto de la historia, es decir, el de cada uno de los mundos con
sus cronías, no es el sujeto de reconocimiento ni podrá serlo jamás en cuanto
tal. La tarea del filósofo es la de “pintar gris sobre gris”, su universo es aquel
en el que reina el claroscuro. Ahora bien, el búho es sujeto de discurso, pero
el discurso lo que hace es reconocer el “despliegue del concepto”, el que
como sabemos, excede a lo discursivo y es, en última instancia, para Hegel, el
• 122

verdadero sujeto, sin que haya un principio de indeterminación que justifique o
dé validez a un discurso de futuro. Ese principio quedará a la luz cuando
Feuerbach primero y Marx después, desplacen la sujetividad hacia los hom-
bres concretos. Ateniéndonos a la conocida distinción de Frege diremos que el
“mundo”, como referente del discurso (Bedeutung), posee un modo de dar-se,
un sentido (Sinn) que es justamente el de la apertura hacia la futuridad. Y este
hecho es el que precisamente ha convertido el vuelo de la lechuza, en algo
fantasmal. El búho, símbolo del estatuto mismo de esta filosofía vespertina, ha
quedado denunciado con toda su pesada carga encubridora.

La Filosofía Latinoamericana parte del presupuesto de la validez del dis-curso


de futuro y, lógicamente, esa posición que es teórica tiene asimismo su
expresión en la praxis, incide en la constitución de sus formas de saber histó-
rico. Es evidente que el sentido no es para nosotros algo que esté dado en el
marco de una cronía cumplida, así como lo es que no estamos pensando en
una parcelación de la historia en “cronías”. Es un filosofar matinal de un proce-
so abierto y su símbolo es cualquiera de las aves canoras que pueblan
nuestros campos y nos saludan cada mañana al despuntar el sol.

Pasemos ahora a considerar el tema en Nietzsche. Vattimo, a quien ya he-


mos citado, nos dice que el período del filósofo alemán que se inaugura con
Humano, demasiado humano, dentro del cual se encuentran, además, obras
como Aurora y La Gaya ciencia, muestra el esfuerzo por determinar la idea de
una “filosofía de la mañana”. Veamos, para comenzar, la parte fundamental
del texto de aquel libro citado primeramente:

...luego vienen en compensación -dice-, las mañanas deliciosas de otras regiones


y de otros días, en los que desde el despuntar del sol veen la bruma de los montes
los coros de las musas avanzar danzando a su encuentro; en que luego, cuando
en el equilibrio espiritual de las ma-ñanas se pasee bajo los árboles, verá caer de
sus cimas y de sus frondas una lluvia de cosas buenas y claras, las ofrendas de
todos los espíritus libres que viven en la montaña, en el bosque y en la soledad, y
que, como él, a su manera, unas veces gozosa y otras reflexiva, son viajeros y
filósofos. Nacidos de los misterios de la mañana, piensan en qué es lo que puede
dar al día entre las campanadas de las diez y de las doce, una faz tan pura, tan
luminosa, tan radiante de claridad: es que buscan la filosofía de la mañana.

• 123

Comenzaremos notando la diversidad de colores que ofrece el universo me-
tafórico en Hegel y en Nietzsche. Ya sabemos que el búho se relaciona con
los colores apagados y oscuros del anochecer y el filósofo, su congénere,
trabaja con una paleta que únicamente le permite pintar gris sobre gris. Pues
bien, re-sulta de toda evidencia que el universo metafórico nietzscheano se
nos mues-tra como la contracara luminosa. En el texto que acabamos de leer
todo está bañado por la luz matinal y el artista nos pinta una naturaleza
transparente, poblada de seres mitológicos que tienen que ver más con una
religión solar que con una religión ctónica, de los antros de la tierra. Mientras
los grises nos ponían frente a un mundo acabado, acá un mundo abigarrado
de colores nos da la impresión de estar viviendo los inicios, la alborada, no el
acabamiento de una época; de estar ante un filosofar crítico -recordemos el
valor del nihi-lismo en ese sentido, en Nietzsche- desenmascarador y, en
última instancia, constructivo y, por eso mismo, matinal. En el texto leído faltó
únicamente el pájaro mañanero y su canto.

Pues bien, ¿en qué consiste la lectura post-moderna y por qué se ha dicho
que la “filosofía de la mañana” que anuncia el filósofo de Humano, demasiado
humano es el inicio mismo de la postmodernidad? La pregunta no podrá en-
tenderse si no partimos de una cuestión que pareciera ser obsesiva dentro de
algunas de las corrientes del pensamiento contemporáneo: el llamado “fin de
la metafísica”, problemática que tiene sus inicios en el pensamiento de Heide-
gger, quien habría pasado por dos etapas, una primera, la del Ser y el tiempo,
en la que habría una intención de reformular la cuestión del ser frente a la
gran tradición clásica que comienza con Platón y una segunda, que tendría su
expresión en la obra Identidad y diferencia, en la que se renunciaría a una
reformulación de tipo constructivo y todo quedaría en el nivel de una sospe-
cha -como lo ha señalado Apel- respecto del saber metafísico, llevada a fondo,
pero sin acompañarla de una crítica que abra la posibilidad de una nueva re-
formulación.

A esta altura no podemos dejar de preguntarnos qué pasa con la metafísica y por
qué se ha anunciado su fin. Digamos en primer lugar que la metafísica, desde
Aristóteles en adelante, es un saber del fundamento. Pero sucede que si bien
desde sus comienzos pregunta por el ser, el fundamento, respondía seña-lando un
ente. Este hecho es el que ha dado pie a la acusación de que se habría caído en
un “olvido del ser”. De todos modos, el asunto no concluye ahí, la metafísica es,
además, un tipo de pensar propio de una determinada cultura, la llamada
occidental, la que ha concluido, como se sabe, en un sistema en el que
• 124

el manejo del ente -la tecnología- ha llegado hasta extremos inimaginables. Y esa
relación con las cosas y el aumento de eficacia respecto de ellas y, de paso,
respecto de los hombres, pone a la luz otro aspecto de aquella metafísica: no sólo
se ha olvidado el ser, sino que ha generado una relación de violencia. Todo esto se
conecta, evidentemente, con aquella razón que contenía en su seno lo irracional,
como algo agazapado e inesperado, temática en la que concluyó -dentro de otra
línea de desarrollo- la Escuela de Frankfurt.

Si utilizamos categorías puestas en vigencia por los mismos postmodernis-tas


bien podríamos preguntarnos qué se nos quiere decir con este “metarrela-to”
que ha venido a ocupar en nuestra cultura un lugar equivalente al que ocu-pó
el de Hegel en su época. Si nos atenemos a las connotaciones del término
con el que ha sido expresada la categoría en cuestión, tentados estamos de
ver todo ese mundo “narrativo” como una gran metáfora con la que se
manifiesta, de manera ciertamente patética, una sociedad, la capitalista, en la
que el valor de uso de los entes ha quedado definitivamente desplazado por el
valor de cambio, fenómeno que muestra toda su gravedad si pensamos en las
múltiples formas de reificación que vivimos.

Volvamos a la metafísica. Por cierto que no nos vamos a poner a defenderla,


ni tampoco nos pondremos a rechazarla como hacen aquellos que aún siguen
leyendo criptologías tanto en Heidegger como en Nietzsche. De todos modos
es necesario reconocer que la relación entre metafísica y violencia, aunque a
nuestro juicio mal planteada, tiene la virtud de remitir un pensar filosófico, a su
raíz social, aun cuando la relación quede, a su vez, encubierta con el perma-
nente ontologismo que caracteriza estas posiciones.

Pues bien, cualesquiera puedan ser las interpretaciones que podamos aven-turar
nosotros, lo cierto es que dentro de la tradición que denuncia el “olvido del ser” y
declara la identidad entre metafísica y violencia, se encuentra la lec-tura que los
postmodernos hacen del texto nietzscheano que estamos consi-derando. ¿Qué
valor tiene para esta lectura un “saber matinal”? La respuesta es simple: si la
metafísica es violencia, debemos buscar las vías para evadirnos de la trampa en la
que caemos con ella. Y si esa evidencia es ejercida a través del montaje de
“estructuras categoriales” -lo que nosotros llamaríamos “uni-versales ideológicos”-
debemos buscar la puerta de escape tal como lo intentó, por ejemplo, Adorno, al
refugiarse en la experiencia estética, o Levinas, con su experiencia del “cara a
cara”. O dar un salto más osado y sobre la denuncia de que el “sujeto” es un
residuo metafísico, colocarnos más allá de la relación sujeto-objeto todavía vigente
en aquellas respuestas que mencionamos. Tal
• 125

sería, según entiende Vattimo la posición del último Heidegger. En resumen,
aun cuando parezca paradojal, se busca una “puerta de escape”, pero sin “su-
jeto” y, por cierto, sin nuevas propuestas categoriales, ni elaboraciones teóri-
cas. Quedarnos a la espera de lo inesperado, de una posible “iluminación”, en
un estado de “purificación” y de “liberación” que es considerado “matinal”. Y
esto sería, ejerciendo una manifiesta violencia interpretativa, lo que nos quiere
decir Nietzsche: se acabaron todos los universales, se quebraron todos los va-
lores, ya no queda ninguno de ellos, ni tampoco pretendo -si soy nihilista con-
gruente- ninguno que los reemplace. Vivo una “mañana”, pero renunciando a
cualquier enunciado respecto de mañana. La metafísica, “pensamiento fuer-te”
-según la expresión de Vattimo- ha sido reemplazada por un “pensamiento
débil” cuyas garantías le vienen precisamente de su debilidad. El “juicio de
futuro” resulta, como en Hegel, bloqueado aun cuando el punto de partida sea
la “mañana” y no el “atardecer”.

¿No habrá, sin embargo, otras lecturas? Por cierto que sí. No vamos por cierto a
recorrerlas todas. Si nos hemos detenido en esta que hacen los post-modernistas
es porque ellos entienden que la “filosofía de la mañana” es su filosofía. Pero como
lo dijimos en un comienzo, también nuestra Filosofía Latinoamericana se considera
como un “saber matinal”, elaborado en parte como rechazo de las formas de
“saber vespertino” y, en parte, como una pro-longación de las formas del “saber de
sospecha”, a partir de sus clásicos. Es interesante tener en cuenta que los
latinoamericanos tenemos una lectura de Nietzsche, pensador que despertó el más
vivo interés ya entre nuestros teóri-cos del ‘900. El maestro José Vasconcelos, nos
decía en 1940 en una obra suya titulada Páginas escogidas, de la atracción que el
filósofo alemán había ejercido en nuestras tierras. “Gentes de todos los países
-comentaba- sobre todo del Brasil y del Paraguay, en donde él soñara
establecerse, lo visitaban, espian-do por la puerta entreabierta la triste figura caída,
inconsciente. La hermana no toleraba sino unos minutos a los que llegaban de
lejos”. Una anécdota, se dirá, pero más de un rasgo de estos, suele estar cargado
de sentido. Y ya sa-liendo de lo anecdótico no cabe duda de que hay en Mariátegui
una lectura de Nietzsche que responde a ese programa que los latinoamericanos
venimos construyendo desde hace mucho más de un siglo y al que nosotros
llamamos Filosofía Latinoamericana, en el que el saber matinal no está divorciado
de la elaboración de una construcción teórica. Nuestra vida “matinal” no pue-de ser
de “vagabundeo” sino constructiva. Ahí están precisamente los Siete Ensayos
sobre la realidad peruana escritos según lo declara el propio Mariáte-
• 126

gui y remitiéndose a Nietzsche, “con sangre”, vale decir, desde una “mañana”
anunciadora de otras “mañanas”. Pero con nuestra “filosofía de la mañana” ¿no
corremos el riesgo de caer en la metafísica? ¿Y no nos sucede otro tanto con
nuestra afirmación -de la que trataremos luego- de que la sospecha úni-camente
tiene sentido si se da acompañada de una tarea crítica? Responde-remos que sí,
que tal riesgo existe. Pero debemos aclarar que no es cierto que la metafísica sea
violencia. En cuanto propuesta de un sistema categorial que señala su propio
fundamento, cualquiera que sea, es simplemente ambigua y puede servir como
herramienta de opresión, mas también puede ser libera-dora. Pondremos dos
ejemplos, uno, nuestro, muy nuestro y otro europeo. Cuando nuestras poblaciones
campesinas se levantaron invocando a la Virgen de Guadalupe, con Hidalgo y
Morelos, hicieron que toda la teología y el sa-ber escolástico de la época desde los
que hablaban los conductores, quedaran sujetos a un fundamento que había
adquirido un nuevo sentido y que era, sin dudas, liberador. Y cuando Giordano
Bruno se extasiaba con su eroico furore ante los infinitos mundos y sobre todo ante
la libertad que reinaba en ellos en los que no veía un orden jerárquico represivo
como el que imponía la Iglesia romana, también había una metafísica de signo
positivo. Con el pretexto de que la metafísica es violencia o de que la razón
concluye ineludiblemente en lo irracional, se abandonan los andamiajes teóricos
necesarios para la acción, con lo que paradojalmente, por denunciar un “olvido del
ser” se practica un `olvido del ente”. Y todavía más, aquella añoranza del ser que
ha conducido a una “mañana sin mañana” es un residuo de la “metafísica de la
presencia”.

¿Qué hacer con la sospecha?


El maestro José Gaos en un ingenioso artículo suyo publicado en el libro

De antropología e historiografía nos dice que los sofi stas en la clásica Atenas les
tiraron de la manta a los fi lósofos dejándolos en cueros. Entre los continua-dores
de aquellos sofistas cita a Kierkegaard, a Nietzsche, a Marx y a Freud, a los que
siente muy cercanos a él mismo y que, según lo confiesa, entiende que “han
partido en dos” la historia de la filosofía. La clara posición de Gaos contrasta con
unas palabras de Kant que se nos presentan llenas de una inge-nuidad malévola y
hasta culposa, por decir lo menos, que podemos leer en un “Suplemento”
incorporado en su escrito “La Paz perpetua”, titulado sintomá-ticamente: “Artículo
secreto de La Paz perpetua”. Allí declara que los filósofos
• 127

no pueden ser motivo de sospecha: Los fi lósofos son por naturaleza
inaptos para banderías y propagandas de club; no son por tanto
sospechosos de proselitismo. Es decir, que a los filósofos nada les
hace que se les “tire de la manta”, pues, nada están escondiendo.

La posición de Kant y de otros tantos académicos generó, como sabemos, la


acusación de Schopenhauer expresada en su denuncia de la existencia de
una “filosofía universitaria”, como él la llamó con manifiesto desprecio y le
ganó el derecho de figurar también entre aquellos célebres “tiradores de
manta”. Ya sabemos lo que está en el fondo de todo esto: una crisis de la
filosofía de la conciencia y de la presencia. Dentro de ese hecho surgió, según
expresión acu-ñada por Paul Ricoeur en su ensayo sobre Freud, titulado De la
interpretación, la “filosofía de la sospecha” cuyos máximos teóricos han sido
según el mismo autor Nietzsche, Marx y Freud.

Pues bien, así como Lyotard nos hace saber que los “relatos”, en nuestra épo-
ca “post-moderna”, sólo merecen incredulidad y que se ha perdido hasta la
nostalgia de ellos, otros, en la misma onda, nos hablan -tal como nos lo dice
Gianni Vattimo- de que ocuparse de temas como es el del valor testimonial de
la vida de un hombre de pensamiento o de cualquiera, es en nuestros días un
anacronismo; y otros, que hacen coro con él, declaran que la “filosofía de la
sospecha” ha entrado en un “envejecimiento”. (Maurizio Ferraris. “Envejeci-
miento de la “escuela de la sospecha”, en Vattinno et. al., El Pensamiento
débil, 1988, Madrid, Cátedra). Y por cierto que si eso le ha sucedido a la
“sospe-cha”, que es la actitud indispensable para abrirnos a la función crítica,
de más está decir que también han envejecido junto con ella aquellos
fundadores que menciona Ricoeur: Nietzsche, Marx y Freud, o por lo menos
los aspectos de su doctrina que fundamentan el ejercicio de aquella función.

¿Qué hacen los “filósofos de la sospecha”? Pues, parten de la suposición de


que todo texto posee por lo menos dos niveles de sentido, uno, manifiesto, de
lectura inmediata y otro implícito de lectura mediata. Se trata de ejercer una
hermenéutica, es decir, una interpretación de algo que exige una lectura
segunda como sucede con los símbolos, las alegorías y, en general, las metá-
foras. Pues bien, la sospecha nos alerta acerca de la posible existencia de ese
otro nivel de sentido y la crítica nos da luego las bases metodológicas para
llevar a cabo la tarea hermenéutica. A la sospecha la podríamos considerar,
sin embargo, como una especie de pre-crítica que puede estar impulsada por
motivaciones no estrictamente racionales, mientras que la crítica es llevada
adelante como una tarea racional apoyada en una validez de un mismo signo.
• 128

Si eliminamos la sospecha, la interpretación se resolverá en una lectura intra-
textual, de naturaleza descriptiva y si la sospecha se mantiene como impulso,
será contextual y genética. En un caso se tenderá a lo sincrónico, en el otro a
lo diacrónico. En el uno se dará la espalda a lo histórico, en el otro se intentará
la siempre difícil inmersión en la historia. Ambas tendencias suponen dos
líneas encontradas de hermenéutica, una, la de la “filosofía universitaria”
(recorde-mos a Schopenhauer), otra, la de un filosofar que se pone como
tarea el reto que supone la inserción de todo texto en una contextualidad.

¿De dónde surge esa sensación de “envejecimiento” que padecería en nues-tros


días la “filosofía de la sospecha”? Deriva a nuestro juicio no tanto de las críticas
teóricas que se han levantado contra ella, sino de una serie de expe-riencias
históricas que han incidido de modo muy fuerte en ciertos círculos que se movían
dentro de la misma. Un ejemplo aleccionador nos lo ofrece la Escuela de Frankfurt
en la que se pasa de una etapa optimista en la que se organiza la llamada “teoría
crítica”, a otra, pesimista en la que prácticamente se renuncia a ella. El
dogmatismo stalinista cuyo origen histórico se encuentra paradojalmente, en el
pensamiento de uno de los padres de la “filosofía de la sospecha”, junto con la
crisis del “socialismo real”, han sido y siguen siendo re-ferentes históricos de
mucho peso, sin que olvidemos la imagen siempre atroz de Auschwitz. La pregunta
es simple y trágica: ¿son posibles todavía formas emergentes de racionalidad?
Desde América Latina contestamos que sí. Por lo demás, la debilidad de las
críticas teóricas que se han lanzado contra la “fi-losofía de la sospecha” nos
confirman en nuestra tozudez.

Las objeciones básicas que se han hecho frente a la posibilidad de tal filoso-
fía, podemos reducirlas a dos, según las cuales se caería en una regresión al
in-finito o en un circulo. Quien ha expresado la primera ha sido Michel
Foucault en un artículo suyo titulado “Nietzsche, Freud, Marx” (1967). Se
apoya para desarrollarla en la metáfora del “desenmascaramiento”. Según él
si la sospecha consiste en sacar una máscara mediante un aparato crítico,
nada asegura que detrás de la máscara borrada, aparezca otra y así hasta el
infinito. Lógicamente si no hay un término, lo que queda imposibilitado es el
ejercicio mismo de la interpretación y el resultado de todo esto será el
nihilismo. Mas, como no podemos quedarnos sin una lectura de la realidad,
deberemos nosotros pro-poner ese término, lo cual abre las puertas para el
establecimiento de lecturas no críticas, es decir, dogmáticas.

Veamos ahora la segunda crítica, a saber, la de que se cae en círculo. Había-mos


dicho que la crítica, dentro de la “filosofía de la sospecha”, es llevada ade-
• 129

lante como una tarea racional apoyada en una validez del mismo signo. Pues
bien, es esa validez la que se pone ahora en entredicho en cuanto que es la
mis-ma razón que critica, la que se convalida a sí misma. Estaríamos de ese
modo en un “círculo” o en una petición de principio. ¿Cómo salir de ese
encierro? Pues saliéndose de la razón y buscando formas de convalidación
que no de-pendan de la lógica, ya sea recurriendo a una intuición, que sería la
respuesta de Heidegger, ya a la retórica, que sería la propuesta de Derrida tal
como nos lo dice Habermas en El Discurso fi losófi co de la modernidad. Esta
acusación de circularidad, posiblemente la veríamos en toda su riqueza si
tuviéramos en cuenta la tesis de la Dialéctica del Iluminismo de Horkheimer y
Adorno. En este trágico libro la razón que nace contra el mito, se convierte en
mito en el momento de su apogeo. Desde ella misma saltamos hacia lo
irracional. En rea-lidad esa mitificación de la razón es un modo metafórico de
hablar, se trata de una razón que surge históricamente tratando de alcanzar
una identidad, mas, una vez alcanzada, esa misma identidad marca sus
límites. De estar orientada en cuanto racionalidad emergente hacia la quiebra
de universales ideológicos, luego concluye construyendo otros. En este caso
el “círculo” se establece debi-do a que es un sujeto el que desde una identidad
alcanzada, propone, como lo señala Foucault, sus propios términos.

Pues bien, ¿cuál es la posición de la Filosofía Latinoamericana y de la His-


toria de las ideas frente a lo que podríamos considerar como una crisis del
concepto de “sospecha”? Por de pronto debemos recordar que esos campos
del saber que acabamos de mencionar, fundamentalmente desde la aparición
del libro de Augusto Salazar Bondy ¿Existe una fi losofía de nuestra América?

(1969), incorporaron una “teoría crítica de las ideologías” la que implica, in-
eludiblemente, un ejercicio de “sospecha”. Si nos atenemos a las acusaciones de
“regresión al infinito” y de “circularidad” podríamos concluir que la tarea llevada
adelante tanto por la Filosofía Latinoamericana como por su Historia de las ideas
-por lo menos tal como la entendemos- ha sido una pura pérdida de tiempo y hasta
un autoengaño, si no una imposibilidad lógica extrañamen-te defendida y
sostenida. El hecho es por cierto mucho más grave si pensamos que por detrás de
esos saberes se encuentran las filosofías fundadoras de la “filosofía de la
sospecha”, paradojalmente sometidas a la sospecha. En verdad, el “juego de
máscaras” de que habla Foucault es un juego literario, dentro de los términos de
una dialéctica discursiva. En ese nivel puede suponerse fácil-mente una “marcha al
infinito”, pero ello es a costa de haber escindido el texto de la contextualidad social
e histórica. De hecho en la dialéctica real se da una
• 130

praxis que corta el proceso y que hace que la crítica o el desenmascaramiento deje
de ser un absurdo. Y si nos atenemos a los que declaran el “envejecimien-to” de la
“filosofía de la sospecha” y que vienen con esto a “sospechar de la sospecha” ¿no
corren el riesgo de regresión al infinito? Indudablemente que han partido de una
opción, la de que no se les escapa al infinito y lo han hecho desde una política
filosófica cuya validez no es solamente teórica.
En cuanto a la necesidad de “salirnos de la razón” para no caer en el circulo de
una razón que se autofundamenta o que es referente de sí misma, la res-puesta,
para nosotros igualmente válida, ya la hemos anticipado, se encuentra en aquella
dialéctica real, a saber, la de los hechos y sus contradicciones. Es la praxis la que
permanentemente desanuda las aporías de la razón y destruye sus pretendidos
universales, como destruye la identidad desde la cual un sujeto ejerce “su” razón.
Por último de aquella renuncia de la razón acusada de con-tenerlo irracional,
hemos de decir que el sujeto de la historia son los hombres concretos y no es por
tanto la razón la que se convalida a sí misma.

¿Se justifica una política filosófica que nos lleve a sumarnos desde nuestra
América a las voces de pesimismo y de renuncia que resuenan en el mundo
de las llamadas sociedades del industrialismo avanzado? No nos cabe la
menor duda de que renunciar a la sospecha, significa renunciar a la denuncia.
Sumar-nos a los que nos hablan de un regreso a una hermenéutica
descriptiva dentro de las llamadas “filosofías del sentido”, significa aceptar sin
crítica el recurso de ontologización sobre el que se apoya el discurso opresor.
Si algo compete a nuestra Historia de las ideas es, precisamente, señalar
esos momentos de ruptura de los universales ideológicos y rescatarlos para
una filosofía, nuestra Filosofía Latinoamericana, y esa tarea no será posible si
caemos en las formas del discurso justificador que se pretende imponernos
desde los grandes cen-tros de poder mundial.

¿Qué hacer con la historia?


Los oscuros presentimientos que en algunos despertaron la llegada del Ter-cer
Milenio del Cristianismo, se suman al anuncio del “fin de la historia”. Su
cumplimiento se encontró, además, anticipado por ciertas “señales” que han
favorecido el renacer de temas y expectativas que son resonancias seculariza-das
del viejo discurso apocalíptico. La serpiente ha sido, al fin, encadenada, sobre ella
se han puesto los siete sellos y no seducirá nunca más a las naciones.
• 131

Llegamos al milenio, mas no al anunciado por San Juan, sino por los neo-liberales
a través de uno de sus más difundidos ideólogos, el norteamericano Francis
Fucuyama, quien, invocando a su maestro el conocido lector de Hegel en la
Sorbona, Alexis Kojève, nos plantea un cuadro típicamente milenarista. En verdad,
según nos dice y según él interpreta a Kojève, la historia ya con-cluyó con Hegel.
Más precisamente, el hecho se produjo en el preciso año de 1806 en el que
aconteció la batalla de Jena, ganada por Napoleón a los pru-sianos. En efecto. al
día siguiente de la batalla, el 15 de octubre, el suplente de la Cátedra de Schelling,
el joven Hegel, había visto pasar de a caballo y triun-fante, al Espíritu del Mundo,
en ese momento encarnado en el Emperador de los franceses. El hecho parece sin
embargo haberse oscurecido, sobre todo cuando en ese mismo siglo XIX, un joven
que había integrado la izquierda hegeliana, puso la dialéctica “sobre sus pies”,
llevando a cabo con eso la famosa “inversión de Hegel”. Ahora los hechos habrían
puesto las cosas en su verda-dero lugar, invirtiendo a su vez a Marx, y reinstalando
la dialéctica en donde debe estar, momento necesario respecto del cabal
cumplimiento de aquel “fin de la historia” iniciado en Jena. Marx, no habiendo
comprendido el signo de los tiempos, se había colocado nada menos que “fuera de
la historia”.

Pero sucede que hablar del “fin de la historia” no significa que hayamos lle-
gado al acabamiento de los tiempos, sino que comenzamos definitivamente
con una nueva época de la cual no tendremos que salir nunca más. Se trata,
según el vocabulario post-modernista, del ingreso en la “post-historia” la que,
curiosamente, tiene su historia. Comenzó con la generalización, a nivel mun-
dial, de los grandes ideales de la Ilustración -de ahí el valor simbólico que se
le atribuye a la batalla de Jena-, ideales que dieron nacimiento, junto con la
revolución industrial de la que nada se dice, a una ideología definitiva y últi-
ma, el liberalismo. Por eso nos dice Fucuyama que si bien puede hablarse del
“fin de las ideologías”, en verdad, de lo que se trata es del “fin de la evolución
ideológica de la humanidad”. Y ese fenómeno se ha producido porque hemos
llegado “al agotamiento de las alternativas sistémicas”, es decir, no hay ya
salida fuera del proyecto de sociedad capitalista liberal. Las utopías han
quedado definitivamente desacreditadas y el único “lugar” posible ya la
humanidad lo ha encontrado y está próxima, a los bordes mismos, de
inmovilizarse en él. Y si no todas las naciones se han instalado en la “post-
historia” y algunas, se encuentran todavía “trabadas en la historia”, el fin de
esta última ya está anun-ciado. La trompeta del ángel ha sonado.
• 132

Las naciones quedarán, además, incorporadas en un “Estado universal” de
acuerdo con la lectura que se hace de las interpretaciones del Libro VI de la
Fenomenología del Espíritu de Kojève. Estado que, a más de “universal” nos
lo presenta apartándose del vivo movimiento dialéctico que muestra el texto,
como “homogéneo”, con lo que se pone en evidencia la lectura de Hegel que
se sugiere. Y diremos desde ya que adopta el punto de vista que le permita
anun-ciar precisamente, el advenimiento de aquel “Estado universal
homogéneo”, fi n de todas las contradicciones y fin, por eso mismo, de la
historia. Se ha dicho que filósofos como Merleau-Ponty y Jean-Paul Sartre,
siguieron las lecturas de Kojève, pero lo que es evidente es que el maestro
ruso no llegó a la altura de ellos. Se quedó más abajo, sembrando sin duda
algunos granos fecundos, pero sin romper sus propias limitaciones. Y por
debajo de Kojève entusiasmados con una Fenomenología leída como si Hegel
no le hubiera agregado un “Pró-logo”, se quedaron los que sólo podían
aprovechar el milenarismo disimulado del hermeneuta.

Pues bien, si el “Estado universal homogéneo” es todavía para Kojéve el rei-


nado del “Espíritu absoluto” dentro de una lectura que juega ambigua y hege-
lianamente entre lo político y lo ontológico, para Fucuyama todo se resuelve
en una lectura muy simple: “La vida internacional para la parte del mundo que
ha llegado al fin de la historia -dice- está mucho más preocupada por la
economía que por la política o por la estrategia”. Y para que no quede duda
del nivel en el que son entendidas las cosas, nos dirá que “El Estado universal
homogéneo tiene como contenido la democracia liberal en política, combi-
nada con un fácil acceso a videocaseteras y estéreos, en lo económico”. El
libe-ralismo aparece claramente como una doctrina en la que la libertad se
define por el consumo, lo que implica que todo ha sido convertido
previamente, en mercancía. En efecto, lo que da “homogeneidad” a aquel
“Estado universal” es, según sus propias palabras, la “cultura de consumo”
que abrirá las puertas a una especie de Pax romana de un mundo convertido
en un inmenso almacén de mercancías. Y por si esto pudiera parecerle a
alguien hegelianamente poco ortodoxo, nos dirá que aquel “fin de la evolución
ideológica” y, por tanto, ini-cio de una paz mundial es “el comienzo de la
verdad absoluta que no puede ser mejorada”. Ya se ve que para estar
tranquilos necesitamos encadenar al Espí-ritu Absoluto.

Ahora bien ¿verdaderamente habló Hegel del “fin de la historia”? ¿Es cierto
que Hegel creía que la historia terminaba en un momento absoluto? ¿No es
esta una lectura a contrapelo de lo que el propio Hegel afirma en el “Prólogo”
• 133

de la Fenomenología en donde dice -hablándonos de lo que para él es pro-
piamente el sujeto de la historia- que El Espíritu, ciertamente, no permanece nunca
quieto, sino que se halla siempre en movimiento incesantemente progre-sivo”? Y
expresamente, en ese mismo celebérrimo “Prólogo”, dejado a un lado en lecturas
del tipo que estamos comentando, se nos alerta en contra de la “charlatanería” y
se denuncia “la arbitrariedad de los discursos proféticos” en cuanto se dan fuera de
una “cientificidad”. Y con estas dos referencias queda destruida toda la doctrina del
“fin de la historia” con la que se nos quiere con-vencer de que la conflictividad no
está dada en los niveles sociales y económi-cos, sino que es un simple fenómeno
de conciencia. Y nada es más definidor de una posición teórica relativa a la
sociedad que el lugar que se le asigna a la inevitable naturaleza conflictiva de las
relaciones humanas.

Se ha hablado, es cierto, de que hay en Hegel una dificultad, la que es visi-ble


en la actitud que el filósofo muestra ante un conjunto de términos en sí
mismos contradictorios: antropología-ontología; historia-historicidad; vida-
Espíritu; método-sistema, etc. Ahora bien, esa contradicción nos pone, sin
embargo, frente a lo más íntimo de la lucha de Hegel contra sí, única forma de
encontrarse a sí mismo dialécticamente. El eje de esta compleja problemática
se encuentra en el concepto de alienación. La historia entiéndase, la cultura
tiende a clausurar el movimiento que genera la propia realidad histórica del ser
humano, a saber, la historicidad. Importante cuestión que pasará a integrar
uno de los aspectos más ricos del pensamiento ulterior a Hegel. En efecto, al
permanente intento de las fuerzas oprimidas por quebrar aquella historia y
reponer en su lugar las fuerzas renovadoras de la historicidad, le llamó
precisa-mente Nietzsche “Eterno retorno”, con lo que creó uno de los símbolos
de esa permanente lucha contra las diversas formas de alienación.

A lo señalado se agrega que para Hegel el Espíritu -aun cuando lo denomine


“universal”- es siempre el espíritu de una época y que únicamente podemos llegar
a conocerlo cuando esa época se ha “cerrado” o completado histórica-mente. De
ahí la celebérrima metáfora de la lechuza de Minerva, de la que ya nos hemos
ocupado. Frente a ese hecho no le queda a la filosofía nada más que hablar “de lo
que fue y de lo que es”, mas, nunca de lo que será, pues significaría poner en
ejercicio una forma judicativa de tipo conjetural que para Hegel se presenta reñida
con lo “científico”. Y por cierto que la “profecía” es dentro de este discurso, lo más
alejado de un conocimiento de razón.

Pues, bien, si aquella actitud contradictoria y paradójica (en el buen sentido de la


palabra paradoja) que señalamos antes en Hegel, la eliminamos y vemos
• 134

en él no al filósofo de la lucha entre la historia y la historicidad, sino
simple-mente, el “filósofo de la historia”; y si la metáfora de la lechuza la
leemos como el anuncio del “fin de los tiempos” y no como “el fin de una
época” que, por lo mismo que ha concluido anuncia dialécticamente otra,
aun cuando no sepa-mos bien qué será, Hegel se nos convierte en el
filósofo del establishment, del statu quo, el doctrinario del Estado prusiano
o, en fin, el filósofo del “Estado universal homogéneo”.

Y algo semejante sucede con Marx, filósofo para quien entre lo más rico de la
herencia hegeliana se encontraba la problemática de la alienación. Mas, ahora no
se trata de la “perdida” del Espíritu. Se mantiene como tema central aquella lucha
entre historia e historicidad, entre pérdida de humanidad y resca-te, pero
planteadas las cosas en el terreno concreto del trabajo y de las formas de
objetivación. Y esto no es el “fin de la historia” es, si se quiere, asumir la historia en
su verdad, es decir, desde la historicidad. Por diversos caminos se aproximan,
como es posible verlo, pensadores que hasta ahora habían sido vistos como
radicalmente incompatibles, Marx y Nietzsche. Nada de milena-rismos en ninguno
de los dos, nada de triunfalismos en el sentido de que ya tendríamos asegurado en
nuestras manos el control del futuro, sino agonía, lucha, construcción permanente
del ser humano en cuanto tal. Si en el caso de Marx se pensó en algún fin -sin
interesarnos lo que digan los pragmatistas em-píricos que se creen estar en al
ámbito del “pensamiento real”- fue el fin de las iniquidades. Se trata de una meta
que integra ese contenido utópico necesario en el doble sentido de la necesidad,
de todo discurso que no sea el de la “re-conciliación” que se le atribuye al Hegel
prusiano y estatista. “Reconciliación” entre dominados y dominadores que es el
sueño, esta vez “malamente utópi-co” (en el sentido de la negatividad que Hegel
atribuye a la “mala infinitud”) de los que como Fucuyama proclaman que ha llegado
el tiempo de la verdad absoluta que no puede ser mejorada. Con posiciones como
ésta nos encontra-mos, sin duda alguna, en las antípodas de nuestra Filosofía
Latinoamericana.

Estos post-modernos y neo-liberales a fin de poder organizar su mensaje


triunfalista caen en una versión muy difícil de sostener, tanto del idealismo
hegeliano, como del materialismo marxista. Respecto de Hegel nos mani-fiesta
Fucuyama que la relación entre el mundo ideal y el mundo real o material era -en
Hegel- extremadamente complicada. Pues, para simplificarla y poderla poner al
servicio del “fin de la historia”, lo que hace es desleírla hasta dejarla
suficientemente anémica. Y por cierto, no otra cosa lleva a cabo con el mate-
rialismo de Marx. En efecto, el problema de la a-posterioridad o a-prioridad
• 135

de la conciencia respecto del mundo, es tanto en Hegel como en Marx - aun
cuando las respuestas no sean las mismas - una cuestión de tipo dialéctico. Las
circunstancias hacen al hombre -dicen Marx y Engels en La ideología alemana - en
la misma medida en que éste hace a las circunstancias, idea que se vuelve a
repetir en la Tercera de las Once Tesis sobre Feuerbach, en donde precisamente
se rebate el materialismo de la época. Ahora bien, en el caso de estos nuevos
“idealistas hegelianos” todo se resuelve en una fórmula muy simple: se declara la
a-prioridad absoluta de la conciencia y se ignora la dialecticidad en las re-laciones
entre ella y el mundo, el que queda reducido a un simple “obstáculo” que a la larga,
merced al avance tecnológico, será vencido. En pocas palabras, estamos ante un
idealismo abstracto y, por eso mismo, pre-hegeliano, que im-plica un dualismo y
por cierto que no escapa de caer en actitudes maniqueas.

¿Y qué pasa con la “conciencia”, lugar al que han sido desplazadas todas las
contradicciones “que impulsan a la historia”? ¿En qué sentido ese “esta-do previo
de conciencia” desde el cual se intenta explicar -gracias al “poder autónomo de las
ideas”- todos los tipos de conducta? Para Kojève -nos dice-, como para todos los
buenos hegelianos, comprender los procesos subterráneos de la historia requiere
comprender los hechos en el reino de la conciencia o de las ideas, ya que la
conciencia en defi nitiva va a rehacer el mundo material a su imagen y semejanza.
Con esta posición intenta superar todo determinismo, como el que
injustificadamente atribuye a Marx, para quien, según nos dice La super-estructura
se encuentra completamente determinada por el modo de producción dominante,
con lo que pone en evidencia no haber superado fórmulas propias de un marxismo
vulgar y a-crítico.

Ahora bien, ¿en qué se funda la posibilidad del cumplimiento de lo que anuncian
estos profetas neo-hegelianos que han surgido dentro del post mo-dernismo? Se
apoya en la naturaleza de la conciencia gracias a la cual no falta mucho para que
comience a reinar sobre la tierra el “Estado universal homo-géneo” y con él, según
parece, una especie de “Paz perpetua”. Y será gracias a la naturaleza misma de la
conciencia que se habrá de alcanzar esa: “homo-geneidad” que es condición para
el logro del remedo de paz kantiana que se anuncia. En efecto, si la conflictividad
fue entendida por Hegel como el en-frentamiento entre un Estado y otros, dado
que se había alcanzado la paz inte-rior en ellos y, más tarde, Marx entenderá que
la conflictividad tiene su lugar fundamental en el enfrentamiento entre el
proletariado y los capitalistas, con lo que de la “lucha de Estados” se pasó ala
“lucha de clases”, para Fucuyama no hay contradicción que no se dé en el seno
mismo de la conciencia y no
• 136

hay, además, ninguna que no pueda ser superada desde ella. Felizmente he-
mos llegado a la fórmula definitiva respecto de la conflictividad social, ella es
“lucha de ideas”. La paz universal, aquella “homogeneidad” es, antes que
nada, una paz de conciencia. Todo es cuestión de lograr que se borren las
pasiones y desde la conciencia, como lo absolutamente a-priori y que nada
tiene “por debajo”, se construya el “Estado universal homogéneo”.

Mas, para eso las relaciones entre el hombre y la naturaleza, el amo y el


es-clavo, el proletario y el capitalista, la mujer y el varón, el imperio y las
colonias, todos han sido declarados fenómenos de conciencia, que
pueden ser supera-dos, en cuanto conflictivos, sobre la base de dos
condiciones: una de ellas, un cambio en nuestras ideas y la otra, la
desaparición del impedimento externo que genera el mundo material o
económico. El liberalismo con sus ideas de libertad política y su meta de
libertad de mercado, es la ideología última que supone precisamente ese
“estado de conciencia” que es el “Estado universal homogéneo”.

¿Y cuáles son las ideas que hacen de contenido de la ideología final? Pues, no son
las de un racionalismo, ni las de una posición de tipo intelectual. Una profunda
desconfianza en la razón -madre de utopías mueve todo este mi-lenarismo. Una no
menos fuerte desconfianza en el ejercicio de la voluntad encuentra en una
conducta, a la que denomina “blanduzca” (satisfecha gracias a los dvd,
videocaseteras y los estéreos) el ideal de vida; una renuncia a la po-lítica, en favor
de un “dejar hacer” en lo económico gracias a que todo se ha igualado y todo
puede ser medido pues todo es convertible en mercancía. En fin, la paz mundial
estará asegurada cuando los actuales Estados, aún sumergi-dos en la historia -tal
como les sucede a los del llamado “Tercer mundo”- den el paso a la “post-historia”
y se conviertan, según sus propias palabras, a su vez, en Estados blanduzcos,
autosatisfechos y débiles de voluntad.

Una ideología de la inmovilidad social justificatoria del establishment de su


propio mundo es la respuesta que surge. Y dentro de los múltiples
encubri-mientos que ejerce, precisamente, en cuanto ideología, tal vez
uno de los más graves sea el que está contenido en la afirmación de que
los imperialismos y los nacionalismos no tienen un sustento económico,
son una simple cuestión de “creencia”. Los últimos imperios, según nos
dice, tenían lógicamente colo-nias y practicaban el “expansionismo”, pero
ello era debido a que, entre otras cosas, “creían” en la “civilización”. Y por
cierto, el día en que esas “creencias” desaparezcan, ya no habrá
pretensiones de expansión, ni colonias, ni tampoco violencia.
• 137

Epílogo
Hemos definido la Filosofía Latinoamericana como aquella que no se ocupa
del ser, sino del modo de ser de un hombre determinado, en relación con sus
formas de objetivación y afirmación históricas. Hemos dicho también que el
discurso que caracteriza a ese filosofar es tanto descriptivo como prescriptivo
y que hasta encierra una pretensión de performatividad. Todo esto nos mues-
tra a aquel hombre como un ente emergente que no renuncia al ejercicio de
un “juicio de futuro”, como tampoco al desarrollo de formas de saber conjetural
compatibles con su propia emergencia dentro de un proceso de humaniza-
ción. De esta manera hemos de decir que el discurso de la Filosofía Latinoa-
mericana es, a la vez, especulativo y emancipatorio hecho que no lo invalida
epistemológicamente.

Pues bien, el post-modernismo, de acuerdo con los autores y temas


de los que aquí nos hemos ocupado, se nos muestra bloqueando,
desde diversas pers-pectivas, la posibilidad misma del ejercicio del
“juicio de futuro” o, por lo me-nos, declarando su insustancialidad.

Ciertamente que si al filosofar lo declaramos un simple “juego de


lenguaje” le cortamos todo su engarce con el mundo referencial, con lo
que pierde todo sentido la construcción y deconstrucción de la historia
desde la historicidad, Por otro lado, la imposibilidad de escapar al
“relato”, que se oculta agazapado en las interlíneas del discurso post-
moderno, nos muestra la vigencia del acto judicativo impugnado.

Otro tanto sucede con quienes han intentado bloquearlo, invirtiendo a He-
gel, desde una “mañana” sin mañana, con la diferencia de que la negación
del “juicio de futuro” en Hegel surgía de su exigencia de ver cumplido los
tiem-pos, mientras que en estos post-modernos que parecieran superar el
“saber vespertino” hegeliano, rige el fragmentarismo vital del carpe diem,
en medio de un presentismo apolítico y escéptico.

Borrar la “sospecha” mediante argucias lógicas, es dejarla en pie y lleva, quié-


raselo o no, a dejar en descubierto una fuerte desconfianza respecto de las
diversas formas de emergencia social, a la vez que una suspensión del ejercicio de
la forma judicativa coesencial respecto de la categoría de emergencia.
Otro tanto sucede con la doctrina del “fin de la historia”, la que asimismo funciona
como bloqueo ideológico, a más de caer en la flagrante contradic-ción de poner en
juego un determinado ejercicio del “juicio de futuro” que niega la contradicción real
que ya hemos señalado entre historia e historicidad,
• 138

es decir, obvia el porvenir y lo reemplaza por un milenio simbólico: la consti-
tución definitiva del mundo como un inmenso almacén de mercancías.

Conferencia leída, en una primera versión, en la Universidad de


Guadalajara, México, en 1989 y en la actual, en el VII Congreso
Internacional de Filosofía Latinoamericana, Bogotá, 1992 y en la
Cátedra “José Enrique Varona” de la Universidad de las Villas
(Santa Clara), Cuba, 1993.

• 139

• 140 •
7. La cuestión del modelo del filosofar en la
llamada Filosofía Latinoamericana

La Filosofía Latinoamericana como un


procurar filoso-far y existir.
La cuestión del “modelo” de la Filosofía latinoamericana tiene que ver con la
relación filosofía-cultura. Unicamente desde esa relación se puede hablar de
tal filosofía. Por otro lado, la cuestión no es reciente, pues, se encuentra ya
planteada de modo muy claro en el programa de “Filosofía americana” proyec-
tado por Juan Bautista Alberdi en 1840. La polémica acerca de aquella rela-
ción nos muestra la existencia de dos tipos fundamentales modélicos, a la vez
que, dentro de ellos, una serie de variantes, las que son, en unos casos
intentos de realización plena de cada uno, o respuestas de tipo ecléctico.

Por cierto que como sucede siempre cuando hablan los filósofos, se impo-nen
preguntas previas tales como qué se entiende por “filosofía” y qué, en este caso,
por “América Latina”. No nos vamos a introducir, sin embargo, en este campo de
cuestiones y, de modo simple, nos permitiremos afirmar que hay un sujeto que se
siente y se entiende como latinoamericano, que parte del supues-to de una cultura
a la que denomina como latinoamericana y que entiende que es precisamente su
cultura. Y además de todo esto que ese sujeto desde hace ya más de un siglo y
medio, con altibajos por cierto, se ha impuesto la tarea de ejercer su pensamiento
sobre su propia realidad en un proceso que va, desde la primitiva propuesta
alberdiana de una “Filosofía americana” a la actualmente generalizada y ya profusa
“Filosofía latinoamericana”.(1)

Así, pues, un primer acercamiento a lo que sería esa “filosofía” se centra en la


cuestión de las relaciones de un ejercicio del filosofar con una particular cul-
tura. ¿Se trata con esto de preguntarnos acerca de los modos originales de un
pensar filosófico? Desde ya diremos que no es nuestra intención ponernos a
la caza de originalidades. Es probable, por qué no, que la ecuación latinoame-
• 141

ricana de filosofía-cultura, encuentre formas equivalentes en otras filosofías y en
otras culturas. No encontramos en eso motivo de preocupación alguna. Lo que sí
nos interesa es saber hasta qué punto esa filosofía ha alcanzado respues-tas que
sean dignas de ser tenidas en cuenta, por dos motivos, uno de ellos, su textura y
riqueza teoréticas; el otro, su interrelación con aquella otra parte de la ecuación
que ya hemos mencionado: la cultura. Por otra parte no nos eximiremos de decir
con qué alcances entendemos eso de “cultura” y ya para ir avanzando en la
cuestión que nos interesa, la de los modelos, hemos de decir que la cultura se
encuentra integrada por el conjunto de bienes y de relaciones a través de los
cuales un determinado hombre histórico ha puesto en ejercicio una de las
funciones más decididamente definitorias del ser humano: la de objetivación. Y
como la función de objetivarse no se realiza de una misma ma-nera sino que hay
modos históricos de hacerlo, pues, no cabe duda de que de-bemos ampliar aquella
primera definición de cultura, agregando a los bienes y relaciones, los modos
funcionales con los que los producimos a todos ellos. Pero la cuestión no concluye
ahí, pues, las culturas son hechos históricos y es por eso mismo que deberíamos
mencionarlas inevitablemente en plural. Con esto queremos decir, pues, que
aquella relación de filosofía-cultura sobre la que se asienta una definición de la
Filosofía latinoamerica no escapa a ciertas características, precisamente, históricas
que muestra nuestra realidad cultural. En resumen la cuestión filosofía-cultura no
es algo que pueda ser descripto desde una fenomenología de tipo esencialista,
sino que ha de aproximarse a tal punto a cuestiones de tipo histórico que la
metodología que se ponga en ejercicio no será ajena a cuestiones de método
características de las ciencias sociales. Un solo aspecto querríamos señalar, que
es sin duda para muchos obstáculo insalvable, la de la autorreferencialidad que
implica filosofar desde la ecuación filosofía-cultura, cuando sucede que la cultura
sobre la que pre-tendemos filosofar es la nuestra. Evidentemente que con lo que
acabamos de decir, nosotros los latinoamericanistas no podremos dar a nuestros
oyentes las garantías de objetividad que nos ofrecía José Ortega y Gasset a los
argentinos en su Meditación del pueblo joven. Nos decía entonces que Lo cierto e
impor-tante es que el fi lósofo se compromete a dejar hablar a las cosas mismas
en él, a ser humilde truchimán o intérprete de realidades; se compromete, por lo
tanto, a ser él lo menos posible, se compromete a nulifi carse, a negar su propia
existencia. Todo eso es lo que se llama “pensar”, verdadero pensar, Y no tienen
ustedes que compadecerme si mi vida es procurar no existir...(2)

• 142

No nos cabe duda de que lo que pretendía manifestar Ortega con esas
palabras casi suicidas era su pasión por alcanzar un pensar honesto y, en tal
sentido, liberado de circunstancias que empañaran, desde una subjetividad
traicionera, la realidad de las cosas. Pensar utópico que partía del supuesto
de la posibilidad de superar algo que está en el centro mismo de la meditación
contemporánea, a saber, el hecho de la mediación. Con lo que regresamos
otra vez a la relación filosofía-cultura cuyo segundo término no es otra cosa
que el mundo de mediaciones a través de las cuales ponernos en juego cons-
tantemente la función de objetivación.

Los filósofos latinoamericanos que hacemos eso que llamamos aquí Filo-
sofía latinoamericana, no pretendemos ni menos ansiamos “dejar de
existir”, como condición de posibilidad de la objetividad, sino que es desde
ese existir que pretendemos fundar los mundos objetivos. Si nos
aproximamos al mode-lo de filosofar que muestran los escritos de
Mariátegui, por ejemplo, veremos que se propone en ellos un compromiso
con la realidad que no es de tipo parabólico, que no habla de renunciar a
la vida para poder dar con la vida, propuesta esta última que no deja de
ser, por lo demás, una paradoja. Por otra parte, la filosofía no es algo
ajeno, anterior o posterior a la cultura, sino que es algo que la integra, aun
cuando juegue un papel muy específico que la dife-rencia de todas las
restantes objetivaciones, hecho que no la salva de tener sus mediaciones.

La filosofía es, además, cosa tan una con el lenguaje que hasta se ha llegado a
desplazar en nuestro días el lugar de lo trascendental, desde la conciencia, al
lenguaje, como el “lugar” natural de todo a-priori posible. Pero el lenguaje no es un
instrumento dócil hasta no hace mucho compañero inadvertido del filo-sofar, sino
que, con una expresión cotidiana diríamos, “que se las trae consigo”. En otros
términos, es una mediación y la mediación más universal de todas, a través de la
cual se expresan todas las mediaciones posibles. En este sentido, si se trata de
superar mediaciones y asegurar una objetividad, lo que debemos in-tentar no es
tanto “no existir”, sino, no hablar, con lo que acabaríamos en otra paradoja,
“hablando” como el sabio Gorgias. Estamos en un círculo del que no podemos salir
y diría que el modelo que ha perseguido y persigue con di-versa suerte la Filosofía
latinoamericana consiste en no pretender salirse de él y desde él alcanzar un saber
teorético. Tal vez a este hecho responda la enorme presencia que el lenguaje tiene
en el discurso latinoamericano el que deriva, precisamente, de la fe que se ha
tenido en su poder y de la conciencia de cómo ha de ser trabajado el discurso para
que ese poder sea real. Mucho antes de que
• 143

se descubrieran frente a una lingüística tradicional que no sabía cómo “atar” el
lenguaje con la realidad, los deícticos y los enunciados performativos ya lu-
cían en los textos increíblemente ricos de un José Martí y de tantos escritores
nuestros a los que consideramos integrados en esto que llamamos Filosofía
Latinoamericana. Y con lo dicho ya estamos señalando otro aspecto que nos
parece de singular importancia y que va más allá de aquellos embragues que
mencionamos. En efecto, el discurso de esta filosofía se nos presenta en su
totalidad regido por un espíritu de integración con el mundo de los referentes
en tal grado que todo él se nos aparece teñido por un espíritu performativo.

Ahora bien, esa manera de ser de este tipo de filosofía que se expresa en su
estructura teórica, su temática y sus métodos y la específica relación que intenta
alcanzar con la praxis, ha sido el eje de una larga y rica polémica que se inicia en
su mismo nacimiento y que se prolonga hasta nuestros días. Y siempre, como
trasfondo de ese proceso, lo que está en juego es la cuestión de la relación
filosofía-cultura. Ya en 1840, cuando Alberdi polemizó con el profesor Ruano, en
Montevideo, la cuestión giraba en torno de aquellos dos modelos contrapuestos,
considerados desde el tipo de hombre que se reali-zaba en ellos. Alberdi enfrenta a
lo que él denomina el “hombre interior”, el de los “ideólogos” que siguiendo la
escuela de Destutt de Tracy y Cabanis, se encerraban en el análisis de las ideas y
trataban de obtener mediante fórmulas de derivación, la génesis de las complejas
desde las más simples, dentro de un atomismo que se desentendía de todo
entorno. Frente a esa típica filosofía universitaria, él, de hecho expulsado de la
universidad de su época, lanzaba la necesidad de repensar la filosofía desde otra
antropología, la del “hombre exterior”, la del ser humano como parte integrante de
una comunidad, y ente comunitario él mismo, que había de responder a preguntas
que con el modelo establecido ni siquiera tenían cabida. Según la categorización
que el mismo Alberdi nos hace de ambos modelos del filosofar, la “ideología” era
un tipo de saber “analítico”, mientras que la forma que debía oponérsele había de
ser “sintética”.(3) Y ello porque dentro de este modelo que nacía con Alberdi ya se
presentaba claro que una relación entre filosofía y cultura no es posible, si a la
filosofía la despojamos de lo axiológico y, por eso mismo, de su inserción en lo
histórico, en cuanto hecho ella misma de tal naturaleza. Y este aspecto es el que
ha observado con agudeza el filósofo español José Luis Gómez Martínez quien
define al pensamiento iberoamericano como “historicista”, justamente por la
presencia de lo valorativo. Se trata, nos dice, de un pensamiento que se

• 144

actualiza siempre... mediante una axiología que organiza los
datos e indica, en función de qué se relacionan.(4)

¿”Qué pasa con los analíticos y su “saber riguroso”?

