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Las líneas de
choque
De la “Contradicción
fundamental” al
cosmopolitismo consciente
2010
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Las líneas de choque
De la “Contradicción fundamental” al
cosmopolitismo consciente
Para radicales jóvenes
(Un relato para “coordinadores” de ayer y de hoy, de
escaso interés para los demás lectores, que pueden
obviarlo)
Los orígenes
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experiencia directa, el mundo “visual” de la
escritura, el mundo masificado unidireccional de
los medios audiovisuales del siglo XX y la
interactividad global propia del nuevo
paradigma. Este mundo de una política “en
retirada”, con una sociedad líquida, sin certezas y
cercano al caos, con los derechos humanos
instalados como una verdad indiscutible en la
conciencia universal y formalmente intolerante
con cualquier forma de discriminación de
género, edad, raza, nacionalidad o ideología era
insospechado en tiempos de fuertes esquemas
ideológicos sostenidos desde la política por las
principales potencias de entonces, con el
conocimiento reducido a la experiencia directa y
al acceso de los libros trabajosamente
conseguidos, con esquemas de interpretación de
la realidad dependientes de los marcos
establecidos e instituciones sociales con alto
grado de consenso y vigencia –desde la familia
hasta la Escuela, desde los partidos políticos
hasta los gremios-
En los años sesenta y setenta, los jóvenes
que luchaban contra los gobiernos militares en
las Universidades solían ser seducidos por el
método de análisis y exposición surgido de las
usinas ideológicas cercanas a las agrupaciones de
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izquierda. Contra lo que pudiera imaginarse, las
consecuencias no eran uniformes, ya que esas
categorías tenían escasa vinculación con las
herméticas profundidades del método dialéctico
aplicado a la investigación y análisis de la
sociedad y se reducían sólo a la composición
discursiva de las diferentes “líneas políticas”,
extraídas de publicaciones populares de los
partidos de izquierda y motorizadas por el
conflicto global bipolar que ritmaba el
ordenamiento del mundo en esos años,
convenientemente adaptadas a la “línea” de cada
agrupación.
El esquema más simplificado de todos –
cercano al rudimentario estalinismo y con
reminiscencias de la didáctica “maoista” en su
planteo expositivo- sugería la distinción clara
entre “contradicción principal” y
“contradicciones secundarias”. Las segundas, en
rigor, supuestamente expresaban la totalidad de
la realidad tal cual era, en todo su colorido y su
complejidad “dialéctica”. Muy
esquemáticamente expuesto, eran las que
enfrentaban, en cada sector social, a los “polos”
de la respectiva “contradicción”. Inquilinos
frente a dueños, en las relaciones de alquiler.
Trabajadores contra burgueses o propietarios, en
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una fábrica. Dependientes contra comerciantes,
en un negocio. Peones de campo contra
chacareros, en una granja. Chacareros contra
ganaderos, en la explotación rural. La dinámica
social estaba alentada, según esa visión, por la
infinidad de conflictos o “contradicciones”,
particulares o de clase, que mostraba el
entramado social, muchos de los cuales tenían
contenido político puntual.
Sin embargo, en todas las sociedades
existía una “contradicción principal”, la que
conformaba el núcleo de conflicto mayor,
agrupando a muchos sectores sociales diversos
tras el cambio de una situación o régimen
determinado para mejorar sus situaciones
relativas. En los países “dependientes” la
“contradicción principal” se identificaba con la
“cuestión nacional”. El país o la “nación” estaba
de un lado, frente a la dominación “colonial” o
“imperialista”, por el otro. El método para
resolver esta “contradicción” desde un
protagonismo consciente era trabajar para
conseguir la unidad de todos quienes integraran
el “polo” identificado con el futuro, para sumar
fuerzas, romper esa dependencia nacional y
comenzar la construcción de un nuevo sistema de
relaciones sociales más avanzado en el marco de
un país independiente, que no habría solucionado
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todos los conflictos pero sí ascendido un escalón
hacia la edificación de una sociedad mejor. Al
final del camino, estaba la utopía, que difería
según la visión de cada sector: la sociedad
socialista, la sociedad comunista, la
independencia nacional o simplemente la
sociedad democrática. La diferencia entre unas u
otras finalidades era marcada por cada grupo
político y su respectiva “línea”.
