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Ricardo Lafferriere

Las líneas de
choque
De la “Contradicción
fundamental” al
cosmopolitismo consciente

2010
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Las líneas de choque

De la “Contradicción fundamental” al
cosmopolitismo consciente
Para radicales jóvenes
(Un relato para “coordinadores” de ayer y de hoy, de
escaso interés para los demás lectores, que pueden
obviarlo)

Los orígenes

No sería aventurado arriesgar que las


últimas generaciones que debatieron política en
la argentina fueron quienes comenzaron su
militancia y fueron jóvenes en las década del 60
y 70 del siglo pasado. A ellos van dirigidas las
reflexiones de este documento, reflexiones que
pueden resultar sin interés para los jóvenes de la
“Generación XX”, nacidos en el mundo digital,
impregnado por los juegos en red, la información
disponible libremente en tiempo real, el acceso al
conocimiento en un escalón superior al “universo
Guttemberg” y avanzando hacia una síntesis
entre el arcaico mundo “audio-táctil” de la

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experiencia directa, el mundo “visual” de la
escritura, el mundo masificado unidireccional de
los medios audiovisuales del siglo XX y la
interactividad global propia del nuevo
paradigma. Este mundo de una política “en
retirada”, con una sociedad líquida, sin certezas y
cercano al caos, con los derechos humanos
instalados como una verdad indiscutible en la
conciencia universal y formalmente intolerante
con cualquier forma de discriminación de
género, edad, raza, nacionalidad o ideología era
insospechado en tiempos de fuertes esquemas
ideológicos sostenidos desde la política por las
principales potencias de entonces, con el
conocimiento reducido a la experiencia directa y
al acceso de los libros trabajosamente
conseguidos, con esquemas de interpretación de
la realidad dependientes de los marcos
establecidos e instituciones sociales con alto
grado de consenso y vigencia –desde la familia
hasta la Escuela, desde los partidos políticos
hasta los gremios-
En los años sesenta y setenta, los jóvenes
que luchaban contra los gobiernos militares en
las Universidades solían ser seducidos por el
método de análisis y exposición surgido de las
usinas ideológicas cercanas a las agrupaciones de

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izquierda. Contra lo que pudiera imaginarse, las
consecuencias no eran uniformes, ya que esas
categorías tenían escasa vinculación con las
herméticas profundidades del método dialéctico
aplicado a la investigación y análisis de la
sociedad y se reducían sólo a la composición
discursiva de las diferentes “líneas políticas”,
extraídas de publicaciones populares de los
partidos de izquierda y motorizadas por el
conflicto global bipolar que ritmaba el
ordenamiento del mundo en esos años,
convenientemente adaptadas a la “línea” de cada
agrupación.
El esquema más simplificado de todos –
cercano al rudimentario estalinismo y con
reminiscencias de la didáctica “maoista” en su
planteo expositivo- sugería la distinción clara
entre “contradicción principal” y
“contradicciones secundarias”. Las segundas, en
rigor, supuestamente expresaban la totalidad de
la realidad tal cual era, en todo su colorido y su
complejidad “dialéctica”. Muy
esquemáticamente expuesto, eran las que
enfrentaban, en cada sector social, a los “polos”
de la respectiva “contradicción”. Inquilinos
frente a dueños, en las relaciones de alquiler.
Trabajadores contra burgueses o propietarios, en

