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D.L.: S. 77-2007
Impreso en España
LEONARDO RODRÍGUEZ DUPLÁ
Universidad Pontificia de Salamanca
MAQUIAVELO Y EL MAQUIAVELISMO
Salamanca, 2007
1
—7—
ma del poder de la Fortuna en los asuntos humanos había sido abor-
dado extensamente por Leon Battista Alberti, por Giovanni Ponta-
no y por Eneas Silvio Piccolomini, los cuales retomaban una
tradición heredada de Cicerón y Boecio3. Mencionaré, por último,
que incluso el género speculum principis, elegido por Maquiavelo pa-
ra su obra más conocida, contaba con antecedentes tan próximos y
conocidos como los tratados compuestos por Bartolomeo Sacchi,
Giovanni Pontano o Francesco Patrizi, contra los que precisamente
reacciona Maquiavelo con una doctrina revolucionaria4.
Los datos que se acaban de ofrecer, y otros muchos que pudie-
ran añadirse, confirman más allá de toda duda la pertenencia de la
obra de Maquiavelo a una tradición espiritual y a una coyuntura
histórica determinadas. Cobra fuerza de este modo la idea de que
el conocimiento en profundidad tanto de la tradición humanista
como de la situación política italiana de comienzos del siglo XVI es
requisito imprescindible para una interpretación adecuada de los
escritos del pensador florentino.
El principio metodológico que se acaba de enunciar se nos anto-
ja, al pronto, muy razonable, y además se ha acreditado a lo largo de
los años por su indiscutible fecundidad. Hoy disponemos de nume-
rosos trabajos realizados por filólogos e historiadores que, partiendo
del contexto intelectual y político de la obra de Maquiavelo, han sa-
bido arrojar luz sobre muchos aspectos suyos antes mal conocidos.
Sin embargo, parece oportuno señalar que este método de tra-
bajo, aunque justificado en sí mismo, entraña un riesgo considera-
ble, sobre todo cuando es practicado de manera unilateral. Al
vincular tan estrechamente a un autor con un determinado hori-
zonte histórico y hacer de este último el foco principal de la inves-
tigación, se corre el peligro de llegar a pensar que sus ideas son
enteramente relativas al contexto que las vio nacer, y que por tanto
nada pueden aportar, en tanto que tales ideas, al hombre de hoy.
3
Cf. T. Flannagan, “The Concept of Fortuna in Machiavelli”, en: A. Parel (ed.),
The Political Calculus (University of Toronto Press, Toronto 1976).
4
Cf. A. H. Gilbert. Machiavelli’s ‘Prince’ and Its Forerunners. The Prince as a Typi-
cal Book ‘de Regimine Principum’ (Barnes and Noble, New York 1968; 1ª edic. 1938).
—8—
En lo que sigue, voy a intentar contrarrestar este peligro invi-
tando a una lectura filosófica de Maquiavelo. Debo advertir que la
filosofía, tal como yo la entiendo, es un saber eminentemente in-
temporal. Frente a la concepción historicista, creo que, desde Gre-
cia a nuestros días, los grandes filósofos intentan dar respuesta a
una serie de preguntas fundamentales a las que, sin asomo de retó-
rica, podemos calificar de eternas. El saber histórico y filológico es
un instrumento imprescindible para reconstruir la génesis de las
distintas teorías que se han ensayado; y muchas veces resulta útil
para recuperar el sentido de un término o de un problema; pero de-
ja de ser un instrumento adecuado cuando tratamos de abordar la
cuestión de la validez de esas teorías. Insisto por ello en que hemos
de evitar pensar que la verdad a la que aspira la filosofía es una
verdad relativa a la época y el contexto en el que es elaborada.
Desde sus orígenes griegos, la filosofía se ha interrogado por la
naturaleza de las cosas políticas. La pregunta por el mejor régimen
político, inseparable de la pregunta por la vida buena y feliz, ha ocu-
pado el centro de la reflexión política clásica. Cuando leemos a Ma-
quiavelo en perspectiva filosófica, caemos en la cuenta de que
también él se ha interesado por estas mismas cuestiones, si bien les
ha dado una respuesta que discrepa de la ofrecida por la tradición
clásica. Lo que me propongo en esta conferencia es exponer en qué
consiste la novedad teórica de la posición de Maquiavelo, para así
determinar el lugar preciso que él ocupa en la historia del pensa-
miento político occidental. Para realizar esta tarea, me apoyaré en la
interpretación de Maquiavelo propuesta hace ya casi medio siglo en
el libro de Leo Strauss Thoughts on Machiavelli5. Esta obra ofrece, a mi
juicio, la más profunda y elaborada exposición del pensamiento del
genial florentino que poseemos, si bien debo indicar que esta valora-
ción no es universalmente compartida. Ya en el prólogo de esta obra
Strauss se distancia de todo planteamiento estrechamente historicis-
ta al afirmar, respecto a Maquiavelo, que “la sustancia de su pensa-
miento no es florentina, ni siquiera italiana, sino universal”6.