Para el pensamiento “nacional –
populista”, el análisis venía de perillas. Para el
pensamiento democrático, la adaptación de “lo
nacional” unido a “lo democrático” llegaba a
similares conclusiones. En torno al juego de
estos conceptos se elaboraban las diferentes
propuestas, como “puzzles” que cada cual
organizaba para justificar dialécticamente sus
proyectos. Siempre quedaban “hiatos” sin cerrar
totalmente, entre ellos uno no menor: la
desconfianza hacia la verdadera vocación
democrática del “nacional-populismo” peronista.
La “línea de choque” para la etapa, sin
embargo, quedaba marcada con mucha nitidez en
esos años, por la convicción existente en la
inmensa mayoría de los protagonistas de que los
gobiernos militares respondían a un modelo de
dependencia política y económica del
“imperialismo”, percepción confirmada por la
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política desgraciadamente estrecha de las
administraciones de Krieger Vasena, en la
“Revolución Argentina” y de Martínez de Hoz en
el “Proceso de Reorganización Nacional, que,
cual menemismos adelantados, postularon la
modernización mediante la liberalización total de
la economía, sin preocuparse de las
consecuencias sociales que esa desmatizada
receta tendría en el entramado social. Las
cúpulas militares, junto a los “ideólogos” del
liberalismo, la iglesia preconciliar y burocracias
sindicales corruptas eran definidas como “el
antipueblo”. Todo lo demás, en forma
desmatizada, por el contrario, integraba “el
campo del pueblo”. El choque estaba servido. El
maniqueísmo también.
Destaco aquí tres puntos: 1. Se daba por
sobreentendida la existencia y protagonismo
central del “imperialismo”, sin definirlo
conceptualmente con mayor precisión
epistemológica, así como su carácter “criminal”,
“antinacional” y “antipopular”. 2. Se identificaba
al “imperialismo” con la “dictadura”, con la
implícita deducción que una lucha anti-
dictatorial –que no necesitaba mayor abstracción
conceptual- se superponía exactamente con una
lucha “antiimperialista” –que, como está dicho,
requería una precisión conceptual diferente-. 3.
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Se ignoraba totalmente el cambio que comenzó a
desarrollarse en la estructura económica mundial
a partir de comienzos de los 70.
¿Significaba eso que la mayoría de los
jóvenes argentinos era marxista? Nada más lejos.
Las agrupaciones de jóvenes de mayor
dimensión, los peronistas y los radicales,
buscaban argumentos modernos para sostener sus
viejas adhesiones emocionales. No los
encontraban en las dirigencias partidarias de
entonces. Sí les llegaban desde la prolífica
elaboración discursiva de la izquierda, ortodoxa
y renovada. Se consideraban incluso más
avanzados que los partidos marxistas, a los que
consideraban meros apéndices de los intereses de
una de las superpotencias de la guerra fría,
desvinculados de todo vínculo político y afectivo
con el pueblo argentino, su historia, sus afectos y
sus luchas. Desde las formaciones de izquierda,
el enfoque era inverso: su necesidad de construir
vínculos con la realidad argentina les hacía ver
en peronistas y radicales conjuntos interesantes
para ensayar allí su crecimiento.