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una fábrica. Dependientes contra comerciantes,
en un negocio. Peones de campo contra
chacareros, en una granja. Chacareros contra
ganaderos, en la explotación rural. La dinámica
social estaba alentada, según esa visión, por la
infinidad de conflictos o “contradicciones”,
particulares o de clase, que mostraba el
entramado social, muchos de los cuales tenían
contenido político puntual.
Sin embargo, en todas las sociedades
existía una “contradicción principal”, la que
conformaba el núcleo de conflicto mayor,
agrupando a muchos sectores sociales diversos
tras el cambio de una situación o régimen
determinado para mejorar sus situaciones
relativas. En los países “dependientes” la
“contradicción principal” se identificaba con la
“cuestión nacional”. El país o la “nación” estaba
de un lado, frente a la dominación “colonial” o
“imperialista”, por el otro. El método para
resolver esta “contradicción” desde un
protagonismo consciente era trabajar para
conseguir la unidad de todos quienes integraran
el “polo” identificado con el futuro, para sumar
fuerzas, romper esa dependencia nacional y
comenzar la construcción de un nuevo sistema de
relaciones sociales más avanzado en el marco de
un país independiente, que no habría solucionado
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todos los conflictos pero sí ascendido un escalón
hacia la edificación de una sociedad mejor. Al
final del camino, estaba la utopía, que difería
según la visión de cada sector: la sociedad
socialista, la sociedad comunista, la
independencia nacional o simplemente la
sociedad democrática. La diferencia entre unas u
otras finalidades era marcada por cada grupo
político y su respectiva “línea”.
Para el pensamiento “nacional –
populista”, el análisis venía de perillas. Para el
pensamiento democrático, la adaptación de “lo
nacional” unido a “lo democrático” llegaba a
similares conclusiones. En torno al juego de
estos conceptos se elaboraban las diferentes
propuestas, como “puzzles” que cada cual
organizaba para justificar dialécticamente sus
proyectos. Siempre quedaban “hiatos” sin cerrar
totalmente, entre ellos uno no menor: la
desconfianza hacia la verdadera vocación
democrática del “nacional-populismo” peronista.
La “línea de choque” para la etapa, sin
embargo, quedaba marcada con mucha nitidez en
esos años, por la convicción existente en la
inmensa mayoría de los protagonistas de que los
gobiernos militares respondían a un modelo de
dependencia política y económica del
“imperialismo”, percepción confirmada por la
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política desgraciadamente estrecha de las
administraciones de Krieger Vasena, en la
“Revolución Argentina” y de Martínez de Hoz en
el “Proceso de Reorganización Nacional, que,
cual menemismos adelantados, postularon la
modernización mediante la liberalización total de
la economía, sin preocuparse de las
consecuencias sociales que esa desmatizada
receta tendría en el entramado social. Las
cúpulas militares, junto a los “ideólogos” del
liberalismo, la iglesia preconciliar y burocracias
sindicales corruptas eran definidas como “el
antipueblo”. Todo lo demás, en forma
desmatizada, por el contrario, integraba “el
campo del pueblo”. El choque estaba servido. El
maniqueísmo también.
Destaco aquí tres puntos: 1. Se daba por
sobreentendida la existencia y protagonismo
central del “imperialismo”, sin definirlo
conceptualmente con mayor precisión
epistemológica, así como su carácter “criminal”,
“antinacional” y “antipopular”. 2. Se identificaba
al “imperialismo” con la “dictadura”, con la
implícita deducción que una lucha anti-
dictatorial –que no necesitaba mayor abstracción
conceptual- se superponía exactamente con una
lucha “antiimperialista” –que, como está dicho,
requería una precisión conceptual diferente-. 3.
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Se ignoraba totalmente el cambio que comenzó a
desarrollarse en la estructura económica mundial
a partir de comienzos de los 70.
¿Significaba eso que la mayoría de los
jóvenes argentinos era marxista? Nada más lejos.
Las agrupaciones de jóvenes de mayor
dimensión, los peronistas y los radicales,
buscaban argumentos modernos para sostener sus
viejas adhesiones emocionales. No los
encontraban en las dirigencias partidarias de
entonces. Sí les llegaban desde la prolífica
elaboración discursiva de la izquierda, ortodoxa
y renovada. Se consideraban incluso más
avanzados que los partidos marxistas, a los que
consideraban meros apéndices de los intereses de
una de las superpotencias de la guerra fría,
desvinculados de todo vínculo político y afectivo
con el pueblo argentino, su historia, sus afectos y
sus luchas. Desde las formaciones de izquierda,
el enfoque era inverso: su necesidad de construir
vínculos con la realidad argentina les hacía ver
en peronistas y radicales conjuntos interesantes
para ensayar allí su crecimiento.
La situación no era idéntica en todos los
países de la región. Brasil, por ejemplo, que
sufrió una dictadura tan autoritaria como la
argentina, no identificó su política económica
con los postulados del liberalismo extremo. Por
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el contrario, el gobierno militar brasileño se
asentaba en una fuerte simbiosis con el
empresariado local. Ese matiz se tradujo
claramente en la diferencia de análisis realizada
en los dos países sobre la naturaleza del gobierno
militar y los diferentes caminos de salida
democrática. El Brasil no tuvo nunca, en su
proceso de lucha democrática, una elaboración
conceptual como la “Contradicción fundamental”
al estilo del planteado por los jóvenes argentinos
en los 70. Su “salida democrática”,
correlativamente, fue acordada en una transición
que terminó siendo adoptada por la mayoría de
los partidos políticos. Algo parecido sucedió en
Uruguay y hasta en Chile, país que toleró la
entronización senatorial de Augusto Pinochet
virtualmente hasta su muerte, bien avanzado ya
el período democrático.
Dentro del “campo popular” en el que, por
supuesto, nos situábamos todos, había debates.
Los grupos “revolucionarios” comenzaron su
razonamiento en pro de la “lucha armada como
única salida” a finales de los años 60, cuando se
dio el auge del prestigio de la Revolución
Cubana, la derrota norteamericana en Vietnam y
las aventuras del Che en Africa y Bolivia. El
razonamiento era más o menos el siguiente: “El
camino pacífico ha mostrado su inviabilidad,
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como lo demuestran los golpes militares sobre
gobiernos democráticos reformistas. La única
forma de oponer una valla a la dominación
imperialista, es armarse. El poder deriva del
fusil”. Sostenían este libreto, con infinidad de
matices, el Partido Comunista Revolucionario,
Vanguardia Comunista (pro-chinos), los grupos
peronistas armados (Montoneros, Fuerzas
Armadas Revolucionarias Peronistas), los
trotzquistas (Partido Revolucionario de los
Trabajadores, con su brazo armado Ejército
Revolucionario del Pueblo) y otros grupos
menores. Lo que comenzó apenas verbalizado y
casi como un juego dialéctico a fines de la
década del 60, se convirtió en una realidad
patética y sangrienta a medida que avanzaba la
década siguiente.
Los grupos democráticos, por el contrario,
sostenían: “No existe posibilidad alguna de una
victoria en el campo militar contra semejante
concentración de fuerzas. La única manera de
limitar el poder del antipueblo es con un gran
Frente Civil de Resistencia, que unifique a
trabajadores, partidos políticos, empresarios
nacionales, intelectuales, e incluso militares
sanmartinianos, que cambie la correlación de
fuerzas sociales y logre la consolidación de un
verdadero estado de derecho, dentro del cual se
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podrán lograr los cambios que necesitan las
mayorías a través de una revolución
democrática”. En este espacio se ubicaban los
jóvenes radicales (Juventud Radical – Junta
Coordinadora Nacional), los reformistas (Franja
Morada), el socialismo popular a través de su
tendencia universitaria (Movimiento Nacional
Reformista), el Partido Comunista, las
juventudes de los partidos de menor dimensión
pero de presencia histórica como la Democracia
Progresista, el MID, la UCRI y grupos
peronistas minoritarios alejados del planteo
armado. La organización tradicional del
peronismo no tenía presencia importante en las
Universidades en la década del 60 –su desarrollo
masivo se dio a comienzos de los 70 y se
expandió luego del triunfo electoral peronista en
1973- y los jóvenes sindicales, por su conflicto
interno por el poder en el peronismo terminaron
aliados, expresa o tácitamente, con el terrorismo
de Estado organizado por José López Rega –
ministro de Perón y de Isabel Perón- a través de
la “Triple A” o “Alianza Anticomunista
Argentina”, que provocó alrededor de mil
asesinatos políticos en el período 1974-1976. Allí
militaba, en su juventud, Hugo Moyano. La
alianza del sindicalismo peronista con la
dictadura, a la que le garantizaría disciplina
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laboral y paz social, sería denunciada por Raúl
Alfonsín como el “pacto militar-sindical”.
Las Asambleas universitarias de todo el
país se encendían al calor de este debate, que
constituía, en aquellos tiempos, una realidad más
concreta en la discusión del movimiento
estudiantil que la propia lucha antidictatorial, que
era permanente pero menos presente
argumentalmente en términos ideológicos, ya
que nadie defendía en esos espacios ni al
gobierno de la Revolución Argentina (1966/73)
ni, mucho menos, al del Proceso de
Reorganización Nacional (1976/83). Pero
iniciada la retirada de la “Revolución Argentina”
el debate dejó de ser sólo un choque dialéctico
para convertirse en una diferencia política
central.
Las “Juventudes Políticas Argentinas”,
intento motorizado por jóvenes radicales y
peronistas para gestionar un espacio de unidad
popular apoyado en la idea de unidad expresada
por el diálogo de la “Multipartidaria” y luego por
los encuentros entre Juan Perón y Ricardo Balbín
–líderes del peronismo y del radicalismo de
entonces-, se rompió definitivamente luego de la
muerte de Perón, cuando la Juventud Peronista
decidió pasar abiertamente a la lucha armada y
ello generó el inmediato retiro de la Juventud
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Radical, que a partir de ese momento fue
considerada como parte del “enemigo”. Los
asesinatos de José Ignacio Rucci –líder sindical
de fuerte vinculación con Perón- y de Arturo Mor
Roig –dirigente radical cercano a Ricardo
Balbín- por parte de los Montoneros fueron el
prólogo sangriento del comienzo de la “ofensiva
militar” contra el propio Presidente Perón,
seguidos de la “declaración de guerra” al
gobierno de Isabel Perón. Desde ese momento,
los caminos se separarían definitivamente. Los
jóvenes peronistas de las “Regionales”
asumieron un protagonismo armado cada vez
más irracional, alocado y criminal a través de su
grupo armado “Montoneros”, mientras los
jóvenes radicales profundizaron su trabajo
político para desarrollar la propuesta de “vida,
paz y democracia” en todo el país, sin abandonar
las banderas de la unidad nacional que contenía
su documento básico, “la Contradicción
Fundamental”, y a reforzar su presencia
territorial.
Al autor le tocó ser uno de los integrantes
de aquella “Mesa Nacional” de la JR, integrada
por Luis A. Cáceres, Federico Storani, Enrique
Nosiglia, Carlos Cebey y Carlos A. Becerra. En
diversos niveles de esa organización actuaban
militantes que luego tendrían un activo
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protagonismo en la democracia recuperada,
como Ricardo Campero, Marcelo Stubrin, Aníbal
Reinaldo, Alfredo Orgaz, Facundo Suárez Lastra,
Leopoldo Moreau, Lionel Suárez, Eduardo
Climenti, Jorge Toung, Raúl Alconada Sempé,
Marcelino López, Gabriela González Gass,
Alicia Tate, Oscar Gutiérrez, Miguel Molinero,
Maricármen Banzas, Carlos Muiño, Ernesto
“Caimán” Aracena, Bernardo Salduna, Juan A.
Robles, Adolfo Lafourcade, Gabriel Martínez,
Alcides López, Stella Perreta, Roy Nikisch, Luis
Menucci, Oscar Castillo, Juan José Cavallari,
Rodolfo Ameri, Carlos A. Contín, Humberto
Sigal, Néstor Golpe, Julio Ibarra, Juan F.
Elizalde, Miguel y Olga Giubergia, Oscar
Smoljan, Rodolfo Parente, César Gass, Roberto
Massera, Jorge Agúndez, Marcelino Iglesias,
Eduardo Piedrabuena, Eduardo Rodrigo,
Lisandro Villar, Raúl Copes, Jorge Marcó, Juan
Carlos L. Godoy, Julio Ibarra, Gumersindo
Parajón, Alejandro Ruda, Genaro Collantes,
Rubén Ghiggi, Daniel Carlos Illia, y tantos otros,
entre los que se destaca la imagen entrañable de
quienes perdieron la vida por la represión ilegal,
como Sergio Karakachoff y Mario Abel Amaya y
el apoyo de dirigentes de generaciones