5
Cf. L. Strauss, Thoughts on Machiavelli (Free Press, Glencoe, Ill. 1958).
6
Op. cit. p. 11.
—9—
2
— 11 —
no” (cap. 15); se dice que se ha de ser tacaño con los bienes propios
y generoso con los ajenos (cap. 16); se asegura que “un príncipe no
debe preocuparse de tener fama de cruel por mantener a sus súb-
ditos unidos y fieles” y que “es más seguro ser temido que ser ama-
do” (cap. 17); se enseña que “los príncipes que han hecho grandes
cosas son los que han dado poca importancia a su palabra” (cap.
18); o se aconseja que “los príncipes deleguen en otros las tareas
odiosas y ejecuten por sí mismos las agradables” (cap. 19).
La presencia de este tipo de máximas en El príncipe explica sin
dificultad la oleada de escritos antimaquiavélicos con la que, tras
su publicación impresa en 1532, fue recibida la obra. Todavía en el
siglo XVI, el hugonote francés Gentillet7 y el jesuita español Riba-
deneira8 son autores de críticas devastadoras al pensamiento de
Maquiavelo, cuya obra había sido incluida en el Índice de libros
prohibidos en 1559. Sin duda, en el significado coloquial del térmi-
no “maquiavélico” resuena un eco de estos hechos tan conocidos.
Hasta aquí todo parece claro. Maquiavelo sería el autor de una
doctrina política perversa, según la cual el fin justifica los medios.
Su gran pecado consistiría en haber desligado la acción política de
toda restricción moral, como vieron certeramente, en los siglos si-
guientes Federico II de Prusia9 o, más recientemente, Benedetto
Croce10.
7
Cf. I. Gentillet, Discours sur les moyens de bien gouverner. Contre Nicolas Machia-
vel (s.l. 1576).
8
Cf. P. Ribadeneyra, Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe Cris-
tiano para gobernar y conservar sus estados, contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políti-
cos de este tiempo enseñan (Roma, 1595).
9
Cf. Federico II de Prusia, Antimachiavel ou Essai de critique sur le prince de Ma-
chiavel (escrito en colaboración con Voltaire, La Haya 1740).
10
Cf. B. Croce, “Una questione che forse non si chiuderà mai”, Quaderni della
‘Critica’ 5 (1949) 1-9. Croce atribuye a Maquiavelo el mérito de haber descubierto la
autonomía de la política respecto a la moral, si bien reconoce que con ello plantea-
ba un enorme problema sin llegar a solucionarlo: “Il Machiavelli […] non sacrificò
la morale alla politica ma dell’una e dell’altra ammise l’autonomia, e quello che in
lui manca è l’esigenza di mediare le due autonomie” (p. 5). Con todo, Croce discul-
pa esta omisión de Maquiavelo alegando que ningún filósofo puede dar respuesta
a todas las preguntas.
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Sin embargo, la cosa comienza a complicarse cuando uno des-
cubre que la condena de Maquiavelo está lejos de ser unánime. Ya
a finales del s. XVIII se inició una corriente reivindicativa de la fi-
gura y la doctrina del florentino, en la que destacan las voces de
Herder, Fichte y Hegel. Y en nuestros días abundan quienes califi-
can de superficial y tosca la “lectura ingenua” proclive a demoni-
zar a Maquiavelo.
Permítanme que, en este contexto, haga referencia a mi propia
experiencia personal. Cuando, hace ya bastantes años, adquirí un
ejemplar de El príncipe con intención de leerlo por primera vez, me
encontré con que estaba provisto de un prólogo del estudioso italia-
no Giuliano Procacci, en el que se advertía al lector de que la obra
que estaba a punto de leer era “uno de los libros más desconocidos
y malentendidos de la historia de la literatura mundial”11. Poco des-
pués se calificaba de “simplificación y deformación del pensamiento
político de Maquiavelo”12 a la interpretación tradicional que lo con-
dena sin paliativos y se sostenía que esa lectura errónea obedecía a
que se había aislado de su contexto unos pocos capítulos del libro. El
propio Procacci se proponía deshacer el malentendido proponiendo
una lectura global de la obra, pero, si he de ser sincero, con ello no
hacía otra cosa que generar en el lector unas expectativas que luego
no resultaban satisfechas, al menos en ese prólogo. Lo que antes he
denominado “lectura ingenua” de Maquiavelo quedaba condenada
sin que se llegara a alegar pruebas en su contra.