La situación no era idéntica en todos los
países de la región. Brasil, por ejemplo, que
sufrió una dictadura tan autoritaria como la
argentina, no identificó su política económica
con los postulados del liberalismo extremo. Por
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el contrario, el gobierno militar brasileño se
asentaba en una fuerte simbiosis con el
empresariado local. Ese matiz se tradujo
claramente en la diferencia de análisis realizada
en los dos países sobre la naturaleza del gobierno
militar y los diferentes caminos de salida
democrática. El Brasil no tuvo nunca, en su
proceso de lucha democrática, una elaboración
conceptual como la “Contradicción fundamental”
al estilo del planteado por los jóvenes argentinos
en los 70. Su “salida democrática”,
correlativamente, fue acordada en una transición
que terminó siendo adoptada por la mayoría de
los partidos políticos. Algo parecido sucedió en
Uruguay y hasta en Chile, país que toleró la
entronización senatorial de Augusto Pinochet
virtualmente hasta su muerte, bien avanzado ya
el período democrático.
Dentro del “campo popular” en el que, por
supuesto, nos situábamos todos, había debates.
Los grupos “revolucionarios” comenzaron su
razonamiento en pro de la “lucha armada como
única salida” a finales de los años 60, cuando se
dio el auge del prestigio de la Revolución
Cubana, la derrota norteamericana en Vietnam y
las aventuras del Che en Africa y Bolivia. El
razonamiento era más o menos el siguiente: “El
camino pacífico ha mostrado su inviabilidad,
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como lo demuestran los golpes militares sobre
gobiernos democráticos reformistas. La única
forma de oponer una valla a la dominación
imperialista, es armarse. El poder deriva del
fusil”. Sostenían este libreto, con infinidad de
matices, el Partido Comunista Revolucionario,
Vanguardia Comunista (pro-chinos), los grupos
peronistas armados (Montoneros, Fuerzas
Armadas Revolucionarias Peronistas), los
trotzquistas (Partido Revolucionario de los
Trabajadores, con su brazo armado Ejército
Revolucionario del Pueblo) y otros grupos
menores. Lo que comenzó apenas verbalizado y
casi como un juego dialéctico a fines de la
década del 60, se convirtió en una realidad
patética y sangrienta a medida que avanzaba la
década siguiente.
Los grupos democráticos, por el contrario,
sostenían: “No existe posibilidad alguna de una
victoria en el campo militar contra semejante
concentración de fuerzas. La única manera de
limitar el poder del antipueblo es con un gran
Frente Civil de Resistencia, que unifique a
trabajadores, partidos políticos, empresarios
nacionales, intelectuales, e incluso militares
sanmartinianos, que cambie la correlación de
fuerzas sociales y logre la consolidación de un
verdadero estado de derecho, dentro del cual se
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podrán lograr los cambios que necesitan las
mayorías a través de una revolución
democrática”. En este espacio se ubicaban los
jóvenes radicales (Juventud Radical – Junta
Coordinadora Nacional), los reformistas (Franja
Morada), el socialismo popular a través de su
tendencia universitaria (Movimiento Nacional
Reformista), el Partido Comunista, las
juventudes de los partidos de menor dimensión
pero de presencia histórica como la Democracia
Progresista, el MID, la UCRI y grupos
peronistas minoritarios alejados del planteo
armado. La organización tradicional del
peronismo no tenía presencia importante en las
Universidades en la década del 60 –su desarrollo
masivo se dio a comienzos de los 70 y se
expandió luego del triunfo electoral peronista en
1973- y los jóvenes sindicales, por su conflicto
interno por el poder en el peronismo terminaron
aliados, expresa o tácitamente, con el terrorismo
de Estado organizado por José López Rega –
ministro de Perón y de Isabel Perón- a través de
la “Triple A” o “Alianza Anticomunista
Argentina”, que provocó alrededor de mil
asesinatos políticos en el período 1974-1976. Allí
militaba, en su juventud, Hugo Moyano. La
alianza del sindicalismo peronista con la
dictadura, a la que le garantizaría disciplina
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laboral y paz social, sería denunciada por Raúl
Alfonsín como el “pacto militar-sindical”.
