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ARGIMIRO RUANO

LA MÚSICA CALLADA
VALORACIÓN Y ELOGIO DEL SILENCIO

Tercera Edición
Dedicatoria:

A Carlos Antonio González Alers;


a Mario Núñez Molina,
y a Juan José Sánchez Álvarez-Castellanos.
ÍNDICE GENERAL

PRÓLOGO A LA PRIMERA Y SEGUNDA EDICIÓN


INTRODUCCIÓN A LA TERCERA EDICIÓN: CUANDO NO HAY PALABRAS
 Silencio dondequiera
 A profundidad
 En la experiencia diaria
 La Academia del Silencio
I. ETERNIDAD DEL SILENCIO
 El silencio antes que la palabra
 Fuera del creacionismo
 La voz silenciosa de la naturaleza
 Dejar el ser, dejar de ser
 Ser y no ser tiempo
 Jesús de Nazaret anterior al tiempo
 Versiones bíblicas diferentes
 El Hijo como víspera del tiempo
 Cansancio de ser no
 Amor en el no ser
 El anonadamiento vivencial
 El creador del no ser no ama afectivamente
 La música callada de las esferas
II. LAS PALABRAS PUEDEN NO SER PRIMERO
III. CÓMO HABLA DIOS
IV. EL SILENCIO DE DIOS
V. EL SILENCIO CONSCIENTE Y EL DESAPERCIBIDO
VI. PEDAGOGOS DEL SILENCIO
VII. SILENCIO Y ABURRIMIENTO
VIII. VERDAD Y MENTIRA EN LA VOZ DE LAS COSAS
IX. LA PALABRA SILENCIADA
X. LO CALLADO COMO PRELUDIO
XI. SILENCIO Y PRESENTIMIENTO
XII. EL CONCIERTO SILENCIOSO DEL UNIVERSO
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PRÓLOGO A LA PRIMERA Y SEGUNDA EDICIÓN

Apenas, si, desde nuestra pobre ladera de profanos, se atreve el alma a irrumpir en
esta atmósfera cristalina de lo inefable místico, tan poblada de hermosura, que este libro
retrata y considera.
Está, todo él, tan transido de cosas sublimes y es tan exhaustiva la documentación
que aduce, que nuestra misión sería una simple invitación al silencio –al silencio fecundo–
para que el alma fuese toda oídos, toda pasmo y expectación.
Nuestro mundo es –qué verdad irrevocable– puro aturdimiento interior y exterior.
Y este aturdimiento es el fruto de una sensorialidad traducida a superficie. Y cuán claro
vemos, leyendo este libro, que sólo el silencio produce la profunda autenticidad del ser.
Nosotros –pobres inmersos en el “torbellino del mundo”–, no podemos seguir al autor de
este libro en su soberbio vuelo por las esferas de la mística; apenas si acertamos a conocer
la importancia de su llamada.
Pero, desde nuestro plano sencillo de la crítica de la belleza de las cosas, habíamos
muchas veces anotado estos momentos en que no decir es la más bella de las expresiones.
Por la puerta de la poesía hemos comprendido esto con alguna claridad. No en balde
en este libro se aproxima la poesía a la mística. Y bien sabemos que las cimas de la poética
se encierran muchas veces en un terco y denodado silencio.
Cuando traducimos la palabra “inefable” entendemos por ella, lo que no se puede
“fablar”, lo indecible, lo que no tiene palabras. El lenguaje es un largo fracaso. Los voca-
blos no nos sirven.
Dès que nous parlons les portes divines se ferment quelque part, ha dicho Maurice
Maeterlinck, aquel cuyo teatro está hecho de densos y dramáticos silencios.
Otro dramaturgo de lengua francesa –Jean-Jacques Bernard– ha fundado gran parte
de emoción escénica en estos momentos grávidos de la mudez, cuando los ojos y los gestos
son más expresivos que la palabra.
Azorín –tan buen callador– nos ha dejado en su obra el resultado de su mudez,
pasmada, de su larga mirada contempladora. Los charlatanes no saben ver; los gesticula-
dores, tampoco. ¿No ha sido Azorín quien ha glosado el encanto del “maravilloso silencio”
que Cervantes descubre en la casa del Caballero del Verde Gabán? ¿No es en el silencio
cuando mejor se entiende la belleza y el sentido de un delicado rumor? Recordad a Garci-
laso: En el silencio sólo se escuchaba un susurro de abejas que sonaba.
Poesía de intimidad –de susurro– toda la lírica de hoy ha renunciado a ser recitable,
para ser objeto de la silenciosa, meditabunda lectura. Sólo así ha podido ganar en intensi-
dad.
Hace unos años, un grupo de escritores españoles deciden realizar un acto de ho-
menaje al gran poeta francés Stéphane Mallarmé. Y no encontraron más delicada fórmula
que la de dedicarle –unidos, en un rincón del Jardín Botánico de Madrid– cinco minutos
de silencio. José Ortega y Gasset– que estuvo allí –explicaba más tarde “en qué sentido la
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poesía de Mallarmé es una especie de silencio elocuente” y hasta qué punto la poesía “con-
siste en callar los nombres directos de las cosas, haciendo que su pesquisa sea un delicado
enigma”.
Véase, pues, cómo en el terreno humano de la búsqueda de la belleza, lo inefable
es, también, una necesidad.
Este libro eleva esta realidad del espíritu al plano trascendental de la vida religiosa.
Elige como Maestro de silencio –¿cómo no?– a San Juan de la Cruz.
Y a través de sus textos y de inmensas citas que como enamorada abeja ha recolec-
tado de todos los jardines, ha ido trabando y construyendo una ordenada, arquitectónica
teoría de la música callada.
Gran libro, pues, que ha de abrirse camino en la atención de las gentes, por la lec-
ción de espíritu que encierra y por el modo elegantísimo en que la dice.

Guillermo Díaz-Plaja
De la Real Academia Española
Semana Santa 1953
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INTRODUCCIÓN A LA TERCERA EDICIÓN:


CUANDO NO HAY PALABRAS

El idioma castellano culmina en versos de San Juan de la Cruz. Y su prosa, comen-


tando su poesía, se refiere repetidamente a la insuficiencia de las palabras. Se lo exige su
vivencia del sumo silencio. En sus términos, Divinum Silentium. “La mayor necesidad que
tenemos para aprovechar es callar ante este gran Dios, cuyo lenguaje que él más oye es el
callado amor” (Dichos de luz y amor, 131)
Surtidor de elocuencia, porque, paradójicamente, “es retórico el silencio si es Dios
con quien hay que hablar”, afirmaba en su tiempo el Doctor Godínez (Coloquios de los
pastores).

SILENCIO DONDEQUIERA

Abundan los elogios al silencio; el de Séneca, Silentium, tibi laus: Silencio, alabado
seas.
Está dondequiera.
Impresionante el del firmamento estrellado. Anuncia lo divino a todo hombre
cuerdo, según Cicerón. Inspiraba respetuoso temor a Pascal. Sobrecogedor el de la soledad
en alta mar, o el de la imponente mole de las cordilleras. Está en las bibliotecas. ¿Por qué
no mencionar el de un cadáver, o el nocturno de los cementerios, tapias adentro? Está en
la observación de una semilla, o en la de la inocencia de un niño, o en la de los ojos ena-
morados. Está en el variadísimo diseño de la vida vegetal, y en el de las formas, inconta-
bles, de la vida animal.
Observaciones que dejan boquiabierto al observador.

A PROFUNDIDAD

Introduciendo al Cántico Espiritual, Fray Juan de la Cruz advierte al lector que se


trata de fenomenología del amor para la que no hay palabras.
Como pensador escritor sobresale reiterando la palabra “nada”. Incluida la verbal.
“¿Lo que no engendra silencio, qué puede ser?” Respuesta radical: “poco menos que nada,
o nada, o menos que nada” (Subida del Monte Carmelo II, 29, 5).
Con razón concluye José María Valverde: “Por excepción, he aquí que un escritor
que se lanza casi suicidamente en cuanto escritor, hacia las fronteras del silencio, dispuesto
a hacer de él su tema” (Estudios sobre la palabra poética).
En él era vida. Desde joven promete fidelidad a la Regla de la Orden religiosa donde
profesa. Y esa Regla que regula la convivencia diaria en el claustro se documenta en el
profeta Isaías (30,15): In silentio et spe erit fortitudo vestra, vuestra fuerza estará en el
silencio y en la esperanza.
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Paul Claudel asoció en un verso fugaz esa vocación con la de hacer silencio. Sigue
caracterizando a Órdenes rigurosamente “silenciosas”, como la cartuja, o la cisterciense de
la Trapa. Ahí, el silencio es “el santo silencio”. La abadía cisterciense Santa María do So-
brado, A Coruña (España), acaba de publicar Silencio y fuego. El monje en diálogo con su
tiempo (2017) divulgando esa espiritualidad.
El autor de la Noche oscura del alma; y de la Llama de Amor viva cuenta con se-
guidores de prestigio, sobre todo en la rama femenina de su propia Orden. Sobresale la
pensadora alemana Edith Stein (Teresa Benedicta de la Cruz), exterminada en los hornos
nazis en la década de los cuarenta; o la joven francesa del Carmelo de Lyon, Isabel de la
Trinidad (†1903), familiar para los teólogos, recientemente glorificada por el Vaticano
(2016).
Inconfundible el eco sanjuanista:

“Creo que mi misión en el cielo ha de consistir en atraer almas al recogimiento


interior, ayudándolas a salir de sí mismas y procurando mantenerlas en ese profundo
silencio íntimo que deja a Dios imprimirse en ellas […]. Con dádivas viene, cu-
bierto está con su amor abisal como de un vestido. ¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!”.

Singular; como otra joven francesa menos conocida, del Carmelo del Líbano:

“Silencio en las pasiones, silencio a los ojos, silencio a la boca, silencio al cora-
zón…; así aparta el alma poco a poco las miradas de sí misma para fijarlas en Dios”.
Se le impone el silencio: “¡Silencio, ojos míos, boca mía!; ¡Silencio, corazón mío!
¡Cuerpo, alma, guardad silencio! La voz suave del amor puede sonar y vosotros no
podéis oírla. Alma mía, extingue tu voz en la suya en silencio. Ruega en silencio,
ama en silencio, habla en silencio, sufre en silencio, inmólate en silencio” (María
Ángela del Niño Jesús, Diario, enero 1921; junio 1926).

EN LA EXPERIENCIA DIARIA

Pero más que los que viven el silencio a profundidad, abundan, anhelándolo, los
fugitivos del ruido. “Fue dicho: ‘Todas veces que estuve entre los hombres volví menos
hombre’ (Séneca). Esto nos acontece con frecuencia cuando charlamos mucho. Siempre es
más fácil callar que hablar sin errar” (Kempis, Imitación de Cristo, I, 20). “Nadie está entre
la gente sin peligro de errar, si no ama el recogimiento. Nadie habla con acierto si no sabe
callar” (ibíd., I, 30).
Si el profeta bíblico llama “hijos del ruido” a quienes, por ostentar el poder de turno,
están en boca y oídos del renombre, hijos del barullo en la colmena poblacional se multi-
plican hoy fuera de control. El infierno es ruido, dejó escrito C. S. Lewis.
Para desinfectar a su pueblo del urbanismo egipcio, Moisés lo saca hacia la soledad
del desierto. Y, vuelto a contaminar Israel por el atractivo populismo idolátrico, Yahvé
planea aislarlo de nuevo en soledad para que pueda escuchar (Os 2, 16). Petrarca pudo
escribir Excelencias de la soledad basado, exclusivamente, en biografía bíblica: Adán,
Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, Elías y Eliseo, Jeremías, David.
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El silencio urge como paliativo cuando el ruido, sonando, o por escrito, usurpa la
soberanía que no le pertenece.
Tema en los clásicos castellanos.
Irónico Quevedo con el “maestro y legislador universal”, el Tiempo. Para subsanar
la falta de cordura generalizada, imagina al Tiempo ordenando que se instalen cátedras
para enseñar a callar como las hay para enseñar a hablar (Premática del Tiempo).
Versificado por Lope de Vega en boca de “don Ramiro”:

Y dices bien, que el hablar


se enseña en modos suaves
a los hombres y a las aves;
mas no se enseña a callar.
¡Lástima grande que venga
nuestro error a que nos den
escuelas para hablar bien
y que el callar no las tenga!
Si rey fuera, instituyera
cátedras para enseñar
a callar…
(Lo cierto por lo dudoso, acto 1, escena 9).

Ambos clásicos, Lope y Quevedo, conocen la cátedra de “los pocos sabios que en
el mundo han sido” (famoso resumen de Fray Luis de León). Y los tres tienen que ver con
la Reforma del Carmelo, en la que Fray Juan de la Cruz, desconocido por ellos como pen-
sador, es agente principal.
El Tiempo, “maestro y legislador universal”, se encargaría centurias después de
incorporar la cátedra de Fray Juan de la Cruz a las de renombre.

LA ACADEMIA DEL SILENCIO

Emblemática la Academia Silenciosa, descrita por Blanchet. No había sabio persa


que no ambicionase pertenecer a la de Amadan, cuyo primer estatuto era: “Los académicos
pensarán mucho, escribirán poco, y hablarán lo imprescindible”.
Un doctor se entera desde el rincón de una provincia que acaba de haber una vacante
y se pone en camino. Los académicos se encuentran reunidos y lo primero que hace es
rogar al portero que pase al presidente su solicitud por escrito. El doctor Zeb, modesta-
mente, solicita la plaza vacante. Pero llega tarde. La plaza ya ha sido cubierta. Los acadé-
micos lo sienten de veras. Acaban de admitir, muy a pesar suyo, a un recomendado de la
Corte cuya elocuencia vivaz y ligera era sólo admiración de callejuelas. La academia se ve
compelida a rechazar al doctor Zeb, cabeza muy bien asentada, flagelo de charlatanes.
El presidente, encargado de hacerle llegar al solicitante la desagradable noticia, no
sabe cómo arreglárselas. Después de pensarlo mucho, se decide a llenar una copa hasta el
borde. Una sola gota la desbordaría. Hace entonces la señal para que entre el aspirante. El
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presidente se levanta y, sin decir palabra, como lo ordenaba el ritual, levanta la emblemá-
tica copa. El aspirante lo comprende todo y, sin perder su valor piensa en otro gesto. Ve un
tiesto con flores, coge un pétalo, lo pone sobre la superficie del líquido; y tan bien, que no
cae al piso una sola gota. La asamblea entera prorrumpe en aplausos. El aspirante es admi-
tido por aclamación.
Se le presenta el Álbum de los Académicos para que firme. Tiene que pronunciar
las palabras de agradecimiento. Y como un académico del silencio agradece sin palabras,
escribe al margen de su nombre el número 100, que es el de sus compañeros. Lo hace
poniendo un cero delante, 0100, y con esta salvedad: “no valdrán más ni menos”. El presi-
dente tiene que responder al candidato admitido, y en el mismo estilo académico. Coloca
una cifra delante del centenar, 1100, y la aclaración “valdrán mil veces más”.
La moraleja se impone por partida doble. La locuacidad es propia de lenguas sin
freno.
Teodoro el Silógrafo, discípulo del fundador del escepticismo, la señalaba como
incontinencia bucal (diarrea filológica). Enfermedad de poetas y filósofos conocidos, me-
nos (excepción) su maestro Pirrón.
El académico de Amadan, cansado de invertir en renombre, lo reduce a cero. “El
hombre más feliz es aquel de quien el mundo habla lo menos posible, aun para bien o para
mal” (Thomas Jefferson).
Fray Juan de la Cruz, con no haber invertido lo más mínimo en resonancia, la con-
sigue negándola.
Entre sus consignas radicales, ésta que sólo iniciados pueden entender: “Sin trabajo
sujetarás las gentes y te servirán las cosas si te olvidares de ellas y de ti mismo” (Dichos
de luz y amor, 68).
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I
ETERNIDAD DEL SILENCIO

“Para ganar la soledad le conviene tener todas las co-


sas del mundo por acabadas, y así, cuando, por no
poder más, las hubiere de tratar, sea tan desasida-
mente como si no existiesen”.
(San Juan de la Cruz, Avisos a un religioso).

“Pues si vemos lo presente


cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado”.
(Jorge Manrique, Coplas)
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EL SILENCIO ANTES QUE LA PALABRA

Bíblicamente, un ser eterno llama a lo inexistente a que salga de la nada (Rm 4,17).
“Creador del universo” (Si 24,8). “Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el
honor y el poder, porque tú has creado el universo. Por tu voluntad existe, y es creado” (Ap
4, 11).
Con quien es desde siempre, coexiste lo que no fue ni será para siempre. Para el
momento eterno no hay palabra apropiada. La palabra sólo sirve a propósito de lo que,
como ella, no ha sido, ni será siempre.
Ludwig Wittgenstein, analista del lenguaje, piensa, con el sentido común, que no
hay palabra para lo desconocido. Así las cosas, siendo el universo de lo que desconocemos
incalculablemente más universo que el de las cosas que nombramos, creyendo que las co-
nocemos, queda sugerida la soberanía del silencio.
La palabra acaba de aparecer con el reciente homo sapiens. Su vocabulario tiene
que ver con las cosas que, como él, no siempre fueron, ni serán.
Texto y contexto bíblicos, con la más constante de sus constantes, es el dualismo:
Dios y no Dios; ser sin origen, ser con origen.
Resumido: Ser Dios, no serlo.
No se suele caer en la cuenta de que “lo que no es” se manifiesta siendo en alguna
forma.
La nube de ahí arriba no es viento, no es rayo, no es tierra, etc., etc. No es infinidad
de cosas. Reducida a lo que es, llevaría horas mencionar todo lo que no es.
El profeta y poeta Isaías compara el universo de cosas que no fueron y casi no son
(Is 40, 12-17); a gota de agua en recipiente vacío; a mota de polvo en una balanza. Partí-
culas de ser. Partícula mínima el universo coexistiendo en presencia del Ser Dios, omni-
presente en no importa qué rincón de la partícula cósmica (Jr 23, 21). Sus ojos se pasean
por el universo, escrito poéticamente en Job (22, 14).
La nano física de última hora facilita inferir la desproporción entre ser infinito y ser
sólo en parte. Las partículas virtuales, en física cuántica, existen para desaparecer en trillo-
nésimas de segundo. Existen al mínimo.
Cabe imaginar los millones de eones de años luz del universo como relámpago en
la nada. La portan virtual. Cuatro mil millones de años, viajando a la velocidad de la luz,
serían necesarios para llegar a Sarasvati, cúmulo de galaxias recientemente descubierto
(2017) por la tecnología astrofísica. Relámpago en la Luz Eterna que, según Isaías, es el
Ser Dios.
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Paradoja en San Agustín; el universo no es absolutamente nada, porque está creado,


pero tampoco es absolutamente, porque proviene de nada.
Dios, creador del no ser Él: “Yo te he ceñido como guerrero, aunque tú no me co-
nozcas, para que sepan, de levante a poniente, que todo es nada fuera de mí” (Is 45, 5-6).
Origen del no ser. “Todo proviene de él, todo es por él y para él” (Rm 11, 35).
“Súper ser” (hyper on) en terminología del seudo Dionisio, máximo referente de la mística
de occidente (Los nombres divinos; Las jerarquías celestes).
Traducido como superlativo, en la joya bibliográfica de la Imitación de Cristo:
“perfectísimo, altísimo, potentísimo, suficientísimo, completísimo, hermosísimo y amoro-
sísimo, bellísimo y amantísimo, nobilísimo y gloriosísimo sobre todas las cosas” (2, 21).
Menos él, ser máximo, todo mínimo. “Yo que soy polvo y ceniza”, se autoevalúa
Abraham en presencia del “juez de toda la tierra” (Gn 18, 28). Virtual nada. En la autoes-
tima de Santa Teresa de Ávila, “esta cosa sucia y miserable” (Vida); “vuestra nada” (Poe-
sías).
Hay vivencia de contacto, según el autor de la Llama de amor viva, de esa paradoja
lógica con lo que no es en firme. Para el monismo asiático es la unicidad del ser que se
afirma y se niega a sí misma en infinidad de modalidades ilusorias (maya). No puede ser
real lo que no es. Sueño de Brahma.
En la escuela platónica, donde sólo es real lo eterno (la Idea), el ser no eterno, tem-
poral, tiene su explicación. Es copia mal hecha de lo eterno por un Demiurgo; entidad que
no llegó a precisar en el humanismo antiguo. El Padre platónico del Universo no tiene nada
que ver con ese falsificador.

FUERA DEL CREACIONISMO

Citando a un poeta griego, San Pablo utiliza prestado pensamiento sin mentalidad
creacionista. “Vivimos, nos movemos y existimos dentro de la divinidad” (Hch 17, 27); es
decir, de la Naturaleza. Naturaleza es cuanto hay, incluidos los dioses. Somos Naturaleza.
La biblia griega de Alejandría, que Pablo conoce, se refiere a lo mismo en otra
forma. Y la Biblia de Jerusalén, anotando ese pasaje de la Sabiduría (1, 7), sugiere afinidad
con el pensamiento estoico.
Sustituido “dios” por “Naturaleza”, todo es unicidad. Razón de ser en cuanto hay,
o deja de acontecer.
Hay páginas de Séneca acerca de la razón natural, de la ley natural, de la providen-
cia, susceptibles de lectura en clave paulina, y viceversa.
Cristianizado el estoicismo grecorromano por el creacionismo, para Clemente de
Alejandría cosa por cosa en la naturaleza es lo que es, y como es, por voluntad de un crea-
dor. Tan voluntad de Dios es la víbora como la orquídea; los dientes y garras del león
devorando vida indefensa, como su víctima; el halcón arrogante desplumando a la golon-
drina inmovilizada con sus garras, como el esfuerzo inútil de tan inocente pajarillo por
liberarse; la serpiente engullendo enroscada en el viandante desprevenido para engullirlo,
así se trate de un niño. La Naturaleza, creada, incluye por igual a lobos y ovejas, a serpien-
tes y palomas.
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En ese contexto, La evolución creadora, esparcida en infinidad de formas, es vo-


luntad de un creador. Lo que no es Naturaleza es nada.

LA VOZ SILENCIOSA DE LA NATURALEZA

Para Clemente de Alejandría, la Naturaleza es voluntad de Dios en cada cosa. Le-


jano precursor del catalán Raymundo Sabunde, quien, finalizando la Edad Media, origina
el concepto de “teología natural”, donde Dios es autor de dos libros: el de la Naturaleza,
voz sin palabras (tema del libro de Job), y el de la Escritura.
Constante y universal la voz de su voluntad en la Naturaleza. “Porque lo invisible
de Dios, desde la creación del mundo, se manifiesta a la inteligencia a través de sus obras,
su poder eterno y su divinidad” (Rm 1, 20). ¿Qué manifiesta de la invisibilidad de Dios la
rata royendo el pie insensible del leproso abandonado en su choza? Evidencia lo incom-
prensible. Está escrito en la narración de Job reducido a estiércol. Dios es incomprensible.
Mucho más abundante el lenguaje silencioso que el profético, reducido éste a de-
terminado idioma y en contadas épocas. Diferente cuando habla a través de la fuerza de los
meteoros y de los predadores, que cuando lo hace con el mamífero racional creado para el
deber, y no para la violencia. Pero no hay palabras para explicar por qué la violencia de
Naturaleza fue primero, y continúa siéndolo.
Frente al catastrofismo natural, el microbio cósmico humano es una nulidad. Para
él, como para el resto de los vivientes, vivir significa sobrevivir, que es vivir a la ofensiva
o a la defensiva. Existencia militar, según el libro de Job. ¿El hombre? Un lobo para el
hombre, según el clásico Juvenal.
Comentando el préstamo del griego citado por San Pablo, San Agustín, en su tra-
tado sobre la Trinidad, sincretismo de creacionismo y de metafísica grecorromana, zahiere
la contradicción en la moral estoica:

“Dentro de Él vive el alma, se mueve y existe. [...] Así se explica que también los
impíos piensen en la eternidad y reprendan y alaben muchas cosas en las costumbres
humanas. ¿Con qué reglas juzgan sino con aquellas eternas en las que ellos mismos
perciben como deben vivir los demás, aunque ellos no vivan de ese modo? Quien
no obra, pero ve que hay que obrar se separa de la luz, pero la luz no se separa de
él” (De Trinitate XIV, 15, 21).

El estoicismo no era consecuente. Marco Aurelio, emperador estoico, fue torturador


violento de creyentes cristianos. En la Suma teológica de Santo Tomás, “la verdad se hace
virtud no en cuanto se dicen cosas verdaderas, sino en cuanto se vive la verdad que se dice”
(I, q. 17, 5, ad 3; q. 16, 4 ad 3). Las “virtudes” estoicas habían sido criticadas fuertemente
por San Agustín.

DEJAR EL SER, DEJAR DE SER

Afinidad bíblica con el pensamiento griego es también la concepción del cosmos


como intervalo en regreso a su desaparición.
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Quebradero de cabeza para científicos y pensadores ¿Es algo el tiempo que fluye
irreversible?

El tiempo nunca se acaba,


el tiempo jamás empieza;
de todo lo cual se deduce
que no tiene pies ni cabeza.

Donde científicos y poetas no se ponen de acuerdo, los grandes místicos sí están


acordes. Vivencialmente, es verificable el no ser dentro de quien crea la nada virtual.
Audición en Teresa de Ávila del otro lado del tiempo: “Díjome que en esta vida no
podíamos estar siempre en un ser” (Vida, 40). Qohélet enumera desestabilizaciones entre
el tiempo de nacer y el de morir (3,1-8). No hay consistencia fuera del Dios Ser. Todo nada
virtual fuera de él.
Bíblicamente, el universo temporal transcurre de no haber sido a dejar de ser; según
Jesús (Mt 24, 36), y según la carta que se atribuye a San Pedro (2 P 3, 10). En el Apocalip-
sis, la configuración actual del planeta, así como “la Bestia”, paradigma de la oposición a
Dios, pasarán, en su día, de ser a dejar de ser. Los siete días de la creación concluirán en
un octavo: “el día del Señor”.
La creación, intervalo entre la nada de origen y la vuelta al “día de la eternidad” (2
P 3, 18). “Octavo día” en San Agustín; “el otro día” en el Cántico Espiritual de San Juan
de la Cruz.
La vivencia mística certifica esa conjetura. La creación del tiempo transcurre y des-
aparece “dentro” de eternidad.
En la vivencia de la gran Teresa de Ávila, todo cuanto no es Dios acontece “dentro”
de él. Inclusive la libertad, cuando se equivoca, transgrede “dentro” de Dios.

“Estando una vez en oración se me representó muy en breve, sin ver cosa formada,
mas fue una representación con toda claridad, cómo se ven en Dios todas las cosas,
y cómo las tiene todas en sí. Saber escribir esto yo no lo, mas quedó muy impreso
en mi alma, y es una da de las grandes mercedes que el Señor me ha hecho. Y de
las que más me han hecho confundir y avergonzar. Creo, si el Señor fuera servido
viera esto en otro tiempo, y si lo vieran los que le ofenden, que no tendrían corazón
ni atrevimiento para hacerlo” (Vida 40, 9).

Aclarando que esa experiencia es verbalmente intransmisible, y que la comparación


que propone no invalida su inefabilidad, propone una comparación:

“Digamos ser la divinidad como un muy claro diamante muy mayor que todo el
mundo […] y que todo lo que hacemos se ve en ese diamante, siendo de manera
que él encierra todo en sí, porque no hay nada que salga fuera de esa grandeza”
(Vida, 40, 10).
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Comunicación al profeta Jeremías: “¿Soy un Dios sólo de cerca/ y no soy Dios de


lejos?/ ¿O pensará alguien ocultarse/ en escondite donde no le vea?/ ¿No lleno el cielo y la
tierra?” (23, 24).
En la Escritura, la divinidad es transparencia absoluta: “Luz eterna” (Is 60, 19); sin
sombra alguna (1 Jn 1, 5). Ni existe oscuridad para ella. “Los ojos del Señor son diez mil
veces más brillantes que el sol, que observan todos los caminos de los hombres, y penetran
los rincones más ocultos” (Si 23, 38).
La vidente Teresa pasa a informar que se peca “dentro” de esa luz, aportando oscu-
ridad, y que, al constatarlo, no encontraba ella dónde meterse:

“Cosa espantosa me fue en tan breve espacio ver tantas cosas juntas aquí en este
claro diamante, y lastimosísima, cada vez que se me acuerda, ver qué cosas tan feas
se representaban en aquella limpieza de claridad, como eran mis pecados. Y así,
quedé tan avergonzada que no sabía adonde meterme” (Vida, 40, 10).

Quizá llegó a conocer la respuesta en San Agustín: “si quieres huir de Dios échate
en sus brazos”. No hay “fuera” de Dios. Sólo y “únicamente Dios.
Asesorada por razonadores sobresalientes, escribe su autobiografía en la que afirma
haber oído de ellos que pocas experiencias eran comparables a las suyas (Vida, 40).
Tantas y tales, que el escritor inglés William J. Faber escribía en el siglo pasado
que la eternidad no es suficiente para agradecer al creador haberle regalado a la humanidad
la experiencia teresiana.
Acorde San Agustín razonando la vivencia:

“Consideré todo cuanto existe por debajo de Ti y encontré que ni absolutamente


son las cosas, ni absolutamente no son. Son, pues existen fuera de Ti; pero no son,
puesto que no son lo que Tú eres. Porque verdadera y absolutamente existe sólo lo
que permanece inmutable” (Confesiones, 7, 11).

La vivencia, indecible, del contacto con la eternidad desde el tiempo aflora en el


pensamiento de San Juan de la Cruz, sobre todo en la Llama de amor viva.

SER Y NO SER EN EL TIEMPO

Grandes pensadores griegos representan dos corrientes de opinión sobre el conten-


cioso del ser y no ser: la estática, inmóvil, de Parménides-Platón (eternidad de las ideas),
y la de Heráclito-Aristóteles, donde real no es el mundo ideal, sino el cambio, o devenir.
En el pensamiento contemporáneo, renombrados pensadores del tiempo son Henri
Bergson (La evolución creadora), y Gabriel Marcel (El misterio del ser); y partidarios de
la nada Nietzsche y Sartre (El ser y la nada).
Ninguna obra como Ser y Tiempo, de Heidegger, acaparó la atención de los pensa-
dores del siglo pasado. Y sobresaliente crítica de Heidegger es la obra de Edith Stein, dis-
cípula ideológica de San Juan de la Cruz, Ser finito y ser eterno. Ensayo de una ascensión
al sentido del ser.
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Novelas modernas, como, Alicia en el país de las maravillas, o La insoportable


levedad del ser, se ocupan, a nivel literario, del engaño-desengaño con el ser, tema recu-
rrente de la literatura universal.
Por no ser este lugar apropiado para la exposición, volvemos a San Juan de la Cruz,
cuyas fuentes, así como las de San Agustín, acerca del ser real y del aparente, son bíblicas.

JESÚS DE NAZARET ANTERIOR AL TIEMPO

En la Escritura judeo-cristiana, el tiempo emerge en eternidad. Platón, Aristóteles


y la Biblia coinciden en que no existe nada anterior a eternidad.
Bíblicamente, el decreto creador del tiempo se identifica con un creador sin antes
ni después. Es ficción la de un instante anterior a su decisión de darle existencia a algo que
comienza para durar aniquilable. La metafísica escolástica llamó tiempo a la perduración
del mundo físico una vez creado; y “evo” a la perduración de seres mentales, o angelicales.
Como no hay nada anterior a eternidad, el decreto creador emana eternamente pen-
sado. La Causa de las causas, según Aristóteles, consiste en pensamiento de pensamiento.
Según la Escritura judeo-cristiana, queda fuera de toda consideración física, o bucal.