Una experiencia semejante me esperaba cuando cayeron en mis
manos varios trabajos de Quentin Skinner, conocidísimo profesor
de ciencia política en Cambridge. En el volumen primero de su
obra Fundamentos del pensamiento político moderno13, este autor se dis-
tancia de los autores contemporáneos que denuncian el carácter in-
moral del pensamiento de Maquiavelo; pero lo hace de una forma
tan confusa que uno no tiene claro dónde está exactamente el pun-
11
Cf. Nicolás Maquiavelo, El príncipe. Comentado por Napoleón Bonaparte, trad. E.
Leonetti Jungl (Espasa-Calpe, Madrid 211991), p. 9.
12
Op. cit. p. 10.
13
Cf. Q. Skinner, The Foundations of Modern Political Thought. The Renaissance
(Cambridge University Press, Cambridge 1978).
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to de discrepancia con ellos o, mejor dicho, las razones de esa dis-
crepancia. Y en una monografía breve titulada Maquiavelo, que vio
la luz pocos años después, el mismo Skinner escapaba a la dificul-
tad alegando que escribía como historiador y que no es tarea del
historiador juzgar, sino sólo describir14.
La tercera decepción vino al caer en mis manos la biografía de
Maquiavelo escrita por Maurizio Viroli, profesor en la Universidad
de Princeton, y titulada Il sorriso di Niccolò. Storia di Macchiavelli15. Se
trata, desde luego, de una obra muy bien documentada, escrita ade-
más en un estilo claro y ameno. Pero al abordar el tema de la mala
fama que siempre ha acompañado al secretario florentino, Viroli no
puede evitar un tono impaciente, incluso agresivo: alude a Leo
Strauss, que participa de la condena tradicional del pensamiento de
Maquiavelo, como a “uno de sus más obtusos intérpretes”16; y poco
después se refiere a los estudiosos que discrepan de su propia opi-
nión –entre ellos, como revela el contexto, de nuevo Strauss- como
“los muchos que no han entendido nada de El príncipe”17. Pero el ca-
so es que, a la hora de señalar en qué han errado todos ellos, la ex-
plicación de Viroli no puede ser más confusa. Escuchémosle:
“Maquiavelo jamás ha enseñado que el fin justifica los medios o que
para el político es lícito hacer aquello que para los demás está pro-
hibido: ha enseñado que quien se propone realizar una gran finali-
dad –liberar un pueblo, fundar Estados, imponer la ley y la paz
donde reinan la anarquía y el arbitrio, o rescatar una república co-
rrupta– no debe temer que se lo considere cruel o avaro, sino saber
llevar a cabo lo necesario para la obra”18. Ahora bien, cuál sea la di-
ferencia entre sostener que el fin justifica los medios y elogiar al po-
lítico que está dispuesto a emplear medios nefandos –por ejemplo
crueles– para alcanzar sus metas, es cosa que Viroli no explica.
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visto con una actitud puramente descriptiva. En todas las páginas
de Maquiavelo nos encontramos con hechos y personajes históricos
que son cuidadosamente analizados, sí, pero también valorados. La
misma elección del género del espejo de príncipes como molde en
el que verter sus ideas sobre la fundación y gobierno de los princi-
pados delata que su intención es la de proponer un ideal, y no sim-
plemente la de describir las leyes de una física social fría y aséptica.
(2) Otras veces se afirma que la denigración de Maquiavelo se
ha visto favorecida por el hecho de que su libro más divulgado es
El príncipe, siendo así que su pensamiento político está expuesto de
una manera mucho más completa en sus Discursos sobre la primera
década de Tito Livio19. Este olvido es tanto más flagrante cuanto que
los Discursos están dedicados al estudio de la república, forma de
gobierno con la que Maquiavelo simpatiza mucho más que con el
principado. La atención unilateral a El príncipe habría provocado
un sesgamiento considerable en su recepción y en particular nos
habría privado de conocer al verdadero Maquiavelo, el amante de
la libertad ciudadana.
Ni que decir tiene que la invitación a estudiar todos los textos
relevantes de un autor antes de fallar un juicio definitivo sobre su
pensamiento está sobradamente justificada. Pero no está claro que
esta medida se traduzca, en el caso de Maquiavelo, en un radical
cambio de opinión sobre su obra. Por mi parte, me inclino a com-
partir la tesis de la continuidad doctrinal de El príncipe y los Discur-
sos (dos obras que, como es sabido, se comenzaron a redactar de
manera casi simultánea). Espero poder ofrecer más tarde algunos
argumentos a favor de esta interpretación.