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anteriores1. Ese grupo humano de jóvenes
mantuvo la presencia democrática y sembró la
semilla de la unidad nacional, la paz y la vida en
un país inundado de sangre en las calles, hasta
que, ya en curso la salida democrática, decidió su
autodisolución en 1982, para volver cada cual a
su terruño a fin de reiniciar la reconstrucción de
sus respectivas representatividades en los marcos
formales y competitivos de la democracia en
recuperación. La vida política los mostraría años
después en diferentes espacios internos,
funciones de poder o de oposición, pero
abrevando sin embargo siempre en aquel viejo
compromiso “por la democracia, por la vida, por
la paz”, sea como Gobernadores, Intendentes,
integrantes de los cuerpos legislativos locales,
provinciales y nacionales o simple militantes.
Algunos, se agruparon en sus distritos con el
nombre de la vieja sigla disuelta. Otros, se
integraron al Movimiento de Renovación y
Cambio –o incluso, fueron sus fundadores
locales-. Otros, ingresaron directamente en la

1 Entre estos dirigentes se destacaban, entre otros,


Raúl Borrás, Germán López, César Jaroslavsky, Adolfo Gass, Edison
Otero, Mario Losada, Antonio Berhongaray, Héctor Velázquez,
Ricardo Barrios Arrechea, Oscar Nápoli, Eduardo Solari, Horacio
Jaunarena, Roberto Uncal, Hipólito Solari Yrigoyen, Conrado
Storani, Carlos Becerra, Roque Carranza.

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dinámica interna partidaria.