Ahora bien, en América Latina, desde los inicios de la problemática de una


Filosofía latinoamericana, la discusión, sea para afirmar que es posible (a-que es
posible y por tanto la habrá en el futuro; b-que es posible y por tanto la ha habido y
puede ser rastreada en su pasado) o que no es posible (a-que no es posible
porque la filosofía es un quehacer autónomo en su universalidad y hasta neutral
respecto de lo que no es filosofía; b-que no es posible porque no están dadas las
condiciones culturales que han de generarla), gira permanen-temente respecto de
la relación filosofía-cultura. No vamos a explayarnos con ejemplos tomados de
aquellos filósofos nuestros que están por la afirmativa, aun cuando con fórmulas no
siempre coincidentes, (Alejandro Korn, Samuel Ramos, José Gaos, Leopoldo Zea,
Arturo Ardao, Guillermo Francovich, Ri-caurte Soler, Abelardo Villegas, Horacio
Cerutti, Francisco Miró Quesada, Pablo Guadarrama, Ofelia Schutte y tantos otros,
entre ellos quien esto escri-be), sino que vamos a prestar atención a los que más
bien están por la negativa, en cuanto que en ellos de alguna manera la relación
filosofía-cultura se nos presenta puesta en crisis y, a su vez, centraremos nuestros
comentarios en la corriente integrada por pensadores que o se han proclamado o
se proclaman todavía “analíticos”, en los que el rechazo mostraría según palabras
de Augusto Salazar Bondy “una posición muy reforzada”.

Pues bien, a pesar de lo dicho, la negación de aquella relación no se encuen-tra ni


siquiera en estos filósofos, los que muestran una evolución que los ha llevado, a
los más comprometidos y lúcidos, a traspasar inclusive lo que podría entenderse
como estrecho marco del “análisis” y a regresar a algo que se tomó como punto de
partida de la “escuela”: la negación y rechazo de las “concep-ciones del mundo y
de la vida”, a las que se había declarado sobrepasadas.

Ese desplazamiento visible en América Latina se explica en buena medida por el


hecho de que los analíticos no regresaron al “hombre interior” de los ideólogos, por
lo mismo que su tratamiento de las “ideas” se lleva a cabo prefe-rentemente en el
terreno de la semántica, es decir, del lenguaje y es de sus pro-pios clásicos que ha
salido la valiosa doctrina de los enunciados performativos. No es extraño, pues,
que la analítica, en cuanto técnica aplicada a cualquier
• 145

tipo de lenguaje, no renuncie a constituirse en una herramienta de cambio en
el plano político. Un analítico argentino, Eduardo Rabossi, ha dicho que con la
analítica se muestra cómo el análisis conceptual es un requisito indispensable
de todo intento de entender y modifi car la realidad y por su parte, un analítico
mexicano, Fernando Salmerón, ha llegado a hablar hasta de “cambiar el mun-
do”.(5) Por cierto que la relación “filosofía-cultura” adquirió un notable desa-
rrollo, más que nada, en los analíticos peruanos, señaladamente en Augusto
Salazar Bondy y Francisco Miró Quesada. No deja de ser un tanto extraño que
filósofos que han hablado de su quehacer caracterizándolo como un “pro-
fesionalismo”, una “especialización”, una “tecnificación”, una “investigación
rigurosa”, nos digan también que se trata de una “cruzada iluminista”, tal como
lo declara Rabossi y como asimismo lo hizo Salazar Bondy para quien, sin
dejar el análisis, pretendía alcanzar una “iluminación” y una “unificación de la
experiencia del mundo de la vida”.(6) Por cierto que cuando Salazar decía
esto ya estaba en una posición en la que la analítica había quedado como un
con-junto de herramientas subsidiarias dentro de una compresión mucho más
rica de la realidad y de las relaciones de filosofía y cultura. Para cumplir con
aque-lla pretensión de “unificación de la experiencia” no podía menos que
regresar a la fuerte tradición de trato con Hegel, tan característica del
pensamiento la-tinoamericano, en contra de algunos de sus propios colegas
que consideraban al filósofo alemán como la culminación del espíritu
“sintético” y por tanto, la negación de lo “analítico”.

En las primeras páginas de las Lecciones de Historia de la Filosofía de He-gel,


encuentra Salazar dos cosas: una relación no externa de la filosofía con su tiempo
(es decir, su cultura) y la función de ocultamiento en la que, en de-terminadas
ocasiones, han caído algunos pueblos que han adoptado filosofías ajenas a su
propia “temporalidad”, con lo que han dado en lo inauténtico. De ahí a aceptar
herramientas básicas de la “analítica” de Marx, tan sólo había un paso. En efecto,
la “mistificación de una comunidad” -nos dice comentando la anterior afirmación
hegeliana- “sucede de diversas maneras”, las que son es-tudiadas “por la teoría de
las ideologías”; como había asimismo un paso para la aceptación de las
propuestas analíticas del psicoanálisis. Desde estas nuevas fuentes Salazar nos
dirá que La fi losofía, que en una cultura plena es la cima de la conciencia”.. “en
una realidad defectuosa” se nos presenta como “un pensar trascendente pero sin
sustancia, ni efecto en la historia, una meditación extraña al destino de los
hombres que la alimentan con su inquietud refl exiva”. En una “cultura alienada,
nos dirá también, la fi losofía la expresa y la sufre.(7)
• 146

Se desprende de estos textos algo que es algo más hegeliano que analítico, a
saber, que la filosofía es uno de los tantos modos cómo el ser humano se
obje-tiva, es decir construye su cultura, aun cuando dentro de ella juegue un
papel específico. Otro de los destacados analíticos peruanos, Francisco Miró
Que-sada que se declara “miembro no matriculado de la Filosofía de la
liberación” y que a la vez afirma mantenerse dentro de la analítica, nos
expresa asimismo con toda fuerza, la conversión que esta posición filosófica
ha tenido entre no-sotros. Nos dice que ha “luchado a brazo partido” contra los
analíticos, sus colegas, que rechazaban la Filosofía de la liberación, saber que
tal vez con más fuerza que otros en nuestra América, ha afirmado la relación
entre filosofía y cultura, tal como lo ha señalado Raúl Fornet-Betancourt. Llega
inclusive a poner en tela de juicio el valor filosófico de un “saber riguroso” por
lo mismo que el rigor llevado a un extremo nos saca de la fi losofía y nos pone
en el terreno de la ciencia. A lo que suma el rechazo de la acusación de
“vaguedad” lanzado por los analíticos -a nuestro juicio en ocasiones con
sobrada razón- contra la Filosofía de la liberación, poniendo como ejemplo de
“precisión conceptual” al propio Salazar Bondy y a sus mismos escritos.

Tan sugestivas como las que nos dice Miró Quesada son las serias y valio-sas
consideraciones que sobre los alcances de la Filosofía analítica nos hace el
filósofo mexicano Luis Villoro, con quien podríamos decir que se concluyó con una
polémica que, como todas, ha beneficiado a ambas partes. En contra de la
acusación de “cientificismo” que se le achaca declara que En verdad no hay tal.
Por mi parte -dice- no creo que la fi losofía sea ciencia, ni por sus temas de
conocimiento ni por sus métodos. La fi losofía no descubre, ni postula nuevos obje-
tos, como las ciencias, sólo analiza, justifi ca e interpreta enunciados y conceptos...

Pero no sólo la fi losofía no es ciencia, sino que se encuentra más cerca de la


ideolo-gía que de la última. Y ¿qué entiende por “ideología” el analítico Villoro? No-
temos -nos dice- que cuando empleo el término “ideología” lo tomo en el sentido
de un conjunto de creencias distorsionadas por intereses y al servicio del poder o
de un grupo o clase; tiene, pues, la connotación de “falsa conciencia”que siempre
guardó en la teoría original de Marx... Sería deseable, agrega después, que la
filosofía superara “la ideología en ese sentido” (subrayado por Villoro). Por último,
concluye diciéndonos que una”filosofía crítica” en el sentido indicado es, sin dudas,
“científica”. No vamos a explayarnos más sobre el rico artículo de Villoro. Sólo
agregamos que nos alerta sobre “la experiencia de rigor y de pro-fesionalismo” la
que podría ser interpretada como una invitación a olvidarse de nuestros problemas
históricos y sociales y conservar la labor filosófica en la
• 147

“pureza incontaminada de la academia”. Mas, no hay tal por lo mismo que
la filosofía es un saber ambiguo que tanto puede estar inficionado de
ideología, en el sentido indicado, como ser un poderoso instrumento para
disolver lo ideológico y cumplir con una “función disruptiva”. Resulta
evidente que en el caso de la analítica, como luego veremos en el
marxismo, la verdad puede ser señalada en la filosofía misma, pero es en
la relación filosofía-praxis, conteni-da como lo esencial de la relación
filosofía-cultura, que adquiere ciertamente validez.(8)

No ha sido nuestra intención en este momento la de expresar algunas de las


críticas que con razón se han hecho al célebre opúsculo de Salazar Bondy, y sí,
poner de manifiesto cómo en una de las corrientes aparentemente más ajenas a la
problemática que plantea la inserción social del quehacer filosófico se han dado
respuestas que prueban la enorme incidencia y peso que ejerce en nuestras tierras
el entorno social de la filosofía. La politización de herra-mientas metodológicas
propias de ciertas posiciones teóricas a que responde aquel hecho, es un
fenómeno ampliamente rico dentro de nuestra filosofía, si bien hay que confesar
que no siempre ha sido llevada a cabo desde un espíritu ciertamente crítico. Si la
analítica politizada quedó como momento meto-dológico en una obra germinal
como la que hemos comentado, la de Salazar Bondy, no ha corrido una suerte
semejante la fenomenología en manos de representantes de la Filosofía de la
liberación y de la actualmente autodeno-minada “Filosofía de la sabiduría popular”,
no ajenos a posiciones maniqueas, como asimismo a formas de un paternalismo
violento, como nos lo ha mos-trado Ofelia Schutte en uno de sus trabajos.(9) Es
posible asimismo y tal vez con mayor razón, mostrar las formas de politización de
otros métodos, entre ellos, el de la hermenéutica, (10) fuertemente conectada en
muchos análisis realizados sobre nuestra realidad con elementos metodológicos
provenientes del marxismo y del freudismo. Cualquiera sea el sentido ideológico
desde el cual se han llevado a cabo estas formas de politización, ello es una
prueba, a nuestro juicio, de la vigencia de un modelo de pensamiento que, más allá
de las polémicas que se han dado y se dan dentro de él, impone los modos de
recepción de lo que para algunos sigue siendo el único marco dentro del cual se
desarrolla verdaderamente nuestro filosofar.

• 148

Una expresión poco feliz: la “filosofía sin más”
Antes de seguir adelante tendremos que dedicar siquiera un párrafo a la lla-mada
“filosofía sin más” que aparece tanto en el texto de Salazar Bondy, como en el libro
de Leopoldo Zea titulado precisamente La Filosofía americana como fi losofar sin
más (1969), el que en parte es respuesta a la posición del filó-sofo peruano. No
cabe duda alguna que a propósito de la expresión “sin más” se juega por entero la
cuestión de los modelos del filosofar que nos interesan, como también es evidente
que las polémicas acerca de su alcance no son ajenas al estado socio-cultural de
cada una de las subregiones de nuestro Continente de las que provienen nuestros
teóricos. La cuestión nos lleva a movernos entre los extremos de los dos modelos
básicos de los que hemos hecho referencia y siempre tiene que ver con el sentido
y alcance que se otorga a la relación del filosofar y su entorno. En 1948, el filósofo
argentino Risieri Frondizi había dicho que el pensamiento europeo pierde carácter
fi losófi co al llegar a nuestras playas y ponerse al servicio de actividades no fi
losófi cas y en particular la política. De acuerdo con esta estimación suya lo único
que cabía era fi losofar sin más, es decir, en este caso, sin mezclarse con lo que
califica como actividades no fi losófi cas. (11) Por su parte, y en una tónica
semejante, otro conocido filósofo argentino, Francisco Romero, lanzó en 1955 su
tesis de la “decadencia” de la filosofía como consecuencia de la presencia de
intereses que serían ajenos al filosofar y que han llevado a que esa tarea adquiera
carácter “espurio” entre nosotros. Hablaba de una pérdida alarmante de “valor
teórico”, no sólo de nuestra filosofía, sino del pensar filosófico en general, como
consecuencia de una presencia cada vez más fuerte de “lo práctico”. Según él, a
partir aproxi-madamente de 1930, la filosofía “va a la zaga de esos intereses y no
puede constituirse con la independencia de una filosofía que busque la verdad sin
compromisos”. De modo todavía más fuerte agregaba que la suplantación de la fi
losofía, de toda fi losofía, por la concepción del mundo es indebida y nociva, y lleva
a matar a la fi losofía pura... De esta pura fi losofía -concluía afirmando-las
creencias, los anhelos, las esperanzas, los temores, todo aquello que no toca a la
es-tricta persecución de la verdad, queda excluido.(12) Esta fórmula del “filosofar
sin más” tiene, pues, el mismo sentido de la que había enunciado Frondizi y es la
base teórica sobre la que Romero fundó la categoría de “normalización filo-sófica”,
la que consiste en “aproximarnos lo más posible a Europa”, en “achicar distancias
respecto de ella”, etc. Horacio Cerutti que en su momento inició la crítica a la
Filosofía de la liberación y aportó con ella uno de los alegatos más
• 149

clarificadores en favor de esta compleja polémica acerca de nuestro modo de
filosofar, ha hecho asimismo la crítica de la cruda ideología que encierra la
doctrina de la “normalización”.(13) Aquí el “sin más” se juega entre las catego-
rías de lo “puro” y lo “impuro” y expresa, de la manera más fuerte, lo que para
nosotros es, a más de una ingenuidad -por decir lo menos- una carencia alar-
mante de posición crítica. Curiosamente la exigencia de un “filosofar sin más”
ha tenido un complejo desarrollo dentro de las filosofías que se mueven en el
ámbito de lo que seria el modelo al que responde la Filosofía latinoamericana.
Este hecho ha llevado a confusiones y ha mostrado el desacierto en el uso de
la expresión, aun cuando sus alcances hayan sido aclarados en cada caso.

Los filósofos de los que nos vamos a ocupar ahora remontan sus posicio-nes al
manifiesto de la Filosofía americana de 1840. Frente al Americanismo literario del
siglo XIX, que buscaba “americanizar” las letras mediante el adi-tamento del “color
local”, Alberdi exigirá la construcción de un filosofar que prescinda de lo “exótico”
como elemento cualificador, a pesar de lo cual se pu-diera seguir hablando de una
“filosofía americana”. Lo “americano” le viene a la filosofía no de algo accidental,
sino de su propia naturaleza de saber hincado en lo histórico. Nuestra fi losofía
-nos dice- ha de salir de nuestras necesidades...

De ahí es que la filosofía americana debe ser esencialmente política y social


en su objeto...” El implícito “sin más” alberdiano rechaza, pues, lo “exótico”,
que no es simplemente el “color local” de los poetas de la época, sino que es
asimismo el filosofar importado, extranjero, en cuanto ajeno a nuestra rea-
lidad y que da a su modo “color local” a las cátedras universitarias. Un siglo
después, en 1945, el maestro José Gaos, dentro de su “circunstancialismo” re-
tomará las tesis de Alberdi cuya filosofía debía ser, según lo declaró alguna
vez, la de todo el mundo hispanoamericano, no sólo de América, sino también
de España(14) y dirá que para que haya realmente una Filosofía americana,
no debemos esperar que ella sea “coloreada por la circunstancia”. Lo que
habrá de valer es el modo cómo la circunstancia es asumida filosóficamente
por parte de un determinado sujeto. De ahí que Gaos diga: Si los españoles,
mexicanos o argentinos hacen sufi ciente fi losofía sin más, habrá fi losofía
española, argentina, americana. El movimiento no va de la “circunstancia”
hacia el sujeto, sino del sujeto hacia la “circunstancia”. Más allá de la cantidad
de cuestiones implíci-tas no resueltas que quedan en planteos de este tipo
-entre ellas la definición misma de “circunstancia”- lo cierto es que el “sin más”
no se juega ya entre las categorías de lo “puro” y lo “impuro”.(15)
• 150

En esta misma línea, si bien con diferencias, hablarán de un “filosofar sin más”
Augusto Salazar Bondy y Leopoldo Zea. El primero de los citados dice:

...la fi losofía no debe buscarse como americana para ser un producto genuino
y creador; hay que hacer fi losofía sin más. Y hay que hacerla, por cierto, con
rigor y seriedad, de acuerdo a las técnicas más depuradas y seguras, como lo
pide hoy en especial el movimiento representado por la revista Crítica.(16) Es
decir, hay que hacer filosofía analítica tal como se lo propone la publicación
que menciona Salazar, de la que él integraba, por lo demás, el Consejo
Editorial y que en su primer número había anunciado el fi n de las
Weltanschauungen: De ser posible esa fi losofía debía reducirse a “un
pensamiento de la negación de nuestro ser, es decir, de nuestra situación. El
pasado quedaba borrado, el comienzo, para poder cumplir acabadamente con
el “sin más”, no podía ser sino desde cero y de todo eso se encargaría el
filósofo, conciencia lúcida, ajeno a las formas reales de conciencia política y a
las contradicciones sociales. De todos modos, aun cuando de modo ambiguo,
quedaba denunciado un decisivo referente, el de nuestra cultura alienada y
alienante, consecuencia de una relación de dependencia y subdesarrollo.
Pocos años después (1973) Salazar redefiniría su actitud reemplazando el
concepto de “filosofía sin más” por el de “filoso-fía de la liberación”, la que
debía apoyarse en la praxis de los sectores sociales oprimidos, a la vez que
en las formulaciones del pensamiento liberador dadas en nuestro pasado.(17)

Leopoldo Zea en su libro La Filosofía americana como fi losofía sin más, que ya
hemos mencionado, se ocupará de rechazar la versión academicista del “sin más”
de los analíticos “puros” que acompañaban a Salazar en la revista Crítica, para los
cuales, según él lo veía con preocupación, la filosofía era cosa “pro-fesional” y
“técnica” y poco o, tal vez nada, tenía que ver con ella el pasado intelectual
hispanoamericano. A su juicio había allí una falacia en cuanto se confundía la
manera de hacerse una filosofía, el “cómo”, con la filosofía misma, con lo que se
venía a ignorar que a su lado se da siempre, inevitablemente el “para qué”,
revelador de la direccionalidad de sentido, la que corría el riesgo de quedar
ignorada. Y así como en nuestros grandes escritores del siglo XIX -según
recordaba Zea- hay una filosofía, en los grandes filósofos clásicos del pasado y del
presente, sean ellos un Leibniz o un Ayer, hay una ideología.

Estas objeciones iban asimismo dirigidas a Salazar Bondy, aun cuando se


había apartado de los analíticos “puros” al incorporar las exigencias forma-les
de aquéllos dentro de un planteo mucho más rico y al haber rechazado la
neutralidad del quehacer filosófico. Había sin embargo en él, un planteo
• 151

casi mecanicista de la relación entre la filosofía y el entorno social, dado que
únicamente habría de ser posible aquélla cuando se superara la dependencia
y el subdesarrollo. Esta comprensión le llevaba a Salazar a caer en una con-
tradicción entre la naturaleza para él “matinal” de la filosofía y su existencia
únicamente posible en el cumplimiento de los tiempos. En efecto, esperar la
“independencia” y el “desarrollo” -categoría que por lo demás muy pronto en-
tró en crisis- como condiciones de la filosofía, era repetir la tesis de la
madurez hegeliana de una cultura. Al partir de cero, la “matinalidad” se
transforma en un quehacer “vespertino”. Frente a estos planteos LeopoldoZea
retoma la línea del “sin más” que vimos anunciada en la Filosofía americana
de Juan Bau-tista Alberdi y más tarde reformulada por su maestro José Gaos.
Se trataba de aceptar, sin más, a nuestra humanidad americana, tal como se
ha dado y dar fuerza al papel del sujeto en la relación entre filosofía y cultura.
Antes que de “filosofía sin más” Zea concluyó hablando de “hombre sin más”.
La misión que se le asigna a este hombre respecto de la filosofía occidental,
no es ajena a un cierto mensaje profético. En efecto, Europa “ha pensado
bien” en cuanto ha enunciado los valores universales a los que debe aspirar
toda cultura, pero “ha obrado mal”. Ahí está la trágica historia de los
colonialismos. A nosotros nos cabe la función de recibir aquellos valores y
llevarlos a un verdadero plan de universalidad, no ya en cuanto valores
europeos, sino humanos. De allí el sentido que hemos de dar a la expresión
de “hombre sin más” que es lo que nos toca cumplir a nosotros.(18)

Más allá de las diferencias que pueden ser observadas entre las posiciones de
ambos filósofos y de las críticas que puedan hacérseles, no cabe duda de que
el “sin más” quedó en ambos definitivamente, más allá de las categorías
académicas de lo “puro” y lo “impuro” y, más allá asimismo, de la ideología de
la “normalización”. Si algo podríamos entender que se da en común en
ambos, es una visión antropológica de la filosofía. La afirmación de Salazar
Bondy de que la filosofía ha de ser entre nosotros”... una reflexión sobre
nuestro status antropológico, o en todo caso, consciente de él, con vistas a su
cancelación”, sigue en pie.(19)

Los valores de lo impuro


Todas estas ricas polémicas a través de las cuales va discurriendo la Filo-sofía
Latinoamericana, permiten de modo vivo y dinámico la conformación
• 152

del modelo sobre el cual aquella filosofía funciona. Razón tiene sin duda, el filósofo
alemán Gregor Sauerwald en considerar más importantes las disputas teóricas
entre filósofos, que las exposiciones magistrales de sus doctrinas. Nos recuerda,
además, muy oportunamente los sermones airados de Montesinos y Las Casas
ante las injusticias cometidas contra los indígenas americanos, como el momento
inicial de esa gran tradición polémica que atraviesa la his-toria latinoamericana, así
como el acertado consejo de Kant expresado en su escrito El conflicto de las
facultades, quien nos decía allí que No se debe poner término al conflicto, porque
aquellos que se encuentran en posiciones superiores y que mandan, no depondrán
su voluntad o apetito de dominar. Con ese mis-mo espíritu Horacio Cerutti se ha
ocupado de la “recuperación de los deba-tes” en uno de sus trabajos sobre nuestra
filosofía, labor que es de indudable importancia si tenemos en cuenta que No ha
sido acrítica ni superfi cial la inte-lligentsia latinoamericana, ni mucho menos
autocomplaciente. (20)

Nada más ajeno a esa comprensión del quehacer filosófico que los “enclaves de
libertad” de que habla el pensador norteamericano Richard Rorty, en los que es
posible, otra vez, el pensar “puro”, no contaminado.(21) Por cierto que caer en la
ingenuidad de creer en esos míticos “enclaves” sólo cabe dentro de posiciones
ultraacademicistas en las que el compromiso político se cumple de todas maneras.
Nos animaríamos a decir que en nuestra tradición aun los filósofos que hablaron
de un “filosofar puro” se sintieron en la necesidad de dejar una puerta abierta para
lo “impuro” al que se le concedió un cierto status que le permitía ser trabajado por
el filósofo desde su alto sitial. Recordemos el lugar que Francisco Romero le
asignaba a ciertas ideas, que no eran las del cielo de los filósofos, pero que éstos
debían tenerlas en cuenta y para lo cual la Historia de la filosofía era completada
con una historiografía “menor”, la Historia de las ideas.(22) La misma presión del
entorno que impelía a ha-cer concesiones y en muchos casos a dar respuestas
eclécticas, o no del todo congruentes, podemos verlas en otros pensadores.
Antonio Caso es uno de ellos. Justino Fernández, historiador de la estética azteca
y que había acuña-do la categoría de “arte impuro” había polemizado con él.
También lo había hecho Samuel Ramos quien sostenía que la filosofía debía tener
en cuenta, para ser plenamente filosofía, las necesidades del país. Pues bien,
Caso que había rechazado aquello del “arte impuro” y que respecto de la relación
entre la filosofía y las necesidades nacionales había llegado a decir -a mí no se me
da una higa de ello, tuvo sin embargo como “piedra de toque” -según el testimonio
de Leopoldo Zea- su realidad, la realidad mexicana. Por cierto que nos queda
• 153

siempre en duda, conociendo la apertura de Ramos y de Fernández,
cuál era esa “realidad mexicana” a la que se refería Caso. De todos
modos, sea lo que fuere, este “normalizador”, tal como lo bautizó
Francisco Romero -y es lo que aquí deseamos subrayar- no se evadió
del círculo que supone la filosofía y su entorno.(23)

Risieri Frondizi, aun en desacuerdo con esa íntima relación entre filosofía y cultura
-en el sentido que le damos a la cultura nosotros en cuanto no sólo la vemos como
lo hecho, sino como la praxis desde la cual y por la cual la hacemos o no la
hacemos, la hacemos mal o la hacemos bien- se veía obligado a reconocerlo.
¿Quién diría, frente a lo que sucede en el “serio mundo acadé-mico” que impera en
los Estados Unidos que la filosofía en América Latina goce de popularidad? Las
preocupaciones por los problemas de la vida nacional y el compromiso que siente
el fi lósofo latinoamericano -dice Frondizi coincidien-do con lo que Ofelia Schutte
ha denominado “modo ecológico” de nuestra conciencia filosófica- explican la
popularidad que tiene la fi losofía en América Latina, en contraste con la actitud
esotérica que se vive en los Estados Unidos. (24) Para entender el sentido de la fi
losofía latinoamericana -dice en otra par-te- es imprescindible reparar en su íntima
vinculación con los problemas del me-dio sociocultural. No es una tarea aislada de
la realidad, sino una teoría para una praxis. De ahí que la gente se apasione por
una u otra doctrina... Conforme con eso mismo, no puede hablarse de escuelas fi
losófi cas y los discípulos no siguen las ideas de sus maestros, sino más bien la
actitud moral. (25) Al lado de este reconocimiento se da, además, un hecho que
viene a disminuir en parte las duras posiciones de Frondizi. En efecto, como
axiólogo sostenía un vínculo entre el valor y la situación en que se ejerce, con lo
que reconocía la relación de los valores con las demandas objetivas del desarrollo
social, las que depen-den, a su vez, de la situación concreta en que se encuentra
una sociedad dada. No son evidentemente para Frondizi los valores entes
abstractos universales aplicables o imponibles sin más a cualquier cultura. ¿Podía
justificarse, a par-tir de tal posición, una selección “pura” de los contenidos
teoréticos de una filosofía tan profundamente vivida como la nuestra, según él
mismo nos lo testimonia?(26) ¿Hasta qué punto se puede escindir la posición
teorética de la “actitud moral” en los maestros latinoamericanos?

• 154

El diálogo productivo con el marxismo y el
marxismo productivo.
Hemos hablado del sentido que las polémicas tienen en el desarrollo del
pensamiento latinoamericano y de la importancia de las mismas en la cons-
trucción y reelaboración del modelo sobre el cual funciona. Debemos ocupar-nos
ahora de un momento particularmente rico en consecuencias en relación con el
tema que nos interesa. En el Primer Coloquio Nacional de Filosofía, hecho en
México en 1975, un grupo de filósofos emitimos la llamada Decla-ración de Morelia
en la que en su punto cuarto decíamos que Son las ciencias humanas, en especial
la sociología y la economía, las que han señalado con par-ticular fuerza entre
nosotros los latinoamericanos, la realidad de la dependen-cia(27). En pocas
palabras, aquella relación entre filosofía y cultura de la que venimos hablando
había alcanzado en ese momento, en el terreno de la Filo-sofía Latinoamericana,
una particular profundización. En el mismo Congre-so, el sociólogo mexicano Pío
García se había ocupado justamente de hablar acerca de los resultados que para
las ciencias sociales habían tenido las décadas de los ‘60 y ‘70: la generación de
macroestudios, la incorporación de nuevas orientaciones teóricas y metodológicas
que permitieran renovados enfoques críticos, la exigencia de superar lo que sentía
como incapacidad explicativa, el impulso hacia la interdisciplinariedad y la puesta
en ejercicio de categorías teórico-metodológicas de síntesis. Pues bien, según Pío
García, todo ello se había llevado adelante teniendo al marxismo como “referencia
fundamental”, es decir, que el pensamiento científico-social originado en Carlos
Marx ha-bía adquirido en aquellas décadas, por primera vez en América Latina,
una especie de carta de ciudadanía continental.(28) Este hecho abrió una larga,
rica y a veces simulada polémica al interior del pensamiento latinoamerica-no. Por
cierto que el hecho de la Revolución Cubana incidió en todo este proceso
constituyéndose en un referente latinoamericano de “socialismo real”. A una
posición de rechazo del marxismo, por momentos simplemente dog-mático, tal
como lo practicaron nuestros más destacados “fundadores”, según los llamaba
Romero, siguió una de apertura y asimilación. El investigador norteamericano
Richard Morse, haciendo un balance de lo que él denomina “Aperturas hacia el
marxismo”, afirma que esa corriente de pensamiento ha te-nido en Iberoamérica
un éxito que nunca lo conoció el mundo angloatlántico. Por otra parte, desde el
terreno de filosofías no marxistas se sintió la necesidad

• 155

de “reforzarlas” con instrumentos metodológicos de la filosofía
de la praxis inspirados en la obra de Marx.

Primero se concluyó que la única vía para hacer del


existencialismo una fi-losofía hincada en la realidad, debía
establecerse mediante un diálogo con el marxismo.

Con palabras inspiradas en la Carta sobre el humanismo de Martín Heide-gger, dijo


José Gaos en 1953: ...únicamente en la plena realidad de semejante método -el
del marxismo- puede el existencialismo ser una fi losofía consistente, qua tal fi
losofía, no simplemente en pensar el mundo, sino también en transfor-marlo, y de
“ein produktives Gespräch mit dem Marxismus”. Como únicamente en ser una fi
losofía consistente en lo que acaba de apuntarse radica el famoso com-prometerse
y la famosa responsabilidad del fi lósofo...(29) No nos cabe duda de que en el
espíritu político que rige le lectura gaosiana -por contraposición a la lectura
ontológica desde la que Heidegger plantea la posibilidad del diálogo-se encuentra
la presencia de Jean-Paul Sartre.

Años más tarde, en 1983, Leopoldo Zea hablará de la importancia del


mar-xismo para la Filosofía de la liberación. El marxismo, corre en otras fi
losofías historicistas -dice-, por las venas de este fi losofar que quiere ser
la liberación. Marxismo al que a veces se quiere rechazar o rebasar pero
que, asimilado, como lo ha de ser toda fi losofía, ofrece a la Filosofía de la
liberación un buen instru-mental metodológico e ideológico. Aquella rica
presencia del marxismo puede asimismo ser evaluada en las polémicas
propiamente dichas, como las del fi-lósofo chileno Helio Gallardo en
contra de lo que él considera en América Latina como “filosofía clásica” y
las de Horacio Cerutti relativas a las dife-rencias dadas en el seno de la
Filosofía de la liberación en su primera etapa, la argentina.(30)

Pero no sólo se trató de polémicas constructivas que fueron profundizando la


problemática de nuestro modelo de pensamiento, sino que se produjeron, además,
diálogos entre marxistas y cristianos, particularmente teólogos. Estos encuentros
dieron la base para el nacimiento de filosofías de raíz teológica, una de ellas, tal
vez la más destacable, la versión de la Filosofía de la liberación elaborada por el
filósofo argentino Enrique Dussel, quien ha encarado, ade-más, estudios sobre
marxología y ha publicado en castellano uno de los cua-dernos inéditos del filósofo
de Tréveris.(31) Otro de los hechos destacados han sido los libros y congresos de
crítica de la Filosofía Latinoamericana pro-ducidos y llevados adelante en Cuba, en
particular por el grupo de filósofos marxista-leninistas de la Universidad de Las
Villas, en donde se ha destacado
• 156

el filósofo Pablo Guadarrama con sus estudios historiográficos sobre lo que él
considera como desarrollos de la “filosofía burguesa” en América Latina. Hay
asimismo, investigadores, conectados con centros universitarios colom-
bianos, de la Academia de Ciencias de Moscú que, desde hace unos diez
años, vienen trabajando tanto la Teología de la liberación como la Filosofía de
la liberación. A más de citar aquí a Eduardo Demenchónok, habría que
mencio-nar a un conjunto importante de latinoamericanistas ex-soviéticos que
se han ocupado de modo particular de la filosofía de Leopoldo Zea.(32)

Una caracterización del pensamiento filosófico latinoamericano hecha por el


investigador Enrique Ubieta Gómez, nos da una pauta acerca de la mane-ra cómo
los investigadores cubanos han encarado el estudio de aquel pensa-miento. Este
se caracteriza -nos dice- por su continua e inmanente necesidad de participación
social; de esta manera la fi losofía se ejerce mayoritariamente como concepción
del mundo e incluso como metodología; el aspecto teórico en sí mismo resulta, en
ocasiones, supeditado a sus consecuencias prácticas, aun cuan-do pueda
entenderse por tales cierto espíritu refl exivo, con lo que se refiere a lo que se
conoce como “praxis teórica”. Un caso de la mayor significación para la
elaboración de un pensamiento cubano, es el que presenta José Martí, en quien se
han señalado múltiples influencias: neoplatonismo, trascendenta-lismo
emersoniano, misticismo hindú, krausismo. ¿Cómo ha de ser leído e incorporado
dialécticamente al pensamiento cubano actual? La respuesta de Roberto
Fernández Retamar, citada por el mismo Ubieta Gómez, es clara:

...el pensamiento de Martí sólo puede ser entendido refi riéndolo no a otro pensa-
miento (sea el de Platón, el de Krause, o el de Emerson), sino en la tarea histórica
concreta que se había propuesto, a sus actos. La explicación de su pensamiento
está en su acción y no en otro pensamiento. Por cierto que este desplazamiento
del valor de la verdad de una doctrina hacia la relación “pensamiento-praxis” (o
filosofía-cultura) es criterio que debería ser aplicado a la evaluación aun de
aquellas filosofías que la tienen como presupuesto teórico y que, a pesar de ese
mismo criterio han caído en el dogmatismo y el academicismo.(33)

La reiterada inversión de Hegel


Un hecho que no deja de ser curioso es el de la fuerte presencia de los estu-dios
sobre Hegel y los modos cómo su pensamiento ha sido asimilado den-tro de la
Filosofía Latinoamericana. Podríamos decir que el “hegelianismo”
• 157

ha estado signado por una reiterada “inversión de Hegel”, cuestión en la que
por cierto el marxismo ha jugado su papel, si bien no todas las “inversiones”
pueden serle relacionadas. El tema de la alienación, discutido en sus textos
clásicos por el venezolano Ludovico Silva,(34) había sido incorporado como
elemento teórico fundamental por Salazar Bondy en relación con la cuestión
de la dependencia, planteo en el que se encuentra en juego ya, una inversión
de Hegel, en cuanto que no se trata de las pérdidas y reencuentros del
Espíritu, sino, en todo caso, de los pueblos latinoamericanos; la teoría de las
ideolo-gías penetró, a su vez, enriquecida con las novedades que traía la
semiótica y la teoría del texto y, por cierto, que su correcto valor no hubiera
sido tal, si previamente no se hubiera partido de otra faz de la inversión, en
este caso, la de la prioridad del ser social respecto de la conciencia;
Guadarrama ha seña-lado el intento de Zea de conciliar la dialéctica con el
método fenomenoló-gico, el que se da sobre una dialéctica que no es ya la del
Espíritu absoluto, en cuanto que en el filósofo mexicano hay un
desplazamiento desde ese Espíritu -en este caso- hacia las conciencias
individuales. Asimismo hay en Zea una consideración tanto de Hegel como de
Marx, los que son vistos ambos como pensadores europeocéntricos, posición
que reclama ser invertida mediante la superación de todo etnocentrismo.(35)

Del mismo modo encontramos otra faz de la inversión respecto de la afir-


mación del célebre dictum de Hegel según el cual La Filosofía necesita de un
pueblo, en cuanto que dentro del pensamiento latinoamericano son los pue-
blos o, si se quiere, sus clases dirigentes, las que reclaman una filosofía para
sí. Asimismo hay una inversión visible en la filosofía de la historia que se inicia
con el propio Simón Bolívar, tal como surge de sus escritos en los que se
habla con fuerza de que hay que ocuparse de lo que es y de lo que será y no
de lo que ha sido y de lo que es.
Por cierto que la polémica a propósito de este apasionante tema de la in-
versión de Hegel gira toda entera acerca de si quienes la proponen, desde los
diversos ángulos que hemos señalado, se quedan prisioneros del idealismo, o
si realmente se aproximan a superaciones de la posición clásica. Como se ha
observado, la asimilación del marxismo se ha dado en más de un caso fuerte-
mente mediada por posiciones teóricas de las que provenían los distintos in-
telectuales latinoamericanos, ya fuera el heideggerismo, el historicismo y aun
la filosofía escolástica y la teología. Los filósofos uruguayos Yamandú Acosta,
Alexis Alzuru y Javier Sasso se han ocupado, justamente, de aspectos de este
problema. De todos modos nos parece evidente que la “inversión de Hegel”,
• 158

anterior a la presencia del marxismo o posteriormente influida de
modo direc-to o indirecto, integra otro de los momentos importantes de
la construcción del modelo del filosofar latinoamericano.(36)

Los buscadores de “color local” y nuestro


etnocentris-mo
Creemos haber aportado pruebas significativas que nos muestran la persis-tencia
de la problemática de filosofía y cultura dentro del desarrollo de nues-tro
pensamiento desde sus inicios. Pero ¿cuáles son los alcances que se le han dado
en los diversos planteos a la cultura? Lógicamente que mantenemos la definición
que hemos dado en un comienzo, a saber, la de que está integrada por un
conjunto de bienes y de relaciones a través de los cuales se objetiva un
determinado sujeto, pero es evidente que ella se mueve en un plano excesiva-
mente general y abstracto. Cuando nuestros filósofos tratan de decir cuáles son los
rasgos culturales sobre los que se ha de apoyar un filosofar nuestro, o cuáles son
aquellos aspectos de nuestra sociabilidad que generan formas de-fectivas o no de
pensamiento o, en fin, cuáles son las características históricas de nuestro ser
cultural que imponen éstas y no aquellas respuestas filosóficas, las posiciones son
variadas y hasta contradictorias. Diríamos que en la cues-tión de las relaciones
entre filosofía y cultura, las posibilidades que ofrece el modelo que parte de ella
como presupuesto general, son de una extrema diver-sidad. Más aún, es en ese
campo en el que se mueve básicamente la polémica acerca del modo cómo hemos
de entender un filosofar latinoamericano y no, como ya lo vimos, respecto del
presupuesto básico expresado en la ecuación filosofía-cultura. Las respuestas que
apuntan a cualificar la filosofía como “latinoamericana” por el hecho de ocuparse
de elementos identificatorios de nuestra cultura, tienen además, una larga
tradición.(37) Ella no es ajena a la presencia expresa o tácita de las categorías de
“civilización” y “barbarie”, en cuya historia es posible observar un vaivén que ha ido
desplazando el paso axiológico, ya sea hacia uno u otro de los términos, en
sentido positivo o nega-tivo. Dentro del desarrollo ideológico argentino hay una
etapa que va aproxi-madamente desde 1850 y llega hasta 1930 en la que la “tierra”
es categoría cultural equiparada a la de “barbarie” en su sentido negativo y no es
ajena, además, a posiciones abiertamente racistas. Es importante tener presente
que las categorías sociales que simbolizan la “tierra” y la “sangre”, nunca se han
• 159

dado escindidas de la tan traída y llevada cuestión, en nuestros días, del “ethos
popular”. Alrededor de 1940 comenzó a tomar cuerpo una valoración posi-tiva de la
“barbarie” y el despreciado campesino hispano-indígena, ante los peligros de
“desnacionalización” que acarreaba la inmensa masa inmigratoria de aquellos
años, integrada en su mayoría por españoles e italianos, comenzó a ser visto como
portador de la “tradición”. Fue el nacimiento de ese personaje mítico denominado
“gaucho”. Se había producido un “regreso al campo” y la “barbarie” había
comenzado a ser considerada como positiva frente a los peligros que traía
la”civilización” para las oligarquías criollas puestas en crisis como consecuencia de
sus propios proyectos modernizantes. Surgieron así los “nacionalismos terrígenos”
con los que el telurismo y la ctonía pasaron a cons-tituir elementos identificatorios
fundamentales, en relación con posiciones políticas no ajenas a los populismos de
la época.(38)
La “ethología” actual, que tiene sus orígenes en elucubraciones de tipo míti-co
respecto de la “tierra”, tal como puede verse con indiscutible claridad en los
escritos del filósofo argentino Gunther Rodolfo Kusch -heredero de Ezequiel
Martínez Estrada fundador de la “geocultura”-, ha desembocado en la actual
Filosofía de la sabiduría popular, en la que milita un grupo de ex-integrantes de la
Filosofía de la liberación. Parten estos del presupuesto de la incontami-nación y
pureza de ciertos grupos humanos portadores de una concepción sapiencial de la
vida a la que es posible llegar sin mediaciones, con lo que nos aseguramos un
filosofar original y auténtico. El esquema dicotómico que en este caso se expresa
como “positividad del pueblo” (barbarie) y negatividad de todo lo que es, en bloque,
denunciado como moderno (civilización) funda el discurso de Juan Carlos
Scannone y de Carlos Cullen, dos de los más destaca-dos representantes de
aquella filosofía. En el “Coloquio de París” (1982) en el que los intelectuales
mencionados dieron a conocer en Europa sus doctrinas y ante el peso que sus
cultores daban a los valores ctónicos de la cultura latinoa-mericana, el filósofo
holandés Adrián Peperzak sostuvo, a nuestro juicio con fundamento, que la tierra
es, propiamente, una incógnita, que se puede inter-pretar de diversos modos; que
la sabiduría popular que se apoya en ella, esconde formas de violencia, en el
sentido en que en esa misma reunión lo había seña-lado el filósofo Emmanuel
Levinas, a saber, la derivada de la propiedad enten-dida como “usurpación” y que
otro tanto podía decirse respecto de la presunta categoría americana del “estar”
(que sería el modo cómo los sectores populares y, en particular, los indígenas,
viven el “ser”) y, por último, que el “nosotros” que ejerce aquel “estar” puede
simplemente ser una hipóstasis, vale decir, una
• 160

deshistorización del sujeto que se supone que contiene la mentada
“sabiduría”. (39) Mucho más dura fue la reacción de Peperzak ante la
difusa categoría de la “ambigüedad” sobre la que ha pretendido organizar
su doctrina del símbolo Carlos Cullen.(40) Por su parte, el filósofo
argentino Dorando Michelini ha señalado que la búsqueda de una
“racionalidad sapiencial” latinoamericana tal como se la hace en un Kusch
y sus epígonos, cae en etnocentrismo y en relativismo cultural.(41)

Raúl Fornet-Betancourt en su valoración de esta filosofía encuentra que uno


de sus aspectos positivos radica en el intento de “inculturar” la filosofía, en el
sentido de “contextualizarla”. Pero él mismo nos aclara que ello se da a costa
de un enfrentamiento con la filosofía europea (por lo demás, con herramientas
teóricas y metodológicas tomadas en préstamo a esa misma filosofía), lo que
significa señalar desde otro ángulo el etnocentrismo que menciona Michelini.
No cabe duda de que esta filosofía como otras, tal como lo venimos mostran-
do, parten fuertemente de la relación pensamiento-cultura, pero en la medi-da
en que la cultura lo que contiene en germen es una “barbarie” (positiva) en
contra de una “civilización” (negativa), lo que hemos hecho es retomar la
secular dicotomía del discurso opresor. Por otro lado, la “inculturación”, tal
como en este caso aparece utilizado el término, no coincide a nuestro juicio
con el sentido que le asigna Fernando Ortiz y se nos presenta más bien como
una nueva forma de búsqueda de “color local”.(42)

No vamos a revisar otros planteos semejantes al que acabamos de comentar.


Diremos que así como la “tierra” y, en otros casos la “sangre” han sido
tomados como elementos identificatorios primarios de una cultura, otro tanto
se ha hecho con la lengua, sobre todo cuando se la ha deshistorizado y se ha
hecho de ella otra hipóstasis, plena de valores esenciales, tal como se ve en
las líneas reaccionarias del casticismo. Mas, si al idioma con el que nos
comunicamos, el castellano, lo consideramos desde el punto de vista de sus
posibilidades expre-sivas de que goza como toda lengua vernácula, no cabe
duda de que la Filoso-fía Latinoamericana en función de aquel presupuesto
general, el de la relación íntima entre pensamiento y cultura, no puede
desconocer los recursos que le ofrece. Más aún, aquel “espíritu performativo”
se apoya en la carga de recursos que le ofrece el idioma en cuanto habla
vernácula, tan fuerte en nuestros gran-des clásicos latinoamericanos.(43)

En el caso de los ethólogos resulta interesante, además, señalar en ellos el


culto por el método fenomenológico, el que, desde nuestra perspectiva, re-
sulta tan politizado como otros de los métodos que han sido o son utilizados
• 161

dentro de la relación filosofía-cultura en América Latina. Para concluir ya con
este parágrafo y siempre a propósito de esta búsqueda de elementos identi-
ficatorios desde los que presuntamente se podría generar una “filosofía pro-
pia” resulta interesante la diferencia de posiciones que el investigador cubano
Jorge J.E. Gracia ha señalado entre el filósofo chileno Félix Schvartzmann y el
mexicano Leopoldo Zea. En el primero se examina en detalle la produc-ción
cultural del continente para esbozar desde allí los rasgos más fundamentales
del ethos cultural propio lo que le condujo -aun cuando este autor le resta
peso a lo telúrico- a pensaren una “experiencia” de tipo ontológico con el
paisaje, de donde surgiría el sentido de nuestra cultura. Pues bien, frente a
estas inquie-tudes Leopoldo Zea parte simplemente de la “constatación -dice
Gracia- de la existencia de un pensamiento americano, cualquiera sea su
naturaleza y sobre la base de que es expresión de una cultura. Para Zea
-continúa afi rmando- es fi losofía americana todo aquel pensamiento surgido
en América en virtud de la relación íntima entre fi losofía y cultura. No está de
más recordar el sentido que Zea le había atribuido al filosofar “sin más” y de lo
que hablamos antes. Pues bien, tomando como punto de partida esa posición,
entendemos nosotros que toma inicio una Filosofía latinoamericana, en la
medida en que centra su propia razón de ser en el preguntarse -más allá de
cualquier ethologismo- por los modos de objetivación desde los cuales se ha
establecido aquella “relación íntima”.(44)

La “Destrucción de las Indias”


La búsqueda de rasgos culturales en el intento de encontrar los elementos
que poseen capacidad generadora de identidad y autenticidad, parte del su-
puesto de una conflictividad en el seno mismo de la cultura. El conflicto se da,
ya lo anticipamos, sobre la antigua dicotomía expresada con las complejas ca-
tegorías de “barbarie” y “civilización”. Ahora bien, podemos considerar tam-
bién la cultura desde el punto de vista de su continuidad o discontinuidad, lo
que asimismo nos plantea la cuestión de la identidad, pero desde otro aspecto
en cuanto que el problema de la sujetividad aparece planteado de otra mane-
ra. Si en aquella comprensión de la relación entre filosofía y cultura había un
sujeto, el “pueblo”, depositario mítico al que debíamos regresar para extraer
de su pozo incontaminado “nuestra verdad”, y, a su vez, postulábamos otro
sujeto que funcionaba como “anti-pueblo” (la cultura moderna, la “civiliza-
• 162

ción”, Europa, la filosofía occidental, la ciudad), en esta otra manera de ver la
cuestión se piensa en un sujeto que es él mismo responsable de la continuidad o
discontinuidad de su cultura, con lo que las categorías de “civilización” y “barbarie”,
se desplazan al interior mismo de su conciencia. Y en efecto aquel dramático
proceso que signa toda nuestra historia latinoamericana, simboli-zado en el
enfrentamiento entre “barbarie” y “civilización”, va a ser visto como una historia de
la conciencia, la que debido a una dialéctica defectuosa será causa de nuestra
tragedia. El sujeto latinoamericano, en efecto, para afirmarse, no ha encontrado
otra salida, paradojalmente, que la de negarse a sí mismo. La historia se resuelve
así en un constante partir de cero, es decir, un quedarse a cada rato sin historia.
Ante esta situación no cabía otra propuesta que la de retomar un sentido
“propiamente” dialéctico, regresar a la Aufhebung hege-liana y proponer una
especie de examen de conciencia que nos permita supe-rar esa especie de
demonio interior que nos ha impedido hasta ahora una vida “civilizada”. En la fi
losofía de la historia latinoamericana -dice Zea- la negación del pasado, es distinta
de la forma cómo se realiza en la fi losofía de la historia hegeliana. No se busca lo
que Hegel resumía con la palabra Aufhebung, esto es, la absorción, la asimilación
del pasado para que el mismo no se vuelva a repetir. Se pretende un olvido total
del pasado, el cual implicará, a su vez, la pretensión de iniciar una nueva historia a
partir de cero.(45)

Resulta importante notar que mientras en la posición de los ethólogos se hace


una filosofía de la cultura desde una hermenéutica, aquí se hace asimis-mo
una filosofía de la cultura, pero desde una filosofía de la historia. Zea no
recurre ni a elementos místicos ni míticos y quiere tan sólo encontrar la clave
de la relación entre pensamiento y cultura tal como se ha dado entre noso-
tros, partiendo de lo que considera como un hecho, una facticidad, a saber, la
discontinuidad de nuestro proceso histórico-cultural. Y esa discontinuidad
surge de una falencia que está metida en nuestra misma conciencia. De este
modo aquella filosofía de la historia exige una filosofía de la conciencia según
la cual, restablecida una auténtica dialéctica se alcanzará la continuidad que
aún no hemos logrado. De una negación no-dialéctica debemos pasar, pues, a
una dialéctica positiva, en el sentido en el que el maestro José Gaos hablaba
de Aufhebung, con lo que se superarán las acumulaciones y yuxtaposiciones
que a su vez había denunciado Antonio Caso.(46)

Con razón Zea nos ha hablado de nuestro pensar como una fi losofía de des-
garramientos. Pocas culturas ofrecen -nos dice- el espectáculo de un desgarramien-to
tan patente y externo, como lo ofrece la cultura americana. Espectáculo que es,
• 163

a su vez, índice de un desgarramiento más hondo en el que han jugado y juegan
un papel principal las diversas formas de la cultura con las cuales se ha nutrido.
(47) Se trata de una experiencia de ruptura que pareciera atravesar trágica-mente
toda nuestra historia y que explicaría ese sentimiento de frustración, decepción,
destierro, desarraigo, exilio, expatriación y hasta de inferioridad de lo que tantos
escritores nuestros han hablado. Claro está que toda expe-riencia de ruptura
implica necesariamente el hecho mismo que la origina. La “ruptura” no se resuelve
en un punto de vista ruptural cuyo resultado es una cultura fragmentada e
inorgánica. La historiografía y la filosofía de la cultura que la acompaña, como
asimismo la filosofía de la historia que se construye con los datos de ambas -todas
en una compleja relación de a-posterioridad y de a-prioridad de las unas respecto
de las otras- parten de los hechos mismos de ruptura. Cuando nos hemos
preguntado acerca de las modalidades que muestra la historia del saber que
denominamos Filosofía Latinoamericana -en pocas palabras, cuál es el modelo de
historiografía que implica a su vez el paradigma de aquella Filosofía- hemos
hablado de comienzos y recomien-zos, lanzamientos y relanzamientos. Se trata,
decíamos, de una historiografía que se desplaza a lo largo de momentos
episódicos. Ahora bien, tal hecho, no podría explicarse sin la presencia de esos
momentos rupturales. No es un he-cho casual que aquellos “recomienzos” suelan
organizarse sobre una denuncia de hechos que afectan la continuidad de nuestra
propia sujetividad. Se trata de situaciones rupturales profundas y largas que actúan
de modo constante ahondando la ruptura que las define. Por cierto que todo lo que
estamos di-ciendo nos invita y casi nos obliga a hacer una especie de
fenomenología de la ruptura en la que tendremos que poner como “figura” (Gestalt)
que expresa nuestro punto de partida, a la que el Padre Las Casas denominó
“Destrucción de las Indias”.(48)

Después de esa destrucción originaria se han producido infinitas des-trucciones,


unas persistentes y proteicas, producidas en nuestras relaciones con los sucesivos
imperialismos, otras cortantes y sangrientas que han hecho desaparecer
generaciones enteras y que no son por cierto ajenas a aquéllas. Y hemos sido
destruidos y nos hemos destruido y lo que se ha construido ha sido sobre el dolor.
Fernando Ortiz en su siempre deslumbrante libro Contra-punteo cubano del tabaco
y del azúcar, nos ha presentado de modo elocuente el proceso al que nos estamos
refiriendo, tal como él lo veía en su tierra: En Cuba decir ciboney, taíno, español,
judío, francés, angloamericano, negro, yuca-teco, chino y criollo, no signifi ca
indicar solamente los diversos elementos forma-
• 164

tivos de la nación cubana expresados por sus sendos apelativos gentilicios. Cada
uno de estos viene a ser también la sintética e histórica denominación de una
economía y de una cultura de las varias que en Cuba se han manifestado sucesiva
y hasta coetáneamente, produciéndose a veces los más terribles impactos.
Recorde-mos -concluye diciendo- el de la Destrucción de las Indias, que reseñó
Bartolomé de Las Casas.(49) Podemos, pues, hablar de un “partir de cero”, cifra
que lo es y plenamente siempre respecto de un sujeto que es negado en su
sujetividad. Se trata de un “grado cero socio-histórico” que es aquel en el que
queda una sociedad humana cuando sufre la catástrofe que Fernando Ortiz ha
carac-terizado como “huracán cultural”. Se trata, asimismo, con sus palabras, de
una “desculturalización” que “arranca de cuajo” las instituciones de los pueblos y
“destroza sus vidas”. Por cierto que hay en estos trágicos fenómenos de los que
nacieron nuestras naciones, grados diversos de desgarramiento y desarraigo.
Pensemos, siguiendo lo que nos narra Ortiz, en la extinción de los ciboneyes y de
los taínos; en el trasplante de la población negra; en el desarraigo que alcanza al
mismo dominador. Mas, junto con la “desculturación” se produce el fenómeno de la
“inculturación” o de imposición de nuevas instituciones, pautas y símbolos, hecho
que supone una tarea de violencia sorda y prolonga-da. Y por último, como
categoría que se encuentra en germen en el momento primero y que adquiere
cada vez más fuerza en la etapa de la “inculturación”, se da la apropiación
creadora y superadora, vale decir, nace una cultura. A este hecho le denomina
Ortiz, en categoría que él crea y considera un aporte suyo, la “transculturación”.