(3) Mencionaré, por último, que en muchas ocasiones se inten-
ta compensar la impresión negativa que en muchos lectores produ-
ce la lectura de El príncipe alegando el espíritu patriótico que
animaba a Maquiavelo al escribir en unas circunstancias extraordi-
nariamente tristes para Italia. Pensemos en la célebre exhortación a
liberar a Italia de los bárbaros con que concluye esa obra. Pero, pa-
19
Cf. Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, trad. A.
Martínez Alarcón (Alianza Editorial, Madrid 1987).
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sando por alto que esta defensa de Maquiavelo está reñida con el
presunto carácter puramente descriptivo o científico de este autor
–también alegado, según vimos, por sus defensores–, no podemos
olvidar que el patriotismo no es un valor supremo: el amor a la pa-
tria no exime a nadie de sus deberes de justicia hacia los hombres.
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4
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glo pasado (pensemos en Bergson, Husserl, Heidegger o Whitehead)
la filosofía política brilla por su ausencia. También es conocido
Strauss por su defensa apasionada del estudio de los clásicos. Tan-
to en su labor docente como en sus publicaciones se dedicó inten-
samente a la recuperación del tesoro de saber político contenido en
los grandes autores antiguos y medievales.
Fue precisamente el análisis paciente de los textos de estos au-
tores lo que llevó a Strauss a formular una de sus teorías más céle-
bres y controvertidas: estaba convencido de que buena parte de la
literatura filosófica clásica está escrita en un lenguaje cifrado, cuyo
sentido está reservado a unos pocos21. Los textos clásicos contienen
un mensaje exotérico, accesible a todos los lectores, y un mensaje
esotérico que está escrito entre líneas, insinuado sutilmente o enun-
ciado de manera oblicua. ¿Por qué han practicado los clásicos este
extraño y hoy olvidado “arte de escribir”? Strauss sostiene que la
filosofía, como saber que cuestiona las certezas inconcusas en las
que reposa el orden social, siempre ha sido vista con desconfianza
por la sociedad. La condena de Sócrates no es un hecho casual, si-
no que anticipa las tensas relaciones que ya siempre mediarán en-
tre el filósofo y la polis. Por eso en el pasado muchos pensadores
han tenido la cautela de ocultar los aspectos más revolucionarios o
inquietantes de su obra.
Strauss no se ha limitado a formular esta hipótesis, sino que la
ha confirmado mediante una ambiciosa relectura de numerosos au-
tores clásicos, entre ellos Platón, Jenofonte, Maimónides o Spinoza,
sobre los cuales ha publicado agudísimas interpretaciones.
A estos grandes nombres hay que añadir el de Maquiavelo.
Strauss está convencido de que el sutil florentino practicó de mane-
ra sistemática la escritura esotérica, y que lo hizo por dos razones.
Primero, para protegerse. Esto no es extraño si se tiene en cuenta
que él se revela en sus escritos como un enemigo de la Iglesia ro-
mana, a la que considera responsable principal de la debilidad y el
caos político en que está sumida Italia. La Iglesia era a la sazón el
mayor poder político en Italia, y no es de extrañar que un hombre
21
Cf. L. Strauss, Persecution and the Art of Writing (Free Press, Glencoe, Ill. 1952).
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como Maquiavelo, que había conocido la cárcel y la tortura acusa-
do de participar en una conjura antimedicea, se guardara mucho
de criticar abiertamente al cristianismo, máxime teniendo en cuen-
ta que el papa León X era precisamente un Medici. El propio Ma-
quiavelo, en el proemio al Libro I de sus Discursos, asegura que su
decisión de adentrarse por un camino que no ha sido aún recorri-
do por nadie ha de costarle “muchas fatigas y dificultades”; y ha-
cia el final de la obra, en el capítulo 35 del Libro III, abunda en “lo
peligroso que resulta ponerse a la cabeza de una innovación que
afecta a muchos”. La segunda razón por la que practica la escritu-
ra entre líneas es que él no escribe para cualquier lector, sino para
una minoría selecta que, en el futuro, sabrá descifrar su mensaje y
hacer de caja de resonancia de sus ideas22.