Una visión crítica

Mirado a la distancia, el maniqueísmo del


análisis, aunque respondía a condiciones
regionales y mundiales incentivadas por la guerra
fría –lucha ideológica que era además alimentada
por los protagonistas de ese conflicto global a
través de publicaciones, invitaciones a congresos
internacionales, becas para formación de
“cuadros políticos”, seminarios internacionales,
etc- era insuficiente para comprender el profundo
cambio que se estaba produciendo en el corazón
del mundo occidental, tanto en la economía
como en los conceptos políticos.
La propia utilización del “materialismo
dialético” y su epistemología basada en las
“contradicciones” como herramientas de análisis
–“biblia” sin la cual era imposible participar en
ningún debate de entonces- era cuestionada y
destrozada intelectualmente en los países
desarrollados por los pensadores de las fuerzas
progresistas europeas. Ludolfo Paramio, en el
legendario “Leviatán” –publicación del Partido
Socialista Obrero Español- proclamaba de
absolutamente inservible tal metodología, por lo
demás, dogmática y anticientífica. Los
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comunistas italianos, con su propuesta de “euro
comunismo” marchaban rápidamente hacia
posiciones compatibles con la democracia en su
forma occidental, redescubriendo a Gramsci
desde una perspectiva democrática. El laborismo
inglés y la socialdemocracia alemana no sólo
aceptaban la democracia política, sino que eran
sus sostenes más sólidos. Las socialdemocracias
nórdicas, por su parte, mostraban sociedades
exitosas con altísimos niveles de igualdad sin
rozar siquiera la vigencia plena de los derechos
humanos, cuya protección no era puesta en duda
ni por las derechas más recalcitrantes del
escenario democrático europeo, ni tampoco la
intangibilidad del derecho de propiedad,
reconocido por todos los sistemas legales
occidentales.
En el fondo de todas las reflexiones estaba
la mayor debilidad de la dialéctica aplicada como
método a la realidad social: su reduccionismo
para interpretar las necesidades humanas y la
propia esencia de las personas, atravesada por
infinidad de intereses de toda índole que, en las
sociedades modernas, debilitaba fuertemente el
condicionamiento que presuntamente ejercía
sobre el conocimiento y la acción su
“pertenencia de clase”. Esta debilidad la hacía
inútil como herramienta de interpretación
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política. Los ciudadanos recobraban autonomía
conceptual y respeto en su individualidad, frente
a décadas de ser subsumidos en colectivos que
anulaban su identidad ontológica con diferentes
justificaciones, de la mano de las características
del nuevo paradigma económico global y la
revolución tecnológica que les abrieron un
protagonismo impensado pocas décadas atrás.
Hasta el “panóptico” de Bentham y Foucault, que
subyacía casi siempre silenciosamente en todas
las concepciones ideológicas sobre el Estado
nacional y que justificaba-expresaba-explicaba
su predominio social y su centralidad política, se
revirtió sobre fines del siglo XX: en lugar de ser
el poder el que vigilaba el movimiento y la vida
de cada persona, terminaron siendo las personas
las que enfocaron los más mínimos movimientos
del poder, con un juicio cotidiano y poderoso
cuya fuerza podía llegar a derrumbar los
gobiernos aparentemente más estables. Las
sociedades, en términos de Zygmund Baumann,
se hicieron cada vez más “líquidas” al compás de
la disolución de los sentidos de pertenencia
permanentes de las personas a colectivos
estructurados o históricamente aceptados
A la distancia, las debilidades
epistemológicas de mayor trascendencia, sin
embargo, no estaban referidos a la democracia,
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cuyos valores eran discutidos por “los de la lucha
armada”, pero sostenidos firmemente por “los de
las elecciones”. En última instancia, la marcha
del proceso político autoritario, el hastío popular
por la sangre en las calles derramada por ambos
protagonistas, el estrechamiento de la tolerancia
hacia cualquier clase de violencia y la ineficaz
gestión militar condujo hacia formas
democráticas e instaló el camino por su propio
peso, con la conducción de Alfonsín y de un
radicalismo ampliado en su convocatoria social.
Lo que no quedó instalado fue el nuevo enfoque
económico.
En efecto: el abandono del materialismo
dialéctico en el mundo occidental desarrollado
para analizar la economía fue creciente. No lo
usaron prácticamente nunca los laboristas
ingleses y lo abandonaron los socialdemócratas
alemanes y nórdicos, hasta que por último el
propio PSOE en 1979, cuando decidió romper
con el dogma en su 28ª Congreso Federal,
resolvió dejar de autodefinirse como “marxista
leninista” y tomar el camino de la reforma. En
Oriente, las definiciones “modernizadoras” del
Undécimo Congreso del Partido Comunista
Chino –1977- convirtieron definitivamente al
“materialismo dialéctico” en una pieza de museo,
invocado con mayor o menor cinismo para
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justificar cualquier cosa.
La consecuencia de ese abandono fue
enorme, tanto en cuanto a la legitimación de la
validez de los procesos democráticos como desde
la perspectiva de la definición de los aliados y
los rivales. Ya no se hablaba más de “revolución”
sino, en todo caso, de “socialismo”. Ya no se
identificaba dogmáticamente al “socialismo” con
la desaparición abrupta -y autoritaria- de la
propiedad privada, sino como una lejana utopía
la que se llegaría por sucesivas reformas. La gran
empresa ya no era “el enemigo” sino un eventual
aliado. El progreso social era no sólo compatible,
sino intrínseco, al progreso empresarial. Todos
los países deberían contar con grandes empresas
que sostuvieran su nivel de desarrollo y su
progreso social. El “mercado” abandonaba su
connotación cuasi pecaminosa para la izquierda y
pasaba a identificarse con las libertad de las
personas. Dejó de haber, en el escenario político
central del mundo occidental desarrollado,
socialistas “anti-mercado” y el Estado dejó de
endiosarse, para ser sujeto de reflexiones de
racionalidad que evitaran su cooptación por las
corporaciones empresariales, políticas y
sindicales, obstaculizara la competitividad
económica o quedara atado a empresas públicas
olvidadas de su condición de servidoras de las
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mayorías para transformarse en custodias de
reivindicaciones corporativas de sus empleados y
trabajadores, con prebendas abonadas por el
resto de los trabajadores y por toda la sociedad.
El pensamiento progresista se hizo masivamente
“reformista”, ese camino condenado desde la
“ortodoxia” revolucionaria pero convertido en la
piedra angular de las sociedades democráticas
desarrolladas de occidente. Hasta el
“imperialismo”, figura retórica que funcionaba
como cimiento de todas las construcciones
ideológicas progresistas, era revalorado en un
proceso que se convirtió en avasallante luego de
la implosión autogenerada de la ex Unión
Soviética y la desaparición del mundo bipolar.
Sin embargo, no se daba el mismo proceso
por nuestros pagos.
La “contradicción fundamental” había sido
una formidable elaboración política estratégica
para derrotar a la dictadura y a la vez reducir el
espacio sectario y criminal de la guerrilla. Todos
unidos contra la dictadura, contra la violencia y
contra la muerte. Todos unidos por la
democracia, por la paz y por la vida. Esa unidad
y también los enormes errores de gestión del
“proceso” –como la guerra de Malvinas, la
continuación del marco anómico en la lucha
“antisubversiva” que institucionalizó el terror, y
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por último los intentos de una salida política en
la que algunos sectores del poder militar –caso el
Almirante Massera- llegaban a conversar con los
propios Montoneros en la búsqueda de un
acuerdo concertado- provocaron la caída del
gobierno y el triunfo democrático.
Pero la “Contradicción...”, si bien había
sido buena para formular la estrategia
antidictatorial, no servía para gobernar. A pesar
de su éxito como estrategia política agonal,
contenía en sus aspectos económicos una gran
endeblez epistemológica, inútil por insuficiencia
de análisis y por el error conceptual en que se
incurría al mantener la identificación de “la
política” con “la sociedad nacional” en un
mundo crecientemente interrelacionado, con una
sociedad civil con crecientes espacios de
autonomía frente al poder y una economía en
tranformación que había ya evadido
definitivamente los límites del “estado-nación”
para adquirir una fuerte autonomía transnacional.
Estas realidades no eran sólo una “opción”, como
pretendían quienes se negaban a aceptar la
globalización, sino una característica inmanente
e intrínseca al nuevo funcionamiento de las
fuerzas productivas, que estaban gestando un
orden económico y social auténticamente global
y mundializado. Seguir creyendo en la economía
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“nacional” como base del análisis llevaba,
obviamente, a soluciones desenfocadas con la
realidad e impotentes para actuar sobre ella.
La línea de choque que definía la
“Contradicción...” en términos políticos era
impecable y culminaba con la restauración de la
democracia constitucional. La imagen de
Alfonsín recorriendo el país recitando el
preámbulo de la Constitución y concitando la
gigantesca movilización ciudadana colmada de
entusiasmo sintetizaba el programa. Pero
gobernar es, además de política, gestión
económica, y en este campo, la
“Contradicción...” estaba equivocada.