Con otras categorías, si bien semejantes, habíamos hablado nosotros al ocu-


parnos del problema del “legado”. Decíamos que el problema de la recepción
del legado, si bien con diferencias epocales, se caracteriza “por un complejo
proceso en el que de un primer momento de violenta acumulación (la etapa de
desculturación-inculturación, según Ortiz) se pasa a un permanente juego de
acumulación y endogenación (o dicho con las categorías de Ortiz, de in-
culturación-transculturación) (50) ¿Qué nos muestra la teoría del legado que
incluye las páginas de su clásico libro? Diríamos, de modo apretado, que no
nos propone una fenomenología de la cultura en el intento de encontrar en ella
rasgos identificatorios generadores de autenticidad; tampoco nos propo-ne
tomar como guía una teoría acerca de los modos específicos de ser de la
conciencia americana que nos permitan luego una filosofía de la historia. En
verdad, su posición no se coloca propiamente ni en el plano de la cultura, ni
en el de la conciencia. Se desplaza hacia el sujeto, mas, considerado como in-
• 165

tegrante de una comunidad, sea ella etnia, clase social, género o lo que fuere,
en acto de transculturación y que tiene la terrible figura de la “Destrucción de
las Indias” tanto en la realidad de su pasado, como en la posibilidad de su
futuro. A la luz de esta comprensión del problema se aclara la relación que
hemos señalado como básica de lo que sería el modelo dentro de cuyos
marcos se desarrolla nuestro pensamiento latinoamericano, la de “filosofía-
cultura” y adquiere todo su sentido el dictum que Alberdi enunciara en 1840 y
que Leopoldo Zea siempre nos lo ha recordado: La fi losofía (americana) debe
par-tir de nuestras necesidades y debe ser por eso mismo esencialmente
política y social en su objeto. El mismo Zea no hace mucho nos informaba que
el principio alberdiano fue asumido en las conclusiones finales del Congreso
Mundial de Filosofía de Montreal, en 1986.(51)
Por cierto que la afirmación de Alberdi no debe ser tomada en el sentido
simplista de que la Filosofía Latinoamericana debe ser pensada como filosofía
política. Alberdi apuntaba a otra cosa que recién en nuestros días ha sido
reco-nocida, a saber, que existen “políticas de la filosofía” -aquel “para qué”
del que nos ha hablado también Zea- las que deben ser normadas según
principios como es el que nos enuncia Alberdi. Por lo demás, si pocos
escritores latinoa-mericanos del siglo XIX se salvaron de caer en la fatídica
contraposición de “civilización” y “barbarie”, no es ajustada la apreciación que
se ha hecho de es-tos textos alberdianos como expresión, en esa etapa, de un
crudo europeísmo y de un antiamericanismo.(52)

“La naturaleza de las cosas no es... nacen”


(Giambattis-ta Vico, Ciencia Nueva, 147)
Todo este ya un tanto largo recorrido lo hemos hecho con la intención de dar con lo
que hemos denominado “modelo” de un filosofar latinoamericano. Ahora bien, la
cuestión misma del modelo ha despertado desconfianzas y re-celos entre nosotros.
Para regresar a nuestros clásicos basta con que recorde-mos aquel “modelo de
cultura” de que hablara Salazar Bondy y del que decía que opera como mito que
impide reconocer la verdadera situación de nuestra comunidad y poner las bases
de una genuina edifi cación de nuestra conciencia histórica;(53) o que tengamos
en cuenta los modelos que el hombre latino-americano ha buscado para asegurar
con ellos su libertad y con los que acabó, sin embargo, en nuevas
subordinaciones. No tiene ya sentido hablar de modelos
• 166

a seguir en la libertad -dice Leopoldo Zea- porque no puede haber modelos, ar-
quetipos de libertad, sino simplemente hombres libres, cualquiera sea la forma en
que esta libertad se expresa o vaya expresándose. Ya que son los modelos los
que acaban imponiendo nuevas subordinaciones. El aceptar un modelo es ya
aceptar una subordinación...(54) Aquel modelo que funcionaba como un mito y
este otro que es acusado de servir para la imposición de nuevas subordinaciones,
en ambos casos se trata de paradigmas importados y puestos en circulación por
intelectuales pertenecientes a los sectores de poder dentro de sociedades
alienadas. El texto de Zea nos plantea, además, una importante cuestión: los
modelos, tomados como a-priori respecto de nuestra libertad o de nuestro ha-
cernos y gestarnos, no pueden ser sino “lechos de Procusto” en los que noso-tros
mismos nos acostamos y mediante violencia tratamos de tener el tamaño que el
lecho nos impone. Queda bien en claro que ni uno ni otro autor recha-zan la
existencia de modelos sobre los cuales adecuar nuestro pensamiento y nuestra
acción, sino que ellos han de ir siempre construidos a la par con el pensar y el
actuar, en un complejo proceso de a-posterioridad y de a-prioridad. Tiene razón,
pues, el filósofo argentino Abel Orlando Pugliese cuando nos dice respecto de esa
autoimagen que implica todo modelo que no se trata de atenernos a una identidad,
sino de identifi carnos: ... la originalidad de pen-sadores que llamamos
auténticamente latinoamericanos ha consistido -dice- en este identifi carse, en esta
identifi cación con el proceso de transformación con lo “otro” -es decir, con
nosotros mismos en cuanto alteridad- respecto de la identidad de todo “perro
muerto” (según la expresión que Lessing usó para hablar de Spi-noza). No son
modelos de identidad -concluye diciendo de modo claro- sino modelos de identifi
cación...(55) Afirmación esta de Pugliese que como él mis-mo lo hace notar, si se
trata de identificación ello es porque se nos impone la prioridad de facto de la
praxis (incluida la praxis teórica), defi nitoria, sincrónica y diacrónicamente de toda
cultura (Ibidem).

Y por cierto que en este y en cualquier momento será oportuno ponernos en


guardia contra ciertas formas modélicas propias de lo que el filósofo checo
Zdenek Kourím ha denominado profetismo y mesianismo latinoamericano, el
que tendría como causa, no sólo una inversión compensadora de valores que
llevaría a subsanar la “inferioridad” con una “superioridad”, sino también y más
hondamente, una “falta de diálogo” con nuestra propia circunstancia. En
nuestra ponencia leída en el VII Congreso de Filosofía Latinoamericana de
Bogotá (1992) salimos en defensa del ejercicio del “juicio de futuro”, en contra
de los que anuncian en estos días el “fin de la historia”. Pues bien, no
• 167

se nos escapa que aquella defensa tiene sus riesgos en cuanto que los anuncios
mesiánicos constituyen un modo de puesta en ejercicio de la función judica-tiva
mencionada. Es necesario, pues, especificar cuáles son los límites de una defensa
del juicio de futuro como tarea básica dentro de la construcción de un modelo.
Nuestro reclamo atiende a la legitimidad de un derecho al que no tenemos por qué
renunciar, el del ejercicio utópico, por lo mismo que las utopías serán siempre
justificables y necesarias en cuanto ideas reguladoras de la razón incorporadas en
el proyecto modélico en construcción y recons-trucción. Y, por cierto, nada justifica
que tengan que ser pensadas como lo que deben hacer los demás pueblos y
culturas, convertidas en el contenido de modelos como los que justamente
rechazaban Salazar Bondy y Zea. Dentro de ese espíritu entendemos el mensaje
bolivariano de unidad continental y no por cierto en los términos del profetismo que
un José Vasconcelos construyó sobre aquel proyecto de unión que él también
heredó de Bolívar.(56)

Problemas como los de la presencia de posiciones salvacionistas que pueden


desembocar y de hecho han concluido entre nosotros en sangrientos funda-
mentalismos, encuentran su apoyo en filosofías de la cultura y filosofías de la
historia. Frente a ellas habría que darles la razón, siquiera en parte, a quienes
han salido a proclamar el “fin de los relatos”. Mas, es necesario dejar sentado
que no todo relato, en cuanto tal, se resuelve en aquellas posiciones amena-
zantes. Por eso mismo, el filosofar latinoamericano, si bien pretende colocar-
se antes que todo relato, no reniega de ellos, en particular de los que se nos
presentan organizados sobre las categorías de ente emergente o, si se
prefiere, de natura naturans. Desde este punto de vista es posible hasta un
rescate de la metafísica, sobre todo cuando con ella se nos narra la “historia”
de las re-laciones entre el ser y el ente, al modo como lo hizo, por ejemplo, el
filósofo argentino Miguel Angel Virasoro, el que desde un extraño neo-
platonismo, retomó algo que está en la base del tipo de preguntar por la
realidad al que nos queremos referir: preocuparnos -tal como lo aconsejaba
Giambattista Vico en uno de los más bellos relatos que nos ha dejado el siglo
XVIII, inspirado precisamente en nuestra realidad americana- más por el
nacimiento de las co-sas, que por el ser de las mismas, en cuanto que el
verdadero secreto de ellas se encuentra en su emergencia.(57)

Pues bien, si el modelo por el cual estamos preguntando se contrapone al que


tal vez podríamos denominar “modelo clásico” o “modelo academicista” del
filosofar ¿podría decirse después de la inevitable referencia a Vico, que aquel
modelo rechazado es el “europeo”? Más de uno de nuestros filósofos de
• 168

la liberación ha fundado su ethología sobre una suerte de maniqueísmo que le ha
llevado a contraponer la cultura americana con la europea o, si se prefiere, nuestra
cultura latinoamericana a la “cultura occidental”, o de los países del “centro”, o
como quiera llamárseles, lógicamente sobre la base de insostenibles
simplificaciones y estereotipos. Diremos frente a ellos que el “modelo clásico”
equiparado sin más a “modelo europeo” es una sinrazón. En el universo de los
modelos -hemos dicho en algún otro lugar- se dan las mismas contradicciones que
se viven en cualquier sociedad, con lo que no pretendemos, por cierto, ta-par, ni
ocultar, ni disimular los colonialismos y los neo-colonialismos de ayer y de hoy y
nuestra relación con ellos, tanto en lo interno como en lo externo. Justamente el
reduccionismo y la simplificación de las formas culturales, lleva-dos adelante con
caprichosas fenomenologías y hermenéuticas, no son las vías más acertadas para
alcanzar análisis medianamente objetivos.(58)
Dijimos que pensamos la Filosofía Latinoamericana como un quehacer an-terior a
una filosofía de la cultura, como también a ese otro saber, ineludible-mente
relacionado con esta última, la filosofía de la historia. ¿Dónde se instala entonces
nuestra filosofía? Pues, se ocupa de los modos de objetivación, es de-cir, de las
maneras cómo un sujeto se objetiva -valga la redundancia- y en tal acto se
reconoce y reproduce como tal. Así, pues, si se quisiera regresar a una
terminología clásica, su interés directo no se centra en la cultura en cuanto
“espíritu objetivo”, sino en el momento productivo, inescindible del “espíritu
subjetivo”, en donde se encuentra la raíz misma de toda sujetividad. ¿Quiere esto
decir que aquellas dos filosofías que mencionamos en un comienzo, las de la
cultura y de la historia -a las que podrían agregarse otras, entre ellas, la teoría de
los valores, la de los objetos, etc.- no son de interés para la Filosofía Lati-
noamericana? Lo son, por cierto. Mas, ahora se pretende rehacerlas desde un
sujeto potencialmente creador, entendido como histórico, plural y transido de
contradicciones. Unicamente en relación con él se justifican los “relatos”. Desde
ese ángulo del momento productivo queremos encontrar el sentido de nuestro
filosofar latinoamericano y en eso consiste para nosotros la Filosofía
Latinoamericana. Como lo ha observado Horacio Cerutti, toda producción en
materia filosófica se da en medio de tensiones: el fi losofar, nos dice se da ja-lado
desde varias partes por las ideologías, la ciencia, la historia de esa ciencia, el
ámbito institucional (la universidad, el Estado) y, por cierto, toda esa den-sa
problemática analizada desde dos presupuestos sin los cuales quedaríamos fuera
del modelo que de alguna manera ha quedado dibujado en estas pági-nas,
primero: la precedencia del ser respecto del conocer; y segundo: nuestra
• 169

interrelación dinámica con la circunstancia. La Filosofía Latinoamericana así
entendida se abre a varias dimensiones. Una de ellas, la epistemológica, en el
sentido que el mismo Cerutti ha dado a este término, en cuanto estudio de la
productividad del conocimiento; la otra, nos permite, -desde lo que a su vez
Raúl Fornet Betancourt ha denominado Filosofía de la fi losofía, a saber, nues-
tra Filosofía latinoamericana- dar una respuesta a la “contextualización” de la
misma; una tercera nos abre, desde el modelo tal como lo vemos en su proce-
so, a la posibilidad de dar “unidad y sentido”, como dice Ofelia Schutte, a una
masa de literatura filosófica que corre el riesgo de mostrarse como inorgánica
respecto de la propia sociedad que la produce y, por último, que la Filosofía
latinoamericana, como estudio de las maneras de objetivación nos asegura no
sólo una tarea de sistematización de un campo productivo en relación con una
cultura en general, sino que se convierte en una herramienta indispensable
para diseñar -según palabras de la fi lósofa venezolana Carmen Bohórquez-
una estrategia que enfrente adecuadamente las nuevas modalidades de
totalización ideológica, lo que no es extraño a aquel “espíritu performativo” del
que hemos hablado antes.(59)

Conferencia leída en el VIII Seminario de Historia de la Filosofía


Española e Iberoamericana, Universidad de Salaman-ca, 1992.

Notas
Cfr. nuestro trabajo “La idea latinoamericana de América”, en
Alterna-tiva Latinoamericana, Mendoza, Centro Ecuménico de
Cuyo, n°2 10. 1990, p. 28-34.

Ortega Y Gasset, José, Meditación del pueblo joven (1958: 56)


Buenos Aires, Emecé editores. El destacado es nuestro.
La polémica con el profesor Ruano fue publicada parcialmente en los Escritos
Póstumos de Juan Bautista Alberdi, Buenos Aires, Imprenta J. B. Al-berdi,
tomo XIII, 1900, p. 114-133, e íntegramente en los Cuadernos Uru-guayos de
Filosofía, Montevideo, Facultad de Humanidades y Ciencias, tomo II, p. 163-
168. Sobre el tema consultar el cap. “Necesidad y posibilidad del discurso
propio”, en nuestro libro Teoría y crítica del pensamiento latinoameri-cano
[1981] (2009: 305-335), Buenos Aires, Una Ventana ediciones.

170 •
Gómez Martínez, José Luis, “Consideraciones epistemológicas
para una filosofía de la liberación, en América Latina, historia y
destino”. Homenaje a Leopoldo Zea (1992), México, Universidad
Nacional Autónoma de México, tomo II, p. 89.

Gracia, Jorge J.E y otros, El análisis fi losófi co en América


Latina (1985: 32 y 292), México, Fondo de Cultura Económica.
Gracia, Jorge J.E y otros, op cit., p. 32 y Salazar Bondy, Augusto,
¿Existe una fi losofía de nuestra América? (1969:113) México, Siglo XXI.

Salazar Bondy, Augusto, op cit., p. 112; 114; 115-116; 119-120 y 122.

Miró Quesada, Francisco, “Filosofía y liberación. Reajuste de


catego-rías, en América Latina, historia y destino”. Homenaje a
Leopoldo Zea, op cit. en nota 4, tomo II, p. 198. Luis Villoro,
“Sobre el problema de la filosofía latinoamericana”, en Prometeo,
Guadalajara, Universidad de Guadalajara, n° 7, 1986, p. 23-38.

Schutte, Ofelia, “Orígenes y tendencias de la filosofía de la liberación en


el pensamiento latinoamericano”, en Prometeo, Guadalajara,
Universidad de Guadalajara, nº 8, 1987, p. 1942. Schutte se ocupa en
este trabajo de Enri-que Dussel y de Juan Carlos Scannone. Respecto
de la posición posterior a su militancia como Filósofo de la liberación, de
este último y respecto de lo que ahora llaman Filosofía de la sabiduría
popular, véase el libro editado por el mismo Scannone Sabiduría
popular símbolo y fi losofía (1984), Buenos Aires, Editorial Guadalupe.

Cfr. Rubio Angulo, Jaime, “Hermenéutica, ciencias humanas y filo-


sofía latinoamericana”, en Cuadernos de Filosofía Latinoamericana.
Bogotá, Universidad de Santo Tomás, ns 14, 1983, p.48-57. Rubio
entiende que cada “modo de producción” se da acompañado de un
“ethos” que le es correspon-diente y desde cuyo mundo de símbolos
se orienta la conducta, en relación con el “modo”.

Risieri Frondizi, “¿Hay una filosofía iberoamericana?” en


Realidad, Buenos Aires, nº 8, 1948, p. 163.
Romero, Francisco, “La decadencia del espíritu teórico de la
filosofía” (1955), en Cuadernos de Filosofía, Buenos Aires,
Universidad de Buenos Ai-res, año XV, n°22-23,1975, p. 137 y
sgs.

Cerutti Guldberg, Horacio, Filosofía de la liberación


latinoamericana. (1983) México, Fondo de Cultura Económica y
Hacia una metodología de la historia de las ideas ( fi losófi cas)
en América Latina, Guadalajara, Universidad de Guadalajara,
1986.

171 •
José Gaos concedió un alcance hispánico a las ideas de una filosofía propia
de las que hablaba Juan Bautista Alberdi. Según palabras de Arturo Ardao,
Gaos interpreta la posición alberdiana con relación a la filosofía ame-ricana,
en general y aun española. En 1945 incluyó la figura de Alberdi con ese
alcance en su Antología del pensamiento de lengua española y en 1946,
calificó al proyecto alberdiano: “el programa de toda la que quiera ser filosofía
americana y española, en el mismo sentido en que son la filosofía francesa,
inglesa, alemana...; uno de los puntos decisivos, pues, en la historia entera del
pensamiento de lengua española. Ardao, Arturo, Filosofía en lengua española
(1963: 99), Montevideo ed. Alfa. Cfr. asimismo el cap. “Necesidad y posibili-
dad del discurso propio”, citado en nota 3, p. 322-324.

Gaos, José, Pensamiento en lengua española (1945: 360). México, Po-

rrúa.
Salazar Bondy, Augusto, obra citada en nota 6, p. 107.

Salazar Bondy, Augusto, “Filosofía de la dominación y filosofía


de la liberación”, en Stromata, Buenos Aires, Facultad de
Filosofía y de Teología de San Miguel, año XXIX, n° 4, 1973.

Zea, Leopoldo, La fi losofía americana como fi losofar sin más(1969) México,


Siglo XXI. Cerutti Guldberg, Horacio, “La polémica entre Augusto Salazar
Bondy y Leopoldo Zea”, en Filosofía de la liberación latinoamericana, ed.
citada en nota 13, p. 161 y sgs. Gallardo, Helio, “El pensar en América Latina:
introducción al problema de la conformación de nuestra conciencia: Salazar
Bondy y L. Zea”, en Filosofía de la liberación latinoamericana, op. cit. en nota
13, p. 161 y sgs. Gallardo, Helio, “El pensaren América Latina: intro-ducción al
problema de la conformación de nuestra conciencia: A. Salazar Bondy y L.
.Zea”, en Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, San José, vol.
XII, nº35, p.183-210. Santos, Manuel Ignacio. “La filosofía en la actual
coyuntura histórica latinoamericana: notas críticas sobre la filosofía la-
tinoamericana como filosofía de la liberación”, en Pucará, Cuenca (Ecuador),
nº 2, 1977, p. 13-46.

Salazar Bondy, Augusto, ¿Existe una fi losofía de nuestra


América? op. cit. en nota 6, p.126.
Sauerwald, Gregor, “Injusticia. Conflicto de las teorías de la liberación ante el
reto social y su versión marxista. Ensayo sobre el diálogo intercultu-ral”, en
Prometeo, Guadalajara, nº 7, 1986, p. 76. Cerutti Guldberg, Horacio,
“Aproximación histórico-epistemológica a la filosofía latinoamericana con-
temporánea”, en Prometeo, Guadalajara, nº5, 1986. Las últimas palabras cita-

172 •
das son del mismo Cerutti, dichas en su ponencia presentada al “Encuentro
Norte-Sur”, München, 1991, titulada: “Dependencia y alteridad”. Del mismo
filósofo véase su artículo: “Necesaria autocrítica permanente de la filosofía de
la liberación latinoamericana”, en Cuaderno de Filosofía Latinoamericana,
Bogotá, Universidad de Santo Tomás, nº 6, 1981, p. 29-34.

Rorty, Richard, “De la lógica, al lenguaje y al juego”, Cuadernos Ameri-canos.


Nueva época, México, año I, vol. 3, 1987, p. 140-149. Auxter, Thomas y
Schutte, Ofelia. “Debate sobre el imperialismo cultural”, en la misma revis-ta
citada, p. 70-85. Asimismo cfr. nuestra ponencia presentada al Congreso
Internacional de Filosofía Latinoamericana, Ciudad Juárez (México), 1991,
titulada “La historia de las ideas y la filosofía latinoamericana”.
La Historia de las Ideas era para Romero el fruto de una cultura defec-tiva que la
exigía. En los países de larga tradición fi losófi ca, cada época o etapa puede ser
apreciada según módulos exclusivamente ideológicos (vale decir, mó-dulos de
ideas), con muy pocas referencias externas. Para nuestro país el caso es
diferente... Romero, Francisco, Sobre La fi losofía en América(1952: 56), Bue-nos
Aires, Raigal. Otro filósofo argentino contemporáneo de Romero, decía:
Nada más difi cultoso que historiar las ideas fi losófi cas argentinas. No se
puede proceder como si se tratara de ideas europeas. Alberini, Coriolano,
Problemas de la historia de las ideas en la Argentina (1966: 131), La Plata,
Universidad Nacional de La Plata. Sobre el tema cfr. nuestro trabajo “Tres
décadas de His-toria de las ideas en la Argentina: recuento y balance”, en
Revista de Historia de América, México, IPGH, 1990, p. 145-160.

Caso, Antonio, Polémicas (1971: 155), México, UNAM (Obras Com-pletas,


tomo I) y Zea, Leopoldo, “Antonio Caso, la patria como realidad”, capítulo
del libro La fi losofía en México (1955: 61-70) México, Ediciones Libro-
Mex, tomo I. Fernández, Faustino. Coatlicue. Estética del arte indígena
antiguo(1954), México, Centro de Estudios Filosóficos.

Schutte, Ofellia, “Toward an understanding of Latin American


Phi-losophy. Reflections on the formation of a cultural identity”,
in Philosophy today, Florida Spring, 1987, p. 22.

Frondizi, Risieri Y Gracia, Jorge J.E., El hombre y los valores en


la fi lo-sofía latinoamericana del siglo XX (1975: 20-21), México,
Fondo de Cultura Económica.
Frondizi, Risieri, “Valor, estructura, situación”, en Dianoia. Anuario de Filosofía,
México, UNAM, n° 18, 1972; Cfr. Favelo, José Ramón y otros. “Valoración
preliminar del pensamiento axiológico latinoamericano contem-

173 •
poráneo”, en Pensamiento fi losófi co latinoamericano contemporáneo
(Primera Parte)(1989: 37), Las Villas (Cuba), Universidad Central de las Villas.
(27)Dussel, Enrique; Miró Quesada, Francisco; Roig, Arturo Andrés; Villegas,
Abelardo Y Zea, Leopoldo, “Declaración de Morelia. Filosofía e
Independencia”, en nuestro libro Filosofía, universidad y fi lósofos en América
Latina (1981: 98), México, UNAM. Sauerwald, Gregor en su trabajo “Una
historia de la filosofía desde América Latina”, aparecido en Cuadernos de Filo-
sofía Latinoamericana, Bogotá, Universidad de Santo Tomás, 1989, propuso
que la “Declaración de Morelia”, fuera adoptada como texto escolar para el
estudio de la filosofía en establecimientos secundarios (p. 43-48).

García, Pío, “Las ciencias sociales en América Latina: alcances políti-cos


y ciencia política” en Ardao, Arturo y otros, La fi losofía actual en América
Latina (1976), México, ed. Grijalbo. En esta obra se encuentran
publicadas, además, las ponencias de los cinco firmantes de la
“Declaración de Morelia” trabajos que integran con ella un corpus.

Para que se tenga una idea del impacto que causaron las palabras de Heidegger
en toda América Latina conviene repetir aquí, por lo menos en parte, el célebre
texto:... Marx, al experimentar la alienación, alcanza a in-troducirse en una
dimensión esencial de la historia, la visión marxista de la historia supera a toda la
restante historiación (el destacado es nuestro). Por cuanto ni Husserl -continúa
Heidegger -ni por lo que hasta ahora he visto- Sar-tre reconocen la esencialidad de
la historia en el ser (Ibidem), resulta que ni la Fenomenología, ni el Existencialismo
penetran aquella dimensión, dentro de la cual, y sólo allí, se hará posible un
diálogo fecundo con el marxismo. Heidegger.

Carta sobre el humanismo, trad. de Alberto Wagner de Reyna,


Santiago de Chile, Universidad de Chile, s/f, p. 197-198.

Morse, Richard, El espejo de Próspero (1982: 124-140), México, Siglo XXI.


Gaos, José, En torno a la fi losofía mexicana (1953: 45), México, Porrúa y
Obregón, fascículo II. Gallardo, Helio, “Pensamiento iberoamericano: las
limitaciones de la filosofía clásica”. Revistas de la Universidad de Costa Rica.
San José, nº 40, 1977, p. 109-149. Cerutti Guldberg, Horacio, Filosofía de la
liberación latinoamericana, citado en nota 13. Dussel, Enrique, “Cultura
latinoamericana y filosofía de la liberación (cultura popular revolucionaria, más
allá del populismo y del dogmatismo)”, en Ponencias, Bogotá, III Congre-so
Internacional de Filosofía Latinoamericana, Universidad de Santo Tomás,
1984, p. 63-108. Schutte, Ofelia, “Orígenes y tendencias de la filosofía de la

174 •
liberación en el pensamiento latinoamericano”, publicado en la
revista Prome-teo, citado en nota 9.

Gutiérrez, Gustavo, Teología de la liberación (1971), Lima, Editorial


Universitaria. Asmann, Hugo, Teología desde la praxis de la liberación: ensayo
teológico desde la América Latina dependiente (1973), Salamanca, Sígueme.
Segundo, Juan Luis, Liberación de la teología (1975). Buenos Aires, Lohlé.
Dussel, Enrique. La producción teórica de Marx. Un comentario a los Grun-
drisse (1985), México, Siglo XXI, y la traducción hecha por Dussel Peters,
Enrique, con un estudio introductorio de Dussel, Enrique, del libro de Marx
Cuaderno tecnológico-histórico (1984), Puebla (México), Ediciones de la Uni-
versidad Nacional Autónoma de México; en la misma línea cabe citar a Pari-si,
Alberto con su libro Una lectura latinoamericana de El Capital de Marx
(1988) Córdoba (Argentina), Acción Popular Ecuménica.
Guadarrama González, Pablo, Valoraciones sobre el pensamiento fi losófi-co
cubano y latinoamericano (1985), La Habana, Editora Política. Pensamien-to fi
losófi co latinoamericano contemporáneo (1989), Las Villas, Universidad
Central de Las Villas, Santa Clara, Cuba. Demenchónok, Eduardo. Filosofía
latinoamericana. Problemas y tendencias (1990), Bogotá, El Búho (De la Aca-
demia de Ciencia de Moscú).
Ubieta Gómez, Enrique, Panhispanismo o panamericanismo.
Contro-versia sobre identidad cultural (1990: 22-24), La Habana,
Instituto de Lite-ratura y Lingüística. Vitier, Cintio Temas martianos
(1981), Puerto Rico, Ediciones El Huracán.

Silva, Ludovico, Teoría y práctica de la ideología [1971] (1984). Méxi-co,


Décimo cuarta edición, Editorial Nuestro Tiempo. Anti-Manual para uso de
marxistas, marxólogos y marxianos [1975] (1979), Caracas, Monte Avila
Editores. La alienación en el joven Marx. Ensayos(1979), México, Editorial
Nuestro Tiempo. La alienación como sistema. La teoría de la alienación
en la obra de Marx (1983), Caracas, ediciones Alfadil.

(35)Zea, Leopoldo, Filosofía de la historia americana (1978: 74),


México, Fondo de Cultura Económica.

Roig, Arturo Andrés, Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano citado


en nota 3, capítulos: “Las filosofías de denuncia y la crítica del con-cepto”, p.
107-121; y “El desconocimiento de la historicidad de América” p. 131-148;
asimismo el artículo “Bolívar y la filosofía de la historia” en nuestro libro
Bolivarismo y fi losofía latinoamericana (1984: 61-75), Quito, Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales. Sauerwald, Gregor, “Hegel y la teoría

175 •
crítica de Arturo Andrés Roig”, en Arturo Andrés Roig, fi lósofo e historiador de
las ideas (1989: 299-308), Guadalajara, Universidad de Guadalajara. Del mis-
mo autor “Zur Rezeption und Uberwindung Hegels in lateinamerikanischer
Philosophie der Berfreiung... etc”. in Hegel Studien, Bonn, tomo 20, 1985, p.
221-245. Guadarrama, Pablo, Valoraciones sobre el pensamiento fi losófi co
cu-bano y latinoamericano, citado en nota 32, p. 89. Alzuru, Alexis “La noción
de historicidad en América Latina: a propósito de Arturo Andrés Roig”, en
Fragmentos, Caracas, Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Ga-
llegos”, nº13, 1982, p. 68-98. Acosta, Yamandú, “La filosofía de la historia
americana como inversión de la filosofía de la historia hegeliana”, en América
Latina, historia y destino. Homenaje a Leopoldo Zea, citado en nota 4, tomo II,
p. 21-28. Sasso, Javier, “La recepción del marxismo en la teología de J. L.
Segundo”, en la revista Fragmentos, número citado, p. 1-26.

Aquí nos ocupamos tan sólo del tema de la barbarie en la tradición ar-gentina.
La cuestión, lógicamente, ha tenido cultores en otros sectores, como ha sido
en Cuba el caso de Waldo Ross, al parecer influido por lecturas de Nietszche.
Cfr. Guadarrama, Pablo, “El pensamiento latinoamericano”. Bogo-tá,
Universidad de St. Tomás, n°40,1982, p. 103 y Valoraciones sobre el pensa-
miento fi losófi co cubano y latinoamericano, citado en nota 32, p. 133
Sauerwald, Gregor, “Civilización y barbarie en Nuestra América”, México,
UNAM, n°11, 1984, p. 69-84. Roig, Arturo Andrés, “El discurso ci-vilizatorio
en Sarmiento y Alberdi”, en Revista interamericana de bibliografía.
Washington, vol.XLI, nº 1,1991, p. 35-48; asimismo nuestro trabajo “Zivi-
lization und Barbarentum in Argentinien im Laufe von einenhalb Jahrhun-
derten”, in Zeitschrift marxistische Erneuerung, Wiesbaden, nº 10, 1992, p.
49-60 y “Negatividad de la “barbarie” en la tradición intelectual argentina”,
en prensa en Nuestra América, México, Centro Coordinador y Difusor de
Estu-dios Latinoamericanos.

La idea de que hay sectores marginales que gozan de incontaminación, de donde


les vienen sus virtudes, en unos casos porque nos abren a un “saber sapiencial”, o
en otros, porque en ellos se encuentra el “potencial revolucio-nario, se encuentra
asimismo en escritos del filósofo argentino Enrique Dus-sel. Al respecto véase su
obra Filosofía ética latinoamericana (1977), México, Edicol. A propósito de la
cuestión de la incontaminación (que suele darse comúnmente con el mito de la
ausencia de formas de mediación) cfr. Schut-te, Ofelia “Crisis de identidad
occidental y reconstrucción latinoamericana”, Nuestra América, México, UNAM, nº
11, 1984, p. 67.

176 •
“¿Por qué temo la ambigüedad? - le responde Peperzak a Cullen - Por-que
cuando entre nosotros se dice “pueblo”, se piensa en el “sentimiento po-pular”
y en el “sano sentimiento popular” y entonces, inexcusablemente, se piensa
en Hitler”. Las objeciones de Adrian Peperzak y de Emmanuel Levinas pueden
verse en el libro editado por Juan Carlos Scannone Sabiduría popular,
símbolo y sabiduría (1984: 84-86), Buenos Aires, ed. Guadalupe.

Michelini, Dorando, “Ethos, ética y racionalidad”, en el libro conjun-to


Modernidad y postmodernidad en América Latina (1991: 135-145), Río Cuarto
(Argentina), ediciones del ICALA. La crítica a las posiciones que aquí
comentamos puede vérsela también en Sauerwald, Gregor, “Conflicto de las
teorías de liberación ante el reto social y su versión marxista... etc”. en
Prometeo, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, nº 7, 1986, p. 71.
Cfr. Fornet-Betancourt, Raúl, “La filosofía de la liberación en Améri-ca Latina”,
en Filosofía hispanoamericana. Aproximaciones al panorama actual
(1987:147-150), Barcelona, Universidad de Barcelona.
Cfr. el valioso trabajo del filósofo español Lorenzo Peña “Filosofar en
castellano: vicisitudes y tareas en la perspectiva de la filosofía
contemporánea”, en Actas del V Seminario de Historia de la Filosofía
Española (1988: 517-533), Salamanca, Universidad de Salamanca.

Gracia, Jorge J.E, “Zea y la liberación latinoamericana”, en América Latina,


historia y destino, citado en nota 4, II, p. 95-105. Roig, Arturo An-drés, Teoría y
crítica del pensamiento latinoamericano, ed. citada en nota 3, p. 152-153.
Cerutti Guldberg, Horacio, “Aproximación histórico-epistemoló-gica a la
filosofía latinoamericana contemporánea”, en Prometeo, Guadalajara,
Universidad de Guadalajara, n° 5, 1986, p. 40 y 46.
Zea, Leopoldo, Filosofía de la historia americana (1978: 165), Méxi-co, Fondo
de cultura Económica. Cfr. el mismo tema en otras obras de Zea: “América en
la historia”. Madrid, Revista de Occidente, 1957, parágrafo titu-lado
“Conciencia de la historia”, p. 24 y sgs. El pensamiento latinoamericano
(1976), Barcelona, Ariel, Tercera ed., cap. “Dialéctica del pensamiento la-
tinoamericano”, p. 17 y sgs.; y Dialéctica de la conciencia americana (1976),
México, Alianza Editorial Mexicana. Hemos hecho una lectura de estas tesis
de Zea en el cap. “La filosofía de la historia mexicana”, en Teoría y crítica del
pensamiento latinoamericano, ed. cit. p. 201-212.

Cfr. Zea, Leopoldo, Filosofía de la historia americana, citado en nota anterior,


p. 24 y 172 y América en la historia, citado también en nota anterior, p.26. El
texto de Antonio Caso, transcripto frecuentemente en Zea, constitu-

177 •
ye a nuestro juicio una de las claves para la comprensión del modo cómo ha
asumido la dialéctica hegeliana. En Caso dentro de su militante, “filosofía de la
conciencia”, hubiera sido incomprensible una “dialéctica negativa”.

Zea, Leopoldo, América como conciencia (1972: 63-64), México,


UNAM, segunda ed.
No escapará a quien esté familiarizado con las Gestalten de la Fenome-
nología del Espíritu que el momento denominado por Las Casas de la
Des-trucción de las Indias, anticipa la “figura” del Amo y del Esclavo. Por
cierto que no tiene el grado de abstracción de la figura hegeliana, la que
debería ser replanteada desde Las Casas. Tampoco podemos obviar otra
de las grandes “figuras” hegelianas, la del “Varón y de la Mujer”,
expresada a propósito de la imagen de Antígona, tal como hemos tratado
de señalarlo en nuestra ponen-cia al Congreso de Solar, Santiago de
Chile, 1991, titulada “Figuras y símbo-los de nuestra América.”

Ortiz, Fernando. Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar (1978:


92), Caracas, Biblioteca Ayacucho. Cfr. el cap. “La conciencia
americana y su experiencia de ruptura” en Teoría y crítica del
pensamiento latinoamericano, citado en nota 3, p. 277-291; cfr.
asimismo nuestro artículo “El método del pensar desde nuestra
América”, en Serie científi ca, Mendoza, nº 39, 1988, p. 12-14.

Ortiz, Fernando, su libro citado en nota anterior, capítulo “Del fenó-meno


social de la “transculturación” y de su importancia en Cuba”, p. 92-97 y
nuestro libro Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, citado, cap.
“La determinación del “nosotros” y de lo “nuestro” por el legado”, p. 47-80.
Cfr. asimismo Fornet Betancourt, Raúl, “Las relaciones raciales como
problema de comprensión y comunicación intercultural. Hipótesis para una
interpre-tación filosófica”, en Cuadernos Americanos, Nueva Epoca,
México, UNAM, nº18, 1989, p. 108-119.

Zea, Leopoldo. “Filosofar desde la realidad americana”, en Cuadernos


Americanos, Nueva Epoca, México, nº 22, 1990, p. 37-48.

Chatêlet, François, Derrida, Jacques, Foucault, Michel, et alia, Políti-cas de la fi


losofía (1882), Compiladora Grisoni, Dominique, México, Fondo de Cultura
Económica. Nuestro artículo “El discurso civilizatorio en Sar-miento y Alberdi”, en
Revista interamericana de bibliografía, citado en nota 38, p. 35-48. Pérez Zavala,
Carlos, Juan Bautista Alberdi. Tres momentos en su pensamiento (1992), Río
Cuarto (Argentina), Ediciones del ICALA, en particular el cap. “Búsqueda de una
conciencia nacional”. Scannone, Juan Car-

178 •
los, “Influjo de Gaudium et Spes en la problemática de la evangelización
de la cultura en América Latina” (1984), citado por Raúl Fornet Betancourt
en su articulo “Notas sobre el sentido de la pregunta por una filosofía
americana y su comentario histórico-cultural”, en Actas del V Seminario
de Historia de la Filosofía Española (1988: 442) Heredia, Antonio
(compilador), Salamanca, Universidad de Salamanca.

Salazar Bondy, Augusto, ¿Existe una fi losofía de nuestra


América? ed. cit. p. 118
Zea, Leopoldo, “La filosofía latinoamericana como filosofía de la
libe-ración”, en Dependencia y liberación en la cultura
latinoamericana (1974 :46) México, Joaquín Mortiz editor.

Pugliese, Abel Orlando, “Palabras en el acto de clausura del XI


Con-greso Interamericano de Filosofía”, en América Latina,
historia y destino, cita-do en nota 4, II, p. 267.

Kourím, Zdenek, “Algunas reflexiones sobre la obra de Leopoldo Zea: los


últimos 25 años”, en América Latina, historia y destino. Homenaje a
Leopol-do Zea, citado en nota 4, II, “Apéndice 2”, p. 137-147 y nuestra
ponencia “La concepción de la historia en el desarrollo de nuestro
pensamiento: respuestas a los post-modernos desde América Latina”,
Bogotá, Congreso Internacional de Filosofía Latinoamericana, 1992.

Cfr. cap.: “Las ontologías contemporáneas y el problema de nuestra


historicidad”, en nuestro libro Teoría y crítica del pensamiento latinoamerica-
no, ed. cit. p. 149-182. José Luis Imaz ha dicho: Me sospecho que a Vico le
des-pertaron del sueño dogmático los relatos de los jesuitas sobre las
civilizaciones de América. Cfr. El Pensamiento de Dilthey (1946: 322), México.

Cfr. nuestras palabras en el panel “Escribir y pensar en América


Lati-na”, en Pensamiento latinoamericano (1991: 64-67)
Mendoza, Editorial de la Universidad Nacional de Cuyo.
Cerutti Guldberg, Horacio, “Aproximación histórico-epistemológica a la filosofía
latinoamericana contemporánea”, en Prometeo, Guadalajara, Uni-versidad de
Guadalajara, nº 5, 1986, p. 39-51 y del mismo autor Hacia una metodología de
la Historia de las ideas ( fi losófi cas) en América Latina, ed. cit., en particular
cap. 9, p. 155-168. Fornet Betancourt, Raúl, “Notas sobre el sentido de la
pregunta por una filosofía americana y su contexto histórico-cultural”, en Actas
del V Seminario de historia de la fi losofía española, citadas, p. 437-445.
Bohórquez, Carmen L., “¿El fin de las utopías?” Ponencia leída en el VI
Congreso Nacional de Filosofía, Chihuahua, (México), 1991.

179 •
• 180 •
8. Eugenio Espejo y los comienzos y
recomienzos de un filosofar
latinoamericano

Hemos sostenido y sostenemos que existe una filosofía nuestra, es decir,


una filosofía latinoamericana y hemos afirmado, asimismo, que ella debe
ser construida, es decir, ser mostrada en sus comienzos y recomienzos. A
esta idea nuestra se debe el empeño con el que nos hemos dedicado
desde años, a la determinación o al señalamiento de esos “momentos” en
los que ese saber de lo nuestro al que denominamos como un filosofar
latinoamericano, ha ido alcanzando sus formas de expresión y
adquiriendo la admirable riqueza que muestra.

Aquellos “momentos” tienen todos que ver de modo directo con un ejer-cicio
intelectual y a su vez una toma de posición, es decir, de voluntad, sin el cual
aquel ejercicio no tendría sentido. Nos referimos a la existencia de un sujeto
que habla de sí mismo -y no como mero sujeto individual, por cierto- y se
valora a sí mismo y tiene como cuestión de peso ocuparse de sus cosas, aun
cuando para llevar a cabo esa tarea deba entregarse a enunciar principios tan
universales que pareciera que ha vuelto a olvidarse de sí. Queremos decir con
todo esto que ese sujeto ha descubierto que entre las diversas afirmaciones a-
priori desde las cuales ha de juzgar del mundo y tomar resoluciones, hay uno,
presente mas no debidamente señalado en el filosofar clásico y al que hemos
denominado “a-priori antropológico”.

Pues bien, hay momentos, comienzos y recomienzos de un filosofar, que muestran


el ejercicio vivo de ese a-priori y cuya historiografía si aún está por hacerse,
estamos ya sin embargo cerca de tenerla a la vista, por lo menos en sus
lineamientos generales. En 1991, celebramos en todos nuestros países herma-
nos, precisamente, el primer centenario de ese brevísimo artículo de José Mar-tí,
“Nuestra América”, que es de por sí un vasto y profundo programa de medi-tación y
de acción latinoamericanas, lanzado por el héroe cubano. Pues bien, ese texto es
precisamente para nosotros uno de esos comienzos y recomienzos de los que
estamos hablando y de cuya historia -cuando esté hecha- habremos
• 181

obtenido nada menos que nuestra filosofía en sus propios frutos. Y ahora, en este
año de 1992, celebramos el segundo centenario de otro texto que tiene un valor
equivalente al anterior y que es otro de esos hitos que nos hemos propuesto
hilvanar y de los cuales habrá se salir el cañamazo de nuestro ser his-tórico como
pueblos que queremos ser libres, iguales y justos. Nos referimos a ese papel que
Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, padre de la filosofía ecuatoriana
dio a publicidad a partir del 5 de enero de 1792 y al que tituló, de modo sugerente,
con el nombre de Primicias de la cultura de Quito.

Lógicamente que estamos refiriéndonos a textos que muestran de modo


denso un tipo de discurso al que consideramos como lanzamiento y relanza-
miento de una problemática que es de afirmación de un determinado sujeto,
que se identifica históricamente en relación con un medio histórico, social,
cultural y geográfico, al que denominamos “latinoamericano”. Por cierto que no
se trata de un mero hecho de afirmación, en cuanto que por su mediación lo
que cobra realidad para nosotros es aquel mundo manifestado con toda su
carga de historicidad; como tampoco se resuelve en un simple regionalismo
particularista, ajeno a lo universal, en cuanto que para esta forma discursiva la
particularidad es apertura y no cierre.

La idea de que la filosofía latinoamericana ha tenido un comienzo no es, por lo


demás, algo nuevo. Ha sido y es una constante entre los historiógrafos de nuestras
ideas la afirmación de que ese “comienzo” estuvo dado por aquellas célebres
Ideas para presidir a la confección del Curso de Filosofía Contemporá-nea que
Juan Bautista Alberdi publicara en Montevideo en 1840 y cuyas tesis ya las había
anticipado en Buenos Aires en 1837. En él se ha apoyado una fuerte corriente a la
que se conoce como del “americanismo filosófico”, dentro de la cual han militado y
militan filósofos nuestros de reconocido valor, como José Ingenieros, Alejandro
Korn, José Gaos, Arturo Ardao y Leopoldo Zea, entre otros. A pesar de ciertas
posiciones contemporáneas (1), para nosotros no sólo sigue ese texto vigente, sino
que -sin restarle importancia- lo miramos como uno de los tantos comienzos y
recomienzos, vale decir, que su pleno sentido únicamente podrá alcanzarse
cuando lo evaluemos dentro de una tra-dición que se inicia mucho antes. No fue el
hecho del “historicismo román-tico” de la época lo que lo movió, aun cuando su
redacción y buena parte de su inspiración haya quedado marcada por esa posición
ideológica. Se trata de algo que está más abajo o tal vez es más profundo y que
podemos rastrearlo ya desde los albores del siglo XVII y, por cierto, en el rico siglo
XVIII nuestro, en
• 182

escritores, a los que podemos denominar con todo derecho como “latinoame-
ricanos”, aun cuando esta categoría no hubiera sido conocida por ellos.

A propósito del “historicismo” que hemos mencionado al hablar del texto de Alberdi,
bien viene al caso establecer con claridad en qué medida y sentido se dio en él esa
posición filosófica de moda en aquellos años y, en particular, cuál fue el valor que
le concedió a lo que él denomina allí como “positivi-dad” de la “filosofía americana”.
Por ahora digamos que es importante tener en cuenta que hay en este texto y en
los demás que consideramos como comien-zos y recomienzos, una posición desde
la cual un sujeto se asume a sí mismo y asume su propia época como histórica, sin
lo cual no habría posibilidad algu-na de un ejercicio legítimo del a-priori
antropológico desde el que se organiza todo el discurso. Resulta claro que el
“historicismo” que esa posición expresa no es la del “historicismo romántico” que
surgió en Europa y entre nosotros como una reacción contra el universalismo
abstracto de los planteos llevados adelante por la Ilustración, haciendo valer la
particularidad como exclusión, dentro de una posición en muchos casos
abiertamente reaccionaria que hacía del anti-universalismo su bandera de lucha,
abriendo las puertas a irracionalis-mos de toda laya. No se trata del discurso de la
particularidad excluyente, por el estilo de los telurismos, los racismos o las
doctrinas sexuadas de la cultura según las cuales, por ejemplo, nuestra América es
por naturaleza “femenina”, mientras Europa - una Europa tan mítica como la
América de que se habla- re-sulta ser “masculina”. Todo eso queda para el museo
de las aberraciones teóri-cas que tanto han abundado y abundan. Si el tipo
discursivo que se constituye para nosotros, en nuestra inquisición acerca de una
filosofía latinoamericana, puede ser mirado como una faz del historicismo, lo es
única y exclusivamente, por el hecho simple y a la vez definitivo, de que hay un
sujeto que se reen-cuentra consigo mismo como ente histórico. Es decir, como
ente que, frente a su propia sociedad, parte del presupuesto de que es posible la
resistencia, la emergencia y la transformación, por lo mismo que se trata de cosas
humanas. Y justamente en esa “historicidad” o modo de ser histórico se da la
posibilidad misma de afirmarse como sujeto, vale decir, la sujetividad no se podría
dar, no se daría, si no se jugaran en un acto de afirmación de tipo histórico. Con lo
dicho, la historicidad del acto se da a la vez con la historicidad misma del sujeto.
No hay sujeto dado, previo a una realidad, sino un sujeto que surge, se construye y
se auto-reconoce como parte de una misma realidad. Y es debido a ese hecho que
la forma discursiva que estamos tratando de caracterizar im-plica una historicidad y
un historicismo. El axioma de todos conocidos que
• 183

dice que Las circunstancias nos hacen, pero que también nosotros hacemos a
las circunstancias, es la expresión más correcta de lo que entendemos por
“histo-ricismo”, sin que con esta afirmación tengamos pretensión alguna de
nominar una escuela y, menos aún, de proponerla con tal nombre.

Así, pues, los comienzos y recomienzos de un filosofar latinoamericano se dan


como textos en los cuales se pone de manifiesto una determinada discursi-
vidad. Si tuviéramos que decir qué es en verdad lo que buscamos,
deberíamos responder, que no se trata tanto de textos, como de una cierta
forma discursiva que de diversos modos y grados está contenida en ellos. Su
señalamiento, su estudio y revaloración, es parte esencial de nuestra Historia
de la ideas, tal como la entendemos y se la viene practicando desde hace ya
medio siglo de en-riquecimiento. Y lógicamente que aquel tipo discursivo que
ponemos como objeto primario de nuestra Historia de las ideas, obliga a
reformular esa mis-ma Historia y a encauzarla en un proceso constante de
perfeccionamiento de metodologías y criterios. Por de pronto la historia de un
discurso no puede ser sino la historia de un sujeto de ese discurso y, más aún,
de un acto de produc-ción discursiva que habrá de ser captado en toda su
riqueza en relación con el medio social en el que surge. Y, a su vez, ese
discurso valdrá más o menos en función de esa interna riqueza que nos
permita, a través de él, reconstruir to-das las voces del universo discursivo de
su propia época, pero también, y esto es lo que nos interesa particularmente
en este caso, la continuidad de voces que de época en época van mostrando
el ejercicio de la sujetividad del hombre latinoamericano. Los textos en los que
se manifiesta ese tipo discursivo que nos ponen en la pista de los comienzos y
recomienzos, suelen ser precisamente de una particular densidad, aun cuando
no sea captable de una misma manera. Si bien podemos pensar en textos
modélicos, en otras ocasiones el discurso se encuentra como derramado a lo
largo de innúmeros textos menores, en los que el rescate de frases simples y
ocasionales nos ponen ante el discurso en su plenitud. Tal es lo que sucede,
por ejemplo, en los escritos de Augusto César Sandino.

Debemos decir ahora que la forma discursiva que nos interesa se ha cons-
truido desde un comienzo teniendo como supuesto un inevitable referente, el
que aun cuando ya lejano, no ha perdido su función en el proceso de constitu-
ción del sujeto latinoamericano. Nos referimos a un texto que expresa patéti-
camente lo que bien podemos considerar como el “punto cero” histórico de la
actual sujetividad latinoamericana, tal como lo vio y denunció Fray Bartolo-mé
de Las Casas en su tiempo. Como debemos decir, asimismo, que los textos
• 184

que ponen de manifiesto la forma discursiva que nos interesa, no
responden a una determinada y específica escuela o corriente filosófica
constante, sino que aparecen construidos con los elementos teóricos del
filosofar académico de cada época y, muchas veces, no precisamente con
lo que podría entenderse como las formas hegemónicas de esa filosofía.
Así, en el libro de Antonio de León Pinelo, uno de los más antiguos e
interesantes comienzos de nuestro pensar, El Paraíso

en el Nuevo Mundo (1650), el saber teórico sobre el cual se construye el texto


tiene su inspiración en la tradición bíblica, según la lectura renacentista de la
misma.(2) Pasando al siglo XVIII, las Primicias de la cultura de Quito (1792) de
nuestro Espejo, aparecen construidas sobre aspectos teóricos de un humanismo
ilustrado, tal como trataremos de mostrarlo más adelante en sus rasgos
fundamentales.(3) La célebre Carta de Jamaica (1815), saturada de las ideas
progresistas que ofrecía la Ilustración, nos muestra un vivo conocimien-to de la
realidad americana, tanto respecto de su pasado como de su presente, con el que
Simón Bolívar daba sentido justamente a las primeras.(4) En Las sociedades
americanas de 1826 de Simón Rodríguez, es evidente la influencia del socialismo
utópico, como asimismo de elementos románticos de la segun-da mitad del siglo
XVIII.(5) En las Ideas para presidir a la confección del curso de fi losofía
contemporánea (1840) de Alberdi, es manifiesto aquel historicismo romántico que
se dio en una línea de pensamiento dentro del propio autor, ajena al
reaccionarismo de otros escritores que bebieron en fuentes equivalen-tes.(6)
Francisco Bilbao, en las vibrantes páginas de El Evangelio Americano (1864) puso
en movimiento una palabra mística que le venía directamente de Quinet y
Lamennais.(7) En “Nuestra América” (1891), José Martí constituye su texto con
inspiraciones teóricas que le vienen del matizado espiritualismo de la segunda
mitad del siglo XIX, en donde es visible un cierto krausismo.(8) Y todos estos
textos, a pesar de sus diferencias epocales, se enmarcan dentro de los límites de
una forma discursiva que es la que nos permite ver su valor como comienzos y
recomienzos de una sola filosofía, nuestra filosofía latinoa-mericana. Y ello porque
todos son documentos de eso que hemos querido señalar con la denominación de
“historicismo”, es decir, en todos los casos es posible descubrir, de modo patente,
la presencia de un sujeto que asume su propia sujetividad, vale decir, su propia
realidad social de una manera no ajena a la exigencia de transformación, porque
esa realidad y su propia naturaleza en cuanto sujeto, son transformables, es decir,
son históricos y no “naturales”.
• 185

Y todos ellos, que integran esa larga historia de la afirmación y auto-reco-
nocimiento de un sujeto, tienen un referente inevitable, tal como lo antici-pamos,
vale decir, ese “grado cero” histórico de sujetividad desde el que par-tió y parte
nuestra realidad latinoamericana, tal como quedó expresado de modo patético en
la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) de Fray Bartolomé de
Las Casas.(9) Si el discurso de que estamos hablando es fundamentalmente la
historia de la larga y azarosa constitución de un sujeto, aquella Relación marca el
hecho inicial de la destrucción de toda sujetividad, como primer acto del ego
conqueror europeo y sienta las bases sobre las que obligadamente se habría de
ordenar la conformación del sujeto colonial. Por este motivo, precisamente, la
Relación se encuentra como meollo de la Car-ta de Jamaica, como el referente
inevitable de esta forma discursiva nuestra.

Hallaron grandes poblaciones de gentes muy bien dispuestas, cuerdas,


políticas y bien ordenadas. Hacían en ellos -nos dice Las Casas- grandes
matanzas (como suelen) para entrañar su miedo en el corazón de aquellas
gentes. El intento de los españoles era -dice por su parte Fray Marcos de
Niza, citado por el mismo Las Casas- que no quedase señor en toda la tierra y
que arraigara en el alma de los vencidos “horrible miedo y espanto.(10) Este
comienzo que constituye la parte irrebatible de la Brevísima relación y que le
da vigor y permanencia, pone en evidencia el esfuerzo lento, pleno de
contradicciones, pero así y todo hasta ahora progresivo, de la reconstrucción
de nuestra sujetividad en una serie de comienzos y recomienzos, en los que el
regreso a aquel “grado cero” se man-tiene como amenaza y a la vez -tal como
lo decíamos- como el gran referente histórico.