VERSIONES BÍBLICAS DIFERENTES

La teología cristiana, entre violentos pareceres conciliares, no exentos de manipu-


lación política imperial, a lo largo de cinco siglos, incurrió en la conjetura ambigua de un
Padre Eterno produciendo un “Hijo” por generación, por medio de quien, y para quien crea
el universo.
En la Escritura hebrea la creación es obra de uno solo, sin intermediarios. “Yo,
Yahvé, lo he hecho todo, /yo, solo, extendí los cielos, /yo solo asenté la tierra, sin ayuda
alguna” (Is 44, 24).
El poeta del libro de Job opina que la Tierra fue acondicionada para ser habitada
establecidos ya el firmamento y la población celestial. Al hacerlo, convoca a todos sus
servidores (ángeles) al espectáculo. Según Daniel y el Apocalipsis, son millones aclamán-
dole. “Hijos”, en la poesía de Job (38, 4), no figura ninguno particular; como tampoco
aparece ese hijo todo a lo largo de la escritura hebrea.
En la Escritura cristiana, entre él y el universo hay un “hijo”. El cosmos comienza,
en la Escritura cristiana, con la producción de un “hijo”.
Tratando de no coincidir con el concepto gnóstico de “emanación”, lo sustituyó por
el biológico de “generación”. Pudo incurrir en la falacia de aceptar como verdad la opinión
más votada en su momento, donde la única evidencia en tales casos es la del número de
votantes, no que lo que votan sea, o no, la verdad. La verdad queda en tales casos como si
lo fuera, como conjetura desplazando a otras conjeturas igualmente válidas.
La votación conciliar produce la ambigüedad “hijo de Dios” en contexto biológico
(en la Biblia Dios tiene variedad de “hijos” humanos a partir de Adán –Lc 3,38–); sin con-
texto biológico, pues en espíritus puros no cabe el concepto de reproducción biológica.
“Soy Dios, no un hombre” (Os 11, 9). De hecho, Jesús de Nazaret aparece multiplicando
filiación de Dios no biológica (Jn 1, 13).
21

Además, Jesús de Nazaret, Unigénito según la Escritura cristiana, no lo es según la


hebrea. En la hebrea “primogénito”, amado de Yahveh, es Israel, a quien, según los Profe-
tas, amó con ternura (Jr 31, 19-20). Antes de complacerse en Jesús de Nazaret (Mt 17, 6)
el dios de Israel venía amando a un primogénito diferente.
Biológicamente, progenitor y engendrado son dos individualidades con idéntica na-
turaleza. Fue la argumentación equívoca que deificó a Jesús de Nazaret, atribuyéndole
idéntica naturaleza metafísica con el Padre, sin que sea posible conciliarla con su naturaleza
producto de mujer.
Tampoco esa votación conciliar puede dar razón de por qué el tercer “yo” del tri-
nomio bautismal, Padre-Hijo-Espíritu Santo (Mt 28, 20), no es también “hijo”. (Observa-
ción de Fray Luis de León).
El hombre Jesús de Nazaret estaba eternamente calculado, elegido, predestinado (1
P 1, 20). Existió como idea antes que como realización temporal. Proyecto, que incluía a
todos sus elegidos, anterior al tiempo para ser realizado en el tiempo (Ef 1, 9-10). Mas el
Jesús temporalizado no incurre en la creencia de ser dios eterno (Flp 2, 6), convencido de
que es plan, proyecto de un “Padre”, no individualidad preexistente par con él en eternidad.
La conjetura conciliar enredó la lectura textual bajo la influencia de los arquetipos
eternos platónicos. No distinguió entre Jesús de Nazaret como proyecto eterno, con el hom-
bre quien lo manifestaría a su debido tiempo. De hecho, la población celestial entra en
conocimiento de ese proyecto cuando lo ve realizándose en el tiempo (Ef 9,10). Cuando
Jesús, resucitado, les cita a dos de sus discípulos donde Moisés y todos los profetas hablan
de él (Lc 24, 27), queda como un pasaje de constatación difícil. Accesible en alguno de los
profetas en cuanto proyecto (Ef 3,9) de Dios, no como igual. Él fue originado.
En el texto del apóstol Pedro, “Dios estaba con Jesús de Nazaret”, que la interpre-
tación conciliar lee como que era dios. En el texto del apóstol Pablo, “en Jesús de Nazaret
habitaba corporalmente la plenitud divina”, que la votación conciliar lee como que “era”
plenamente deidad. Conclusión que pierde fuerza demostrativa ante otro texto de Pablo
donde conseguir la plenitud de Dios ha de ser aspiración de todo bautizado agraciado (Ef
3,19).
Es como también elevó a la más humilde entre las mujeres al rango de madre me-
tafísica de Dios, ya que el Creador de la mujer no puede tener madre biológica. Estridencia
lógica el oxímoron de una madre de alguien anterior a ella.
De todas formas, el proyecto cósmico comienza diferente en la biblia cristiana que
en la hebrea. Tradición faraónica en el egipcio Moisés. “Dijo el faraón y se hizo”. “Dijo
Dios y así fue”. No así en la biblia cristiana, helenizada, que comienza en un quién, y para
quién, Jesús de Nazaret. “Todo fue creado por él y para él y todo subsiste en él” (Col 1, 16-
17; Hb 1, 1-2).
Pronunciación, “dijo Dios”, personificada por votación en reuniones conciliares
como “hijo” en “el día de la eternidad”. Fray Juan de la Cruz hace poesía inigualable con
esa teología.
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EL HIJO COMO VÍSPERA DEL TIEMPO

Fray Juan de la Cruz se atiene a esa tradición que surge por votación ocasional,
catapultada metafísicamente después por genios como el de San Agustín, inspirador, a su
vez, de genios como el de Fray Juan de la Cruz: “Una sola palabra ha hablado Dios al
mundo, que fue su Hijo, y está siendo pronunciada en eterno silencio. Por tanto, en silencio
ha de escucharla también el alma” (San Juan de la Cruz, Avisos, 2, 21).
El tiempo subsiste en cuanto pronunciación interna en Dios. Pronunciación meta-
fórica, puesto que no es gutural, o auricular.
Deleite de bienaventurados en celebración ininterrumpida. “El día es Dios en la
bienaventuranza, donde a los bienaventurados ángeles y almas, que ya son día, les comu-
nica y pronuncia la Palabra, que es su Hijo” (Subida del Monte Carmelo I, 3, 5).
A partir del primer instante, todas las cosas están virtualmente contenidas en “dijo
Dios”, que Juan (Jn 1,1), humanizándolo, llama Verbo, o Palabra. “Dios recapituló en ella
todas las cosas (Ef 1, 10).
Como el río, por largo que sea, no se desvincula de su manantial, el cosmos conecta,
inseparable, con su origen.
Comenta el hebraísta Fray Luis de León:

“Adonde la palabra del texto griego es palabra propia de contadores, y significa lo


que hacen cuando muchas y diferentes partidas se reducen a una, lo cual llamamos
en castellano sumar. Pues, de la misma manera, dice San Pablo, Dios sumó todas
las cosas en Cristo, o que Cristo es como uno suma de todo; y, por consiguiente,
está en Él puesto todo y ayuntado por Dios espiritual y secretamente como el ramo
en su raíz y principio” (De los nombres de Cristo, “Padre del siglo futuro”).

Decretado en eterno silencio, el todo cósmico continúa virtualmente implícito en el


“dijo Dios” de origen. “Si buscas descanso de veras, recoge tu esperanza de cosas mortales
y colócala en el Verbo. Todo lo hizo Dios por él y en él descansan los ángeles y todos los
espíritus purísimos en silencio santo” (San Agustín, De catechizandis rudibus).
La verdad de las cosas se basa en su silencio de origen. “Mire aquel infinito saber
y aquel secreto escondido; qué paz, qué silencio en el pecho divino, qué ciencia tan levan-
tada es la que Dios allí enseña (S. Juan de la Cruz, Avisos, 2, 60). “En soledad de todas las
formas, interiormente, en silencio sabroso, se comunica con Dios el espíritu bien puro;
porque su conocimiento es en silencio divino” (Avisos, 1, 226).
Origen de toda verdad, y de toda la verdad. “Si purificares tu alma de extrañas po-
sesiones y apetencias entenderás en espíritu las cosas, y si negares la apetencia de ellas
gozarás de la verdad de ellas entendiendo en ellas lo cierto” (Dichos de luz y amor, 48).
Amar la verdad es más que entenderla; y gozarla, más que entenderla y que amarla.
Sólo el purificado llega a discernir entre el ser y el no ser de las cosas. “Llamo error
al amor de este mundo y a la excesiva estimación de cosas que fluyen no siendo” (San
Agustín, De agone christiano –La lucha cristiana–).
Únicamente, según el Evangelio, la mente limpia verá al Ser Único en todas las
cosas, y a todas las cosas en Él. Fuera de “Él”, todo evanescente. “Absolutamente no me
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satisfaría Dios a mí si no me prometiera a sí mismo. ¿Qué son todos los mundos? ¿Qué el
sol? ¿Qué el ejército de todos ángeles? Yo sufro de sed de creador de todo eso. Tengo
hambre de él. A él le digo: ‘En ti está la fuente de la vida’” (S. Agustín, Sermón 158).
Insuficiencia consciente de cuanto no es dios. Porque la hay inconsciente. “Oídme,
¡oh pobres! ¿Qué cosa no tenéis si tenéis a Dios? Oídme ahora vosotros, ¡oh ricos! ¿Qué
es lo que tenéis si a Dios no tenéis?” (íd., 341). Insuficiencia suplicante. “Considero poco
e insuficiente cualquier cosa que me puedas dar o prometer fuera de ti, o me puedas revelar
de ti mismo, si no te veo y poseo plenamente. Porque mi corazón no puede realmente des-
cansar ni totalmente darse por satisfecho si no descansa en ti, elevándose por encima de
todos los dones y de todo lo creado” (Imitación de Cristo 3, 21).

CANSANCIO DE SER NO

Insuficiencia de ser sí, pero no; no, pero sí; imaginable tenso por no ser plenamente.
Anhelando ser, perdura entre dos nadas: la de origen y la virtual:

“¡Qué cansado está todo de ser nada!


de soñar con ser algo y no ser nada.
¡Qué cansado está todo de ser lodo!
¡Qué cansado está todo!
Y, ¡Qué ansias de alba tiene el polvo,
qué ansias de ser alba,
qué ardores de ser oro tiene todo!
¡Qué instinto de ser vidrio y de ser gracia,
de ser colmo en su Dios,
de ser en Dios del todo!
De ser de veras algo,
ser en Dios todo,
ser al fin, algo, de ser,
al fin, algo en Dios,
ser, al fin, todo”
(Alfonso de Castro, Oratorio de San Bernardino).

AMOR EN EL NO SER

Aristóteles veía amor en la gravitación orbitando la Primera Causa.


Mueve el universo como Amado.
Dante y San Juan de la Cruz se atienen a esa cosmovisión, a través de la fuente
cristiana, San Pablo.
El cosmos, alarde de un Padre eterno para el principal de sus Hijos. Su Amado,
según la biblia cristiana (Mt 17, 6).
Escribe el autor de la Llama de amor viva desde los grados más altos de contacto
con el Ser absoluto: “Parécele al alma que todo el universo es un mar de amor en que ella
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está anegada, no dejando de ver término ni fin donde se acabe este amor, sintiendo en sí el
vivo punto y centro del amor” (Llama, 2).
Estado mental análogo al de ebriedad, en el que se siente sumergida Santa Catalina
de Siena (Diálogos) en contacto con esa dimensión del Amor, anterior a su manifestación
gravitacional.
Oración al Padre, de parte de Jesús de Nazaret, horas antes de morir: “Glorifícame
tú, junto a ti, / con la gloria que tenía a tu lado / antes que el mundo existiese” (Jn 17, 5).
Antes que el tiempo, Jesús se sentía haber existido como proyecto amoroso; “por-
que me has amado antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24). Elegido, predestinado
desde antes de la creación del mundo (1 P 1, 20).
Atracción universal hacia al instante cómo y cuándo del cosmos, emergiendo en el
“dijo Dios”, configurando unidad cósmica invisible en variedad visible.
Escribe el iniciado Tomás de Kempis: “De este Verbo salen todas las cosas y todas
predican este Uno. Aquel a quien todas las cosas le fueren uno, y todas las cosas trajere a
uno, y todas las cosas viere en uno, podrá ser firme de corazón y permanecer pacífico en
Dios” (La imitación de Cristo 1, 3).
Todo apuntando hacia el mañana cósmico en que se le evidenciará al mamífero
racional la omnipresencia de la unidad del ser en la pluralidad.

EL ANONADAMIENTO VIVENCIAL

El no ser en las cosas anuncia el Ser total. “Dios, sobre el cual nada, fuera del cual
nada, sin el cual nada” (S. Agustín, Soliloquios 16, 4). Es nada de cuanto no es él. Aspecto
bajo el cual Dios, por ser totalmente ser, es nada de cuanto existe. La llamada teología
negativa se ocupó de esa aparente contradicción.
Distraído el hombre común, dándole realidad a lo que lo parece. “Mi existencia cual
nada es ante ti” (Sal 39). “La primera vez que Te conocí me prendaste para que viese que
lo que estaba viendo era, mientras que yo, que lo veía, no era” (S. Agustín, Confesiones, 7,
10).
Vivencia en el pensador agustiniano de la Imitación de Cristo: “Cuán profunda-
mente me debo anegar en el abismo de los juicios de Dios donde encuentro que no soy otra
cosa que nada, y aún menos que nada. Es cosa grande que supera toda medida; es un océano
insondable en el cual no hallo otra cosa que una nada total” (3, 14).
Pensamiento en su fuente:

“Mientras alentamos desde nuestro abismo hacia esa alta cumbre, es ya parte de una
gran sabiduría saber qué cosa no es Dios, aunque no podamos saber qué cosa es.
No es tierra ni cielo, ni cosa que se parezca a la tierra, o al cielo; nada parecido a lo
que vemos en el cielo, ni a lo que quizá no vemos, pero que hay en los cielos. Si,
valiéndome de la fantasía, aumentara todo lo posible la luz del sol, haciéndola más
clara o mayor mil veces, tampoco es Dios eso. Si evocas los espíritus angélicos, y
si todos esos millares de millones se reúnen en uno, tampoco es Dios eso. Míralo
bien si puedes, alma angustiada por un cuerpo corruptible, y cargada con muchas y
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variadas imaginaciones terrenas; míralo bien si puedes: Dios es la verdad” (De Tri-
nitate 8, 2).

Idéntica vivencia en Tagore, desde fuera del creacionismo cristiano: “Fue un día en
que yo no te esperaba. Entrando sin que yo te lo pidiera en mi corazón como un descono-
cido cualquiera, Rey mío, pusiste el sello de eternidad en los instantes fugaces de mi vida”.
Pensamiento del gran iniciado, el Maestro Eckhart “¿Cuándo está el hombre en
mero entendimiento? –Cuando el hombre ver las cosas independientes entre sí. Y, ¿cuándo
está el hombre por encima del vulgar entender? –Cuando ve al Todo en todo está el hombre
más allá del ordinario entender”.
Para la mente purificada –escribe el Doctor de las Nadas– “todas las criaturas son
nada; solo Dios para ella lo es Todo” (Llama de amor viva 1, 32). En Isabel de la Trinidad,
“Aquel que es y la nada que es”.
Según el evangelio gnóstico de Tomás, coetáneo de los Sinópticos, Jesús interrum-
pía la conversación, apartándose del grupo, diciendo: “Sólo Él es”.
Dios, “el que es” (Gn 3,14), dirigiéndose a Catalina de Siena: “Tú eres la que no
eres. Yo soy el que soy. Si percibes esta verdad en tu alma jamás te engañará el enemigo;
escaparás de todos sus lazos”.
Para el vidente Francisco de Asís, “Dios mío y todas mis cosas”. Para la extraordi-
naria iniciada, Teresa de Ávila, era Dios todo cuanto hacia y decía –afirma un testigo–.
Populares sus versos: “Quien a Dios tiene / nada le falta. / Sólo Dios basta”. No hay sufi-
ciencia fuera de él.
Exhortación teresiana a sus compañeras contemplativas: que se den del todo al
Todo, no por partes.
Fray Juan de la Cruz: “Si quieres tener algo en nada no tienes en Dios tu tesoro”.
Desde una lectura bíblica, comenta Fray Luis de León la añoranza de ser en el no
ser de las cosas:

“Todas las cosas, guiadas de un movimiento secreto, amando su mismo bien, le


aman también a Él y suspiran por su venida, en la manera que el Apóstol (Rm 7,19)
escribe: ‘La esperanza de toda criatura se endereza a cuándo se descubrirán los hijos
de Dios; que ahora está sujeta a corrupción fuera de lo que apetece, por quien a ello
la obliga y la mantiene con esta esperanza. Porque, cuando los hijos de Dios, vinie-
ren a la libertad de su gloria, también esta criatura será libertada de su servidumbre
y corrupción. Que cosa sabida es que todas las criaturas gimen y están como de
parto hasta aquel día’. Lo cual no es otra cosa que una apetencia y deseo de Jesu-
cristo, que es el autor de esta libertad que San Pablo dice y por lo que todo da voces.
De manera que se inclinan a él los deseos generales de todo, y el universo, con todas
sus partes, lo mira y abraza” (De los nombres de Cristo, “Amado”).

Entretanto, el no ser puede causar la ilusión de ser. Para explicarlo, San Juan de la
Cruz acomoda un texto de Jeremías:
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“Porque, todas las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con Dios nada son
como dice Jeremías por estas palabras: ‘Miré a la tierra y estaba vacía y nada era; y
a los cielos, y vi que no tenían luz’ (4, 23). En decir que vio la tierra vacía, da a
entender que todas las criaturas de ella eran nada, y que la tierra era nada también.
Y en decir que miró a los cielos y no vio luz en ellos, es decir que todas las lumbre-
ras del cielo, comparadas con Dios, son puras tinieblas. De suerte que todas las
criaturas, en esta manera, nada son, pues pueden ser impedimento y privación para
la transformación en Dios; así como las tinieblas nada son, y menos que nada, pues
son privación de luz. Quien en ellas pone su afición también es nada delante de
Dios, y menos que nada, porque la afición y el amor pone más bajo al que ama”
(Subida del Monte Carmelo I, 4, 4).

El no ser, innecesario, contingente, aniquilable desde su primer instante. Como an-


tes no había nada que no fuera eterno, después eternidad virtual.

EL CREADOR DEL NO SER NO AMA AFECTIVAMENTE

Alejándose de la confusión entre teólogos y predicadores hablando de amor en


Dios, como si se tratara de amor afectuoso, propio de humanos, piensa Fray Juan que Dios
no puede amar nada que no sea él mismo. Dios ama en efectivo, dando y dándose, no
afectivamente.

“[Dios], así como no ama cosa fuera de sí, así ninguna cosa ama más bajamente que
a sí, porque todo lo ama por sí, y así, el amor tiene razón de fin; de donde no ama
las cosas por lo que ellas son en sí. Por tanto, amar Dios al alma es meterla en cierta
manera en sí mismo, igualándola consigo, y así ama a el alma en sí consigo con el
mismo amor que Él se ama” (Cántico, 32, 6).

Contradictorio sería un Creador amando afectuosamente, puesto que el amor afec-


tivo, además de ser hormonal, crea dependencia.
¿Será el doctor de las nadas el santo terrible, ensangrentado, de ojos secos, que dice
Huysmans en route? O, ¿asceta horrible que se arrancó el corazón, como dice Hoornnaert?
Consejo de Fray Juan a una de sus dirigidas: “Procure siempre que las cosas sean
nada para ella, y ella nada para las cosas; mas, olvidada de todo, more en su recogimiento
con el Esposo” (Puntos de amor, 92). La intimidad amorosa es excluyente.
Hay que acompañarle a la fuente bíblica.
Dice él que “el alma no sirve de otra cosa sino de altar en que Dios es adorado en
alabanza y amor, y sólo Dios en ella está. Que por eso mandaba Dios que el altar donde
había de estar el arca del Testamento estuviese dentro vacío, para que entienda el alma
cuán vacía la quiere Dios de todas las cosas para que sea altar digno donde esté Su Majes-
tad. En el cual altar tampoco permitía ni que hubiese fuego ajeno ni que faltase jamás el
propio” (Subida del Monte Carmelo, I, 5, 7).
Silenciosa liturgia la del Ser eterno y la nada orquestada con su “música callada”.
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LA MÚSICA CALLADA DE LAS ESFERAS

Pudiera parecer reminiscencia de la “música de las esferas” que, inaudible para oí-
dos humanos, emiten los astros en opinión de Pitágoras. Lo divulga Aristóteles en su tra-
tado sobre el firmamento (Del cielo) y pudiera haberlo escuchado Fray Juan en alguna de
las clases o en los pasillos de la universidad.
Para la antigüedad el universo de las estrellas era divino. No sin razón la astronomía
heredó los nombres de dioses con los que los antiguos conocieron las grandes esferas (as-
tros) accesibles a su observación.
La astrofísica científica está hoy al tanto de las convulsiones y cataclismos de las
galaxias; pero, la antigüedad imaginó el firmamento estrellado compuesto de materia dife-
rente a la sublunar. Mundo de incorrupción y de armonía, destino de dioses y de héroes.
Influido por la mentalidad religiosa que llega hasta él (influidos por ella están Co-
pérnico, Galileo, Kepler y demás fundadores de la astronomía científica), llama Fray Juan
idílicamente al firmamento estrellado “prado de verduras de flores esmaltado”.
Pero su música callada no es sólo la sinfonía de luz de las estrellas.
Filológicamente cosmos es orden, Está en el silencio universal, que es diversidad
convergiendo en invisible y silenciosa unidad.
El microcosmos humano lo imita en las artes sonoras, y en las silenciosas.
Hay más música callada que sonando. Música congelada llamaron a la arquitectura
Madame Staël y Goethe. Y “música no tocada” llama Tagore al silencio omnipresente,
inadvertido. Anterior en siglos, el papa Gregorio Magno se había referido al “sonido oculto
de la verdad”.
Las cosas pueden estar presentes sin nombramiento, o aguardándolo. Trillones de
átomos anónimos constituyen nuestro organismo. Trillones de trillones de estrellas existen
anónimas.
En lenguaje sanjuanista, “la soledad sonora es el testimonio que de Dios todas ellas
dan en sí” (Cántico, 14-15, 27). En su Cántico Espiritual, balbucean un no sé qué acerca
de su Amado creador. “Eso quiere decir balbucir, que es el hablar de los niños, que es no
acertar a decir y dar a entender qué hay que decir” (1, 7).
Palabras guturales, secundarias. Soberano lo indecible.
Se pude admirar la grandeza del creador en el no ser de las cosas en tanto que huella,
o rastro. Porque “las criaturas son las obras menores de Dios, que las hizo como de paso”
(Cántico, 5, 3).
Secundarias, proceden del silencio que las existencia y, paradójicamente, como si
no existieran. Creadas aniquilables para que la razón conjeture lo eterno.
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29

II
LAS PALABRAS PUEDEN NO SER PRIMERO

“¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
... Que mi palabra sea
la cosa misma, cosa
creada por mi alma nuevamente.
[...]
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo
y suyo y mío de las cosas!”.

(J. R. Jiménez, Segunda


antología poética, 1945, p. 275)
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31

La palabra en el mamífero hablador no tiene el monopolio para comunicar, o co-


municarse. Puede hacerlo con el gesto, o con sonidos guturales, o de otro tipo, tal como lo
hacen sus hermanas especies animales, sobre todo mamíferos superiores. Además, la pala-
bra humana es algo tan reciente en el cosmos como la aparición del homo sapiens sapiens.
Miles de millones de años anteriores, el universo, en infinito silencio, desconoció al ma-
mífero hablador en el planeta minúsculo en un sistema solar minúsculo en una galaxia
minúscula entre miles de millones de ellas comparativamente minúsculas.
El cosmos no necesita para nada oírse hablado. Es un microbio cósmico con razón
quien necesita hablarlo poniendo nombre a la geometría de las abejas, a la de la orquídea
o a la de la rosa, comunicando sin palabras. El santo increpando a las flores a su paso:
“Callaos, callaos, que ya os he oído”.
Por otra parte, el sentido común dice que una imagen puede valer más que mil pa-
labras, y en lo tocante a la afectividad vale el dicho “Obras son amores y no buenas razo-
nes”. La admiración, el odio, o el amor, son momentos mentales silenciosos que pueden
manifestare verbalmente, pero no necesariamente. Amor verdadero es, no el de labios, sino
el demostrado con hechos.
Sobre eso, el silencio de las cosas precede al nombre convencional que pueden lle-
var en un idioma o en otro. Las cosas no lo necesitan. Lo necesita quien las nombra.
También los acontecimientos hablan sin palabras. La presencia es de por sí palabra
“¿Pues para entender Vos mi pena, qué necesidad tengo de hablar, ya que tan claramente
veo que estáis cerca de mí?” (Santa Teresa, Exclamaciones 1).
Nuestros tatarabuelos asistían a la escuela con sentencias morales colgando en las
paredes. Entre ellas, la de la voz silenciosa de la conciencia:

¿Siempre me sigues?
– En pos.
¿En dónde vives?
–En ti.
¿De dónde vienes?
–De Dios.

La sabiduría cervantina tiene en cuenta esa distancia entre el silencio de las cosas y
su nombramiento. “Eso que llamamos amor”, libertad, y demás, admite diversidad de nom-
bres. Indicación superficial de que se vale el mamífero que habla para comunicar y comu-
nicarse acerca de un “eso” que consiste exento de todo nombre.
La palabra, sonando, a lo que se refiere es a “eso”, no a sí misma.
32

Su Creador nombra las cosas después de hechas. “Al conjunto de las aguas lo llamó
mar”. Lo mismo con la heterogeneidad de las formas vivas. Las hace desfilar por delante
de Adán para ver qué nombre les pone. Imagen y semejanza suya, que “empalabra” cosas
hechas. Silenciosas, el mamífero que habla necesita nombrarlas para manejarlas y utilizar-
las. Sin tener que ver con lo que son, el nombre señala diferencias a conveniencia. Las
cosas no son nombres.
El universo del habla suena artificial, y convencional.
Intuición, sentimiento, admiración, son realidades para las que sirven de poco las
palabras.
Enterados los tres amigos de Job de que acaba de ser transformado en estiércol
viviente, le visitan en el estercolero. Boquiabiertos ante el misterio del sufrimiento, perma-
necen sin articular palabra siete días con sus noches. La intrincada locuacidad que se en-
ciende a continuación, concluye de nuevo a favor del silencio. Todo lo opinado sobre el
misterio del dolor había interpretado mal el de Dios.
Nada inquieta más al mamífero con razón que la oscuridad desconcertante del su-
frimiento, con uno y único paliativo, según San Agustín:” Nos creaste para Ti, y nuestro
corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en Ti” (Confesiones, 1, 1). ¿Pero,
por qué tanto cansancio de por medio y no Dios de una vez? “Dios es sublime, no lo cono-
cemos” (Job 36, 26). No hay humano que le entienda.
Páginas insuperables las del libro de Job para caer en la cuenta de por qué hay más
preguntas que respuestas; de por qué la existencia es tan difícil; por qué los huracanes, o
los terremotos, o los virus, o los descendientes de Caín desconocen que Dios tenga imagen
y semejanza; o por qué las hormonas la animalizan.
Función del dolor es, sin embargo, sacudir la modorra de la autosuficiencia; y des-
pertar de una existencia tan difícil en la realidad “Dios”, sanatorio, quinta de recreo. Paraíso
de creyentes.
Mención honorífica para el discípulo de San Juan de la Cruz, Herman Cohen, judío
alemán decimonónico, estrella brillante del piano por los salones y teatros de Europa. Con-
vertido al cristianismo, y ordenado sacerdote en el Carmelo reformado de Fray Juan de la
Cruz, para quien la voluntad de Dios era su paraíso: “Tu voluntad es mi paraíso”.
El no ser, tema recurrente en San Agustín, puede desorientar a la conciencia de
sentirse existiendo. Se puede incurrir en agotar emborronada una existencia de mentira; la
cuota de tiempo que se nos asignó al ser engendrados. Se puede mentir con optimismo, con
pesimismo, con lágrimas, con alegrías, con distracción, entre placeres. Sólo inmuniza de
la equivocación la consciencia de que no se está existiendo a plenitud.
Ser aniquilable intensifica el misterio que es existir en oscuridad hasta amanecer en
claridad; porque, “morir no es terminar / es la primera mañana” (Lamartine):

“El mundo rebosa misterio; y quien lo descubre admira. Quien no sabe admirar no
tiene intuiciones. Puede tener ciencia; es posible que, por cadenas de silogismos,
como araña por el hilo de su tela, llegue al fin de una causalidad. Puede, por sus
fórmulas, orientarse pronto por las series de la Química o de la Física. Puede inven-
tar procedimientos con qué exprimir la grasa de la tierra; pero, si en su alma no
33

existen otras reacciones, si a las impresiones que le suscita el mundo no sabe con-
testar más que con fórmulas, sin dar nada de sí mismo, porque no tiene nada que
dar; si no contesta a voz llena, entonces él es también física y química, trozo de
naturaleza; no espíritu” (Prohaszka, Huellas del Señor).

El escepticismo que arrincona a ciertos hombres a la materia, lejos de ser objeción


contra el espíritu, invita a la admiración a Teilhard de Chardin, poco menos que extasiado
con un trozo de roca en la mano:

“No nos pesa no llegar al fin de todas las soledades criadas; al contrario, nos ale-
gramos de que siempre esté delante de nosotros lo nuevo. Si no llegamos al fin, no
es porque el mundo sea demasiado profundo, sino porque el alma lo es. Ella no se
contenta con lo que ha visto y sentido una vez. Forma y crea de continuo, porque
su vivir es acción. No hay en ella rigidez ni fatalidad; sino que todo lo traduce a
vida y movimiento. En la naturaleza no anda en busca de números; busca ritmos.
No anda buscando sólo fórmulas; busca formas. No busca sólo conceptos; busca
sentimientos: no sólo explicar, sino intuir. No quiere disecar, sino admirar. No se
hace la ilusión de comprender el infinito y sus secretos, sino que cree poseerlos, los
goza y los ama” (Prohaszka).

Es distinta la actitud de quien trata al silencio como a un desconocido. Estruja es-


peculación solamente, y, el ruido eludiendo le trae la agonía especulando. Lo dice bien
Tagore: “Una inteligencia toda lógica es un cuchillo todo filo que hiere primero al que lo
usa”.
En El Paraíso perdido, Milton presenta a un grupo de súper inteligentes ángeles
caídos en especulaciones que no llegan a nada.
Cada fragmento en el acontecer cósmico es nota, o intervalo, en el pentagrama del
Todo.
Ironía de San Agustín con quienes, cortos de vista y de oído, se atienen únicamente
a la verdad fragmentada:

“Así como hay quienes anteponen el verso al arte mismo con que se construye,
porque viven más de los oídos que de la inteligencia, así muchos aman las cosas
temporales sin preocuparse de la Providencia divina, creadora y gobernadora del
tiempo. Amando lo temporal, no quieren que pase lo que aman. Son tan necios
como quien, recitando una magnífica composición, no quisiera oír más que una
sílaba” (De vera religione, 22, 43).

La sintonización con el conjunto cósmico tiene que ver con la intuición, la admira-
ción, el amor, sinónimos de sentimientos silenciando las palabras.
El requisito que el mamífero que habla les preste atención, si no quiere transcurrir
como instrumento musical desempleado.

De su dueño tal vez olvidada,


34

silenciosa y cubierta de polvo


veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en la rama,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!

El silencio puede estar ahí, subestimado por el mamífero locuazmente incontinente;


rudo por naturaleza, dice San Juan de la Cruz, (Avisos, 1, 25).
Lo que es la sangre en el organismo, eso viene a ser el sentimiento. Es la vida misma
no apalabrada. Como la sangre penetra en el cerebro, en el ojo, en los pulmones y en la
pierna, en todas partes alimenta, vivifica, refrigera y comunica fuerza a las funciones vita-
les, de modo análogo penetra el sentimiento en cada función del espíritu, en el pensar en el
observar, en la creación artística. Sus mayores profundidades aparecen en la vida como
sentimientos e intuiciones:

“También la vida espiritual se vigoriza mediante el sentimiento. El sentimiento ex-


cita a la Filosofía y a Ciencia; sentimientos impulsan el progreso, guardan la moral,
fecundan el arte. Es cierto que, a veces, el sentimiento es una fuerza instintiva a la
que hay que alumbrarle el sendero con la razón, instrucción o experiencia; es cierto
que hay que educar su fogosidad y dureza; pero es cierto también que una fuerza
vibrante, inspiradora y creadora palpita en el sentimiento” (Prohaszka).

Y, nada de nebuloso sentimentalismo. El sentimiento tiene un lugar tan primero


como la razón en el afinamiento del rudo mamífero hablando. Bien atendido, es armonioso.
“La ternura, la delicadeza y, en muchos casos, la belleza y la sublimidad, no tienen otro
juez que el sentimiento y, en tales materias, desventurado el crítico que, abundando en
discursos, es incapaz de sentir”, dice Balmes, autor de El Criterio. Cerebro que no sugiera
sentimiento es deficiente comunicando.
El factor decisivo para contactar el universo del hombre, pletórico de sol, de soni-
dos, de colores y de fragancias, es el sentimiento. Tiene mundo porque lo siente, no porque
lo entienda. Sentimos mucho más, y mejor, que entendemos. Somos más sentir que enten-
der. El universo está ahí más para sentirlo que para entenderlo. Lo mismo su creador. San
Juan de la Cruz establece la escala sensacional en la que entender no tiene razón de finali-
dad. A mayor sufrimiento más entendimiento, y a mayor entendimiento por el sufrimiento
más subido placer.
A nuestro saber cósmico lo sombrea el no ser desde conceptos abstractos, sin el
referido a sentir grandes bienes, grandes recuerdos, grandes intereses y nobles esperanzas.
Extractos de la materia prima la sensación y el sentimiento, donde sobran las palabras.
El sentimiento, como sangre y aliento de la vida, se infiltra en nuestro pensar, vivi-
fica raciocinios, enciende ideas y brinda intuición. Sin él, las ideas serían sombras, y con
él, de ellas puede decirse lo que el mito cantaba del Orco: cobran vida al beber sangre
(Prohaszka).
35

Puede hacernos ver el universo pletórico o vacío, hacia la nada o hacia el todo,
polos en que se mueve con la fragilidad con la que comenzó a existir, aniquilable. El Apo-
calipsis da por desaparecidos el firmamento y el mar en algún momento; porque el diseño,
“la figura” de este mundo es pasajera, dictamina la Biblia en San Pablo.
Lo que el mundo tiene de modesta huella del Todo inabarcable, la intuición lo de-
tecta. Lo que hay de presencia del Todo en la huella, es tarea de la intuición constatarlo
dosificado.
Por estos dos extremos del universo, de todo y nada, es por lo que cada cosa posee
incontable contenido virtual. Cada una de sus fracciones puede estar invitando a la totalidad
a que pertenece.
Las constataciones que registra el más sensible de los mamíferos en sus bibliotecas;
la crónica de cultura pasada, cimiento de la futura, están concatenadas en el hilo silencioso
la Unidad; subyace en mini unidades carentes de sentido sin la gran Unidad a la que perte-
necen.
El nombre de las cosas aleja de la unidad del Todo con falaz singularidad. La pala-
bra remite a lo que no es palabra. Su valor está en “eso” a que remite; rezagado respecto
del blanco hacia el que apunta.
Tesis de la filosofía escolástica es: lex entis lex mentis; es la realidad quien rige a
la inteligencia, no al revés. Y porque a la inteligencia la abastece la realidad y el lenguaje
es producto intelectual, la realidad es primero.
Cuando nace una palabra, la realidad a la que se refiere puede haber estado antes
infinidad de tiempo sin nombre, o no tener ninguno. Por eso, el valor de la palabra está en
su silencio previo. La realidad que significa, o que anuncia, es anterior al nombre.
Especialista en el tema, Karl Bühler, escribe:

“El fenómeno verbal tiene múltiples causas […] y lugares en la vida del hombre.
No abandona completamente al solitario en el desierto o al que sueña dormido, pero
enmudece de vez en cuando, tanto en momentos indiferentes como decisivos. [...]
Equidistantes de la verdad de una ley están todas las reglas sumarias de los sabios
que se ocupan de esta aparición, cambiante como el tiempo, del habla humana. ‘Si
habla el alma, ya no habla, ¡hay!, el alma’; igualmente se oye decir: la respuesta
más profunda de la conciencia interrogada es el silencio. En cambio, otros sostienen
que hablar y ser hombre viene a ser lo mismo [...]; por lo menos, pensar y hablar
han de ser lo mismo, a saber: logos, y el pensamiento mudo, sólo un hablar que no
se puede oír” (Teoría del lenguaje, 1950, 43-44; trad. de Julián Marías).