Las Asambleas universitarias de todo el
país se encendían al calor de este debate, que
constituía, en aquellos tiempos, una realidad más
concreta en la discusión del movimiento
estudiantil que la propia lucha antidictatorial, que
era permanente pero menos presente
argumentalmente en términos ideológicos, ya
que nadie defendía en esos espacios ni al
gobierno de la Revolución Argentina (1966/73)
ni, mucho menos, al del Proceso de
Reorganización Nacional (1976/83). Pero
iniciada la retirada de la “Revolución Argentina”
el debate dejó de ser sólo un choque dialéctico
para convertirse en una diferencia política
central.
Las “Juventudes Políticas Argentinas”,
intento motorizado por jóvenes radicales y
peronistas para gestionar un espacio de unidad
popular apoyado en la idea de unidad expresada
por el diálogo de la “Multipartidaria” y luego por
los encuentros entre Juan Perón y Ricardo Balbín
–líderes del peronismo y del radicalismo de
entonces-, se rompió definitivamente luego de la
muerte de Perón, cuando la Juventud Peronista
decidió pasar abiertamente a la lucha armada y
ello generó el inmediato retiro de la Juventud
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Radical, que a partir de ese momento fue
considerada como parte del “enemigo”. Los
asesinatos de José Ignacio Rucci –líder sindical
de fuerte vinculación con Perón- y de Arturo Mor
Roig –dirigente radical cercano a Ricardo
Balbín- por parte de los Montoneros fueron el
prólogo sangriento del comienzo de la “ofensiva
militar” contra el propio Presidente Perón,
seguidos de la “declaración de guerra” al
gobierno de Isabel Perón. Desde ese momento,
los caminos se separarían definitivamente. Los
jóvenes peronistas de las “Regionales”
asumieron un protagonismo armado cada vez
más irracional, alocado y criminal a través de su
grupo armado “Montoneros”, mientras los
jóvenes radicales profundizaron su trabajo
político para desarrollar la propuesta de “vida,
paz y democracia” en todo el país, sin abandonar
las banderas de la unidad nacional que contenía
su documento básico, “la Contradicción
Fundamental”, y a reforzar su presencia
territorial.
Al autor le tocó ser uno de los integrantes
de aquella “Mesa Nacional” de la JR, integrada
por Luis A. Cáceres, Federico Storani, Enrique
Nosiglia, Carlos Cebey y Carlos A. Becerra. En
diversos niveles de esa organización actuaban
militantes que luego tendrían un activo
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protagonismo en la democracia recuperada,
como Ricardo Campero, Marcelo Stubrin, Aníbal
Reinaldo, Alfredo Orgaz, Facundo Suárez Lastra,
Leopoldo Moreau, Lionel Suárez, Eduardo
Climenti, Jorge Toung, Raúl Alconada Sempé,
Marcelino López, Gabriela González Gass,
Alicia Tate, Oscar Gutiérrez, Miguel Molinero,
Maricármen Banzas, Carlos Muiño, Ernesto
“Caimán” Aracena, Bernardo Salduna, Juan A.
Robles, Adolfo Lafourcade, Gabriel Martínez,
Alcides López, Stella Perreta, Roy Nikisch, Luis
Menucci, Oscar Castillo, Juan José Cavallari,
Rodolfo Ameri, Carlos A. Contín, Humberto
Sigal, Néstor Golpe, Julio Ibarra, Juan F.
Elizalde, Miguel y Olga Giubergia, Oscar
Smoljan, Rodolfo Parente, César Gass, Roberto
Massera, Jorge Agúndez, Marcelino Iglesias,
Eduardo Piedrabuena, Eduardo Rodrigo,
Lisandro Villar, Raúl Copes, Jorge Marcó, Juan
Carlos L. Godoy, Julio Ibarra, Gumersindo
Parajón, Alejandro Ruda, Genaro Collantes,
Rubén Ghiggi, Daniel Carlos Illia, y tantos otros,
entre los que se destaca la imagen entrañable de
quienes perdieron la vida por la represión ilegal,
como Sergio Karakachoff y Mario Abel Amaya y
el apoyo de dirigentes de generaciones
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anteriores1. Ese grupo humano de jóvenes
mantuvo la presencia democrática y sembró la
semilla de la unidad nacional, la paz y la vida en
un país inundado de sangre en las calles, hasta
que, ya en curso la salida democrática, decidió su
autodisolución en 1982, para volver cada cual a
su terruño a fin de reiniciar la reconstrucción de
sus respectivas representatividades en los marcos
formales y competitivos de la democracia en
recuperación. La vida política los mostraría años
después en diferentes espacios internos,
funciones de poder o de oposición, pero
abrevando sin embargo siempre en aquel viejo
compromiso “por la democracia, por la vida, por
la paz”, sea como Gobernadores, Intendentes,
integrantes de los cuerpos legislativos locales,
provinciales y nacionales o simple militantes.