En relación directa con este hecho hemos de decir que este tipo de mani-
festaciones textuales se encuentra más cerca de la literatura de protesta y de
denuncia y hasta de justificación de los actos de afirmación y rebeldía, y es por eso
mismo marginal a la producción literaria académica y hegemónica, por donde los
comienzos y recomienzos de que hablamos viene a entroncarse en más de una
ocasión, fácilmente, con formas literarias y musicales de origen popular. Por lo
demás, la forma discursiva que nos interesa (tal como lo ha señalado agudamente
José Lezama Lima en una obra que es muy cercana a lo que nosotros queremos
señalar y a la que acertadamente ha denominado La expresión americana), no ha
sido ajena a esa cruel y profunda experiencia del calabozo y la muerte, desde los
encierros de Fray Servando Teresa de Mier, que intentó revertir el discurso
teológico mítico, hasta los grandes que acabaron allí sus vidas, que era el modo
más eficaz de darle vida a su propio discurso,
• 186

Francisco Miranda y Eugenio Espejo o quedaron marcados de por
vida por ese calabozo creador y reafirmador, justamente, de esa
“expresión”, tal como aconteció con José Martí. El héroe cubano
“culmina -dice Lezama Lima- el calabozo de Fray Servando”, como
culmina, decimos nosotros, el calabozo de Eugenio Espejo.(11)

Habíamos hablado del texto lascasiano como referente inevitable de la for-ma


discursiva esta que nos pone frente a nuestros comienzos y recomienzos de un
pensar filosófico, como también que los textos que expresan ese discurso se
encuentran organizados sobre la base de los elementos teóricos del filosofar
epocal del que han ido surgiendo. Esta cuestión de la “diversidad de filosofías”
sobre las que muchas veces a pesar de ellas mismas surge una manifestación de
auto-afirmación legítima y, en tal sentido, liberadora, plantea como es ló-gico sus
problemas. Quien los ha respondido a nuestro juicio con acierto, ha sido Cintio
Vitier(12), a propósito del idealismo decimonónico sobre el que se organizó el
pensar de un José Martí. ¿Como es posible, conociendo las li-mitaciones propias
del idealismo y del espiritualismo filosófico que sobre su cañamazo pudieran
urdirse textos cuyo mensaje pareciera desdecir y aun su-perar aquellas
limitaciones? Y más aun, ¿cómo es posible que de ese mundo “espiritualista”
surgiera un texto, “Nuestra América”, al que hasta podríamos verlo como modélico
respecto de los diversos comienzos y recomienzos? La respuesta que nos da Vitier
es la de que Martí supeditó los diversos a-priori de esa filosofía a otro anterior a
todos ellos, al que el autor denomina o señala como “la raíz”, a saber, su propia
posición como sujeto asumida desde una de-terminada praxis social, justamente
liberadora. Dicho con palabras nuestras, un ejercicio no alienado del a-priori
antropológico que cuando muestra esa naturaleza, es necesariamente anterior a
cualquier sistema y hace, a su vez, de cualquier sistema una herramienta
reformulable y utilizable para fines inespe-rados. Y esta “raíz” que tan gráficamente
nos explica la fecundidad martiana, es la misma que podemos ver actuando desde
su profundidad conformadora, en tantos otros, entre ellos nuestro Eugenio Espejo.
Y es también la misma -como nos lo dice Lezama Lima hablando de la expresión
americana en ge-neral- que nos permite acercarnos a las manifestaciones de
cualquier estilo sin acomplejamos ni resbalar, porque insertamos allí los símbolos
de nuestro destino y la escritura con que nuestra alma anegó los objetos.(13)

Si quisiéramos ahondar más en la naturaleza discursiva de estos textos que


juegan como comienzos y recomienzos, dentro de cuya historia tan destacado
papel jugaron y juegan las Primicias de la cultura de Quito, deberíamos hablar
• 187

de su valor profundamente programático. Hecho que no es ajeno, por lo de-más, a
un tipo de ejercicio de la función utópica, la que es consustancial a este tipo de
pensamiento al que denominamos filosofía latinoamericana, como lo es asimismo
respecto de esa permanente búsqueda y construcción de símbo-los, desde ese
maíz de los “hombres de maíz” de los que nos ha hablado Mi-guel Angel Asturias
inspirándose en el Popol Vuh, hasta el Calibán de nuestros días, retomado de
manos de Shakespeare.(14) Aquella programaticidad se da, por otro lado, de
diversos modos. Puede no estar diseñada, pero pueden sin embargo estar
presentes las condiciones para su diseño. Es algo semejante a lo que ya habíamos
dicho cuando hablamos del tipo de “literalidad” de los textos de Sandino. Si
tomamos el caso de Antonio de León Pinelo, podremos ver a través de la riqueza
retorcida e infinita de su mentalidad barroca, la im-pugnación de los presupuestos
del discurso opresor vigente sobre cuya base se nos desconoce. En efecto, lo que
pone en movimiento este genial limeño del siglo XVII es simplemente una inversión
de la filosofía de la historia mundial en la que, aun cuando su esfuerzo resulte,
como él mismo lo declara, “pere-grino”, el hombre americano puede hablar con los
demás hombres del globo, no sólo el europeo, con la fuerza que le otorga la
inversión del mito, apo-yándose curiosamente en el mismo mito que reformula. Las
grandes señales que Dios ha dejado en nuestra América son una prueba
convincente de que el Paraíso Terrenal -como lo sospechó Cristóbal Colón- estuvo
en medio de nuestra Amazonia. Los signos prueban que es en América en donde
se inició el movimiento hacia el occidente, según la dirección que la misma
divinidad ha establecido para la historia humana, impulsando a Noé a construir su
arca en las faldas occidentales de la Cordillera de los Andes y haciéndolo navegar
por el inmenso Mar Pacífico hasta la cima humilde del Monte Ararat. Y luego el
movimiento continuaría siempre desde el oriente hacia el occidente, cerran-do, en
1492, el inmenso circulo de la cultura humana y dándonos el esquema de la
historia mundial, que comenzó entre nosotros. Todo se mezcla en este “peregrino”
discurso: una filosofía de la historia invertida tal como lo exige un sujeto que busca
expresar su propia auto-afirmación; una utopía fundamental que otorga a nuestra
América una dignidad muy particular, en cuanto que fue entre nosotros que
vivieron Adán y Eva y es en nuestras selvas tropicales don-de todavía se puede
comer y beber la naranjilla, la fruta prohibida del Edén, cuya flor es por lo demás,
nada menos que el símbolo mismo de la redención; y, en fin, una crítica de la razón
política vigente que fundaba la prioridad del europeo sobre el americano. Y todo
esto girando sobre la denuncia de un “ol-
• 188

vido”, categoría preeminente de la forma discursiva que nos interesa y que no es
extraña, de ninguna manera, a la “destrucción” de la que nos hablaba Barto-lomé
de Las Casas en su irrefutabe y polémico libro. Regresando a la novela de León
Pinelo, podríamos aventurarnos a decir que sí para Heidegger, Europa cayó
durante milenios en la categoría de “olvido de ser”, para el limeño, Eu-ropa,
asimismo durante milenios, cayó en el “olvido” de sus orígenes, a saber, América,
olvido que quedó recubierto con el mito del “Descubrimiento”. En este sentido, el
único que habría leído bien las cosas y que inauguró este cu-rioso pensar
“peregrino”, fue Cristóbal Colón, quien no habló nunca de haber encontrado algo
nuevo, sino algo sumamente viejo, a saber, el lugar del Paraí-so terrenal, con lo
que su hallazgo no fue nada más que un regreso a las fuen-tes. De esta manera
León Pinelo, hombre del barroco, proyectaba desde una retorcida oscuridad su
propia luz, a saber, la de un sujeto que dolorosamente se venía reencontrando con
el apoyo de las más “peregrinas” herramientas y restañando la “destrucción de las
Indias”. Pérdida y restablecimiento de un sujeto, en un proceso de repetidas
experiencias destructivas visible en estos comienzos y recomienzos de los que
venimos hablando.

Hemos tratado hasta ahora de señalar la persistencia de un tipo discursi-vo que a


través de sucesivos textos nos muestra el crecimiento de un sujeto, el hombre
americano y nos permite hablar de una filosofía de ese hombre, centrada en una
problemática que si bien es básicamente histórica y antropo-lógica, encierra
cuestiones de toda índole, desde lo epistemológico, hasta lo cultural. Dentro de
esa historia que venimos pergeñando con empeño, luce con particular fuerza
Eugenio Espejo, uno de nuestros padres fundadores en aquel fecundo siglo XVIII
en el que comenzó a superarse el largo efecto de la primera “destrucción”, con la
constitución de un nuevo sujeto, dialécticamen-te superador de su propia
negatividad. Como todo comienzo y recomienzo el punto de partida está dado en
un acto de auto-afirmación. Para un escritor como Espejo -habíamos dicho en
nuestro libro El Humanismo ecuatoriano de la segunda mitad del siglo XVIII- el
“conocerse a sí mismo”, el “despreocuparse”
(tal como lo dice según el vocabulario de nuestra Ilustración) era un imperati-vo
claramente fundado en un acto anterior: el de afi rmarse a sí mismo como va-lioso,
principio de todo humanismo, en cuanto que no hay reconocimiento de sí, sin una
toma de posición axiológica previa.(15) Y este principio rige de modo claro todas
las páginas de Primicias, las que se abren con el enunciado de algo que para
nuestro escritor funcionaba como un claro axioma: El conocimiento propio es el
origen de nuestra felicidad. (16) Lógicamente, el “conocimiento
• 189

propio” de un sujeto que con los instrumentos teóricos de su época pretendía
poner a la luz no tanto su saber, como el modo en que ese saber debía ser
orientado respecto de una realidad concreta, histórica, su propia humanidad.

La textualidad de la forma discursiva tendría ahora, sin embargo, un nue-vo ropaje.


Ya no se tratará de obtener una luz de las oscuridades del barroco, sino que se
producirá el intento de alcanzar, por lo menos en el plano del saber, unas “luces”
plenas. El discurso de un León Pinelo es el mismo, nos animaríamos a decir, del
que ahora se hace cargo Eugenio Espejo, mas la tex-tualidad -como del mismo
modo la contextualidad- son otras. Estamos ante una especie de trasvasamiento
que en este caso se da como si pasáramos del mito al logos, aun cuando las
oscuridades del barroco aún siguieran jugando su papel. Lezama Lima ha dicho
con acierto que Ese barroco nuestro que situa-mos a fi nes del siglo XVII y a lo
largo del XVIII, se muestra fi rmemente amistoso de la Ilustración.(17) Mas, si ante
la gran “destrucción” que precedió a este largo y doloroso proceso de
reconstrucciones de un sujeto, la autoafirmación no podía salirse de los marcos de
lo mítico, aun cuando con toda audacia in-virtiera los viejos mitos de origen que
presiden la vida espiritual del mundo judeo-cristiano, ahora, el nuevo texto es
organizado a partir de una mención clara y directa de aquel referente innominable,
el de la “Destrucción de las Indias”, vale decir, el de aquel “grado histórico cero” de
sujetividad, base del ejercicio del posterior dominio, amenaza inicial y amenaza
permanente de la forma discursiva que hace de espina dorsal de nuestro pensar
como latinoa-mericanos. El célebre “Discurso sobre el establecimiento de una
sociedad in-titulada Escuela de la Concordia”, escrito por Espejo en Bogotá en
1789, pero reimpreso en las páginas de Primicias en 1792, dice con toda claridad:
Las edades de los Incas, que algunos llaman políticas, cultas e ilustradas, se
absorbie-ron en un mar de sangre y se han vuelto problemáticas; pero aunque
hubiesen siempre y sucesivamente mantenido en su mano la balanza de la
felicidad, ya pasaron y no nos tocan de alguna suerte sus dichas. Los días de la
razón, de la monarquía y del evangelio, han venido a rayar en este horizonte
desde que un atrevido genovés extendió su curiosidad, su ambición y sus deseos
de conocimien-to de tierras vírgenes y cerradas a la profanación de otras
naciones... Un nuevo discurso, surgido de un anterior mar de sangre -el que
denuncia justamente Las Casas- frente al cual un nuevo sujeto se levanta, todavía
con luces cuasi nocturnas en estas tierras “profanadas”, e intenta alcanzar la
madurez de una nueva autoafirmación. Y por este motivo el periódico se llamó
Primicias, vale decir, “primeros frutos” de alguien que no ha alcanzado aún, según
las pautas
• 190

de la nueva época, la edad adulta. Con toda claridad, pues, Primicias lleva un
nombre pensado teniendo en cuenta la definición que el Siglo de las Luces dio del
ser humano. La Ilustración, recordémoslo, era para Kant, la mayoría de edad,
frente a la infancia anterior en la que habían vivido los pueblos, la que es definida
como una sujetividad débil, una autoafirmación deficitaria. De un momento a otro
-dice Espejo lleno de optimismo en las palabras liminares- el hombre puede dejar
el estado de infancia y dar los primeros pasos en la región vastísima de los
conocimientos siempre y cuando adquiera un espíritu de temple enérgico; ved ahí
-concluía diciendo- que puede llegar el hombre a la pubertad y también a la
madurez de su ilustración en breve tiempo, y quizá en aquel en que menos se
esperaba (Número 1 del 5 de enero de 1792). No se trata, sin embargo, de un
intelectualismo. La “mayoría de edad” no es igual a una suma de conocimientos,
del mismo modo que la “ilustración” no se queda en la po-sesión del saber
científico. Se trata de eso, pero más que nada de una toma de posesión de
nosotros mismos y del mundo, a partir del saber de ese nosotros y de ese mundo.
Antes que el saber, está, pues, en Primicias como uno de los rasgos
fundamentales de este tipo discursivo expresado en la multiplicidad de formas
textuales que ha ido mostrando a través de los tiempos y a pesar de las sucesivas
“destrucciones”, el sujeto del saber. Este cumple, como el mismo Espejo nos lo
dice, una tarea de síntesis que se inicia en el plano del mundo de las sensaciones
y llega hasta los principios universales, mas, esa labor, no ha de olvidárselo, es la
de este sujeto y no la de otro. El genio quiteño, a pesar de su infancia respecto de
la Ilustración lo abraza todo, todo lo penetra, a todo alcanza. La edad adulta que
ese pueblo ha de alcanzar y que le permitirá ir de la “barbarie” hacia la
“civilización”, que le hará avanzar desde los “crepúsculos” en que todavía vive
hacia la “aurora de la Ilustración”, se presenta como una expectativa cierta y, para
Espejo, como una esperanza contagiosa. Y a pro-pósito de lo que acabamos de
decir, interesante resulta recordar cuál era para este fundador de la patria
ecuatoriana la peor de las enfermedades contagiosas que padecía Quito: ellas no
eran ni el sarampión, ni las viruelas, eran los ma-los médicos, aquellos que
seguían todavía las anticuadas lecciones de Galeno, expresadas en una jerigonza
muy próxima al ergotismo de los escolásticos. Frente a ella, se nos presenta otro
“contagio”, que no es ya propiamente “en-fermedad”, sino salud y optimismo y que
no venía con aquel lenguaje que tan sólo los iniciados en oscuridades entendían,
sino que estaba escrito en todas las formas posibles de las hablas quiteñas, tal
como él nos lo dice con toda claridad al abrir Primicias. El nuevo médico que con la
ayuda de las “luces” ha
• 191

hecho de la medicina un auténtico humanismo, ha de curar enfermedades
que requieren, en cada caso, su retórica específica, mas no para engañar
y simular, sino para transmitir aquel “sentimiento de mayoría de edad” y,
junto con él, los conocimientos acertados para curar el mal.... el hombre
público -lo dice en las primeras lineas de Primicias- que sin duda lo es el
que sacrifi ca sus luces y su pluma al servicio de su Patria, debe observar
qué género de voz, de gesto, de acción, de habla, de interés, de asunto,
conviene y se adapta al niño, al joven, al varón y al anciano.
No se trata, pues, de que alguien reciba, sin más, los conocimientos verda-deros,
ya sea acerca de la salud suya personal, ya de la salud de la Patria, sino de
alguien que debe ser “construido” como tal. Dicho en términos actuales Espejo se
propone antes que nada construir el sujeto, es decir, despertar la conciencia de
que entre el yo y el mundo, se dan mediaciones, una de ellas, las de las hablas de
las que nos acabamos de referir; otra, las de los prejuicios, que son justamente los
que han dominado en esas “edades oscuras”, de “barba-rie” y dentro de cuya luz
“crepuscular” él sentía que aún estaban los quiteños. Construir el sujeto en el
sentido, pues, de adquirir conciencia de que no es algo ya dado, previo al mundo,
sino que surge y se constituye con ese mismo mundo, respecto del cual habrá de
funcionar, sin embargo, como a-priori. Este planteo, al que podemos calificar como
de “historización” del sujeto -dentro de lo que antes nos hemos animado a definir
como un “historicismo”- explica el neo-cartesianismo de Espejo o tal vez, dicho con
palabras que tenían su tradición en la cultura quiteña, su cartesianismo reformado.
No está de más decir que la nueva lectura de Descartes, que salva a Espejo y a
otros ilustrados de caer en un racionalismo abstracto, radica en este hecho del
descubrimiento de las mediaciones, tanto en el plano del lenguaje, como en el de
los modos de actuar de la conciencia, atacada de una ceguera a la que los
franceses de-nominaron préjugés y nuestra Ilustración hispanoamericana, puso el
nombre tan sugerente de “preocupaciones”. Desde este punto de vista podemos
decir, sin equivocarnos, que las Primicias son todo un tratado acerca de las
maneras cómo percibimos mediada a la realidad, y cómo la superación de esas
media-ciones, ya sea intentando colocarse en un lenguaje científico, ya naciendo
fun-cionar nuestra razón dentro de un importante esbozo de “crítica de la razón
política”, nos permitirá colocarnos en aquella “aurora de las luces”.

En este momento tenemos que ocuparnos de lo que Espejo esboza en Pri-


micias y a lo que podemos denominar como “reordenamiento de los saberes”,
empresa ciertamente audaz y que pone de manifiesto el convencimiento y la
• 192

fe con que nuestro ilustrado se enfrentó en la tarea de reformador social. Es
justamente este reordenamiento el que hará que el filosofar de la época quede
orientado hacia formas liberadoras de conocimiento y de acción. El secreto, lo
mismo que en José Martí, en quien habíamos planteado el asunto, se encuen-
tra, asimismo en aquella “raíz” desde la que se parte. Y así como Martí hizo
del “espiritualismo” -saber elaborado por un filosofar académico conservador y
hasta francamente reaccionario, conforme los intereses de la burguesía eu-
ropea del momento-un saber al servicio de una praxis de clara emergencia
social, otro tanto hemos de decir de este antecesor de Martí y de tantos de los
escritores latinoamericanos nuestros que hemos mencionado. Espejo hace del
racionalismo, del mismo modo, un saber de emergencia, a la vez que no
renuncia a actitudes que provenían de ese mundo del barroco en el que lo
claroscuro favorecía indefiniciones no siempre negativas.

Conocida es la violencia con la que en Descartes aparecen divorciados el cuerpo y


el alma. El primero es, sin más, una máquina que responde única-mente a las
órdenes del único principio, el que a su vez, es el primer objeto conocido: el alma.
Estas ideas de Descartes tuvieron su aplicación en la me-dicina dentro de la
escuela denominada iatromecánica del célebre Boerhaave, el médico holandés tan
admirado por todos aquellos que querían, siguiendo los aires de la modernidad,
abandonar la vieja medicina galénica, saturada de verbalismo escolástico-
aristotélico. Y lógicamente, nuestro Espejo tenía que ver con muy buenos ojos este
saber médico que centraba todo sobre la noción de “vida”, la que era definida, más
allá de las oscuridades de la vieja escuela, como un movimiento constante de
trasvasamiento de líquidos, a través de los sistemas de tejidos y sus poros, que
era justamente por donde penetraban, no sólo los líquidos alimenticios, sino
también los animálculos causantes de las enfermedades infecciosas. El cuerpo, a
pesar del racionalismo cartesiano y del mecanicismo que le acompañaba, había
comenzado a adquirir cierta autonomía respecto del alma, primeras señales de
debilitamiento de la dura contraposición entre máquina y conciencia. En efecto, el
célebre médico por-tugués que se ocultaba bajo el seudónimo de el “Barbadinho”,
Luis Antonio Verney, tan leído por Espejo como lo sería, asimismo, Andrés Piquer,
había dicho palabras ciertamente escandalosas para los oídos de un cartesiano
orto-doxo:...la alma ignora -decía- lo que sucede dentro del cuerpo. Dios la infundió
en el cuerpo para gobernarle y servirse de él; pero en cuanto a la vida física del
cuerpo ignora lo que en él sucede... esta tal vida no depende del alma, es otra
cosa la que la tiene en pie...(18) de donde sacaba la consecuencia de que el
cuerpo
• 193

podría “vivir” sin el alma. Pues bien, aun cuando siempre la idea de “máquina”
siguiera en pie, se trataba ahora de algo con una cierta autonomía en cuanto a
su funcionamiento, de un cierto “no sé qué” como el que Bouhours atribuía
como principio de la belleza dentro de la doctrina literaria del barroco mode-
rado francés. Debemos tener presente que estos principios son los que rigen
el proyecto de Primicias cuyo autor no fue únicamente un reformador social
sino, además, un médico que estaba plenamente convencido de las posibili-
dades espirituales de sus compatriotas, pero que denunciaba, a su vez, el
esta-do de enfermedad del “cuerpo político” que integraban. Mas he aquí que
en el tratamiento de ese “cuerpo social”, planteadas así las cosas, había
quedado invertida peligrosamente la jerarquía tal como se la entendía y
respetaba, no sólo entre los cartesianos, sino también entre los aristotélicos.
No olvidemos que la supremacía del alma respecto del cuerpo había servido
constantemente para justificar la esclavitud y la servidumbre. Pues bien,
sucede que ahora el alma había perdido su prioridad absoluta, por lo menos
respecto de algo y en cierta medida. Si trasladamos estos planteos al terreno
político -tal como lo hace francamente desde el primer número de Primicias-
ya podemos sacar las consecuencias alarmantes para muchos.

A lo que hemos comentado debemos agregar que Espejo en sus Refl exiones
sobre las viruelas se atrevió a invertir el cartesianismo al extremo de afirmar que
no es el alma lo primero conocido, sino el cuerpo, dado que el inicio del saber no
está dado en la intuición inteligible, sino en la intuición sensible. Esta posición que
no es exclusiva de Espejo, explica la interesantísima manera de presentarnos el
lema cartesiano, tal como lo hace en las palabras finales del primer número de
Primicias: Yo pienso, luego existo, luego tengo ser, fórmula que antepone de modo
claro la existencia a la esencia, todo lo cual se relaciona muy claramente con aquel
concepto de “vida”, la que aun cuando se la pre-tendiera siempre explicar
acentuando sus aspectos “mecánicos” (ahora diría-mos simplemente
“fisiológicos”), no dejaba de ser ese indefinido “no sé qué” propio del barroco. Y
ese cuerpo primero en el orden de la intuición sensible se resiste a la enfermedad,
en cuanto se nos muestra con una especie de “vo-luntad de vivir”, con lo que en el
plano de la existencia Espejo pareciera ceder a su marcado anti-voluntarismo, el
que quedaría fuertemente afirmado en lo que respecta a las esencias. Por esto
habíamos dicho que Espejo, en Primicias, tanto como médico, cuanto como
político y respecto del “cuerpo social”, pare-ciera rescatar el elemento de voluntad
que encerraba el sum cartesiano.
• 194

De todos modos, a pesar de los matices que ofrece la noción de “vida”, siempre
estaba presente una contradicción entre ese principio y su explica-ción
mecanicista, sobre todo si el mecanicismo era adoptado no como una hipótesis
explicativa fácilmente señalable en algunos fenómenos tales como el del “círculo
de la sangre”, el “círculo del intestino” o el “círculo de la ges-tación”, sino como un
sistema organizado de modo deductivo. Los peligros para el avance del
conocimiento científico que ofrecía posiciones que partían de principios puramente
racionales, fueron justamente denunciados por los pensadores de la Ilustración. El
“espíritu de sistema” fue entendido como lo opuesto al “espíritu científico”, posición
esta compartida por Espejo, quien si bien no abandonó explicaciones
iatromecanicistas, concluyó subordinándo-las al neo-hipocratismo que anunciaba
el fin de la vasta influencia cartesiana en el campo de la medicina. Las tesis de
Boerhaave fueron fácilmente some-tidas por nuestro autor a las ideas expresadas
por el maestro Andrés Piquer, el célebre médico valenciano algunos de cuyos
libros había heredado de su padre. El hecho es fácilmente explicable, pues, no
podría afirmarse que Espejo hubiera militado como “sistemático” dentro del
iatromecanicismo. Ya vimos de qué manera había introducido en él, de acuerdo
con el Barbadinho, otra de sus autoridades preferidas, elementos que lo limitaban.
Piquer después de haber hecho iatromecanicismo, había terminado rechazándolo
y convirtién-dose en el abanderado del regreso a Hipócrates en el mundo
hispánico. Había concluido que el sistema de Boerhaave era “falso en sí mismo” y
había afirma-do que impedía el adelanto de la ciencia físico-médica. Por eso me
he dedicado

-decía Piquer- a mostrar que el sistema mecánico se debe desterrar de la Física y


de la Medicina, y que ésta sólo puede adelantar con el método de Hipócrates, que
tiene por fundamento lo que la naturaleza (humana) alcanza por las obser-
vaciones...(19) Debemos subrayar que lo que Piquer rechazaba no era tanto lo que
de importancia tenía para la fisiología humana el iatromecanicismo, como su
aplicación de tipo deductivista, es decir, su utilización dentro del repudiado “espíritu
de sistema”. Y es fácil de entender que muchas de las expli-caciones relativas al
movimiento de líquidos en el organismo, la doctrina de los tejidos y de sus poros,
como asimismo el claro anticipo y reconocimiento de la existencia de actos reflejos,
no eran incompatibles con un punto de vista experimental y en tal sentido fuera de
las estrecheces que imponía un “siste-ma”. Pues esta es en verdad la línea que
podemos señalar en Eugenio Espejo.

No es fácil, sin embargo, establecer esa línea en el sentido de señalar cla-ras


etapas en el desarrollo del pensamiento científico del médico quiteño, tal
• 195

como puede vérselo en Piquer, pero resulta evidente que entre el “Plan de estudios
de medicina” que presentó en su Ensayo sobre las viruelas en 1785, fuertemente
mecanicista y Primicias en 1792, se había producido una sensible inclinación hacia
el neo-hipocratismo y su principio de “observación”. De ahí el peso que adquiere
este método que tan notoria importancia muestra en el proyecto social, político y
educativo que se desarrolla claramente ya desde el primer número de Primicias, en
cuya frase inicial se invoca a los hombres de letras que habrán de ocuparse del
“cuerpo político” de la Patria, a que hagan uso del “talento de observación”. Con
estas palabras liminares, la novel hoja periódica quedaba, pues, bajo la advocación
del hipocratismo....¿cuándo se juzga -preguntaba Espejo- que el hombre ha
llegado al momento de poner en ejercicio su razón? Es sin duda en los años de su
puericia; y cuando a las impre-siones que recibe por los sentidos las desenvuelve,
las califi ca, las designa por lo que valen, en una palabra, las discierne en un orden
y grado que hagan constar, que él las (sic) dio acogida señalada en su espíritu, y
lugar preeminente en su observación. Así es -concluía diciendo- que de la serie y
sucesión metódica de las observaciones, dimana una colección, diremos así,
orgánica de conocimientos, y de ellos el sistema magnífi co y brillante de ciencias y
artes.(20)

La “observación”, tal como se infiere de estas palabras, no es el mero co-


nocimiento sensorial de las cosas, sino las “ideas” que desde la sensación nos
formamos de ellas, y no podría ser de otro modo en cuanto que la ciencia, aun
cuando tenga su punto de partida en la sensibilidad, es tarea de razón.
Conocemos el modo cómo Espejo propone luego la aplicación del “talento de
observación” a la ciudad de Quito, considerada como “cuerpo político”. Ya vimos la
libertad que el médico se otorgaba a sí mismo al dignificar la corpo-reidad, frente a
las tesis del espiritualismo cartesiano, asumidas con espíritu reaccionario. Esa
libertad y esa dignidad de lo físico estaban en relación con un tipo de temporalidad
en función de la cual los cambios, las mejoras socia-les, eran posibles en cuanto
tarea humana responsable. ¿Vamos a comenzar la pesada tarea de la reforma de
las costumbres desde una ciencia ya construida respecto de nuestras cosas?
Espejo, a pesar de posiciones francamente críticas respecto del cartesianismo
tradicional, como lo hemos visto, encuentra que el método de “suspensión” de lo
conocido - la célebre “duda” metodológica cartesiana- es recurso eficaz en la tarea
de reconstruir el conocimiento de lo nuestro sobre una base científica. De este
modo Primicias se abre audazmente, proponiendo a los doctores de su época que
partamos de la hipótesis metódi-ca de un grado cero de cultura.... querría que
Quito -nos dice en sus palabras
• 196

iniciales-para venir a dar al lleno de su cultura y su civilización, juzgase que
estaba en el último ápice de la rudeza primitiva, donde no puede hallarse ni un
átomo de luz; y que desde este estado tenebroso quiere hacer los debidos
esfuerzos por dejarle... Mas, nos preguntamos nosotros ¿cómo de esa
“oscuridad absolu-ta” se puede pasar a la “luz” sin que haya algo que en
alguna medida y sentido ya la suponga? Ese algo está dado. Se encuentra en
ese sujeto que parte de su propia estima como tal, que se autoafirma como
poder emergente y, por eso mismo, como ente histórico, es decir, como un ser
que es capaz de reconocer las circunstancias que lo condicionan y limitan,
pero también de cambiar las circunstancias.

De este modo, apoyándose en lo que bien podemos denominar “principio de


sujetividad” -lo que hemos señalado por nuestra parte como a-priori an-tropológico-
Espejo procede al reordenamiento de los saberes, en una actitud que lo coloca por
encima del eclecticismo de la época. No se trata, tal como hemos visto, de
repudiar, sin más el mecanicismo de Boerhaave y pasarse con armas y bagajes al
neo-hipocratismo, como parece haber sido el caso de An-drés Piquer. Si los
célebres Aforismos hipocráticos nos indican que la vía de la experiencia
organizada desde la “observación”, es la base de todo conocimien-to científico, el
mecanicismo holandés funcionaba como la gran metáfora de la simplicidad última
de la naturaleza, base, por otra parte, de todo lenguaje científico indispensable
para el saber hipocrático. El sujeto -tal como lo dice Espejo con meridiana claridad-
(por cierto, no el “sujeto trascendental” en el que iría a parar el ego cartesiano, sino
un sujeto comprometido con lo histó-rico y con la materialidad -la corporeidad- de
lo histórico) era la garantía de todo saber y de toda reforma que, a partir de ese
saber, pudiera contribuir a la felicidad del pueblo. Lo que venimos explicando nos
da los alcances de aquel “orgullo nacional” del que nos hablaba Espejo en el
número cinco de Primicias y al que declaraba ser nada menos que “la segunda
fuente de la pú-blica felicidad”. Regresando a los orígenes etimológicos, en los que
los valores semánticos del “orgullo” se refieren a la noción de “excelencia” y no a la
de “vanidad”, nos dice: Sí señores, el orgullo es una virtud social: ella nace de
aque-lla llama vital nobilísima, que distingue al indolente del hombre sensible, al
generoso, del abatido... Digamos que Espejo nos pone con estas palabras sobre
aquella “raíz” de la que ya hemos hablado.

Si tenemos en cuenta, además de todo lo dicho, lo que hemos caracterizado


como densidad discursiva de un texto, las Primicias de la cultura de Quito se
nos ofrecen cumpliendo ese hecho no sólo porque son un valiosísimo reflejo
• 197

del universo discursivo de su época, sino por la especial selección y orientación
que el autor dio a la referencialidad discursiva. A través de sus breves páginas
oímos la voz del obispo progresista, la del maestro de primeras letras, vemos a los
grandes artesanos en sus humildes talleres y hasta escuchamos la voz de la mujer
ilustrada ecuatoriana que el propio Espejo asumió ocultándose bajo el seudónimo.
En boca de “Erofilia” puso, por lo demás, una de las críticas más cálidas y humanas
al descarnado discurso, por momentos duramente iatrome-cánico que él mismo
había escrito a propósito de las sensaciones.

Mucho más podríamos decir de Primicias, este riquísimo texto que cumple con los
rasgos fundamentales del tipo discursivo que nos interesa para nuestra Historia de
las ideas latinoamericanas y que constituye uno de esos comienzos y recomienzos
de los que hemos hablado. Baste por ahora con lo dicho.

Conferencia leída en el Simposio Internacional

Eugenio Espejo y el pensamiento precursor de la Independencia, Quito, 1991

Notas
Cfr. Sasso, Javier, “El descubrimiento de América como tarea
filosófica”, ponencia leída en el III Congreso Nacional de Filosofía,
organizado por la Sociedad Venezolana de Filosofía, Caracas, 1991.

Sobre la obra de Antonio De León Pinelo, Cfr. nuestro trabajo “La


in-versión de la filosofía de la historia en el pensamiento
latinoamericano”, en Revista de fi losofía y teoría política, La Plata,
Universidad Nacional de La Plata, nº 26-27, 1986, p. 170-174.

Sobre el tema del humanismo ilustrado, Cfr. nuestro libro El Humanis-


mo ilustrado ecuatoriano de la segunda mitad del siglo XVIII (1984)
Quito, Banco Central del Ecuador y Corporación Editora Nacional, dos
tomos, en particular el estudio introductorio con que se abre el tomo I y
el tomo II de-dicado en particular a Eugenio Espejo.

Respecto de nuestra lectura de Bolívar, Cfr. Bolivarismo y fi losofía lati-


noamericana (1984) Quito, Facultad Latinoamericana de Ciencias sociales.

Cfr. nuestro ensayo “Educación para la integración y utopía en el pensa-miento


de Simón Rodríguez. Romanticismo y reforma pedagógica en Améri-ca
Latina”, Cultura, Revista del Banco Central, Quito, nº 11, 1982, p. 33-59.

198 •
Cfr. el capítulo titulado “Necesidad y posibilidad del discurso propio”, en
nuestro libro Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, op. cit.
Sobre la posición de Bilbao en relación con la crítica de la razón política,
Cfr. el libro citado antes, La historia del nosotros y de lo nuestro.

Cfr. nuestra ponencia leida en el Homenaje a José Martí organizado por la


Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata, “Etica y
liberación: José Martí y el “hombre natural””, La Plata, 1990.

Respecto de la posición de Bartolomé de las Casas puede verse el capí-tulo


“Desde el padre las Casas hasta la Guerra del Paraguay”, en nuestro libro
Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, ya citado, p. 225-246.

Fray Bartolomé De Las Casas. Brevísima relación de la


destrucción de las Indias (1972), Santiago de Chile, Nascimento.
Lezama Lima, José, La expresión americana y otros ensayos
(1969), Montevideo, Arca.

Vitier, Cintio, “La eticidad revolucionaria marciana”, en Temas


mar-tianos, p. 284 y sgtes.

Lezama Lima, José, obra citada, p. 50.


Cfr. nuestro art. “Acotaciones para una simbólica latinoamericana”, en Cultura,
Banco Central del Ecuador Nº 26, 1986, p. 203-218 y “Figuras y símbolos de
nuestra América”, ponencia leida en el Ill Congreso Internacio-nal de Solar,
Santiago de Chile, noviembre de 1991; véase asimismo Fernán-dez Retamar,
Roberto, Calibán. Apuntes sobre la cultura de nuestra América

(1974), segunda edición, México, Diógenes.


El humanismo ecuatoriano de la segunda mitad del siglo XVIII,
op. cit., tomo II, p. 109-110.
Espejo, Eugenio, Primicias de la cultura de Quito (1981),
Edición fac-similar, Quito, Banco Central del Ecuador, con un
estudio introductorio de Samuel Guerra Bravo.

Lezama Lima, José, obra citada, p. 33.

Verney, Luis Antonio, Verdadero método de estudiar [1760],


Madrid, trad. española de José Maymó y Ribes, III, p. 189, citado
por José Luis Abe-llán Historia crítica del pensamiento español
(1981: 518-520) Madrid, Espasa Calpe, tomo III.

Citado por Abellán, José Luis, obra citada, III, p. 454.

Primicias, N° 1 del 5 de enero de 1792, art. Literatura.


199 •
• 200 •
9. Figuras y símbolos de nuestra América

...no tengas miedo

por vivir una época,

un sistema,

donde la locura es la salud más formidable...

RAMÓN PLAZA, Jardín de adultos (1969)

En alguna ocasión nos hemos ocupado de lo que hemos


denominado “sim-bólica latinoamericana”, la que en cuanto
tarea integra la filosofía de nuestra América.

Quisiéramos ahora ocuparnos de dos de las más grandes figuras hegelianas, la de


“el Amo y el esclavo” y la de “el Varón y la mujer”, que se encuentran en lugares
tanto de la Fenomenología del espíritu, como de los Lineamientos de la Filosofía
del derecho, relacionados ambos con cuestiones tan importantes como son los de
la constitución de la conciencia -en el enfrentamiento del señor y del siervo- y de la
construcción de la eticidad, en el enfrentamiento entre el varón y la mujer, que
implican, tanto en un caso como en el otro, la aceptación por parte del siervo de su
status de tal y, por parte de la mujer, asimismo de su propio status dentro de lo que
es una manifiesta racionalidad paternalista.

Y quisiéramos ocuparnos de esas dos grandes figuras para mostrar


preci-samente de qué modo las encontramos replanteadas en nuestra
historia lati-noamericana y, en tal sentido, de qué manera el
pensamiento hegeliano se nos muestra profundamente modificado.

Si tenemos en cuenta que en nuestros días en algunos sectores se vuelve a


hablar -en medio de la quiebra de referentes teóricos que vivimos-de la nece-
sidad de repensar a Hegel, vale la pena tener en cuenta de qué manera la Fi-
losofía Latinoamericana, desde los albores de su constitución a fines del siglo
XVIII, se organizó mediante formas divergentes de enunciación respecto del
discurso colonialista, del cual Hegel ha sido y es un exponente indudable.
• 201

Con este apretado escrito venimos a modificar en parte y a llenar, además, un
vacío respecto de lo que habíamos planteado en nuestro libro Teoría y críti-ca del
pensamiento latinoamericano, en el que concedimos a la figura del Amo y el
esclavo un lugar preferencial, descuidando ese segundo momento del pen-
samiento de Hegel, de no menor importancia, como es el de la construcción de una
eticidad, la que surge entre otras relaciones, de la dialéctica “varón-mujer”,
cualquiera sea la forma de racionalidad que pongamos en juego.

La cuestión excede además el tema señalado, en cuanto que la referencia


a feminidad y masculinidad ha permeado toda una concepción de la
cultura, y de modo particular, una idea de “Nuestra América” que ha
justificado las relaciones de dominio y de subordinación en todo discurso
de tipo opresor, ya fuera el colonialista ejercido por los conquistadores y
luego por los admi-nistradores y directores “espirituales” europeos -con
todas sus variantes-, ya por nuestros propios doctrinarios que hasta
nuestros días han prolongado absurdas equivalencias.

Se ha dicho que con el mito de Calibán la Filosofía Latinoamericana encon-tró


la versión adecuada a nuestra realidad de la figura de “el Amo y el esclavo”.
Es cierto esto en parte y, en buena medida, no, en cuanto que del reconoci-
miento de una conciencia por la otra se pasa en la formulación shakesperiana
a una liberación del siervo que no se reduce a interiorizar la libertad, al modo
estoico, sino a poner en movimiento una libertad exterior, de “desatamien-to”.
En términos clásicos, no se trata de una “eleuthería”, sino de una apólysis.
Esto no quiere decir que ese mismo siervo o esclavo, como consecuencia de
la religiosidad impuesta, no acabara generando formas de “conciencia des-
venturada”, más allá de un estoicismo que no tuvo lugar en nuestras tierras
como fenómeno social. La emergencia de Calibán generó dentro de nuestra
modernidad, primero, la respuesta liberadora indígena, de cuyos innúmeros
alzamientos fue símbolo Túpac Amaru y, luego, los movimientos indepen-
dentistas criollos tanto del Continente como del Caribe. Y en ninguno de los
casos la libertad fue entendida como libertad “interior” de tipo estoico, sino que
en todo momento se habló, muy ilustradamente, de “romper” o “ quebrar las
cadenas” que nos ataban a la dominación europea.

Con esto quedó rebatido lo que Hegel no dice en la Fenomenología, pero que
sí surge de sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, a saber, que
no todos los esclavos son potencialmente iguales. En efecto, si el esclavo en
la clásica figura termina construyendo conjuntamente con el amo el mundo
objetivo y posee, por eso mismo, potencialidad histórica y es, por eso mis-
• 202

mo, capaz de formas de trascendencia, el colonizado es un
esclavo impotente. Diríamos que la clásica figura únicamente
tenía asegurada su posibilidad de desarrollo en Europa, mas no
en América, en donde el dominado no emergía de la naturaleza.

Esta visión negativa se relaciona, entre otras cosas, con la manera de ser “fe-
minoide” de Nuestra América, tema que se encuentra como una especie de
constante a lo largo de los abundantes discursos que se han ido elaborando desde
la extraña visión del Paraíso Terrenal de Cristóbal Colón en adelante, y que
alcanzó su máxima expresión precisamente en la literatura europea del siglo XVIII.
El varón indígena es débil, impúber o de escasa inclinación eró-tica, no es barbado
-carece justamente de uno de los símbolos de virilidad que mostraba el
conquistador-, sus tetillas producen leche, vive un mundo en el que reina lo
húmedo, lo abisal, lo vaginal y, por cierto, si las mujeres indígenas son ardientes es
porque ellas manifiestan de manera más directa un mundo feminoide. Todas estas
metáforas tienen que ver con lo telúrico (no olvidemos que thelus en griego es el
nombre con el que se designa lo femenino) y con lo vegetal, otro de los símbolos
de la pretendida inmovilidad y, en tal sentido, pa-sividad y, como contraparte,
fecundidad atribuida a la mujer. Y al lado de esto, esa América inmensa conocida,
antes que nada, en sus trópicos, en donde una vegetación asombrosa se presenta
en valles y montañas y en donde los seres humanos parecieran estar sumergidos
en el regazo de una madre. Y así, Amé-rica, esa “madre húmeda y profunda”
estaba a la espera del varón que había de fecundarla y ese varón llegó de donde
únicamente podía llegar, de Europa.

El siglo XIX trajo consigo la liberación de los colonos. Un Calibán apareció que
aprendió el lenguaje del amo y lo revirtió en herramienta de independen-cia y de
autoafirmación. Por cierto que ese Calibán hizo muy pronto de su victoria un uso
que más lo aproximó al antiguo amo, Próspero, en cuanto que el proceso no fue
ajeno en ningún momento al enfrentamiento de las clases sociales sobre las que
se había estamentado la Colonia. Y junto con Próspe-ro, aparecieron los “alados
arieles” que inspirarían los discursos justificatorios para que el amo no cayera en lo
que podríamos llamar el “síndrome de Próspe-ro”. Y en ese oscuro estamento de
los que cambiaron un amo extranjero por un amo nativo, un amo europeo por un
amo americano, se encontraban no sólo las etnias indígenas sometidas a la faena
agrícola y minera, sino que se encon-traba también, distribuida en todos los niveles
sociales, la mujer, que continuó durante siglos llevando la carga de su “feminidad”.
Ella era la imagen -dentro del mundo de las representaciones ideológicas- de la
feminidad de una tierra
• 203

que esperaba siempre la fecundación del amo. Y así, pues, si Calibán supo
demostrar que no era “feminoide”, que no era un ser débil y pasivo, la mujer
siguió siendo la expresión de debilidad y de pasividad dentro de la estructura
de dominación propia de la antiquísima razón patriarcal sobre la que se ha
organizado la eticidad en nuestros países hasta nuestros días.

Y si después de concluidas las guerras de Independencia nuestros antepasa-dos


sintieron la necesidad de hablar de una “Segunda independencia”, la que había de
ser de tipo “mental” en cuanto que significaba la eliminación de los residuos vivos
en costumbres y creencias en las masas populares que nos im-pedían una entrada
triunfal en el “progreso” y la “modernización”, de ninguna manera fue pensada
propiamente respecto de la mujer en cuanto mujer. De ahí, entre otras cosas, el
divorcio que se dio en las pre-burguesías liberales, entre la necesaria religiosidad
que debía guardar la mujer -y por cierto, las masas campesinas- en la medida en
que esto era vía para su sometimiento y el ejercicio del “libre pensamiento” por
parte de los varones.

Pues bien, si pensamos que las guerras de Independencia concluyeron -lo


que no es tal puesto que aún Puerto Rico está a la espera de la suya- entre
1824-1899, es decir, entre la Batalla de Ayacucho y la Guerra de Cuba, y que
el movimiento de las “Madres de Plaza de Mayo” ha tenido lugar en las
actuales décadas de los setenta y ochenta del presente, no ha pasado un
siglo -tiempo escaso dentro de una historia de medio milenio- sin que quedara
planteada entre nosotros la otra gran figura hegeliana, la de “el Varón y la
mujer”, y con ella la repetición y reformulación del mito de Antígona. Por cierto
que la his-toria de las anticipaciones de este hecho aún está por hacerse y
nos dará más de una sorpresa.

Por otro lado, es importante tener presente que la ideología de la “femini-dad”


y de la “vegetalidad” de América se ha mantenido viva y aún sigue siendo
esgrimida por ciertos “teóricos” de la cultura que no hacen sino prolongar
formas discursivas opresivas. En el ensayista argentino Rodolfo Kusch, nues-
tra realidad -que se le presenta como sexuada- es explicada desde lo que él
denomina una “geocultura”. América es lo feminoide, lo abisal, lo telúrico,
frente a la Europa moderna, “continente fálico”, cuyo máximo exponente fue
Hegel. El “Ser” -categoría por excelencia del pensar europeo- es lo masculino,
mientras que el “Estar”, categoría que expresa lo americano, es lo femenino;
laAufhebung, entendida como “elevación” es el momento “penetrativo” de
Occidente. Con estas proyecciones caprichosas tomadas no tanto del psicoa-
nálisis como de lugares comunes acerca de la naturaleza femenina y de nues-
• 204

tro ser americano, se cree haber llegado nada menos que al secreto de nuestra
identidad cultural y social. Para descargo de Kusch debemos decir que, en ver-
dad, fue un hegeliano, en particular si pensamos en aquel Hegel que tampoco se
apartó del mundo de los lugares comunes y de los prejuicios que rigen en él su
lectura de Antígona y que le llevaron a decir en la Filosofía del Derecho que

La diferencia entre el hombre y la mujer es la del animal y la planta: el animal


corresponde más al carácter del hombre; la planta más al de la mujer... De ahí una
de las fuentes - sin que olvidemos el Dasein heideggeriano de la distinción entre el
Ser (activo) y el Estar (pasivo), entre un principio fálico, el de la mo-dernidad
occidental que nos habría llevado a una alienación y un principio “pasivo”,
femenino y a la vez de “resistencia” (un estar) desde el que brota el ethos o la
“sabiduría” de nuestros pueblos. El estar -dice Carlos Cullen, uno de los
continuadores de Kusch- en cuanto “nosotros-estamos”, es vegetal, en cuanto
“tierra-que-está” es femenino. Debe entenderse todo esto como un todo originario
de darse lo humano. No se trata ni de una elección ni de una conveniencia: es un
destino. Con lo que tanto la “vegetalidad” como la “feminidad” han alcanzado el
nivel de las hipóstasis y se ha consumado el irracionalismo.

Pues bien, Hegel se hizo cargo de la figura de Antígona, genialmente pre-sentada


por Sófocles en su tragedia, sin poner en tela de juicio en ningún mo-mento la
condición femenina que allí se nos describe y en la que la mujer aparece como un
ente subordinado por naturaleza. Cree ver en la imagen de Antígona, sin error, la
expresión de uno de los principios de la asociación hu-mana, el de la subjetividad.
Mas se trata en este caso, y de ahí lo forzado, de un ser que es por sí nada más
que subjetividad. La objetividad, vale decir, la universalidad que alcanza su máxima
expresión con el Estado, es, por el con-trario, fruto de la racionalidad en cuanto
propia del varón. El conflicto lo ve -y en esto no sin apartarse de la visión que
expresa Sófocles y a través de él la viejísima racionalidad patriarcal- entre las
leyes oscuras de la tierra (tellus) que se expresan a través del ser femenino y las
claras, apolíneas y por eso mismo universales, del principio masculino. De este
modo la importante distinción establecida por el propio Hegel entre “moralidad” y
“eticidad” o entre una moralidad subjetiva y otra objetiva, quedó sumergida en un
nivel ideológico, en el más claro ejercicio de la función de ocultamiento. No percibe
que las formas de subjetividad, que constituyen la “moralidad” son tanto femeninas
como masculinas y que no depende de la feminidad o de la masculinidad que
podamos o no ponernos en lo universal, aun cuando podamos pensar que hay
modos genéricos de vivir aquella subjetividad, según las gentes y los tiempos.
• 205

Y si Antígona expresa la conflictividad entre lo subjetivo y lo objetivo de un
modo tan patético, es porque ella, como tantos otros seres humanos, mujeres
y varones, padecen formas de opresión y de discriminación en nombre de una
“racionalidad” pretendidamente universal con la que los sectores que deten-
tan el poder regulan y establecen ese nivel que Hegel ha caracterizado como
“eticidad”. Y así pues, Ismena, la hermana integrada al sistema, acepta
someter su vida a las “leyes de los varones” que son las de la ciudad, mientras
Antígona, rebelde, comete el acto de locura (ánoia) de violarlas. Es, una vez
más, la “lo-cura” contra la “razón”, si bien se trata de un acto de “demencia”
que no llega a quebrar la condición femenina que le es impuesta y que, en
lugar de proyectar desde su subjetividad una nueva objetividad, sin opción en
este sentido, se entrega a la muerte.
Decíamos que desde la última lucha emancipatoria de la guerra contra la
dominación española, a fines del siglo XIX, cuya gesta implicó una reformula-ción
de la figura de “el Amo y el esclavo” y que nuestra Filosofía latinoamerica-na ha
puesto bajo el símbolo de Calibán, hasta la reencarnación de Antígona realizada
por las Madres de Plaza de Mayo, no ha pasado un siglo. En efecto, el fin de la
Guerra de Cuba tuvo lugar en 1899 y las primeras protestas de las Madres por la
desaparición de sus hijos, asesinados por la dictadura de los mi-litares argentinos
del llamado “Proceso”, ocurrieron a partir del mes de abril de 1977. Si Antígona, en
contra de la voluntad del tirano, rindió culto al cadáver de su hermano condenado a
ser destrozado por las aves de rapiña y al que se le había negado sepultura, las
Madres arriesgaron su vida y no fueron pocas las que resultaron secuestradas y
asesinadas, en su voluntad de ejercer ese culto a los seres queridos, cuyo
paradero se ignoraba y se ignora. Y lo mismo que An-tígona fueron declaradas
“locas”. Con su “locura”, dijo Julio Cortázar, echaron a volar una inmensa bandada
de palomas que habrían de cubrir los cielos del mundo con su mensaje de
angustiada verdad. Y así, una vez más, en el intento de restablecer desde una
subjetividad herida y violentada una nueva eticidad.

Lo irracional, lo inesperado, la bandada de palomas, las Madres de la Plaza de


Mayo -nos dice el mismo Cortázar- irrumpen en cualquier momento para
desbaratar y trastrocar los cálculos científi cos de nuestras escuelas de guerra y de
seguridad nacional, es decir, ese orden “moral” impuesto por una cultura de
muerte, con pretensiones de universalidad y de verdad. Había renacido un an-tiguo
símbolo, mas, del mismo modo que Calibán significó una lectura distin-ta de la
vieja figura de “el Amo y el esclavo”, ahora se trata, de la misma manera, de una
lectura diversa de la tragedia sofoclea. Estas mujeres cumplían lo que
• 206

ellas entendían que debían hacer conforme a su “condición” de
mujeres, según la imagen que de ellas ha hecho una sociedad
machista, pero, a diferencia de la heroína clásica, no se han encerrado
en el cumplimiento de oscuras leyes de la tierra o de la naturaleza,
sino en la lucha por una subjetividad creadora de una nueva eticidad.

Ponencia leída en el III Congreso In-ternacional de la Sociedad


Latinoamericana de estudios sobre América Latina y el Caribe
(SOLAR), Santiago de Chile, 1991

Bibliografía
Amorós, Celia, “Hacia una crítica de la razón patriarcal”, en
Anthropos (Bar-celona), 1985.

Aparicio, Agustin, Néstor A. Braunstein, Y Frida Saal, “Un diván


para An-tígona” en A. Braunstein et al., A medio siglo de “El
malestar de la cultura” de Sigmund Freud (1981) México, Siglo XXI.
Bousquet, Jean-Pierre, Las locas de la Plaza de Mayo (1984),
6a. ed., Buenos Aires, El Cid.

Bitterli, Urs, “Los salvajes” y los “civilizados”. El encuentro de


Europa y Ul-tramar (1981), México, FCE.

Cullen, Carlos, Refl exiones desde América. I. Ser y estar: el


problema de la cultura, Buenos Aires, Fundación Ross, s/f.

Ciriza, Alejandra, Feminismo, política y crisis de la modernidad


(1991), Mendoza, CRYCIT.

Colombres, Adolfo, A los 500 años del choque de dos mundos.


Balance y pers-pectiva (1989), Quito, Ediciones del Sol.

Colte, Jürgen, Repartos y rebeliones. Túpac Amaru y las contradicciones de la


economía colonial (1980), Lima, Instituto de Estudios Peruanos.
Cortázar, Julio, Argentina, años de alambradas culturales
(1984), Buenos Aires, Muchnik.

Duchet, Michele, Antropología e historia en el Siglo de las


Luces (1975) México, Siglo XXI.

Fernández Retamar, Roberto, Calibán. Apuntes sobre la cultura


de nuestra América (1974) 2a. ed., México, Diógenes.
• 207

-------------------------------------- Algunos usos de “civilización” y
“barbarie” y otros ensayos (1989) Buenos Aires, Contrapunto.