Ver las cosas a la manera como existen y consisten, en silencio; situarlas donde
realmente están y como están en el silencio original de Dios, es atender a la similitud de
cómo están en forma de silenciosa idea, o imagen, en la mente del mamífero que habla lo
que piensa, o piensa callado.
Silenciosas, la idea y la imagen atienden a las cosas antes de la añadidura sonora.
Así pensado y escrito por el agustiniano Fray Luis de León:
36

“No siendo escasa la naturaleza en proveer a nuestros naturales deseos, proveyó en


esto, como en todo lo demás, con admirable artificio. Y fue que, porque no era
posible que las cosas, así como son, materiales y toscas, estuviesen unas con otras,
les dio a cada una de ellas, además de su ser real que tienen en sí, otro del todo
semejante a este mismo; pero más dedicado que él y que nace en cierta manera de
él con el cual estuviesen y viviesen cada una de ellas en los entendimientos de sus
vecinos, y cada una en todas, y todas en cada una. Y ordenó también que los enten-
dimientos, por semejante manera, saliesen con la palabra a las bocas. Y dispuso que
las que con ser materiales con espiritual ser pudieran estar muchas, sin embarazarse
(estorbarse); y aún, lo que es más maravilloso, en un mismo tiempo en muchos
lugares. Y lo que ellas son en sí mismas, esa misma razón de ser tienen en nosotros
mismos, si nuestros entendimientos y nuestras bocas son verdaderos”.

Sigue el clásico:

“Consiste, pues, la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un
mundo perfecto, para que de esta manera, estando todos en mí y yo en todos y cada
uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone toda esta máquina del Uni-
verso y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias; y quedando no
mezcladas, se mezclen; y permaneciendo muchas, no lo sean; y para que, exten-
diéndose y como replegándose delante los ojos la variedad y diversidad, venza y
reine y ponga su silla la Unidad sobre todo. Lo cual es avecinarse la criatura a Dios,
de quien mana” (De los nombres de Cristo, “De los nombres en general”).

He aquí una ontología que no puede verbalizarse fácilmente, por ser, según deci-
mos, molde de toda palabra. Lo que tienen, por eso, de servicio las palabras, es debido al
silencio en que se realizan antes de sonar, y mientras suenan.
La cuna de las palabras está en el silencio mental. Y porque las palabras llevan tras
de sí origen mental, adquieren matices distintos pronunciadas desde estados de ánimo di-
ferentes. En lo que arrastran de dentro son mentales. En lo que expresan fuera son índice
modesto en dirección a determinada realidad.
Expresarse es, en alguna manera, exprimirse. Por eso, porque expresión o reflexión
son función mental, cuando existen cambios en el espíritu, pueden darse cambios en la
expresión.
No solamente, dice un filósofo contemporáneo, a siglos de distancia en que lo había
dicho Boecio, son los cambios fisiológicos o intelectuales del ser que se expresa los únicos
que afectan a sus expresiones. Siguiendo a Boecio, elevándolo, Fray Juan de la Cruz repite
que la purificación mental trae un nuevo modo de entender las cosas: entregan su verdad
solamente si se las entiende “en espíritu”.

Lo que sabemos o contenemos dependen también de lo que, como seres morales,


decidimos hacer de nosotros mismos.
37

La realidad de las cosas, su ser y no ser, no puede ser aprehendida sino por aquellos
que cumplen las condiciones para llamarse iniciados. Por si somos lentos explicándolo, es
uno de tantos hechos como hay que aceptar.
Verificable el origen de todo vocabulario en el silencio mental. Toda palabra valiosa
se produce en silencio interior, haciéndose sonora pronunciada, o figurada en silencio
transcrito.
Trascendencia del silencio, incomprensible para quien conoce las cosas sólo por sus
nombres.
Parábola en los Upanishads:

Después de aprenderse todos los Vedas (enciclopedia del saber profano y


religioso), Svetaketu regresó a casa, a sus veinticinco años, lleno de presunción por
la que creía educación consumada, censurándolo todo. Su padre le dijo:
–Hijo mío, tú que estás tan pagado de tu ciencia y tan lleno de crítica, ¿has
adquirido el conocimiento por el cual oímos lo inaudible, y por el cual percibimos
lo que no puede percibirse?
– ¿Cuál es ese conocimiento, padre? Sin duda, mis maestros ignoraban este
conocimiento, pues, si no, me lo hubiesen enseñado. Enséñame tú, padre mío, ese
cono” cimiento.
–Así sea, dijo el padre; tráeme un fruto del árbol del nyagrodha.
–Aquí está padre.
–Rómpelo.
–Roto está, padre.
–¿Qué ves ahí? –Nada.
–En la esencia sutil que no divisas ahí, está todo el ser del enorme árbol
nyagrodha. Esa es la verdad.

Apercepción, necesaria para valorar el silencio, de la que carece el hombre común.


Los privilegiados que supieron discernir, dejando de lado cuanto es aparente, no
ser, llegaron a vivir en esa trascendencia dejándonos ejemplo. En su experiencia, la palabra
puede llegar a estorbar en el encuentro con la inefabilidad. Los grandes iniciados coinciden
en su convicción de que lo inefable tiene un valor de información más allá de lo decible.
Bajo el concepto de que la energía mental se manifiesta en las modalidades de me-
moria, entendimiento y voluntad, Teresa de Ávila escribe: “Sería harto bien henchir el en-
tendimiento para ocupar de manera la voluntad que no pudiese hablar palabra” (Camino de
perfección, 27).
Conocido el pasaje de San Pablo, testigo de una experiencia donde toda palabra
resulta inservible para comunicarla.
Entre los testimonios, el de Ángela de Foligno en su llegada al sumo silencio.
Fray Arnoldo, su confesor, confidente y amanuense, ha transmitido a la historia del
misticismo entregas extraídas aquella mina profunda.
Cuando “Ángela emerge de sus inmersiones en lo divino, las palabras le resultan
lamentaciones, grito impotente. Llora por lo que es incapaz de decir, por lo que siente, que
38

no puede verter en palabras. Se irrita contra ellas, y arrojándolas como inútiles prefiere
callar después que ha hecho magnificas tentativas para utilizarlas:

“Aunque contra su voluntad –dice Fray Arnoldo– Ángela dictaba y yo escribía.


Pero en medio de sus revelaciones, se interrumpía para decirme: “Todo eso que
acabo de decir no tiene sentido”. A veces, en los instantes más sublimes, se detenía,
gritando: “Yo blasfemo, hermano, yo blasfemo”. La lengua de tierra no puede decir
las cosas de allá” arriba “. Con frecuencia se valía de palabras desconocidas para
mí; era algo grande, terrible, deslumbrador. Yo barruntaba algo inaudito; pero no
sabiendo con claridad lo que era, permanecía sin escribir. Cuando releía la página
escrita, ella solía decirme: “Es extraño; todo eso no me sabe a nada”; o bien: “Ahí
veo lo bajo y vulgar de mis palabras; la sustancia preciosa no ha podido cogerla mi
alma” (Pérez de Urbel, Año cristiano).

Análoga confesión en la joven Doctora de la Iglesia, Teresa de Lisieux: “Después


de haber trazado páginas y páginas, estaría por decir que no he comenzado aún. Hay tantos
horizontes distintos, tal cantidad de tonos de infinita variedad, que muchas de estas páginas
no se leerán jamás sobre la tierra” (Historia de un alma).
Experiencia con la palabra escrita en casos como el de otro Doctor de la iglesia, el
genio Santo Tomás de Aquino. Asombroso pensador y escritor¸ tiene una experiencia ex-
trasensorial al final de sus días, al salir de la cual todo cuanto ha pensado y escrito le parece
paja
Y en estado de conciencia ajeno a lo paranormal, ¿no llegó Kafka a desear ver des-
truidos sus escritos, o el laureado Luis Buñuel su lenguaje fílmico?
Vivencia para la que no hay palabras, que se manifiesta no sólo en grandes señores
de la palabra, sino en cualquiera personalidad madura hablando o escribiendo:

“Cada vez que, de alguna manera más o menos interesante, hablo de algo, deseo
con toda mi alma que me sea posible destruir todo lo que he escrito, y volver a
empezar: Todo lo anterior se me antoja salidas en falso. Musicalmente hablando,
no da, no han dado nunca el corazón de la nota –¿Entendéis lo que quiero decir?–
Por ejemplo: acabamos de tocar, acaso en una mañana fría, y nuestra ejecución pa-
recía buena. Mas, de repente, nos damos cuenta de que hemos entrado en calor y
que es entonces cuando verdaderamente empezamos a tocar. (¡Oh, qué mal me he
expresado! ¡Qué confuso y hasta gramaticalmente incorrecto!” (Katherine Mans-
field, Autobiografía).
39

III
CÓMO HABLA DIOS

“Muchas veces, y de muchas maneras, habló Dios en


el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas.
En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio
del Hijo, a quien instituyó heredero de todo, y por
quien también hizo el universo”.
(Hb 1,1).

“Dichosa el alma a quien Dios le hablare”.


(San Juan de la Cruz, Subida
del Monte Carmelo II, 31, 2).
40
41

El silencio de la verdad se topa con el contencioso sobre qué es la verdad. Si deci-


mos que la palabra usurpa soberanía cuando olvida que soberano es el silencio, de quien es
súbdita y mensajera, nos va a salir al paso la pregunta sobre las credenciales del silencio.
Pero sucede con la verdad lo mismo que con el tiempo. Hablamos de lo que no
sabemos. ¿Es algo el tiempo? Difícil la respuesta para algo que en cierto modo es y en
cierto modo no es.
Cita obligatoria de San Agustín tanto desde la ciencia como desde la filosofía:

“Cuando nadie me lo pregunta, lo sé; pero si me lo preguntan, y quiero explicarlo,


no lo sé. No obstante, me es posible confiadamente decir que si nada pasara no
habría tiempos pretéritos y si nada pudiera suceder no habría tiempos futuros. Pero
estos dos tiempos, el pretérito y el futuro, ¿cómo son, si el pasado ya no existe, y el
futuro todavía no llega? En cuanto al presente, si siempre lo fuera, no se resbalaría
hacia el pasado y ya no sería tiempo, sino eternidad. Y si el presente es tiempo
porque se resbala hacia el pretérito, ¿cómo podemos decir que el tiempo es, cuando
la razón de que sea tiempo es que va a dejar de ser? En realidad, cuando decimos
que el tiempo existe queremos decir que tiende a dejar de existir” (Confesiones, 11,
14).

Correspondiente página sobre la verdad. La verdad es algo; pero algo que no es


verbalizable. Por la verdad verbalizada discuten los hombres hasta matarse animalesca-
mente. Por la que no tiene palabras, notables silenciosos se han dejado matar y habrá quien
seguirá dejando la vida:

“No vayas a buscar qué es la verdad, porque, al momento, la abrumas ya de imagi-


naciones corporales y las nieblas de la fantasía te saldrán al paso perturbando la
serenidad que te impresionó en el primer momento en que te cruzó el alma ese
relámpago cuando te dije VERDAD, y mantente en él si puedes, sin resbalar hacia
cosas acostumbradas y terrenas. ¿Qué paso es ese que te hace resbalar, dime, sino
la apetencia de cosas temporales y los errores de tu imaginación?” (De Trinitate 8,
2).

Relámpago intuitivo difícil para el análisis, como fácil el resbalón hacia el relati-
vismo de la verdad y sus sangrientas contiendas históricas.
Situación al borde de profundidades.
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“Sondeas la profundidad del mar. ¿Acaso hay abismo más profundo que la concien-
cia humana?” (Comentario a los Salmos, 76). “¿Qué pensamiento se deja penetrar
y qué corazón ver? ¿Quién podrá penetrar lo que dentro trama un corazón? ¿Qué
poder tiene dentro, qué hace dentro, qué maquina dentro, qué quiere dentro, qué
rehúsa dentro? ¿No pensáis que la profundidad del hombre es tal que se le escapa
al hombre que la tiene?” (Comentario a los Salmos, 41).

Los exégetas no lo tienen fácil explicando letra bíblica donde el animal racional fue
pensado a imagen y semejanza de su creador (Gn 1, 27).
La biblia hebrea, observaba Santo Tomás, lo afirma tanto como lo niega. Lo niega
el primero de los mandamientos, que prohíbe imaginar a Dios.
El mismo texto literal se presta a una lectura poco clara. “El día en que dios creó a
Adán lo hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo y los llamó hombre
el día de su creación” (Gn 5 1). ¿Animalidad, y bisexual, imagen de un espíritu?
Niega el profeta Isaías, afirmando que Dios no tiene semejante; y lo niega el libro
de Job con su imagen del hombre, común con la del resto de los animales, carne destinada
a la descomposición, al polvo del suelo, su origen. ¿Imagen divina un esqueleto, o en el
inodoro, o jadeando en el coito genital animal? ¿Imágenes de Dios esas vísperas cadavéri-
cas agonizando en los hogares para ancianos?
Lo que dice a la letra esa aseveración del Génesis es que el animal con razón pro-
cede de Dios, como el resto de las cosas; no de falsos dioses y diosas del politeísmo. Un
modismo equivalente a “hijo”, como líneas más adelante engendra la primera pareja hete-
rosexual. “Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según
su imagen, a quien puso por nombre Set” (5, 3).
No obstante, quienes se atienen a letra, pudieran tener razón interpretándola bajo
contexto.
El universo es algo pensado; diseñado con inteligencia; y el animal con razón es
único entre los animales que lo piensa, y que se piensa a sí mismo.
Al animal que habla le diferencia el pensamiento. “No es en el espacio donde debo
buscar mi dignidad, sino en el arreglo de mi pensamiento. “No poseería más, aunque po-
seyera universos. Por el espacio, el espacio me comprende y me devora como un puntito.
Por el pensamiento yo lo domino” (Pascal, Pensamientos 348).
Anterior a Descartes, contundente Fray Juan de la Cruz: “Un solo pensamiento del
hombre valse más que todo el mundo. Todo el mundo no es digno de un pensamiento del
hombre, porque sólo a Dios se debe, y así, cualquier pensamiento que no se tenga en Dios
se lo hurtamos” (Avisos 2, 37).
Manifiesta la semejanza.
La biblia cristiana la afirma de forma diferente que la hebrea; en presente, y sobre
todo en futuro. En presente, reproduciendo en sí mismos la imagen del hombre Jesús, ima-
gen humana perfecta de Dios. En futuro (1 Jn 3, 2), cuando, según el epistolario de Pablo,
el cuerpo mortal sea transformado inmortal siguiendo al de Jesús resucitado.
La transformación del hombre en Dios es el hilo conductor de toda la obra sanjua-
nista, acorde con la tradición mística que distingue tres etapas: la de purificación, la de
iluminación y la de unión.
43

Pero, ¿cómo piensa Dios su creación? ¿Cómo habla Dios, transmitiendo pensa-
miento al mamífero racional?
Se deja entender humanizándose; tal como transmite con la palabra el mamífero
con razón.
La fe judeocristiana no se basa en lógica racional, sino en visiones y locuciones de
Dios con un número reducido de judíos y cristianos. Habla y comparte con Adán, con Noé,
con Abraham, con Jacob, con Jesús de Nazaret, con Pablo de Tarso. En la biblia hebrea,
Dios “dirige su palabra” a una docena alargada de profetas auténticos que tuvieron que
batallar con falsos embaucadores usurpadores del título. En Jeremías hasta el desaliento.
El vidente Pablo de Tarso, en carta a los romanos, dice de ese Dios bíblico que es
incomprensible e inescrutable. Sin embargo, las teologías occidentales, eludiéndolo, se en-
frascan en elucubraciones lógicas platónicas y aristotélicas intentando que lo que es creen-
cia pase como evidencia. Tratándose de creencias, éstas no pueden superar cognitivamente
el nivel de la conjetura.
Diferente la teología mística, vivencial, de contacto. “Las cosas ocultas de Dios no
hemos de buscar razones para entenderlas” (S. Teresa, Moradas IV, 3). Se atiene a lo in-
comprensible e inescrutable.
Comprensible en lo incomprensible es que la divinidad, humanizada, se vale de la
palabra humana para transmitir pensamiento.
Incomprensible es para el animal racional el mundo fuera del espacio tiempo; en
qué consisten los espíritus, cómo se comunican entre sí entidades vivas sólo pensamiento;
cómo el Padre de los Espíritus se comunica con ellos, ellos con él; como el espíritu de Dios
se manifiesta verbal con mamíferos que se entienden hablando.
El evangelio de Juan presenta a Jesús, polemizando con sus oponentes, distin-
guiendo entre palabra de Dios y voz de Dios. Tienen palabra transcrita comunicada verbal-
mente a los Profetas; pero nunca han oído la voz del Padre que sólo su enviado oye en
directo (Jn 6,46).
Otro diferendo más entre la biblia hebrea y la cristiana.
La cristiana insiste en que Dios, visible para los ángeles (Mt 18,10) es invisible para
el hombre. Ningún ser humano le ha visto (Jn 1, 16-18; 1 Jn 4, 12). Ni puede verle en vida
(1 Tm 6, 16); solamente en futuro inmortal (Mt 5, 18; 1 Jn 3,2).
Con la biblia hebrea en aparente desacuerdo.
Pese a que ningún viviente puede verle y seguir vivo (Ex 23,20), lo ven los ancianos
consejeros de Moisés. Lo ve Jacob y no muere (Gn 32,30). Le ve y oye Gedeón y no muere
(Jc 6). Lo ve e intercambia con él Isaías (6, 1-6) y no muere. Conciliación en San Agustín.
Las teofanías, manifestaciones de presencia de Dios, nunca revelan su esencia. Sería la
respuesta de Yahveh a Moisés cuando en conversación con él, le pide que se deje ver:
“Verás mi espalda, pero mi rostro no podrás verlo”.
“Humanismos”; adaptaciones para la comprensión por parte del hombre.
No cabe otro recurso que el de la analogía con el pensar humano y su transmisión
verbal. “Palabras y lenguaje que usa Dios con almas limpias y enamoradas de él” (Llama
de amor viva 1,5-6).
44

Santa Teresa (Moradas VI, 3) las llama “hablas”; San Juan de la Cruz (Subida del
Monte Carmelo I, 2) “locuciones”. Según sean percibidas por el oído corporal, por la ima-
ginación, o por el entendimiento, presentan tres formas: corporales, imaginarias e intelec-
tuales, o espirituales. Las dos últimas, por silenciosas, sólo metafóricamente palabras.
Las locuciones intelectuales, según San Juan de la Cruz, pueden darse en tres for-
mas: sucesivas, formales y sustanciales.
“Sucesivas son ciertas palabras y razones que el espíritu, cuando está recogido,
suele ir formando razonando para consigo mismo. Formales son ciertas palabras distintas
que el espíritu recibe, no de sí mismo, sino de tercera fuente, a veces estando recogido, a
veces no lo estando. Sustanciales son palabras que, en la sustancia del alma, más a profun-
didad que el entendimiento y que la memoria, imprimen lo que significan. La diferencia,
pues, que existe, es que las primeras son efecto del Espíritu Dios y del alma a la vez; las
segundas son sólo del Espíritu Dios, y las terceras, además de ser sólo del Espíritu Dios,
causan en el alma lo que significan. Las primeras se dan sólo con el espíritu recogido; las
segundas y terceras, más excelentes, con recogimiento o sin recogimiento”. (Crisógono-
Nazario Ruano, Compendio de ascética y mística, Ávila, 1949).
He aquí la palabra de expertos en palabras sustanciales experimentadas:

“¡Oh, válgame Dios, cuán diferente cosa es oír estas palabras y creer de este modo
lo verdaderas que son y están en el interior de un alma, en lo muy interior, en una
cosa muy honda que no se sabe decir!” (Santa Teresa de Ávila, Moradas 7, 1).

“Ni el demonio ni el entendimiento pueden entremeterse en esto […]. No hay com-


paración de palabras a las de Dios. Todas son como si no fuesen junto a ellas y su
efecto es nada junto al de ellas. Por eso dice Dios por Jeremías: ¿Qué tienen que
ver las pajas con el trigo? ¿Por ventura no son mis palabras como el fuego y como
martillo que quebranta peñas? [23, 28]. Y así estas palabras sustanciales sirven
mucho para la unión del alma con Dios, y cuanto más interiores más sustanciales y
más aprovechan. Dichosa e alma a quien Dios le hablare” (Fray Juan de la Cruz,
Subida del Monte Carmelo II, 31, 2).

Con premisas tan abrumadoras volvemos al análisis con San Agustín.


La palabra corriente, gutural y bucal, procede de interioridades mentales que no son
sonido, ni signos visibilizados sobre una superficie disponible. Cuando no son locuacidad,
representan a un concepto o a una imagen silenciosos. Soberano es el concepto, no su ex-
presión en signos externos sonoros, o figurables. Y como en griego el término logos signi-
fica doblemente concepto, o idea, y palabra, lo mismo sucede en latín con el término ver-
bum. San Agustín se refiere a esa doble dirección semántica:

“¿Qué nos admiramos si el verbo se busca la voz? Si el verbo, o la voz no tienen


significado, no se llama verbo; en cambio, la voz, aunque sólo resuene y haga ruido,
puede llamarse voz, aunque no pueda llamarse palabra. El verbo vale muchísimo,
aun sin voz; la voz es vana sin el verbo. En mí, como en el rincón de mi corazón,
como en el sagrario de mi mente, mi verbo precede a mi voz. Aún no sonó la “voz
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en mi boca y ya está el verbo en mi corazón. Mas el que salga hasta ti lo que yo


concebí en el corazón, lo exige el ministerio de la voz. Decaen las voces en la me-
dida que crece el verbo, o sea, cuando progresando, vamos creciendo en él” (Ser-
món 288).

La voz, destino final del verbo. En la modalidad de voz es como concluye su la


función transmisora de la palabra.
Diferente la del ruido gutural del mamífero que ruge, ladra, muge, rebuzna, y de-
más; transmite ruidosamente reconocimiento, o emociones sin verbo, sin palabra y sin voz.
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47

IV
EI SILENCIO DE DIOS

“Dios es sublime, no le conocemos”.


(Job 36, 26)
“Sus designios son insondables, sus caminos inescrutables”.
(Rm 11, 32)

“Por grandes comunicaciones y presencias, y altas y subidas noticias


de Dios que un alma en esta vida tenga, no es aquello esencialmente
Dios, ni tiene que ver con El; porque todavía, a la verdad, le está al
alma escondido. Por eso, siempre le conviene al alma, sobre todas
esas grandezas, tenerle por escondido y buscarle escondido, di-
ciendo: ¿A dónde te escondiste?”.
(San Juan de la Cruz, Cántico, 1)

“No te hagas presente a las criaturas si quieres guardar el rostro de


Dios claro y sencillo en tu alma, mas vacía y enajena mucho tu espí-
ritu de ellas, y andarás en divinas luces, porque dios no es semejante
a ellas”.
(Dichos de luz y amor 25)
“Las palabras, como las manos de los ciegos, sólo toca las superfi-
cies de las cosas; no pueden captar lo esencial. El misterio de Dios
es el silencio. El pensamiento de Dios habita en mí como una vasta
noche, y ésta es el reflejo de la luz. Siento en mí la sobra de la luz
cuando intento perderme en Dios. ¡Oh, qué palabras estúpidas bal-
buceo para tratar de penetrar su insondable misterio!”.
(M. Van der Meer, Nostalgia de Dios)
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“Yo soy el que es” (Ex 3, 14), o “yo soy el que soy”, admite lecturas diferentes.
La primera, literal, anti idolátrica, expresa que sólo es dios Yahveh; los otros no son
dioses. Son nada, repiten los Profetas. Adorarlos es adorar nada.
Una segunda lectura aproximó ese texto hebreo a la dialéctica presocrática griega
acerca del ser y del no ser; no sin desacierto, porque lo que separa definitivamente el pen-
samiento griego de la tradición mosaica es que, para Parménides y seguidores posteriores,
la creación de la nada es un absurdo lógico. Nada puede salir de la nada.
Una tercera lectura, intensamente bíblica, es la que ve ahí expresada la distancia
insalvable entre el ser eterno e infinito de Dios y el de sus criaturas, especialmente la hu-
mana. “Dame a conocer, oh Yahveh, cuán caduco soy. Mi existencia delante de ti es la
nada, no dura más que un soplo todo hombre; muévese como un fantasma; por un soplo de
vida se afana; amontona si saber para quién. Enmudezco, no abro mi boca” (Salmo 38).
“Se acordó Yahveh de que eran carne, soplo que pasa y no vuelve” (Salmo 77).
Es lo que es un ser humano para el dios hebreo. Pero ¿qué y quién es ese dios para
el mamífero racional? Conocida la distinción que hace Pascal entre el dios de los filósofos,
impersonal, y el viviente, de los Profetas”. El de San Agustín:

“Pregunté a la tierra, y me dijo: yo no soy. Pregunté a las cosas todas que encontré
en ella; y me respondieron una por una lo mismo. Me dirigí al viento que me salió
al encuentro, y me respondió con todos sus pobladores; necio, tampoco nosotros.
Pregunté al cielo, a la luna, al sol, a las estrellas; tampoco. Entonces me concentré
para preguntar con todas mis fuerzas. Todas cuantas cosas me rodeáis y dejáis
desairado: si no sois Dios, ¿sabéis o no sabéis de él? Y clamaron a una: Él nos hizo”
(Confesiones, 10, 6).

En el salmo, “de él somos”. Flotamos en la nada cuando nos besa, dice un proverbio
judío. En los techos de la Capilla Sixtina, contacto de la mano del alfarero con los dedos
del barro Adán.
Oído del cosmos lo que no es Dios, Agustín enfoca el interrogatorio hacia sí mismo
y oye la misma respuesta: no se ha hecho a sí mismo. Pero, siendo el humano único animal
que pregunta y puede escuchar “la voz de las cosas, que es la hermosura”, las cosas son
oídas de forma diferente por unos que por otros. Para unos, “las cosas quedan mudas, mien-
tras que para otros son elocuentes”. Al impío no le dicen nada de Dios; no existe tal Dios,
no hay más que cosas; no así para el creyente, para quien si hay cosas es porque hay Dios.
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La diferencia la marca la creencia, que es subjetiva, personal. Objetivamente, su


existencia no es evidente; necesita demostración. Para la teología natural, creacionista, con-
cluyente observando la naturaleza. La Introducción al Símbolo de la fe, el Credo, de Fray
Luis de Granada, va por ese camino. La invisibilidad de Dios se deja ver, para el creyente,
como conjetura visible en la Naturaleza.
El no creyente objeta que esa teología se detiene en el lado poético de la observa-
ción. Pero ¿por qué la brutal ley de la selva de la que no se salva ni la niña desprevenida
atrapada por un cocodrilo? ¿Por qué, además de pajarillos inofensivos hay serpientes; ade-
más de flores, flores venenosas y víboras; además de ovejas, lobos; además de vida, muerte
con agonía insoportable; lo que en términos abarcadores llamamos el mal?
El ateísmo de Epicuro difícil de refutar. Si dios quiere acabar con el mal, pero no
puede; o si puede, pero no quiere; o ni puede ni quiere, no existe tal dios. Creíble, sin
embargo, en San Pablo: incomprensible e inescrutable.
La Naturaleza es una paradoja. No está ahí para ser entendida. La vida vegetal y
animal funcionan perfectamente sin entenderla.
Teología de la oscuridad del teólogo poeta Fray Juan de la Cruz.
La noche como metáfora de la Fe, sugerida por San Agustín, la desarrollada am-
pliamente San Juan de la Cruz. Y en la oscuridad de la fe no es la lógica quien acusa con-
tacto con el misterio, sino el sentimiento, la intuición, el amor. Es, paradójicamente, “un
saber no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”.
La obra de San Juan de la Cruz es toda ella nocturno amoroso. El beso en eternidad
se da en plena noche. “[El] beso es la unión [con Dios] de que vamos hablando, en la cual
se iguala el alma con Dios por amor” (Cántico, 24, 5). “En una noche oscura, con ansias
en amores inflamadas / salí sin ser notada/ estando ya mi casa sosegada”.
Salida de las criaturas preguntando por un Dios lógicamente inaccesible. En la
anunciación del nacimiento de Sansón, cuando la madre le pide el nombre a la aparición,
oye: “¿Por qué quieres saber mi nombre? Mi nombre es misterioso” (Jc 13, 18).
Resulta cómodo repetir que el mundo es obra de Dios; que está extendido a nuestros
ojos para reconocer y publicar sus perfecciones. Con mediocre literatura se hace fácilmente
otro poema más sobre la creación; flores, pájaros, fuentes, estrellas, lunas, rosicleres, fron-
das y jardines; ingenuos ejercicios escolares. Si solamente es menester mirar a la tierra para
encontrar ese Dios, ¿por qué son legión los que jamás le han visto en el sendero largo, muy
largo ya, de su caminar? ¿Será el mundo ese cortejo de granadas y azucenas que describe
el Cantar de los Cantares? (Charles).
¿Puede descubrirse su bondad en un universo que ignora la piedad, mundo de indi-
ferencia ciega y sorda, que no oye nunca nuestros gritos? La marea no titubea ante un niño
indefenso en la arena. El cierzo invernal es mortal para el huerfanito que tose tuberculoso
y para la anciana que tirita. La tempestad, el meteoro, el terremoto y la inundación no se
detienen ante crispaciones de la impotencia. La tierra no da un grano más a la fila de men-
digos hambrientos. Mundo que no distingue entre inocencia e impiedad, ¿podemos tomarle
como finca de oración, espejo de atributos divinos? (Id.).
El creador lo ha hecho todo con un propósito, dice uno de los Proverbios (16, 6);
incluido el malvado para el día fatal. ¿Pero es que el día fatal, el de la catástrofe, no se lleva
por delante y por igual al malvado que al inocente? ¿Y no son demasiadas las veces que
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pagan justos por pecadores? Interrogante profética. “¿Hasta cuándo, Yahveh, pediré au-
xilio, sin que tú escuches? ¿Por qué me haces ver injusticias mientras tú ves la opresión?
[…]. Tus ojos puros no pueden ver el mal, eres incapaz de contemplar la opresión. ¿Por
qué ves a los traidores y callas cuando traga el impío?” (1, 1-13).
San Juan de la Cruz, que pone en verso esa gran pregunta, formula ocho veces se-
guidas la angustia de seguir haciéndola en cuatro palabras: ¿A dónde te escondiste? “Y
para que esta sedienta alma venga a [...] unirse con Él [...] y entretenga su sed con esta gota
que de Él se puede gustar en esta vida, bueno será (pues lo pide [...]), le respondamos
nosotros mostrándole el lugar más cierto donde está escondido, para que allí lo halle a lo
cierto [...], y [...] no comience a vaguear en vano tras pisadas.” (Cántico, 1, 6).
Sabemos qué son las pisadas. Las cosas responden a San Agustín en el dialecto de
su nada y el genio africano recurre a constatarlo en sí mismo. San Juan de la Cruz sigue
idéntico método y recorrido. “Para lo cual, es de notar que el Verbo, Hijo de Dios, junta-
mente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el
íntimo ser del alma; por tanto, el alma que ha de hallarle conviene salir de todas las cosas,
según la afición y voluntad, y entrarse, en sumo recogimiento, dentro de sí misma, siéndole
todas las cosas como si no existiesen” (Cántico, 1).
El amor excluye. La gran comitiva de nosotros dos –Dios y yo– llena el mundo
(Tagore). “Viva como si no hubiese más en el mundo que Dios y vos” (Fray Juan de la
Cruz, Dichos de luz y amor 143). Triada, Dios-mundo-yo, en la que el misterio “Dios” es
última palabra.
Vemos a diario que el mundo, la vida, no tienen compasión, no tienen corazón.
Pero, resulta que mundo soy yo también, somos los hombres en cuyos ojos está interpretar
a la bañista enrollada y engullida por la Python anaconda, o al pobre jornalero destrozado
por las garras y colmillos del león en el páramo africano. Silencio de Dios, palabra creadora
de los derechos de toda biología; alimentación, conservación, reproducción y defensa.
El amor, como la gravitación, universal. “Amas a todos los seres, y no aborreces
nada de lo que hiciste, pues, si algo odiases, no lo hubieras creado […]. Pero tú eres indul-
gente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida” (Sb 11, 14-16).
Buenos los virus mortales, las víboras, feroces garras y dientes creados en la víspera
del hombre. “Las obras del Señor todas son buenas” (Si 39, 39).
Página bíblica difícil de concordar con un creador amigo de vida mortal; y apare-
cido el hombre, con la pena de muerte en su legislación penal, incluido el infanticidio (Ez
9, 6).
El derecho por creación, derecho natural universal, no protege a la especie biológica
racional contra la fuerza y la violencia con las que impone sus derechos la Naturaleza. Su
creador crea o permite (quien calla consiente) lo que determinada especie biológica consi-
dera un mal para ella. Pero primero la vida universal.
Interpretado por Job (2, 10), ese mal puede estar siendo enviado por Dios. Lo deja
a la aceptación del creyente que confía en él. “No hay mal que por bien no venga”, inter-
pretan la sabiduría y experiencia populares. No existe un mal universal en la Naturaleza,
bien universal.
En tribus primitivas, el anciano que se considera un estorbo para el grupo se pierde
en la soledad al encuentro con la fiera que lo devore y lo reintegre de nuevo a la Naturaleza.
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Entre los santos, Luis Beltrán reconocía el derecho de los mosquitos a chuparle la sangre.
En pleno clima tropical les deja disponible la espalda para que lo hagan por turnos. Entre
ecólogos, el evangélico alemán Nobel de la Paz en Lambareen compartía su comida con
las hormigas. Biografiada por el autor de la inmortal Imitación de Cristo, Liduwina de
Schiedam (†1433) lleva años encamada con dolores insoportables en su columna vertebral
partida en un accidente deportivo de juventud. Con increíble buen humor, dada su condi-
ción, llega a decir que si alguien llegara con una fórmula mágica de anestesia ella no la
recitaría. ¿Su analgésico? Compartir con el crucificado del Calvario.
El corazón del mundo es el corazón que nosotros tengamos. Doctoral Fray Juan de
la Cruz: “Pon amor donde no hay amor y encontrarás amor”. En nuestra conciencia es
donde la Naturaleza pregunta su significado. Y, porque fuera de nuestra conciencia es in-
diferente, es por lo que puede sernos dócil. Su vacío moral es lo que nos permite a nosotros
llenarlo de silencio o de blasfemia.
El mejor violín ignora la música; es adusto e insensible como una piedra. Los colo-
res en el bote del pintor embadurnan y huelen mal. Un diccionario, cansa; no es prosa ni
poesía. Sin embargo, el pintor, el artista o el poeta hacen de su violín de su diccionario y
de sus pinceles maravillas.
Es la oración del mundo que ora, o no, en nuestros labios. Nuestro gesto puede ser
el suyo. Hemos necesitado del mundo para existir; mas, para tener él un sentido, bueno o
malo, el universo, a su vez, necesita de nosotros. Mis labios y mis lágrimas, donde él em-
pieza o acaba, no saben lo que es alegría o tristeza. Las lágrimas son tristes por mi aflicción,
y los labios aparecen para él felices por mi alegría (Charles). El mundo puede ser adusto y
verdugo en mi cara; mi cara puede acoger al ateísmo parásito.
Nuestra inepcia puede tratar de un mundo sin estilo; nuestra insipiencia es la que
aturde en nosotros la maravilla de un sistema de gobierno Providencial. “Le dice para sus
adentros la iniquidad al necio: No hay Dios” (Salmo 13). Lo que no tiene es capacitación
para entonar el himno de la fe con los tres jóvenes condenados a ser quemados vivos en la
idólatra Babilonia, “bendecid al Señor todas las obras del Señor” (Dn 3). Dios estaba pre-
sente en las llamas y en su fe interior. “Quien se alaba a sí mismo no alaba a Dios, sino que
se aparta de Dios. Es como el que quiere retirarse de la luz; la luz continúa lúcida y él se
entenebrece”. (S. Agustín, Sermón, 170)].
La gran comitiva de dos llena el mundo; puede llenarle; porque, “sin el amor que
encanta, la soledad del ermitaño espanta; pero es más espantosa todavía la soledad de dos
en, compañía” (Ramón de Campoamor).
La amonestación de Santa Teresa a sus contemplativas: “No estáis huecas por den-
tro, hijas mías”, es muy del caso. Nosotros mismos hacemos nuestro castigo rellenos de
incoherentes caos hormonales.
El Dios que buscamos es en el silencio donde nos acompaña. La respuesta, el Verbo
creador, mora en lo íntimo del alma; allí donde ella comienza y termina. Por eso, el Deu-
teronomio (en versión de Clemente Alejandrino) recomienda no extinguir su presencia. Si
la soberbia autosuficiente crece, y crece siempre por esto, corremos el peligro de irnos
convirtiendo en cosa, y entonces es cuando volvemos a vernos avocados al vacío. Damos
la espalda al horizonte por donde alborea la luz.
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Esa conjura subconsciente que va haciéndose hasta llegar ahí, hace a un hombre
candidato de la sentencia del príncipe renacentista: quien ha llegado a dudar de Dios en
serio es que se ha hecho indigno de que se le demuestre.
A medida que cualquiera se aleje de su sencillez, de su pequeñez, de su verdad –
humildad es la propia verdad– (S. Teresa), de su silencio, suena más, desproporciona más,
anda aturdido y se confunde. Ruido de ideas, de sentimientos encontrados, de sensaciones
y de vértigo en vacilación constante; y, non in commotione Dominus (no aparece Dios
como trauma (1 Re 19, 12). “El camino [acertado] de la vida de muy poco bullicio es, y lo
requiere todo menos el mucho saber” (Fray Juan de la Cruz, Avisos). Por eso, en la expe-
riencia mística no prevalece el saber lógico, sino el sabor del contacto. En fórmula sanjua-
nista, de origen teresiano, “saber no sabiendo/ toda ciencia trascendiendo”.
La biografía de grandes iniciados prestigia ese silenciamiento de la lógica.
A medida que un alma se sitúa más en el de Dios, se hace, ineludiblemente, más y
más silenciosa. Y, a medida que hable desde el silencio, sugiere el entrenamiento al que la
mente puede someterse:

“Yo hablo y es como una savia que está en mis venas cuando hablo; siento como
una savia vivificante; después, cuando ceso de hablar, como un madero seco. El
año pasado no era como éste; sentía a Dios que me hacía hablar, era como movida
por otro. Ahora no es así; es como una vida que circula por mis venas. La riente
naturaleza, el mar, los pajaritos, todo me habla de Él. Admirándolo todo, me digo:
Esto es obra suya. Le veo haciendo que se mueva y crezca cada ser. Le veo soste-
niendo el vuelo de las aves; haciendo que se desarrolle la planta, animando y ha-
ciendo que se mueva el pequeño insecto; agitando las ramas del árbol. Cada una de
estas nadas es para mí una maravilla” (María Ángela del Niño Jesús).

Isabel de la Trinidad, explica sus impresiones también: “Instalada en el lugar más


apartado de nuestra extensa huerta, paso allí horas deliciosas; me parece henchida de Dios
la naturaleza; el viento que sopla entre las altas ramas, los trinos de los pajarillos, el her-
moso azul del cielo, todo me habla de Él”.
Sentido y significado de lo creado capturado silenciado en la mente. En el maestro
San Juan de la Cruz: “Mi Amado, las montañas, / los valles solitarios, nemorosos, / las
ínsulas extrañas, /los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos”. La noche sosegada,
la aurora naciente, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora.
El exterior interiorizado; y el interior exteriorizado.
Éxito en la búsqueda del Dios escondido, que empieza haciendo callar a “a toda la
mal gobernada gente de sentidos y potencias” que diría Calderón; estridencias, dudas, sen-
saciones intrusas. “Que, por cuanto en este caso se une el alma con Dios, siente ser todas
las cosas Dios, según lo sintió San Juan cuando dijo: Quod factum est, in ipso vita erat. Es
a saber: Todo lo que ha sido hecho, en Él era vida. Y así, no se ha de entender que en lo
que aquí se dice que siente el alma es como ver las cosas en la luz o las criaturas en Dios;
sino que en aquella posesión siente serle todas las cosas Dios” (Cántico, 14).
No depreciar la pregunta: “Adónde te escondiste”, dirigida a un Dios tan callado,
conceptuándola como juego poético. No es sólo poesía. Es el más noble juego de memoria,
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según San Agustín; son resortes supremos que tiene la inteligencia, como prueba San Juan
de la Cruz. Es todo el hombre “en amor florecido”; la primavera en su pecho, fuera de
mitología –”en mi pecho florido que para El solo entero se guardaba”– observando cómo
rebosa la savia que originalmente le está creando. Paraíso recobrado, que, eso es el alma
de un justo, según Santa Teresa, dando como razón que el cielo es donde está Dios, y a
Dios lo contacta un espíritu purificado.
Magisterio teresiano acera de la llegada a percibir la inseparabilidad del no ser, del
Ser Dios:

“Es como si cayendo agua del cielo en un rio o en fuente, adonde queda hecho todo
agua, que no podrán ya dividir ni apartar cual es el agua del rio o lo que cayó del
cielo. Quizá es esto lo que dice San Pablo: El que se acerca a Dios se hace un
espíritu con él: (Moradas del castillo interior 7, 2). O esta otra comparación no
menos expresiva: “Una vez entendí cómo estaba el Señor en el alma y me vino la
comparación de una esponja que embebe el agua en sí” (Relatos espirituales XLV,
ed. Silverio).

Está enfilado el hombre hacia semejante integración, desde su ciencia o desde sus
vivencias. Somos tendencia hacia esa verdad, creados para ella (quid fortius desiderat
anima quam veritatem) (San Agustín), y esa verdad que nos rodea, nos traspasa silenciosa.
Como el agua chispea en la tinaja y en el mar es oscura, la verdad pequeñita tiene
verdades de luz, pero la grande es toda silencio (Tagore).
A partir del vergonzoso escondite de Adán en su Paraíso, perdiendo a Dios de vista,
esta pregunta: Adónde te escondiste, es básica; se refiere a la inquietud que retorna a aco-
gerse al silencio reverencial de la fe; a todo el que se acerque a la catequesis de “la única
palabra que habló el Padre en eterno silencio”. “Quien la creyere, se salvará”.
Las nadas de la Subida del Monte sanjuanista las va empedrando la fe; cimientos
del caminar humano soterrados por la ingeniería del místico y del asceta Fray Juan de la
Cruz.
Cuatro operaciones para dar con Dios por medio del arte humano: silenciar el propio
saber, gustar, tener; a este nuestro ser ilusorio, anonadándolo:

Para venir a lo que (ahora) no sabes, has de ir por donde no sabes.


para venir a lo que (ahora) no gustas, has de ir por donde no gustas.
Para venir a donde no posees, has de ir por donde no posees.
Para venir a lo que (ahora) no eres, has de ir por donde no eres.

Luego, una vez adquirido el silencio metódico, otra insinuación: No dar la última
palabra en todo más que al Todo, en la inteligencia o en barrios sensuales:

No quieras saber algo en nada (no te detenga tu exiguo saber), porque dejas
de entregarte al Todo.
No quieras gustar algo en nada (no te detengas en tu exigua capacidad de
gusto), porque has de dejar todo del todo.
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No quieras poseer algo en nada, porque has de tenerlo sin nada querer.
No quieras ser algo en nada (poner fin y término en una nada), porque no
tienes puro en Dios tu tesoro.
Porque, sola, exclusiva, infalible, únicamente, “en esta desnudez halla el es-
píritu quietud y descanso”.

Sin embargo, y por ser divino el territorio oscuro de la fe, Dios sigue escondido:

“Mientras alentamos desde nuestro abismo hacia esa alta cumbre, es ya parte de una
gran sabiduría saber qué cosa no es Dios, aunque no podamos saber qué cosa es.
No es tierra ni cielo; ni cosa que se parezca a la tierra, o al cielo; nada parecido a lo
que vemos en el cielo, ni a lo que quizá no vemos pero que hay en los cielos. Si,
valiéndote de la fantasía, aumentaras todo lo posible la luz del sol, haciéndola más
clara o mayor mil veces, tampoco es Dios eso. Si evocas los espíritus angélicos, y
si todos esos millares de millones se reúnen en uno, tampoco es Dios eso. Míralo
bien si puedes, alma agobiada por un cuerpo corruptible y cargada con muchas y
variadas imaginaciones terrenas; míralo bien, si puedes: Dios es la verdad. (S.
Agustín. De Trinitate, 8, 2).

Ni por el hecho de sentirse el alma acariciada por brisas de otro mundo, o por el de
sentirse sola y reseca como grano de arena perdido en un Sahara, ha de atenerse a esa última
propiedad privada del sentir. Dios, dice San Agustín, se nos ocultó para que le buscásemos;
pero, es inmenso para que, una vez hallado, tengamos el quehacer de seguir buscando.
La proximidad mayor, el hallazgo más grande de inmensidad es el que hacemos
cuando nos reducimos de tal manera que solamente quede de nosotros el esquema que Dios
hizo originariamente para absorbernos. “Que sólo quede de mí, Señor, aquel poquito que
baste para llamarte mi Todo” (Tagore); “Dios mío y todas mis cosas” (Francisco de Asís);
“Procurar, hermanas, darnos todos al Todo, sin hacernos partes” (Teresa de Jesús).
Solamente ahí Dios se descubre. Por eso, la muerte, NO a todo lo que no era, “tras-
lada a la vida”, según la liturgia de los muertos; conduce al “descanso eterno”.
Eternidad, para Fray Juan de la Cruz, y para Fray Luis de León, es “un mediodía”,
“siesta de Dios”, “donde el Padre se apacienta en infinita gloria y en lecho florido, donde
con infinito deleite de amor se recuesta, escondido profundamente de todo ojo mortal y de
toda criatura” (Cántico, 1).
Dios es el único descanso del espíritu. Es el lugar de los espíritus, similarmente a
como el espacio es el lugar de los cuerpos (Malebranche); Solo el espíritu penetra hasta lo
profundo de Dios (San Pablo); “Venid a Mí todos, que yo os aliviaré”.
El reposo a que, espontáneamente, aspira toda criatura, es aspiración silenciosa,
sobre todo nocturna; “en una noche oscura”, en secreto, que nadie me vela, con ansias,
inflamada”; desnuda el alma, sin otra luz que la fe, que es ajena a todo sentido (Noche
oscura del alma, 2. 11.). Que, “Aquí se está llamando a las criaturas y desta agua se hartan,
aunque a oscuras, porque es de noche /. Sé que no puede ser cosa tan bella, y que cielos y
tierra beben de ella, aunque es de noche”.
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La irrupción silenciosa de esas aguas sin ruido, Dios, se oculta al sentido. Dios se
deja ver desde el fin de la criatura, cuando se sale a sus afueras o se asoma uno por ellas
hacia su infinito océano pacifico.
“Ese salir espiritualmente se entiende de dos maneras: una saliendo de todas las
cosas, lo cual se hace por aborrecimiento y desprecio de ellas; otra, saliendo de sí misma
[desensimismarse] por olvido de sí, lo cual se hace por amor de Dios” (Cántico, 1).
La realidad del más allá, que a menudo componemos con colores de teología fic-
ción, como, v. gr., lo hace insuperadamente Fray Luis de León, no pasa de añoranza de
desterrados.

“Vive en los campos Cristo, y goza del cielo libre, y ama la soledad y el sosiego; y
en el silencio de todo aquello que pone en alboroto la vida, tiene puesto Él su de-
leite. Porque, así como lo que se comprende en el campo es lo más puro de lo visi-
ble, y es lo sencillo y como el original de todo lo que de ello se compone y se
mezcla, así aquella región de vida adonde vive aqueste nuestro glorioso bien, es la
pura verdad y la sencillez de la luz de Dios, y el original expreso de todo lo que
tiene ser, y las raíces firmes de donde nacen y adonde estriban todas las criaturas.
Y si lo habemos de decir así, aquellos son los elementos puros, y los campos de flor
eterna vestidos, y los mineros de las aguas vivas, los montes verdaderamente preña-
dos de mil bienes altísimos, y los sombríos y repuestos valles, y los bosques de la
frescura, adonde, exentos de toda injuria, gloriosamente florecen la haya y el liná-
loe, con todos los demás árboles del incienso, en que reposan ejércitos de aves en
gloria y en música dulcísima que jamás ensordece” (Fray Luis, De los nombres de
Cristo, “Pastor”) .

“Campos de flor eterna vestidos”, “ejércitos de aves en gloria”, “original expreso


de todo lo que tiene ser”, “música dulcísima”, “bosques de la frescura”, ¡qué magnífico
todo! Tan real y profundo como que “ni ojo vio, ni oído oyó, ni cayó jamás en sentido
humano lo que Dios tiene preparado para los amantes” (2 Co 2, 9). Porque, si con esas ultra
regiones que garantiza un absoluto silencio de fe, comparamos “este nuestro miserable
destierro, es comparar el bullicio y disgusto de la más inquieta ciudad con la misma quietud
y dulzura; que, aquí se imagina y allí se ve; esto es tinieblas, bullicio, alboroto; aquello es
luz purísima en sosiego eterno” (Fray Luis, ibíd.).
Al hablar de Dios, en cualquier sentido, todo lo puede el silencio; es su embajador
acreditado. Las palabras son oficiales de segunda en su embajada. Dios es todo silencio;
no admite traducción, que diría San Gregorio Nacianceno. Lo de más alcance en nosotros,
nuestro silencio, es lo que puede atisbar su presencia. Lo que más caracteriza a Dios es su
silencio. ¡Pobre elocuencia la del profesor de teología frente a lo que ni sabe ni es capaz de
decir!
¿Qué ha llegado a decir, por ejemplo, el hombre despojado de la herencia de su
primer nacimiento, obtuso para lo divino desde aquel anochecer paradisíaco en que lo per-
dió de vista al atenerse a su pecado? “No hay tal Dios” (Salmos); ¿Qué sabe Dios?” (Job,
22, 13); “El cielo para los pájaros” (Voltaire); “Que es lo que dicen todos los que viven sin
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riendas, y si no con las palabras, dicen a lo menos a ese Dios con las obras que en su cielo
se esté” (Fray Luis, Comentarios al Libro de Job, XXII, 17).
Ha sido capaz de decirlo el hombre. Nos traslada íntegra una de sus conversaciones
el libro de la Sabiduría: “Pues neciamente se dijeron a sí mismos los que no razonan: ‘Corta
y triste es nuestra vida [...]. Por acaso hemos venido a la existencia, [...]. Venid, pues, y
gocemos de los bienes presentes, démonos prisa a disfrutar [...]. Pongamos garlitos al justo,
que nos fastidia y se opone a nuestro modo de obrar. [...]. Pretende tener la ciencia de Dios.
[...] Nos tiene por escorias, [...]. Veremos si sus palabras son verdaderas, y probaremos
cuál es su fin [...]’” (Sab 2. 1-17; trad. Nácar-Colunga). O, aquellas palabras de Job (3, 2),
“destrúyase el día en que nací y la noche en que se dijo: ‘concebido varón’”, repetidas, no
como conclusión de santo viendo en un relámpago la dimensión de su lote de estiércol,
sino usurpadas por la insipiencia para su himno.
Otra redacción:

“Soy un filósofo. ¿Qué me importa la vida? Quisiera agotarla en una noche de amor
y de gloria; concentrar en un vértice de suma embriaguez todos los apetitos, todos
los deseos, los ímpetus del alma y de la sangre, cuantas emociones pueden caber en
el ancho vaso del corazón, y morir; morir de un furioso atracón de vida. Quisiera
abarcar el mundo en una noche; poseerlo, gozarlo y destruirlo para arrojar después
sus trizas a la nada, como un puñado de flores muertas al aire. Me consume la fiebre
de morir y de vivir. Quisiera estrujar la vida lo mismo que un racimo y beberme
todo su zumo de golpe; apagar esta sed que me devora. ¡Brindo por el superhombre
de Nietzsche, que supo romper las tablas de los viejos valores y lanzarse gallarda-
mente más allá del bien y del mal! ¡Brindo por los hombres rebeldes, libres, eman-
cipados, pródigos de la sangre y del oro, que luchan por destruir una moral de es-
clavitud! ¡Brindo por esos valientes luchadores, por los fogosos centauros, ham-
brientos de libertad, símbolos de la pasión humana, del humano deseo, de la eterna
sed! Quiero vivir como ellos, corriendo por el mundo en un bárbaro galope, arras-
trando el vientre por el suelo y desgarrándome las entrañas con las púas de todas
las flores. Que sea mi juventud un haz de antorchas encendidas, cuando se apaguen.
¡Buenas noches, y a dormir en la sepultura!” (Los Centauros, de Ricardo León).

Y Dios, ¿qué es lo que hace Dios ante revoltijos de serpientes y de palomas en que
la blancura se enloda con victorias para los hijos de víbora? (Mt 3, 7). Mientras grita el
hombre, mientras habla, en tanto que celebra su día, su fiesta de tiempo, Dios está en si-
lencio y escondido.
Solamente, dice Fray Luis de Granada, existen dos días: el de Dios y el del hombre.
En éste, comenta Fray Luis de León, “aporrea con sus blasfemias, gritos y gestos, sus orejas
pacientísimas”; “Tú, ahora juras y perjuras”, expone Fray Luis de Granada, “y calla Dios.
En este su día puede hacer el hombre todo lo que quisiere y a todo ello callará Dios. Día
vendrá en que rompa Dios el silencio de tantos días y responda”. San Juan de la Cruz se
documenta en el profeta Isaías: “En la doctrina de la boca de Dios y no en la suya, y en
otra lengua que en esta suya los ha Dios de hablar” (Subida II, 19, 6).
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Imponente silencio de Dios; como si durmiese. “¡Despierta ya! ¿Por qué duermes,
Señor?” (Sal 43, 23). Callado ante el mal, callado a sublevaciones arrogantes.
Los Profetas (Zacarías, Sofonías, Habacuc), cuando presentan al dios de Israel ex-
plotando en ira exterminadora de humanos idólatras, lo hacen entre dos silencios: el ante-
rior, como si durmiese: “Silencio ante el Señor Yahveh”. Y el que impone haciéndose pre-
sente.
El bullicio y el fragor de la libertad libertina en presencia de ese mutismo, del Dios
del silencio, no son lo definitivo. Son propios del no ser. “Hace como el descuidado las
más de las veces”, dice la pluma serena de Fray Luis de León, “y calla y disimula y deja
padecer largamente a los suyos, para, como si dijéramos, obligarse después a darles copio-
sísimos y eternos bienes”. Interpretación del misterio del mal que no es bíblicamente pre-
cisa.
El libro más filosófico de la biblia hebrea, Qohélet, no simpatiza con la palabra
escrita. Escribir es cosa de nunca acabar, y leer mucho daña la mente. El tráfico de los
sabios con la verdad demuestra que no saben más que saben. No acaba de entender la difícil
tarea que Dios ha encomendado al hombre: interpretar la creación. Supera su capacidad. El
hombre no es capaz de descubrir la obra que Dios ha hecho de principio a fin (Qo 3,11).
El misterio del silencio a profundidad no queda suficientemente despejado bíblica-
mente. Bíblicamente prevalece el misterio. Triple en la Biblia cristiana: “el misterio de
Dios”, en el Apocalipsis; “el misterio de Cristo”, en San Pablo; y en carta a la comunidad
de Tesalónica, “el misterio de la iniquidad”.
Según el Evangelio de Juan (1, 1) y la Carta a los Hebreos (1, 1-2), de tradición
paulina, Jesús de Nazaret es palabra de Dios única y última.
Interpreta San Juan de la Cruz: “En darnos como nos dio a su Hijo, que es palabra
suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra” (Subida
II, 22, 3).
Bíblicamente ambiguo, porque hay cosas que el Padre no le comunica al Hijo; como
la fecha final del juicio universal de la humanidad; o el de los humanos a quienes el Padre
honrará con el primer puesto a su lado en su reino. Sobre todo, por qué tiene que morir
clavado cruelmente sobre madera, y vejado, totalmente desnudo.
Jesús, que agoniza en el Huerto mortalmente deprimido horas antes de expirar, le
pide al Padre que a ser posible le dispense de ese tipo de muerte; pero el silencio por res-
puesta.
Hacía tiempo que venía haciéndole esa petición de dispensa: “Ahora mi alma está
turbada / Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! / ¡Pero si he llegado a esta hora/
precisamente para esto!” (Jn 12, 27). Ve acercársele la hora, razón de su aparición en la
carne, con angustia creciente. No tiene clara su razón de ser. “Cristo, después de haber
ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas a
quien podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente” (Hb 5, 7). Venía
insistiendo ante un Padre en silencio.
Fue liberado resucitado, pero no del Calvario. La apoteosis por su sumisión y obe-
diencia fue apocalíptica (Flp 2, 8-10). Pero, ¿por qué una muerte tan ignominiosa?
Exégetas audaces se preguntan si el crucificado sabría por qué estaba muriendo en
la forma que muere. Sabe que muere de esa forma para que el Padre demuestre todo su
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poder. “Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12, 27). Cristo crucificado, poder y sabiduría de
Dios, que repite San Pablo. En “El están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de
la ciencia (Col 2, 3); pero indescifrables, ocultos.
Silencio del Padre a inexplorable profundidad.
Sabe que muere por decreto político. Pero, ¿por qué lo suscribe el Padre? “Padre,
¿por qué me has abandonado?”.
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61

V
EL SILENCIO CONSCIENTE Y EL DESAPERCIBIDO

“Quien se engaña desconoce en lo que se engaña”.


(San Agustín)

“En silencio y sosiego, echa de ver el alma


la disposición de la sabiduría de Dios
en las diferencias de todas las criaturas”.
(San Juan de la Cruz, Noche Oscura)
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Dios es silencio inadvertido, como inadvertido es el movimiento de la tierra, com-


para San Juan de la Cruz en la Llama de amor viva. Pero es presencia desapercibida impi-
diendo que el no ser fuera de él sea absoluto:

“Hay un ser invisible, Principio Creador del que procede todo lo que vemos, y es
para todos, excepto para Sí mismo, inefable. Es santidad santificadora de todas las
cosas que son santas. ¿Quién podría decir todo eso, lo que yo he tratado de decir en
silencio y de no decir hablando? ¿Quién podrá contemplarlo con purísima y serení-
simamente, y llegar a la felicidad y desfallecimiento ante esa contemplación, olvi-
darse de sí y lanzarse a Aquel cuya visión nos es invisible?” (S. Agustín, Sermón
141).

Toda criatura anda delante de quien la crea vestida de nada. El hombre, debajo de
ese vestido, que Dios le refuerza constantemente, como el primero que le hizo el día de la
caída (Gn 3, 21), es nano microbio flotando en sólo Dios sabe cuántos universos. Insepa-
rable del decreto creador, sin esa inseparabilidad estaría de vuelta al instante anterior a ser:

“Quien se cuidó de ti cuando aún no eras, ¿cómo no va a tener cuidado de ti cuando


ya eres lo que él mismo quiso que fueras? Te lleva de la mano quien te hizo. No
dejes la mano de tu hacedor, te quebrarás si te caes de la mano de tu artífice” (San
Agustín, comentando el Salmo 39). “El mal no es sino esto: decaer de ser y tender
al no ser. Lo que es tiende a no ser” (San Agustín, De moribus Ecclesiae 2, 2).

Cuando queremos lo que Dios quiere, o cuando queremos en contra, o, simple-


mente, no queremos, somos auténticos nosotros, que, inconscientemente, intentamos des-
enraizarnos de nuestro origen para regresar a nada. Es algo que sucede en los sótanos desa-
percibidos de la libertad, en los que tanta creación se produce, y tanto libertinaje. Sin em-
bargo, es el taller donde el creador fabrica semejanzas, o deja en amorfo no ser a quienes
así lo prefieren. San Pablo los llama vasos de ignominia:

“Elija el hombre lo que quiera para sí. Porque no están las obras de Dios estableci-
das de tal modo que la criatura, constituida en libre albedrío, sobrepuje por encima
de la voluntad de su creador, aun cuando obre contra la voluntad divina. Dios no
quiere que peques, pues te lo tiene prohibido. Mas, si pecas, no pienses que hiciste
lo que quisiste, y a Dios le ha sucedido algo que no ha querido; porque, lo mismo
que Dios quiere que el hombre no peque, así quiere perdonar al que peca para que
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se convierta y viva, y del mismo modo quiere castigar al que persevera en el pecado,
para que el contumaz no escape a la potencia de su justicia. Elige lo que quieras; al
Omnipotente no le ha de faltar un medio para cumplir en ti Su voluntad [...]” (San
Agustín, Comentario a los Salmos, 110).

En lenguaje teresiano: “No le importa a Nuestro Señor ser amado. Es a nosotros a


quienes debe importar no salir de su voluntad” (Carta 372, edición Silverio).
Inseparable de la voluntad de Dios la libertad del mamífero racional inconsciente
de su profundidad.
Un breve complemento a páginas anteriores.
Diferente que la biblia hebrea, en la que Satanás no es protagonista, en la biblia
cristiana es antagonista del enviado del Padre, Jesús de Nazaret. Según uno de sus Após-
toles, vino a deshacer las obras del diablo. Pero la Escritura cristiana, para quien Satanás
es el padre de la mentira y asesino del hombre desde sus orígenes, no da detalles sobre sus
intimidades.
Los que veneran “las profundidades de Satanás”, se mencionan muy de paso (Ap 2,
14). Misterio de la iniquidad, en carta a los tesalonicenses, tiene más documentación en
cuanto tal que sobre la profunda “psicología” diabólica.
No compara tampoco con la información sobre el “misterio de Dios” (Ap 10, 7),
cuyos juicios distan astronómicamente del pensamiento cerebral (Is 55, 8).
Incomprensible e insondable en profundidad, según la Carta a los romanos; se in-
tensifica con la profundidad en Cristo (1 Co 2,10). Páginas paulinas al respecto en torno al
“misterio de Cristo” (Ef 3, 4), “de riqueza insondable” (Ef 3, 8), que esconde todos los
tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Col 2,3). Dimensión de profundidad que excede
todo conocimiento (Ef 3, 18).
Afirmaciones que enfatiza San Juan de la Cruz: Todo cuanto pueda decirse sobre
la hondura y profundidad de la sabiduría de Dios en Cristo, sumado a lo que siempre queda
por decir, igual a nada (Cántico, 37, 3-4). Rebasa toda idea y palabra cerebrales.
Programa existencial de su discípula Isabel de la Trinidad; sumergirse a profundi-
dad en el triple yo de la divinidad.

“Mi única preocupación está en internarme dentro de mí misma y abismarme en


LOS que ahí moran, mis TRES. Él está a mi lado para levantarme y arrebatarme
más allá, a Él, a lo hondo de esa Divina Esencia en la que moramos ya por la gracia
y donde quisiera yo sumergirme en tales profundidades que nada sea capaz de sa-
carme de allí. Allí me estoy en silencio para adorar de modo tan divino a quien nos
amó”.

Pero, situándonos en el sonido verbal, de superficie, se puede comprobar que


emerge de surtidor silencioso en dirección al silenciamiento de la palabra en la modalidad
de imagen, o de idea. La idea y la imagen, virtualmente vocalizables, son palabra silen-
ciada.
Conectamos con un texto leonino interrumpido en páginas atrás:
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“Porque el ser que tienen en sí es ser de tomo y de cuerpo, y ser estable y que así
permanece; pero en el entendimiento que las entiende, hácense a la condición de él
y son espirituales y delicadas; y para decirlo en una palabra, en sí son la verdad,
mas en el entendimiento y en la boca son imágenes de la verdad, esto es, de sí
mismas, e imágenes que sustituyen y tienen la vez de sus mismas cosas para el
efecto y fin que está dicho; y, finalmente, en sí son ellas mismas, y en nuestra boca
y entendimiento sus nombres. [...] el nombre es como imagen de la cosa de quien
se dice, o la misma cosa disfrazada en otra manera, que sustituye por ella y se toma
por ella, [...]” (De los nombres de Cristo, “De los nombres en general”).

Disgustamos a la verdad cuando la preferimos hablada. Uno de los sabios griegos,


Zenón, decía: “La verdad necesita poco de palabras”. Cuando, en lugar de atender a lo que
da ser a la palabra insistimos en pugilatos de expresión, reducimos a sonido lo que deja de
ser verdad inmediata, no significada.
En versos de Carlos Queirós, “Vejo a verdade naufragar, inmersa /nas palabras que
corren, como un rio”. Gente desnutrida viviendo de palabrería. Hambruna generalizada de
realidad. Énfasis en John Everard: “Si estáis siempre manejando la letra de la Palabra,
siempre lamiendo letra, no mascando sino letra y sonido, ¿qué gran cosa hacéis? Nadie
puede extrañarse de veros tan famélicos”.
La verdad no tiene necesidad de la palabra; es la palabra la que puede ser más o
menos verdad; hasta mentirosa.
Momentos diferentes de la verdad: el de la verdad a medias, y el de la verdad entera:

“Si alguien oye un ruido desconocido, por ejemplo, el sonido de una palabra, desea
saber qué es lo que significa, qué es lo que la palabra representa [...]. La utilidad de
traducirla reconocida por el alma, mueve al alma, ya que al reconocer esa utilidad,
constatamos las ventajas del intercambio de pensamientos por medio del lenguaje,
previamente conocidas. Esta constatación, anima al que todavía no conoce el signi-
ficado de la palabra, pero ya ve y ama la utilidad evidente de esos signos cuyo
significado ignora” (S. Agustín, De Trinitate 10, 1).

El silencio es materia prima en la feria social del sonido. Sólo hay que atender a la
función transmisora de todo lenguaje, que no es gorjear, sino dejar a disposición mental la
cosa ultimada. Cuando no lo logramos es cuando nos exprimimos con más y más palabras.
Pero, “no las muchas palabras hartan al alma” (Kempis, 1, 3). “La sed del alma no sacia /
un árido pergamino; /ese manantial divino / lo lleva en el fondo el alma” (Goethe, Fausto).
Es evidente que el hombre histórico camina de sentir en directo a verbalizar lo que
percibe.
Tenemos el hecho de que las raíces, o palabras madres no pasan de quinientas,
mientras que las lenguas derivadas son casi incontables (Lefévre, Las lenguas y las razas).
Al evolucionar el mamífero que habla de hijo de la naturaleza a hijo de la ciudad, de sentir
lo inefable a explicarlo, deja atrás el tiempo en que se daba a entender mediante breves
66

sentencias. Un mismo contenido que hoy tenemos que servir en prolijos tomos, derro-
chando repetición para que nos crean. Sin embargo, ahí está el refrán, “al buen entendedor
pocas palabras”:

“Es ordinario en las lenguas, como ésta es, cortas y breves, callar mucho de lo que
conviene que se diga, y por lo poco que se dice, como por señas, dar a entender lo
que se calla, librando la sentencia entera en el entendimiento de los que oyen y
como remitiéndose a ellos. Ansí callan los verbos muchas veces; ansí se refieren,
sin haber dicho a lo que se refieren; ansí ponen palabras que significan la cualidad
de una cosa antes de nombrar lo que califican; y quieren que por la cualidad expre-
sada entendamos el sujeto a quien la cualidad le conviene, como es este lugar agora.
Porque diciendo verde y jugoso, quiere que vengamos en conocimiento de aquello
a quien cuadran estas dos condiciones: que es sin duda algún árbol a quien el verdor
conviene y el jugo” (Comentarios al libro de Job, VIII, 16).