El debate al comienzo de la democracia

La insuficiencia analítica de la
“Contradicción...” aparecía patentizada apenas se
intentaba transpolar sus términos al campo
económico. Ello acarreó complicaciones
estratégicas internas al nuevo gobierno, porque si
al interior del “campo popular” la línea política
divisoria entre “los de la lucha armada” y “los de
las elecciones” estaba claramente delimitada
desde siempre, no ocurría lo mismo cuando el
asunto tratado era el económico. Ahí los análisis
se mezclaban y era normal encontrar entre “los
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de las elecciones” planteos ortodoxos “nacional-
populares” sobre el rol del Estado y la limitación
a la actividad privada, por ejemplo, coincidentes
con “los de la lucha armada” y también con los
tradicionales responsables de la visión
económica de los partidos históricos. Radicales y
peronistas de esos años, en las alas más
ortodoxas de su cultura interna, se sentían
íntimamente herederos de la visión del
nacionalismo popular y su visión del mundo, de
intelectuales como Jauretche y Scalabrini Ortiz,
de la prédica de FORJA y del rol del Estado
como se lo concebía en la primera mitad del
siglo XX. En ese aspecto, la confluencia de la
visión de los jóvenes con la “vieja guardia”
radical fue clara. Sea desde las consolidadas
visiones nacionalistas populares, aún con sus
matices (Bernardo Grinspun, Roque Carranza,
Alfredo Concepción, Enrique García Vázquez,
Conrado Storani), sea desde las jóvenes visiones
más ideologizadas, el Estado debía ser el eje de
articulación de una economía nacional autónoma.
Como cincuenta años atrás.
La “contradicción fundamental” era
impotente como herramienta de interpretación
del nuevo mundo del último cuarto del siglo XX
y en consecuencia, incapaz de imaginar, diseñar
y ejecutar respuestas económicas a los nuevos
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problemas al no comprender que el Estado estaba
inmerso en un retroceso irreversible –tanto como
la “economía nacional autónoma”- y que su
creciente e inexorable debilidad, así como la
creciente imbricación cosmopolita de la
economía y la sociedad, demandaban nuevos
enfoques de análisis y de políticas públicas. Y
además, al identificar políticas económicas con
convicciones ideológicas, adhería sin querer a
una esclerosis intelectual que dificultaba la
interpretación de los nuevos fenómenos. La
síntesis política de la “Contradicción...” (la
instauración democrática) marchaba en línea con
la evolución del mundo, mientras que su visión
económica adolecía de un retraso sin remedio.
Afortunadamente, el renacer democrático
había convocado a compatriotas que, algunos
exilados durante la dictadura y otros recluidos en
el ámbito académico, habían mantenido
actualizadas sus visiones en los mejores centros
de investigación y analisis, y traían un enfoque
de la situación internacional, las reglas de juego
vigentes y el nuevo escenario más adecuado a la
realidad. Destacaba entre ellos el equipo
económico liderado por Juan Sourrouille, que
incluia entre otros a Adolfo Canitrot, Alberto
Gerchunoff, Jose Luis Machinea y Mario
Brodherson. Su imbricación con los equipos
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tradicionales no fue sencilla, pero con ella
comenzó la modernización del debate argentino.
Y además, estaba Alfonsín. Como un magistral
director de orquesta, supo procesar
adecuadamente esta complicación interna como
una de las tantas dificultades que debió atravesar
su gestión. Y afortunadamente, también, tanto
“los de las elecciones” como los de la “vieja
guardia” partidaria eran buena gente, dispuestas
a defender el proceso democrático aún sin estar
aún totalmente convencidos de la necesidad de
abrirse a espacios de modernización como los
que se impulsaron desde el gobierno con el “Plan
Houston”, la apertura a la telefonía celular no
monopólica y los proyectos de incorporación de
capital privado a Entel, Aerolíneas Argentinas y
Austral, y otras iniciativas que buscaban romper
la asfixia estatal a la producción en un proceso
pautado, que evitara las consecuencias
desmatizadas que tuvo luego el salvaje proceso
privatizador de los noventa. La “Propuesta de
Parque Norte” se incribió en este esfuerzo del
presidente para transitar ese proceso de
modernización doctrinaria con múltiples frentes
y diferentes protagonistas. A la distancia, es
imposible no ver este esfuerzo, quizás sin
asumirlo como tal, como un importante paso
hacia el cosmopolitismo consciente.
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Entre “los de las elecciones”, algunos
asumieron el “shock del presente” y del futuro, y
fueron incorporando a su análisis los cambios
producidos en el mundo y las nuevas categorías
que ya se insinuaban en la economía planetaria
con el surgimiento de la globalización. Algo de
este fenómeno se adelantó al comienzo de este
libro. Su desafío intelectual y político pasó a ser
descubrir las nuevas formas de seguir luchando,
en el nuevo escenario, por los valores de
siempre: cada vez más democracia, más
crecimiento económico, más autonomía personal
para los ciudadanos, más solidaridad, en un
mundo que marchaba hacia una economía
globalizada, que protagonizaba una portentosa
revolución tecnológica impregnadora de cada
rincón del planeta, abundancia de capital
simbólico, revolución de la información e
instalación cada vez más clara de un nuevo
paradigma productivo que trascendía los marcos
nacionales para adoptar formas globales
mediante el encadenamiento productivo mundial.
El desafío de la política se hacía impotente
encerrado en las rejas nacionales, porque la
economía ya las había sorteado. En ese nuevo
escenario, los viejos conceptos eran inservibles.
Su utilización conducía en última instancia al
aislamiento del nuevo salto cualitativo de las
28
fuerzas económicas globales a la vez que
impotentes para poner en marcha un ilusorio
modelo alternativo autárquico y era urgente, en
consecuencia, encontrar las nuevas “líneas de
choque”. O cambiar el método de análisis.
Quienes más rápidamente lo entendieron fueron
los que llegaron a funciones ejecutivas en
municipios y provincias y debieron gestionar
escasez frente a urgencias ciudadanas
implacables.
Otros siguieron atados a las viejas
consignas épicas de las épocas románticas,
soñando con la vigencia eterna de la vieja
“Contradicción...”. Y ante la evidencia de su
inutilidad, fueron abandonando la actividad
militante al no encontrar nuevos marcos
motivadores del trabajo político que implicara la
defensa de las banderas de siempre, o licuando
su representatividad social al aferrarse
tenazmente a la imagen de un mundo que ya no
existía.
Todos, sin embargo, conservaron una
lealtad política indestructible a la gesta
democrática iniciada en 1983, y no hubo ni uno,
entre los miles de dirigentes intermedios que
surgieron en esos años, que se sumara al alegre
jolgorio de los “mercados abiertos”
desmatizados, sin protección alguna del país y su
29
gente o que estuviera tentado de pasarse al
campo de “los de la lucha armada”.