Gerbi, Antonello, La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una


polémica. 1750-1900 (1982), 2a. ed., México, FCE.

----------------------- La naturaleza de las Indias Nuevas. De Cristóbal


Colón a Gonzalo Fernández de Oviedo (1978), México, FCE.

Hegel, Jorge Guillermo Federico, Fenomenología del espíritu


(1985), trad. de Wenceslao Roces, 6a. reimpr., México, FCE.

-------------------------------------------, Phánomenologie des Geistes (1989),


Su-hrkamp, Frankfurt am Main, tomo 3 de las Obras completas.

-------------------------------------------, Rasgos fundamentales de la fi losofía del


derecho o compendio de derecho natural y ciencia del Estado (1976),
traducción de Eduardo Vázquez, Caracas, Universidad Central de Venezuela.
-------------------------------------------, Grundlinien der Philosophie des Re-
chts oder Maturrecht und Staatwissenschaft im Grundisse (1989)
Uhrkamp, Frankfurt am fain, (tomo 7 de las Obras completas).

Juncosa, J. Ed., Europa y Amerindia. El indio americano en textos del


siglo XVIII. Cornelius de Pauw. William Robertson. José Pernety. Luigi
Brenna. Abad Raynal (1991), Quito, Ediciones Abya-Yala.

Kusch, Rodolfo, La seducción de la barbarie. Análisis herético


de un conti-nente mestizo, Buenos Aires, Fundación Ross, s/f.

--------------------, América profunda (1962), Buenos Aires, Hachette. Moreno


Yáñez, Segundo, Sublevaciones indígenas en la Audiencia de Quito,
desde comienzos del siglo XVIII hasta fi nales de la Colonia (1985),
3a. ed., Qui-to, Ediciones de la Pontificia Universidad Católica.

Olivia De Coll, Josefina, La resistencia indígena ante la


Conquista (1974), México, Siglo XXI.

Plaza, Ramón, Jardín de adultos (1969) Buenos Aires, Editorial Sudestada.


Roig, Arturo Andrés, Teoría y critica del pensamiento latinoamericano
[1981] (2009) Buenos Aires, Una Ventana Ediciones.

----------------------------, Bolivarismo y fi losofía latinoamericana


(1984), Qui-to, FLACSO.
----------------------------, “El valor actual de la llamada
‘Emancipación men-tar”, en Latinoamérica. Anuario de Estudios
Latinoamericanos (México), vol.12, 1979.

• 208

----------------------------, “Acotaciones para una simbólica
latinoamericana”, en Revista Cuyo, Anuario de fi losofía
argentina y americana, tomo II, Mendo-za (1985-1986).

Sófocles, Antigone, Introduzione e commento di Dario Arfelli


(1942), Mila-no, Carlo Signorelli editora, (texto griego anotado).

Vargas Martinez, Gustavo, Refl exiones sobre el sueño


bolivariano de la Patria Grande (1985), México, Ed. Domas.

Vitale, Luis, La mitad invisible de la historia. El protagonismo social de la


mujer latinoamericana (1987), Buenos Aires, Sudamericana-Planeta.

Zea, Leopoldo, Simón Bolívar. Integración y libertad (1980),


México, Edi-col.

-------------------, “Cultura, civilización y barbarie”, en el libro


conjunto De historia e historiadores. Homenaje a José Luis
Romero (1982), México, Siglo XXI.

• 209

• 210 •
III- Paz, Sujetividad y Neoliberalismo

• 211

• 212 •
10. La Paz nace de la Paz como la
paloma de la paloma. Hacia una
filosofia de la paz y la libertad

I. La construcción de la filosofía como “praxis teórica”

Hemos sido invitados a participar en un taller en el que se desea


hablar, dentro de estas “Primeras Jornadas Interuniversitarias de
Educación para la Paz”, organizadas por las Universidades
Nacionales de Cuyo y de Rosario, de la “Filosofía de la paz”.

¿Tienen algo que decir los filósofos sobre este tema? Creo que la respuesta es
obvia en cuanto que, tanto la paz como la guerra, nos conducen de modo
inevitable a plantearnos cuestiones que tradicionalmente han sido consi-deradas,
precisamente, como filosóficas. El pasado, además, nos responde
afirmativamente. Basta con recordar, entre los que se sintieron compelidos a dar
respuestas a tan profundos e importantes asuntos, y que influyeron deci-didamente
sobre nosotros, dentro de esa línea de la “filosofía de la paz”, el Pro-yecto de Paz
Perpetua del Abate de Saint-Pierre, popularizado por Jean Jacques Rousseau; las
páginas iniciales del Contrato Social del célebre ginebrino; en fin, el breve tratado
de Kant La Paz Perpetua de fines ya del siglo XVIII, todos escritos que de algún
modo tenían como base el celebre tratado de Hugo Gro-cio y con los que la
Europa de entonces comenzaba a dar respuestas construc-tivas acerca de la idea
de la pacificación de las relaciones humanas. ¿Habrá que decir que en todos estos
escritos había comenzado ya a tomar cuerpo una idea cada vez más fuerte acerca
de la ingerencia que los hombres pueden tener res-pecto de sus propios destinos?
La respuesta nos llevaría a dibujar la difícil his-toria del sujeto durante la
modernidad, que ofrece tantas ambigüedades, mas que nos permite señalar algo
de la mayor importancia en la noción misma de paz, la concepción de que sí puede
el ser humano ser responsable de sus actos.
• 213

Esa “paz perpetua” que se ha movido entre la utopía y el sarcasmo, viene
a reflotar en nuestros días con vigor, tanto las ansias de una humanidad li-
berada, como los terrores de una posible humanidad aniquilada. Kant abre
justamente su tratado recordándonos a aquel posadero holandés que
entendía la “paz perpetua” como la paz de los muertos. Frente a ese
contenido semán-tico, el propio Kant intentará dibujarnos, con las
herramientas teóricas de la época, lo que podría ser esa misma
“perpetuidad” pero valorada desde la vida, y sobre todo, como si fuese
algo posible, aun cuando se nos presente como un “sin sentido”.

Ahora bien, aquel sujeto de la modernidad en la que el “yo pensante” era al


mismo tiempo e inevitablemente un “yo quiero”, una posición de voluntad y de
dominio ante la naturaleza y ante los restantes hombres del mundo, habría de
generar como una de sus expresiones más genuinas ese gigantesco universo
de la técnica cuyos desarrollos recién comenzaron a atemorizar a la Europa
del siglo XIX. Más adelante tendremos ocasión de ocuparnos, dentro de lo que
es la tradición pacifista argentina, de la obra incuestionablemente valiosa de
Juan Bautista Alberdi, El Crimen de la Guerra, uno de los alegatos en favor de
la paz que más nos enaltecen ante la cultura mundial. Pues bien, allí Alberdi,
adivinando lo que serían los cohetes interoceánicos con ojivas nucleares, nos
habla de que “un cañón que permitiese tirar a las antípodas sin moverse de su
país, sería el colmo de la perfección, porque el país que lo construyera podría
tener la gloria de arrasar todo el género humano impunemente y sustituirse a
él en la ocupación del globo terráqueo” (Apuntes sobre la guerra, apéndice a
El Crimen de la Guerra, escritos posiblemente poco después del libro mencio-
nado, p. 322).

Es evidente que la “razón”, el “logos” y ese quehacer tan íntimamente unido a


lo que se quiere expresar con tan mentados términos, la filosofía, tienen que
ver con aquel desarrollo de la técnica. Heidegger, en su conocido libro Qué es
esto de fi losofía, ha establecido la relación íntima que hay entre la “filosofía”
como quehacer propio de Occidente y el poder alcanzado por la tecnología, en
particular la que ha culminado con el poder nuclear. ¿Se puede dudar del
papel que la filosofía tiene por tanto respecto de la guerra y de la paz?

Dos cosas deberíamos señalar: que la filosofía como quehacer propio de esa
cultura que se ha dado en llamar Occidental, evidentemente no es inocente ni
ingenua, bajo cualquier forma que se manifieste y aun cuando aparezca como
posible forma de saber “prescindente”. Que la tarea actual de la filosofía, si todavía
seguimos pensando en que la función racional posee resortes que la
• 214

hagan reencauzarse hacia lo que sería un auténtico humanismo, es bien dura
por cierto: es, en pocas palabras, la de desmontar, si es necesario sin piedad
alguna, sin concesión de ninguna especie, las mil cabezas de la hidra que sur-
gen entre las páginas de tantos “filósofos” cuyo discurso únicamente puede
acabar, cuando son más o menos sinceros, en renunciamientos escatológicos
o en justificaciones montadas sobre los innúmeros mitos con los que el logos
se ha vestido a efectos de hacernos aceptar lo injustificable.

Y para que la filosofía no sea lo que Norberto Bobbio ha calificado como


un “ocio inútil” -aun cuando si avanzamos hacia una decodificación de
esos pretendidos “ocios inútiles” nos encontremos con sorpresas- una de
las cosas que se habrá de hacer, entre tantas, es la de plantarnos con
decisión sobre ese montón de escoria teórica que se ha ido acumulando
con la denominación de “filosofía de la historia”.

Nada más estimado por tantos teóricos de la cultura, vulgares difusores de


ideologías del poder, que echar mano de esa pseudo-ciencia a la que se ha
dado en llamar “filosofía de la historia”, para encontrar justificado todo el
pasado “glorioso” de lo que ellos declaran ser sus “pueblos” o “naciones”. El
recurso a la explicación “post-factum” recubre con la majestad del pasado y el
olvido de los dolores, todas las aberraciones sobre las que suelen organizarse
las diversas y conflictivas formas de “conciencia histórica” tal como se la
pretende orques-tar desde los sectores de dominio.

La filosofía de la historia, como quehacer teórico, ha tenido que ver siem-pre


con la guerra y por cierto, necesariamente, con el problema de la paz. Como
reflexión sistemática, dentro de la modernidad europea, nació con la
Revolución Francesa y las Guerras napoleónicas, con Hegel y Comte como
sus grandes expositores; tuvo, según nos lo dice Norberto Bobbio, un segun-
do renacimiento con motivo .de la Primera Guerra Mundial y la Revolución
Rusa, desarrollado en este caso por Spengler y Toynbee. El mismo autor nos
dice luego que “La amenaza de la guerra termonuclear, acompañada por el
espectro que evoca, de una destrucción sin precedentes y quizá de la “solu-
ción final”, probablemente esté destinada a provocar un tercer florecimiento”
(Norberto Bobbio. El problema de la guerra y las vías de la paz. Barcelona,
Gedisa, 1982, p. 24).

Ante esa posible “tercera etapa”, que se presta tan fácilmente para respuestas
apocalípticas y a la vez “integradas” ¿qué debe hacer quien se precie verdade-
ramente de estar alerta sobre los oscuros rincones con los que se expresa el
“logos”? ¿Vamos a caer en las redes del mito del “progreso” dentro de cuyos
• 215

términos se desplegó la filosofía de la historia en Hegel y Comte?
¿Volveremos a oscurecer con ellos la realidad de las guerras haciendo
de una vez para siem-pre ilegibles los alcances que debe darse a la
fuerza al servicio de la liberación de los pueblos? ¿Vamos a caer en el
irracionalismo de Spengler o en esa especie de medievalismo de
Toynbee con su rechazo de la modernidad en lo que tiene de valioso?

La propuesta de Norberto Bobbio nos parece ciertamente importante. ¿Por


qué seguir construyendo ideologías justificatorías, de las que siempre nos
será fácil encontrar sus “razones” más o menos disfrazadas, y no invertir
nuestra posición respecto de todas ellas? “Hasta ahora -nos dice- la tarea de
la filoso-fía de la historia ha sido justificar ... la guerra. ¿No hemos llegado
quizás -se pregunta- al punto en que corresponde a la guerra, a la guerra
atómica quiero decir, la tarea de desjustifi car la filosofía de la historia, o por lo
menos de inver-tir su sentido, vale decir, de hacer de la filosofía de la historia
no el proceso de racionalización del curso histórico de la humanidad por
excelencia sino, por el contrario, la demostración de su absurdidad?” (p. 25).

Dicho en pocas palabras, la tarea de la filosofía, si pretende alcanzar una


formulación acertada sobre el problema urgente y apremiante de la paz,
habrá de ser la de afilar al máximo las posibilidades críticas que hizo de
ella, a pesar de todo su permanente acarreo ideológico, un saber
rescatable y, en verdad, siempre un saber en el que podamos encontrar
verdaderamente una ayuda teórica para la lectura de este complejo texto
que es el mundo en el que hemos desembocado.

Y junto con esa filosofía de la historia que habremos de “desjustificar” desde la


realidad brutal de la carrera suicida en la que se encuentra embarcada la hu-
manidad, habremos de poner entre paréntesis, de modo riguroso, todas aque-llas
doctrinas que surgieron en el siglo XIX y comienzos del actual, al calor, primero,
del historicismo, y más tarde del positivismo jurídico, entendiendo por el primero
aquella Escuela Histórica a la que también rechaza Juan Bautis-ta Alberdi en sus
Apuntes sobre la guerra y por las mismas razones de Bobbio. El lema de que “todo
tiene su lugar en la historia” lleva a afirmar que también la infamia lo posee y por
tanto se le debe dar entrada con la majestad que se le otorga a los “hechos”. “Esa
nación -se refiere a la Alemania de Bismarck-ha producido una escuela llamada
histórica, que considera los hechos como la aspiración de la razón natural y una
revelación de las leyes de la Providencia” con lo que se ha venido -según nos lo
dice el propio Alberdi recordando a su amado Pascal- a que “No pudiendo hacer
que lo que es justo sea fuerte, se ha he-
• 216

cho que lo que es fuerte sea justo”. Una vez más la justificación de los poderosos,
de los que han ejercido el dominio sobre los pueblos y dentro de ellos sobre los
débiles y explotados. La Escuela Histórica con Savigny a la cabeza y la nue-va
escuela del “derecho internacional” con Blunschtli como jefe, proveyeron ambas lo
que Alberdi denomina las “armas intelectuales” que tuvieron tanta fuerza como los
fusiles de aguja, novedad bélica de la época, o los ágiles caño-nes de acero que
vinieron a reemplazar a los pesados de bronce.

¿Y qué decir del llamado “positivismo jurídico”? Sabemos que éste echó por
tierra al viejo jusnaturalismo que tanta importancia había alcanzado a partir del
escrito de Hugo Grocio, Acerca del derecho de la guerra y de la paz, pu-
blicado en 1625. Rechazado el “derecho natural” como la expresión de un
mero “deber ser jurídico” y afirmado únicamente el “derecho positivo” como
expresión del “ser jurídico” o “del derecho que es”, se venía por otro camino a
entronizar los hechos, confundiendo legalidad con justicia. Y por cierto que la
distinción entre “guerras justas” e “injustas” se convertía en un sinsentido.

Las consecuencias del positivismo jurídico venían sin embargo a introdu-cir,


por otra vía, un cierto tipo de historicismo, ahora de nuevo cuño, que arroja
importante luz sobre el problema de la guerra y de la paz. En efecto, la fuerza,
puesta en ejercicio, no es ya juzgada desde la idea de que se debe con ella
restaurar o reparar un “derecho natural” transgredido, como un mundo a-priori
en el que se recostaba el jusnaturalismo, sino que despunta la idea de una
fuerza creadora de un nuevo derecho o de un nuevo ordenamiento jurí-dico
(Cf. Bobbio, obra citada, p. 103-104) que enriquecida con los aportes de un
saber social hincado en una praxis, podría en algunos casos alcanzar una
justificación no necesariamente post-factum -que era el clásico tempus de la
filosofía de la historia- ni tampoco una justificación organizada sobre una mi-
rada hacia atrás, es decir, hacia aquel mundo a-priori y absoluto del jusnatura-
lismo. El “derecho ideal” desde el que se establece en este caso la posibilidad
de una justificación, no es un regreso al “derecho natural” como se ha
sostenido, sino que surge de esa formulación de categorías socio-jurídicas
que tienen su origen en un complejo juego que va permanentemente desde
una a-posteriori-dad, hacia una a-prioridad no necesaria que nos sirve para
comprender desde un plano mayor de abstracción, tal como lo hemos tratado
de explicar en otros ensayos. Desde este punto de vista habría que enjuiciar el
recurso al “derecho ideal” por parte de los teóricos de nuestras Guerras de
Independencia, guerras todas ellas “justas” según lo señala Alberdi.
• 217

Y aquí viene pues a surgir otro tema de la mayor importancia. El terror a la
guerra nuclear, indudablemente es en nuestros días el gozne desde el cual
debemos hacer girar en otro sentido la vieja “filosofía de la historia”, ya sea
para reformularla a contrapelo o para renunciar a ella de una vez; mas es im-
portante tener en cuenta que ese terror y esa renuncia a los viejos sistemas
justificatorios no deben convertirse en un medio para frenar la postulación y
realización de las transformaciones sociales sin las cuales tampoco habrá paz.
Evitar la “paz perpetua” de los muertos, parar con todas nuestras fuerzas la
“solución final” que acarrearía el suicidio del ser humano y con él tal vez, la
desaparición de la vida sobre la corteza terrestre, mas no frenar sino encauzar
de modo franco y valiente la transformación de las estructuras caducas y ya
en crisis que sentimos crujir a nuestro alrededor.
Si regresamos a aquel “derecho ideal” desde el que se juzgan los hechos
otorgándoles cualificación jurídica en el sentido de justos o injustos, no
cabe duda que a pesar de la diferente relación que establecía el
jusnaturalismo entre la facticidad y el a-priori jurídico, hay una cierta
semejanza que hace que la actual comprensión del problema encuentre
entre los jusnaturalistas ciertas notas compatibles.

Es precisamente lo que sucede cuando se leen escritos como los de Juan


Bautista Alberdi que ya hemos mencionado, a saber, El Crimen de la Guerra y
los Apuntes sobre la guerra. Lo que queremos decir viene a confirmarse sobre
todo si partimos de otro tipo de lectura de los jusnaturalistas, en función de la
cual podríamos aventurar la hipótesis de que lo que para ellos se aparecía
como un “derecho natural” anterior y a-histórico, no era nada más que una
forma de hipostasiar de aquel “derecho ideal” surgido de la praxis en ese
juego que ya hemos señalado de a-posterioridad y de a-prioridad. Con lo que
este nuevo historicismo, que se opone a las formulaciones del historicismo
clásico de la Escuela Histórica, como también a la formulación burda del
“positivis-mo juridico”, se encuentra en condiciones de rescatar el verdadero
alcance y sentido de nociones que no habían podido sobrevivir después del
ataque de aquél (Cfr. Bobbio, p. 102).

Y por último, la filosofía contemporánea ha de regresar, con todas sus he-


rramientas, al concepto mismo de “naturaleza” que juega con tanta fuerza no sólo
en el jusnaturalismo, en donde es categoría ciertamente axial, sino tam-bién en las
más diversas filosofías de la historia, tengan o no que ver con aquel
jusnaturalismo. Así, por un lado, en Kant -según él lo entiende- la Naturaleza -con
mayúscula- juega el papel principalísimo de “garantía” de la “paz per-
• 218

petua” por lo mismo que es ella quien se aprovecha -como verdadero sujeto-
del “mecanismo de las inclinaciones humanas” en favor del logro de aquella
convivencia pacífica. En otras filosofías de la historia, esa naturaleza quedará
reducida tan sólo a “naturaleza humana”, noción que se encuentra, como aca-
bamos de verlo, en el planteo kantiano, si bien subordinado a un principio más
vasto. En fin, no cabría que nos introdujéramos en este complejo tema en
donde la guerra y la paz quedan supeditadas a lo que se señale como “na-
turaleza humana”. Lo que sí queremos decir es que así como ha entrado en
crisis la filosofía de la historia en general -y con ella ciertas escuelas que influ-
yeron sobre la misma de modo importante, tales como la Escuela Histórica y
el Positivismo jurídico- del mismo modo se encuentra en entredicho la clásica
antropología que hacía del hombre un animal perverso o bondadoso, según
los objetivos políticos que se pretendían alcanzar con un discurso al servicio
de formas de poder. También este campo de la filosofía organizaba un a-priori
que no era otra cosa que una hipóstasis a partir de la cual surgieron
respuestas tétricas y ciertamente monstruosas, como la de Javier de Maistre,
u optimistas, como la del propio Kant.

Si el destino de la humanidad se encuentra supeditado, entre otras cosas, a


una toma de conciencia del camino en el que nos encontramos marchando, el
que bien podría ser sin retorno y si esa “toma de conciencia” -a la que se ha
denominado “conciencia atómica”- de nada valdría sin una labor de educa-
ción y sobre todo de auto-educación de los pueblos, es evidente que las bases
de aquella antropología habrán de ser otras, más criticas y más realistas. El
jusnaturalismo, por su parte, así como el historicismo clásico y el positivismo
jurídico, hicieron del acto educativo un hecho cuasi mecánico o por lo me-nos
supeditado al espontaneísmo de fuerzas “externas” al propio ser humano,
restándole de esta manera esa fuerza que ha de tener. Cuando se percibe
clara-mente la necesidad de auto-realización por parte de los pueblos, aquella
filo-sofía de la paz, que se ha convertido en un saber de sobrevivencia, se
muestra en toda su improrrogable importancia y significación y ese “pacifismo
activo” que no pretende renunciar a los ideales de justicia y de libertad, y
dentro del cual nos sentimos ubicados, cobra todos sus alcances de programa
para todos nosotros en cuanto humanidad.

Una vez más, la teoría crítica de las ideologías, generada dentro del gran cauce de
la filosofía de la sospecha que implica una constante preocupación por constituirse
en una real y concreta praxis teórica, junto con esa adhesión moral a la causa de
los desheredados y marginados a la que nos invitaba José
• 219

Martí, podría ser la vía para lograr dar las bases de una “filosofía
de la paz y de la libertad”, es decir, de una paz que no sea ni la de
los muertos, ni tampoco la de los dominados y explotados,
acostumbrados a “lamer con agradecimiento sus propias cadenas”,
según la antigua metáfora de nuestros hombres de la Ilus-tración.

II. Los comienzos de una filosofía de la paz y


de la libertad en América Latina: Juan Bautista
Alberdi y sus escritos sobre la guerra
En la segunda parte de esta exposición quisiéramos ocuparnos
de los escri-tos alberdianos sobre la guerra y la paz.

Diremos para comenzar que los mismos se encuentran dentro de lo mejor de


nuestra tradición pacifista, debiendo aclarar con todo cuidado que el he-cho de
hablar de “nuestra tradición” en ese sentido no quiere decir que seamos
“pacifistas” por naturaleza, mientras que asimismo “por naturaleza” serían
belicistas, por ejemplo, nuestros hermanos chilenos. Nada de eso, ni nosotros
ni ellos, somos “por naturaleza” una cosa o la otra, sino que podemos generar,
lamentable o felizmente, según las circunstancias, actitudes de ese tipo. Se
tra-ta de situaciones históricas, y entenderlo de otro modo nos conduciría, otra
vez, a aquella antropología desdichada. Una tradición que la tenemos, porque
hubo y hay entre nosotros quienes así lo quisieron y lo quieren y porque tene-
mos la obligación -como imperativo crucial de nuestra época- de acrecentarla
y enriquecerla, partiendo de la base, importante, de que no basta con un de-
claracionismo de paz sobre un mundo de injusticia social, en el que imperan,
además, formas de la violencia más cínica.

Dentro de esa tradición no podemos olvidar los dos Premios Nobel de la Paz (aun
cuando la imagen de Alfredo Nobel sea en el fondo una de las más sarcásticas de
la historia humana) que han sido otorgados a ciudadanos argen-tinos, uno de ellos
en 1937, al Dr, Saavedra Lamas, por su participación en favor del cese de
hostilidades en el Chaco, con lo que históricamente se vino a restañar, siquiera en
parte, el profundo daño material y moral que el Estado Argentino causó al pueblo
paraguayo en la Guerra de 1869; recordemos, a propósito de esto, el profundo
gesto de paz que significó la restitución, por voluntad del Presidente Perón, en
1950, al país hermano, de los trofeos de aquella guerra genocida, deshonor
permanente para quienes nos hemos ne-
• 220

gado a aceptar glorias fabricadas por la historiografía de los triunfadores. No
nos olvidemos que el Estado Argentino ha sabido en ocasiones adoptar nobles
respuestas a las tentaciones del imperialismo, como fue la negativa a enviar
tropas a la Guerra de Corea y rechazo de colaboración con la ocupación de
Santo Domingo llevada a cabo por los marines norteamericanos, durante la
Presidencia del Dr. Illia. Por último, y sin que esta enumeración sea felizmen-
te exhaustiva, mencionemos el otro Premio Nobel de la Paz, muy reciente,
otorgado como todos sabemos al Dr. Pérez Esquivel, en medio de un violento
rebrote de belicismo y de “nacionalismo chauvin” -como le llamaba Alberdi.-,
que fueron repudiados por el pueblo argentino en el memorable plebiscito del
23 de noviembre de 1984 en el que quedó superado, definitivamente, el
conflicto de limites con Chile.
Dentro de esa tradición, decíamos, se encuentran los escritos de Juan Bau-
tista Alberdi. Ambos fueron redactados como expresión de la experiencia
personal que viviera aquel ilustre argentino, durante la Guerra Franco-Pru-
siana de 1870. En los Apuntes sobre la guerra, escritos con posterioridad a El
Crimen de la Guerra, Alberdi decía “Me ha sido necesario ver de cerca un país
civilizado invadido por otro país civilizado, para medir por mis ojos toda la
enor-midad del crimen de la guerra” (p. 326) y como corolario de esta
experiencia, esa declaración suya que suponía un comenzar a ver el mundo
con nuevos ojos: “Empiezo a desencantarme del derecho”, enunciada por
alguien que había hecho precisamente del derecho el sentido de su vida.

El mismo Alberdi nos señala cuáles fueron sus inspiradores principales, entre
los que podemos destacar, en primer lugar, a Grocio, y luego al abate Saint-
Pierre y Kant. No cabe duda, si tenemos en cuenta tales inspiradores, que no
se apartaba Alberdi de la prolongada tradición jusnaturalista, si bien es visible
que la misma habla entrado en crisis como consecuencia de la debi-lidad del
“derecho de gentes” tal como venía planteado desde el siglo XVII. Mas, no se
trataba todavía de la crisis provocada por la Escuela Histórica, a la que como
dijimos, Alberdi repudia, ni menos aún por el positivismo jurídico que seria más
tardío y que, a no dudar, Alberdi hubiera asimismo rechazado. Por lo demás,
se trata de restablecer el viejo jusnaturalismo recurriendo a la ideología del
progreso tal como se la vivió en la modernidad decimonónica, que anunciaba
ya el despuntar del positivismo filosófico al que se aproximan de alguna
manera estos escritos alberdianos.

El siglo, con el despliegue de la Revolución Industrial, ya enteramente desa-


rrollada en Inglaterra, conformada en Francia y asegurada, mediante los pagos
• 221

exorbitantes de guerra que Alemania impuso al país derrotado y permitieron a su
vez el despegue industrialista prusiano, el clásico marco referencial del anti-guo
jusnaturalismo debía necesariamente de cambiar. Aquella doctrina del progreso se
vería confirmada por el desarrollo para entonces asombroso de los sistemas de
comunicaciones, el ferrocarril, los cables submarinos, el telégrafo. Todo parecía
abrirse hacia una humanidad integrada e intercomunicada en la que las más
diversas culturas habían comenzado a intercambiar experiencias y riquezas. La
magia de ese progreso, lanzada al mundo como eficacísima corti-na, venía a
encubrir las relaciones coloniales y a disimular el espíritu de rapi-ña que encerraba
el comercio, verdadera categoría civilizadora para nuestras burguesías. Alberdi no
escapó a todo esto, y sin embargo, de sus escritos surge algo que nos parece de
singular importancia: si antes Europa había sido la “civilización” y nuestra América
la “barbarie”, ahora, sin dejar de ser nosotros bárbaros, resultaba que también lo
era la Europa misma. Una relativización de categorías que debía reordenarse
dentro de aquel marco referencial, el del “progreso”, que sin embargo se mantenía
contradictoriamente a toda costa.

Si prestamos atención, podríamos ver que el concepto de “civilización”, sin


embargo, no se aleja mucho en nuestro autor del modo como aparece entendi-do
en el célebre escrito sobre la Paz Perpetua de Inmanuel Kant. Para éste, en efecto,
la “civilización” resulta definida como un sistema de vida aceptado por los hombres
racionalmente y conforme con el cual nos sometemos voluntaria-mente a un orden
legal. Lo contrario de esto, vale, decir, la vida de cada uno “independiente de toda
ley externa” (con lo cual quiere decir que cada indivi-duo debe someter su propia
ley interna, a la aceptada en común, externa a él), sería la “barbarie”. Y así en
efecto, define al “estado de naturaleza” en el que reinaría una especie de anarquía
salvaje o semisalvaje, del cual el hombre habría salido por su necesidad misma de
sobrevivencia, aceptando aquella ley en común que dio origen a lo que luego
vendría a ser el Estado. El planteo tiene muchos puntos de contacto con las tesis
del Leviathan de Hobbes, si bien la diferencia, ciertamente radical, se encuentra en
que no es el monarca el que por voluntad propia obliga a aceptar la ley común,
justificando de este modo la monarquía absoluta, sino que es un ente bienhechor,
la Naturaleza, la que como anticipamos, se “aprovecha” de ciertas inclinaciones
favorables de los hombres para que, paradójicamente, salgan del “estado de
naturaleza”. La renuncia a aquella “ley interna”, -lo que más tarde en Hegel habrá
de ser denominado como “libre albedrío”, categoría radicalmente encontrada frente
a otras como, por ejemplo, la de “sociedad civil”- dio nacimiento, tal como
• 222

surge claramente de las palabras de Kant, a la civitas y ésta encerró
necesaria-mente como su modo propio de ser a la civilización.

Pero sucede que el hombre puede ser “civilizado” en relación con el Estado
dentro del cual ha sometido su propia “ley interna” y ser al mismo tiempo
“bárbaro” en cuanto ciudadano de un Estado que no reconoce, a su vez, una
“ley externa” respecto de sí mismo. Por lo que una civilización completa o
perfecta se habrá de lograr sobre la base de la vigencia de dos tipos de “leyes
externas”: una del individuo respecto de la “sociedad civil” y otra, de ésta en
cuanto Estado, respecto de otros Estados. De ahí que Kant diga que “Los
pue-blos, como Estados que son, pueden considerarse como individuos en
estado de naturaleza, cuya convivencia en ese estado natural es ya un
perjuicio para todos y cada uno” (p. 107). ¿Cómo crear una “ley externa” que
se coloque por encima de todos los Estados, haciéndolos salir de la “barbarie
internacional”? Pues, mediante la creación de una “Sociedad de Naciones”,
con el apoyo de aquella benéfica Naturaleza, garantía de la sobrevivencia
humana, se podrá alcanzar una “paz perpetua” no de los muertos, sino de los
vivos.

La problemática de “civilización” y “barbarie” o, dicho en otros


términos, de “guerra” y “paz”, o de “estado de naturaleza” y “sociedad
civil”, la encontramos en Alberdi casi en los mismos términos,
lógicamente con los condiciona-mientos que imponía una Europa muy
diferente de la que los clásicos con los que trabaja habían vivido.

Importante resulta subrayar el matiz negativo que en todo momento asig-nará a la


guerra, aun en aquellos casos en los que podría pensarse en causas justas como
resultado de una indistinción dada en los hechos entre ofensa y defensa. Hay, en
efecto, “guerras justas”, mas no hay siempre modos claros o precisos para
determinar su naturaleza, por lo que lo prudente es presumir criminalidad por
ambas partes beligerantes. “El derecho de defensa -dice- es muy legítimo sin
duda; pero tiene el inconveniente de confundirse con el derecho de ofensa, siendo
imposible que el interés propio no crea de buena fe que se de-fi ende cuando en
realidad se ofende”. Por cierto que aquí se encuentra uno de los grandes
problemas en cuanto que, como nos dice en el mismo lugar que

“Distinguir la ofensa de la defensa es, en resumen, todo el


papel de la justicia humana” (p. 253).

Este problema de la indistinción entre “defensa” y “ofensa” que señalaba Alberdi se


ha venido a plantear en nuestros días, si bien en otro plano. En efecto, las
llamadas “guerras convencionales”, debido al poder creciente de las armas que se
supone les son especificas, se están aproximando cada vez más al
• 223

poder destructivo de las posibles “guerras nucleares”. Basta con pensar sobre
la destrucción de la naturaleza, como medida de guerra, hecha a base de
defolia-dores y bombardeos con napalm, durante la Guerra de Vietman.

Por otra parte, el éxito o el fracaso en la guerra está regido por causas mu-
chas veces fortuitas y el azar juega en estas dolorosas aventuras un papel a
veces importantísimo. Sí el vencedor declara haber cumplido con un derecho,
al que invoca precisamente desde su posición de vencedor, ¿qué valor puede
tener un derecho obtenido por azar? “La guerra da la razón -nos dice- al que
tiene la suerte de vencer”, pero una “razón” que depende del azar ¿es propia-
mente “razón”? De ahí la definición de la guerra que nos da Alberdi: “Es juego
-es decir, azar- y a la vez bestialidad” o, dicho de otro modo, es bestialidad
convertida en “razón” por leyes del azar (Cfr. p. 150).

Por otra parte, la guerra no puede ser juzgada en principio como “benefi-ciosa”
y no es cierto -nos dice- que exista “una influencia benéfica en la edu-cación y
en la mejora del género humano”. ¿Por qué? Pues porque el que re-sulta
“castigado” por haber perdido, “las más de las veces no es el criminal, sino el
débil”. “Bien puede el débil -dice- estar lleno de justicia; si combate con el
criminal poderoso, será vencido y castigado, sin ser por eso culpable” (p. 165-
166). En consecuencia “La guerra más bien fundada y justifi cada por la parte
(triunfante) envuelve la presunción del crimen en cuanto es la parte agraviada
la que se hace justicia a sí misma”. Para que una guerra tuviera “una
influencia benéfica en la educación” debería estar dentro de los marcos de un
derecho que ordena a la fuerza y no de la fuerza justificada a posteriori como
derecho. Debería ser un enfrentamiento entre un “culpable” vencido y un
“agraviado” vencedor, cuando sucede que se da entre un “fuerte” y un “débil”,
cualquiera sea el papel que juegue cada uno de ellos respecto del derecho. El
enfrenta-miento no se da pues en el plano de la razón, sino de la bestialidad.

Tampoco se puede en la mayoría de los casos juzgar acerca de la justicia o


injusticia de la guerra, post-factum. Quiere que toda guerra sea, en principio,
juzgada, no por la historia -la que casi sin excepción es redactada e impuesta por
los vencedores-, sino que lo sea desde un presente y de ser posible -que será el
punto obsesivo del pensamiento alberdiano- como lo hacen los jueces, que
enjuician a vivos y no a muertos. Los muertos son precisamente los que pasan a
convertirse en los héroes, que desde su mudez nos dicen que la guerra fue “justa”
o “gloriosa”. Una vez más nos dirá que mientras no se pueda recurrir a otros
criterios se deberá considerar a toda guerra como crimen y a sus conten-dores de
ambas partes, como criminales. El problema es ciertamente trágico.
• 224

¿Qué dirían esos soldados que yacen bajo la lápida del llamado “soldado des-
conocido”, sagrada para cada nación, si pudieran hablar? La historia oficial habla
por ellos. Frente a esa justificación o glorificación de la guerra Alberdi nos dice con
palabras indignadas que “... para inspirar horror a esa justicia de las fi eras y los
salvajes, indigna del hombre, se debe califi car a toda guerra, en cuanto defensa
de sí mismo, como un crimen contra la humanidad” (p. 170).

Ya podemos hacernos una idea de lo que es, pues, la guerra para Alberdi. Tomada
in genere no hay guerra que no sea criminal. Algunas guerras podrían serlo tal vez,
menos que otras, sobre todo para una de las partes que pareciera tener
justificación de sí, mas el acto guerrero implica una serie de factores de indefinición
que no nos permite salirnos de aquella afirmación de criminali-dad. Y por último,
entiende que hay “guerras justas”, mas ellas parecieran ser las que son
promovidas por los pueblos en defensa de sus libertades perdidas por obra de un
estado de opresión que no se presta a indefiniciones. En este sentido, nos dirá que
la gran lección que Hispanoamérica dio al mundo civili-zado, fueron sus guerras de
independencia.

Mas, volvamos a la consideración de la guerra in genere. En este nivel


de consideración Alberdi nos remitirá a ciertas nociones acerca de la
naturaleza humana, sin caer ni en los dos mitos contrarios, el de la
bondad primigenia del hombre, tal como la pensó Rousseau, ni
tampoco en la perversidad ingénita del ser humano, tal como aparece
en Hobbes y más tarde en Javier de Maistre, el “filósofo del patíbulo”.

“... como en el hombre hay dos entidades -dice citando una vez más a Pascal-el
ángel y la bestia, la guerra es una solución que la razón con-vencida de su
ceguedad delega a la bestia”. “La guerra -continúa dicien-do- es el hombre que
anima su condición de animal para resolver como el toro lo que no ha podido
resolver como ser inteligente y libre. La guerra, según Cicerón, -continúa- viene a
ser la lógica de las bestias, una manera bestial de resolver lo que no ha podido
resolver la discusión: la sinrazón exigida a última hora” (p. 149-150). “La guerra
-nos dice en otra parte- es la pérdida temporal del juicio. Es la enajenación mental,
especie de locura o monomanía, más o menos crítica o transitoria. Al menos, es un
hecho que en el estado de guerra nada hacen los hom-bres que no sea una locura
-dice recordándonos páginas de Erasmo de Rotterdam-; nada que no sea malo,
feo, indigno del hombre bueno” (p. 234). “La guerra -en fin- que por regla general
es un crimen, como todo homicidio, como todo acto de violencia, puede por
excepción ser un
• 225

acto de justicia” (p. 307). Subrayémoslo: por excepción, porque
por su naturaleza, es para Alberdi, crimen.

¿Habremos de pensar que ese recurso a los símbolos que le ofrecía Pascal, los
del “ángel” y la “bestia”, implicaba una interpretación subjetivista o una especie de
metafísica de la naturaleza humana? No podríamos negarlo, si bien es cierto que
tampoco podemos descartar que se trata de una metáfora. Pienso que el hecho de
que Alberdi habló en todo momento no sólo de “paz”, sino también de “libertad” y
entendió que no podía darse la primera, sin la segun-da, por allí despuntaba una
definición de la guerra de carácter social que, jus-tamente, nos permite confirmar el
valor metafórico de que hablábamos.

En otro texto sugestivo se plantea Alberdi en dónde se encuentra propia-


mente la criminalidad del acto bélico, si en su objeto, en sus medios o en sus
efectos, y encuentra que abarca todos esos aspectos o momentos, sobre todo
cuando está movida por el espíritu de conquista, de venganza, de destrucción;
cuando no es llevada a cabo mediante una “fuerza limpia, abierta, franca,
leal”, o dicho en otras palabras cuando a la criminalidad que la guerra muestra
con-siderada in genere se suman formas aún más bajas de criminalidad,
aquéllas que por contraposición con la expresión alberdiana de “fuerza limpia”
se desa-rrolla como “guerra sucia” que lleva a desconocer ciertos principios
mediante los cuales se ha intentado humanizar la criminalidad bélica, como es
el asesi-nato de los prisioneros; y por último, cuando sus efectos son los de la
opresión y el exterminio (p. 137; cfr. p. 236). Y para sarcasmo, una guerra
puede ser declarada “legal” por el legislador “sin dejar de ser criminal en
cuanto es hecha en contra del derecho” (p. 136) porque como se lo ha
señalado tantas veces “No todo lo que es legal es justo” (Ibídem).

También se plantea Alberdi el agudo problema de los alcances de la res-


ponsabilidad de los crímenes de la guerra. ¿Quiénes son los responsables del
crimen de la guerra? -se pregunta-. Naturalmente sus autores y sus
cómplices; los que la ordenan y los que la ejecutan. Esta doctrina tiene a su
favor -con-cluye- la gran sanción de Grocio” (p. 229). En conclusión “... los
generales son responsables de las cosas que se han hecho bajo su mando;
y ... los soldados que han concurrido a algún acto común, por ejemplo, al
incendio de una ciudad, son responsables solidariamente” (p. 94). Alberdi nos
dice, con una claridad que no deja lugar a dudas, que hay órdenes dentro del
crimen que es la guerra, que implican actos profundamente criminales, los
ahora denominados “crímenes aberrantes”, que no debieran ser cumplidas.
• 226

De ahí la triste condición del soldado que, si actúa en una guerra que pu-diera ser
considerada justa en cuanto que mediante ella se castiga ofensas reales y graves,
su papel es el de verdugo y si, por el contrario, lo hace en una guerra injusta, que
son las más, simplemente es un criminal. Lamentable oficio que no tiene
escapatoria, cosa que hace del mismo una tarea aborrecible (p. 139).

“Si las leyes de la guerra forman el derecho o el código penal de las


naciones, la iniquidad les sirve de fundamento, ... Las Leyes de la
gue-rra son la supresión y negación de las Leyes de la paz; una burla
de la justicia humana, y el desmentido más solemne de la
civilización ...” (p. 354-355).

¿Será posible acabar con las guerras? “¡Abolir la guerra! Utopía. Es -nos dice-
como abolir el crimen, como abolir la pena” (p. 129); “Es posible -nos am-plía
más adelante- que ... la guerra sea inextinguible, a causa de que el hombre,
por perfecto y civilizado que sea, no puede abdicar de lo que tiene de animal
en su naturaleza doble, compuesta de ángel y de bestia, como lo defi ne
Pascal”. “La guerra -dice luego- procede de la exaltación eventual de lo que
en el hombre hay de bestia, sobre lo que tiene de ángel ...” (p. 292).

Mas, como el ser “bestia” y el ser “ángel” a la vez le permiten a Alberdi esca-par a
las antropologías simplistas, podrá pensar que, por qué no, podría lo que hay de
positivo en el hombre salir adelante y si no acabar con la guerra, por lo menos
hacerla menos criminal, menos duradera, menos frecuente. “La guerra, nos dice
con un cierto dejo de optimismo, no será abolida del todo; pero llegará a ser menos
frecuente, menos durable, menos general, menos cruel y espantosa”

(p. 130). ¡Cuán lejos estaba Alberdi de sospechar, en este momento, de lo


que sobrevendría en pocos años con la Primera Guerra Mundial y no
muchos des-pués con la Segunda, en la que un país, los Estados Unidos
de América, que se le presentaba como modelo de democracia pacifista,
realizaría las primeras masacres nucleares de la historia humana!

Y de este modo hemos llegado al tema de la paz. En primer lugar nos parece que
es de muy particular importancia, además de la belleza con la que está enunciado,
lo que nos dice acerca de dónde se origina la paz. Veamos un tex-to que merece
sin discusión alguna figurar en todas las antologías sobre este tema: “La paz que
conduce (que trae) la guerra -nos dice-, es la paz de los muer-tos, no la paz de los
vivos ... La paz que así nace de la guerra, no puede dejar de producir la guerra a
su vez. No es paz, es tregua. La tregua, por ser larga, no deja de ser tregua, es
decir, una pausa de la guerra. No hay otro camino para llegar
• 227

a la paz, que la paz. La paz nace de la paz, como la paloma
nace de la paloma. La paz no es durable y fecunda, sino
cuando nace de la vida, no de la sangre derramada ...” (p. 295).

Lógicamente, para una pretendida lectura “dialéctica” la bella metáfora al-


berdiana vendría a poner en duda viejas formulaciones nada menos que del
propio padre del pensamiento dialéctico, Heráclito de Efeso. Lo que nos quiere
decir Alberdi implica sin embargo una valiosa crítica al concepto de “pólemos”
(guerra), como “padre” (o “madre”). La paz, en el movimiento dia-léctico, si así
intentamos comprenderla, no “niega” al modo como los hijos “niegan” a los
padres. La paz no pertenece a la “familia” de la guerra, es algo con contenido
propio; no es una ausencia de lo otro, sino una presencia afir-mativa de un
sistema de relaciones, con una sustancialidad fundada en si mis-ma. Frente a
esta paz, está la otra, a la que Alberdi denomina “tregua” y que no es nada
más que un resuello, el que hace falta para reiniciar el enfrentamiento bélico.
Lógicamente que si no aceptamos la metáfora, la paz que proyectemos para
el futuro, la habremos de pensar fuera de los ideales de la “paz perpetua” y
habremos perdido, de ese modo, esa importante idea reguladora sobre la que
se ha de ordenar nuestra conducta.

Conforme con todo esto, el ejército de la guerra no podrá ser el ejército de la


paz, así como el soldado de la guerra no será, jamás, el soldado de la paz.

“Como la guerra ocupa el poder -nos dice- y tiene el gobierno de los pueblos, ella
es la ley del mundo; y la paz no puede tomarle su ascen-diente sino por una
reacción o una revolución sin armas que constitu-ye este problema casi insoluble:
el de un ángel desarmado, que tiene que vencer y desarmar a Marte, sin lucha ni
sangre. Pero como la paz -nos continúa diciendo- tiene por ejército a todo el
mundo, y todo el mundo es más que el ejército, la paz tiene al fin que salir
victoriosa y tomar el gobierno del mundo, a medida que los pueblos, ilustrándose y
mejorándose, se apoderen de sus destinos y se gobiernen a sí mismos: es de cir, a
medida que se hagan más libres, como tiene que suceder por ley natural de su ser
progresista y perfectible. Así, la libertad traerá la paz, porque la libertad y la paz
son la regla y la guerra es la excepción

...” (p. 86).

En todo momento Alberdi piensa que los responsables de las guerras son,
más que los pueblos, los gobiernos, y por cierto los gobiernos de ciertas élites
o sectores sociales que han hecho de la guerra una industria en favor de sus
• 228

propios intereses, y de los ejércitos una secta que acaba por dominarlos a ellos
mismos. Los pueblos, más próximos a la humanidad que la clase dominante y que
esas sectas, acabarán por ser el verdadero sujeto de la historia. “El día que el
pueblo se haga ejército y gobierno -nos dice- la guerra dejará de existir, porque
dejará de ser el monopolio industrial de una clase, que la cultiva en su in-terés” (p.
87). En este momento en el que el pensamiento de Alberdi pareciera aproximarse
a una interesante comprensión social del problema, ya no habla, como vemos, de
un “ejército de la paz” desarmado, sino de ejércitos propia-mente dichos, en manos
de quienes las armas estarán definitivamente contra la guerra. Mientras tanto,
mientras esto no suceda, Alberdi, en este mismo momento en el que pareciera
estar ofreciéndonos otra fórmula, nos recordará que los “ciudadanos unidos” tienen
el poder y el derecho “de la resistencia o desobediencia” ante la injusticia de
aquellos gobiernos (p. 91).
Hemos hablado de una aproximación de Alberdi a una comprensión social del
problema. Ahora tenemos que decir que tal acercamiento es indudable-mente
relativo y no podía serlo menos, aun cuando las palabras con las que lo
enuncia están anticipando una etapa posterior en la que la liberación no será
la de las burguesías, frente a los restos de las aristocracias reinantes. A esto
se debe la ausencia total -vanamente se buscará en las páginas de estos
escritos de Alberdi alguna mención- de los acontecimientos de la Comuna de
París, cuya “resistencia y desobediencia” pareciera que quedaron totalmente
fuera de los marcos de comprensión de nuestro escritor.

Decíamos antes que así como habla un “soldado guerrero”, habla también en
esa otra línea de desarrollo del pensamiento alberdiano, un “soldado de la
paz”. “Hay un soldado más noble y más bello -nos dice- que el de la guerra, es
el soldado de la paz. Yo diría que es el único soldado digno y glorioso. Si la
bella ilusión querida de todos los nobles corazones, de la paz universal y per-
petua, llegase a ser una realidad, la condición del soldado sería exactamente
la del soldado de la paz” (p. 153). Y a continuación nos aclaraba, para evitar
confusiones respecto de lo que nos quería decir en ese momento, que
“soldado no es sinónimo de guerrero: se trata de un soldado cuya militancia
es precisamen-te la prédica y el ejemplo de la paz” (Ibídem).

Y la paz así como es ausencia de injusticia, es todavía otras cosas, entre ellas, una
muy importante: es educación. “La paz -nos dice- es una educación como la
libertad, y las condiciones del hombre de paz son las mismas que las del hombre
de libertad” (p. 155) y más adelante nos agregaba: “Formad al hombre de paz, si
queráis ver reinar la paz entre los hombres. La paz, como la libertad,
• 229

como la autoridad, como la ley y toda institución humana, vive en el hombre y
no en los textos escritos ... Es preciso educar las voluntades, si se quiere
arraigar la paz en las naciones ...” (p. 157). Y todavía más: “La paz está en el
hombre o no está en ninguna parte. Como cada institución humana, la paz no
tiene exis-tencia si no tiene vida, es decir, si no es un hábito del hombre, un
modo de ser del hombre, un rasgo de su complexión moral. En vano
escribiráis -concluía- sobre la paz, para el hombre que no está amoldado a
ese tipo, por la obra de la educación; su paz escrita será, como su libertad
escrita, la burla de su conducta real” (p. 162-163).

La fuerza que la educación posee en el pensamiento de Alberdi deriva de que no


ha declarado al hombre como bueno o malo, sino como un ser que tiene las
posibilidades de su hacerse y gestarse, tanto en el orden moral como en el
material. Paz y libertad son los dos valores máximos de este pensador nuestro,
valores que si bien aparecen teñidos en sus escritos con toda la con-notación
derivada de un pensamiento liberal típicamente burgués, exceden sin duda estos
marcos. Diríamos que acompañó a Alberdi una capacidad de crítica que no
tuvieron otros hombres nuestros de esa época. Concluiremos estas páginas sobre
lo que nos dice acerca de la paz trayendo a colación otro pensamiento suyo,
altamente significativo. “No basta -les decía a los amigos de la paz- predicar la
abolición de la guerra para fundar el reinado de la paz. Es preciso -agregaba-
cuidar de no encenderla con la mejor intención de abolirla” (p. 96). De donde
obtenía el siguiente axioma: “El verdadero medio de atacar la guerra que nos
daña, es atacar la guerra que nos sirve” (p. 97). Bello consejo de autocrítica. El
amigo de la paz debe desconfiar de sí mismo, en ese momento en el que por ser la
guerra suya la que está jugando, aun cuando sea guerra y por ser suya o la de los
suyos, pasa a ser justa. Duro oficio el del pacifismo.

No podemos extender más esta exposición, aun cuando bien


valdría la pena demorarse en el estudio de uno de los más
grandes pacifistas de nuestra histo-ria y tal vez de América
Latina, cuyos escritos tantas veces han sido prohibi-dos.

Su pacifismo, si quisiéramos caracterizarlo deberíamos hacerlo con la cate-


goría de “activo”, lo cual no contradice que el marco referencial que le sirve
para emitir todos sus juicios, muestra una mezcla constante de realismo y uto-
pía. Ya vimos que el fin de la guerra se le presentaba como algo irrealizable,
precisamente en ese sentido habla de “utopía” (p. 129). Sin embargo, cuando
nos habla de su gran fórmula, el nacimiento y constitución de lo que llamará
• 230

el “Pueblo-Mundo”, de este ente nos dirá que el día en que “se constituya,
arme y organice ... la paz del mundo dejará de ser una utopía” (p. 281).

¿Qué es ese “Pueblo-Mundo” (p. 142), al que denomina también “Sociedad-Mundo’


(p. 132)? ¿”Pueblo compuesto de pueblos que se llama género huma-no” (p. 142),
etc.? Pues es una entidad que no es propiamente un Estado, que tampoco tiene un
gobierno, que no posee una autoridad, sino que ella misma es autoridad y la más
alta, a tal extremo que se encuentra por encima de todas las naciones, los Estados
y por ende los gobiernos que detentan esos Estados. Ni qué decir que esa entidad
es radicalmente anterior a todas las instituciones que integran los Estados, entre
ellas los ejércitos y particularmente, como es lógico, los ejércitos profesionales, los
que ni siquiera son por lo que venimos diciendo anteriores al propio Estado ya que
es éste que los crea con el objeto de consolidar su estructura jurídico-política. Y
por cierto, con mucha mayor razón y únicamente mediante una inversión
intencionada podría el Estado y sus instituciones ser considerados como anteriores
a la nación. Pensar lo con-trario haría imposible la clara propuesta alberdiana del
desmantelamiento de los ejércitos profesionales, o, por lo menos, de su
reorientación y adecuación respecto de los auténticos intereses de la civilización.

Así, pues, con la aparición histórica de este “Pueblo-Mundo”, fruto de la


voluntad de los hombres libres y también de ese asombroso “progreso” que
encandilaba a nuestro Alberdi y que venía a cumplir en él el papel que Kant
atribuía a la Naturaleza como garantía de la paz, ha surgido una “tercera enti-
dad” frente a cualquiera conjunción o disyunción de bandos beligerantes que
se constituyan en el mundo, que hará posible el ejercicio de la justicia entre
los Estados. De este modo, así como el ciudadano salió del “estado de
naturaleza” al convertirse en tal, otro tanto acaecerá con esos organismos que
hasta ahora no han superado, en sus relaciones mutuas, las leyes de la selva.

El nuevo orden se habrá de caracterizar, en contra del tradicional orden


imperial de origen romano, en que las relaciones entre los pueblos no serán
las de dominadores y dominados, explotadores y explotados, sino de pueblos
soberanos y a su vez dispuestos a abdicar parte de su soberanía en favor de
aquel “Pueblo-Mundo”, única vía de perfeccionarla. Y así como el individuo se
hace ciudadano en la ciudad, pasando de lo primitivo y bárbaro, a la civili-
zación, de la misma manera, las Estados, individuos a su modo, se integrarán
en esa otra ciudad que es la cosmópolis, dentro de la cual volverá a reinar la
justicia por lo mismo que se hará posible el acto judicial.
• 231

Y por cierto que el constante rechazo del derecho internacional, tal como
venía planteado dentro de la tradición del derecho romano, tan interesada-
mente estudiado y permanentemente actualizado por las potencias imperia-
listas europeas de la época, implicaba la afirmación de la libertad de las na-
ciones emergentes dentro de una comprensión que anticipa la doctrina de la
libre determinación de los pueblos respecto de su propia vida social y política.

Alberdi hacía estas propuestas teniendo en cuenta lo que él consideraba ser


uno de los acontecimientos más grandes de la historia contemporánea: la
liberación de la América Hispánica, merced a esas guerras justas que fueron
las de la Independencia, liberación que había hecho aparecer, como novedad
radical dentro de la Historia Mundial, un conjunto de pueblos que entraban en
ese momento, precisamente a jugar su papel en esa historia. Parecía in-tuir
que en algún momento los restantes continentes colonizados acabarían
repitiendo la hazaña, como ha sucedido en nuestros días con el Continente
Africano y con gran parte del Asia.