Lo que ha sucedido con la humanidad, sucede en cada individuo. A medida que se


interna en la creación y en la vida, pierde locuacidad. Preguntado uno de los Siete Sabios
de Grecia para qué quería su sabiduría, respondió que para hablar consigo mismo; y, al
contrario, en el momento o en el grado que se dedica a vivir más lados de la vida, o a
desmontar ideológicamente la naturaleza en piezas, se encuentra con diccionarios gruesos,
literal y artesanalmente técnicos, que le obligan a frecuentar un mercado de significados,
infinitesimales en número y en valor, por su convencionalismo precisamente.
La que no es convencional ni esotérica, sino intuitivamente directa, es la expresión
inefable del amor:

“¡Alma del silencio, que yo reverencio, / tiene tu silencio la inefable voz / de los
que murieron amando en silencio; / de los que callaron muriendo de amor; / de los
que en la vida por amaros mucho, / tal vez no pudieron su amor expresar!” (Jacinto
Benavente, Los intereses creados).

El Libro del Amigo y del Amado, de Raimundo Lulio, es documentación sobresa-


liente. Como en San Juan de la Cruz y en Fray Luis, Dios es el Amado del Amigo, el alma
humana. “Señor dios, Amado mío, si todavía te acuerdas de mis pecados”, etc. (Fray Juan
de la Cruz, Oración de alma enamorada):

“Vedó el Amado a su Amigo el hablar, y éste se consolaba en sola la vista


de su Amado” (Raimundo Lulio, Libro del amigo y del amado, nº 153, edición de
la BAC, 1948).
“Afirmaba el amigo que en su Amado se hallaba toda perfección y negaba
que hubiese en El defecto alguno; por esto le fue cuestión cuál era mayor en su
Amado: la afirmación o la negación” (ibíd., nº 205).
“Muévese el Amigo hacia el ser por la perfección de su Amado, y muévese
hacia el no-ser por su propio defecto. De aquí nace la cuestión: ¿cuál de los dos
movimientos tiene mayor poder en el Amigo?” (ibíd., nº 320).
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“Nunca fue verdad aquello en que no hubo mi Amado; falso es aquello en


que no estará mi Amado. Y así, necesario es que sea verdad todo lo que será, fue y
es, si en ello hay mi Amado”.
“Cuestión hubo entre los ojos y la memoria del Amigo; porque los ojos de-
cían que más valía ver al Amado que recordarle, y la memoria respondía que por el
recuerdo suben lágrimas a los ojos y el corazón se inflama de amor” (ibíd., nº 17).
“En los secretos del Amigo están revelados los secretos del Amado, y en los
secretos del Amado están revelados los secretos del Amigo. Y es cuestión cuál de
éstos es mayor ocasión de revelación (ibíd., nº 161).

Tan acertadas síntesis implican extenso cuestionario. ¿Qué decir de otras expresio-
nes en que se aproxima más la inefabilidad al sentimiento de presencia?:

“Cantaba el avecilla en el vergel del Amado. Vino el Amigo y dijo a la avecilla: si


no nos entendemos por habla, enmendémonos por amor; porque en tu canto se re-
presenta a mis ojos mi Amado” (ibíd., nº 26).

“Los que hacen burla del Amado citaron al Amigo para que compareciese en juicio.
Compareció el Amigo, mas no tuvo abogado que hablase por él, porque de la po-
breza ningún don aguardaban. Acusáronle de que no vivía como los demás hom-
bres. Respondió el Amigo: Dispensa tengo del Amor. Quisieron quitarle libertad,
mas él apeló a las leyes de su Amado” (ibíd., nº 255).

“Preguntaron al Amigo de quién era. Respondióles que del Amor.


–De Amor.
¿Quién te engendró?
–Amor.
¿Dónde naciste?
–En Amor.
¿Quién te ha creado?
–Amor.
¿De dónde vienes?
–De Amor.
¿A dónde te diriges?
–A Amor.
¿Dónde vives?
– En Amor.
¿Tienes otra cosa distinta de Amor?
–Sí; injurias, culpas y pecados contra mi Amado” (ibíd., nº 93).

Consciencia amorosa donde, no importa la cantidad de palabras para expresarla, se


resume en “presencia”, verbalizada o silenciada. En síntesis sanjuanista,

Descubre tu presencia
68

y máteme tu vista y hermosura.


Mira que la dolencia de amor
que no se cura
sino con la presencia y la figura.
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VI
PEDAGOGOS DEL SILENCIO

“Nadie habla con acierto si


no sabe callar”.
(Imitación de Cristo, 1, 2)

“Refrene mucho la lengua y calentarse ha


el espíritu divinamente”.
(Fray Juan de la Cruz, Avisos)

“Si alguno no cae al hablar puede considerarse


un hombre perfecto” (St 3, 2).

“Si alguno piensa que es religioso no refrenando su


lengua, la religión déste vana es (St 1, 6). Lo cual se
entiende no menos de la lengua interior que de la ex-
terior”.
(Fray Juan de la Cruz, Cautelas, Tercera, nº 9).
70
71

Anteriores menciones nos llevan al silencio como ejercicio; a su pedagogía para


quien puede ignorar su valor. Escritos contemporáneos se ocupan, como lo estamos ha-
ciendo nosotros, de una tradición pedagógica ininterrumpida. “La fuerza del silencio”; “La
voz del silencio”; “Biografía del silencio”; “El sabor del silencio”; citando sólo algunas de
las muestras.
Aulo Gelio, en sus amenas Noches Áticas, observaba la extensión que tiene tan
común, como no tan buena, señal de aplaudir. El discurso de calidad, debiera provocar
respetuoso silencio, por profundo o por bello: “Así, en Homero, cuando Ulises refiere con
tan conmovedora elocuencia, no se ve a sus oyentes agitarse tumultuosamente, gritar y
aplaudir con frenesí; sino, al contrario, el poeta les presenta inmóviles, asombrados, silen-
ciosos, como si la fuerza mágica que encanta sus oídos penetrase hasta su lengua y se la
paralizase”
Parecida es la norma de experimentado predicador instruyendo a jóvenes en el mi-
nisterio de la palabra: Al terminar la celebración, fijaos cómo va la gente a sus casas. Si
alegre, charlatana, diciendo ¡qué elocuente!, ¡qué sabio!, ¡qué bien habla!, etc., malo, malo,
malo. Si, al contrario, en la gente predomina la concentración y el silencio, ha habido algo
bueno.
Conocidas palabras de San Jerónimo a Nepociano: “A tus discursos en reunión de
la iglesia no responda el aplauso; para ti, éste debes verlo en las lágrimas de contrición”.
Abundante materia, entre pensadores. Sentencia de Catón: Virtutem primam esse
puta compescere linguam (considera primera de las buenas cualidades la de controlar la
lengua).
San Juan de la Cruz se autoriza con la carta del Apóstol Santiago: “Si alguno piensa
que es religioso no refrenando su lengua, la religión déste vana es (St 1, 6). Lo cual se
entiende no menos de la lengua interior que de la exterior” (Cautelas, Tercera, nº 9).
Hay que saber callar; saber que se puede y que se debe. “La mayor necesidad que
tenemos [...] es de callar a este gran Dios con el apetito y con la lengua” (Avisos 2, 131).
“Refrene mucho la lengua [...] y calentársele ha el espíritu divinamente” (Avisos, 2, 79).
Poemas al silencio como el de San Gregorio Nazianceno; anécdotas, más o menos
divulgadas, sería fácil reclamarlas en antología.
Menos frecuentados en nuestras lecturas son razonamientos hondos, como el que
hace San Cirilo de Alejandría sobre esa necesidad de darle al silencio todo su valor, preci-
samente por la conexión que tiene con el Gran Silencio:

“Lo material es, automáticamente, ajeno a la inmortalidad. Por eso, ni la palabra de


fuera, ni la interior manchada de exterior, le es a Dios familiar. Hay que venerarle en
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silencio puro y pensando de Él toda sencillez. Desnudamente asemejados a Dios hemos


de ofrecernos en su obsequio. Eso, no solamente es alabanza suya, sino que nos es a
nosotros también saludable. Dios quiere ser adorado en el santo trato que supone irnos
asemejando a Él mientras Él va imprimiendo en nosotros su hermosura” (Contra Ju-
liano).

La psicología del silencio reconoce su necesidad en pedagogías elevadas.


La del sabio casi prehistórico Chang Chiehi prevenía contra la locuacidad: “El
mundo se ahoga en un mar de palabras, e ignora el camino hacia lo que tiene sustancia”.
Medular la opinión de Lao Tse, maestro de toda una civilización: “El que sabe no
habla, y el que habla es que no sabe”; que el educador francés de príncipes, Fenelón, occi-
dentaliza cuando escribe que nunca será lo suficientemente rígido un ayuno de palabras.
Conocido es el procedimiento de Pitágoras, quien, después de escoger a los candi-
datos por su fisonomía, les sometía a una prueba de años oyendo en riguroso silencio. Du-
rante ese tiempo, ni podían preguntar siquiera lo que no entendían, ni escribir lo que escu-
chaban.
También el magisterio sanjuanista le da crédito al perfil fisiognómico del candidato;
porque “es regla de filosofía que las costumbres del alma siguen el temple y complexión
de el cuerpo” (Dictámenes de espíritu, nº 25).
El polígrafo bíblico San Jerónimo escribe en carta a Eustaquia que conoce monjes
que llevan ya siete años seguidos sin proferir palabra. Con la anécdota sobre Pablo, el pri-
mer ermitaño, quien, por haber preguntado, ignorante, si Cristo había sido anterior a los
profetas no volvió a hablar en tres años.
Fuera del monacato, el caso de Diógenes Laercio, quien por haber sido causa de la
muerte de su madre por ciertas palabras que le dirigió, enmudeció desde entonces. Conde-
nado a muerte por Adriano si no hablaba, no cedió. Heroicidad que el emperador respetó
ordenándole que lo hiciese por escrito. No conocemos la respuesta; pero seguro que se
parecería a la de Xenócrates, otro filósofo: “De hablar tuve que arrepentirme muchas veces,
de callar nunca”.
San Bernardo recordaría a sus monjes tan severa pedagogía exagerando, incluso, el
hecho pitagórico, que enseñaba a hablar con cinco años previos de riguroso silencio. De
aquella escuela sobrevive el adagio: “O calla, o di algo mejor que tu silencio”.
Por espacio de dos siglos largos existió en la Península Ibérica un sitio muy cono-
cido por el nombre: Las Batuecas. Más famoso que por la comedia de Lope de Vega, que
no es de las más conocidas, lo fue en esos siglos por la renovación hecha en su soledad de
la vida solitaria de los primeros siglos cristianos. Precisamente por medio de una Orden
Religiosa, el Carmelo Descalzo, que, como dijo Paul Claudel, cultiva el silencio, prolon-
gando el rigor claustral de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz.
En aquella topografía todo era realidad y símbolo de la que debiera ser primera de
las cualidades humanas que nos recordó Catón.
La entrada la trazaba larga carretera escoltada de verdes y alistados castaños; al
margen azucenas y flores frescas; más de orilla, cedros gigantes; y, al final, un semicírculo
de cipreses montaba guardia permanente a una fuentecilla copiosa y limpia. El pilón tenía
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forma de tumba, y, en nicho, algo elevado, presidía el paisaje una calavera. Era símbolo de
la belleza de existir regada, rumorosamente, por el silencio de la muerte.
En el recorrido, en la portería, recibía al visitante del yermo una estatua de Santa
Teresa en pie, con el índice sobre los labios y apuntando con otro la Regla de la Orden.
Todo viajero que sonaba la campanilla, recibía de inmediato el Cristo Abecedario.
Era éste una imagen del Maestro pintada en un cartón elemental, invitando a que, durante
el tiempo de la visita, guardara, sin reservas, riguroso silencio. Los ermitaños llamaban a
la cruz “la Cruz sin puntos ni comas”; y, un estudiante de la Universidad de Salamanca
que, en el siglo XVIII, visitaba el famoso yermo, lo califica de “Universidad de Dios donde
se oye la lección de Prima”.
Tan bien debía de oírse esa lección que los cipreses andaban de puntillas y, entre
silencio y silencio, sólo escuchaba el valle profundo una campana lenta, encargada de in-
tensificarlo de cuando en cuando. La regla monástica del Carmelo, una de las estrechas que
reeditan la senda angosta del Sermón de la Montaña, hizo allí vida ese esquema silencioso
que traza San Juan de la Cruz para la entrevista con Dios.
Recientemente se descubrió que el misterio de la hendidura en la esfinge de Gizeh
tenía la función de sostener sobre el horizonte del desierto el anagrama de Horus, el dios
egipcio del silencio, quien, con un dedo en la boca y caminando, presidía el misterioso
cósmico culto de Isis. ¿Podía haberse ideado un monumento mejor al desierto? La mirada
de su esfinge acaba de regalarle a Napoleón una victoria ayer, en el tiempo infinito. El
mundo entero sería arenal indefinido, si sobre sus arenas silenciosas no sugiriesen presen-
cia de la nada de todo.
Nos lleva este camino a la pregonera de esa verdad: la soledad. Ponerse junto al
mundo como frente a una incógnita que hay que despejar, sin desesperar, es dilema que,
tarde o temprano, todo hombre se plantea frente al misterio del ser y de sí mismo. El plan-
teamiento ha dado grandes hombres, ese equipo que representa al anhelo por la claridad.
Quintiliano, especialista de la palabra, dice en el capítulo doce de Los Oradores:
“Los montes, los campos, esa misma solitaria esquivez […] me infunden tan gran
placer, que, entre los principales frutos de la poesía, cuento éste, es a saber: que ni
en el estrépito […], ni entre las lágrimas y miserias humanas, se escribe y se com-
pone, sino retrayendo el ánimo a lugares puros e inocentes y gozando de cierto
misterioso y sagrado retiro. Estos fueron los orígenes de la elocuencia; éstos sus
templos más arcanos; en este hábito y manera se presentó por primera vez a los
mortales, infundiendo su aliento en los pechos castos aún y no contaminados por
ningún vicio; así hablaban los oráculos. El uso de esa otra elocuencia interesada y
sanguinosa es reciente, y nacido de malas costumbres e inventado cuando se inven-
taron las armas mortíferas” (trad. de Menéndez Pelayo).

A continuación, pasa a recordar el mito de Orfeo.


Numa Pompilio, entre los romanos, propuso dar culto entre las musas a la Musa del
Silencio, de nombre Tácita o Callada.
Como la mente individual, la historia realiza también esa entrevista con enamorados
de la soledad. Con el mito de Orfeo, cristianizado en Calderón, armonía callada en San
Juan de la Cruz.
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¿Amor pleno? El sin palabras.


Expresa Raimundo Lulio: “Estaba solo el Amigo a la sombra de un bello árbol.
Pasaron varios hombres por aquel paraje y le preguntaron que por qué estaba solo. Res-
pondióles el Amigo: ‘Ahora es cuando estoy solo que os he visto y oído a vosotros; antes
estaba en compañía de mi Amado’” (Libro del amigo y del amado, nº 46).
Vacilaciones entre decirlo o decirlo callado: Propercio, en una de sus elegías (Lib.
2, 24): Dum nos fata sinunt oculos satiemus amore (mientras lo quiera el destino, saciemos
de amor la mirada). Virgilio: Longumque bibebant amorem (bebían amor pausadamente;
Eneida, lib. 1). Ovidio: Spectemus uterque quod iuvat, atque oculos pascat uterque suos....
(Démonos tiempo apacentando nuestra mirada; Amores, 3, 2).

Fray Luis de León acomodando el Cantar de los Cantares:

Robaste mis entrañas


en uno de los ojos de tu cara,
y son cosas extrañas
las que el Señor declara
a quien en mirarle algún tiempo repara.

San Juan de la Cruz, en el mismo contexto bíblico:

Descubre tu presencia
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia de amor,
que no se cura
sino con la presencia y la figura.

O bien:

Véante mis ojos,


pues eres lumbre dellos
y sólo para ti quiero tenerlos.

O,

Cuando tú me mirabas,
su gracia en mí tus ojos imprimían;
y en eso merecían los míos
adorar lo que en ti vían.

Isabel de la Trinidad habla de “la mirada única”; y otra mística del Carmelo sanjua-
nista, María la Árabe, pronunciaba después de un éxtasis: “¡Oh, sus ojos!”.
El Cantar de los Cantares ofrece inspiración común acerca del gesto enamorado.
Encontramos en él la flor y rosa, belleza símbolo de entrega y de pertenencia exclusivas.
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Recuerda Marcial que, después de los grandes banquetes, donde la profusión de


manjares y de bebidas invita a desinhibirse, servía de despedida entre amigos: Omnia sub
rosa (que todo quede bajo las rosas); advirtiendo que solamente ella, coronando el convite,
había sido motivo, no prorrogable, de vuelta a la intimidad del silencio.
La capacidad de encontrar plenitud en la soledad responde a la de amar en silencio
algo, o a alguien. “De estar sola nunca me cansaría”, escribe la amorosa Santa Teresa (Re-
laciones espirituales).
Primero de los Mandamientos, según Jesús, no es del decálogo, sino el formulado
en el capítulo sexto del Deuteronomio: amar, sobre cualquiera otra cosa, incondicional,
absolutamente, a solo Dios. “A solas con el Solo” es consigna de alta contemplación en la
gran Doctora de la Iglesia, Teresa de Ávila.
Por la dificultad que esto puede implicar, se maravillaba Fray Luis de que el hom-
bre, inclinado a consumir ruido, pueda llegar a desear soledad. Y pasa su admiración a
invitar a engolosinarse con ella:

“[..] es sin duda maravillosa obra, y muy digna de Dios, hacer del hombre, y del
nacido para las ciudades, amador de la soledad de los campos; […] amando ya lo
invisible; que […] el estilo [costumbre] común [es] cadena de hierro, ataduras y
prisiones verdaderamente mayores que las fuerzas del hombre. […] su golosina po-
bló los desiertos, […] y siembra [Dios] de sal en su alma […] [para que no tenga]
cosas que desvíen entre ellos lo limpio y lo sencillo y lo puro entre sí. Y en esta
junta es adonde verdaderamente se vive, porque es juntarse a la vida; que, cuanto a
lo demás, todo es afanar y morir” (Comentarios al Libro de Job, XXIX, 11).

El clásico castellano apunta otro contraste: “lo limpio, y lo sencillo y lo puro”; re-
nacimiento que el hombre puede sentir en la soledad de una serranía; en el bisbiseo de un
pinar; en islote perdido entre horizontes inaccesibles; en un desierto antes de que lo rompa
su silencio la tempestad atronadora.
Esa vivencia en desposados con la soledad exterior e interior:

“En la naturaleza, en el bosque, sobre todo, he sallado siempre un motivo de sosiego


y de elevación. Me renovaba, me hacía un hombre nuevo en medio de la beatífica
admiración de la belleza que me rodeaba. El furioso torbellino de sensaciones cedía
y se apaciguaba; la pureza de cuanto veía en torno mío hacía salir de su madriguera
la fauna amedrentada de la mejor parte de mi ser; el osado ciervo del noble orgullo,
el unicornio de la inocencia, el corzo tímido del pudor, la paloma de la vida íntima,
la tortolica de la sencillez” (Willibrordo Verkade, Por la inquietud a Dios).

Rabrindanath Tagore recuerda que la razón de sumergirnos en el ruido de la gente


es acallar en forma equivocada el del propio yo; los de su necia tumescencia afirmándose
propietario de sus cadenas:

“Salí solo a mi cita. Pero, ¿quién es ése que me sigue en oscuridad silenciosa? Me
echo a un lado para que pase, pero no pasa. Su marcha jactanciosa levanta polvo, y
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su voz recia duplica el ruido de mi palabra. ¡Señor, es mi pobre yo miserable! Nada


le importa a él de nada; pero, ¡qué vergüenza la mía de llegar con él a tu puerta!”.

Problema de los problemas, qué hacer con yo.


Soledad es para el espíritu –lo dice el pensador Vauvenarges–, lo que una dieta para
el cuerpo. A todo hombre le llega un momento en que la necesita.
Grandes iniciados, como Santa Teresa, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola,
sugieren al principiante “vivir como si no existiese en el mundo más que Dios y él”.
Razón de esto es la dinámica del espíritu humano entre expansión y concentración,
con gran riesgo de equivocarse.
Cautela refinada al respecto en San Juan de la Cruz: “El espíritu bien puro no se
mezcla con extrañas advertencias ni humanos respetos, sino solo, en soledad de todas las
formas, interiormente, con sosiego sabroso, se comunica con Dios, porque su conocimiento
es en silencio divino” (Avisos, nº 27).
Isabel de la Trinidad se refiere a Dios como “el gran solo”, fiel al magisterio de sus
maestros Santa Teresa y San Juan de la Cruz, “a solas con el Solo”.
En una de sus cartas:

“Ruegue usted que viva yo con plenitud mi dote de Esposa, que siempre me halle
del todo disponible. Siempre quisiera mantenerme junto a Aquel que conoce todo
el misterio a fin de oírlo todo de Él. El lenguaje del Verbo es la infusión del don;
así es como habla a nuestra alma en silencio. Paréceme que este silencio amado es
para mí la bienaventuranza. Edifiquémosle dentro una morada del todo apacible y
sosegada en la que se cante sin interrupción el cántico de ese profundo silencio, eco
del que hay en Dios”.

Se eleva también la discípula de Fray Juan cuando dice: “Tengo para mí que en el
cielo puede uno dedicarse a muchos negocios a la vez porque allí está la Unidad”.
El símil de pájaro solitario, aislado y pensativo, visto a distancia en el alero, que
San Juan de la Cruz recoge de los Salmos de David, y que, tan enfermizamente, comentaría
Leopardi, refleja la endecha de un espíritu “en soledad de amor herido”.
Porque

“[...] además de amar mucho el Esposo la soledad del alma, está mucho más herido
del amor de ella por haberse ella querido quedar a solas de todas las cosas, por
cuanto estaba herida de amor de Él. Y así, Él no quiso dejarla sola, sino que, herido
de ella por la soledad que por Él tiene, viendo que no se contenta con otra cosa, Él
solo la guía a Sí mismo, atrayéndola y absorbiéndola en Sí; lo cual no hiciera Él
con ella si no la hubiera hallado en soledad espiritual” (Cántico, 35, 7).

Como toda ley natural, la de la soledad encuentra relevancia en trance místico; el


más alto que puede experimentar un iniciado:
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“La dicha tortolilla, que es el alma, vivía en soledad antes que hallase a su Amado
en este estado de unión; porque el alma que desea a Dios, la compañía de ninguna
cosa le hace consuelo; antes, hasta hallarle, todo le hace y causa soledad” (Cántico,
35, 3).

Haciendo filosofía Clemente de Alejandría en la parte quinta de su Stromata, del


ansia solitaria, anuncia al místico castellano, precediéndole en originalidad. Buscar la so-
ledad, dice, es anhelar romper la limitación en que nos la presentan los sentidos; es anhelo
de agotar impetuosamente este tiempo que nos han dado y en que nos han envuelto, para
ver, concretamente, a qué conduce.
Es el dilema de ser o no ser, prioridad metafísica en Parménides y en Platón, cris-
tianizada en San Agustín, entre los grandes exploradores del Dios escondido, ¿Adónde te
escondiste, Amado?
Dialéctica sanjuanista: porque para hallar algo escondido hay que esconderse.
También es del alejandrino que, por ser Dios difícil de alcanzar, se propone en Isaías
como “tesoro escondido”, y que Sófocles decía que para quien le descubría “es maestro
brevísimo”, conciso.
La soledad a que la condiciona su manifestación devuelve al hombre su sensación
de pequeñez y de infancia, esfuerzo por el que vuelve a encontrar los comienzos de sí
mismo.
A cierta persona que pedía normas de perfeccionamiento a San Juan de la Cruz, le
aconsejaba éste:

“Examínese las potencias tres veces al día y cada mes tome ocho días de soledad
para hacer este examen, y le doy palabra que dentro de dos meses no habrá en su
alma más de Dios y usted en el mundo” (Dictámenes de espíritu).

Isabel de la Trinidad:

“El Verbo imprimirá en tu alma, como en un cristal, la imagen de su propia belleza,


a fin de que seas pura con su pureza, luminosa con su luz. El Espíritu Santo te
transformará en una lira mística; a impulso de su toque el silencio modulará un
magnífico cantar al amor. Entonces lograrás ser alabanza de su gloria, lo que yo
había soñado ser en la tierra”; a pregustar armoniosa música callada”.

En palabras de San Agustín, tacente ore, musico corde (musical intimidad, cerrados
los labios).
El silencio actuando en grandes iniciados como pedagogo es hipótesis humanista
también. Proximus ille deo qui scit ratione tacere (se aproxima a lo divino quien sabe hacer
mentalmente silencio (Catón, el poeta). Sapiens cum tacet honorat deum (honra a la divi-
nidad el sabio cuando calla (Sexto Empírico).
El primero de los libros, la Biblia, sentencia que más se adentran las palabras de un
sabio en silencio que un discurso de orador en multitudes; y en la Sabiduría recomienda
“cercar de espinas el oído y ponerle puertas a la boca”.
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El influyente místico medieval, Hugo de San Víctor, en su Claustro del alma, dis-
tingue tres etapas; un silencio de boca, otro mental, y, sobre todo, el de llegada al límite;
ideología que incorpora Alberto Magno a su Paraíso del Alma. San Agustín inspirándoles,
cuando escribe que, cuando la verdad se hace del todo presente, es necesario que la lengua
se inmovilice (Sermón 102).
Con riesgo de repetir, San Jerónimo, su contemporáneo, con quien se cartea, re-
cuerda que “el silencio debe ser elocuente y el habla silenciosa” (Carta 51 a Marcela);
porque, volviendo a Clemente de Alejandría, “es más valioso un lenguaje que produce
silencio”.
Recomendación de un solitario a toda una emperatriz: “Así como la fuente dismi-
nuye reservas de su manantial si se derrama, el hombre crece y vale más cuando no se vacía
con sus palabras” (San Pedro Damiano, Carta 6 a la Emperatriz Inés).
Silencio y soledad desposorio mental indisoluble, disfrutado por iniciados. Que,

“a quien soledad desea


palacios los campos son;
demás que el sabio, el prudente,
nunca más acompañado
que cuando está retirado
del comercio de la gente”
(R. de Herrera, Del cielo viene el Buen Rey, jornada 1).

Anécdota que refiere Diógenes Laercio sobre un tal Myson. Extrañado alguien de
verle tan contento cuando estaba solo, oyó su explicación: “Por eso precisamente”.
79

VII
SILENCIO Y ABURRIMIENTO

“Más solitario pájaro ¿en cuál techo


se vio jamás ni fiera en monte o prado?
Desierto estoy de mí [...]”

¿Quién, cuando, con dudoso pie y incierto,


piso la soledad de aquesta arena,
me puebla de cuidados el desierto?

(Quevedo)

“Soy un fui y un seré, y un es cansado”.


(Quevedo)

“Me estoy cansando de ser hombre”.


(Pablo Neruda)

“Soy el capitán Don Nadie que aguarda nombre del


tiempo”.
(M. Machado, Desdichas
de la fortuna, escena 1).
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81

“Lo importante es la música; el silencio es la muerte”, sentenciaba Stefan Winter


en el 52 Festival de Jazz en San Sebastián (2017). Sin embargo, su opinión, que, sin duda,
halaga el oído de mayorías tumultuosas, la atenúa con su complemento conversacional en
la entrevista. Cabe ver homóloga la pulsión revolucionaria en la música clásica y la pintura
actual, Beethoven con “La balsa de la medusa” (Géricault), Shoenberg con Kandinsky.
La raíz de la pulsión se pierde en el subconsciente de los creadores; como los ci-
mientos de grandes monumentos, que están en el subsuelo sin dejarse ver. La dirección
expresiva que tome la impulsión no deja de remitir al silencio previo a su rompimiento en
dirección al color, a la palabra o al sonido instrumental.
Análisis que se le puede escapar a esas multitudes que financian concentraciones
tan ruidosas con las que se funden para distraerse.
Disquisiciones ajenas a la psicología del entretenimiento, que busca perderse en el
éxtasis del ruido huyendo de la concentración mental; así sea emborrachándose con música
entrando y saliendo de la entrepierna frenéticamente aplaudida.
Oferta y demanda en connivencia.

“Porque el vulgo paga,


lo justo es pagarle
como a él le agrada”.

En otra versión,

Porque el vulgo aplaude,


lo justo es halagarle
para que aplauda.

San Gregorio Magno, maestro de predicadores y de comentaristas bíblicos durante


la Edad Media y el Renacimiento, dice en sus Morales que no hay señal de vulgaridad
como la de subestimar el silencio. De hecho, los adictos al ruido, como los del alcohol, del
tabaco, o de la droga, son mayoría.
Como la soledad y el silencio deseados refuerzan la personalidad, el aburrimiento
la debilita.
Venimos disertando vecinos de un verso del poeta Fernando Ressa: Tudo vale a
pena se a alma nao é pequena.
El alma empequeñecida, termina habiéndoselas mal entre sensaciones y ruidos. Y
el hastío aparece como la espuma del aturdimiento.
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Con alboroto ante el dolor, por ejemplo “Diome el cielo dolor, y diome vida” (Que-
vedo). ¿Qué puede ser el dolor? En sátira de Persio, “silencio rabiosamente roído” (3, 81).
Y la existencia, considerada sólo como negación, sin silencio para interpretar mo-
mentos por llegar, da como resultado desesperanzas, como la de Mme. Ackerman:

¿Por qué quieres dar vida a nuestros viles rostros?


¿Qué ganas tú con eso? ¿Qué van ellos a hacer?
Tras vida semejante, Señor, tus propios dones no son de agradecer.
Porque duro nos hieres, tememos, Dios, tu ceño.
Lo ves y lo has oído; prevaleció el dolor.
Permite que olvidemos en un eterno sueño
que un día aquí vivimos sin prez y sin honor.

No sólo esto. Cuando la creencia en la resurrección sea un hecho, el tipo aburrido


hasta en sus huesos “renunciará a levantarse a la voz del ángel echándole a Dios en cara
felicidad brindada tan a deshora” (Heine). Freud aguarda en la tumba el día del Juicio Final
para juzgar él a Dios por haber creado al hombre que está juzgando.
Existencias por las que pasó desapercibida la palabra pronunciada en sumo silencio
de una vez por todas.
Jesús repetía en sus conversaciones con adversarios lo que parece que era un decir
popular: “El que tenga oídos para oír que entienda”. Vigente dondequiera en otras formas.
“A buen entendedor, pocas palabras”. “No hay peor sordo que el que no quiere oír”. No
querer con base en no poder, por falta de entrenamiento para desarrollar empatía hacia lo
que San Gregorio, comentando un pasaje de Juan (8, 48) llama el sonido oculto de la ver-
dad:

“El que es de Dios oye las palabras de Dios; por eso vosotros no las oís, porque
no sois de Dios. Pregúntese cada cual a sí mismo si percibe las obras de Dios en su
corazón y sabrá de quién es. Desear la Patria del cielo manda la Verdad; apagar los
deseos de la carne; eludir la gloria del mundo; no codiciar lo ajeno y dar de lo pro-
pio. Llamad toda vuestra vida a este examen y, convocada a él, temed ese sonido
oculto de la Verdad: Por tanto, vosotros no oís, porque no sois de Dios” (Homilía,
18).

El aburrido, sin esperanza, o insensibilizado, transcurre sin horizonte. De una parte,


ve únicamente nada; de otra, divisa en ella de vez en cuando, envuelto en sedosas y acari-
ciantes telas de araña, alguna ocasión de sonreír, más que de reír. Muestra en El aburri-
miento, de Tardieu:

“Querida, os escribo porque me aburro horrorosamente. Todo me es indiferente;


dos tercios de mi tiempo los paso profundamente aburrido. No hay hombre en el
mundo que se aburra como yo. Creo que nada vale un esfuerzo. Me aburro sin des-
canso, sin reposo ni esperanza; porque no deseo nada, no espero nada, todo me es
83

igual en la vida; hombres, mujeres y sucesos. Todo eso es farsa, fastidio y miseria”
(Traducción española del francés).

Estrofa de Emilio Carrere:

Cual llanto de metal, del campanario


caen las horas… las horas… La agorera
corneja chilla. Mi alma nada espera.
¡Ay de mi vida en el funesto horario,
cuando caerá la lágrima postrera!
(“Horas”)

O, la de Bécquer:

¡Hoy como ayer, mañana como hoy,


y siempre igual!
¡Un cielo gris, un horizonte eterno,
y andar... andar!

Moviéndose a compás, como una estúpida


máquina, el corazón:
la torpe inteligencia del cerebro
dormida en un rincón.

El alma, que ambiciona un paraíso,


buscándolo sin fe;
fatiga sin objeto,
ola que rueda ignorando por qué.