El camino de los otros

Éstos, por el contrario, se mimetizaron con


el liberalismo salvaje de moda en los 90, e
integraron el plantel político del menemismo
sosteniendo y aplaudiendo repetidas veces el
rudimentario “modelo” de privatizar todo,
desmantelar sin contemplaciones el país que
teníamos y modernizar sin reflexión: Kirchner, el
primero. Pero también Obeid, Busti, Kunkel,
Bettini, Schiaretti, y muchos otros, sin que
faltaran antiguos “líderes” guerrilleros reciclados
en empresarios o académicos, como Galimberti o
el propio Firmenich. Y fracasada la caricatura de
una modernización sin política, volvieron varios
de ellos, Kirchner a la cabeza, a buscar en el
recuerdo de su épica violenta la legitimación de
un poder sólo animado por el patrimonialismo y
la corrupción. Otros comprendieron mejor el
nuevo escenario y realizaron aportes positivos en
el marco democrático.
La práctica de muchos de ellos desnudó la
hipocresía discursiva y que sus propuestas no
tenían nada de modélicas dirigidas hacia una
30
utopía deseable, sino que conformaban sólo
argumentaciones instrumentales a su único
propósito: la detentación del poder para
finalidades escasamente relacionables con el
interés general y casi siempre vinculadas a la
acumulación de beneficios personales y
recreación de relaciones clientelizadas, para
garantizar la reproducción del ciclo. El caso
paradigmático fue el matrimonio Kirchner, que
ingresó a la política de gestión en forma marginal
al proceso militar, cercano a las intervenciones
militares en Santa Cruz, se enriqueció con
ejecuciones hipotecarias a infortunados deudores
aplastados por la “patria financiera” de los años
de Martínez de Hoz, apoyó en 1983 la propuesta
electoral del Partido Justicialista que reconocía la
“autoamnistía” del gobierno militar en retirada,
fue luego soldado del menemismo,
posteriormente el más sumiso discípulo acrítico
de Cavallo y luego de la crisis del 2002 encontró
la veta de la recreación del discurso contestatario
de los años 70 del siglo pasado para elaborar un
relato sobre el país que duró mientras la
economía funcionaba sola, impulsada por el
escenario internacional de auge pero que se
derrumbó estrepitosamente apenas ese escenario
entró en crisis, a partir de fines de 2007.
El discurso del período “K” respondió a
31
una conocida operación político-intelectual
repetida en la política argentina: la simbiosis
entre el peronismo y la “izquierda entrista”. No
es el momento de analizar en profundidad este
fenómeno. Destaquemos que, en determinados
momentos, dos necesidades se juntan: un
peronismo con representación simbólica de un
importante sector de la población, pero sin
metas, y una izquierda incapaz de conseguir
inserción popular, pero con discurso. Para el
peronismo que asume este camino, encuentra en
la izquierda entrista un aparato conceptual que
disimula sus carencias intelectuales y objetivos.
Para la izquierda entrista, encuentra en el
peronismo el sueño de una idealizada “clase
trabajadora” a la que puede proveer de un
sistema conceptual, cual “vanguardia
esclarecida”, sin necesidad de embarrarse en la
ciénaga de la política cotidiana, normalmente
despreciada por sus deformaciones burguesas. Y
debemos reconocer que la fórmula resultaba
atractiva, al evocar resonancias lejanas de las
viejas banderas de la unidad popular que la
propia “Contradicción...” proponía. Con la
diferencia que esa simbiosis sólo vestía con
cierto lustre intelectual a la realidad de concebir
al poder nada más que como un botín de guerra.
El resultado fue un presidente que, no
32
habiendo defendido jamás un preso político o
presentado un “hábeas corpus” como abogado en
las épocas de lucha, ordena cínicamente la
“anulación” de las leyes de Obediencia Debida y
Punto Final sancionadas veinte años atrás como
una instancia de confluencia en la reconstrucción
de la convivencia, recrea el clima de
enfrentamiento fraticida de los años ’70
encarcelando ancianos Generales aquejados por
enfermedades avanzadas a los que veja al mejor
estilo de los años de plomo con una justicia
manipulada, desarticula el sistema de defensa
nacional y aún los existentes instrumentos de
seguridad interior por inercia ideológica y deja al
país indefenso frente a las nuevas amenazas y la
irrupción del narcotráfico enseñoreado en el
conurbano y gran parte del interior por su
entrecruzamiento con el poder, las mafias y los
aparatos clientelistas. Y mientras tanto,
sobreactúa la persecusión penal sesgada hacia
acusados de delitos “de lesa humanidad”
cometidos durante el proceso militar, un cuarto
de siglo antes, por uno de los “demonios” en
lucha, mientras absuelve groseramente al otro.
La defensa de los “derechos humanos”
sufrió un reduccionismo que, sin embargo, ocultó
que pocas veces en la historia nacional se
violaron en forma tan descarada los derechos
33
humanos de millones de argentinos: la pobreza,
las enfermedades endémicas, la marginalidad
social, la inseguridad en la vida de quienes
habitan las barriadas humildes, el deterioro
terminal de la escuela pública, el
embrutecimiento de los jóvenes, fueron
constantes durante estos años en que se ha
considerado más ético mortificar a ancianos
decrépitos e inocuos –en todo caso, tan
culpables como ellos mismos- que salvar miles
de vidas de niños y jóvenes atacados por el
dengue, la tuberculosis, el chagas, el “paco”, la
desnutrición o las redes de narcotráfico.