No podemos dejar de destacar dos aspectos que nos parecen ciertamente


revolucionarios en el pensar alberdiano: que a la guerra debe oponerse la paz
y que al Estado debe oponerse una forma superior al mismo, que para poderlo
ser, habrá necesariamente de ser “anterior”, al modo como los pueblos y las
naciones se los entiende anteriores a las estructuras jurídico-políticas, por lo
menos desde el punto de vista del deber-ser. Aniquilación de las guerras, o
disminución de las mismas a más de humanización del acto bélico y extinción
o por lo menos limitación del Estado, dos ideales que la humanidad, el “Pue-
blo-Mundo” alberdiano ha perseguido y persigue. No está demás aclarar que
si bien Alberdi, dentro de su concepción libre-cambista, habla de la necesidad
de una limitación del Estado desde el punto de vista de un antiproteccionis-mo
económico, en este momento del que estamos hablando, esa limitación es
pensada también desde el punto de vista más profundo y radical de un ejerci-
cio de libertad y democracia que exceden aquellos marcos ideológicos.

La idea de esa “Gran Asamblea de los Pueblos” que integrará al “Pueblo-Mundo”


anticipó la Sociedad de las Naciones, surgida después de la Primera Guerra
Mundial y la de las Naciones Unidas, consecuencia de la Segunda. El poder de
esas asambleas debía encontrarse, según Alberdi, más que nada en el
fortalecimiento de la opinión pública internacional que, cada vez -pensaba-acabaría
teniendo mayor peso, sobre todo en la medida en que reinara, en cada Estado,
una convivencia libre, es decir, democrática. Restar importancia o va-lor a estas
ideas, acusando a Alberdi, como se lo ha hecho en alguna ocasión,
• 232

de ser un vocero del liberalismo, creo que no viene al caso. Podríamos afirmar que
el “pueblo” en él no deja de ser una categoría ambigua, como que la liber-tad de
que nos habla, es ininteligible si la separamos de su defensa de la pro-piedad
privada y de su apología del comercio internacional, verdaderos ídolos de las
burguesías europeas y sus remedos latinoamericanos. Mas, lo cierto es que su
denuncia de la guerra nos permite afirmar que todas esas categorías, así como las
de civilización y barbarie, unas más, otras menos, todas quedaron en cierto modo
sobrepasadas. De ahí la actualidad de este pensador que si lo fue radicalmente, si
verdaderamente se aproxima a lo que él había pretendido ser en ese momento
-con todas las limitaciones que ahora podríamos descubrir-le- ser propiamente el
intelectual orgánico de la causa de la paz, la justicia y la libertad, se debió a que
entendió que el compromiso primero de todo hombre es antes que nada y por
sobre todo con la vida y nunca con la muerte.

• 233

• 234 •
11. La filosofía en Nuestra América y el
problema del sujeto del filosofar

Vamos a hablar de la filosofía de Nuestra América en tres momentos, el pri-


mero, en el que nos ocuparemos de una de las condiciones históricas
indispen-sables para la constitución de un sujeto filosofante, a la que hemos
denomina-do a-priori antropológico; el segundo, tratará acerca de tres formas
de mirar que ejerce ese sujeto en la medida en que logra acceder a un
filosofar abierto y crítico, miradas a las que hemos denominado ectópica,
utópica y neotópica; y, en tercer lugar nos ocuparemos de la relación entre ese
sujeto y el tiempo, particularmente entre el mirar ectópico y lo diacrónico, con
la intención de dejar en claro que aquel a-priori antropológico no exige
necesariamente una filosofía de la historia.

I. El a-priori antropológico
Es lugar común afirmar que con el ego cogito, enunciado por primera vez en
1637 en la IV parte del Discurso del Método, se dio inicio a la modernidad
filosófica. Frente al saber tradicional en el que el mundo y Dios tuvieron prio-
ridad, quedó establecido el yo como principio, de hecho hasta nuestros días
en los que precisamente uno de los temas sigue siendo, a pesar de todo, el de
aquél en sus diversas manifestaciones. Con lo anterior no queremos decir,
lógicamente, que hayamos sido cartesianos durante cuatro siglos, sino que a
partir de aquella memorable fecha, lo que sí quedó como cuestión constante y
de particular importancia en el pensamiento filosófico occidental y de quienes
de alguna manera estamos insertos en él, ha sido la cuestión del sujeto o,
como hemos dicho en otros trabajos, de la sujetividad.

Por cierto que el ego cogito cartesiano nunca tuvo una sola cara, en cuanto que la
posesión de la ciencia no era ajena, en absoluto, a la posesión de la na-turaleza y,
con ella, esos seres a los que el colonialismo europeo bautizó con el
• 235

nombre de “naturales”. Las Cartas de la conquista de México (1519-1526),
de Hernán Cortés, constituyen, por eso mismo algo así como la versión
fáctica del Discurso del Método y el modo como, desde la tragedia, nos
abrimos a la modernidad. El ego cogito cartesiano tuvo siempre a su lado,
para nosotros en particular, el ego conqueror cortesiano. Cartesianismo y
cortesianismo se nos dieron a la par y hasta podríamos decir que el
primero nos llegó con la cara del segundo.

La historia del problema del sujeto que se abre con estos discursos simbó-
licos, más allá de todos los antecedentes que se les puedan señalar, ha sido y
sigue siendo compleja. En otros de nuestros trabajos hemos hablado de dos
procesos que han llegado hasta nuestros días, a uno de ellos lo hemos
caracte-rizado como “depuración” del primitivo ego cogito, fenómeno que
culminó con el ich denke de la Critica de la razón pura (1781) y que ha tenido
en el siglo pasado, el XX, una continuidad en las célebres Méditations
cartésiennes (1931) de Edmund Husserl, así como en los escritos del primer
Wittgenstein; al otro proceso lo hemos caracterizado como de
“descentramiento” del sujeto anterior que había concluido en el logicismo
trascendental kantiano, por un lado, y en el logicismo ontológico trascendental
con el que Hegel intentó dar entrada a la historicidad, así como a la historia.

Ni el rechazo, ni la denuncia de esa formas de sujetividad fueron, por lo


demás, cuestiones puramente teóricas tal como se desprende de lo que ya
he-mos dicho. En todo momento es posible leer por detrás de las nuevas
mane-ras de comprensión y de exploración de la conciencia que van
mostrando los sucesivos momentos de crisis, una praxis que impulsa a
reformular las rela-ciones clásicas establecidas entre conciencia y sociedad,
conciencia y cultura, conciencia y corporeidad, sobre las que se sostenía y se
sostiene esa categoría omnicomprensiva, colocada en el centro mismo de la
problemática de la suje-tividad: nos referimos al patriarcalismo.

Dentro de la larga y también trágica lucha contra la vigencia de esta ideo-logía


ordenadora, Olympe de Gouges combatió, en 1791 al sujeto andro-céntrico; el
sujeto burgués fue enfrentado por Marx a partir ya de sus escritos juveniles de
1848 y ridiculizado más tarde, sangrientamente en La ideología alemana; el sujeto
fi listeo, de tan antigua tradición, fue denunciado, en su ver-sión moderna, por
Nietzsche desde 1872; el sujeto de la conciencia autosufi-ciente se oscureció
irremediablemente por obra de Freud, a partir de 1900. Todas ellas, formas
diversas de sujetividad que se suponen y se complementan, que se interfieren y
hasta se anulan en sus conflictivos procesos, desde aque-
• 236

lla macrocategoría que mencionamos, la del patriarcalismo. De ella derivan o
son manifestaciones, todos los modos de ejercer la función de centro, es decir,
de dominio, tales como son, entre los más resistentes, el logocentrismo, el an-
drocentrismo, el etnocentrismo (el europeísmo es un etnocentrismo, ignorado
hasta hace poco por los antropólogos colonialistas) y, en fin, el hegemonismo,
expresión, según lo señaló Gramsci, de las formas de dominación dadas en
relación con la asimetría social.

Todos los tipos de sujeto que hemos señalado y otros que faltan sin duda, así
como los modos ideológicos de centrismo, han estado relacionados con cate-
gorías siempre presentes dentro del complejo desarrollo del mundo moderno: la de
emergencia, constitutiva de sujetos sociales en movimiento dentro de los juegos de
poder establecidos por los sectores dominantes, sean ellos cla-ses, etnias,
oligarquías políticas, iglesias, culturas, instituciones, etc.; luego, la categoría de
fragmentación, fenómeno antiguo y consustancial con todas las formas de
represión y dominio, que en nuestros días ha adquirido caracteres acuciantes y
específicos; y, en fin, la categoría de marginación, según la cual, en sus grados
extremos han llegado teóricos neoliberales a justificar la forma más procaz de
todas las que se han puesto en juego en relación con la construcción -en este
caso, abiertamente, de destrucción- de las formas de sujetividad: las de “excedente
de humanidad” o “sobrante social”.

Y aquí debemos señalar una cuestión de particular interés para la Historia de


las ideas. En todos los casos de lucha por la constitución de nuevos construc-
tos sujetivos, por parte de grupos humanos ignorados, marginados,
sometidos, explotados o simplemente desconocidos humanamente, se han
producido formas discursivas -orales o escritas- que han expresado aquella
inquietud y dentro de ellas, de modo implícito o explícito, han cuajado fórmulas
de au-toafirmación que expresan, a la vez, auto-reconocimiento y auto-
valoración y que han funcionado como principios reguladores de acción
política, social o simplemente cultural. Verdaderos enunciados conformadores
del discurso al que dan sentido y que, sin que su naturaleza contingente les
haya restado vivacidad y eficacia, han funcionado y funcionan como
verdaderos a-priori en relación con todas las formas posibles de praxis.

Una enumeración de esas fórmulas o enunciados simbólicos, presentados


cronológicamente, nos muestran un inquietante panorama de la riqueza ig-
norada que encierran las formas discursivas con las que se expresa la emer-
gencia, debiendo aclarar que no siempre su manifestación se da en el plano
de la discursividad. En efecto, hace unos años habíamos hablado de “formas
• 237

conductuales significantes” que tenían valor de símbolo y de afirmación. Pon-
dremos aquí tan sólo algunos ejemplos discursivos, sin olvidar, por cierto la
inevitable inserción contextual de cada uno y que son altamente ilustrativos
dentro de nuestra tradición literaria sudamericana y caribeña. En 1840, Si-món
Rodríguez enunciaba como principio de acción su célebre pregunta: “¿Dónde
iremos a buscar modelos? La América no debe imitar servilmen-te. O
inventamos o erramos”; en 1862, Francisco Bilbao decía: “Sepamos, en
nombre de Dios os conjuro, hermanos míos, escucharnos a nosotros mismos.
Tengamos la audacia de conocernos”; en 1885 Eduardo Paulo da Silva Prado,
por su parte, exclamaba: “Sejamos nos mesmos, sejamos o que somos, e só
asim seremos alguma coisa”; en 1891, José Martí, expresaba su pensamiento
con una metáfora: “Crear es la palabra de esta generación... El vino, de pláta-
no; y si sale agrio, nuestro vino”; en fin, en 1923, Manuel Ugarte dando forma
a todos los enunciados decía: “Lo que debemos cultivar es el amor a nosotros
mismos, la inquietud de nuestra propia existencia”.

Y todas estas fórmulas -sin olvidar las que podríamos rescatar de la tradición oral o
de las expresiones meramente corporales- no son ajenas a la filosofía, tal como
nos lo muestra el desarrollo del a-priorismo que va de Kant a Hegel. Dejando de
lado aquel ambiguo ego cogito cartesiano, así como el anémico mundo
trascendental kantiano y dándole y agregándole a la razón un matiz nuevo como
principio regulador -matiz que no ha estado nunca ausente de los enunciados que
estamos comentando- Hegel señaló con términos “académi-cos” lo que la larga
elaboración y reelaboración del a-priorismo había perdido en la historia filosófica
europea: lo axiológico. Pues lo que hemos denomina-do a-priori antropológico, y
de eso estamos hablando, es básica y fundamen-talmente dos cosas: es
contingente y es ejercicio de valor. No es extraño, pues, que cuando Hegel se
preguntó acerca del comienzo de la filosofía, dijera que el mismo era, a la vez, un
hecho político. Glosando sus palabras, puso como condición a-priori de todo
pensamiento aquel enunciado que exige: “Tener-nos a nosotros mismos como
valiosos decididamente (schelechthin); y ser tenido como valioso el conocemos a
nosotros mismos”. En ese sentido Nietzsche en su Voluntad de dominio (parágrafo
149) dijo que “La fe en nosotros mismos es la más fuerte cadena y el más fuerte
latigazo y las más poderosas alas”.

Lógicamente, que la afirmación que implica el a-priori antropológico no su-


pone haber alcanzado un nivel de autenticidad, sino que sólo indica su punto
de partida. En este sentido, en nuestro libro Teoría y crítica del pensamiento
latinoamericano, uno de sus ejes fue precisamente la necesidad de desarrollar
• 238

a partir de aquella primera norma, un universo normativo que permitiera for-
mas de legitimación en relación con la problemática de la dignidad humana.

Y ya para cerrar esta parte de la exposición no estará demás que insista-mos en lo


lejos en que nos encontramos respecto de un presunto kantismo, aun cuando haya
sido en Kant que hayamos dado con lo que hemos defini-do como normatividad de
la filosofía. Pensar que la palabra a-priori implica necesariamente algo así como
ideas innatas como pensaron los filósofos de Edimburgo, o que es sin más un
hecho lógico trascendental, es ignorar la na-turaleza variada y a la vez compleja
del inevitable hecho de la a-prioridad. ¿Por qué, además, lo caracterizamos como
“antropológico” a pesar de los riesgos de una lectura esencialista u ontologista?
Nuestra intención fue la de marcar la presencia de lo humano en su sentido más
radical, vale decir, en cuanto cualitativamente histórico y, por eso mismo,
contingente. ¿Por qué abando-namos la fórmula “a-priori histórico” que también
podría haber expresado lo que pretendíamos significar? Porque entendimos que
corríamos el riesgo de desplazar lo humano ante una historia vista en aquel
entonces desde estruc-turalismos que desplazaban la sujetividad de tal modo que
se borraban los rostros. Lo antropológico apuntaba a asegurar el lugar, relativo por
cierto, al hombre en cuanto sujeto capaz de ordenarse desde un a-priori, sin
ignorar su historicidad. Pues bien, si la teoría del a-priori antropológico surgió en
con-flicto con los estructuralismos, entre ellos el de las “epistemes” foucaultianas,
debemos ahora agregar que supuso desde un primer momento un rechazo de las
filosofías de la historia, cuestión de la que nos ocuparemos al final.

II. Ectopía, utopía y neotopías


Teniendo en cuenta lo que acabamos de decir, ¿cómo entendemos la filoso-fía
desde nuestra América y cuál es su tarea? Diremos, en primer lugar, que la
Filosofía Latinoamericana o ibeoramericana, es un preguntar por los modos de
objetivación mediante los cuales los grupos humanos nuestros han orga-
nizado y realizado su vida social, así como su cultura material y simbólica. Su
estudio nos abre a un mundo conflictivo, atravesado de contradicciones,
dentro del marco de una historia compartida, no ajena a aquella conflictividad
pero en la que nunca faltaron ideales de humanización.

Los más duraderos de éstos en cuanto nos han dejado valores rescatables,
giran en torno de un saber crítico que se viene desarrollando ya desde el siglo
• 239

XVII y que ha tenido y tiene como principio motivador las diversas formas
de emergencia de los sectores marginados: clases sociales, grupos
étnicos, muje-res, en los que siempre se han dado y se dan, aun cuando
de modo episódico y no sin grandes tragedias, formas decodificatorias del
discurso vigente. Debe-mos agregar, pues, que la filosofía de Nuestra
América no sólo es un estudio de los modos de objetivación, sino que
pretende ser, además y fundamental-mente, un saber crítico de los
mismos que se entiende heredero de las formas constantes y diversas de
criticidad tal como se han ido dando desde aquellos pensadores a los que
hemos bautizado como pensadores de la aurora, entre los que se
destaca, por poner un ejemplo paradigmático Sor Juana Inés de la Cruz.

Pero ¿qué es la crítica? Diremos que es un saber de supuestos y de media-ciones


y muy particularmente de aquellos que podemos señalar en nuestro discurso. Por
cierto que con lo dicho no es suficiente. Otros caracteres reúne la tarea crítica, tal
como ha sido y es ejercida y desde los cuales nuestra filosofía pretende asumirla.
En primer lugar, la crítica es, originalmente, una función contemporánea a los
hechos. No necesitamos la maduración hegeliana de los tiempos para hacer la
crítica de una época, o de una situación social, aun cuan-do la tarea crítica no
alcance inicialmente todo su desarrollo.

En segundo lugar, la crítica tiene un origen espontáneo. Aun cuando pueda


llegar a establecerse como saber filosófico-académico, su posibilidad está
dada en la praxis propia de la vida cotidiana y en la constante tarea
decodificatoria del discurso que caracteriza a las formas del saber ordinario.
En tercer lugar, la crítica es antes social que epistemológica y es lo
segundo gracias a que ha sido lo primero. La crítica de la razón lo
es de una racionalidad determinada, no de toda razón posible.

En cuarto lugar, la crítica supone un constante descentramiento del


sujeto y es, básicamente, un poner al sujeto fuera de su centro como
condición misma de la sujetividad. Este último rasgo es, precisamente,
el que hace de piedra de toque de todas las manifestaciones del saber
crítico en general, incluso en sus formas más elevadas.

De ahí la importancia central que tiene para nosotros la cuestión del su-jeto
considerado a la vez como praxis, como teoría y como historia. Frente a una
mundialización que con las asombrosas posibilidades de la tecnología
pareciera derrumbar identidades, así como los sistemas de relación sobre los
que habían sido construidas, hemos de responder a su reto mediante un acto
de afirmación de nosotros mismos, que haga de apoyo de nuestra palabra y
• 240

que sea a su vez afirmación crítica. A esto, con todas las
dificultades teóricas y prácticas que ofrece, lo hemos
denominado, tal como ya lo hemos dicho, a-priori antropológico.

Así, pues, un sujeto que capaz de una mirada ectópica, tenga fuerzas
para reformular un proyecto identitario, con una abierta actitud dialéctica,
sin añoranzas ingenuas de una identidad perdida, sin la mitificación de la
tierra, sin geoculturalismos aberrantes y sin el regreso a un pasado
idealizado como lugar de refugio, todo esto y además, abierto a los aires
de una mundialización en la que la humanidad no aparezca dividida
mediante las dicotomías con las que nos hemos regido y nos han medido:
Ortodoxia/Heterodoxia; Civiliza-ción/Barbarie; Progreso/Atraso;
Desarrollo/Subdesarrollo; Globalización/ Exclusión.

Hemos hablado de un saber de nosotros mismos que ha desarrollado


cons-tantemente formas de criticidad y hemos dicho que una de nuestras
tareas como filósofos consiste en su rescate, en particular de lo que
hemos caracteri-zado como un mirar excéntrico o ectópico.

Pues bien, ahora hemos de agregar que si tales formas se han dado, el hecho
no es extraño a un fuerte sentido de performatividad que caracteriza, en ge-
neral, el discurso desde sus formas populares de crítica social, hasta las
cultas expresadas particularmente en el ensayo y en la novela. Se trata de un
tipo de textualidad oral o escrita en la que la urgencia y las ansias de un
mundo mejor, impulsan a borrar los límites entre el decir y el hacer.

Pero ¿se trata realmente de “actos de habla” tal como fueron definidos y
ejemplificados por Austin en su célebre tesis ¿How to do things whith words?
(1962). Para lo que pretendemos señalar aquí, los casos de performatividad
mostrados por Austin, nos resultan un tanto limitados. En efecto, definió el speach
act por su forma fraseológica, no por la contextualidad, criterio éste que permite
ampliar la presencia de lo performativo, de la simple frase, al dis-curso. Demás
está decir la importancia que este hecho tiene respecto, precisa-mente, del ensayo
en el que es visible un fuerte compromiso con el entorno. Y otro tanto deberíamos
decir de la gran novela latinoamericana, tal como lo vemos en Los ríos profundos
de José Maria Arguedas. El hecho de que el ensayo fuera definido por Juan
Bautista Alberdi como texto abierto, responde a que la actividad en la que el
ensayo es la cara literaria, es asimismo un proceso en marcha. No es por tanto
únicamente lo que un texto verbal o escrito, pueda expresar como resolución o
disposición -que sería el ejemplo clásico de un decir performativo- sino que la
totalidad del discurso se encuentra teñido de
• 241

una tendencia performativa. En función de esto y teniendo en cuenta ciertas
formas típicas nuestras, tal vez podríamos afirmar que ellas poseen algo así como
una estructura soterrada ilocucionaria que estaría generando su sentido
performativo, más allá de aquellas formas que se presentan gramaticalmente como
actos de habla. Lo que estamos afirmando sería visible en textos clási-cos tales
como el Programa para un curso de fi losofía (1840) de Juan Bautista Alberdi,
escrito que no sin razón han valorado como acto fundacional José Ingenieros,
Alejandro Korn, José Gaos, Leopoldo Zea y Arturo Ardao; y ese otro texto
fundacional, “Nuestra América” (1889) de José Martí de innegable vigencia en
nuestros días. Digamos ahora que nuestra filosofía ante sus textos clásicos no
pregunta tanto por ellos en cuanto enunciado, sino que pregunta-mos por las
razones o motivos de la enunciación, con lo que nos ponemos en lo que sería su
nivel pragmático. Así leemos los Siete Ensayos sobre la realidad peruana (1928),
obra en la que Mariátegui intentó “meter toda su sangre en sus ideas” y es, desde
ese mismo nivel de lectura que ha sido deconstruido el mensaje del Ariel (1900) de
José Enrique Rodó, a partir del Calibán (1973) de Roberto Fernández Retamar y
La ciudad letrada (1984) de Angel Rama. Poniendo en juego aquella criticidad y sin
ignorar que el pensamiento no se reduce a libros, la filosofía de nuestra América
quiere organizarse sobre un corpus a través del cual podamos reencontramos con
formas discursivas que sean a la vez actos de dignidad humana o, por lo menos,
que los impliquen.

A la mirada ectópica se ha de sumar la mirada utópica. ¿Significa esto que


hemos de seguir dibujando utopías y dejando a la razón imaginar mundos tan
perfectos que en ellos, por eso mismo, no tenga lugar la vida? El espíritu
carcelario de La Ciudad del Sol, texto escrito, además, en la cárcel, puede
cau-samos estremecimientos, sobre todo si olvidamos la radical validez del
acto utópico en sí mismo, aceptemos o no la construcción propuesta. Para
enten-der lo que pretendemos decir ahora, se ha de establecer una distinción
entre función utópica y su expresión, las utopías discursivas. Hemos de
rescatar lo primero en cuanto que es consustancial con la mirada, mientras
que las for-mas narrativas son circunstanciales y epocales. No podemos
olvidar que Kant quien se ocupó en cortarle las alas a la razón, se vio obligado
a darle valor y no poco, a las “ideas reguladoras”, productos de esa misma
razón. Aquellas aun cuando para Kant no podían ser consideradas como
conocimiento científico, quedaban convalidadas desde la razón práctica.
Había, pues, una empiricidad, la dada por la propia vida humana.
• 242

Otra vez debemos regresar a la necesaria relación entre mirada ectópica, mi-
rada de descentramiento del sujeto, y mirada utópica. Las ideas reguladoras,
que para expresarse no necesitan desarrollos discursivos, tal como aconteció
en el Renacimiento, pueden ser expresadas en aquel tipo discursivo breve del
que hablaron los griegos (brajéis lógoi). Una sola palabra puede ser un mundo
y encerrar una idea reguladora de modo pleno y rico, son las palabras-símbolo
con las que los sectores emergentes han acuñado sus ilusiones y sus
exigencias de reconocimiento y dignidad.

Y ahora, a propósito de lo dicho, debemos decir que a la mirada ectópica,


fundamento de toda crítica y a la mirada utópica, ventana hacia modos po-
sibles y deseables de convivencia humana, hemos de hablar de una mirada
neotópica (o politópica?). Para explicamos debemos regresar en este
momento a la vieja retórica aristotélica. Allí se habla de ciertos “lugares” (tópoi)
a los que el orador puede ir a abrevar, como si fueran manantiales, ciertas
verdades consentidas, compartidas o consensuadas, desde las que se puede
montar un discurso apto para ser, por eso mismo, escuchado y aceptado.
Partir del saber del otro para establecer nuevos saberes, no con la mera
intención retórica del convencimiento, sin preocupamos por la verdad o la
justicia, sino con el deseo de asegurar un discurso alimentado en fuentes
muchas veces inesperadas y con un respaldo comunitario en vistas de aquella
dignidad humana de la que hemos hablado. Y, sobre todo, un discurso que
tenga como punto de partida un rescate de esos símbolos que por su
fecundidad son siempre nuevos y refor-mulables. Se trata de no ir hacia los
“lugares” en donde podemos abrevarlos, olvidando las dos miradas que ya
comentamos, la ectópica y la utópica, sino desde ellas, asomamos a la
inmensa riqueza de los infinitos universos discur-sivos del quichua, del
aymara, del castellano, del mapudungu, del inglés cari-beño, del azteca, del
portugués, el maya, el créole haitiano, el sranontongo de Surinam, el holandés
colonial, y tantos otros, con todos sus discursos, verbales o escritos, y todo
ello con un espíritu nuevo. De este modo los tópoi no serán los “lugares” de
vejeces y de curiosidades de una literatura cortesana, o de un mundo folk
reducido a lo trivial o curioso o de los prejuicios consensuados que podrían ser
apoyo de perversas ideologías, sino fuentes vivas y siempre nuevas desde las
cuales tal vez podamos darle forma, con una mirada neotópica precisamente,
a ese pensar que no se avergüenza de declararse ancilla eman-cipationis.

• 243

III. Hacia una teoría crítica de la historia
Concluiremos ocupándonos, tan siquiera brevemente, de las relaciones entre
la mirada ectópica y el tiempo histórico. Somos conscientes, por cierto, de que
nuestro concepto de “sujetividad”, expresado en la categoría de sujeto
empírico, así como en el ejercicio de lo que hemos denominado a-priori antro-
pológico, tienen serias dificultades. Y otro tanto hemos de decir, justamente,
del principio sobre el que fundamos toda criticidad, el de ectopía.

¿No se corre el peligro de una visión idealista del sujeto? Nuestro


amigo Günther Mahr, precisamente nos ha alertado respecto de lo
que él ve como “una constante tendencia a la idealización del
sujeto en la filosofía latinoame-ricana” (Carta del 9-12-1998).

De alguna manera hemos tenido en cuenta siempre ese riesgo,


alertados, sobre todo, por las filosofías de sospecha, sin que en
ningún momento ha-yamos participado de la radicalización de la
sospecha tal como lo han hecho los estructuralistas extremos y
que les llevó a enunciar, de diversos modos, el tema de la “muerte
del sujeto”, tanto mediante el uso como el abuso de para-logismos.

Los estructuralistas mencionados avanzaron más allá de lo que hemos de-


nominado “descentramiento del sujeto” y concluyeron en lo que podríamos
caracterizar como un “desplazamiento de la sujetividad” hacia grandes estruc-turas
avasalladoras, exclusivas dadoras de sentido. En contra del trascendenta-lismo
kantiano, hemos entendido que no se puede cumplir la “función sujeto”, sin sujeto
empírico, y en contra de las ideologías estructuralistas afirmamos que las formas
de sujetividad atribuidas a las estructuras en cuanto deposita-rias de la “función
sujeto”, tan sólo lo son por analogía con aquel.

Pero ¿a qué apunta la expresión de “empírico” con la que cualificamos al


sujeto que cumple, a nuestro juicio, primariamente la “función sujeto”? Pues, a
señalar y subrayar la capacidad de una determinada experiencia axiológica
primaria que es acto constitutivo de la sujetividad y que es, como lo hemos
dicho en otras partes, radicalmente histórica, social y contingente.
Pues bien, regresando a los problemas que plantean las estructuras ¿qué ga-
rantía tenemos, sin embargo, de que esa potencia o capacidad de experiencia no
se encuentre condicionada a tal extremo que el sujeto no sea más que una ilusión?
Lo primero que tenemos que decir es que tan difícil es, si no impo-sible, pensar en
el poder de las estructuras desde un radical determinismo,
• 244

como lo es afirmar una no menos radical indeterminación del sujeto o de la
conciencia. Se impone, pues, un regreso a los grandes maestros de la sospecha.

Precisamente lo que Freud caracterizó como “malestar de la cultura” es una


respuesta siempre orientadora al problema que plantea precisamente el fenó-
meno del “descentramiento” del sujeto. Reconoce en su célebre escrito “una
influencia ajena y externa, destinada a establecer lo que debe considerarse
como bueno o como malo”. Y en su maravillosa descripción de la melancolía
(estado patológico que muestra conexiones con el “desencantamiento de to-
dos los ámbitos de la vida”, tema weberiano que circuló a fines del siglo pasa-
do), nos muestra, precisamente, de qué manera aquella afirmación del sujeto
que nosotros invocamos como principio de un discurso propio, está desplaza-
da por un “empobrecimiento del yo”. El melancólico “nos describe su yo -dice
Freud- como indigno de toda estimación, incapaz de rendimiento valioso
alguno y moralmente condenable”. Ante esos fenómenos y otros semejantes
que están mostrando hasta qué punto juega negativamente el descentramien-
to de la sujetividad en el mundo moderno, se pregunta, sin embargo, por otro
hecho no menos evidente: “¿Cómo explicar -se pregunta- la extraordinaria
intensidad de la conciencia en los seres mejores y más dóciles?”, vale decir,
en los que han asumido, justamente, la presión indiscutible del super-yo y no
han perdido un ejercicio personal de la sujetividad, sino que, por el contrario,
lo han acentuado.

La mirada ectópica no supone, por todo lo dicho, un renunciar a la utiliza-


ción del concepto de sujeto, sino que se apoya sobre un modo
pretendidamen-te crítico de la sujetividad. Pues bien y ésta será la última
cuestión de la que nos vamos a ocupar: ¿cuál es la relación del sujeto con
el tiempo histórico? Dijimos en la primera parte de esta exposición que el
ejercicio del a-priori an-tropológico no supone haber alcanzado un nivel de
autenticidad y que exige, por eso mismo, un universo normativo
complementario, ordenado desde la categoría de dignidad humana.

Debemos reconocer que la afirmación del sujeto ha estado acompañada,


casi siempre, de un intento de salvarnos de la contingencia, mediante una
vi-sión diacrónica que pretende hacer de la historia una tautología. ¿Qué
mejor que el devenir histórico nos confirme y nos justifique a través de un
desarrollo dialéctico de etapas y de épocas? ¿Qué mejor que disponer de
un relato his-tórico-normativo que nos ayude, al modo como lo hace una
filosofía práctica o, tal vez, con más eficacia, al ordenamiento de nuestra
conducta, así como de la de los demás?
• 245

Con lo dicho estamos en el origen de la filosofía de la historia, así como
ante lo que podríamos considerar su secreto. En efecto, si estos relatos se
han caracterizado por una dialectización de hechos históricos, también lo
han sido por una selección de los mismos acompañada de un descarte de
todo lo declarado como no-histórico. A este fenómeno lo denominamos,
hace unos años, selección pre-dialéctica y en función de él declaramos la
conveniencia de abandonar la construcción de filosofías de la historia y
dedicarnos a lo que llamamos una “teoría crítica de la historia”.

¿Significa esto que las filosofías de la historia son, en bloque, materiales in-
servibles? ¿No podrían acaso ser de interés para una Historia de las ideas?
Afirmar lo primero, sin más, sería absurdo. Queda en pie ese alerta que es la
denuncia de aquel secreto que mencionamos, pero también queda en pie la
existencia de relatos que, aun habiendo sido construidos desde una selección
pre-dialéctica, jugaron funciones liberadoras. De lo que no nos cabe duda al-
guna es de la necesidad de continuar desencubriendo las filosofías de la histo-
ria imperiales, cuyo modelo paradigmático será siempre el de Hegel, así como
señalando todas aquellas otras cuyo uso práctico, más allá de sus
limitaciones, las justifique, aun cuando fuere ocasionalmente. El criterio para
juzgarlas será siempre el principio fundador del universo de los valores
morales, la dignidad humana.

• 246

12. Neoliberalismo y nuestra filosofia

Ocuparnos en nuestros días del neoliberalismo así como de las respuestas


que se habrían dado ante esa ideología en el ámbito del pensamiento filosó-
fico, resulta imposible sin tener en cuenta dos hechos ciertamente graves: la
abierta y desembozada posición imperialista de los Estados Unidos y, en rela-
ción absolutamente directa con ese hecho, el problema de la guerra.

Comenzaremos recordando algunas de las declaraciones que se han dado a


conocer en dos de los Foros sociales de Porto Alegre. En el de febrero del
2001, al que asistieron más de 200.000 personas, fueron condenadas las
ame-nazas y las declaraciones de Colín Powell, funcionario de peso dentro de
la administración Bush, según las cuales, Irak, Irán y Corea del Norte serían
los próximos objetivos de los ataques militares de los Estados Unidos.
“Hacemos público nuestro convencimiento -se dice en el Foro- que una
escalada militar no servirá para derrotar el terrorismo y que la guerra no puede
erigirse en medio para solucionar los problemas del mundo. Nos oponemos a
que se repi-tan otras tragedias, guerras y conflictos que han sido causa de
tantas víctimas civiles inocentes, como los recientes ataques terroristas en
Estados Unidos y la guerra de Afganistán”. (1)

Más tarde, en el Foro Social Mundial llevado a cabo asimismo en Porto Alegre
entre el 23 y el 27 de enero de este año de 2003, se aprobó por unani-midad
una “Declaración sobre Irak” presentada por la “Asociación Americana de
Juristas”. La misma dice: “La Asociación Americana de Juristas” -asocia-ción
que abarca a juristas de Norte y Sudamérica, a más del Caribe- condena la
agresión militar contra Irak que planea ejecutar el gobierno de los Esta-dos
Unidos auxiliado por Gran Bretaña. El verdadero objetivo del plan de los
Estados Unidos, es mediante una guerra ilegal y posiblemente unilateral,
apoderarse de los recursos petrolíferos de Irak, dividir y ocupar indefinida-
• 247

mente el país por la fuerza de las armas y consolidar su control imperial sobre
el mundo. Una guerra -sigue diciendo- incrementará los costos humanos para
el pueblo de Irak, sometido desde hace doce años a constantes bombardeos
aéreos estadounidenses y británicos, y al bloqueo económico, impuesto por el
Consejo de Seguridad al concluir la Guerra del Golfo que, según el informe de
UNICEF, ha provocado la muerte de más de 500.000 niños. Asimismo se
creará un peligro real e inminente a la paz y seguridad en la región, de exten-
derse el conflicto a todo el Medio Oriente. Una agresión militar bajo el pre-
texto de guerra preventiva, está en pugna con los principios fundamentales de
la Carta de las Naciones Unidas. Exhortamos a que los Estados -añade- par-
ticularmente los Estados Unidos, actúe conforme a la Carta de las Naciones
Unidas y que los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, así como
la Asamblea General, se nieguen a avalar la política de agresión y guerra del
gobierno de Estados Unidos, que es el principal responsable de amenazar la
paz y seguridad mundial. Llamamos a los juristas de todo el mundo -concluía
diciendo- a engrosar el movimiento por la paz, contra la impunidad imperial y
por el respeto a los derechos humanos”. (2)

De acuerdo con el texto que acabamos de transcribir, se señala como una


aberración jurídica el concepto de “guerra preventiva”, definida por un tal Ja-
mes Woolsey, ex-director de la CIA, el 20 de setiembre de 2002, diciendo que
“la nueva doctrina surgida de esta batalla asimétrica contra el terror es la
disuación anticipada o guerra preventiva, llevada adelante contra un Estado
canalla que se supone que promueve y apaña a terroristas”.(3)

Esta guerra se lleva a cabo con total impunidad, pues, como veremos Esta-dos
Unidos se ha desprendido de la casi totalidad de los compromisos inter-nacionales
que lo obligarían, como Estado, a dar razones o promover acuer-dos previos en el
seno de los organismos internacionales creados precisamente para asegurar la
paz. Se apoya, además, en la creación de un enemigo hipoté-tico visto con mirada
fundamentalista y al que se lo demoniza con categorías tales como las de “Eje del
mal”, “Estados canallas”, “Estados fallidos”, “Estados fracasados”, etc.; se apoya,
además, en una opinión pública infectada de pasión militar y guerrera. Un tal
William Kristol decía precisamente que “siempre es buen signo que el pueblo
estadounidense esté dispuesto a hacer la guerra”(4) y, en fin, frente a la idea
reguladora kantiana de la “paz perpetua” se establece el de la “guerra perpetua”.
De este modo, pretextando combatir el terrorismo, el Estado se vuelve él mismo
terrorista, con lo que se cae en flagrante contra-dicción. La decisión de hacer la
guerra contra un “Estado canalla” no necesi-
• 248

ta de ningún argumento verificado o verificable, basta con una sospecha que
podría quedar justificada como hecho real o no. Y puede ser muy bien que aquel
“Estado canalla” no se encuentre involucrado en terrorismo, ni tenga armas de
destrucción masiva, ni armas biológicas. La sospecha, tan útil y hasta
indispensable para la decodificación del discurso, es moralmente inadmisible para
la justificación de cualquier forma de agresión y más aun, tampoco es vá-lida como
justificativo de la muerte de los propios soldados norteamericanos a los que se
obliga a hacer la guerra. Tenemos derecho a sospechar por nuestra parte y nuestra
sospecha sí es válida, que puede. haber otros motivos, ya que una guerra supone
gastos enormes y riesgos inevitables de vidas humanas. En el caso de Irak se dan
otros hechos que muestran cómo la “sospecha” no es nada más que un pretexto y
un justificativo que oculta otros motivos. Y uno de ellos, el principal, posiblemente,
es el control del Golfo Árabe-Pérsico, vía de acceso a uno de los yacimientos de
petróleo más ricos del mundo, a lo que debemos agregar que guerras como esta
contra estados débiles con fuerzas ar-madas inferiores, permiten afirmar la
hegemonía de los Estados Unidos ante el mundo como Estado Imperial. El
Imperio, en efecto, tiene su máximo apo-yo en la guerra utilizada como instrumento
de política exterior, con lo que la fórmula según la cual el derecho ha de preceder a
la fuerza queda totalmente invertido.

Si nos preguntamos en que se pone de manifiesto la voluntad imperial de los


EE.UU., basta con observar su conducta respecto del principio politico y
jurídico del multilateralismo, lo que ha de entenderse como la aceptación y
decisión de los Estados de no tomar resoluciones de política internacional sino
en acuerdos conjuntos y nunca por cuenta propia. Y esto es lo que no viene
haciendo la actual administración Bush al negarse a integrar foros in-
ternacionales en cuyo seno se deberían discutir las decisiones de mayor peso,
entre ellas, las de una guerra y se deberían conformar políticas relacionadas
con las poblaciones humanas y el medio ambiente. Las pruebas de esta nega-
tiva de una política exterior regida por el principio del rnultilateralismo está en
el rechazo de mecanismos internacionales de control en materia de armas
químicas y biológicas, previstas en el Protocolo de 1999 dentro del marco del
Convenio de 1971; la negación por parte del senado de los Estados Uni-dos,
de ratificar el tratado de limitación de armas nucleares; la desvinculación
respecto de la Corte Penal Internacional prevista en el Acuerdo de Roma de
1998, establecida para juzgar criminales de guerra y puesta en funcionamien-
to en julio de 2002; la declaración de impunidad de los soldados norteameri-
• 249

canos ante aquella misma Corte, así como la firma de acuerdos bilaterales
que aseguren la no-extradición para ciudadanos de esa nacionalidad que
pueden ser sometidos a juicio; la no ratificación del Protocolo de Kyoto firmado
por la Administración Clinton, según el cual deben establecerse limitaciones a
la producción de gases con efecto invernadero por parte de paises
industriales; la violación de las normas de la Organización Mundial del
Comercio respecto de políticas proteccionistas que perjudiquen a terceros,
como son las puestas en práctica en relación con la producción de acero y la
agricultura; la no ra-tificación de los Derechos del niño (1989); la no
ratificación del convenio sobre la eliminación de todas las formas de
discriminación contra las mujeres (1979); la no ratificación del Protocolo de
1989 que completa el acuerdo diri-gido a prohibir la ejecución de menores; lo
cual todavía se practica en algunos de los Estados de los Estados Unidos, así
como en Arabia Saudita, Irán, Nige-ria y República del Congo. A todo lo
enumerado se ha de sumar la violación de la Convención de Ginebra sobre el
trato de prisioneros transgredida en el caso de los prisioneros árabes
encarcelados en Guantánamo y, por último, la negación a considerar desde
los derechos humanos la legitimidad del bombar-deo de ciudades. (5)

Respecto de aquella sospecha de que uno de los móviles de la actual Guerra de


Irak es el del control de la riqueza de hidrocarburos en la región del Golfo Pérsico,
la misma deja de serlo cuando nos enteramos que la Casa Blanca ha estado
firmando contratos de explotación hidrocarburífica con grandes em-presas
norteamericanas. “Se estima -decía Juan Gelman- que la reconstruc-ción de lo que
Bush hijo y Tony Blair están destruyendo en Irak requerirá inversiones por valor de
20.000 millones de dólares solamente en el primer año... Esa suma podría
ascender a 200.000 millones de dólares en tres años y la Casa Blanca ya ha
cerrado contratos por más de 900 millones con cinco me-gaempresas petroleras
estadounidenses” y otro dato, el contrato firmado con una empresa de la que ha
sido director el actual vicepresidente de los EE.UU. hasta antes de asumir ese
cargo, Dick Cheney, fue firmado el día 8 de marzo, 11 días antes de iniciarse la
invasión a Irak. Las quejas de las empresas britá-nicas, a las que al parecer se les
deja subcontratos en relación con las empresas norteamericanas, han sido
conocidas a través de la BBC de Londres. Así, pues, esta guerra “no es una
estupidez rayana en la demencia”, en cuanto sería algo de difícil sentido, como ha
dicho un conocido intelectual nuestro, ni tampoco es algo “profundo”, tal como el
mismo lo entiende, que impulsa al Imperio, del mismo modo que ha movido a
millones de manifestantes que han salido a las
• 250

calles a expresar su repudio porque se trataría de “un cambio de civilización”‘
Según palabras de este agudo observador se estaría acabando “el viejo
desor-den que para mucha gente es tan extraordinariamente poético”.(6)

Todos los hechos que hemos enumerado en relación con la política unilate-ral
norteamericana, ha quedado ampliamente confirmado con la circulación de un
documento firmado por el propio presidente Bush (h), titulado “Estra-tegia de
seguridad de las Estados Unidos”. Los puntos básicos de este mani-fiesto,
elaborado a fines de 2002 y que según se informa ha sido distribuido en
organismos de seguridad de América Latina, dice entre otras cosas: “Estados
Unidos disfruta de una posición de fuerza militar sin paralelo”; “El único cami-no
hacia la paz y la seguridad es la acción”, es decir, la guerra; Estados Unidos
aprovechará su situación de poderío mundial “para extender los benefi cios de la
libertad al mundo entero, para llevar los mercados libres y libre comercio a todos
los rincones del mundo”; “Promovemos el crecimiento económico y la liber-tad
económica más allá de las costas de Norteamérica. Las lecciones de la his-toria
son claras: las economías de mercado...son la mejor manera de promover la
prosperidad...”; “Es hora de reafi rmar la función esencial del poderío militar
norteamericano. Debemos construir y mantener nuestras defensas para ponerlas
encima de cualquier reto. Para hacerlo, nuestras fuerzas armadas deben disua-dir
a cualquier futura competencia militar o derrotar decisivamente a cualquier
adversario si fracasa la disuación...” etc.

Un texto lleno de soberbia en el que además de dibujarse una cruda geopo-


lítica que recuerda discursos no tan lejanos, se señala con fuerza el programa
económico mundial, el único posible y sin alternativa: la economía de mer-
cado. (7) ¿Cuáles son los lineamientos de ese plan en su aspecto económico
que se pretende llevar “a todos los rincones del mundo”? Los mismos queda-
ron señalados en el llamado “Consenso de Washington”, redactado por un tal
John Williamson, ex jefe de la CIA, con el beneplácito del FMI y del BM y que
acaba de visitar la Argentina con el objeto de proponer un “II Consenso de
Washington” destinado a perfeccionar al anterior cuyos resultados para los
intereses del capitalismo mundial no han sido del todo positivos y para Amé-
rica Latina han significado endeudamiento y hambre.
¿Cuáles eran los puntos básicos del Consenso con el que quedamos com-
prometidos a partir de la década de los 90? Los mismos son: Disminución del
gasto público; Liberación de la tasa de interés y del sistema financiero;
Facilidades para la inversión extranjera; Amplia apertura comercial; Política
enérgica de privatizaciones de empresas estatales y, por último, Cumplimien-
• 251

to estricto de la deuda externa. Ya sabemos que Argentina fue el país, según
se ha dicho repetidamente, que cumplió con mayor celo la mayoría de estos
puntos, en particular bajo la administración Menem, una de las más corruptas
y funestas. Su política abiertamente neoliberal y pro-Estados Unidos llevó al
país al vaciamiento institucional y económico, a la destrucción de la industria,
en particular de las PYMES, a la elevación aterradora de la desocupación, al
crecimiento imparable de la deuda externa y, en fin, a la injustificable y bo-
chornosa participación en la primera Guerra del Golfo.

Evaluados los principios del “Consenso”, teniendo en cuenta el conjunto de los


países hispanoamericanos, la situación ha sido de hecho, la misma para
todos, La deuda externa regional era, en 1990, de 450.000 millones de dólares
y en el 2000, pese a los cuantiosos pagos realizados, llegó para América
Latina, a más de 750.000 millones. La población bajo la línea de pobreza que
en el mundo -incluyendo los grandes países industriales- alcanza al 43% de la
po-blación, en América Latina superó el 65 % del total y la situación general es
de recesión, de vaciamiento y de pobreza.

¿Cuál es la propuesta que se nos ofrece ahora? No vamos a hacer la enu-


meración del nuevo proyecto de “Consenso”. Simplemente diremos que el mismo
es expresión plena de las fuerzas e intereses generados desde el poder imperial.
Entre otras cosas se demanda una profundización en la “flexibiliza-ción” de los
mercados, entre ellos, lógicamente, el laboral; se pide la entrega del Banco Central
a la actividad privada, vale decir, el manejo de la economía y de la política
monetaria para los mismos capitalistas trasnacionales, con sus aliados nacionales,
que han vaciado al país; se sugiere montar “redes de seguri-dad social”, sin duda,
para enfrentar la protesta de la masa de descontentos que genera la desocupación
Y, como una especie de burla, se concluye aconsejando la “Reducción de la
pobreza”. (8)

La situación es todavía mucho más grave. Si regresamos al documento que


ya comentamos, titulado “Estrategia de Seguridad de los Estados Unidos”, ve-
remos que en él hay un punto del que no hemos hablado y que dice: “Las
ideas militantes de clase, de nación, de raza que prometieron una utopía y
resultaron en miseria han sido derrotadas y refutadas. Estados Unidos se ve
ahora amenazado no tanto por estados conquistadores, sino por estados falli-
dos (falles states)... “. Y de esos estados surgen las actuales amenazas que
debe enfrentar el Imperio mediante la “disuación” o, simplemente, la guerra.

Pues bien, sucede que el año pasado un grupo de tecnócratas del Instituto de
Massachussetts declaró que la República Argentina era un “estado fracasado”
• 252

o “fallido”, y propuso convertir al país en un “protectorado” administrado por un
grupo de “experimentados banqueros”, designados, lógicamente, en Was-hington.
(9) Pues bien, esta propuesta, hecha en julio de 2002 ¿no es la misma que surge
del texto del H. Consenso de Washington en cuyo articulado hay uno según el cual
el Estado argentino se obliga a desnacionalizar el Banco Central? Es importante
recordar que el Banco Central fue creado en 1935 por un gobierno surgido de un
golpe militar, decididamente conservador y fuer-temente comprometido con los
intereses británicos, situación que duró hasta su nacionalización en 1946 durante
la primera presidencia de Juan Domingo Perón. Raúl Scalabrini Ortiz, el gran
crítico y acusador de una de nuestras etapas más vergonzosas de dependencia
decía, hablando del sistema bancario anterior a 1946 que “El Banco Central
-institución que nos fue impuesta por Gran Bretaña en 1935- es una entidad
despótica, para cuyas decisiones no hay apelación, cuyas deliberaciones, si
existen, no tienen publicidad, estructurada de acuerdo a los cánones corporativos y
que está fuera del alcance de la res-ponsabilidad política, a través de cuya
instrumentación se ejerce únicamente la soberanía popular...sin dar cuenta a nadie
de sus actos y decisiones, maneja a su arbitrio toda la economía de la Nación y no
responde ante nadie, ni por los perjuicios que causa, ni por los beneficios que
impide...”Viene al caso recordar aquí que Milton Friedman, continuador de Hayek y
maestro y guía de Ro-nald Reagan, pone como condición para la vigencia plena
del liberalismo “la independencia del Banco Central” y que para destrabar las
relaciones con el Fondo Monetario Internacional y conforme con sus exigencias, el
presidente Eduardo Duhalde, ha elaborado un proyecto de ley con el mismo
espíritu, en consecuencia del cual el Banco Central “quedaría al margen de las
normas de cualquiera sea su naturaleza, que con alcance general hayan sido
dictadas o se dicten para los organismos de la administración pública nacional”.
Impunidad e inmunidad, principios que ponen en evidencia la profunda
contradicción que hay entre la democracia que se proclama y la que se practica y
que como veremos enseguida no hará sino confirmar al fantasma del protectorado.
(10)

Volvamos a las políticas imperiales norteamericanas. ¿Qué se puede esperar de


un “Estado fracasado”, presumiblemente incapaz de contener a esos “pocos
amargados” capaces de entregarse a actividades terroristas y que, además, se
encuentra en incumplimiento respecto de la deuda externa? Ya hemos visto que
según el documento que hemos comentado el Imperio mantiene superio-ridad
militar sobre los países avanzados que podrían competir en ese terreno y controla,
mediante una administración de tipo colonial o de un sistema de
• 253

protectorado a los “fracasados”, incapaces de autogobierno y nidos
potenciales de “terroristas”; y si esos controles no son suficientes habrá
siempre el recurso de las “guerras preventivas”. Unilateralismo,
proteccionismo, colonialismo y guerra, son las vías de imposición y resguardo
del neoliberalismo. Tal es el programa al que se encuentran sometidos los
países del Tercer Mundo cuyo status, es, sin más, plenamente dependiente.

¿Cuál es, por ejemplo, la situación que se vive actualmente en Argentina? De


las elecciones convocadas para la presidencia de la República que tuvie-ron
lugar el 27 de abril de 2003 por el sistema de ballottage, han surgido dos
candidatos que representarían, según una versión, dos modelos distintos: uno
que sería la continuación del capitalismo salvaje que sumió al país en la co-
rrupción y la marginación social, expresión de un neoliberalismo radical; y otro,
al que algunos han caracterizado como “un esquema híbrido que apuesta a un
neokeynesianismo light”. En verdad, no se trata de dos modelos como se
pretende hacer creer, sino cuanto más de dos estrategias políticas dentro de
un mismo modelo que no se sale de los marcos del neoliberalismo.

Lo que acabamos de decir se encuentra confirmado por un hecho ciertamen-te


alarmante no denunciado ni siquiera por el candidato “progresista”. Ya que hasta
ahora no ha sido posible la propuesta que ya comentamos de cambiar la carta
orgánica del Banco Central, el gobierno nacional ha aceptado la consti-tución
dentro del Estado, de un “poder paralelo” al del Ministerio de Econo-mía y del
Banco Central, fuera de la jurisdicción tanto del Poder Legislativo, como del
Judicial, que “se involucrará directamente en el diseño y marcha del plan
económico que impulsará el próximo presidente”: Ese poder es ya ejer-cido por un
delegado del Fondo Monetario Internacional, con residencia en el país. “De esa
forma- dice el mismo articulista- se va estructurando, aunque en forma no tan
brutal como inicialmente se lo había enunciado, el protecto-rado en materia
económica propuesto por el fallecido Rudiger Dornbusch”. Dos son las vías para
asegurar la eficacia de las decisiones del “representante principal residente” del
FMI: una, que se comprometa el gobierno nacional a evitar la discusión
parlamentaria, por la vía de un trato directo con el mismo o exigiendo al
Parlamento que renuncie a sus fueros en lo que respecta al plan económico y
delegue poderes absolutos al Ejecutivo; otro, que se busque el modo de evitar las
impugnaciones judiciales (particularmente, sin duda, los recursos de amparo) por
parte de los ciudadanos que se sientan perjudicados en sus derechos por
situaciones derivadas de las exigencias del FMI. Así, pues, burla de la democracia
parlamentaria e impunidad judicial. (11)
• 254

II

Tal es la situación y, en particular cómo la vivimos los argentinos. ¿Qué hacen


y qué dicen los filósofos de Nuestra América y aquellos de otras partes que
tienen hoy cierto predicamento? Por cierto que de estos últimos tan solo
hablaremos de algunos pocos que pueden ser considerados como teóricos
del neoliberalismo. Lógicamente que habrá que preguntarles, antes que nada,
a los filósofos políticos. También se ha de tener presente, sin embargo, las
respuestas dadas en el marco de nuestras universidades principalmente por
la generalidad de los maestros que las integran, no en cuanto filósofos
políticos, sino por lo que son simplemente filósofos y se supone que han de
tener una posición ante los hechos que les toca vivir. Es necesario además
tener en cuenta los sucesivos exilios que han azotado a nuestra América y
que hay latinoamericanos y, entre ellos, argentinos, que ocupan lugares de
producción de conocimiento filosófico-político en universidades europeas y,
particularmente, en universidades de los EE.UU. y de Canadá.

Nos hemos referido a los filósofos políticos, en un sentido amplio, y también a los
que sin serlo muestran o han mostrado en su especialidad como filóso-fos, interés
por la circunstancia en la que desarrollan su labor. Sin embargo, puede suceder
lamentablemente que ni los filósofos que se ocupan de la política muestren tal
interés. Y eso pareciera ser lo que acontece en nuestros días no sólo en América
Latina, sino mundialmente. “Nadie debería exigirle a un fi lósofo político -dice Atilio
Borón- que sea un consumado economista, pero una mínima familiaridad con las
circunstancias de la vida real es un im-perativo categórico para evitar que la
laboriosa empresa de la fi losofía política se convierta en un ejercicio meramente
onanístico”. Pues bien, eso es justamente lo que sucede: se da un divorcio entre la
reflexión política y la vida política.