Algunos, se agruparon en sus distritos con el
nombre de la vieja sigla disuelta. Otros, se
integraron al Movimiento de Renovación y
Cambio –o incluso, fueron sus fundadores
locales-. Otros, ingresaron directamente en la
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dinámica interna partidaria.
La insuficiencia analítica de la
“Contradicción...” aparecía patentizada apenas se
intentaba transpolar sus términos al campo
económico. Ello acarreó complicaciones
estratégicas internas al nuevo gobierno, porque si
al interior del “campo popular” la línea política
divisoria entre “los de la lucha armada” y “los de
las elecciones” estaba claramente delimitada
desde siempre, no ocurría lo mismo cuando el
asunto tratado era el económico. Ahí los análisis
se mezclaban y era normal encontrar entre “los
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de las elecciones” planteos ortodoxos “nacional-
populares” sobre el rol del Estado y la limitación
a la actividad privada, por ejemplo, coincidentes
con “los de la lucha armada” y también con los
tradicionales responsables de la visión
económica de los partidos históricos. Radicales y
peronistas de esos años, en las alas más
ortodoxas de su cultura interna, se sentían
íntimamente herederos de la visión del
nacionalismo popular y su visión del mundo, de
intelectuales como Jauretche y Scalabrini Ortiz,
de la prédica de FORJA y del rol del Estado
como se lo concebía en la primera mitad del
siglo XX. En ese aspecto, la confluencia de la
visión de los jóvenes con la “vieja guardia”
radical fue clara. Sea desde las consolidadas
visiones nacionalistas populares, aún con sus
matices (Bernardo Grinspun, Roque Carranza,
Alfredo Concepción, Enrique García Vázquez,
Conrado Storani), sea desde las jóvenes visiones
más ideologizadas, el Estado debía ser el eje de
articulación de una economía nacional autónoma.
Como cincuenta años atrás.
La “contradicción fundamental” era
impotente como herramienta de interpretación
del nuevo mundo del último cuarto del siglo XX
y en consecuencia, incapaz de imaginar, diseñar
y ejecutar respuestas económicas a los nuevos
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problemas al no comprender que el Estado estaba
inmerso en un retroceso irreversible –tanto como
la “economía nacional autónoma”- y que su
creciente e inexorable debilidad, así como la
creciente imbricación cosmopolita de la
economía y la sociedad, demandaban nuevos
enfoques de análisis y de políticas públicas. Y
además, al identificar políticas económicas con
convicciones ideológicas, adhería sin querer a
una esclerosis intelectual que dificultaba la
interpretación de los nuevos fenómenos. La
síntesis política de la “Contradicción...” (la
instauración democrática) marchaba en línea con
la evolución del mundo, mientras que su visión
económica adolecía de un retraso sin remedio.
Afortunadamente, el renacer democrático
había convocado a compatriotas que, algunos
exilados durante la dictadura y otros recluidos en
el ámbito académico, habían mantenido
actualizadas sus visiones en los mejores centros
de investigación y analisis, y traían un enfoque
de la situación internacional, las reglas de juego
vigentes y el nuevo escenario más adecuado a la
realidad. Destacaba entre ellos el equipo
económico liderado por Juan Sourrouille, que
incluia entre otros a Adolfo Canitrot, Alberto
Gerchunoff, Jose Luis Machinea y Mario
Brodherson. Su imbricación con los equipos
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tradicionales no fue sencilla, pero con ella
comenzó la modernización del debate argentino.