El análisis en el nuevo escenario

El nuevo escenario, sin embargo, tras el


salto de tres décadas, no puede ser más diferente.
No hay más bloques mundiales enfrentados en el
mundo bipolar. No hay más guerra fría. No hay
más economías nacionales aisladas exitosas. No
hay más “camino armado”, insurgencia ni
contrainsurgencia. No hay más gobierno militar,
ni peligro de gobierno militar. El viejo y querido
–para los nacionalistas- petróleo otrora calificado
de “oro negro”, es hoy el despreciado causante
del calentamiento global y de guerras
tecnológicas. Los peligros y los problemas son
34
cada vez más globales y requieren respuestas de
tal carácter, y la acción debe ser local para lo
cual es imprescindible potenciar las
administraciones municipales y provinciales.
Exactamente a la inversa de lo realizado en
el período iniciado en 2002/2003 y profundizado
durante el kirchnerismo: aisló al país del mundo,
lo marginó de su respetabilidad internacional
convirtiéndolo en el hazmerreír del planeta,
redujo su producción, concentró el poder
económico en un par de personas, desarticuló el
sistema político, empobreció municipios y
provincias, ahogó la iniciativa emprendedora,
retrocedió a la prehistoria en la calidad de las
políticas sociales, permitió la instalación de las
redes globales de narcotráfico, convirtió la vida
cotidiana en un infierno de inseguridad.
¿Cuál es hoy entonces la nueva “línea de
choque”? ¿Es posible hablar a fines de la primera
década del siglo XXI de una “contradicción
principal”?
Hay una batalla inconclusa: la lucha para
la restauración constitucional plena. Esa batalla
no ha terminado y más bien se ha retrocedido en
su construcción a partir de la crisis del
2001/2002. En esa batalla son necesarios todos
quienes luchaban hasta 1983 por la democracia.
Para esa lucha, la “Contradicción...” sigue
35
teniendo plena vigencia. No podremos lograr la
democracia si los argentinos no coinciden, en
una amplísima mayoría, en la utilidad y la
necesidad de institucionalizar su vida en común
sobre la base del respeto irrestricto a la
Constitución Nacional, cuya vigencia, en todas
sus cláusulas, no puede ser mediatizada o
relativizada por ninguna otra consideración
presuntamente superior o de emergencia. La
novedad es que en el otro lado no está “la
dictadura”, sino el autoritarismo clientelista, que,
aunque aparezca abrazando al “pueblo”, necesita
para la permanencia de su estructura de poder a
ciudadanos empobrecidos, dependientes,
embrutecidos, temerosos, humillados.
Pero también asume que el aspecto agonal
mayor de la política está cercano a agotarse en
esta batalla, ya que una vez lograda la plena
recuperación democrática y la liberación de los
ciudadanos sometidos al clientelismo, los
desafíos actuales y futuros tendrán otras
características, más propios de la politica de
construcción y menos cercanos a la épica de
otros tiempos. Hoy deberemos ubicar a la
Argentina en el mundo en forma virtuosa,
imbricar sus procesos productivos en la
economía global de manera tal de aprovechar sus
eslabones más rentables para nuestros
36
trabajadores, emprendedores, empresarios y
productores, adecuar para lograrlo nuestro
sistema educativo a niveles de excelencia,
participar del “pelotón de avanzada” en la
reformulación de la ecuación energética
(electrones “limpios”, industrias “verdes”,
consumos optimizados servidos por redes de
distribución energética “inteligentes”,
preservación de la vida natural y el ambiente,
colaboración plena con los esfuerzos globales
contra el calentamiento global), participar en los
foros globales que definen la legalidad de la
globalización –al estilo G 20, Organización
Mundial de Comercio, Organización
Internacional del Trabajo, Banco Mundial, Fondo
Monetario Internacional, Corte Penal
Internacional, acuerdos de limitación de armas
de destrucción masiva, lucha antiterrorista- con
una actitud proactiva y colaborativa, construir el
sólido “piso de ciudadanía” que reduzca los
espacios de la pobreza y el clientelismo,
incrementar la seguridad para la vida cotidiana
de las personas, desarticular las redes de delitos
globales –tráfico de personas, de armas, de
narcóticos, de órganos, lavado de dinero,
falsificaciones de marcas, etc-, alejarse de los
“Estados terroristas” y de la destructiva prédica
de los “autoexcluidos”, reforzar la seguridad
37
jurídica para estimular la inversión, el comercio,
los emprendimientos y el trabajo.
Estas tareas quizás no tendrán el áura épica
de la lucha por la democracia, la paz y la vida,
pero están todas insertas en esos mismos valores
por los que luchamos en aquéllas épocas, con la
herramienta de la vieja “Contradicción...”,
poniendo en riesgo nuestras vidas en el medio de
un fuego cruzado que azotaba a los argentinos en
tiempos de sangre en las calles. Será una lucha
más cercana al “trabajo” que a la “pelea”.
Requerirá una conducta política generadora de
tolerancia, diálogo y consensos entre quienes
piensen diferente.
Con la democracia y una sociedad abierta,
todas las utopías son posibles y las instituciones
contienen los debates más fuertes sin afectar la
convivencia. Sin democracia o con una
democracia castrada, con una sociedad cerrada,
hasta soñar puede ser peligroso.
Con el espíritu de unidad de la
“Contradicción fundamental” podremos lograr el
ingreso definitivo del país a la modernidad
política. A partir de allí, será el “cosmopolitismo
consciente”, tomando nota de la diversidad
imbricada de nuestra sociedad en la sociedad
global, o incluso de la desaparición de “la
sociedad” -entendida como comunidad nacional
38
cerrada y ontológicamente aislada- como objeto
de estudio y de acción, el que deberá guiar el
camino para la acción política por la justicia, la
autonomía de las personas, la profundización de
la democracia, la integración social y el
progreso. Cosmopolitismo, porque ninguna
visión que se agote en el límite territorial del país
podrá interpretar con lucidez las reglas de juego
que reglan el funcionamiento del mundo.
Consciente, porque será necesario, asumidas las
reglas cosmopolitas, detectar las posibilidades y
definir las políticas que permitan trabajar, en la
nueva etapa, por los valores permanentes de
justicia, libertad, paz, vida, democracia.
Por supuesto que ello no implica decretar
la muerte de la idea de nación y su correlativa
concesión de pertenencia y nacionalidad. Sólo
implica separar esa compleja concepción cultural
e histórica de la idea utópica de un proyecto
“autárquico”, cerrado y aislado, con la ilusión de
que los argentinos no somos parte del mundo
sino algo así como una raza aparte, surgida de un
repollo. Por el contrario, somos un pueblo que
nació cosmopolita y que con esta consigna se
presentó ante el mundo en sus etapas
fundacionales. Nunca será reiterativo recordar la
proclama de San Martín en Lima al declarar el
triunfo revolucionario y la independencia del
39