“La fi losofía política deja de ser una actividad teórico-práctica para


devenir en una desapasionada y displicente digresión en tomo a ideas
que le permiten al supuesto fi lósofo abstenerse de tomar partido frente a
los agónicos conflictos de nuestro tiempo y refugiarse en la estéril
tranquilidad de su prescindencia axiológica”. (12)
• 255

Ahora bien, si esto pasa con los filósofos políticos ¿qué no sucederá con los
demás? Lo que está ocurriendo con el quehacer filosófico y la realidad coti-diana,
se hace necesario mirarlo desde otro horizonte. En efecto, Jean-Paul Sartre ha
afirmado en su Crítica a la razón dialéctica, a propósito de la relación teoría-praxis
“Que toda fi losofía es práctica, aun aquella que parece en un pri-mer momento
como la más contemplativa” (13). Esta afirmación no contradice lo que Borón
señala y lo que él echa de menos, a saber, una teoría política que se dé apegada a
la realidad, a esta que estamos viviendo, afligente y hasta por momentos horrenda.
Nos está diciendo Sartre que la pretensión de un saber que pretende ser “no
contaminado” es, sin más, un tipo de práctica, deplorable por su acriticidad, pero
práctica al fin. Y en esa actitud se encuentran tomados de la mano todos los
filósofos academicistas, de cualquier escuela filosófica a la que pertenezcan y
dentro de los cuales entran, absurdamente, los filósofos políticos. Así, pues, la
tónica mundial sería, en general, una actitud expresa de renuncia y, por eso
mismo, de dejar hacer a la ideología imperante, la que esgrimen en nuestros días
los amos del mundo (14). Esto explica cómo una filosofía política cargadamente
ideológica como es la de un Hayek o la que se expresa en las doctrinas
económicas de un Milton Friedman, pueden man-tenerse como respaldo de un
neoliberalismo que sigue vigorosamente como ideario del Imperio. A propósito del
primero, Raúl Scalabrini Ortiz dijo, con motivo de una visita a la Argentina en 1957,
que Hayek nos venía a hablar de “libertad” como si fuera algo ajeno a nuestras
demandas, cuando resulta que

“todos la queremos, pero para nosotros, no para los consorcios extranjeros”


que le habían financiado el viaje. Sus conferencias -agregaba- “fueron un
juego de fra-ses sin relación con las duras circunstancias de la vida cotidiana”
y la “libertad” de la que habló fue la que se tomó el propio orador para
“abandonar todas las normas morales” y para elogiar, como lo hizo, “el
mantenimiento de un cierto grado de desocupación como herramienta de
estabilización social conveniente para los grandes capitales”. En fin, el pope
del neoliberalismo se le presentó a Scalabrini Ortiz como un “pobre diablo” en
cuanto no era otra cosa que el vocero de otros, o su sirviente. (15)

Los “chicaguenses” o “Chicago-boys”, becarios argentinos que invadieron


Chicago a partir de 1955, siguieron las ideas de uno de los grandes maestros
de la Universidad de aquella urbe, con las que infectaron las universidades
nuestras. Nos referimos al segundo de los nombrados, Milton Friedman que
como buen continuador de Hayek afirmaba que “El capitalismo es el único
sistema que funciona para ricos y para pobres”. Ya entonces circulaba la tesis
• 256

de que no hay alternativa posible.(16) Como surge claramente de los
libros de Scalabrini Ortiz, estas ideologías revestidas de saber científico,
que tuvieron como dijimos su primer impulso entre nosotros a partir de
1955, se instalaron con toda su fuerza en la década de los 70 del siglo XX,
junto con la más atroz de las dictaduras militares que hayamos padecido
y, más tarde, se creyeron confirmadas a partir de la “caída” del Muro de
Berlín, en 1989, y la implosión de la Unión Soviética en 1991.

Paralelos a estos doctrinarios y en la línea de lo que se ha considerado como


“neoconservadurismo”, emparentado estrechamente con el neoliberalismo y que
anunciará el “fin de las ideologías” –contemporáneamente al “fin de la historia” del
que habló Fucuyama- apareció la obra de Daniel Bell. Noam Chomsky, el valiente
defensor de la causa de la justicia y de la dignidad hu-mana, fiscal implacable y
lúcido gracias a cuya incansable palabra nos recon-ciliamos con el pueblo de los
Estados Unidos, ha relacionado el texto de Bell con la gigantesca obra
propagadística lanzada por los empresarios al concluir la Segunda Guerra Mundial
para frenar el avance de las ideas y proyectos de reforma de la sociedad
capitalista.(17) Y un modo de hacerlo era justamente lanzar tesis como esta de la
“muerte de las ideologías”, tan insostenible como las que hacen de andamiaje en
los escritos de Hayek y de Fucuyama. Viene al caso recordar que el filósofo
Schelling salió en su momento a denunciar a los que hablaban de Spinoza como
“perro muerto” y les mostró a esos pretendi-dos enterradores, con su defensa, que
hay “perros muertos” que siguen ladran-do. (18) La defunción de Bell, por el
contrario, es fácil certificarla: la suya ha sido, como en otros casos, más bien un
suicidio, ya que para convencernos del “fin de las ideologías” lo hace mediante la
construcción de una no menos gruesa ideología. Murió ahorcado con el círculo
vicioso.

Pero vayamos a las corrientes de pensamiento más próximas a la filosofía


o propiamente filosóficas, claro que siempre cercanas a un saber
filosófico-social o político. De cuatro posiciones hemos de ocuparnos
brevemente en esta parte final de la exposición: el “posmodemismo”, el
“posmarxismo”, el “pragmatismo edificante” y el “poscolonialismo”. Todas
muestran un aire de familia en cuanto han concluido en tesis que desde
un pensamiento filosófico-político confirman doctrinas del neoliberalismo
o, sin llevar a cabo esa tarea. abiertamente, cumplen con otra no menos
lamentable: un “debilitamiento del discurso” dentro de un proceso de
“desarme de conciencias” y de resigna-ción moral y política. Concluiremos
hablando del antioccidentalismo y del llamado “proyecto posoccidental”.
• 257

Hablemos de los posmodemos. Sus principales representantes son euro-peos, de
la Europa “occidental”: Lyotard, Vattimo y muchos más, todos en una u otra medida
repetidos por nuestros posmodemos regionales y sin que de ninguno de estos
últimos se pueda decir que hayan salido propuestas teó-ricas renovadoras o
creativas, para bien o para mal. Pues bien, si hay un antes, a saber, lo muerto y
concluido y un después, lo contemporáneo visto como “post”, se debe a que se ha
descubierto que el mundo vivido desde los inicios de la modernidad ha sido “duro”,
“pesado”, “oscuro” a pesar de su pretensión de transparencia, mundo del terror
malgrado su gran proyecto emancipatorio, o quizás por eso mismo. Frente a todo
esto se levanta la categoría de lo soft: la vida como levedad, liviandad, ligereza,
sutilidad, frivolidad, despreocupación. Y como hemos llegado, además, al fin de la
historia, no tenemos compromisos con ella en lo que tenía de proyecto, de deber-
ser, de utopía. Como la vida so-cial entendida desde la categoría de conflicto ha
mostrado su inconsistencia, por lo mismo que es fruto de una razón “dura” y
“avasalladora”, se ha renuncia-do a todo agón, a toda lucha. Esta ideología,
expresada con el sufijo “post” y que ha dado forma al “post-ismo”, no pretende
transformar nada en el sentido social, sino mantenerse dentro del ámbito de lo
dado. No modifica el statu quo reinante. Tan sólo pretende que vivamos dentro de
él con otra actitud ante la vida, justamente esa que es caracterizada desde las
categorías ablan-dadoras que hemos mencionado. Y así, mientras nuestra
conducta, nuestros gustos, nuestras actividades se han de regir por las categorías
de lo light, lo leve, lo sutil, nos tapamos los ojos ante un mundo en el que impera la
violencia organizada, la voluntad declarada de los poderosos, el ejercicio constante
de la represión, la interminable y pavorosa sucesión ininterrumpida de guerras que
se vienen sucediendo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. De este modo, si
las categorías de “opresor-oprimido” suponían ellas mismas una vi-sión violenta de
la realidad y no encajaban en el discurso light, fueron elimina-das como
herramientas categoriales de un pasado que exigía una militancia y una entrega.
Un estoicismo pedestre, ajeno a la grandeza del estoicismo clási-co y un
epicureísmo insípido extraño a la nobleza de los epicúreos áureos, fue-ron de este
modo creciendo a la vez que crecía una gigantesca acumulación de capitales y
una masa de millones de desocupados y miserables iba cubriendo la corteza del
planeta. Si lo universal es, por universal, opresivo, no se buscó poner en marcha
una dialéctica de lo “universal-particular”, porque la misma dialéctica fue censurada
y se cerraron los caminos y sólo quedó la salida de la fragmentación. Renuncia y
entrega, doble cobardía únicamente comprensible
• 258

en un mundo satisfecho cuya filosofía no va más allá de un
pragmatismo des-humanizado y cuya moralidad no trasciende
los límites del egoísmo racional. (19)

El posmarxismo es otra de las ideologías disfrazadas de saber científico y que


padecen del “síndrome de post”. En este caso y con las mismas herramien-tas con
las que los posmodemos dieron por acabada la modernidad, en este caso lo
muerto es el marxismo y junto con él, lo más grave, el mismo Marx. No hay duda
que bajo los escombros de la demolición del Muro de Berlín quedó sepultado un
marxismo y en buena hora, pero se desconoció, como lo ha se-ñalado Jacques
Derrida, que el marxismo, nos apoyemos o no en el venero del pensamiento de
Carlos Marx, es cuestión abierta. Se hace necesario regresar a aquella metáfora
del “perro muerto”, en cuanto los hay que siguen ladrando.

El posmarxismo, obra casi exclusiva de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, muestra,


como dijimos, un fuerte aire de familia con los posmodemos, a tal punto que
pueden y deben ser estudiados dentro de un mismo momento ideológico. Quebrar
la categoría de sujeto y, de modo particular, la de sujeto social, hacer del sistema
de contradicciones un mundo soft, afirmando que las contradicciones sociales son
hechos meramente discursivos, sin referente ob-jetivo, aprovechándose del
material teórico proveniente del saber lingüístico contemporáneo para debilitar toda
posible forma de un pensar consistente, con lo que estos autores se aproximan,
como veremos, a posiciones que pue-den verse en un Richard Rorty; del mismo
modo, las cuestiones de domina-ción constituyen una “ideología” y adquieren
presencia cuando la misma se expresa a nivel del discurso. A su vez, estos
posmarxistas declaran, junto con Bell, vivir el “fin de las ideologías” con lo que
caen en la misma contradicción que señalamos a propósito de aquél y debido a lo
cual, además, todo se torna evanescente, reducido a “juegos de lenguaje” ¿Cuál
es la respuesta final de esta burla disfrazada de saber científico? Pues que bajo la
capa de un pensamiento “marxista” concluyen en un “thatcherismo” vergonzante:
no hay alternativa, lo que está detrás y no se busque más, es la sociedad
capitalista dentro de la cual los autores se presentan como los herederos de la
revolución en un discur-so para incautos e ingenuos. “En acto de aberrante necrofi
lia intelectual -dice Atilio Borón hablando del responsable doctrinario del
“posmarxismo”- ex-tiende un nuevo certifi cado de defunción, para luego afi rmar,
sin escrúpulos ni remordimientos que se ha quedado con los mejores despojos del
difunto.” Según sus propias palabras: “yo no he rechazado al marxismo. Lo que ha
ocurrido es muy diferente, y es que el marxismo se ha desintegrado y creo que me
estoy que-
• 259

dando con sus mejores fragmentos...”. “Pero no deja de llamar la atención
-con-cluye diciendo Borón- el hecho de que ya sean unos cuantos los
estudiosos que se declaran incapaces de descubrir cuáles son dichos
fragmentos”. (20) La debilidad de los ladridos de este próximo “perro
muerto” nos está indicando que pronto estará muerto y bien muerto.

En una aproximación a Marx Derrida con otro espíritu y sin caer en el jue-go,
equívoco de un Laclau, frente a los procesos que estamos viviendo -esto lo
escribía en 1993- decía: “Para analizar estas guerras y la lógica de estos
anta-gonismos, una problemática de tradición marxiana será indispensable
durante mucho tiempo. Durante mucho tiempo. ¿Y por qué no siempre?” Para
que no se crea que hay un error de transcripción aclaramos que Derrida pone
dos veces la expresión “Durante mucho tiempo”. (21)

Nos vamos a ocupar ahora de uno de los filósofos del Imperio y no podre-mos
menos que hacerlo en cuanto que sus doctrinas han dado color a más de uno
de los exposmodemos y a otros.(22) Hablamos de Richard Rorty quien en su
libro La fi losofía y el espejo de la naturaleza (1979), habla de una filosofía a la
que denomina “edificante”. Pues bien esta filosofía aspira “a mantener una
conversación más que a descubrir la verdad” y esto dentro del ambiente de lo
que el mismo Rorty ha denominado “enclaves de libertad” y que en alguna
ocasión hemos criticado. Por cierto, no se trata de cualquier conversación,
sino de aquella que nos ayuda a liberamos de toda hipostaciación de referen-
tes y sólo atenernos a aquellos que la práctica actual nos muestra como
útiles”. De ahí la aproximación de Rorty a los “juegos de lenguaje” del segundo
Witt-genstein, juegos que han sido jugados también por Lyotard con fines muy
parecidos: quebrar una relación sustentable con el referente. Al no tener la
“conversación” de los “filósofos edificantes” (los mismos que viven recluidos
en los “enclaves de libertad”) ningún acceso privilegiado a la verdad, son por
eso mismo libres de ir a donde quieran ir y si la filosofía sobrevive sólo podrá
hacerlo como “género literario”. El principio de contingencia expuesto por
Sartre le sirve para desbancar toda fundamentación de creencias, que es
tarea vana aun cuando hay algunas creencias más “útiles” que otras. (23)

¿Significa algo la emergencia social y, de modo particular, la de los sumergi-


dos y humillados dentro de los marcos de esta filosofía “edificante”? Eviden-
temente, la categoría de “emergencia” es algo radicalmente extraño para este
filosofar. El papel del filósofo respecto de estos problemas y otros, es simple-
mente nulo y su función se limita “ a hacer distinciones verbales que faciliten
en algo la comunicación, en particular, entre los filósofos recluidos en sus “en-
• 260

claves de libertad”. Y respecto de la educación moral “eso está en manos de
los “contadores de historias”, en cuanto que a través de sus narraciones nos
hacen ver cómo sufren los condenados de la tierra. Y por cierto que esos
“contadores de historias” no son ya los clásicos novelistas románticos como
Víctor Hugo o Dickens, por más que se los tenga presentes, sino los
adocenados y discipli-nados comunicadores que se muestran en la pantalla
del televisor y que ac-túan de acuerdo con las políticas de control y dirección
de la opinión pública impuestas por la sociedad de mercado. Y, lógicamente,
nos dice que “ahora no hay alternativa al capitalismo” y “no tenemos por qué
esperar un nuevo ser humano, ni soñar con quebrar las instituciones, ni
siquiera perder el tiempo cri-ticando a nuestras democracias...Estoy
convencido que los intelectuales deben de-jar de adoptar una actitud crítica
radical frente a las instituciones de la sociedad. Ya no deben negar las
realidades”.(24) Palabras estas últimas en las que hay una evidente referencia
a la actitud radical de intelectuales honestos de su propia patria, entre ellos
Noam Chomsky y Susana Sontag, y, por cierto, a todos los latinoamericanos
no vacunados contra el espíritu de transformación. ¿Quién es, pues, Rorty?
No cabe duda y él no lo oculta: uno de los filósofos del Im-perio ocupado
precisamente en invalidar desde una filosofía “edificante” toda protesta social.

Nos ocuparemos ahora de los “postcoloniales”. Este movimiento ha tenido


su desarrollo principalmente en universidades de los Estados Unidos, den-
tro del ámbito de las llamadas “Areas Studies”. Estas “áreas” se
constituyeron después de la Segunda Guerra Mundial, como apoyo
científico a la política exterior de los Estados Unidos y en relación directa
con la creciente hegemo-nía internacional norteamericana, frente a
Europa, en particular, Inglaterra, Francia y Alemania. Los “estudios de
áreas” surgieron, pues, como los ojos del imperio naciente y que vinieron
a reemplazar a instituciones europeas, en particular inglesas y francesas
equivalentes relacionadas con las antiguas expansiones coloniales. (25)

En este sistema la cuestión latinoamericana tiene lógicamente presencia. Los


investigadores latinoamericanos incorporados a ellas han intentado en-contrar
respuestas a nuestra situación “colonial” a partir de los estudios hin-dúes
sobre el mismo fenómeno. El exotismo que esto implica ha sido, sin duda uno
de los motivos de rechazo, justificados plenamente por nosotros, que la
tendencia ha tenido en América Latina, como luego veremos.

De todos modos es importante reconocer que en estos autores, casi en su


mayoría contaminados de posmodernismo, han incorporado categorías que
• 261

no pueden ser ignoradas y que habían sido eliminadas del vocabulario light.
Así, pues, a partir del conocimiento de las propuestas de historiadores y teóri-
cos de la cultura hindúes, dedicados a reformular el discurso de las ciencias
so-ciales desde las categorías de lo “colonial” y lo “poscolonial”, se proponen
estos latinoamericanistas poner en marcha un programa semejante para
América Latina. A su vez los conceptos de “administración colonial”,
“economías colo-niales”, etc., les conduce a señalar necesariamente la
relación de dependencia respecto de un poder metropolitano. Este “hecho
obliga por lo demás, a admi-tir, en contra de posmodemos y posmarxistas, la
existencia de una estructura dicotómica enunciada en dos planos: “Élites
metropolitanas/élites criollas y a su vez, “Élites criollas/grupos subalternos”,
con lo que quedan señaladas las formas de mediación colonial, así como el
“discurso colonial” que organizan los sectores que establecen la relación entre
un imperio (término que no apa-rece en el Manifiesto) o los sucesivos imperios
y sus posesiones o exposesiones coloniales o protectorados.

Se proponen, además, decodificar las categorías de “nación” y de “inde-


pendencia”. Con términos derrideanos hablan, en efecto, de “deconstruir los
paradigmas” de ambas nociones ante “la incapacidad histórica de la nación para
realizarse a sí misma” y sin llegar a un rechazo de “lo nacional” que tanta fuerza
tuvo en la fracasada liberación de Nicaragua en cuanto facilitó la emer-gencia
social de sectores oprimidos, llegan a afirm ar que “La desnacionaliza-ción es,
simultáneamente el límite y el umbral de nuestro trabajo” y que “ya no podemos
operar exclusivamente con el prototipo de la nacionalidad”. Toda esta problemática,
en estos expatriados latinoamericanos se apoya en la expe-riencia que ellos viven
tanto en relación con lo que consideran como efectos de la “globalización”, así
como con el problema de las migraciones “latinas” a los EE.UU. Los desenfoques
respecto de ambos hechos que son visibles en el Manifiesto, podrían explicar
también el rechazo que los poscoloniales han sufrido y sufren en América Latina.
De todos modos, la situación actual, no por efectos de la “globalización” que en
más de un caso se transforma en globo pinchado, sino por la descarada política
imperialista de los Estados Unidos, exige un replanteo de la categoría de “nación”,
así como la de “independencia” entre nosotros. Crítica de lo nacional que ha de
hacerse tanto atendiendo a la situación de dependencia en la que hemos entrado,
como en el proceso histó-rico de sucesivas etapas neo-coloniales que hemos
vivido desde 1810.

Con estas posiciones teóricas han intentado dar otra orientación a los “La-tin
american studies” llevados a cabo en los “estudios de área” y alguno de los
• 262

integrantes del movimiento ha propuesto la elaboración de un “latinoameri-
canismo segundo” llevados a cabo en el seno de aquellas mismas áreas.
Alberto Moreiras, integrante del movimiento poscolonial ha propuesto la
elaboración de lo que él denomina un “Latinoamericanismo segundo”. Y a
propósito de esta propuesta surge una referencia abierta y fuerte, que no
estaba en el Ma-nifiesto, a la política imperial norteamericana, ejercida en este
caso desde las universidades. “El latinoamericanismo que se practica en los
Estados Unidos, dice Moreiras, “aparece como el verdadero enemigo del
pensamiento crítico y de cualquier posibilidad de acción contrahegemónica
desde la institución académica”. Esto es lo que pretende reformar sin salirse
del ámbito univer-sitario norteamericano. Por todo esto el “Latinoamericanismo
segundo” no sólo es ajeno a nuestros desarrollos teóricos y a nuestras
prácticas, sino que las ignora.

Otra de las novedades teóricas de los poscoloniales es la de la introducción de la


categoría de “subalterno” y “subaltemidad”, tomado de los escritos de Gramsci,
filósofo y político considerado como “perro muerto” por los posmo-demos y
posmarxistas. De todas maneras la categoría es reingresada dentro de las ciencias
humanas, pero debidamente “ablandada” en cuanto la ambigüe-dad de su uso
lleva a diluir el referente. Subalterno puede ser cualquiera y por motivos muy
diversos y hasta son subalternos los propios poscoloniales res-pecto de sus
colegas norteamericanos dentro de las “áreas”. Importante tener presente que al
neoliberalismo con su programa de flexibilización, le vienen muy bien estas
categorías con un margen de imprecisión.

¿Se produce eso en Gramsci? Indudablemente no en cuanto que la subal-


ternidad se encuentra acotada por la categoría de “clase”, si bien resultó más
amplia que el de “clase social” y, dentro de ésta, de “clase proletaria” o “pro-
letariado” , sobre todo si se tienen en cuenta los alcances de estos términos
dados dentro del marxismo ortodoxo soviético. Y en este sentido ha enten-
dido el rescate del término José Aricó quien nos dice que “El descubrimiento
del mundo de las clases subalternas no sólo estimuló la expansión de toda
una nueva corriente en la investigación historiográfi ca, sino que salió al
encuentro de una vía crucis del marxismo en América Latina derivado de sus
limitaciones para expandirse entre las clases populares...permitió a la teoría
sacudirse del corsé de escolasticismo que la aprisionaba y recoger
adquisiciones de la crítica social”. Podemos decir que dentro de este espíritu
el concepto de “subaltemidad” jugó realmente como categoría crítica.
• 263

La carencia de hondura en el nivel de criticidad aparece, además, cruda-
mente en el Manifiesto cuando en él se declara “que necesitamos también
mirar hacia delante para pensar nuevas formas emergentes de subdivisión te-
rritorial, fronteras permeables, lógicas regionales y sobre todo conceptos tales
Commonwelth y Panamericanismo” con lo que queda a la luz la ignorancia de
las luchas de nuestros países contra los sucesivos imperios, el Español, el
Portugués, el Británico y ahora contra su heredero en “Occidente”. La “mirada
hacia adelante” aparece estructurada con la misma temática y el mismo voca-
bulario del NAFTA y del ALCA, proyectos con los que, dentro de los planes del
neoliberalismo, intenta el Imperio asegurar definitivamente el “traspatio”
latinoamericanos. (26)

Concluiremos ocupándonos del “posoccidentalismo”, movimiento al que se


han integrado algunos de los posmodemos y poscoloniales. Sabemos que
“Occidente”, referido a Europa, es una categoría cultural que puede ser en-
tendida y usada como mera ideología. Así, cuando el término fue declarado
“absoluto” (Hegel lo definió como “Occidente kat’exojén”), lo fue integrando
una de las típicas filosofías de la historia con las que se ha justificado el colo-
nialismo y el imperialismo y, con ellos, el capitalismo en sus diversas etapas.
En este sentido, la expresión “Indias Occidentales”, término muy anterior a
Hegel, no significó “las Indias que están al occidente de Europa”, sino que
pertenecen a Europa, es decir, a Occidente, ahora escrito necesariamente con
mayúscula. Así pues, podemos decir que somos “occidentales” si tenemos en
cuenta aspectos y elementos constitutivos de nuestra cultura aun cuando haya
modos diversos de vivir esa occidentalidad, pero si atendemos a los alcances
ideológicos del término, es decir, en cuanto “Occidente”, con mayúscula, pasa
a ser un ente histórico que implica imperialismo y colonialismo, tanto externo
como interno, hemos sido, en nuestros momentos de lucidez crítica, somos y
debemos ser antioccindentalistas. Así, pues, no hemos de caer en una com-
prensión unívoca del término con lo que acabaríamos demonizándolo, sino
verlo en sus múltiples manifestaciones y usos. Al respecto hemos de decir que
nuestro modo de ser “occidentales”, con todos los matices del caso, es la ma-
nera como creativamente hemos incorporado, como cosa nuestra, ciertos y
determinados rasgos y elementos culturales. Es importante tener en cuenta
que los legados coloniales en América Latina, en particular los derivados de la
colonización española y portuguesa, no son equivalentes a los legados co-
loniales de la India en cuanto que ya hace siglos que integran nuestra entidad
cultural no como “coloniales”, sino nacionales, regionales o continentales. Y
• 264

si las lenguas de origen europeo, impuestas corno lenguas de comunicación,
han estado acompañadas de tendencias y usos represivos y han servido para
justificar el desprecio o el desconocimiento del tesoro de las lenguas origina-
riamente americanas, como son el quichua, el aymara, el guaraní o el maya,
con sus variadas formas dialectales, ello no tiene como causa las lenguas que
llegaron con los conquistadores europeos, sino los herederos de su mentali-
dad. El más importante manifiesto que se haya escrito en estas tierras y estas
islas en favor de la vigencia entre nosotros de la dignidad humana, así como
de nuestra diversidad, “Nuestra América” de José Martí, está escrito en lengua
castellana, idioma que jamás fue usado por el escritor como “lengua colonial”.

Occidente, como realidad absoluta ha generado, lógicamente, un anti-


occidentalismo, el que ya es visible claramente en los escritos de Antonio de
León Pinelo y Sor Juana Inés de la Cruz. Ambos señalan el vicio ideológico
insistiendo con fuerza en el valor geográfico y, por tanto, relativo, del término
“occidente”, lo que hace que Europa sea para nosotros, nuestro “oriente”. En
el siglo siguiente, los jesuitas americanos expulsos en lucha por denunciar la
leyenda negra de América fabricada por los países colonialistas europeos: Es-
paña, Portugal, Inglaterra, Francia, Alemania, etc., decodifican en sus textos la
imagen de “centro” construida por Europa respecto del mundo colonial y, en
fin, en el siglo XIX, José Martí incorpora la realidad diversa y heterogénea de
nuestra América desde el principio de la dignidad humana, base de todo
humanismo futuro y herramienta indispensable para desarmar todos los abso-
lutos levantados por los imperios de ayer y de hoy.

La ideología del “Occidente absoluto”, impugnada en nuestra tradición, fue


muchísimo más fuerte, lamentablemente, que nuestras impugnaciones y fue
asumida en las propias colonias por obra de las oligarquías coloniales
beneficiadas por un sistema de explotación que recibía su justificación de los
“valores” que expandían las metrópolis. Por cierto que esto no ha sido un he-
cho exclusivamente “moderno”, aun cuando si hemos de decir que ha tenido
formulaciones surgidas de la propia modernidad. Ya Polibio afirmaba que la
meta predestinada de Roma, dadas sus virtudes, era el liderazgo mundial. En
el caso de la ex-colonias europeas, la herencia del “Occidente absoluto” como
símbolo de poder, lo había enunciado John Adams en los Estados Unidos, en
1813: “Nuestra República pura, virtuosa, animada del espíritu de bien públi-co,
perdurará eternamente, gobernará el globo y perfeccionará al ser humano...”.
Declaraciones mesiánicas y fundamentalistas no diferentes a las que se hacían en
Europa, ni ajenas a categorías geopolíticas contemporáneas como lo es la
• 265

del “Eje del Mal” cuya destrucción se encuentra a cargo de esa nación
que ya en sus inicios se consideraba “animada del espíritu del bien
público”, de la humanidad, por supuesto.(27) Todo esto explica las
palabras de Simón Bo-lívar, que sospechaba con fundamento cuál era
el trasfondo de la Doctrina Monroe, cuando en 1829 dijo a un amigo
que “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para
plagar la América de miseria a nombre de la libertad.”(28)

El poder económico e industrial y las políticas comerciales agresivas, no aje-


nas a un expansionismo y el colonialismo consecuente, habrían de determinar
los países a los que les correspondería “en propiedad”, ejercer el “Occidente
absoluto” .Para los Estados Unidos la ocasión se presentó al concluir la
Segun-da Guerra Mundial y entrar, a la vez, en crisis el colonialismo británico
y el francés. Consolidada esta situación con motivo del hundimiento de la
Unión Soviética, sus dirigentes se sintieron responsables de lo que el poeta
colonial Rudyard Kipling, disfrazado de humanitarismo caracterizó como “la
carga -o responsabilidad- del hombre blanco”.(29)

Ahora bien, el “Occidente absoluto”, tal como lo pensó Hegel, se había do-
miciliado en Europa y según otros textos pertenecía a la esencia del ser euro-
peo. El discurso se repite en Heidegger, doctrinario imperial de turno. A pesar
de esto, he aquí que un día aquel “absoluto” se puso en movimiento y resolvió
instalarse en otro hemisferio que disponía felizmente de un “Destino mani-
fiesto”, a más de un espíritu paternal de protección.

En el Documento de Santa Fe I, de 1980, en el que se expusieron las bases


que había de tener en cuenta el presidente Reagan para su gobierno, se dice:
“La política cambia, pero la geografía no. Este Hemisferio es todavía la mitad
del globo, nuestra mitad, la mitad americana. Nuestro futuro geoestratégico,
económico, social, y político debe estar asegurado por un sistema hemisférico
de seguridad” Estaban pues dadas las bases para recibir al “Occidente
absoluto” y, según parece, hasta para compartirlo con los latinos.(30)
¿Han renunciado quienes detentan el poder en Europa al Occidente ideoló-gico y
colonialista? ¿Se ha denunciado en España el ultra “occidentalismo” de un José
Ortega y Gasset? Hemos de decir que no. De todos modos, una nueva mirada está
naciendo en la conciencia mundial a la que, por cierto, no es ajena gente europea.
El pacifismo de enormes masas de ciudadanos y ciudadanas puede ser entendido
como una renuncia a esos rescoldos de imperialismo. Mas, no le podernos exigir a
esos europeos lo que no nos exigimos a nosotros-
• 266

mismos. El neocapitalismo con su mito de la globalización, nos
cerca a todos. Ya hemos visto el triste papel de más de un filósofo.
Cabe ya que nos preguntemos cuál es la respuesta de los latinoamericanos
surgidos de los “Estudios de área” de las universidades norteamericanas, así
como de algunos de nuestra América. Walter Mignolo y Fernando Coronil son
ambos integrantes, junto con otros, del primer grupo que hemos seña-lado.
Antes que ellos y desde Cuba, habló de “posoccidentalismo” Roberto
Fernández Retamar y ha invocado el término asimismo Enrique Dussel en sus
escritos mexicanos. Nos centraremos particularmente a los primeros.

Todos, con mayores o menores riesgos han caído en un reduccionismo del término
“occidente” derivado de una univocidad que implica un notable des-conocimiento
de la problemática tal como se ha dado propiamente en Améri-ca. En algún caso,
en particular dentro del ámbito académico norteamericano, se ha llegado a la
demonización del concepto al entendérselo exclusivamente en su versión absoluta.
En otras, se ha olvidado el papel de la dialéctica que ha hecho nacer, por ejemplo,
un marxismo en nuestras tierras que significó, pre-cisamente, le depuración de lo
que el marxismo europeo, incluso el de Marx, tenían de eurocéntricos y , en tal
sentido, caían dentro de ámbito ideológico del Occidente absoluto. Ese mismo
desenfoque ha llegado a una simplifica-ción de las categorías de centro-periferia,
sin ver que son relativas, en cuanto en el centro hay también una periferia y, a su
vez, en toda periferia hay centros. En fin, más allá de nuestros desacuerdos
teóricos con las ideas de Habermas, no es cierto, tal como lo afirma Mignolo que
“el proyecto inconcluso de la mo-dernidad es el proyecto inconcluso de los
sucesivos colonialismos”, afirmación que reduce radicalmente modernidad a
colonialismo. En la medida en que esa modernidad fue una misma cosa con el
Occidente absoluto como ideología de imperios coloniales puede sin error hacerse
una equiparación radical. (31)

Así, pues, el posoccidentalismo poseído de una “furia” justificada en parte, es fruto


de esquemas simplificadores que ignoran el esfuerzo llevado a cabo a lo largo de
cincuenta años en América Latina por sus historiadores de las ideas de poner a la
luz el enfrentamiento contra las formas diversas de alie-nación cultural, así como la
lucha por alcanzar un nivel de discurso propio. Pero lo más grave, tal vez, radica
en las propuestas hechas a partir de esa visión reductiva, del refugio en una
geocultura justificada desde una hipotética “glo-balización” que habría barrido con
lo nacional y habría despejado el camino para la emergencia de lo local. Es
evidente que falta una teoría del proceso de mundialización, dentro del cual la
globalización, doctrina creada y difundida
• 267

por los centros de poder financiero mundial, sirve de pantalla para borrar la
imagen de la realidad de los Estados-nacionales, en particular los que ejercen
formas de dominio y cuyo caso más fuerte es el de los Estados Unidos país
convertido en Estado-nación imperial. Y así, mientras por un lado se desco-
nocen formas de emergencia en el pasado, debido a la función represora de lo
nacional, lo que en buena medida es cierto pero que no justifica aquel desco-
nocimiento, al aproximarse al geoculturalismo de Kusch, se acaba negando
también aquellas formas actuales de emergencia que no se reduzcan a una
mera resistencia simbólica y mítica.(32)

Notas
Manifiesto emitido en Porto Alegre, 4 de febrero de 2001.

“Por la paz, democracia e igualdad”, Le Monde Dipiomatique, edición


argentina, n° 44, febrero de 2003, p. 4 Cfr. nuestro art.: “La paz nace de la paz
como la paloma nace de la paloma” en Estudios Trasandinos. Revista de la
Asociación Chileno-Argentina de Estudios Históricos e integración cultural.
Mendoza, n° 3-9, 2003, p.163-180 y este libro.
(3)“El mundo según Washington”, Le Monde Diplomatique. ed. Argentina, n°
44, p.11 y “La era de la guerra perpetua”, id. ant., n° 45, marzo y abril del
2003. El concepto de “guerra preventiva”, tiene su antecedente en el de “po-
lítica preventiva” e “ingerencia preventiva” utilizados por los Estados Unidos en
su relación con Cuba, por lo menos hasta 1923. Cyr. Oscar Pino Santos “Lo
que era aquella república: ¿protectorado o colonia?”, en Contracorriente.
Revista Cubana de Pensamiento, La Habana, n. 19, 2002, p.73-75.
(4))Le Monde Diplomatique, n° 45 del 2003, citado.

“El mundo según Washington”, art cit. p. 10. Cfr. además el Atlas de
Le Monde Diplomatique (2003: 40-43 y 97)), Buenos Aires, Capital
Intelectual. ed. Baltasar Garzón “No hay paz sin justicia”, en Página
12, Buenos Aires, 27 de abril de 2003 “Bombardear ciudades es
derecho y humano”, en Página 12, 30 de marzo de 2003

Juan Gelman “Bussines are guerra”, Página 12, Buenos Aires, 30 de mar-
zo de 2003; y Noe Jitrik “Asistimos a un cambio de civilización”. Página 12
30 de abril de 2003. El autor habla, siguiendo posiblemente a Huntington
de la antojadiza doctrina de un “cambio de civilización”.

268 •
Raúl Colman “Irak termina en la Triple Frontera”, Buenos
Aires, Página 12, 23 de marzo de 2003.

Naum Minsburg “Segundas partes son peores”, Buenos Aires.


Página 12, 6 de abril de 2003. El índice de pobreza mundial es
el dado por CEPAL, Santiago de Chile, 2002.

Cfr. nuestro artículo “Necesidad de una segunda independencia”, en


Utopía y praxis latinoamericana. Revista Internacional de Filosofía
Latinoa-mericana y Teoría social, Universidad del Zulia, Facultad de
Ciencias Econó-micas y Sociales, Venezuela, n° 19, 2002, p. 9-32.

Cfr. Raúl Scalabrini Ortiz, Bases para la reconstrucción nacional.


Bue-nos Aires, ed. Plus Ultra, 1973, p. 94 ; Guy Sorman. Los
verdaderos pensado-res del siglo XX, Buenos Aires, ed. Atlántida,
1989, p. 219; Alejandra Gallo. “Polémica en ciernes por la inmunidad
del Banco Central”, Página 12, 24 de noviembre de 2002.

El periódico Prensa Obrera, Buenos Aires, 27 de marzo de 2003, ha


declarado que los principales candidatos a la presidencia de la
República: Duhalde, Menem, Rodríguez Saá, López Murphy y
Carrió, ninguno corre el peligro del veto de Washington, por motivos
obvios. Cfr. además, el art. de Alfredo Zaiat “El Virrey John”, Página
12, Buenos Aire , 7 de abril de 2003 y el art. “El FMI ya audita las
cuentas públicas”, en Los Andes, Mendoza, 23 de abril de 2003.

Atilio Borón “El marxismo y la filosofía política”, introducción al


libro del mismo autor, Teoría y fi losofía política. La traducción
clásica y las nuevas fronteras (1999: 16) Buenos Aires, CLACSO.
Cfr. nuestro trabajo: “Algunas consideraciones sobre Filosofía
Práctica e Historia de las ideas”, en Estudios de Filosofía Práctica e
Historia de las Ideas, año I, n° 1, Mendoza, 2000, p. 12-16.

Algo semejante sucede con lo ético tal como lo hemos


mostrado en nuestro libro Ética del poder y moralidad de la
protesta. Respuestas a la crisis social de nuestro tiempo
(2002: 7-16) Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo,
EDIUNC.

Raúl Scalabrini Ortiz. Bases para la reconstrucción nacional, ed. cit. p. 170-
171; sobre Hayek véase: Mario Rapoport. “Origen y actualidad del pen-
samiento único” en Julio Gambina (ed.), La globalización económico-fi
nancie-ra. Su impacto en América Latina (2002: 357-363) Buenos Aires,
CLACSO.
La tesis de que “no hay alternativa”, expresión atribuida a Margaret Tat-cher,
surge del llamado “pensamiento único” sostenido por los doctrinarios

269 •
de los mercados financieros y caracterizado por la tendencia a concebir toda
realidad como mercancía. Cfr. Ignacio Ramonet Geopolitique du chaos (1997)
París, Galilée. Declaraciones de M. Friedman pueden leerse en Guy Sorman,

Los verdaderos pensadores del siglo. ed. cit. p. 220.

Cfr. Atilio Borón. Tras el búho de Minerva (2000: 231), Buenos Aires,
CLACSO, cap. “Entrevista con Noam Chomsky”; Daniel Bell. The end
of the ideology (1989), Glencoe, Illinois, The Free Press.

W. Weischedel, Los fi lósofos entre bambalinas (1972:184),


México, Fondo de Cultura Económica.

Arturo A. Roig, Ética del poder y moralidad de la protesta, ed.


cit. p. 137-155.
Ernesto Laclau. Nuevas refl exiones sobre la revolución de nuestro tiem-po,
Buenos Aires, Nueva Visión, 1993; Atilio Borón “¿Posmarxismo?” Crisis,
recomposición o liquidación del marxismo en la obra de Ernesto Laclau, en
Tras el búho de Minerva, ya citado, p. 90

Jacques Derrida, Espectros de Marx (1993:78), Madrid, ed. Trotta.

De John Rawls nos hemos ocupado de nuestro libro Ética del


poder y moralidad de la protesta, ya citado, p. 33-39.
Arturo A. Roig “El reclamo de contingencia en Jean-Paul Sartre: un
imperativo”, en nuestro libro ya citado Ética del poder..., p.. 269-272.

Declaraciones de Rorty hechas al diario Clarín de Buenos Aires el 26 de


marzo de 1992 y el 12 de septiembre de 1996. Respecto de la tesis de
Rorty de los “Enclaves de libertad”, véase en este mismo libro la p. 155,
nota 21 y El pensamiento latinoamericano y su aventura [1994] (2008:
187-188) Buenos Aires, Ediciones El Andariego y nota 30.

El manifiesto editado en 1995 en la obra The posmodernism debate in Latin


America, por Beverley, Aronne y Ovieto (Duke University Press), Dur-hem and
London p. 135-148, ha sido traducido por Santiago Castro Gómez y publicado
en el libro coordinado por el mismo y Eduardo Mendieta Teorías sin disciplina.
Latinoamencanismo, poscolonialidad y globalización en debate, Mexico(1998:
35-100) Miguel Angel Porrúa y University of San Francisco.
Cfr. “Contradicciones del “melting pot”, en Atlas del Monde
Diploma-tique, ed. cit., p. 104-105.

Walter Mignolo “Occidentalización, imperialismo, globalización, herencias


coloniales y criticas poscoloniales”, Revista Iberoamericana, Pitts-burgh,
University of Pittsburg, n° 170-171, 1995; p. 29 y “Posoccidentalismo.
270 •
Las epistemologías fronterizas y el dilema de los estudios
latinoamercanos de áreas”, revista citada, números 176-177, 1996, p. 679.
(28) Carlos Fuentes. “Mexico, tan lejos de Dios y tan cerca de los
Estados Unidos”, Buenos Aires, Página 12, 28 de abril de 1991.

(29) Santiago Castro Gómez. “Introducción: la traslocación


discursiva de Latinoamérica en tiempos de globalización”, en el
libro ya citado Teorías sin disciplina. etc.p 74.

Santiago Castro Gómez. “Introducción: la translocación


discursiva de Latinoamérica en tiempos de globalización”, en el
libro ya citado Teorías sin disciplina. etc.p 74.

Walter Mignolo. “Posoccidentalismo: el argumento desde


América Latina”, en Santiago Castro Gómez (ed.) Teorías sin
disciplina, ya citado, p. 30-38.
Roger Alan Coza. “Kusch y el intento de una metafísica americana”, en D.
Michelini, J. Wester y otros (ed.) Identidad e integración intercultu-
ral(2000: 199-205), Río Cuarto (Argentina), Fundación ICALA.

• 271

• 272 •
IV. Diálogos

• 273

• 274 •
13. La ética del poder y la moralidad de la
protesta (Diálogo con Ramón Plaza)

Ramón Plaza. Nuestros grandes escritores tales como Horacio Quiroga,


Leopoldo Lugones, Ezequiel Martínez Estrada o Jorge Luis Borges, han
puesto en circulación una ética de la escritura y desde la escritura. Muchos
somos los escritores actuales que tenemos como angustia interiorizada el
sentimiento de que debemos asumir esa ética y desarrollarla a su vez desde
las nuevas formas que la escritura va adquiriendo con los tiempos. ¿ Nuestra
época es peor que la que ellos vivieron? Difícil es medirlo. De todos modos la
nuestra se nos presenta dura, muy dura y hasta tenemos la sensación de que
dentro de nuestra poquedad debemos jugar papeles heroicos. Sería algo así
como la heroicidad de una ética contra el poder, de una ética que quiere
alcanzar alguna forma de poder, pero que hasta ahora está divorciada de él.
Esto seria lo que sucede en el mundo de los que nos dedicamos a eso que se
entiende como “letras”. ¿Qué pasa con los filósofos y en particular con los que
se dedican a la filosofía latinoamericana?

Arturo Andrés Roig. Bueno, la pregunta no es muy fácil de responder.


Tendría que hablar un poco de qué es esa filosofía y su historia y, sobre
todo, tendría que ocuparme, me parece, de quiénes son los que la han
practicado y la practican...Y esto porque uno de los supuestos con el que
se trabaja es que si queremos realmente poder evaluar las ideas tenemos
que colocarnos, de ser posible, en el momento de su producción. Pienso
que en el mundo de la crítica literaria, que es asimismo una tarea
evaluativa, sucede algo semejante...

R.P. Ni más ni menos. La defensa de la escritura que lleva adelante un


Horacio Quiroga y la ética que plantea desde ella, sería ininteligible si lo
• 275

borráramos a Quiroga. El tiempo en el que los textos valían por
sí mismos, como criaturas fantasmales, ya pasó y no podemos
evadir la contextualidad que, para el caso que te menciono, se
llama no simplemente sino densa-mente “Quiroga “.

A.A.R. Claro, así lo veo yo también. Y diría que se produce algo cier-
tamente extraño, producimos textos y nosotros somos su contextualidad.
Este hecho que se ve en el mundo de las letras, es justamente el que da

sentido al quehacer que intentamos llevar adelante los que nos


considera-mos filósofos latinoamericanistas. La cuestión viene
ya de lejos y no se puede negar que una de las raíces de esta
filosofía se encuentra en aquella noción de “engagement” que
propuso en su momento el existencialismo francés.

R.P. ¿Ese sería el origen de la actual filosofía latinoamericana? Creo


haber visto en alguna de tus cosas, bueno, concretamente en algunas
páginas de tu libro Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano
que habría otras fuentes, por ejemplo, el historicismo y también mucho
de Hegel y también de Marx, y ¿no te ofendes si te hago una
pregunta? ¿Esto no es otra vez “filosofía europea”?

A.A.R. Puede ser “europea”, pero lo que no es, es “europeizante”.


Tendría que recurrir a la distinción entre “significación” y “sentido”.
Ateniéndonos al primer concepto, podría hablarse de contenidos
semánticos que desde una lectura “literal” serian “europeos”, pero que
si atendemos al “sentido”, es decir, la “direccionalidad” semántica, son
sin más, nuestros y no puede ser de otra manera. Además, en materia
de pensamiento y esto de un modo más evidente que en el mundo de
las letras, hay una constante ambigüedad y hasta contradicción entre
universalidad y nacionalidad. Las ideas se nos presentan siendo tanto
una cosa como la otra, aquí, en Europa y en cual-quier parte.

R.P. Creo que lo que me estás diciendo tiene que ver con el distinto
peso que se le pone al significante en las prácticas literarias, cosa que
por lo que veo no sería lo que pasa en la filosofía en donde más bien
el peso estaría puesto en el significado...

A.A.R. Así es. Pero ahí está precisamente el problema para una filosofía que
como la latinoamericana, tal como te lo decía, tiene la pretensión de
desplazarse más hacia el sujeto de la idea, que hacia la idea y eso vendría a
ser un reconocimiento del significante. En efecto, en alguna medida, el su-jeto
es el significante, como era también, según decíamos, su propia contex-
• 276

tualidad. En nuestros días está tomando cada vez mayor importancia una
“filosofía de la corporeidad” a la que no es ajena la filosofía latinoamericana.

R.P. Pero tampoco es ajena a esa línea de pensamiento la


actual crítica literaria, claro que no se abandona en ningún
momento el aspecto estético del significante, que para la
expresión filosófica sería, me parece, secunda-rio.

A.A.R. A lo mejor podríamos decir que la presencia del significante en la


expresión filosófica se encuentra de modo particular en la forma dis-cursiva. Y
este es tema ampliamente discutido dentro de la historia de las ideas
latinoamericanas en donde se ha insistido en aspectos tales como la
asistematicidad, el ensayismo y, en general, en formas discursivas que po-
dríamos denominar como “abiertas”. El primero que planteó este problema fue
Juan Bautista Alberdi en su Fragmento preliminar al estudio del derecho, obra
con la que se inicia precisamente la filosofía latinoamericana.

R.P. Bueno, creo que nos estamos alejando de la cuestión. Yo volvería a un


cabo que se nos quedó suelto. No se me ha escapado que has hablado de
“filósofos latinoamericanistas”, no simplemente “latinoamericanos” y ade-más
todavía no ha quedado muy en claro de qué se ocupan estos filósofos. Es
lugar común atribuirles una especie de preocupación constante, a veces
obsesiva, por un problema como el de la “identidad” y la “unidad” lati-
noamericanas. ¿Es este el eje o uno de los ejes? Por otra parte, ¿acaso estas
cuestiones no son axiales en la producción de un Martínez Estrada quien no
figura precisamente entre los “filósofos”?

A.A.R. ¿Quién duda que Radiografía de la pampa es un poderoso intento por


dar una fórmula de nuestra identidad nacional? Sin embargo, como dices, no
es filosofía, por lo menos si nos atenemos a cierto academicismo.
R.P. Además viene al caso recordar que el propio Martínez Estrada, en su
etapa cubana intentó alcanzar, desde las intuiciones que ya había puesto
en movimiento en Radiografía una fórmula de la “identidad continental”.
¿No es eso lo que se plantea acaso en Diferencias y semejanzas entre
los paises de América Latina? Por lo demás, ese interés por la cuestión de
la identidad se me ocurre que responde a un política de integración. En el
caso de Martí-nez Estrada parece ser que no podríamos separar la
literatura de una praxis que la excede como tal.

A.A.R. Bueno, retomando aquel cabo suelto te digo que si esta filosofía
latinoamericana es, además, latinoamericanista, es porque se inserta dentro
de un movimiento mucho más amplio dentro del cual se reúnen tanto
• 277

filósofos como literatos, tanto José Vasconcelos como Manuel Ugarte, Ma-
riátegui y José María Arguedas o, en nuestros días, Leopoldo Zea y Gabriel
García Márquez, todos ellos de un modo u otro, unidos por un ideal co-mún en
relación con una tradición que tuvo sus orígenes a comienzos del siglo XIX
con los grandes movimientos de independencia continental y que aún puede
ser rastreada antes. Pero, de todos modos, pretende ser “filoso-fía”, es decir,
desarrollarse con una determinada especificidad discursiva.

R.P. Lo primero que dijiste es lo que daría la direccionalidad


semántica de la que hablabas hace un momento, según entiendo.

A.A.R. Sí, sí, claro que no basta con eso, todavía tendríamos que acla-rar
cómo es abordado el objeto, en este caso, la cuestión de la identidad. Podría
pensarse que si la filosofía es considerada como un saber de lo uni-versal,
cómo encaja con un tema que pareciera responder a un sujeto his-tórico
concreto. Claro que desde un punto de vista dialéctico esa dificultad no sería
tal. Más complejo es responder sobre el modo de abordaje del tema por lo
mismo que la filosofía latinoamericana ha recurrido a distintas aproximaciones
metodológicas y muestra una diversidad de planteos teóri-cos y hasta se
podría hablar de “escuelas”: el historicismo de Gaos y Zea, el neokantismo de
Francisco Larroyo, el marxismo de Ricaurte Soler, en fin, la fenomenología, la
hermenéutica y hasta la filosofía analítica tal como la hacen Francisco Miró
Quesada y Luis Villoro. Bueno, me dirás que todavía no he respondido a
aquello de la especificidad discursiva...

R.P. Pienso que las referencias a Martínez Estrada podrían servir


para establecer una cierta comparación de campos. Por lo que me
dices y sobre todo pensando en esa exigencia metodológica, que
parece ser universal en-tre los filósofos, los temas no se dejan
tratar a ponchazos de intuición, por más geniales que sean.

A.A.R. En efecto, si bien el conocimiento conceptual puro no existe, los


filósofos pretendemos conceptualizar la realidad, queremos hacerlo, por otro
lado, metódicamente y lo que me parece más importante hasta tene-mos la
exigencia de que el saber que se organiza de esa manera sea crítico, es decir
que incluya un saber de sí mismo en cuanto tal. Los filósofos quieren tener
una herramienta para medir la legitimidad de su propio discurso.

R.P. Me vas a perdonar, pero muchas veces se quedan a medio camino o


escriben de un modo tan sofisticado que no los lee nadie o sólo se leen entre
ellos. Me tendrás que dar la razón de que en esto las formas discursivas
propias de las letras les llevan ventaja. ¿Me das por lo menos en parte razón?
• 278

A.A.R. ¿Cómo no te la voy a dar? Tienes razón, sin duda y sobre todo
cuando se trata de ciertas líneas del filosofar académico. Pero, en lo que
respecta a la filosofía latinoamericana, si bien exige como todo campo de
estudio un entrenamiento, no creo que sea lo mismo. Yo diría, si me
permi-tes, que esa filosofía y la literatura latinoamericana se
complementan, que son formas discursivas necesarias y que, más aún,
deberían esforzarse por establecer un reencuentro permanente.

R.P. Bueno, volvamos a otro de los cabos que han quedado sueltos.
Yo te hablaba en un comienzo de una ética de la escritura y desde la
escritura que es visible en nuestros literatos. ¿Cómo se da ese posible
encuentro entre la filosofía y las letras a propósito de la cuestión de la
ética? Me habías hecho antes una referencia a Jean Paul-Sartre y su
“engagement” ¿va por ahí la cosa? ¿Sucede con los filósofos lo que
pasa con los literatos y su relación con el “sistema”?

A.A.R. Te diría que es necesario distinguir entre los filósofos y los que
hacemos filosofía con vocación latinoamericanista. Te aclaro lo que quiero
decir: la cuestión de la identidad, supone el problema de una determinada
cultura. ¿La filosofía latinoamericana es entonces una filosofía de la
cultura? Te respondo, no. Es, decimos, una filosofía de las formas de
objetivación: lo que nos interesa es cómo el hombre produce su propia
cultura, es decir, cómo se “objetiva”. En este sentido es mucho más que
una filosofía de la cultura, aun cuando la incluye; es, diríamos, una
antropología y es, si quie-res, una ontología: se pregunta por el modo de
ser de un ente histórico, los hombres y las mujeres de nuestra América. Y
se ocupa también de esa otra categoría a veces despreciada por los
filósofos académicos, la cuestión del “tener”.

R. P. Se me ocurre que esa cuestión del tener es casi de tanto peso como la
de ser. Yo no concibo la posibilidad de ser esto o lo otro, empezando por ser
uno mismo, sin una determinada posesión. Yo mismo pretendo ser dueño de
mis actos y de mis cosas y desearía huir de las carencias, de la alienación, y
todo eso lo siento como hombre de esta América.
A.A.R. Veo que ya estás filosofando. Muy bien dijiste esas mismas
ideas en un escrito tuyo que no puedo olvidar. Lo titulabas si no me
equivoco, “Lo que no pudieron robarnos” y terminabas hablando de
algo que está en el centro mismo de la discusión filosófica
latinoamericana: los ideales, que según tus palabras es cosa que
no nos podrán robar “porque son a prueba de ladrones”.
• 279

R.P. Pienso que se trata de ese reencuentro entre la filosofía y
las letras de que hablabas...