La excesiva parada en el bostezo; dejar de ver el color, es tan diario acontecer, que,
más que tema de imprentas es especialidad de vidas. Se aburre el fracasado; quien erró su
vocación; el sucesor de un gran hombre; la solterona egoísta; el imbécil sin rumbo; la ena-
morada snob; el lector de aburridos escritores que dejaron excesiva niebla de descomposi-
ción al corromperse ellos.
Modalidad del aburrimiento es el escepticismo a todo dar. Supone que detrás de las
cosas se esconde la bruja nada. Clásico Fausto, desplomado al constatar que con cuatro
doctorados no sabe nada. “¡Feliz quien logre valiente / flotar sobre la profunda / mar de
tinieblas, que inunda / nuestra oscura frente!”. Nada burlona, disfrazada de oro, de carne
joven, de sensación estomacal, o de más abajo, de sueño, de letargo, acaparando los escasos
minutos que existimos. No es la nada del estoico que, entregado incondicionalmente a la
infalible y providente madre Naturaleza, está ahí con sus espaldas preparadas, según Ho-
racio, para aguantar impávido el universo si se derrumbara.
Quevedo, heredero de Séneca, observando, sereno, el tiempo cavando panteones
fúnebres:
84

Azadas son la hora y el momento,


que, a jornal de mi pena y mi cuidado,
cavan en mi vivir mi monumento.
(“¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!”)

Quiere el tiempo engañarme lisonjero


llamando vida dilatar la muerte,
siendo morir el tiempo que la espero.
(“¿Cuándo aquel fin a mí vendrá forzoso?”)

Yo dejo la alma atrás; llevo delante


desierto, y sólo el cuerpo peregrino.
(“Fuego a quien tanto mar ha respetado”)

Vivimos momentos de excesiva incitación al aburrimiento. El lenguaje y grandeza


idiomática de las cosas en Dios, explicación de todas; pero, como andamos barriendo del
mundo lo divino, todo se desconecta. Primero el alma del cuerpo, que anda, el pobre, con
inercia de bloque. Después, todo sin significado.
La vida no es algo serio. Si en tiempo de revolución morir no es nada (Bernanos),
mientras la revolución universal se incrementa, vivir tampoco. Nihilismo moral; sequía
mental. Apenas nacidos, ya están nuestras películas y nuestros medios cortejando a la nada.
Cualquier buen estudioso conoce esta acta de defunción del dios de los filósofos:

“[...] la más espantosa noticia que ha corrido nunca por las edades es la de la muerte
de Dios. ¡Dios ha muerto! Los padres, que dudan de sospecharlo, o no, osan a penas
contradecirlo en sus hijos. ¿Dónde está Dios? Quiero decíroslo. ¡Le hemos matado!
Hemos hecho nada infinita por todas partes. Ya sentimos el frío de la inmensidad
vacía. Ya hace más frío y es más negra la noche. ¿No oís el ruido de los sepultureros
que se están llevando a Dios? ¿No sentís ya el olor de la podre? ¡Dios ha muerto!
¡Le hemos matado nosotros!” (Nietzsche, La gaya ciencia, III, §125).

Estrofa triunfal del nihilismo mal entonada, puesto que el dios de los filósofos es,
desde siempre, un dios muerto.
Como Dios ha sido imaginado “asesinado”, este mundo es tertulia de aburridos en
que se reúnen olímpicamente a sonreír la nada. Il mar, la terra e il ciel miro e sorrido
(Leopardi).

Y en la encrucijada umbría
de la suerte impenetrable,
la Miseria, la implacable,
se reía, se reía...
(Emilio Carrere, “La musa del arroyo”).
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Del silencio de quien vive eternamente (Apocalipsis) deducen la nada. Paliativo,


idolatría del paladar, la del bajo vientre; sobre todo, la droga del ruido, mucho ruido.
Increpación profética: ¡Ay de quien habla con ídolos que no enseñan sino e enmu-
decer! ¡Yahveh mora (vive) en su santo palacio! ¡Calle ante El toda la tierra! (Ha, 2, 19-
20). “Calle toda carne ante Yahvé!” (Za, 2). Silencio terapéutico contra la idolatría sensa-
cional.
El cigarrillo, símbolo. Su humo es velo de quien hace la existencia digna de una
bocanada. Obstinada repetición la de eludir la tristeza incrementando la melancolía.
Burlas amargas que corren de boca en boca y de pluma en pluma denuncian la
inutilidad de existir. Sopla por ahí un viento que hiela; de desconfianza, de egoísmo, de
maldad descarada o encubierta. Cada cual, aburrido de su soledad, se mueve expulsado
adonde no le toca existir. Tanto fastidio, se distrae en bromas y farsas de desequilibrados
(Tardieu).
Expulsado hacia ninguna parte dice todo el suplicio. ¿Quién será capaz de describir
ese desolado recinto de quien pierde presencia de Dios? La carne rozagante, marcas de
licor, el veguero, suplen en el rebaño (Epicuri de grege porcus –cerdo del rebaño epicúreo–
, del verso romano), agotando existencia de rebaño.
Porque existe, en efecto, el humano bestia (Jd 1, 10). “Os prevengo contra las bes-
tias en forma humana”, escribía a los cristianos de Esmirna, Ignacio, obispo de Antioquía,
en su traslado policiaco por mar hasta Roma, condenado por el emperador a ser destrozado
por las fieras en espectáculo público en el Coliseo. Bestias los espectadores, bestias los
ejecutores.
Inmune, sin embargo, el justo contra la bestialidad. “El justo muerto condena al
impío vivo, y una juventud bien acabada condena los largos años del impío. Éste verá el
fin del justo sin entender los designios de Dios sobre él ni por qué le puso ya en seguridad.
Verán y se burlarán, pero el Señor se reirá de ellos. Pasarán a estar entre los muertos con
oprobio sempiterno” (Sb 4, 16).
Sempiternidad diferencial.
En la manada nihilista, el aburrido es solitario para nada. Creyente en el acta de
defunción de Dios, él también está hueco. “Entendamos con verdad que hay otra cosa más
preciosa, sin ninguna comparación, dentro de nosotros, que lo que vemos por de fuera: no
nos imaginemos huecos en lo interior” (Santa Teresa, Camino de perfección, cap. 18).
La interpretación del silencio que hace un aburrido es amplia; como la que hacen el
santo o el genio. La diferencia está en un hueco o en plenitud.
En medio, quienes nos aburrimos y desconcertamos sólo a ratos, haciendo del rato
lo que haríamos de la vida si llegásemos a aburrirla del todo.
Pero, los aburridos de circunstancia, por debilidad o fatiga, no devaluamos el silen-
cio; únicamente somos vulgares demasiadas veces.
Despejar soledad a profundidad no es cosa fácil. Tanto, que San Agustín cataloga
la transparencia entre los dones de Dios:

“Dentro de la conciencia hay una gran soledad, a través de la cual no pasa ni la


propia visión interior, a no ser en esperanza. Pero hay esa profunda soledad interior.
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Y lo que es esperanza se convertirá en realidad quedando toda nuestra persona en


reposo. Entonces nos veremos transparentes a nosotros mismos y nuestra concien-
cia ya no será soledad. Llegaremos a nuestro propio conocimiento. Cuando viniere
el Señor e iluminare los escondrijos de las tinieblas, manifestando los pensamientos
de los corazones, entonces cada uno tendrá alabanza de Dios” (Comentario a los
Salmos, 47).

Pero aburrido es quien se dice, muerta la esperanza, que Dios es cosa muerta; quien
para celebrar la defunción se sumerge en el estrépito en espera de la noche de la nada;
vacilación tenida en cuenta por el libro de la Sabiduría como propia de “impíos”. Pero,
como tentación, es propia tanto de devotos como de impíos.
Acorralado por la tentación el impío. Experiencia del desplome; de la inutilidad de
apostar por otra actitud diferente. Su atención, en dirección a nada. Los atareados y entu-
siasmados esperando, ¿cuándo abrirán los ojos? Él es el desengañado. Hoy ya no se le
volverá nunca más remordimiento mañana.
Sonríe al ver fantoches danzando el vals onírico de la felicidad. Porque la felicidad
no existe; las volteretas de los que se sofocan bailándola, le hacen sonreír.

“La vida en sociedad es refriega de carnaval en que la consigna es disimular alegría


con muecas aprendidas. Tanta hipocresía llega a irritarle; salen de sus labios pala-
bras mordaces; flechas de un espíritu encastillado que así cree vengarse. Esto es ya
lo único que le excita; su aburrimiento se esfuma en sarcasmo. Ya está muy lejos
de la vida y a él no pueden llegar ni amistades ni amores; tiene el sentimiento de
haber terminado” (Tardieu).

Concluido aniquilado, escribe novela, o poesía para el numeroso club del aburri-
miento. Hastiados de existir (toedium vitae) en conocida pronunciación romana.
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VIII
VERDAD Y MENTIRA EN LA VOZ DE LAS COSAS

“Creo que en cada cosita que Dios creó hay más de lo


que se entiende”.
(Santa Teresa, Moradas IV, 2)

“Disfruta de tu estancia en esa hermosa Suiza. ¿No te


parece a ti que esa naturaleza habla de Dios? El alma
tiene necesidad de silencio para adorar”.
(Isabel de la Trinidad, Cartas)
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La literatura no es única entre las bellas artes. Sin la referencia verbal, la belleza le
habla al espectador en la arquitectura, pintura, escultura. Habla en la Catedral de Burgos,
habla en la Mona Lisa, en el Moisés y en la Pietá de Miguel Ángel, en Guernica y en El
Cristo de San Juan de la Cruz, de Salvador Dalí. Impresionante el silencio del bello sexo,
como noción y como emoción indecibles.
Le hablan sin palabras los acontecimientos, todas las cosas, al entrenado para oír en
silencio.
Desde una revista norteamericana Chesterton se refería a un caballero (él mismo),
que se encuentra solo en un tren. Llega el momento en que viene a la memoria eso de
aburrirse; pero

“yo he negado siempre de la manera más enérgica que exista o que pueda existir,
ninguna cosa que carezca de interés. Me quedé mirando fijamente las pinturas de
las paredes y luego los asientos, y me puse a pensar detenidamente en el tema fas-
cinador de la madera. En el preciso momento en que empezaba a darme cuenta de
la razón por la cual, quizás, Cristo fue carpintero y no albañil, ni panadero, me
acordé repentinamente de mis bolsillos. Llevaba conmigo un tesoro ignorado. Una
rica colección de curiosidades; principié a sacar cosas”.

Le seguimos.

“Lo primero que encontré fue un buen número de billetes de tranvía. Ellos me pro-
porcionaron el material impreso que yo estaba deseando, porque llevaban al res-
paldo unos breves, pero llamativos, ensayos científicos en miniatura sobre cierta
clase de píldoras. Relativamente hablando, en aquella indigencia mía, esos billetes
podían muy bien considerarse como una pequeña, pero bien escogida, biblioteca
científica. La cosa que saqué en seguida del bolsillo fue mi cortaplumas. Un corta-
plumas, casi es innecesario decirlo, merecía por sí solo un voluminoso tomo de
meditaciones morales. La cuchilla representa uno de los primitivos de esos orígenes
prácticos sobre los cuales, como en humildes y sólidos pilares, reposa la civilización
humana. Los metales, el misterio de esa cosa que se llama hierro y de esa cosa que
se llama acero, me condujeron a una especie de sueño; vi las oscuras y húmedas
entrañas de los bosques en donde el hombre primitivo encontró, entre las piedras
comunes, la piedra extraña; vi vagamente la violenta batalla en que las hachas de
piedra y los cuchillos de pedernal saltaban hechos pedazos al dar contra algo nuevo
y brillante que blandía la mano de un hombre desesperado. Oí resonar todos los
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martillos y todos los yunques de la tierra; vi todas las espadas de los tiempos feu-
dales y todas las ruedas de la guerra industrial. Porque la cuchilla no es otra cosa
que una espada corta; y el cortaplumas es una espada secreta. Abrí el mío y me puse
a contemplar esa lengua brillante y terrible que llamamos cuchilla, y pensé que
acaso era el símbolo de la más antigua necesidad del hombre. Pero, inmediatamente,
caí en la cuenta de que estaba en un error; porque, al seguir en mi busca, saqué de
mi bolsillo una caja de cerillas. Vi entonces en ella el fuego, más fuerte aún que el
acero, la llama, esa fiera y antiquísima entidad femenina. Encontré después una
barrita de tiza. En ese menudo fragmento vi con los ojos de la imaginación todo el
arte y todos los frescos del mundo. Vino luego una moneda de muy poco valor; en
ella contemplé no solamente la efigie e inscripción del César, sino también el go-
bierno y el orden desde el principio del mundo. Pero ya no dispongo de espacio
para continuar la lista de los artículos que siguieron saliendo de mi bolsillo en es-
pléndida procesión de símbolos”.

Otra muestra en el novelista Priestley:

“Apoyo la mano en el escritorio, ante el cual me hallo trazando estas líneas, y es así
como haberla apoyado en el hombro de un hermano. Esta paciente madera estuvo
expuesta al sol y a la lluvia, conoció las heladas mañanas del invierno, los tibios y
dorados días del otoño; ha vivido como una secreta parte de nuestro ser vive aún.
Y reparemos cuán pocos son, entre los que trabajan la madera que aparecen incon-
formes y fracasados. Y cuando escribimos un libro sobre un Carpintero, lo llama-
mos Nuevo Testamento” (Momentos deliciosos).

El Padre Charles, a quien ya conocemos, sugiere escuchar las cosas. Sus dos prólo-
gos a las obras La oración de todas las cosas y La oración de todas las horas, son muestra
lograda de esa audición.
Traducimos:

“La tierra es el solo camino que nos puede conducir al cielo. No hay otro. Y la tierra
nos es una idea, un razonamiento, una abstracción, ni es una ley. Es una cosa, una
cosa enorme, una masa de cosas encadenadas unas a otras. Y, como las cosas, que
tienen la obligación de conducirnos a Dios, poseen todo lo que necesitan para ese
oficio, que les es esencial. Pero, discípulos de viejos discípulos paganos, estamos
prestos a separar el mundo de las ideas del de las cosas, y a dar a aquellas el nombre
de grandes y nobles, en tanto que las cosas nos parecen comunes y vulgares”.

Otro especialista en Escritura, observa en la misma dirección:

“La nota de Péguy, de que en la Biblia no hay una palabra abstracta, se puede tam-
bién aplicar acertadamente al Evangelio. La doctrina de Cristo, aun cuando toca las
profundidades de la vida divina, se presenta bajo una forma viva y concreta, en un
91

lenguaje sencillo como la voz de un niño, transparente. Jesús es muchas veces mis-
terioso; lo exige la materia, pero nunca es oscuro; la oscuridad es señal de impoten-
cia o de pobreza. Nada de sutilezas escolásticas, nada de comparaciones librescas,
sino imágenes tomadas de la inmediata realidad palestina: vida de gente sencilla
que sabe lo que es remendar un vestido, barrer la casa, moler la harina; gentes a
quienes la pérdida de una moneda o la desaparición de una oveja les pone en ansiosa
conmoción; vida de labradores que siembran y siegan y separan la cizaña del buen
grano, meten el trigo en graneros y vino nuevo en odres nuevos. Otras veces, para
variar esta monotonía, celebran una boda, o les sorprende desagradablemente la
noticia del buey caído en el pozo” (José Huby, El Evangelio y los Evangelios).

Cuando oramos, nos encerramos, por eso, en bellas abstracciones que nos enfilan a
las alturas, y no nos atrevemos a confesar que esas marchas áridas nos fatigan. Con todo,
la Providencia ha multiplicado a nuestro alrededor los discretos mensajeros que pueden
conducirnos por caminos suaves a fuentes de la paz.
Los viejos salmos nos hablan, por ejemplo, desde su realismo inspirado, de ranas y
de mosquitos, del lenguaje de los perros, del mochuelo y de burros salvajes, de quesos de
la manteca, de aceite y de cerveza; de las ovejas paridas abundantes in egressibus suis; de
las cáscaras que se dan a los puercos. Esto no es nada académico.
Existe una manera honesta y pura de contemplar las cosas. El Creador las formó
para cantarle. Somos iconoclastas cuando las tratamos como inútiles o inoportunas y nos
enfrentamos con la sabiduría misma del Espíritu Santo. El agua, la madera, el pescado, la
escarcha, el gallo, las flores, olores, perlas, viento, el pan sobre la mesa, el cántaro, la silla
y el techo, todo está santificado por el Verbo que vino a vivir entre todo esto, y está cargado
de inspiración por él. Todo habla; lo que falta es atención.
Un comentarista de Fray Juan de la Cruz: orar, por eso, no es abstraerse de lo que
nos rodea. Es coincidir en todo con el pensamiento divino, como leyendo un libro coinci-
dimos con el autor a través de sus palabras. Nada de maniqueísmos. El Verbo se hizo carne.
Para coincidir con Dios, ni podemos ni debemos orillar la tierra. Cada detalle gloria eterna.
Por no ver así las cosas es por lo que las vemos muchas veces como seducciones profanas,
y por lo que nuestra propia oración nos decepciona.
La Palabra del Padre fue quien sembró la creación. Y lo que era la nada, brotó de
lo que era vida en Dios, que era conversación consigo mismo. Y como quiera, dice San
Agustín, que hablar no es otra cosa que sonorizar la idea, al pronunciar su única palabra,
vertió fuera su decir, traduciéndolo en creación.
Inspirado en esta filosofía, escribe el místico del Cántico espiritual:

“Y déjame muriendo, un no sé qué, que quedan balbuciendo. Como si dijera:


allende de lo que me llegan estas criaturas en las mil gracias que me dan a entender
de Ti, es tal un no sé qué que siente quedar por decir y una cosa que se conoce
quedar por decir, y un subido rastrear y un altísimo entender de Dios que no se sabe
decir, que por eso lo llama no sé qué. Esto creo no lo acabará bien de entender el
que no lo hubiere experimentado; pero el alma que lo experimenta, como ve que se
le queda por entender aquello de que altamente siente, llámalo un no sé qué: porque
92

así como no se entiende, así tampoco se sabe decir, aunque, como he dicho, se sabe
sentir. Por eso dice que le quedan las criaturas balbuciendo, porque no lo acaban de
dar a entender. Que eso quiere decir balbucir, que es hablar de los niños, que es no
acertar a decir y dar a entender qué hay que decir” (Cántico, 8).

Sucede con la inefabilidad en las profundidades de la contemplación y en la pala-


brería convivencial multiplicando palabras sin sustancia.
Más de una vez, observa irónico el Nobel Jacinto Benavente, la vida es tertulia
donde se emplean palabras para disimular pensamientos. Y otro Nobel, Henri Bergson, que
de hablar y de escribir con arte, sea de lo que quiera, está en hablar y escribir haciendo
olvidar que se usan palabras. Más sustancia que envoltorio.
“El río sigue su curso”, dice el poeta francés, “sin perder su manantial; la naturaleza
te habla en este sentido, y tú no la oyes”. Es dinámica, diseñada como señal de tránsito
hacia un punto omega.
Es de San Agustín la exageración del caminante que se entretiene con la mano que
le está indicando la dirección en lugar de atender a lo que le está diciendo.
Si el cerebro ve las cosas adorables, está viendo verdad falsificada. Por lo mismo,
mentira: ideo, omnis creatura mendacium (San Buenaventura, comentando el Exameron).
Buenaventura es el santo franciscano que cayó en éxtasis ante la belleza de la reina
de Francia. Lejos de toda sensualidad, le evocaba hermosura divina. San Juan de la Cruz
escribe también bellas páginas a esa evocación, balanceadas con las que advierte contra la
equivocación:

Por toda la hermosura


nunca yo me perderé,
sino por un no sé qué
que se alcanza por ventura.

Un más allá evangélico, no platónico:

El corazón generoso
nunca cura de parar
donde se puede pasar,
sino en más dificultoso;
nada le causa hartura
y sube tanto su fe,
que gusta de un no sé qué
que se alcanza por ventura.

Platónico San Agustín:

“Cuando se presenta ante los ojos la hermosura inteligible de Aquel de cuya boca
nada falso procede, en el preciso instante que la radiante verdad fulgura más y más,
me siento rechazado y me quedo parpadeando en mi debilidad. Pero de tal modo
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me enardece el amor de tal hermosura que llego a despreciar todas las cosas huma-
nas que me apartan de ella” (Contra mendacium –Contra la mentira– 88, 36).

Desconectar las cosas de su dirección cósmica, deteniendo en ellas la adoración, es,


bíblicamente, idolatría. “Las criaturas de Dios se convirtieron en abominación y escándalo
para las almas de los hombres y en lazo para los pies de los insensatos” (Sb 14, 11). La
irresponsabilidad de esa idolatría mentirosa de las cosas está en “atribuirles el nombre in-
comunicable (Sb 14, 21).

San Juan de la Cruz comenta:

“Y toda la gracia y donaire de las criaturas, comparada con la gracia de Dios, es


suma desgracia y sumo desabrimiento; y, por eso, el alma que se prenda de las
gracias y donaire de las criaturas, sumamente es desgraciada y desabrida delante
los ojos de Dios; y así no puede ser capaz de la infinita gracia de Dios y belleza,
porque lo desgraciado grandemente dista de lo que infinitamente es gracioso”
(Subida I, 4, 4).

“[…] por lo cual las goza muy diferentemente que el que está asido a ellas, con
grandes ventajas y mejorías. Porque éste las gusta según la verdad de ellas, esotro
según la mentira de ellas” (Subida III, 20. 2).

Un discípulo de Fray Juan de la Cruz, contemporáneo nuestro, poetiza bellamente


esa filosofía de San Agustín, de San Buenaventura, y de su Maestro:

¡Mentirijilla de las cosas!


¡Todas las cosas mentirosas!
Que soy de rosa. (Y era de arcilla).
¡Que soy de rosa! (¡Y era de arcilla!)
¡Y yo, de incauto, todo lo creo!
Que soy de rosa (¡Sí que es de rosa!)
¡Desilusión!
¡Mentirijilla de las cosas!
¡Mentirijilla, mentirijilla,
Todas las cosas mentirosas!
(Juan Alberto del Carmen, Breviario de Oro).

San Agustín aclara:

“Yo soy la Verdad. No es que el mismo hombre sea mentira, pues es Dios su Ha-
cedor y Creador, que no es ciertamente Hacedor y Creador de mentira. Lo que
quiero decir es que el hombre fue hecho para que viviera, no conforme a sí mismo,
sino conforme a Aquel que le hizo, para que hiciera más bien la voluntad de Dios
94

que la suya. No vivir conforme a esa vida para la que fue hecho, ésa es la mentira”
(Ciudad de Dios 14, 4).

Banquete de mentiras es la creación para quien la desliga de su origen en Dios;


migajas que caen de la mesa del príncipe lamidas por perros desnutridos, que somos noso-
tros, y es de San Juan de la Cruz el símil famoso:

“En lo cual es de saber que todas las criaturas son meajas que cayeron de la mesa
de Dios. Por tanto, justamente es llamado can el que anda apacentándose en las
criaturas, y por eso se les quita el de los hijos, pues ellos no se quieren levantar de
las meajas de las criaturas a la mesa del espíritu increado de su Padre. Y por eso
justamente, como perros, siempre andan hambreando, porque las meajas más sirven
de avivar el apetito que de satisfacer el hambre” (Subida, I, 6, 3-6).

“Cánsase y fatígase el alma que desea cumplir sus apetitos, porque es como el que,
teniendo hambre, abre la boca para hartarse de viento, y, en lugar de hartarse, se
seca más, porque aquél no es su manjar” (Subida, I, 6, 6).

Hablando San Juan de la Cruz de palabras sustanciales, se expresa: “Ni el demonio


ni el entendimiento pueden entremeterse en esto”. No hay comparación de palabras a las
de Dios. Todas son como si no fuesen junto a ellas, y su efecto es nada junto al de ellas.
La nada en silenciosa contigüidad con todo cuanto no es verdad.
95

IX
LA PALABRA SILENCIADA

“Y colgué en los verdes sauces


la música que llevaba,
poniéndola en esperanza
de aquello que en Ti esperaba”.

(San Juan de la Cruz, “Romance sobre el


salmo Super flumina Babylonis”)

“Alabanza de gloria es un alma amante del silencio


que se mantiene como una lira preparada al toque del
Espíritu Santo para que haga salir de ella melodías di-
vinas”.
(Isabel de la Trinidad)
96
97

“Música callada” (San Juan de la Cruz). “Música no tocada” (Tagore)


Para profanos, juego de palabras; para iniciados “música de lo eterno”; correspon-
diente preludio con lo destinado a desaparecer; porque “todo lo que no es de Dios perecerá”
(Kempis).
No, no y no sobre no:

No digas nada, no preguntes nada.


Cuando quieras hablar, quédate mudo:
que un silencio sin fin sea tu escudo y,
al mismo tiempo, tu perfecta espada.

No llames si la puerta está cerrada,


no llores si el dolor es más agudo,
no cantes si el camino es menos rudo,
no interrogues sino con la mirada.
Y, en la calma profunda y transparente
que poco a poco y silenciosamente
inundará tu pecho de este modo,
sentirás el latido enamorado con que
tu corazón, recuperado,
te irá diciendo: todo, todo, todo.
(Francisco Luis Bernárdez, glosando a San Juan de la Cruz.).

La nada como camino hacia alguna parte, lógicamente estridente, se refiere a neu-
tralizar distancia para el encuentro con lo permanente. “Se entiende de apagar la apetencia
[desordenada] y afición acerca de todas las cosas” (Noche, 1, 11).
Apagón general, incluido el del propio yo. “Si alguno quiere seguirme, niéguese a
sí mismo”. “No se puede servir a Dios y al dinero”. O lo uno o lo otro.
Cosas y momentos en que el no ha de ir por delante. Fijación de prioridades y de
preferencias.
La postergación de la palabra, por insuficiente, o por inservible, no sólo se da en la
inefabilidad mística, sino en toda creación literaria de altura, o de profundidad. Místico
profundo y literato ornamental, Fray Juan de la Cruz, reúne ambos dominios:

“En uno y otro estado (místico o no místico) la palabra se encuentra ante su propia
destrucción, ante algo que la puede hacer estallar, incapaz ya de aliento. Entonces
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el lenguaje tiene uno de dos caminos, o dos escapatorias acaso, acordes en su con-
trariedad diametral: el de la auto aniquilación y el del simbolismo. O la palabra se
va borrando a sí misma a medida que se escribe, gritando su invalidez con más
fuerza que su propio sonido, quedándose en puras negaciones, en términos de pri-
vación, de carencia, de ignorancia; o bien, en vez de lanzarse al agua y ahogarse,
emprende el rodeo que acerque la inefable, y crea símbolos, figuración de lo tras-
cendente, hermosos mundos imaginativos que se alzan en pie, con vida propia, con-
tradiciendo acaso la voluntad de negación de donde nacieron. Este es el conflicto;
el problema; probablemente el gran problema moral de la creación literaria” (José
María Valverde, “San Juan de la Cruz y los extremos del lenguaje”).

Actitud de negar, que, fuera y dentro de la experiencia mística, la gramática registra


en los verbos anular, aniquilar, y anonadar.
Todos somos nulidad en más de un aspecto. “De nada”, responde cortésmente quien
se siente agradecido por algo. Los adversarios se anulan unos a otros. La fuerza armada
aniquila a la contraria. Lo hace la fiera devorando a su presa. La muerte no anunciada del
ser amado anonada a cualquiera.

El discurso hablado, o el musical, se desarrollan, anonadando, palabras y sonidos


precedentes. Pero no los fagocita, sino que los transforma en silencio donde son y valen
más que sonando.
Interiorizada la palabra, silenciada, tiene más ser que pronunciada.
Algo, observa San Agustín, que puede llegar a entender el más rudo tanto cuando
canta como cuando escucha (De Trinitate 4, 2).
En la comunicación hablada, la palabra siguiente envía la anterior al silencio men-
tal; y actuando, el instante anterior pasa, igualmente, al silencio de la memoria.
Afiligranado el análisis en la Confesiones de San Agustín de la memoria en cuanto
universo del silencio.
Valioso para inferir, por analogía, la comunicación silenciosa mental. La palabra
silenciada adquiere ubicuidad. Puede encontrarse en infinidad de cerebros al mismo
tiempo.
Como en eternidad todo es ahora, sin antes ni después, el Eterno no tiene memoria.
La inscripción que remata su cosmos monumental, es de instante único; el de la única vez:
“dijo Dios y así fue”.
Explica Agustín “el gran milagro” de la dinámica palabra-silencio en simultaneidad
mental:

“En cuanto el sonido haya agitado el aire y tocado el oído, pasa, y no repite ni
resuena más. Así, se suceden sílabas, precediendo y siguiendo, de manera que la
segunda no suena sino después que pasa la primera. Con todo, en esta realidad tran-
sitoria se encierra un gran milagro. Si teniendo vosotros hambre yo pusiese delante
de; vosotros un pan, no alcanzaría a todos; os dividiríais lo que yo os pusiese, y,
cuanto más numerosos fueseis, tanto menos os tocaría. En cambio, ahora hablo, y
no os dividís entre vosotros las palabras y las sílabas: no os repartís mi discurso,
99

para que uno se lleve esta parte, el otro la otra, y así llegue a todos convertido en
trozos y pedacitos de lo que estoy diciendo. Lo que sucede es que uno lo está oyendo
todo, dos lo están oyendo todo, muchos lo oyen todo; a todos llega íntegro. Tu oído
está; oyendo y no le quita nada al oído del vecino que está próximo. Si esto sucede
con el verbo sonante. ¿Qué será con el Omnipotente?” (San Agustín, Sermón 28).

Concepto y pronunciación simultáneos en eternidad y en tiempo mental.


Palabra y silencio en sincronizados y sintonizados.

San Juan de la Cruz aprovecha un versículo de Job (4, 2), “¿quién podrá contener
la palabra que en sí tiene concebida sin decirla?”, para introducir al canto de la dulce filo-
mena (el Verbo ruiseñor) que se deja oír en intimidad primaveral de la mente purificada:
“En mi pecho florido, que entero para él solo se guardaba” (Noche, estrofa 6); “Allí me
mostrarías […] el aspirar del aire, el canto de la dulce filomena […] en la noche serena”
Cántico, 38-39); “sin ruido de palabras y sin ayuda de ningún sentido corporal y espiritual”
(Cántico, 37, 12).
Paso de palabra a silencio. Gozo y alegría de aurora y amanecer en ese paso. “Mi
alma espera a Yahvé más que un centinela la aurora” (Sal 129). En la pluma de Fray Juan,
mi Amado, música callada, como noche sosegada en par de los levantes del aurora (Cán-
tico, 15)

“[…] en la cual voz del Esposo que se le habla en lo interior del alma siente la
esposa fin de males y principio de bienes, en cuyo refrigerio y amparo y sentimiento
sabroso ella también, como dulce filomena, da su voz con nuevo canto de jubilación
a Dios [...], según también el mismo Esposo se lo pide a ella en los Cantares, di-
ciendo: ‘Levántate, date priesa, amiga mía, y ven, paloma mía, […] suene tu voz en
mis oídos’” (Cántico, 38, 9).

Fiel a la primitiva votación conciliar que deificó a Jesús de Nazaret en tanto que
pronunciación del Padre, Agustín ayuda a entenderla por la pronunciación temporal:

“He aquí que profiero un sonido; mas, cuando lo he proferido, ya no lo recabo; si


quiero que se vuelva a oír tengo que proferir otro, y cuando éste pase, profiero otro
o sobreviene el silencio. En cambio, el verbo intelectual lo profiero ante ti y lo
conservo en mí; tú descubres lo que oíste, y yo no pierdo lo que dije. El verbo
intelectual, permaneciendo en mi corazón, emigra al tuyo, sin abandonar el mío.
Con todo, cuando ese verbo está en mi corazón y quiero que entre también en el
tuyo, busco un sonido vehículo por donde pase a ti, tomo un sonido, coloco en él
mi verbo y lo pronuncio, lo hago público, lo enseño a todos y no me he desprendido
de él. Si esto puede hacer mi entendimiento con mi voz, ¿no iba a poderlo hacer el
VERBO de Dios con su carne? He aquí al VERBO de Dios, Dios dentro de Dios,
sabiduría de Dios que permanece inmutablemente en el Padre. Para manifestarse
hasta nosotros, buscó una carne, salió de ese seno del Padre a nosotros sin apartarse
del “Padre” (San Agustín, Sermón 28).
100

Para ambos doctores, teórico Agustín, teórico y experimental Fray Juan, no sólo
pronuncia el Padre a Jesús de Nazaret en eterno silencio, sino también en el de la Natura-
leza. El universo está hecho por él y para él (Hb 1, 1-2). Es pronunciación suya.

“En esta manera, el canto que pasa en el alma en la transformación que tiene en esta
vida, el sabor de la cual es sobre todo encarecimiento. Pero, como no es tan perfecto
como el cantar nuevo de la vida gloriosa, saboreada en el alma por este que aquí
siente, rastreando por la alteza de este canto la excelencia del que tendrá en la gloria,
dice que aquello que le dará [el Esposo] será el canto de la dulce filomena” (San
Juan de la Cruz, Cantico 37, 10).

Tiempo y eternidad analógicos que maneja el clásico agustino Fray Luis de León,
en prosa y verso. En su comentario al atributo de Pastor en Cristo, al oírse en las siestas en
eternidad ecos del rabel sonoro “cuyo dulzor el alma pasa”; es la musicalidad que encanta
en praderas de tiempo al rebaño de sus criaturas, al alma del Cántico Espiritual sanjuanista
en su excursión por el “el soto y su donaire”:

“Por el soto, por cuanto cría en sí muchas plantas y animales, entiende aquí a Dios
en cuanto cría y da ser a todas las criaturas, las cuales en Él tienen su vida y raíz, lo
cual es mostrarla Dios y dársela a conocer en cuanto Criador. Por el donaire de este
soto, que también pide al Esposo el alma aquí para entonces, pide la gracia y la
sabiduría y la belleza que de Dios tiene no sólo cada una de las criaturas, así celestes
como terrestres, sino también la que hacen entre sí en la respondencia sabia, orde-
nada, graciosa y amigable de unas a otras […], que es cosa que hace al alma gran
donaire y deleite conocerla” (San Juan de la Cruz, Cantico 37, 11).