Y además, estaba Alfonsín. Como un magistral
director de orquesta, supo procesar
adecuadamente esta complicación interna como
una de las tantas dificultades que debió atravesar
su gestión. Y afortunadamente, también, tanto
“los de las elecciones” como los de la “vieja
guardia” partidaria eran buena gente, dispuestas
a defender el proceso democrático aún sin estar
aún totalmente convencidos de la necesidad de
abrirse a espacios de modernización como los
que se impulsaron desde el gobierno con el “Plan
Houston”, la apertura a la telefonía celular no
monopólica y los proyectos de incorporación de
capital privado a Entel, Aerolíneas Argentinas y
Austral, y otras iniciativas que buscaban romper
la asfixia estatal a la producción en un proceso
pautado, que evitara las consecuencias
desmatizadas que tuvo luego el salvaje proceso
privatizador de los noventa. La “Propuesta de
Parque Norte” se incribió en este esfuerzo del
presidente para transitar ese proceso de
modernización doctrinaria con múltiples frentes
y diferentes protagonistas. A la distancia, es
imposible no ver este esfuerzo, quizás sin
asumirlo como tal, como un importante paso
hacia el cosmopolitismo consciente.
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Entre “los de las elecciones”, algunos
asumieron el “shock del presente” y del futuro, y
fueron incorporando a su análisis los cambios
producidos en el mundo y las nuevas categorías
que ya se insinuaban en la economía planetaria
con el surgimiento de la globalización. Algo de
este fenómeno se adelantó al comienzo de este
libro. Su desafío intelectual y político pasó a ser
descubrir las nuevas formas de seguir luchando,
en el nuevo escenario, por los valores de
siempre: cada vez más democracia, más
crecimiento económico, más autonomía personal
para los ciudadanos, más solidaridad, en un
mundo que marchaba hacia una economía
globalizada, que protagonizaba una portentosa
revolución tecnológica impregnadora de cada
rincón del planeta, abundancia de capital
simbólico, revolución de la información e
instalación cada vez más clara de un nuevo
paradigma productivo que trascendía los marcos
nacionales para adoptar formas globales
mediante el encadenamiento productivo mundial.
El desafío de la política se hacía impotente
encerrado en las rejas nacionales, porque la
economía ya las había sorteado. En ese nuevo
escenario, los viejos conceptos eran inservibles.
Su utilización conducía en última instancia al
aislamiento del nuevo salto cualitativo de las
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fuerzas económicas globales a la vez que
impotentes para poner en marcha un ilusorio
modelo alternativo autárquico y era urgente, en
consecuencia, encontrar las nuevas “líneas de
choque”. O cambiar el método de análisis.
Quienes más rápidamente lo entendieron fueron
los que llegaron a funciones ejecutivas en
municipios y provincias y debieron gestionar
escasez frente a urgencias ciudadanas
implacables.
Otros siguieron atados a las viejas
consignas épicas de las épocas románticas,
soñando con la vigencia eterna de la vieja
“Contradicción...”. Y ante la evidencia de su
inutilidad, fueron abandonando la actividad
militante al no encontrar nuevos marcos
motivadores del trabajo político que implicara la
defensa de las banderas de siempre, o licuando
su representatividad social al aferrarse
tenazmente a la imagen de un mundo que ya no
existía.
Todos, sin embargo, conservaron una
lealtad política indestructible a la gesta
democrática iniciada en 1983, y no hubo ni uno,
entre los miles de dirigentes intermedios que
surgieron en esos años, que se sumara al alegre
jolgorio de los “mercados abiertos”
desmatizados, sin protección alguna del país y su
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gente o que estuviera tentado de pasarse al
campo de “los de la lucha armada”.
Ricardo Lafferriere
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