A.A.R. No cabe duda. Y esos ideales, entre otros modos de


expresarse, se concretan en normas. No sólo construimos una cultura,
nuestra cultura, sino que la pautamos, decimos y soñamos cómo debe
ser. Y dentro de ese complejo mundo surge precisamente esa difícil
cuestión de la ética, que es algo fundamentalmente normativo.

R.P. Realmente difícil. ¿Construimos nuestra cultura o nos la constru-yen?


¿ Nuestros escritores, Lugones, Borges, son lo que ellos anhelaron ser y decir,
o son la imagen que de ellos fabrica el sistema? ¿Tendremos que aceptar que
hay una ética del sistema que ordena los escritos y las lecturas? ¿ Cuál es el
destino de la escritura y, en particular, cómo se juega ese destino en América
Latina? ¿Qué dice de todo esto la filosofía latinoamericana?

A.A.R. Diría que la cuestión muestra dos aspectos, uno, el teórico y el otro
el de la realidad misma del mundo en que vivimos en el que los prin-cipios
que creíamos inviolables han sido violados, y gobernantes que se
presentaban como exponentes de una eticidad para nosotros respetable,
han sido los primeros en quebrarla. Y lo más grave del hecho -estoy pen-
sando en este momento en la llamada “ley de la obediencia debida”- es
que se ha producido dentro de un partido político, el Radicalismo, que se
precia de tener como respaldo histórico la “moral krausista”. Claro que
todo queda al descubierto cuando se ve la ambigüedad de esa ideología,
hecho que no le impidió sin embargo, a un krausista como fue Nicolás
Salmerón, renunciar a la presidencia de la República Española, para no
verse obligado a firmar una pena de muerte, castigo al cual se oponía por
principios. Pre-cisamente sobre el krausismo como ideología nacional di
en alguna ocasión una conferencia en la que destaqué aquella
ambigüedad y me parece que no cayó muy bien...

R.P. Eso, la renuncia, creo que hay que saber renunciar y que no
todas las renuncias tienen el mismo signo. Al “saber de renuncia” que
es valentía y honestidad, por lo menos consigo mismo, le podemos
llamar “la cultura del ejemplo”. Así le llamo yo. ¿Pero no será que hay
una contradicción entre una ética del poder y lo que podríamos llamar
una moral de la protesta? ¿No será el caso de ese hombre tan puro,
Salmerón, en quien tuvo más peso la segunda que la primera?

A.A.R. Precisamente, desde el punto de vista teórico es posible reconocer una


eticidad como distinta de una moralidad. La primera ha sido llama-
• 280

da “moral objetiva” y la otra, simplemente, “subjetiva”. El Estado, como
organización jurídica, supone necesariamente una eticidad que es fruto de
un largo proceso de objetivación, no ajeno a factores de poder social. Por
donde esa eticidad puede fácilmente constituirse en represiva y entrar en
conflicto con la moral subjetiva. Esto posiblemente sea algo muy claro res-
pecto de los intelectuales, los escritores por ejemplo, sobre todo si no se
han “integrado” al sistema, si se sienten comprometidos de alguna manera
con los sectores oprimidos que componen, por lo general, a la clase
trabajadora y a otros grupos marginados.

R.P. A mí lo que me interesa es que me digas cómo se ve desde


una filoso-fía latinoamericana esa contradicción que yo veo entre
eticidad y moralidad que me parece algo realmente dramático.

A.A.R. El asunto, para verlo de modo claro, tendríamos que ponerlo


en su elemento, hay que verlo como uno de los tantos procesos de
obje-tivación, es decir, como un problema social. Y si decimos social,
decimos conflictivo. Lo que le interesa a la filosofía latinoamericana es
contribuir de modo crítico a la construcción de una eticidad que no sea
expresión de los que detentan el poder en una sociedad en la que rige
la dominación y la explotación -sin olvidar, por cierto, la dependencia-
sino que surja más que del poder, de las necesidades.

R.P. ¡Pero estás a contrapelo de lo que está pasando! En estos días eso de
las necesidades ha sido desplazado, postergado y hasta ignorado. Para los
que ahora se llaman neo-liberales hay que ejercer simplemente el poder.
A.A.R. Y precisamente si la eticidad surge fuertemente condicionada por el
ejercicio del poder, en beneficio de quienes lo detentan, la moralidad -esa
especie de eticidad primaria- es más bien la expresión normativa de las
necesidades de cada uno y, en tal sentido, es subjetiva en relación con la otra.
Y así, el conflicto entre eticidad y moralidad se plantea más que nada entre el
ejercicio del poder y la satisfacción de las necesidades, conflicto que muestra
diversos niveles de profundidad según las clases sociales. Pues bien, la
filosofía latinoamericana en la medida en que se ha comprometido con la
liberación de los pueblos, considera que la clarificación teórica de todos estos
problemas, le es prioritaria. A eso nos referimos, entre otras cosas, cuando
hablamos de una “Crítica de la Razón latinoamericana”.

R.P. ¿Entonces de lo que se trata es de una moralidad de la protesta en


contra de una eticidad del poder? Pienso que esa linea de enfrentamiento
• 281

la podemos rastrear en todos nuestros grandes literatos. ¿Acaso no se
ve en Arlt? Buena tarea para que literatos y filósofos vayamos juntos.
A.A.R. Así lo creo.

Buenos Aires, Utopías del Sur, 1991

• 282

14. Posiciones dentro de un filosofar
(Diálogo con Raúl Fornet-Betancourt)

Concordia. ¿Cómo entiende Ud. mismo su propia evolución


filosófica, cómo autopercibe su camino? ¿Cuáles serían influencias
o referencias im-portantes para comprender su propia posición?

Arturo Andrés Roig. Debo decir que me resulta difícil responder a esta
pregunta; pues, en verdad, no me he puesto nunca a pensar cuáles puedan
ser las influencias recibidas. Me he dedicado a buscar las influencias que han
podido sufrir los demás, en mi ya larga tarea como historiador de las ideas,
pero no he pensado en las influencias que he sufrido yo mismo. Sin embargo,
improvisando una respuesta, pienso en este momento que, si me remonto a
los inicios, he de mencionar primero y fundamentalmente mis trabajos con los
textos platónicos. Mi lectura de Platón se dio ciertamente en un marco
idealista, aunque traté de lograr dentro de ese marco una cierta apertura hacia
lo que sería un platonismo no puramente de las ideas, sino un platonismo
donde se recalca con bastante fuerza -sobre todo a nivel del diálogo El
Sofista, etapa prácticamente terminal del pensamiento platóni-co- el peso que
tiene la diánoia frente a la nóesis, por ejemplo. Es decir una cierta apertura
hacia lo concreto, y ese sería un poco el comienzo de donde arranqué. Pero
también me apasionó la oscura figura de Espeusipo y su ne-gación de la
prioridad del acto, respecto de la potencia, como asimismo no perdí nunca de
vista ese filósofo sistemáticamente ignorado por el Maestro de la Academia, el
gran Demócrito. La fuerza que para mí tuvo, sin em-bargo, la enorme figura de
Platón hizo que todos esos años se movieran en medio de un ejercicio de
idealismo del que no estoy arrepentido ni tengo por qué estarlo.

Decisivas, son, por otra parte, y con motivo del ambiente que se vivió en las
décadas de los sesenta y setenta, las influencias de los que Ricoeur ha de-
nominado “filósofos de la sospecha”. Concretamente pienso en la recepción
del marxismo, que se da en estos años en forma bastante generalizada. El
marxismo no había entrado nunca en las universidades argentinas. Cuando
• 283

Carlos Astrada se hizo marxista, se había jubilado y retirado de la universi-
dad. Así que esa recepción del marxismo se va a apoyar no en una tradición
existente en nuestras academias, sino más bien por una cierta tradición de
lectura hegeliana que había en la universidad argentina. Basta con recordar la
figura de Rodolfo Mondolfo para tener una idea de ella. Se trató, además, de
un marxismo que ingresaba mediatizado. Veníamos de leer con avidez a Jean
Paul Sartre, a Heidegger y por fin a Marcuse. Dentro de esta “filosofía de la
sospecha”, además del Marx mediatizado, estuvo Nietszche. Hay en estos
años un redescubrimiento del filósofo de la Voluntad de poder en el que tuvo
papel destacado Astrada, de quien he estado muy cerca en muchos aspectos.
Su lectura, digamos, progresista o democrática de Nietszche nos pareció
siempre muy importante. También hay que tener en cuenta la ex-pansión, por
esos años, del psicoanálisis y la literatura filosófica próxima al mismo. Esas
grandes figuras serían las que han marcado de alguna manera el paso a una
nueva etapa en mi manera de pensar filosófica y que me llevó a un
alejamiento de aquel primitivo idealismo. Sin duda no lo he superado del todo,
pero sí creo haber sufrido un fuerte impacto en ese sentido del materialismo
histórico.

C. Aunque mencionó nombres como el de Astrada que hace


referencia ya explícita a la propia tradición argentina de
pensamiento ¿qué otros pensa-dores argentinos le han influido?

A.A.R. ¿Se refiere con ello a pensadores contemporáneos o a los que


po-dríamos entender como clásicos? Si se trata de los primeros
debería agregar otros nombres de filósofos con los que he encontrado
afinidades y entabla-do diálogo: Rodolfo Agoglia, Miguel Angel
Virasoro y hasta el temido y discutido Nimio de Anquín.

C. Y entre los que Ud. denomina “clásicos” ¿cuáles son?

A.A.R. La presencia de esos “clásicos” deriva del fuerte interés por la reali-dad
nacional que en buena parte nos alejó del mundo greco-latino. Cuando
regresé de Europa, en 1954, una de las cosas que traía decididas -luego de
un baño intensísimo de platonismo en la Sorbona- era la de meterme con
nuestras cosas. Sin duda me ayudó a eso una vocación por lo histórico que no
me ha abandonado nunca y que me ha llevado en ocasiones hasta la
realización de tareas meramente eruditas de recolección de datos. Y aquella
vocación “histórica” que me empujaría también a un “historicismo” -fueron los
años de intensas lecturas de Dilthey cuyas obras completas comenzaron a
salir en la década de los ‘40 en México- ha sido uno de los factores que
• 284

me ha distanciado de otros colegas que no se movían con una vocación
equivalente y hasta militaban en un a-historicismo. De ese modo di con la
gran figura de Alberdi, el promotor en 1840 de una “Filosofía americana”.
Se sabe que cuando los filósofos argentinos Ingenieros y Korn
encontraron el Manifiesto de 1840, ellos dijeron: este es nuestro
programa. Y yo diría que nosotros dijimos lo mismo. Curiosamente esta
idea se encuentra en Leopol-do Zea. Podríamos entonces hablar de un
movimiento “neo-alberdiano” que es continental y hasta mundial, pues,
Zea lo llevó al Congreso Mundial de Filosofía de Montreal del año 1986.

Por cierto que de aquel célebre Manifiesto de 1840 nosotros no hemos


aceptado esa fórmula alberdiana según la cual nuestra tarea consiste en
“aplicar” lo que Europa “piensa”, en cuanto que aún no teníamos filosofía, e
incluso pensamos que Alberdi no le dio la fuerza que se le ha atribuido en
función de una lectura un tanto apurada. Partimos, por el contrario, de algo
que está asimismo en aquel célebre Manifiesto que, a nuestro juicio, sí apunta
a un filosofar nuestro sobre nuestras cosas. Quiero referirme a la afirmación
alberdiana de que “Nuestra filosofía debe partir de nuestras ne-cesidades”. Yo
veo en eso la base de una ética y de una política. Es evidente que Alberdi nos
proponía a los americanos que fuéramos intelectualmente agentes en la
construcción de nuestra cultura. Y todo eso, por cierto, con las mediaciones
culturales que tantas veces se han señalado.

C. Ha habido entonces una evolución en su pensamiento en cuanto a


la función o responsabilidad social del filósofo en América Latina.

A.A.R. Ese problema de la responsabilidad social del filósofo es una cues-tión


que ha surgido en Latinoamérica, sobre todo en el medio en que yo me he
movido -no deben descuidar Uds. que están hablando con un universi-tario-
no tanto por el impacto que pueda haber causado la lectura de Jean Paul
Sartre y en especial su idea del engagement; no creo que sea tanto eso, sino
que es fruto de una lucha interna en las universidades, en el intento de
reconstruir esas instituciones y dirigirlas hacia otra cosa. Allí se planteó de
modo espontáneo -apagado o desvirtuado el viejo movimiento de la Reforma
Universitaria de 1918- muchas veces no teoréticamente, la oposi-ción entre
“académicos” y una filosofía que nosotros llamábamos “filosofía de la vida”.
Pero entendiendo por “filosofía de la vida” no el vitalismo de un Ortega y
Gasset, sino una filosofía entregada a lo social. De modo que hubiera sido
mejor haber hablado de una “filosofía social”, relacionada con la revolución
que el marxismo estaba llevando adelante precisamente en las
• 285

ciencias sociales y relacionada también con otras formas de pensamiento
renovador que exigen que la filosofía no esté descomprometida y que esté
pensando en lo posible el salto inevitable que es necesario dar, hacia lo real,
aunque siempre conscientes de las mediaciones. En realidad había-mos
perdido toda esa ficticia seguridad que da la tradicional “filosofía de la
conciencia”. También tuvo mucho que ver en estos cambios de perspectiva, en
lo que se refiere a nuestra propia vida intelectual, nuestros primeros contactos
con los filósofos mexicanos. Yo diría que la influencia de Ortega y Gasset nos
llegó mediatizada por las lecciones de don José Gaos, como les llegó a los
mexicanos, entre ellos, el propio Leopoldo Zea, a quien conocí y traté por
primera vez en 1958, en Buenos Aires. Es decir que con el Ortega de la élite
porteña de la revista Sur, no tuvimos nada que ver.

Pero en las décadas de los ‘60 y ‘70 no sólo se abrió a nivel continental lo que
se había planteado en Europa como “diálogo constructivo con el mar-xismo”,
sino que comenzaron a llegar con fuerza las novedades, ciertamente también
revolucionarias, que traía la problemática del lenguaje. Leímos no sólo los
clásicos de la lingüística, comenzando por Saussure, sino toda la ri-quísima
filosofía que la acompañaba. Estaba relacionado, además, todo esto con un
cierto culto a Cassirer y en particular a su “Filosofía de las formas simbólicas”.
En fin, sería largo enumerar todo. Unicamente mencionaré una lectura que fue
decisiva para integrar lo que para mí era una “teoría del discurso”, la obra de
Valentín Voloshinov. Nuestro interés por la histo-riografía de nuestras ideas
filosóficas, dentro del amplio marco de las ideas “liberacionistas”, adquirió de
este modo herramientas metodológicas re-novadoras y, sobre todo,
adecuadas a la función social que le asignábamos.

C. Su respuesta refleja ya un poco el nuevo enfoque de filosofía que, desde


hace ya varios años, se está recepcionando tanto en América Latina como en
Europa, con el nombre concreto de “Filosofía de la liberación”, en el sentido
precisamente de aquella forma de filosofía que acepta el desafío de la realidad
histórica y se hace filosofía a partir de esa misma realidad. Este movimiento
de “Filosofía de la liberación” se suele ocupar muchas veces con nombres
determinados, como por ejemplo el nombre de Enrique Dussel. Sorprende, sin
embargo, que muchas veces el nombre de Roig no esté entre esos nombres
de los filósofos que se suelen citar como directa-mente vinculados al
movimiento de la `Filosofía de la liberación” ¿Qué razón explicaría, a su
parecer, ese proceder? o, en otros términos ¿con qué
• 286

razones se podría sostener que el movimiento de Filosofía de la
liberación es más amplio de lo que a veces se pretende?

A.A.R. El problema de la “Filosofía de la liberación” es bastante comple-jo.


Diría que la “Filosofía de la liberación” tuvo su cuna en buena medi-da en
Mendoza, una provincia del interior argentino bastante tradicional y hasta
reaccionaria; y subrayo “en buena medida” porque también salió de otras
partes, por ejemplo, de Córdoba, de Buenos Aires, de Santa Fe, etc. Mostró
desde un comienzo una gran fuerza expansiva y una activísima
intercomunicación entre filósofos que no nos conocíamos. En realidad se trató
casi de una “explosión filosófica”, fenómeno digno de ser estudiado y, tal vez,
en parte equivalente a la “explosión estudiantil” de 1918. Claro que eran otros
tiempos. Me tocó presidir una comisión titulada “América como problema”,
dentro del II Congreso Nacional de Filosofía en Córdoba, en 1971, lugar en el
que según se ha dicho tuvo sus primeras manifestaciones la nueva filosofía.
De todos modos fue a partir de 1973 que tomó verdade-ramente cuerpo. Pero
es necesario decir que tuvo además resonancia casi in-mediata a nivel
continental. A este respecto recuerdo una visita de Leopol-do Zea a Mendoza
para conocer esta nueva filosofía que estaba saliendo y él encontró en
Mendoza que ésa era también su filosofía. Y añadiría yo que con justa razón
porque Zea se había estado planteando temas equivalentes, a la par de
Augusto Salazar Bondy. No debemos olvidar que mucho antes que la Filosofía
de la liberación, las ideas “liberacionistas” formaban parte, aunque no
desarrollada, de la “Teoría de la dependencia”. La verdad es que se nota la
carencia de una historia de todo este amplísimo movimiento, una historia
como la que Jorge Gracia ha hecho, por ejemplo, con la Filosofía Analítica.
Con esto quiero decir que el movimiento no se reduce a un solo nombre, sino
a decenas o más. Por lo que a mí respecta puedo decir que tuve una
participación decidida, como los demás colegas, pero que man-tuve
celosamente cierta independencia de criterio. Y sobre todo debo decir que
nunca estuve poseído del espíritu por momentos mesiánico de algunos que se
habían posesionado de su papel de “liberadores”. En verdad siempre he
entendido que la filosofía tiene una función, importante, pero no por eso
menos humilde. Por lo demás, en función, de la heterogeneidad de los
filósofos que confluyeron en el proyecto de Filosofía de Liberación, muy pronto
estallaron las diferencias y se pusieron de manifiesto las ambigüeda-des con
las que se arropaba más de un discurso “liberador”.
• 287

C. Además de esas ambigüedades en lo que suele llamarse Filosofía de la
liberación, ¿hay razones de estricto carácter teórico para su distanciamiento
del movimiento de la filosofía de la liberación? O, mejor dicho, ¿la indica-ción
de la ambigüedad apunta ya hacia diferencias teóricas?

A.A.R. Debo decir que las ambigüedades si bien se manifiestan y se han


manifestado a nivel teórico, también ellas incluyen a la praxis y hasta diría que
en este segundo aspecto es donde resultan más graves. En 1984 escri-bimos
unas páginas breves a las que titulamos “Cuatro tomas de posición a esta
altura de los tiempos” (publicadas en México ese mismo año) en donde
resumíamos lo que, sin ignorar que había excepciones y variantes, los as-
pectos negativos fundamentales del movimiento de Filosofía de la libera-ción
argentino. Lo rechazábamos en cuanto pretendida alternativa entre el
individualismo liberal capitalista y el marxismo, el que para muchos “libe-
radores” continuaba siendo “colectivismo anti-cristiano”, rechazábamos el anti-
historicismo, así como residuos ontologicistas y antidialécticos y por último,
declarábamos la fundamental ambigüedad en el uso de la palabra “pueblo”,
así como el tercerismo que muchos proponían a partir de esa ca-tegoría. En
función de eso declaramos que seguiríamos luchando en favor de la
liberación, pero al margen de la “Filosofía de la liberación” a la que no le
veíamos coherencia doctrinal.

C. ¿Podría concretizar esas discrepancias? Digamos, por


ejemplo, con res-pecto a Enrique Dussel?

A.A.R. Creo que para entender lo que Uds. denominan discrepancias debería
hacerse un cierto panorama de cómo se dieron las cosas y que en alguna
medida ya lo hemos venido trazando. El movimiento de Filosofía de la
liberación no fue en la Argentina nunca ajeno -como no lo fue en otras partes,
por ejemplo, en Colombia en cierto momento- a la teología y hubo siempre,
por lo menos hasta 1975, sectores de la Iglesia católica que le die-ron un
fuerte apoyo, a más de que se sumaron a él. Muchos de sus integran-tes
jóvenes habían militado en vanguardias católicas, como había asimismo
sacerdotes, algunos de ellos de diversas órdenes: dominicos, jesuitas, etc. Y a
su vez, dentro de los sacerdotes los hubo quienes hicieron de esa Filosofía un
arma sincera de lucha que los llevó a dejar los hábitos. Podríamos decir que
en ellos la Teología de la liberación se transformó en lo que entonces se llamó
“Liberación de la Teología”. Lo cual no implicaba un sentimiento an-ti-religioso
en cuanto que en el fondo estaba la gran cuestión de la “muerte de Dios”, el
dios del capital, el dios de los opresores, en fin, el dios de las
• 288

jerarquías eclesiásticas sumadas a los sistemas represivos. Pero también los
hubo, dentro de esa fuerte masa católica del movimiento, seglares y reli-
giosos, que acabaron empleando su Filosofía y su Teología liberacionistas,
para fundar o refundar oscuras doctrinas místico-telúricas, en posiciones en
las que la “caridad” desplazaba a la justicia y el mensaje “liberacionista” era
reformulado de tal manera que podía ser compatible con el statu quo. Hasta
se dio un claro acercamiento a las fuerzas represivas, con actitudes que no
disimulaban simpatías abiertamente reaccionarias. Cuando se produjo el
golpe militar y comenzó la represión en la que fueron torturados y asesi-nados
más de 30.000 jóvenes -fue toda una generación decapitada, hecho que
quebró a las universidades y que aún están sufriendo las consecuencias-esos
“filósofos” se integraron cómodamente en el sistema. Ya no hablaron de
“liberación”, sino de “sabiduría popular”, del “núcleo mítico-popular” etc. y todo
ello dentro de un irracionalismo que invocaba la “tierra” como principio
regenerador. Para todo eso invocaban la figura de Rodolfo Kusch, a quien
traté en Córdoba en 1971 por primera vez, un ensayista al que declararon
como el filósofo más grande que ha tenido la Argentina. A lo dicho se ha de
sumar la suerte ocurrida con el exilio. Los “liberadores” que se pasaron a la
“sabiduría popular” convivieron con la represión, sin ser reprimidos. A los
“liberadores” que se mantuvieron en la “liberación”, no les quedó otra “opción”
que expatriarse. Y allí también se dividieron las aguas, entre los que
continuaron luchando, honestamente, desde una posi-ción teológica que los
ataba a antiguos compromisos, hasta los que, el caso nuestro, consideramos
oportuno separarnos del movimiento, el que, por lo demás, nunca tuvo
afiliaciones como las de un partido politico o una logia. Nos había unido una
praxis. En el caso del grupo mendocino, tal vez el de mayor fuerza y
resonancia a nivel internacional, aquella praxis fue inicial y fundamentalmente
pedagógica. Simplemente voy a remitirme a dos casos: el plan de reforma de
la Universidad de Salta, en el que tuvo destacado papel Horacio Cerutti y el de
la Universidad de Cuyo, en Mendoza, en el que me tocó principalmente a mí la
conducción y en cuya puesta en mar-cha colaboraron activamente Enrique
Dussel y tantos otros más. Vuelvo a insistir en el origen universitario de la
Filosofía de la liberación argentina, que contó con un apoyo estudiantil
indudable. Intentamos, pues, convertir una universidad estatal en una
institución modélica, sobre la base de una pedagogía participativa muy
estrechamente relacionada con las doctrinas de Paulo Freyre, pero que
respondía también a tradiciones nacionales ar-
• 289

gentinas. Todo eso dentro de los cauces de un peronismo -que
aceptamos como regla de juego, no como militancia partidaria- y que
no lo redujimos a la sola exigencia de “liberación nacional”, que era la
posición de las dere-chas peronistas, sino que apuntábamos a aquella
liberación, pero también a la “liberación social”. Fuimos lógicamente
acusados de “infiltrados”, miem-bros de la Internacional Trotzkista y
otras cosas por el estilo y, por supuesto, expulsados y perseguidos.

Había, sin embargo, discrepancias que nos llevaron a tomar rumbos dis-tintos,
las que podríamos decir que estuvieron presentes desde un comien-zo. Había
un sector en el que desde los inicios estábamos abiertos a un diálogo con el
marxismo al que nos aproximamos desde el existencialismo francés y los
teóricos de Frankfurt. Luego vinieron por supuesto otras líneas de contacto.
Recuerden Uds. que el mismo Heidegger se había referido a aquel diálogo en
su conocida y muy divulgada Carta sobre el humanismo. No era, pues, una
novedad. Tal vez sí era novedoso el hecho de que nuestro diálogo no se
colocara en el plano de lo ontológico, según la propuesta heideggeriana, sino
social y político. No entendíamos, pues, la Filosofía de la liberación como una
tercera posición entre capitalismo y marxismo. Era-mos, además, fuertemente
anti-imperialistas, pero tomando partido en la Guerra Fría contra la política
norteamericana y, por cierto, decididamente en favor de la Cuba
revolucionaria. Había, sin embargo colegas de origen católico, que seguían
entendiendo al marxismo como posición “anti-cristia-na” y que veían en la
dialéctica una trampa que prolongaba el “discurso de la totalidad”
característico del hegelianismo, típica filosofía del “centro”. Ese fue, según
entiendo, el origen de la propuesta analéctica del Dussel de aquellos años. Y
por cierto que la experiencia del “cara a cara”, o del “rostro del pobre” debía
estar fuertemente condicionada por aquel punto de partida.

C. Pero, ¿esa crítica teórica que cuestiona la experiencia del “rostro


del pobre” se vincularía también con el reproche de la ambigüedad
sobre todo en el uso que hace la Filosofía del concepto de pueblo?

A.A.R. Sí, por supuesto. En realidad, nos encontramos desde un comien-zo


con la enorme dificultad del uso de la palabra “pueblo” dentro de la Filosofía
de la liberación. Posiblemente esa palabra sea una de las claves que señalan
la diversidad de posiciones tanto en la filosofía mencionada, como en la que
se derivó de ella, la de la “Sabiduría popular”. Nosotros hemos tratado de
codificar el término o de ajustarlo a lo que sería una respuesta no
• 290

mediadora. Esto no quiere decir que hayamos propuesto, como entendió
alguno, renunciar al uso del término. Es absurdo renunciar a las palabras. No
hay que renunciar a ellas sino al uso ambiguo de las mismas. Debemos tener
muy en cuenta que esa palabra era uno de los ejes de un discurso oficial al
que se lo ha definido como “populista” y que, además, no sólo entraba dentro
de lo demagógico, sino que abría la puerta a los irraciona-lismos, entre ellos,
el telurismo que ya hemos mencionado. Es importante asimismo tener en
cuenta que el “pueblo” era una fuerza difícil de definir, pero palpable, que se le
escapaba de las manos al propio conductor. Así pues, estábamos ante un
doble frente, o triple: la Filosofía de la liberación debía definirse frente al
discurso oficial y decodificarlo; pero también tenía que plantear la discusión en
su propio seno y, por último estaba ahí esa rea-lidad que había crecido y
jugaba un papel político difícil de definir pero no menos real. Fue la
problemática del segundo frente de la cuestión la que ge-neró la importante
polémica entre Cerutti y Dussel, en México, que resultó indiscutiblemente
clarificadora. El estudioso de la filosofía latinoamericana Gregor Sauerwald ha
puesto el acento en la importancia que tienen las polémicas dentro del
desarrollo de nuestro filosofar. El mismo Sauerwald en un trabajo suyo
publicado en los Hegel Studien (Band 20, 1985) sobre la recepción de Hegel
dentro de la Filosofía de la Liberación, ha subrayado algunos de los puntos de
no coincidencia entre Dussel y mis cosas. En primer lugar, lógicamente,
ambos partimos de una filosofía práctica, una antropología, pero desde un
principio, nosotros hemos procedido mane-jando dos tradiciones a las que
hemos concedido en todo momento tanto peso a la una como a la otra: la
europea y la latinoamericana; el punto de partida de nuestra reflexión
antropológica se encuentra en Hegel y su doc-trina acerca de la necesidad de
un sujeto que se considere a sí mismo como valioso. Por cierto que se trata de
un Hegel leído contra Hegel mismo. Esto supone una toma de distancia frente
al modo como aparece utilizada la dialéctica hegaliana en Leopoldo Zea, que
se queda en una filosofía de la conciencia, pero también es un uso de Hegel
que no necesita desplazar la dialéctica en favor de una analéctica, como
tampoco declarar a ésta como el coronamiento de aquélla. Lo que está en el
fondo es una crítica a la cate-goría de alteridad tal como la maneja Dussel, en
cuanto que se postula una filosofía que se realiza decididamente dentro y no
fuera de la tradición de la filosofía universal. La fuerza que ponemos en la
historicidad de Améri-ca confirma aquella visión. Nuestra interpretación del
veredicto de Hegel
• 291

sobre América es crítica ideológica y alternativa frente a las alternativas de
Zea y de Dussel, por lo mismo que ambos han ratificado el juicio hegeliano
sobre América, prolongando su perspectiva negativa. Negar un pasado, tal
como lo ha practicado Dussel lleva a que no tenga sentido hablar del futuro de
América. Lo que queda en entredicho es pues la posibilidad misma de su
Filosofía de la liberación. Por cierto que Dussel no es un filósofo improduc-tivo
y hasta pienso que las críticas hasta le han inyectado más vitalidad de la que
siempre ha tenido. De todos modos siempre he pensado que una de las
falencias más serias de su posición -él por su parte está en todo su derecho
en señalar las mías- se encuentra en una tendencia a olvidar la presencia de
las mediaciones, de donde creo que nace en buena medida la debilidad de su
discurso. El “rostro del pobre” en sus inicios tenía un fuerte sentido de intuición
de tipo místico, era como una epifanía del rostro de Dios. La ilusión de
instalarse frente a lo otro, sin más, se mantiene aún en su actual etapa de
lectura de Marx. Causa sorpresa leer, en los renglones iniciales de su
comentario a los Grundrisse, que él no ha caído en las mediaciones de los
manuales, tales corno los de Politzer o de Harnecker, sino que va a poner a
sus lectores frente “a Marx mismo” (subrayado por el propio Dussel). En este
sentido me animaría a decir que hay en él una tendencia a caer en la
tentación de la visión angélica.

C. Retomando esa problemática de la categoría “pueblo”: la liberación


supone igual, de todos modos, un sujeto histórico que la realiza. ¿Cuál
sería en este caso el que identifica la filosofía tal como la entiende Ud.?

A.A.R. Precisamente en este punto del sujeto histórico veo yo otra dis-
crepancia o diferencia. Empiezo por aclarar que el sujeto histórico no es
evidentemente el filósofo, en el sentido de que no es tarea del filósofo asu-mir
la voz del oprimido y hablar por él. Esto es además muy riesgoso, pues, ahí el
filósofo se pone como mediación de la voz del otro y puede caer en la ilusión
de que “formula” esa voz, no de que la “re-formula”, que es preci-samente la
trampa del discurso del caudillo populista. Sé que la cuestión es muy delicada
pues eso podría llevar a la anulación misma del pensamiento filosófico. Pienso
que no tenemos por qué ser voceros, sin dejar de ser por eso, intérpretes
desde la filosofía. Sí podemos aportar nuestra palabra, siem-pre y cuando sea
nuestra palabra al lado de la palabra del otro. En última instancia esto no tiene
nada más que una solución: la inmersión de una praxis que le dé una
orientación a nuestra “praxis teórica”. Pero ese “otro” ¿quién es? ¿Quién es el
“pueblo”? Voy a contestar con palabras de José Mar-
• 292

tí: “es el hombre natural, indignado y fuerte” que quiebra las verdades
de nuestros libros, de nuestras instituciones. Es sin duda un hombre
oprimido, pero también y esto tal vez sea lo más definitorio, siguiendo
la inspiración martiana, es un hombre emergente.

C. Interesante sería discutir el aspecto de si la liberación es más un rótulo, es


decir, si es una tarea o un movimiento abierto. Quizá pudiera servir esta
precisión como trasfondo para explicar algunas líneas rectoras de su obra...
A.A.R. Para mí el trabajo filosófico para la liberación -y aquí radica una
diferencia teórica con respecto a la Filosofía de la liberación- está conectada
con otro problema, que de algún modo ya hemos anticipado, el de la rela-ción
e identidad entre filosofía e historia del pensamiento filosófico. Vale decir que
no se puede hacer filosofía sin tener una fuerte vocación histórica en el
sentido de historiar el propio pensamiento, la propia acción, la his-toria de los
propios pueblos nuestros. De ese trabajo historiográfico habría que ir sacando
los elementos inclusive teóricos que necesitamos para el re-planteamiento de
nuestro filosofar mismo. Yo recién mencionaba a Martí, pero puedo mencionar
a muchos más: Bilbao, Alberdi, Mariátegui. Son nombres que representan
obras que hay que repensar; repensarlas en su mo-mento histórico a efectos
de poder luego trasladar esas respuestas teóricas a nuestro mundo
contemporáneo; y ver esa continuidad -a pesar de lo fuerte-mente episódico
de las formas con las que se nos presenta un pensamiento liberador en el
pasado- en la cual yo siempre creo. Me explico: afirmar la historia o afirmar la
necesidad de hacer un pensamiento de tipo histórico supone una fe en la
continuidad de la historia, la que no es otra cosa, en última instancia, que la fe
en nosotros mismos. En tenernos a nosotros mismos como valiosos. En ese
sentido y a pesar de las manifestaciones epi-sódicas que vienen a entrecortar
los procesos, de ninguna manera estamos pensando en los “cortes” u
horizontes de los que hablaba Foucault. Por supuesto, hay que asumir la gran
lección que implica la obra de Foucault en el sentido de que pone en crisis la
continuidad de la historia en cuanto ingenua y acrítica. Así que tenemos que
replantear también teóricamente el problema de la continuidad que no es
ajeno en absoluto al problema del sujeto, y al problema de la historicidad de
nuestra América. También aquí la praxis teórica tiene que jugar su papel, la
praxis social y política, sin la cual la praxis teórica queda en meramente
teórica.

C. De ahí se explicaría entonces la constante preocupación que se nota en su


obra por la crítica de la filosofía de la historia. Esto se ve, por ejemplo, en
• 293

su libro Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, donde se deja
claro cómo el reconocimiento de la historia por parte del pensamiento
europeo supone al mismo tiempo la negación de la historia de aquellos
pueblos que no pertenecen a este discurso. La filosofía de la historia,
desde Condorcet hasta Hegel, se forma en un movimiento de afirmación
de la cultura eu-ropea que simultáneamente tiene que incorporar en su
propio discurso las culturas que niega. Desde este trasfondo cabría
entonces preguntar: ¿Pro-pone Ud. una crítica de la filosofía de la historia
o una filosofía de la historia que no caiga en un nuevo relato?

A.A.R. El problema de la filosofía de la historia se me planteó a mí con-


cretamente cuando descubrí algo que resulta obvio, aun cuando no se lo vea
espontáneamente. Descubrí que las filosofías de la historia tradicionales se
organizan sobre un proceso dialéctico, pero que todas tienen un momento pre-
dialéctico de selección de data. Este momento es inclusive no teórico y surge
de la inserción en la vida del propio filósofo. Por ejemplo, Hegel coloca a
América en la parte geográfica. Esto lo hace porque le sale de su propia
posición europea, su situación real concreta. Esa es una selección
predialéctica. A partir de ahí comienza a funcionar la dialéctica. Lo único que
podría justificar a una filosofía de la historia es aquella predialecticidad en
relación con una praxis liberadora, pero de todos modos eso no deja de ser
muy poco científico, o tal vez nada. En realidad las filosofías de la his-toria no
escapan al mundo de los “relatos” y tal vez su valor sea únicamente
metafórico, como sucede con las metafísicas. Lo más prudente para el pen-
samiento filosófico latinoamericano es no caer en filosofías de la historia, sino
colocarse “antes que ellas” y determinar los modos de objetivación de los que
dependen. Esto explica por qué me he negado a hacer filosofía de la historia.

Aunque respeto mucho la obra de Leopoldo Zea, yo no haría lo


que él ha hecho. Y es que siempre he tenido profundas sospechas
respecto de la posibilidad sistemática de una filosofía de la historia,
más allá de su valor como discurso político. En fin, si la filosofía de
la historia es algo difícil o quizá imposible de evitar, por lo menos
debemos movernos respecto de ella con la máxima cautela.

C. ¿Sería esta actitud ante la filosofía de la historia la que lleva


a ese otro rasgo que parece caracterizar también su obra y que
se puede ver en el in-tento de unir “teoría” y “crítica”?
• 294

A.A.R. Creo que sí, exactamente, para mí no puede haber una teoría que
se quede tranquila y se entienda como definitiva, sino que la teoría es un
quehacer; un quehacer que incluso se va negando a sí mismo en un
proceso interno de construcción y reconstrucción. Toda teoría, para decirlo
con una palabra de moda, es auto-deconstructiva. Y creo que la eficacia
de la teoría radica en la posibilidad de llevar esa tarea a un máximo rigor.
La exigencia de que “teoría” y “crítica” vayan juntas, deriva en última
instancia del hecho de que todo ver (toda teoría) es un ver-a-través-de, es
un ver mediado. La crítica tiene como misión, empujada por la sospecha,
de ir ayudándonos a ver también las mediaciones.

C. Pero en esa tarea ¿hay dos momentos o se trata de un solo proceso?


A.A.R. Sí, se dan los dos momentos de construcción y deconstrucción; y

lo ideal sería poder avanzar paralelamente en ambas tareas. Ahora, la


praxis exige pararse en algún momento, esto es, la praxis exige que
una teoría tenga un cierto sustento y no se deje llevar por una especie
de corretada crítica. Eso tampoco podría ser lo ideal, porque podría
suponer caer hasta en formas de escepticismo. Este es uno de los
riesgos permanentes del ul-tracriticismo.

C. ¿Quiere indicar con ello la posibilidad de que una teoría pueda


cuajar en una racionalidad capaz de ofrecer argumentos racionales
para al menos apostar en una determinada dirección?

A.A.R. En cierta forma sí, pues, pienso que una teoría puede dar eso. Y
es que no se trata de una teoría que es disuelta permanentemente por la
crítica, sino que es una teoría que en relación con la práctica a la que
siempre está haciendo referencia, va descubriendo sus propias limitacio-
nes. En general entiendo que la crítica lo que señala son las limitaciones
que nosotros ponemos al pensamiento. Con otras palabras: la función de
la crítica consiste en ir señalando las formas de cierre en el pensamiento
filosófico. Pienso, además, que un filosofar puede alcanzar un nivel crítico
satisfactorio en relación con una práctica, sin renunciar a esa apertura que
a su vez en cualquier momento puede ser puesta en juego en función de
esa misma praxis.

C. La función de la crítica se podría entender entonces como un con-trarrestar


la tendencia a la inercia que puede aparecer en cualquier teoría...
A.A.R. Sí, me parece correcto. Esa inercia teórica es precisamente donde
terminan los grandes sistemas. Y de ahí entonces la crítica a la filosofía siste-
mática, la valoración de un filosofar a-sistemático al estilo de un Nietszche.
• 295

C. Hay que reparar, por otro lado, en que crítica y liberación son las gran-des
banderas de la modernidad. La modernidad se estructura sobre la base de la
idea de la liberación y de la crítica. Con esto estaría señalando una situación
distinta a la que antes se mencionó con la postmodernidad, con la idea del fin
de la historia o de que la historia ya no se deja reconstruir a par-tir de una
continuidad establecida a-priori. ¿Sería entonces ese pensamiento crítico que
Ud. concibe, posible de incluir en una idea postmoderna, pos-thistórica, que
fuese ya un balance critico sobre la crítica de la modernidad?

A.A.R. Frente a los post-modernos hemos adoptado, en general, una ac-


titud de rechazo, lo cual no quiere decir, que los planteos que hacen no
puedan ser útiles para la clarificación de nuestras propias posiciones. Mi
actitud de desconfianza respecto de la filosofía de la historia, por ejemplo,
no sería desagradable a un post-moderno. Inclusive nos parece que hasta
se podría hablar respecto de ella, de relatos. De todos modos, esa división
entre modernidad y post-modernidad me resulta casi un juego de pala-
bras típicamente moderno. El “post-modernismo” sería el modo cómo en
nuestro días la modernidad ejerce algo que siempre ejerció de sí misma,
la crítica. Con la diferencia que ahora han puesto de moda la paradoja
como recurso, porque es paradojal hablar del “fin de las ideologías”, del
“fin de la historia”, del “fin del sujeto”, etc. Por lo demás, resulta curioso
que los que quieren “frenar” la historia y las ideologías, son ideólogos de
los grandes centros de poder mundial, que exigen esta “pacificación” -que
no deja de ser una guerra a nivel ideológico- a la que debemos
someternos los países dependientes. Con el uso de la paradoja han dado,
además, el paso de la crítica a la ultracrítica y ya sabemos que el
ultracriticismo es tan negativo como el acriticismo.

C. Desde otra perspectiva podría preguntarse igualmente si el post-mo-


dernismo como signo de eso que Ud. llama ultracriticismo, no pone en pe-
ligro un fondo racional-crítico que reflejaría el “progreso” a nivel filosófico.
O, dicho de otra forma, ¿no significa el post-modernismo un retroceso en
relación con ciertos logros en la historia del pensamiento filosófico?

A.A.R. Sí, estoy de acuerdo completamente con esa sospecha. La Filo-sofía


de la liberación, la Teología de la liberación y en general las filosofías que
integran lo que podríamos llamar nuestra Filosofía latinoamericana, todas
ellas, si nos atenemos a los post-modernos, quedarían invalidadas. En
realidad a lo que se apunta es a un desarme de las conciencias y, por supues-
to, de la capacidad de emergencia de los pueblos. Todo el enorme avance
• 296

que se dio, por ejemplo, en América Latina en las décadas de los ‘60 y ‘70
con los programas que se pusieron en movimiento en Perú, en Chile, en
Nicaragua, esa ilusión de futuro que hemos vivido todos en aquellos años
y que no cuajó en lo que pensábamos que iba a cuajar, ilusión que no se
ha apagado porque está su rescoldo, es una prueba de que los
latinoamericanos no estamos dispuestos ni a clausurar la historia ni a
dejar que nos la clausu-ren. Las diversas respuestas teóricas acerca de la
liberación que hemos dado, pueden estar llenas de contradicciones y
debilidades, pero es sobre ellas que seguimos trabajando.

C. Pasando a otro aspecto de su obra: Ud. suele insistir en la idea de


que en la definición misma de América se sitúa el concepto de utopía.
América podría ser definida como el “lugar” de la utopía. Pero la
historia nos mues-tra que la utopía parece cada vez más lejana.
¿Cómo es posible una recons-trucción de ese acervo utópico?

A.A.R. El problema de la utopía es sumamente complejo. Empezaría por


indicar que acaso sería preferible hablar de función utópica como función
natural del discurso. Todo discurso tiene que cumplir con esa función, por lo
mismo que no hay discurso que no esté organizado sobre ciertas ideas re-
guladoras de la razón. Hay utopías narrativas, utopías descriptivas, utopías
expresadas en brevísimas fórmulas, como son las conocidas de “hombre
nuevo”, “sociedad sin clases”, “paz universal”. Todas son manifestaciones, y
no debemos confundir las manifestaciones con lo que es la función utópica. La
cuestión ha de ser entonces pasada a ese nivel y estudiar el modo cómo se
ejerce esa función en cada ocasión y en cada tiempo. Esto tiene que ver con
algo que ya habíamos mencionado, a saber, los modos de objetivación. Hay
épocas en las que aquella función genera utopías del tipo de la de Tomás
Moro, utopías narrativas; hay otras épocas en las que pareciera retraerse a
aquellas fórmulas tales como citamos y tantas otras. Sin embargo allí está la
función utópica trabajando con tanto peso como pudo hacerlo cuando Tomás
Moro escribía su utopía narrativa. Este aspecto es muy importante desde el
punto de vista teórico. Tal vez afirmar que estamos viviendo el fin de las
utopías es vergonzante. La función utópica sigue trabajando y nues-tro
discurso, así como nuestra conducta, no tendrían direccionalidad y por tanto
sentido, sin esas ideas reguladoras. Son metas, ideales, a lo mejor no
cumplibles o sólo parcialmente cumplibles. Considero, pues, lo utópico como
algo absolutamente normal, metido en la vida humana misma. Ahora bien, si
se anuncia el fin de las utopías y se pone como prueba el fracaso del
• 297

socialismo real, entonces habría que comenzar por discutir qué es
el socia-lismo que ha fracasado, qué es frente a él el socialismo
como posibilidad permanente, etc., cuáles son los motivos
históricos de lo que ha sucedido, pero esto sería simplemente un
caso concreto, no es el problema epistemo-lógico de la utopía.

En relación con lo anterior y en mis tareas como historiador de las ideas


latinoamericanas, he tratado de llevar adelante el rescate de manifestaciones
utópicas. Mi libro sobre la utopía en el Ecuador responde precisamente a ese
criterio. Hay además aquí un aspecto que a mí me entusiasmó mucho; y es el
de partir del supuesto teórico de que la utopía clásica -la de Moro-implica dos
momentos dialécticos internos: uno es el del señalamiento de la realidad
negativa que se está viviendo; y el otro, el momento donde se elabora
propiamente la utopía. Esa relación dialéctica entre el discurso de la realidad y
el discurso de lo posible, surge de la misma función utópica, es algo así como
su esquema lógico primario. Pero sucede que si nosotros tomamos un corpus
literario determinado, como pueden ser los escritores ecuatorianos del siglo
XVIII, o del XIX, etc. nos encontramos con que la función va siendo cumplida
parcialmente. Por ejemplo, se ve un texto donde se denuncia la miseria del
indígena, su explotación,etc., que no está acompañado inmediatamente de
una propuesta que podríamos considerar como su utopía. Pero encontramos a
ésta enunciada por otro autor. De este modo la función utópica se va
cumpliendo dentro de una tradición, como un hecho profundamente social.
Desde este punto de vista hemos estudia-do, por ejemplo, el lascasismo. Es
algo así como si el historiador compusiera las jugadas en un tablero de
ajedrez.

C. Reconociendo que la utopía tiene una función regulativa, crítica y negativa,


es necesario con todo recalcar la idea apuntada por Ud. de que en América
Latina los dos momentos de la utopía, el descriptivo-crítico y el normativo,
están desconectados entre sí. Mas, esto ocurre en la filosofía y, en general, en
las ciencias. Si uno observa la trayectoria de la filosofía social y la trayectoria
de la sociología en la Argentina, parecen haber transitado caminos paralelos,
completamente distintos. Le hacemos esta indicación porque quisiéramos
preguntarle si una filosofía social que, como la suya, incorpora el discurso
crítico de la utopía, no tiene que tender con fuerza a un trabajo
interdisciplinario mayor, para integrar precisamente aquello que ha quedado
desparramado entre la literatura, la sociología, etc.
• 298

A.A.R. Para mí la historia de las ideas, como complemento básico y co-
esencial respecto del quehacer filosófico, debe entenderse como la nece-
sidad de la filosofía de ser acompañada de una exigencia de ampliación
documental y metodológica en lo que respecta a las fuentes de trabajo. Esto
me parece tanto más necesario por cuanto pienso que la filosofía no es algo
específico de los filósofos. En este contexto quiero recordar aquella reco-
mendación de Dilthey a sus alumnos en la que él les decía que para hacer
historia de la filosofía convenía buscar las cartas, los papeles secundarios, los
apuntes tirados, etc. porque ahí se va a encontrar la respuesta que a veces no
dan los libros. El consejo de Dilthey se refería a la necesidad de la ampliación
documental y es importante tener presente al respecto que América Latina es
una fuente gigantesca de información, como lo es cual-quier cultura. A eso se
ha de agregar una ampliación metodológica, que para nosotros deriva
básicamente de dos campos, de las ciencias sociales y de las ciencias del
lenguaje. Con esas herramientas hemos pretendido llevar adelante nuestra
lectura filosófica de nuestro propio pasado y como com-plemento fundamental
de una Filosofía latinoamericana.

C. Es decir que su perspectiva de historia de las ideas es ya en


sí un pro-grama de trabajo interdisciplinario...

A.A.R. Sí, efectivamente; y por eso mismo yo he impulsado la interdis-


ciplinariedad. El intento de trabajar con sociólogos, arquitectos, comuni-
cólogos, historiadores de la economía lo hemos puesto en práctica y así
funciona de hecho un seminario permanente que sostenemos en
Mendoza en el Centro Regional de Investigaciones Científicas y Técnicas.

C. ¿Incluyen en ese grupo a la religión y la teología?

A.A.R. No en este momento, pero estamos en estrecho contacto con un grupo


ecuménico que publica una revista, Alternativa Latinoamericana, de Mendoza,
en la que colaboramos normalmente. Aprovecho para decir, ade-más que la
teología reviste dentro de la filosofía social a la que denomina-mos Filosofía
latinoamericana, un papel importante. Para nosotros siguen en pie las
palabras que dijimos en 1975 en la ciudad mexicana de Morelia: “La asunción
de la “muerte de Dios” -decíamos- dentro del pensamiento teológico y en
particular dentro de nuestra teología latinoamericana de la liberación, es una
respuesta al problema de la determinación de nuevas categorías de
integración y tiene la pesada tarea de encontrar el modo de asumir, para el
hombre creyente, la historicidad del hacerse y del gestarse sumándose con
ello al vasto movimiento de liberación de los pueblos”.
• 299

C. Esta perspectiva de trabajo interdisciplinar supone de hecho un estilo
nuevo de hacer filosofía, por cuanto que se está promoviendo la figura de un
filósofo que no solamente está en contacto con la realidad histórica de su
mundo, sino que busca y procura, además, el diálogo con otros intérpretes de
la realidad, como sería el sociólogo, el economista, el literato, etc.
A.A.R. Sí, eso es cierto. Pero hay que estar consciente de las dificulta-des
que tiene el diálogo interdisciplinario. Hemos tratado de desarrollar un
punto de confluencia, sobre la base de un entrenamiento que no es
extremadamente difícil, que nos permita entablar la comunicación de
modo creador. Ese punto de confluencia es la Teoría del texto, enmarcada
dentro de una Teoría del discurso. Lógicamente, el punto de partida epis-
temológico de este intento está en el hecho de ser el lenguaje el lugar de
encuentro inevitable de todos los sistemas de códigos posibles.

C. ¿No cree que una filosofía que se desarrolla de esa forma y que “re-fleja”
una praxis y un contexto histórico determinados, tiene luego fuertes
dificultades para entrar en diálogo con otras filosofías? Dicho de forma más
concreta: ¿Qué posibilidades de diálogo hay entre una filosofía lati-
noamericana y una filosofía europea? ¿Es posible el diálogo intercultural en
filosofía? Y creemos que esta cuestión se ha agravado con los grandes cam-
bios que ha conocido el mundo en los últimos años, pues, con ellos se han
terminado las ideologías fijas a través de las cuales circulaban los mensajes.

A.A.R. Esta última observación indica, en efecto, un problema muy complejo.


Mas, antes de entrar en cuestión me permitiría recordar una frase de Tolstoy
que dice “habla de tu aldea y serás universal”. Por lo demás, no cabe duda de
que se han liquidado los antiguos canales de comunicación, por lo mismo que
se han caído ciertos referentes que le daban estabilidad a los mensajes.
Todos estamos conscientes de que se ha producido un cambio y ciertamente
profundo. Pero esto no es obstáculo para que estemos en el esfuerzo de
construir nuevos canales. Y justamente en función de ese es-fuerzo por
entablar nuevas vías de comunicación, nos oponemos al discurso post-
modernista. Pues para mí el post-modernismo lo que hace es clausurar los
canales posibles al decir “ésta es nuestra palabra” y no la de Uds. Frente a un
discurso imperial, pienso que nuestra palabra sigue siendo vigente y que lo
que hay que hacer es llevar esa palabra al intercambio, con tozudez, con
insistencia. O sea, la cuestión es ésta: ¿Cómo comunicar esa palabra? Pienso
que una de nuestras posibilidades fundamentales está en ser lo más serios
posibles en el trabajo. Es claro que debemos ser respetados, pero para ser
• 300

respetados tenemos que respetarnos a nosotros mismos. Sería
una manera de que los canales, a lo mejor, se abrieran por sí
solos. De ahí la importan-cia que tiene el rigor en nuestras cosas,
el que no ha de ser ajeno a nuestra propia tradición crítica.

C. Lo que Ud. apunta es cierto, es decir, que en ese diálogo


intercultural los latinoamericanos deben de esforzarse por aportar con
seriedad y respeto a sí mismos. Pero visto desde el lado europeo ¿en
qué medida podría cola-borar Europa, justamente ahora en el contexto
de la conmemoración de los 500 años, y teniendo en cuenta que
América Latina es de algún modo un resultado de la europeización?

A.A.R. EI problema de los 500 años es sumamente difuso, lleno de líneas


dispares. La posición nuestra respecto a los 500 años se puede resumir muy
simplemente: afirmamos nuestra convicción de que hemos vivido en una
relación de dependencia; dependencia que no siempre significó una total y
absoluta negatividad, en la medida en que, a pesar de todo, el hombre
americano hizo propia la cultura impuesta e incluso hizo surgir un nuevo
mundo cultural. Recordemos el símbolo de Calibán. Negar los valores cul-
turales hispánicos incorporados en esa cultura que es la nuestra, sería absur-
do. Lógicamente tampoco podemos cerrar los ojos ante las cosas negativas
que se han sufrido. No podemos ignorar que en estos momentos hay en
América 45 millones de indígenas que se negaron a reconocer el Quinto
Centenario como un acontecimiento importante, en el sentido de positivo. Para
ellos esa fecha significa la destrucción de sus antiguas culturas y sig-nifica la
situación de sumisión en que aún se encuentran en nuestros días. He tenido,
además, la oportunidad de convivir con población indígena, sobre todo en el
Ecuador y tengo una clara conciencia de la legimitidad de la posición de esas
poblaciones nuestras. Por otra parte por algún motivo hicimos las Guerras de
Independencia. Pero en fin aquí estamos y tenemos con España tantas cosas
comunes e importantes que bien vale la pena que nuestro diálogo se
enriquezca y se profundice. En función de todo eso, pienso que el discurso de
los 500 años hay que hacerlo para adelante, y no para atrás. Vale decir, lo que
tenemos que hacer es reunirnos de igual a igual todos los hispanohablantes y
ponernos a discutir con la mayor franqueza qué vamos a hacer y qué
podemos hacer en el futuro, conjuntamente, como integrantes del mundo
cultural hispánico.

Revista Concordia, Frankfurt, 1991


• 301

Este libro se
terminó de
imprimir en
primera clase
impresores en
no-viembre de
2011

302

• 303 •

You might also like