Diríase que, si San Juan de la Cruz intenta, poetizando, dar a entender pronuncia-
ción eterna, San Agustín la facilita temporalizada; mentalizada, porque la dimensión de
profundidad pertenece a lo mental.
La profundidad es propiedad del espíritu, que, por naturaleza, le busca bases y sig-
nificado a las superficies.
Para la partícula cósmica, que es la mente humana, están en “dijo Dios, y así fue”;
en la pronunciación creadora:

“Reconoce que en ti hay algo dentro; muy dentro de ti. Regresa a ti mismo. Cuando
de nuevo hayas subido hasta ti, no te quedes en ti. Regresa a ti mismo desde el
exterior y entrégate de nuevo a Quien te hizo y buscó cuando te perdiste, te descu-
brió cuando te fugaste, te convirtió cuando te desviaste. Regresa a ti y refúgiate en
tu Hacedor” (San Agustín, Sermón 330).

“Padre Nuestro, que nos enseñas a orar, escúchame ahora que parpadeo en las ti-
nieblas. Guiándome Tú, regresaré a mí y a Ti” (San Agustín, Soliloquios 2, 6).
101

En esta inmersión es donde se percibe la omnipresencia dando ser y elocuencia a


las cosas:

“Dondequiera, Oh Verbo, estás presente a quienes te consultan, y les contestas a la


vez, aunque consulten cosas distintas. Claramente estás respondiendo a todos, aun-
que no todos te oyen con claridad. Todos consultan lo que quieren, pero no todos
oyen lo que quieren. Perfecto es aquel que no pretende oír lo que quiere, sino más
bien lo que te oye a Ti” (Confesiones, 10, 26).

“Todo has de tratarlo en tu interior. En lo interior del hombre mora la verdad. La


verdad no llega desde fuera por el raciocinio; es a donde llegan interiormente los
razonadores”.

“Atención al Maestro; porque buscamos su gloria y alabamos, mientras nos enseña;


su verdad nos deleita dentro, donde nada hace ruido” (Comentario al Salmo 50).

Texto de San Pablo (Ef 1, 12) básico en la Llama de amor viva, donde Dios crea la
mente humana para que alabe. Céntrico para la seguidora de Fray Juan, Isabel de la Trini-
dad, sobresaliente en el silencio como bienaventuranza. “Mi vocación eterna, para la cual
Dios me eligió en El ‘in principio’, y proseguiré ‘in aeternum’, cuando, sumergida en el
seno de la Trinidad Santísima, sea incesantemente alabanza de su gloria” (Recuerdos).
Comentando En el silencio encontraréis vuestra fortaleza, texto profético en la Re-
gla del Carmelo, lo propone como su razón de ser y de existir.

“Un alma que contemporiza con el yo, preocupándose de su sensibilidad, persi-


guiendo pensamientos inútiles, deseos de cualquier género, derrama energías y deja
de estar totalmente orientada hacia Dios; su lira no sintoniza con el cielo y, cuando
el Divino Maestro quiere pulsarla, no saca de ella armonías divinas; aún hay en ella
mucho de humano y resulta desacorde.
Alma que reserva en sus reinos de dentro algo para sí, cuyas potencias no
recluye totalmente en Dios, no puede ser perfecta alabanza de gloria; no se halla
hábil para cantar sin intermisión el canticum magnum porque la unidad no reina en
ella; en vez de proseguir con sencillez su alabanza, en medio de todas las cosas, se
ve obligada a andar buscando por todas partes las cuerdas esparcidas de su instru-
mento”.

¡Qué necesaria es esta bella unidad íntima al alma que anhela vivir en la tierra vida
espiritualizada! ¿No era todo esto lo que el Divino Maestro quería insinuar a Magdalena
cuando le hablaba del “unum necessarium”? (Lc 10, 42). ¡Qué bien lo entendió la gran
santa! Alumbrada con luz la fe, había reconocido a Dios bajo el velo de la humanidad, y
en silencio, en unidad con sus potencias, escuchaba.
Esta joven mística ve su exacto cumplimiento verificando el verso del Salmo: “El
silencio es tu alabanza”. Sí, es la alabanza más bella, puesto que es la misma que se canta
102

eternamente en el seno de la apacible Trinidad; es “postrer esfuerzo del alma que rebosa y
no puede articular palabra”.
Esa sintonización con la Unidad, simplicidad purísima de Dios, “perenne ahora”,
“presente eterno”, la razona así la joven iniciada:

“Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt., 5, 48). Dios, dice el
Areopagita, es el gran solo. Quiere mi Maestro que yo imite esa perfección y le
rinda homenaje estableciéndome también en perfecta soledad. El Ser Divino vive
en eterna e inmensa soledad, y, aunque mantiene interés por sus criaturas, no sale
de ella, pues jamás sale de sí mismo.
A fin de que nada me haga salir del hermoso silencio interior, requiero igual
aislamiento, idéntica condición. Si mis deseos, mis temores, mis gozos y mis dolo-
res no se hallan perfectamente subordinados a Dios, no lograré estar en soledad;
habrá en mí bullicio”.

Podía remitir la profunda escritora al deslumbrador palacio teresiano, rodeado de


sabandijas sucias y ruidosas, pero de aposentos íntimos, lejos de ellas, limpios como un
cielo, donde, Quien le hizo, espera la unidad y la llegada del alma a su silencio para mani-
festársele.
Elocuente soledad sonora; toda eco íntimo, no tan sola.
San Agustín:

“Dentro de la conciencia hay una gran soledad, a través de la cual no pasa ni la


propia vista interior. Habitémosla con la esperanza, ya que no podamos en la reali-
dad. Todo lo nuestro lo llevamos por de fuera; pero hay una soledad interior. Inte-
rroguemos por ella a nuestra fe. Donde ningún hombre pueda ponernos los ojos, ahí
está la soledad. Ahí descansemos en esperanza. Todas estas tribulaciones pasan, y
lo que es esperanza se convertirá en realidad quedando toda nuestra persona en re-
poso. Entonces nos veremos transparentes a nosotros mismos y. ya no será una so-
ledad la conciencia. Llegaremos a nuestro propio yo. Cuando viniere el Señor e
iluminare los escondrijos de las tinieblas, manifestando los pensamientos de los
corazones, entonces cada uno tendrá alabanza de Dios” (San Agustín, Sermón 47).

San Juan de la Cruz pone en verso el texto bíblico que inspira a Agustín:

“[…] todas estas voces hacen una voz de música de grandeza de Dios y sabiduría y
ciencia admirable. Y esto es lo que quiso decir el Espíritu Santo en el libro de la
Sabiduría (1, 7), cuando dijo […]: ‘El Espíritu del Señor llenó la redondez de la
tierra, y este mundo que contiene todas las cosas que Él hizo tiene ciencia de voz’,
que es la soledad sonora que decimos conocer el alma aquí, que es el testimonio
que de Dios todas ellas dan en sí” (Cántico Espiritual, 14, 27).

El autor de las Confesiones ve también así la creación, más accesible que los mís-
ticos, a nuestra manera corriente de conversar. Puesto que Dios, como dice el Eclesiástico,
103

adornó de una vez para siempre su obra, todo es cadencia de esa norma que crea belleza
imitando la Suya. La creación tiene así sentido y éste hay que ir a oírlo a profundidad.

“Cuantas cosas mudables llegan por los sentidos del cuerpo, o por consideración
mental, serían imposibles de abarcar si no estuviesen dentro de alguna serie o cata-
logación; despójalas de esa forma anterior en que las recibes y caerían en la nada.
Luego, no dudes que las cosas mutables no se contradicen, sino que componen una
especie de versos de tiempo con sus movimientos concertados y distinta variedad
de formas. No dudes de la forma eterna e inmutable que no se difunde ni se mide
en el espacio, ni varía con los tiempos” De libero arbitrio, II, 16, 44].

¿Dónde está esa Forma?

“A dondequiera que te vuelvas te habla la Sabiduría por las huellas que imprimió
en sus obras. Cuando te deslizas lo exterior, la Sabiduría te retrotrae a lo interior
valiéndose de esas formas exteriores. Te invita a observar que todo cuanto deleita
en el cuerpo y seduce a tus sentidos es numeroso; a que busques el porqué; entres
en ti mismo y entiendas que no aprobarías o rechazarías eso que alcanzan los sen-
tidos de tu cuerpo si no tuviesen dentro anteriormente la norma de belleza a la que
refieres y con la que contrastas cuantas hermosuras y cosas agradables descubres
en el exterior. Trasciende ahora tú mismo espíritu y fíjate en el número incontable,
(la Unidad que explica lo numeroso y lo resume). La Sabiduría se encenderá en tu
presencia sobre tu propio trono interior, en el sagrario mismo de la verdad” (De
libero arbitrio, II, 16, 41).

San Agustín y San Juan de la Cruz entre quienes han dado rendimiento máximo en
la tarea de interpretar el silenciamiento universal.
104
105

X
LO CALLADO COMO PRELUDIO

“Mi vanidad de poeta muere de vergüenza delante de


Ti, Señor, Poeta mío. Aquí me tienes sentado a tus
pies. Déjame sólo hacer recta mi vida, como una
flauta de caña, para que Tú la llenes de música”.
(Rabindranath Tagore, Ofrenda lírica, 7)

“Tengo ansia de morir en lo inmortal. Llevaré el arpa


al tribunal que está junto al abismo sin fin de donde
sube la música no tocada. Acordaré mi música con la
música de lo eterno y, cuando haya cantado su último
sollozo, pondré mi arpa a los pies de lo callado”.
(Rabindranath Tagore, Ofrenda lírica, 100)

“Alabanza de gloria es un alma amante del silencio


que se mantiene como una lira preparada al toque del
Espíritu Santo para que haga salir de ella melodías di-
vinas”.
(Isabel de la Trinidad)
106
107

El lector de San Pablo conoce sus referencias al universo extrasensorial. Existe lo


invisible, lo inaudible; realidades que no pueden percibir los sentidos externos (1 Co 2, 9).
Indecible desde ellos.
En términos abarcadores, hay un supra universo del otro lado del espacio y el
tiempo (2 Co 4, 18). La accesibilidad a él sólo es posible por la fe. “Garantía de lo que se
espera, y prueba de lo que no se ve” (Hb 11, 1). Oscuramente, la fe puede visionarlo, pero
no “apalabrarlo”.
“Abismo de la fe” en el pensamiento y pluma de San Juan de la Cruz, especializado
explorador abisal.
Aunque sobreentiende por fe la católica y tridentina, que, evidentemente, relativiza
y reduce su magisterio, le deja sobresaliendo como aportador excepcional al patrimonio
universal de la mística comparada.
Diserta dentro de una tradición que venía representada por el seudo Dionisio, equi-
vocadamente identificado como discípulo de San Pablo, por lo mismo, con autoridad bí-
blica. En esa categoría lo cita decenas de veces el teólogo principal del cristianismo, Santo
Tomás de Aquino. Esa tradición mística culmina en místicos medievales cuya afinidad es
evidente en la disertación sanjuanista.
Hilo conductor es la iluminación de la mente humana por la oscuridad de la fe, la
purificación necesaria para conseguir vivenciar la eternidad desde el tiempo, y la imposi-
bilidad de comunicarlo en palabras.
Esto, a nivel de minorías iniciadas; porque a nivel poblacional la fe la monumenta-
lizaban petrificada imponentes monumentos, emblemas de la dirección del espacio y el
tiempo hacia la infinitud de lo eterno.
Porque hubo tiempos, cuando Europa era “la Cristiandad”, en que las piedras ha-
blaban.
Es sabida la impresión que le produce a Heine la catedral de Colonia: “Estas cosas
no se construyen con opiniones”. Percibía la sinfonía congelada, tal como Goethe se había
referido a la arquitectura. Ninguna con la misión histórica de la románica y la gótica cris-
tianas.
Voz en las piedras predicha por quien la Carta a los Hebreos designa como “el
Autor de la Fe”. Cuando sus adversarios le exigen que silencie a sus seguidores aclamán-
dole rey entrando en Jerusalén a lomos de un pollino, la respuesta del humilde rey en las
formas es que si ellos se callan la aclamación sería aún mayor porque la gritarían hasta las
piedras.
Monumentos esparcidos por la geografía de la fe en la eternidad, depósitos de un
idioma petrificado. No solamente el anonimato de las hormigas humanas que los erigieron,
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que tan alto habla; sus millares de piezas en el sitio exacto; sus vitrales haciendo bíblica la
luz; sus naves, bajo las cuales el microbio racional no puede engreírse; su imponente im-
presión de ascenso, susurro petrificado sintonizando incontables diferencias.
Un monje que ve levantar estructuras tan gigantescas, describe el espectáculo de
hombres orgullosos por su nobleza, acostumbrados a una vida cómoda, tirando de la carreta
para acarrear cal, madera y bloques de piedras. A veces, decenas tiraban de una carga, y no
se oía, con todo, ningún ruido; cuando descansaban, sólo hablaban de sus pecados, que
confesaban con plegarias y lamentos. Los sacerdotes exhortaban a deponer odios y a per-
donar deudas. Y si alguien estaba tan duro que no quería perdonar, se le separaba del grupo
y se le despedía del esfuerzo en común. Acá y allá los ciudadanos hacían votos. Así, los de
Friburgo, como el de que el mejor vestido de cada difunto sería vendido para la construc-
ción de su catedral. Un turno transmitía al siguiente las herramientas y se recogía después
a reposar, difunto, en el subsuelo del templo, que publicaba en espacio abierto el anonimato
laboral.
Había prioridad de intenciones. Ahora, que primero es la primera página del perió-
dico, la superpoblación desconoce al Dios de esas catedrales, ni reconoce autoridad respe-
table; apacentada consumiendo tiempo vertiginoso.
Es una de las lecciones de esas moles de fe en lo eterno.
Armonía silenciosa transformando en voz esas siluetas titánicas. Emblemas de otra
transformación: “la de las almas en esos misterios de Cristo” (Cántico Espiritual, 39).
Los místicos coetáneos de catedrales y de monasterios nos han legado, con su voz
escrita, la mentalidad de su tiempo.
La edad de Santo Tomás, de San Buenaventura, de Suso, de Tauler y de Ruisbroek,
la de Ramón Lull, con sus defectos de edad destinada a la caducidad, como todas, con su
señal de tránsito flechada hacia la eternidad, supera en aspiración a nuestra mentalidad de
velocidad y de cemento.
Nosotros, historiadores, reporteros contemporáneos y coetáneos de rascacielos de
concreto armado, emblemas del capitalismo, caemos bajo la caricatura agustiniana de ci-
vilizados gramaticales.

“Mira, Señor, Dios mío, mira paciente, como sueles mirar, de qué modo guardan
diligentes los hombres acuerdos sobre las letras y las sílabas recibidos de los pri-
meros hablistas; en cambio, descuidan los pactos de salud eterna recibidos de Ti;
de modo que, si alguno de los que enseñan o saben las reglas antiguas sobre los
sonidos pronunciase contra la regla gramatical [...], desagradaría más que si, contra
tus preceptos, odiase a otro hombre, siendo hombre” (Confesiones, 1, 18, 29).

Los años de Santo Tomás y de Raimundo Lulio no eran años dedicados, con exclu-
sividad, al Apocalipsis.
El gran silencio de media hora sobre el universo en expectativa, de que habla el
exiliado en Patmos, que no aciertan a explicar los intérpretes, no fue un corte violento en
la respiración de Europa acaparándole pinceles, plumas y plomadas.
Si bien Schopenhauer cree que Dante tomó de un mundo retorciéndose a su lado
los tormentos de su infierno, y que, al llegar al cielo, por no encontrar en la vida materiales
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adecuados tuvo que contentarse, no con describir el paraíso, sino con decir lo que entonces
se decía del paraíso, el hecho es que también el tiempo de Dante tiene récord en armonía;
tiene a Fray Angélico, la pluma del dulce Lull, la armonía catedralicia en proporciones que
dan que hacer a nuestros prismáticos.
Pero la perennidad medieval se da, sobre todo, finamente atemporal en sus místicos;
mejor que en sus pensadores filósofos (donde suele ir a vérsela) no siendo más que prolon-
gación de Platón o de Aristóteles.
Fue “el Verbo cantor”, adjetivado así por Clemente, quien, como nota final de su
magisterio de armonía entre los hombres, antes de despedirse de su misión en el tiempo
entonó el “que todos sean unidad como Tú y Yo somos unidad”; eco de la unicidad en la
disgregación cósmica.
La mística, eminentemente individual, es la que mejores comentarios ofrece sobre
la audición de la “música nueva” (Clemente), que requiere “el profundo silencio que con-
viene que haya en el alma según el sentido y el espíritu, para tan profunda y delicada audi-
ción ya que habla Dios al corazón de esta soledad en suma paz y tranquilidad” (San Juan
de la Cruz, Llama de amor viva, 3).
Cuando comenta su Cántico, “De mi Amado bebí, y cuando salía por toda aquesta
vega [es a saber, por toda esta anchura del mundo] ya cosa no sabía”, afirma:

“La razón es porque aquella bebida de altísima sabiduría de Dios que allí bebió le
hace olvidar todas las cosas del mundo, y le parece al alma que lo que antes sabía,
y aun lo que sabe todo el mundo, en comparación de aquel saber, es pura ignorancia.
Y para entender mejor esto es de saber que la causa más formal de este no saber del
alma cosa del mundo cuando está en este puesto, es el quedar ella informada de la
ciencia sobrenatural, delante de la cual todo el saber natural y político del mundo
antes es no saber que saber. De donde, puesta el alma en este altísimo saber, conoce
por él que todo esotro saber que no sabe a aquello no es saber, sino no saber” (Cán-
tico Espiritual, 26, 13).

Argumento de su necesidad es la sustitución que intentamos con sucedáneos musi-


cales de “la música nueva”, armonía auténtica y completa, que toda alma busca aun entre
engañosísimo aturdimiento; pues todos, desde la equivocación o desde el acierto, buscamos
un Dios (la mentira del Dios sustituido); y el lenguaje de la divinidad, su ser, nos dijo Isabel
de la Trinidad, consiste en Unidad o Armonía.
Desde muy lejos, el hombre adivinó esta intuición mística y consideró la música no
sólo como idioma universal, sino como divino.

“Materializando el paraíso nos habla la religión de coros angélicos que rodean el


trono del Altísimo y, al querer los artistas representar gráficamente aquel lugar de
reposo, lo hacen colocando entre las nubes ángeles que llevan en sus manos instru-
mentos musicales. Es decir, que, imaginando un dios personal, se le supone go-
zando las supremas delicias de lo único que es digno de Él, la música” (Luis Nueda,
De música).
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Calderón dejó escrito que ante la decisión creadora de Dios sólo era digna respuesta
la música, formulando el optimismo de un mundo que, por responder a ideas divinas, no
puede menos de ser armonioso. De aquí que si el Apóstol define lo paradisíaco como “algo
que ni ojo vio ni oído oyó”, la música, dentro de lo cósmico, sea quizá lo más congruente
para asociarlo a estados beatíficos.
En definición del esteta Richter, el arte divino sería “algo que nos habla de cosas
que nunca vimos, ni hemos de ver (con los ojos) jamás”.
La esencia de la música es algo que no agotan la vista o el oído, ni pueden. Es la
proporción, la unidad igual a sí misma, en cualquiera de sus fases. Su objeto es la unidad,
el número sonoro (Salinas); y, por lo mismo, la UNIDAD es “música fuente y la primera”
(Fray Luis). Y como quiera que la nada no puede oponerse a la unidad, porque no es cifra,
y la libertad sí puede interpretarla mal, la obra musical por excelencia es purificar. “Estas
contrariedades de afectos y apetitos contrarios, más opuestas y resistentes son a Dios que
la nada, porque ésta no resiste” (Fray Juan de la Cruz, Subida, I, 6, 4).
Había escrito Tauler acerca de la nada, ausente en ella la armonía:

“Una palabra ha hablado Dios y no ha terminado de pronunciarla. En ella pronuncia


todas las criaturas sin principio ni fin. No ha sido del todo pronunciada porque
nunca ha habido separación del Padre, y este Verbo le podemos recibir de cuatro
maneras: a) de las manos del sacerdote en el altar; b) por el ministerio de la predi-
cación; c) por la tarea de la imitación; y, d) cuando en el alma desnuda se pronuncia,
inefablemente, su divinidad desnuda. Es la pedagogía del Espíritu Santo, que en
una hora instruye sobre todo esfuerzo humano de por vida. Y esta colocación del
Verbo en el alma preparada es, dice Eckhart, más grata a Dios que producir cosas
de la nada, porque ninguna criatura es capaz como el alma de tanto Él como cuando
se reproduce a Sí mismo en un alma santa” (Sermón 1 de Navidad).

Ensanchamiento insondable al que se refiere el místico renano a propósito del texto


bíblico: Dum medium silentium que conocemos:

“El Verbo eterno se desprendió del corazón del Padre. En ese silencio culminante,
esencial, donde todas las cosas están en sumo silencio, donde se da por antonomasia
silencio, tranquilidad exacta, se oye el Verbo perfectamente. Por tanto, cuando Dios
SE habla es necesario que el hombre se silencie. Donde Dios entra tiene que salir
todo lo demás. Y aun cuando en esta vida no podamos gozar de tranquilidad per-
manente, el seno místico de ese alumbramiento del Verbo, el silencio, ha de Ser una
norma de nuestra costumbre, pues la frecuencia es lo que hace el arte” (id., Serm.
1).

Aturdirse, embarullarse, distraerse, dice el místico del medievo, “es estorbar a Dios
el exquisito placer de SU pronunciación” (Serm. del domingo IV de Adviento).
Eco en el epistolario sanjuanista: “No desfloremos a Dios el gusto que tiene en la
humildad y desnudez de nuestro corazón y desprecio del siglo por El”. Eco sanjuanista en
111

la conocida Elevación de Isabel de la Trinidad: “Oh Verbo Eterno, Palabra de mi Dios,


quiero pasar mi vida escuchándote”.
Es lo que no hacen los menos aficionados a Dios. Porque “dos clases tienen los
reyes de servidores; el montón vulgar de los que dedican a oficios viles, fácilmente susti-
tuible, y los favoritos, privados, delicadamente instruidos en detalles y complacidos” (Tau-
ler, Serm. de Navidad).
Es la idea central de Santa Teresa en su Castillo Interior, cuya habitación central
ocupa Él, y a cuya entrevista no logran entrar todos los que viven en el castillo.
Consecuencia es que a la pregunta del Apóstol San Andrés: “Maestro, ¿dónde vi-
ves?”, Tauler responda con San Juan: “In principio erat Verbum”. Desde el principio es
Palabra. No está Dios, pues, en palabras que no introducen a ese principio. Hay que tras-
cender todo cuanto está debajo de Dios, todas las cosas no-Dios, y denodadamente buscar
el manantial de donde salimos. Allí está el parador feliz de nuestro futuro (Sermón del día
de San Andrés).
Un alma “desnuda en Dios, es arte y cláusula de espíritus amantes” (Ruysbroeck,
Los siete grados del amor, cap., 13).
Sugerencias trasladadas a expresión difícil, en el capítulo que titula “Melodía ce-
leste”:

“Desde la eternidad nos eligió nuestro Padre del cielo en su Amadísimo Hijo, y
escribió nuestros nombres con el dedo de su amor en el libro vivo de su eterno saber.
A esta lista tenemos que responder eternamente con todas nuestras fuerzas. Es el
principio de todo canto, angelical y humano, que ya jamás se apagará. Amar a Dios
y al prójimo hacia Dios, por Dios y en Dios, es la hermosísima voz del canto eterno
cuyo arte y ciencia es el Espíritu Santo, y el Cantor, Director y Supremo Maestro
Cristo Jesús, ya que canta desde el principio, cantará eternamente para nosotros, y
será tema de todos nuestros eternos cánticos. Y aun cuando ni Dios ni los ángeles
ni los espíritus felices pueden emitir sonidos, ni para ello tienen órganos, no obs-
tante, afirma la Escritura Divina que, antes de la Encarnación, Dios habló a los
Profetas, y la Santa Iglesia dice que los ángeles entonan incesantes el Santo, Santo,
Santo. Es que aun cuando los espíritus puedan apropiarse voces plásticas, no las
necesitan, pues todo es intelectual espectáculo”.

Expresión de Ruisbroek, afín en San Juan de la Cruz:

“Llama a esta música callada, porque [...] es inteligencia sosegada y quieta, sin
ruido de voces, y así se goza en ella la suavidad de la música y la quietud del silen-
cio; y así dice que su Amado es esta música callada, en Él se conoce y gusta esta
armonía de música espiritual” (Cántico, 14, 25).

Es el “entremos más adentro en la espesura”.


Metáfora de la interiorización abismal; la “espesura de sabiduría y ciencia de Dios
es tan profunda e inmensa, tanta la espesura de sus maravillosas” obras y profundos juicios,
cuya multitud es tanta y de tantas diferencias, que el alma desea entrar, porque muere en
112

su deseo de entrar en conocimiento de ellos muy adentro; porque el conocer en ellos es


deleite inestimable que excede todo sentido” (Cántico, 36). Y esa Sabiduría, o “conoci-
miento en el Verbo” (ib., 36-37), es conocer y gozar los profundos secretos de la Encarna-
ción, como más alta y sabrosa sabiduría de todas sus obras” (id.).
Y como quiera que para poder recibir en sí el alma mayor grado de deleite requiere
mayor y sucesiva perfección, disposición y purificación, que todo es uno, por lo mismo
que estas disposiciones o purgaciones no pueden lograrse sin una conmoción de las fuerzas
del alma que han de reforzarse para gozar más, “por esta espesura a que aquí el alma desea
entrar, se entiende harto propiamente la espesura y multitud de los trabajos y tribulaciones
en que desea esta alma entrar, por cuanto le es sabrosísimo y provechosísimo el padecer,
porque el padecer le es medio para entrar más adentro en la espesura de la deleitable sabi-
duría de Dios” (ibíd.).
Un comentarista sólido de Fray Juan, Fray José de Jesús María (Quiroga), parafra-
sea así, en uno, a San Juan de la Cruz y a Santo Tomás:

“Las bienaventuranzas que Cristo Nuestro Señor predicó en el monte, son actos de
virtudes perfectas, de manera que cada acto de virtud en el cielo es una particular
bienaventuranza; tanto mayor, cuanto más perfectamente la hubiere alcanzado en
esta vida. Y aunque acá tiran derechamente al mérito sus actos, y en la gloria al
premio, en esta vida a lo que perfecciona y en la otra a lo que deleita, y por eso acá
son trabajosos y allá gozosos; con todo eso, [...] los perfectos comienzan desde esta
vida a gozar del premio de estas bienaventuranzas en los actos de las virtudes con
felicidad comenzada” (Historia de la vida y virtudes del Venerable P. F. Juan de
la Cruz).

Con esta explicación ya aparece aclarada la enigmática síntesis sanjuanista: “el más
puro padecer trae más íntimo y puro entender y, por consiguiente, más puro y subido gozar,
porque es de más adentro saber” (Cántico, 36, 12.).
El dolor es otra faceta de la armonía universal manifestada en Cristo; porque “con-
viene advertir”, diría Fray Luis, “que Cristo, así como tiene dos naturalezas, así también
tiene dos nombres propios: uno según la naturaleza divina en que nace del Padre eterna-
mente, que solemos en nuestra lengua llamar Verbo o Palabra; otro según la humana na-
turaleza, que es el que pronunciamos Jesús” (De los nombres de Cristo).
La modalidad dolorosa de la Encarnación del Verbo es uno de tantos secretos como
encierra la espesura de sus contenidos; pero es de donde parte la sublimidad y la armonía
de lo doloroso en el cosmos. Dicho por Isabel de la Trinidad: “Sabe muy bien el alma que
el sufrimiento es cuerda que da los sonidos más bellos, y por eso se complace en verla en
su instrumento, a fin de mover más tiernamente el corazón de Dios”.
Fray Luis, aprovechando la densidad teológica del nombre hebreo de Jesús (salud,
salud esencial), supera el idioma: El mismo, dice el clásico, es quien “templóse y mezclóse
[...] por una parte de la pobreza, [...] del trabajarse, del ser trabajado, de la cruz, de la muerte
[...]; y por otra parte [...] de la sabiduría del cielo, y de la justicia santa, [...] y de su unción
abundante sobre toda manera, para que amasado y mezclado ansí, resultase un Jesús de
113

veras y una salud perfectísima que allegase lo bueno y apartase lo malo, que alimentase y
purificase” (De los nombres de Cristo).
Los dos tiempos de bienaventuranza que nos ha expresado San Juan de la Cruz en
el axioma para de más adentro saber: “Porque para entrar en estas riquezas de su sabiduría,
la puerta es la cruz. Y desear entrar por ella es de pocos; mas desear los deleites a que se
viene por ella, es de muchos”.
Sigamos a Fray Luis con la musicalidad del Verbo:

“La salud es un bien que consiste en proporción y en armonía de cosas diferentes,


y es una como música concertada que hacen entre sí los humores del cuerpo. Y lo
mismo es el oficio que Cristo hace, que es otra causa por que se llama Jesús. Porque
no solamente, según la divinidad, es la armonía y la proporción de todas las cosas,
mas también según la humanidad es la música y la buena correspondencia de todas
las partes del mundo.
Que dice así el Apóstol ‘que pacifica con su sangre, ansí lo que está en el
cielo como lo que reside en la tierra’. Y en otra parte dice también que quitó de por
medio la división que había entre los hombres y Dios, y en los hombres entre sí
mismos, unos con otros, los gentiles con los judíos, y que hizo de ambos uno. Y por
lo mismo es llamado ‘piedra (en el Salmo), puesta en la cabeza del ángulo’. Porque
es la paz de todo lo diferente, y el nudo que ata en sí lo visible con lo que no se ve
y que concierta en nosotros la razón y el sentido; y es la melodía acordada y dulce
sobre toda manera, a cuyo santo sonido todo lo turbado se aquieta y compone. Y
así es Jesús con verdad.
Demás de esto, llámase Cristo Jesús y Salud, para que por este su nombre
entendamos cuál es su obra propia y lo que hace señaladamente en nosotros; esto
es, para que entendamos en qué consiste nuestro bien y nuestra santidad y justicia,
y lo que hemos de pedirle que nos dé, y esperar de Él que nos lo dará. Porque así
como la salud en el enfermo no está en los refrigerantes que le aplican por de fuera,
ni en las epítimas que en el corazón le ponen, ni en los regalos que para su salud
ordenan los que le aman y curan, sino consiste en que dentro de él sus cualidades y
humores, que excedían el orden, se compongan y se reduzcan a templanza debida;
y, hecho esto en lo secreto del cuerpo, luego lo que parece de fuera, sin que se le
aplique cosa alguna, se templa y cobra su buen parecer y su color conveniente; ansí
es salud Cristo, porque el bien que en nosotros hace es como esta salud. Bien, pro-
piamente, no de sola apariencia ni que toca solamente en la sobrehaz y en el cuero;
sino bien secreto y lanzado en las venas, y metido y embebido en el alma; y bien,
no que solamente pinta las hojas, sino que propia y principalmente mundifica la raíz
y la fortifica. Por donde decía bien el Profeta: ‘Regocíjate, Hija de Sión, derrama
loores, porque el Santo de Israel está en medio de ti’. Esto es, no alrededor de ti,
sino dentro de tus entrañas, en tus tuétanos mismos, en el meollo de tu corazón, y
verdaderamente de tu alma en el centro” (De los nombres de Cristo).

En Fray Juan de la Cruz:


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“‘De mi alma en el más profundo centro’. Porque en la sustancia del alma, donde
ni el centro del sentido ni el demonio pueden llegar, pasa esta fiesta de el Espíritu
Santo. Y por tanto, tanto más segura, sustancial y deleitable [es] cuanto más interior
ella es, porque cuanto más interior es, es más pura, y cuanto hay más de pureza,
tanto más abundante [...] se comunica con Dios” (Llama de amor viva, 1, 9).