Perú: “Nuestra causa es la causa del género
humano”. Difícilmente pueda encontrarse una
afirmación de mayor contenido solidario,
humano y cosmopolita que ésta, realizada al
reafirmar el programa de una revolución que dio
origen a un país y cuyos ecos aún resuenan a dos
siglos de su inicio.
La Argentina es ya una sociedad
cosmopolita, aún más que la inmensa mayoría de
los pueblos del mundo. Su economía funciona si
exporta y si importa. Los productos industriales
más consumidos por todos los sectores sociales
son de origen, diseño, distribución y alcance
cosmopolita: teléfonos celulares, complejo
audiovisual, electrónica de consumo -como MP3,
MP4, MP5, televisores digitales, consolas de
juegos electrónicos, cámaras fotográficas
digitales, etc.- tecnología y redes de difusión de
imagen, complejo automotriz, generación de
contenidos audiovisuales, calzado y ropa
deportiva, productos farmacéuticos, productos
cosméticos, productos ópticos, juguetes,
maquinarias fabriles y bienes de capital... y así
hasta el infinito. Nuestra producción forma parte
de eslabones en la cadena de valor de la
producción mundial de varios de ellos, a pesar de
la política y muchas veces castigadas por la
política. Nuestros investigadores de mayor
40
excelencia completan su formación en los
centros internacionales y nuestros centros de
investigación reciben investigadores de otros
países. Una crisis en la demanda externa de
nuestros productos agropecuarios, aún en la
primaria fase en la que se exportan, lleva a la
crisis a toda la economía.
La dimensión de nuestra producción en
este campo supera en diez veces las necesidades
de consumo interno. Esa es la Argentina de la
que debemos tomar conciencia, intelectualizar,
detectar sus eslabones potencialmente más
rentables y de mayor multiplicación posible,
preparar nuestra gente, desarrollar más ciencia,
más tecnología, más capacitación, para ofrecer
mejores respuestas a las necesidades del mundo
en construcción. Liberar la capacidad de
iniciativa, asegurar la inversión de todo origen y
potenciar la inserción internacional de la
producción, integrar la revolución que se está
desatando por la nueva reconversión hacia la
energía limpia y “verde” con el impulso al
desarrollo de nuevas fuentes no contaminantes –
desde la atómica hasta la eólica, solar o biomasa-
. Todos estos temas son globales. No tienen
posibilidades en el estrecho cerco de las fronteras
geográficas. Y sin asumirlos, no podremos crear
oportunidades de trabajo para sacar de la pobreza
41
a nuestra gente, para terminar con el
clientelismo, ni mucho menos para hacer “una
nueva y gloriosa Nación”.
Desde esta perspectiva, la
“contradicción...” –en caso de pretender todavía
una utilización de ese método analítico y
discursivo- se debe ya reformular en términos
planetarios. De este lado están las mayorías de
los pueblos del mundo, construyendo el marco
normativo de su convivencia, o como diríamos
en otras épocas, las “relaciones de producción”
adecuadas a la mundialización de las fuerzas
productivas. De la vereda de enfrente, los que se
aferran al mundo que se muere, como los señores
feudales en tiempos de las revoluciones
modernas, y tratan de revivir las viejas pasiones
nacionales, religiosas y hasta étnicas. De nuestro
lado, la construcción de la portentosa sociedad
posible conduciendo con conciencia la
revolución científica y tecnológica que sólo
puede imaginarse en términos globales, del otro
lado el encierro en fronteras nacionales que
sirven para construir, hacia adentro, férreas
dictaduras de partido, tiranuelos enriquecidos
frente al embobamiento colectivo o regresos a
culturas premodernas chauvinistas e intolerantes,
incompatibles con los derechos de todos,
especialmente de las minorías, las mujeres y los
42
niños. De nuestro lado, la elaboración de una
normativa global que oriente, conduzca y
contenga el desarrollo de las nuevas fuerzas
productivas diseñando el piso de ciudadanía
universal. Del otro lado, la defensa de un mundo
sin normas que termina favoreciendo –como
siempre que no existen leyes- al puro poder, o
sea, al más fuerte. De nuestro lado, el esfuerzo
emprendedor de quienes toman las riendas de su
destino en plenitud en el marco de una economía
libre, del otro quienes sólo imaginan la vida
clientelizando necesidades de los más pobres,
sumergiéndolos en la humillación de la
dependencia.
La síntesis del gran desafío del futuro es el
verbo “liberar”. Liberar a nuestros compatriotas
más pobres de la humillación del clientelismo y
la dependencia. Liberar a los emprendedores de
la asfixia de una red impositiva y burocrática que
aplasta sus esfuerzos y de la incertidumbre sobre
cualquier imprevisto nuevo manotazo que le
incaute el fruto de su trabajo ante el menor
capricho del poder. Liberar a los productores
agropecuarios de los manotazos cleptómanos de
las gestiones populistas. Liberar a los
empresarios de las interminables cadenas de
coimas para desarrollar culquier iniciativa.
Liberar a los jubilados de la incertidumbre
43
constante expresada en juicios interminables para
reclamar por la violación de sus derechos
constitucionales. Liberar a los ciudadanos de la
inseguridad que convierte la vida en una selva.
Liberar al país de los caprichos ideológicos que
lo marginan del mundo. Liberar a todos de la
dependencia privilegiada del salario como forma
de distribución de ingresos para comenzar a
construir formas novedosas, como el ingreso
universal o el trabajo social remunerado, que
implica la profunda rediscusión sobre la
titularidad última de los beneficios del progreso
científico-técnico que está provocando la
inexorable disminución del trabajo asalariado y
ampliando la desocupación estructural.
Aboquémosnos, entonces, a la tarea de
reformular las políticas públicas necesarias para
actuar sobre la realidad actual en pos de los
valores de siempre. Pongamos en marcha el
nuevo estadio de reflexión y acción, el del
“cosmopolitismo consciente”. Usemos el espíritu
de la “contradicción...” y su vocación de unidad
como una herramienta política para volver a
construir una democracia abierta, dialoguista y
tolerante como la que comenzamos a edificar en
1983. Actualicemos nuestra visión económica y
social y dejemos la puerta abierta y el camino
trazado para marchar, desde esa democracia,
44
junto a los demás pueblos del mundo en el
esfuerzo por salvar el planeta reformulando los
cimientos mismos de la convivencia humana,
para ser protagonistas del formidable futuro que
nos permite el avance científico técnico y
económico de la humanidad.
Y podremos repetir la consigna de
Roberto Arlt que fuera la rúbrica de los esfuerzos
militantes de aquellos duros años del inicio, en
los que la pereza intelectual y política era
considerada el mayor pecado en nuestro
compromiso secular: “El futuro es nuestro, por
prepotencia de trabajo.”

Ricardo Lafferriere

45

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