Prosiguiendo con el texto interrumpido de Fray Luis, “porque su obra propia de


Cristo es ser salud y Jesús, conviene a saber, componer entre sí y con Dios las partes se-
cretas del alma, concertar sus humores e inclinaciones, apagar en ella el secreto y arraigado
fuego de sus pasiones y malos deseos”.
Todo otro nombre de Cristo, según el célebre agustino, confluye, en Jesús, en salud
–y en este significado entra también, por lo tanto, el de Esposo–, “porque no es perfecta la
salud sola, y desnuda, si no la acompaña el gusto y deleite. Y ésta es la causa por que Cristo,
que es perfecto Jesús [salud] nuestro, es también nuestro esposo, conviene a saber, es el
deleite del alma y su compañía dulce [...]; que es cosa que nace de la salud entera y que de
ella se sigue”. Es también idea paralela en Fray Juan: “esto tiene el amor donde hace
asiento, que siempre se quiere andar saboreando en sus gozos y dulzuras, que son el ejer-
cicio de amar interior y exteriormente” (Cántico, 36, 4).
El “engendrar en el ánimo”, “criar en el alma” de Fray Luis (Comentario al libro
de Job), lo dice así Fray Juan: “los cuales toques de tal manera fecundan el alma y el cora-
zón de inteligencia y amor de Dios, que se puede decir bien que concibe de Dios” (Cántico,
8, 4).
Como floración de esa coordinación a que pueden llegar Dios y el alma en un ma-
trimonio de espíritus, perfectísimo en Cristo, tan bien comentado por San Bernardo en la
traducción con que lo realza Fray Luis, termina éste su obra inmortal con un canto: “Busqué
para alabarte muchas maneras de cantos; no es cosa usada, ni siquiera hecha otra vez, la
grandeza tuya que canta”.
Acabada concordancia con la novedad idiomática, parigual de lo inefable, que un
ansia insostenible de música arrebata el alma de San Juan de la Cruz:

“‘Gocémonos, Amado, y vámonos a ver en tu hermosura’. [...] hagamos que por


medio de este ejercicio de amor ya dicho, lleguemos hasta vernos en tu hermosura
en la vida eterna. Esto es, que de tal manera esté yo transformada en tu hermosura,
que, siendo semejante en hermosura, nos veamos entrambos en tu hermosura, te-
niendo ya tu misma hermosura; de manera que, mirando el uno al otro, vea cada
uno en el otro su hermosura, siendo la una y la del otro tu hermosura sola, absorta
yo en tu hermosura, y así, te veré yo a ti en tu hermosura y tú te verás en mí en tu
hermosura; y así, parezca yo en tu hermosura, y parezcas tú yo en tu hermosura, y
mi hermosura sea tu hermosura y tu hermosura mi hermosura; [...] y así nos vere-
mos el uno al otro en tu hermosura. Esta es la adopción de los hijos de Dios, que
de veras dirán a Dios lo que el mismo Hijo dijo [...]: Todas mis cosas son tuyas y
tus cosas son mías” (Cántico espiritual, 36, 5).
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“Tú eres Yo y Yo soy tú”, oía místicamente Ángela de Foligno. E Isabel de la Tri-
nidad. “Ah, cuánto me costaría volver a la tierra, que tan fea me parece al volver de mi
bello ensueño. La esperanza de ir luego a contemplar en su belleza inefable a Aquel a quien
amo y anegarme en la Santísima Trinidad”.
Comenzábamos acreditando la catedral, emblema de eternidad; contraste con la
aglomeración urbana de hoy que se agita para sobrevivir y se desvanece enajenada sin
inversión alguna en lo imperecedero.
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XI
SILENCIO Y PRESENTIMIENTO

“Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo si-


lencio en el cielo, como una media hora”
(Ap 8,1)

“¡Oh llama de amor viva,


que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!;
pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela deste dulce encuentro”
(Fray Juan de la Cruz)

“El hada entonces me llevó hasta el velo


que nos cubre las ansias infinitas,
la inspiración profunda
y el alma de las liras,
y lo rasgó, y allí todo era aurora”
(Rubén Darío, Azul)
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La poesía de una época puede no estar representada por quien cuenta en su haber
título registrado de versificador con renombre. “Podrá no haber poetas, pero siempre habrá
poesía” (Bécquer). Y siempre la habrá más en prosa que versificada. Filológicamente, poe-
sía es creación, no envoltorio rítmico. Incomparable poeta Cervantes en Don Quijote.
San Juan de la Cruz prefiere como base de su creación mental el no ser del tiempo.
Su creación transcurre entre el ser de Dios y el no ser dios de las cosas. Palabras enérgicas
suyas: “Para hacer soledad, le conviene tener todas las cosas por acabadas” (Consejos a un
religioso).
Lo que le va brotando en su expresión poética, va resultando estreno en el punto
cero. Produce sensación sin otra referencia que la del sí divino y el no creado. Su poesía
“es algo celestial y divino a que no es lícito acercarse con criterios meramente literarios.
Por ella ha pasado la mano de Dios hermoseándolo todo” (Menéndez Pelayo).
Situarse en el momento del fiat; escoger instante tan parecido a aquel único mo-
mento; viendo cómo se ven las cosas desde Dios; observar cómo se acerca a decir que
salgan de la nada; percibirse a sí misma el alma saliendo de su noche a los levantes de la
aurora; sorprender ese instante en que “al mirarlo todo, con sola su figura vestido lo dejó
de su Hermosura”; o “cuando Tú me mirabas su gracia en mí tus ojos imprimían”; sugerir
repetidamente poesía en su mismo manantial; significa equidistancia entre expresarse y
enmudecer.
Esto es imposible sin un supuesto gramatical previo: que la verdad y la belleza en
su fuente son inefables. Sin salvar esta verdad, que son indecibles, sin la difícil ingenuidad
infantil (“si no os hacéis como niños”) es imposible sin un talante franciscano como el de
San Juan de la Cruz.
El que existan contados climas poéticos similares puede ser que responda a alguna
ley secreta que limita la sublime poesía siempre en un mínimum de poetas.
Alusión en San Agustín:

“Supongamos que hubiera alguien para quien callase el tumulto de su carne; las
imágenes de la tierra, del agua y del aire; callasen los mismos cielos y aun la misma
alma callase remontándose sobre sí y no pensando en sí; que callasen los sueños y
la revelación imaginaria; en fin, toda lengua, todo signo, todo cuanto está pasando
[transcurriendo], puesto que todo esto dice a quien le presta oído: ‘No nos hemos
hecho a nosotras; nos ha hecho el que permanece eternamente’; si, dicho esto, ca-
llasen, dirigiendo el oído hacia Aquél que las ha hecho, y sólo Él hablase, no por
medio de ellas, sino por Sí mismo, de modo que oyese Su Palabra, no por lengua
de carne, ni por voz de ángel, ni por sonido de nubes, ni por enigmas de semejanza,
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sino que se oyese Él mismo, a quien amamos en estas cosas, a Él mismo sin ellas;
[....] si este estado se continuase y fuesen alejadas de Él las demás visiones de índole
muy inferior, y ésta sólo arrebatase, absorbiese, abismase en los gozos más íntimos
a su contemplador, de modo que fuese vida sempiterna lo que fue un momento de
intuición, ¿no sería esto ‘entra en el gozo de tu Señor’ [Mt., 25, 21]?” (Confesiones,
9, 10).

Es natural que tal momento utópico, minuciosamente sugerido por ambos Doctores,
haya que moldearlo hacia más acá; porque “quien piense que puede el hombre, mientras
vive esta vida mortal, excluir y ahuyentar toda niebla de imágenes corporales y carnales
para gozar la luz serenísima de la Verdad inmutable, desprenderse en absoluto del ámbito
de esta vida, unirse constante e indeclinablemente a esa Luz, ese tal ni entiende qué es lo
que busca, ni con quién cuenta para buscarlo, que es consigo mismo, diciendo, además, el
Apóstol que caminamos en fe y no en visión” (De consensu Evangeliorum, 4, 10.). Pero,
el acierto literario está en como si nada existiera; en reducir, con sugerencia de fe, a todas
las cosas en su nada.
Ese darle a cada cual lo suyo, poesía de orígenes, es riqueza y exuberancia que San
Juan de la Cruz pone en la singularidad de su estilo.
Su poema del manantial: “Aquí se está llamando a las criaturas y de esta agua se
hartan, aunque a oscuras; porque es de noche”.
Y, lo mismo que antes de la carne del Verbo éste se oía tenue, en adivinanza, des-
pués también, y aun desconociéndole. Es que en “el alma naturalmente cristiana” (Tertu-
liano) hay un germen de lejana intuición que, aun cuando sólo responde a Cristo, “origen
del ansia y del deseo” según Fray Luis, tiene ya aspecto de belleza antes de manifestarse.
¿Meramente poético? Tiene lo suyo de presentimiento.

“En el mar de la duda en que bogo,


ni aun sé lo que creo.
¡Sin embargo, estas ansias me dicen
que yo llevo algo
divino aquí dentro!”
(Bécquer).

Momento de recordar la sugerencia del humanista bíblico San Basilio:

“Aprobemos en ellos [autores profanos] pasajes que alaban la virtud y vituperan el


vicio. Porque, así como a las abejas es dado sacar miel de las flores, en donde para
los que no son ellas solamente hay el deleite de mirar color y aspirar fragancia, así
también aquí, a los que no van sólo detrás de semejantes libros por dulzura y gusto,
les es posible hasta reportar provecho para su alma de semejantes lecturas. A la
verdad, nos hemos de haber con semejantes libros a ejemplo de las abejas, que ni
se posan indiferentemente sobre todas las flores, ni aun aquellas en que detienen su
vuelo se las llevan enteras, sino que, tomando de ellas lo que les sirve para su obra,
lo demás lo dejan en paz. Así nosotros, si tenemos seso, iremos recogiendo lo que
121

nos hace al caso y está conforme con nuestras creencias verdaderas, y lo restante lo
pasaremos por alto” (Homilía a la juventud sobre el modo de sacar provecho de
literatura pagana).

Una dotación meramente humana, si existe discontinuidad con lo divino, depende


de la capacidad del mental para seleccionar. Muchos de los que pertenecemos a las llama-
das clases educadas, tanto nos hemos hecho a buscar lo selecto, lo raro, lo exquisito, des-
deñando lo común y lo diario de la naturaleza que, atufados de artificio, solemos andar
perdidos en verbalismos y etiquetas; perdida la ingenuidad, terminamos perdiendo los go-
ces elementales, cegando la mejor fuente de alegría que tenemos.
Una temporada al aire libre, en pleno campo, basta a veces para esfumar el brillante
atractivo de lo artificial y artificioso; para que recobren su fuerza primitiva los ojos, el
olfato, el sueño. En condiciones que, desde la capital consideramos mortales, viven y per-
viven los que llamamos salvajes; esos seres sobre los que nos consideramos tan superiores.
Si ellos tuvieran algún interés en escribir sobre nosotros su comentario íntimo harían reve-
laciones sensacionales sobre nuestra incapacidad para disfrutar los bienes fundamentales
de la vida.
Una de las tribus indómitas aún en América, de vida sencilla y tranquila, consciente
de nuestra manera de ser civilizada y nerviosa, tiene, entre sus oraciones, ésta rutinaria en
la quietud de la noche: “Dulce es la vida cuando se desliza como agua de un arroyo; pero
aún es mejor cuando Dios libre de la crueldad de los blancos”
Wordsworth, en el libro tercero de su Preludio, recuerda que la gran multitud con-
fusa de la naturaleza es “lecho y alma a la vez en la que advierto, cual hálito secreto, un
íntimo lenguaje; pulsación auténtica de cosas invisibles”. Senancour, en Obermann, añora
el día en que, en plena catástrofe interior, al oler un narciso “sintió de pronto toda la felici-
dad reservada al hombre recordándole la inefable armonía de las almas”. Jefferies, en La
historia de mi corazón, a propósito de una colina desde la que, igual que Sabunde, reunía
la variedad, valoraba la brevedad y la superioridad de una emoción estética: “He aquí una
hora de vida inútil si se la estima con arreglo a la escala corriente en valores comerciales”.
El tema del silencio puede entenderse como puede entenderlo un romántico; como
antena por la que se comunican con nosotros las hadas. No es ésta toda su verdad, pero es
uno de sus servicios. Los meros versificadores, de quienes dice Benavente que no se puede
contar mucho con ellos porque tan pronto están enamorados de la vida como de la muerte,
gustan, de ordinario, de ser adivinos más que verificadores.
El “placer de una íntima voz cordial llena de autoridad”, que oía William James, no
es lo que oía San Agustín leyendo el evangelio de San Juan. No tienen idéntico significado
agonías parecidas: la de un gran poeta, y la de una mística profunda, de contacto. “¡Luz,
más luz, que se acaba la luz!” (Goethe). “Me voy a la luz, al amor, a la vida” (Isabel de la
Trinidad).
No suponen el mismo paisaje de espíritu los versos de Rubén Darío, que expresio-
nes similares de la inspirada carmelita. “Me llevó hasta el velo que cubre el alma de las
liras; lo rasgó, y allí todo era aurora” (Rubén Darío). “¡Ah, si fuera posible descorrer el
velo, qué horizonte se descubriría al otro lado! El infinito”; el “rompe la tela de este dulce
encuentro”, en San Juan de la Cruz.
122

Cuando Virgilio, en el libro segundo de la Eneida, y Horacio en la Oda quinta alu-


den al mito de Diana, luz nocturna, con el rito de sus pregoneros voceando a la ciudad que
impregne su lengua de silencio para hablar mejor al día siguiente, representan el oficio del
poeta, que debe proponer siempre un gran silencio como origen de inspiración. La noche
oscura es metáfora nuclear en la inspiración sanjuanista.
Porque, aquello de Novalis de que el verdadero poeta lo sabe todo, que la filosofía
eleva a la poesía al principio de las cosas, es verdad, como puede no serlo. Se da el caso de
que la poesía de un poeta sea sólo parte de él, no la inmensa poesía que no ha descubierto
ni descubrirá su barco. Es verdad solamente si el poeta es del estilo de los de San Juan de
la Cruz, que llegan con su vida hasta donde llega la hondura oceánica de su silencio.
También el silencio a profundidad ignora a quienes no son sus escogidos. No anda
la gloria literaria en ficciones, mejor o peor supuestas, de sus favores, sino donde él elige.
Desde San Juan de la Cruz hasta este momento poético, muy pocos se acordaron del fraile
carmelita a quien, lejos de toda academia y reunión culta, se le permitía una existencia
apergaminada en celdas conventuales. Sin embargo, hoy un plebiscito atropella hacia atrás
nombre tras nombre de fingidos favoritos, atenuándose cuando llega a la reja elocuente de
dos encarcelados; Fray Luis en Valladolid, y Fray Juan en Toledo.
Hay almas ocultas más conmovidas y conmovedoras, más sonoras que el siglo
donde Dios las arroja, como envía ecos al secreto de un bosque que no hay manera de oírlos
hasta que el podador los despierta (Lamartine). Ha sucedido con seres desapercibidos, anó-
nimos a sus contemporáneos, v. gr., el autor de la Imitación de Cristo, más grandes e in-
mortales que quienes, a su lado, removieron quintales de opinión pública en congresos,
publicaciones o reuniones. Muchos de aquellos que se dedicaron a hacer ruidoso su nombre
fueron suplantados en la gloria por desapercibidos. La gloria no es de los que hace ruido;
es de quienes le hacen dones apropiados.
Extraordinaria intuición es, una vez más, la de Tagore. A no ser que insistamos en
lo innato de la música callada, raro es el gran hombre, o mujer, que entonces no tenga por
ahí su proa en esa dirección. El mismo autor de Aves que emigran lo dice: “Las palabras
del poeta dan a cada hombre el sentido que ellos quieren; pero su sentido definitivo va
hacia Ti”.
Los menos, como Emerson, ofrecen delicado repertorio tenue y callado. Séneca
afirmaba que en el seno del hombre, no sabía cuál, pero que habitaba un dios, remedando
al otro poeta romano en su est deus in nobis, agitante calescimus illo (hay en nosotros algún
Genio que, cuando despierta, nos entusiasma); el de Emerson está a la vista:

“Gusto de la misteriosa música del agua que cae; chapoteo en la orilla sin
saber por qué. Sé que de un momento a otro puedo descubrir el sentido de autoridad,
de divinidad que está en el corazón de todo” (Ralph Waldo Emerson, Diario íntimo,
t. 2, ed. La España Moderna).
“Dulce es la voz que repite la música de la lluvia; más suaves las aguas
silenciosas que en mí corren, como corres tú en la llanura de la concordia de todo”.
“¡Qué omnisciencia la de la música! Aprended a escuchar a las aves sin
querer falsificar su canto con verbos y nombres; descubriréis por la noche que dio
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el tono a vuestra jornada entera. La Naturaleza está encaminada hacia la constela-


ción de la Lira. El niño que silba, el álbum de una niña, atestiguan nuestra invenci-
ble hambre de música”.
“Música que no hemos oído nunca es la música callada que las sirenas can-
taban a las Parcas, y la otra canción silenciosa de su mística rueda. Esta es la base
de nuestra existencia. Aquí se llega desde todas partes. Anacreonte, Hafiz, Horacio,
la encuentran con tanta facilidad en el fondo de una canción báquica como Newton
en las estrellas”.
“Aprended las leyes de la música, dice Fourier, y os descubrirá todos los
secretos del mundo, de la anatomía, de la astronomía. Era la idea de Kepler. Parece
que el mito de Orfeo es algo más que una fábula. No hay más que cantar, y la roca
cristaliza, la planta de organiza, el animal se plasma”.

Fácil es ver que el idealista americano desemboca de Platón y de Pitágoras, de toda


aquella aportación extraordinaria y prehistórica de los ritos órficos. Coincide con la antigua
sabiduría musical del hombre hasta en la insistencia ética y moral de la armonía callada.
Este don del canto es la vara mágica para hacer hombres, dice. Es lo que enseñaban Plotino,
Pitágoras y los estoicos. El silencio, dicen todos ellos, es el camino de un espíritu; en él se
escuchan palabras, dulces o terribles, que no se encuentran en ninguna biblioteca.
Salvador Rueda, a distancia de Emerson y de Tagore, cogía por motivo peñas asi-
métricas y olvidadas del campo para su soneto La música de las piedras; Lucrecio, el poeta
epicúreo, decía que la naturaleza vociferaba (natura latrat); el poeta francés, que la ligne
armonieuse annonce la pensée; salut a la beauté dans le premier cristal; Esdras, que “la
tierra dialoga en alta voz con la verdad”. Hay razón para que genios de todo siglo y de toda
nación se refieran a ese diálogo. No todos cantan la Única Palabra; pero, casi todos ensa-
yan.
Lo sugiere uno de los grandes músicos contemporáneos en una carta íntima, del 9
de junio de 1938 en Granada. La publica en fotocopia Federico Sopeña en su conferencia
La música en la vida espiritual (Cuadernos Taurus, 1958).

“A mi convicción religiosa (católica, claro está) debo, sobre todo, la visión infinita
de la vida que en nada humano podemos hallar. Pues no basta con sentir, pensar y
expresar la Belleza en la vida y en la muerte, sino que necesitamos vivir eterna-
mente en Belleza. Sin este ardiente anhelo y sin la cristiana esperanza que lo sos-
tiene, ¿cómo sobreponernos a tanta fealdad y a tanta miseria con que frecuente-
mente tropezamos?
Hay que dejarse de fantasías: sólo en Dios y por su Evangelio podremos
vencer al egoísmo, al dolor y a la muerte, y quienes así no lo vean no saben lo que
pierden. Ahora bien, después de la verdad de Dios, lo primero es el Arte, pero ilu-
minado y sostenido por ‘esa eterna y escondida fuente do tiene su manida, aunque
es de noche’ (San Juan de la Cruz). Y perdonen ustedes, queridos María del Carmen
y Antonio, si me he puesto demasiado serio y si no me sé explicar mejor” (Manuel
de Falla).
124
125

XII
EL CONCIERTO SILENCIOSO DEL UNIVERSO

“El enfermo pidió que se salieran (los músicos) fuera


porque le estorbaban otra música mucho mejor que
oía allá dentro”.
(Fray Juan de la Cruz moribundo)

“Todas las veces que, oyendo músicas [...], si [...]


luego, al primer movimiento, se pone la noticia y afi-
nación de la voluntad en Dios, dándole más gusto
aquella noticia que el motivo sensual que se la causa,
[...] es señal [...] que le ayuda lo tal sensitivo al espí-
ritu”.
(Subida del Monte Carmelo, III, 24, 5)
126
127

Los interesados en que San Juan de la Cruz fuera músico, se han dado a ampliar
anécdotas, muy escasas en su vida, como temiendo que sin ellas su cara artística y doctoral
perdiera personalidad.
Lo que singulariza a un genio de la armonía es su dotación para transformarla en
silencio emocional. En grandes místicos doctores, como Fray Juan, también nocional.
No figura el doctor castellano entre los músicos de su Orden, o españoles. Dos Jua-
nes, Juan de Erfurt y Juan de Goodenbach, este último maestro de Franchino Gafor, oscu-
recen a músicos posteriores que visten hábito carmelita. Y, en España, Salinas, Victoria y
Cabezón, sus contemporáneos, o, dentro ya del renacimiento católico, Palestrina, Orlando
de Lasso, Zarlino, San Felipe Neri, Monte Verdi y Frescobaldi, monopolizan la atención
de Europa hacia el arte de hacer silencio de adoración. Sin embargo, ¿si a todos esos nom-
bres añadiésemos el de Fray Juan?
Sus credenciales convencen expresando el concierto entre el ser de Dios y el no ser
Dios; en dejar ver vivencialmente en armonía esa distancia abismal. “El abismo de la noti-
cia de Dios” (Cántico, 14, 24) para la lógica, contactado vivencialmente en la Noche de la
Fe.

“En aquel sosiego y silencio de la noche ya dicha y en aquella noche de la luz divina
echa de ver el alma una admirable conveniencia y disposición de la Sabiduría en
las diferencias de todas sus criaturas y obras, todas ellas y cada una de ellas dotadas
con cierta correspondencia a Dios, en que cada una en su manera dé su voz de lo
que en ella es Dios; de suerte que le parece una armonía de música subidísima, que
sobrepuja todos saraos y melodías del mundo. Y llama esta música callada, porque
(como habemos dicho) es inteligencia sosegada y quieta, sin ruido de voces, y así
dice que su Amado es esta música callada, porque en él se conoce y gusta esta
armonía de música espiritual. Y no sólo eso, sino que también es ‘la soledad so-
nora’. Lo cual es casi lo mismo que la música callada, porque, aunque aquella mú-
sica es callada cuanto a los sentidos y potencias naturales, es soledad muy sonora
para las potencias espirituales, porque, estando ellas solas y vacías de todas las for-
mas y aprehensiones naturales, pueden recibir bien el sentido espiritual sonorosísi-
mamente en el espíritu de la excelencia de Dios en sí y en sus criaturas” (Cántico
14-15, 25-26).

Página musical que pasó desapercibida para la cultura musical de sus días, pero que
hoy hay que insertarla en ella.
128

Patriarca de la música cristiana moderna llama un historiador de la música a Lutero,


por los magníficos corales que compone, y por los éxitos que alcanza por ellos. La música,
decía, gobierna al mundo.
Édouard Schuré tiene, entre otras, esta afirmación: “El genio del cristianismo se
opone esencialmente a las artes plásticas y representativas porque condena la vida de los
sentidos y desconfía de la belleza; pero, en cambio, favorece el desarrollo musical al im-
pulsar a los hombres a encerrarse en sí mismos y crearse un mundo interior” (Historia del
drama musical, lib. 3, cap. 1; trad. española). Vale la segunda parte de su afirmación. La
primera no, por silenciar maravillas estéticas como las del arte románico, y las del gótico
con su música gregoriana y polifónica preludios sonoros de “santo” silencio. Se pudo llegar
a decir de Mozart que daría toda su obra por un “prefacio”.
Místicos castellanos del relieve de Santa Teresa; de Fray Luis de Granada, de Juan
de Ávila, de San Pedro de Alcántara, de Juan de los Ángeles y de Diego de Estella, dieron
continuidad a la teología tradicional de la armonía, oral sobre todo. Textos de San Juan y
de San Pablo comentados a la luz de un agustinismo siempre actual.
La conversión de Agustín a la fe católica la inicia de lejos su audición de música
religiosa en la asamblea creyente. No se debió sólo a la lógica.
Existe una continuidad objetiva entre música para oír y música para sentir; con el
sentimiento como “finale”.
Los tres elementos de la emoción, el expresivo, el biológico y el psíquico, están tan
íntimamente trenzados musicalmente, que sin alguno de ellos no se da música alguna; ni
ellos se dan por separado. Por eso, la música, en sus efectos, puede empezar por el inferior
para causar el psíquico, como lo tiene toda música erótica (y ya la criticaba Raimundo
Lulio en tonadas galantes refugiadas en la iglesia); como también del elemento superior
puede causarse, y de hecho se causa, un efecto fisiológico. Es la ley psicológica de la trans-
misión sentimental.
No solamente determinada emoción exige determinada sensibilización, sino que
determinada sensibilización despierta determinada emoción. A esto obedece la aguda ob-
servación ascética del Padre Granada en su meditación sobre el juicio final. Refiriendo la
conversación de San Pablo con el Procurador de Judea, Félix, “el Presidente comenzó a
temblar de lo que el Apóstol decía, con no creer en ello como pagano que era. Por donde
parece que terribles cosas debían ser las que el Apóstol predicaba que sólo el sonido de
ellas bastó para causar tan gran miedo en un hombre que nos las creía”.
Cuanto más bajo es el umbral emotivo psíquico, más alto suele ser el fisiológico, y
viceversa. Por lo que resulta incuestionable que inteligencia y sentido (vista, oído, fantasía)
están en correlación musical necesaria.
Más; las grandes emociones, nada las excita, de ordinario, tanto como la música.
Por si el hecho reconocido no bastara, tenemos la psiquis sobrecargada de grandes músicos:
Mozart; Haendel; Beethoven, sordo; Liszt, ciego; lo mismo Salinas.
Le cogemos prestada la palabra a Fidelino de Figueiredo: La música es el lenguaje
más apto para traducir el dolor sin límites y sin causa, o la desesperación de la impotencia
humana. Por eso, Antero de Quental (O futuro da música, 1926) en sus años de optimismo
revolucionario, creyendo esta desesperación llegada a su término, profetizó también la
muerte de la música; pronto le faltaría material.
129

Sea como fuere, la creación de una súper realidad de refugio y de perfección ideal,
objetivo de todo arte, solo la música elevada lo alcanza plenamente con su misteriosa libe-
ración de la palabra y de categorías lógicas.
El alma del músico es también un alma agónica (luchadora), porque lucha con la
fatalidad de las imitaciones en la expresión humana; pero es un protagonista que puede
alcanzar victoria. Para comulgar en esa victoria, la palabra tiende a hacerse música tam-
bién, por el canto. Extínguense entonces las categorías lógicas de su contenido, y el núcleo
de emociones e ideas de la letra solo subsiste como reminiscencia de la concepción musical,
como calor interno que da a la frase vibraciones nuevas que superen las de la música pura.
Tan precisas observaciones del escritor brasileño (La lucha por la expresión, trad.
española) son comprobables por cualquiera. Que la música sea el lenguaje más apto para
traducir la desesperación de la impotencia humana lo diría plásticamente Beethoven atra-
vesando vertiginosamente el salón, escondiéndose en la soledad a llorar, después de una
delirante aclamación.
La apreciación anterior de Antero de Quental no está sola entre los críticos. La mú-
sica actual es música de ocaso. Quizá la iniciada en El ocaso de los dioses, responsorio que
cantaba el gramófono mientras el gran neurótico nazi por implantar la era atómica se ex-
tinguía en el suicidio. Y puede ser que muchos de los defensores de esta música de ocaso
se reafirmen, como lo hacen los literatos, en que así como a épocas anteriores responde una
ciencia y un arte propios, que por el hecho simple de ser de otras épocas no pueden con-
cordar con la nuestra, a ésta haya que asignarle su estilo propios.
Refiriéndonos, más en concreto, a esa comunión de frase y de trascendencia sonal,
a que alude el conocido ensayista, pocos la han llevado a cabo como el músico-poeta San
Juan de la Cruz. Música, ritmo, ideal altísimo, van en él mano a mano. Menéndez Pelayo,
para hacer de él un esbozo de crítica tuvo que decir que por allí había pasado la mano de
Dios. En medio de esos vuelos de águila es donde Fray Juan de la Cruz hace síntesis en la
inteligencia, y representa en la historia literaria de siglos el tema exhaustivo del silencio:
“Mi Amado (el Ser Dios), la noche sosegada en par de los levantes de la aurora; la música
callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora”.
Todo lenguaje vale por lo que realiza, en el seno del sonido que es el silencio; por
lo que designa a través del indicador de la palabra. Es esto a lo que la música se presta
maravillosamente. Con escasos sonidos, materia exigua, genios como Palestrina elaboran
armonía opulenta. Y esa su grandiosidad, no la hacen los sonidos en sí mismos, monótonos;
sino la carga efectiva y racional que recibieron al pasar por las neuronas de Palestrina.
Mas, no sólo en los músicos, uno a uno; toda época se archiva en las notas que
canta. Por eso observa oportunamente Carlos Docteur en su Historia anecdótica de la mú-
sica (París-Méjico, 1901) que la invención de nuevos instrumentos responde a nuevas ne-
cesidades de expresar. “La orquesta actual, por lo mismo, es la expresión más clara del
estado del alma moderna”. Lo había sido el órgano anteriormente.
La música es el aroma del alma; algo que necesariamente despide, y según el alma
que la produce. Lo dice San Agustín. El hombre en todo sentido exhala lo que aspira.
Cuando ingiere concierto y hermosura en cuanto contempla y hace, cuando está repleto de
ella, necesariamente la difunde.
130

Hablando Machado de la hondura a que desciende la copla española, dice: “El arte
de echar al viento el corazón, ¡qué faena más grande! ¿Usted piensa que se toca la guitarra
con los dedos? No lo crea. Los dedos hacen ruido”.
El “teresianismo” en Haydn; la presidencia del Padre eterno de la música, Bach,
enamorado de la persona de Cristo; la grandiosidad de la Misa de Réquiem de Mozart; el
genio huracanado de Beethoven; la vocación franciscana de Liszt, la endopatía litúrgica en
Vitoria; todas las cualidades de los genios musicales han respondido a una gran cualidad
afectiva, por lo menos, de la época que los produce y procura.
Representante de Beethoven, quien, ante el cubo de agua que exigía para retardar
lo que creía explosión de su cerebro, decía que solamente los campos, los prados, los mares
y ríos, los bosques, todo esto en su realidad, tal cual era, eran ecos fieles de su pensamiento.
El arte-musical, es en la creación misteriosa enigma; un oráculo. Como misterio, es
inagotable. Puede sumergir el alma a profundidad, sin encontrar límite en su silencio; se
combina con todos los demás misterios prestándoles su encanto y su lenguaje. Como
oráculo, se presta a variedad de interpretaciones de cuantos la oyen; prisma que coloca
cada sentimiento junto al que le es más afín.
Vive silenciosa fuera, oída dentro. A veces las vibraciones que produce resuenan
en el fondo del corazón, como olas que parecen débiles y se rompen en la costa produciendo
ruido espantoso, eco centuplicado; reflexión indefinida, cosa sin nombre; categoría inson-
dable de cosas que no se sabe cómo llamarlas.
Tránsito sin nombre de silencio a sonido, o a literatura, en que tenemos la referencia
a lo sin nombre, “Obra sin nombre” de las brujas de Macbeth alrededor de la caldera de los
conjuros; el “Príncipe sin nombre” de Calderón; “El innominado” de Manzoni; el “cuyo
nombre nadie sabe” de la profética visión de San Juan en el Apocalipsis.
Si fuera posible descender a una comparación minuciosa entre arte y arte, entre
música y literatura, ¡cuántas semejanzas podíamos encontrar! Rossini escribe cláusulas y
períodos redondos con toda la entonación de un orador; es el Zorrilla de la música. Si se
pusieran en música las canciones de San Juan de la Cruz, habría que acudir a Gounod,
tierno, amoroso, inspirado por una religión que encierra delirios de amor y de poesía; a
Gounod, que, concibiendo de ese modo el amor divino, concibe también el diálogo en el
Fausto, asemejándose en uno y otro extremo a grandes místicos del siglo XVI, que vivían
entre éxtasis amorosos y horrores a lo satánico. En opinión de Picatoste, Palestrina es el
Voltaire de la música. La riqueza y animado movimiento de Mozart, interpretarían a Mo-
reto y a Bretón (F. Picatoste, Las frases célebres). Dejando de lado la arbitrariedad de la
opinión, vale el intento de asociación.
Dejando de lado extraños juicios sobre nuestra mística, y atenuando un tanto el
subjetivismo de correlación (pues tocante a Fray Juan de la Cruz existen músicos, como
Joaquín Rodrigo, que tienen más que ver con él que Gounod), sólo nos queda de cierto que
existe, ciertamente, parentesco entre un determinado grado de inspiración verbal, literaria,
y otro de temperamento musical. De aquí que ya Lull se preocupara tanto de que sus poe-
mas se cantaran con música apropiada: “El Desconsuelo en lo so de Berart. Horas de Nues-
tra Señora cántense al so dels hinmes; y los Cien nombres de Dios se pueden cantar segons
quel psalmes se cantan en la Santa Esglesya” (Obras. edic. de la BAC).
131

Según tales principios y conclusiones, ¿cuál será la música correspondiente a la


presencia del silencio del místico castellano? Seguramente que ni el superlativo del último
tiempo de la Novena Sinfonía, que para Wagner es la suprema expresión del arte; ni frag-
mento de ópera alguna, ni el ensayo del citado Joaquín Rodrigo “Cántico de la Esposa”
(
1934); la música correspondiente a la altura poética de San Juan de la Cruz es la música
callada.
Ese ambiente de pechos floridos; en primavera continua; de guirnaldas de flores y
esmeraldas tejidas en mañanas frescas; la mirada de unos ojos que se imprimen donde po-
san, ojos que ven, pero que nadie ha visto; huertos de azucenas amenizados por la suavidad
de amenas liras, revoloteados por blancas palomicas con ramos de oliva en el pico; noches
serenas; regiones no adivinadas por las musas (las buscadoras) de color y de sonido, irre-
montables por lejanísimas sospechas de amantes y de genios, solamente descubiertas y
estrenadas por privilegiados que entregan la ilusión de su presentimiento a la soledad sin
fronteras del océano del silencio: “En soledad vivía, y en soledad ha puesto ya su nido; y
en soledad la guía a solas su querido también en soledad de amor herido”.
Existen escritos, producto de facultades tan penetrantes, que piensa uno en lo grato
que sería tener milenios para leerlos a orillas de un río en el paraíso (Emerson).
Registramos en páginas anteriores el eufemismo de un escritor inglés referente a
Santa Teresa de Ávila: la eternidad no es suficiente para agradecerle a Dios la experiencia
teresiana.
De estos libros son los de Fray Juan de la Cruz. Como San Isidoro tenía escrito
sobre las obras de Orígenes: “miente quien dice que te ha leído entero si te ha meditado
una vez”, ante esta otra águila de espacios últimos hay que tomar nota de la inscripción.
Graveson diría que da la impresión de que no queda nada por añadir que no sea
silencio.
132

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