¿En qué consiste, más exactamente, el arte de escribir de Ma-
quiavelo? ¿Cuáles son los recursos de que se vale para cifrar su
mensaje y hacerlo invisible al lector superficial, es decir, a la inmen-
sa mayoría? Según Strauss, uno de los recursos más empleados por
Maquiavelo es el silencio. Llama la atención, por ejemplo, que en
un texto como El príncipe no se mencionen ni una sola vez cosas ta-
les como el bien común, la conciencia, la diferencia entre el rey y el
tirano, o el alma. Se trata de un silencio sumamente elocuente, co-
mo tendremos ocasión de comprobar en seguida.
Otro recurso típico es el error intencionado. Como ha mostrado
Strauss, Maquiavelo incurre en numerosos pasajes de los Discursos
en errores manifiestos. Se trata de citas falsas, deformación patente
de los hechos narrados, omisiones incomprensibles o generaliza-
ciones precipitadas. En algunas ocasiones, el autor llega a contra-
decirse a sí mismo en el espacio de unas pocas líneas. ¿Cómo
explicar que un autor tan sutil cometa errores en los que no incu-
rriría un estudiante de bachillerato inteligente al redactar sus traba-
jos? A juicio de Strauss, esos errores son en realidad guiños al lector
que sirven para subrayar la necesidad de leer con la mayor aten-
ción el texto y no pasar por alto su sentido cifrado. Uno de los ca-
sos más llamativos entre los muchos examinados por Strauss se
22
Cf. L. Strauss, What is Political Philosophy? (Free Press, Glencoe, Ill. 1945), pp.
45s.
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encuentra en el capítulo 48 del Libro III de los Discursos, en el que
se examina la cuestión de qué actitud se debe adoptar en la guerra
ante los errores manifiestos del enemigo. Maquiavelo no tiene em-
pacho en mostrarnos su propio juego al advertir que detrás de los
presuntos errores del enemigo se oculta siempre un fraude. Pero,
no contento con ello, él mismo comete a continuación un “error”
semejante, pues elige como ilustración de esta regla un caso en el
que el error del enemigo fue un auténtico error y no una trampa.
En otros casos, Maquiavelo despista al lector superficial abra-
zando inicialmente la opinión contraria a la que en realidad profe-
sa, para luego, mediante transiciones insensibles, ir alejándose de
ella. Más adelante tendremos ocasión de comprobar cómo se va
distanciando paso a paso, a lo largo de muchas páginas, de su pre-
sunta admiración por la Roma republicana o de la alta considera-
ción en que parece tener a Tito Livio. Quizá no esté de más recordar
en este contexto las palabras que nuestro autor dirige a Guicciardi-
ni en una carta fechada el 17 de mayo de 1521: “Desde hace algún
tiempo nunca digo lo que creo y nunca creo lo que digo; y si a ve-
ces se me ocurre decir la verdad, la oculto entre tantas mentiras que
luego es difícil encontrarla.”
Otras veces se vale de la ambigüedad de los términos que uti-
liza. El caso más notorio es el del término “virtud”. Como es sabi-
do, Maquiavelo da a esta palabra un sentido que se aparta del
clásico: es posible ser virtuoso (en este nuevo sentido) a pesar de no
ser bueno. Pero, al mismo tiempo, sigue utilizando la palabra en su
sentido tradicional, lo cual le permite oscurecer en parte la valora-
ción que le merece la conducta de los hombres, y más en particular
disfrazar de respeto por las cualidades morales comúnmente admi-
tidas lo que no es sino la negación de esas mismas cualidades.
También gusta Maquiavelo de dar otro tipo de “pistas” a sus
lectores. Por ejemplo, en el capítulo 10 del Libro I de los Discursos
se nos explica que en Roma no estaba permitido denostar la figura
de César, pues en ello podía verse una crítica velada al emperador
de turno en tanto que sucesor de César, y que por este motivo quie-
nes deseaban criticar al emperador lo hacían de manera oblicua,
elogiando a Bruto como modelo de patriotismo. Pues bien, cuando
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en el capítulo siguiente Maquiavelo elogia la religión romana, está
sugiriendo al lector atento, no que él participe de la piedad paga-
na, sino que desprecia la religión actualmente vigente, el cristianis-
mo, pero que no se atreve a manifestar abiertamente ese desprecio.
Mencionemos por último que Strauss da un valor considerable
a ciertos indicios numéricos que él cree presentes en las obras de
Maquiavelo. A su juicio, no puede ser casual que los Discursos cons-
ten exactamente de 142 capítulos, pues éste es precisamente el nú-
mero de libros de que consta la Historia de Tito Livio. El propio
Maquiavelo parece indicar que procede con segundas intenciones
al consentir alguna anomalía en la estructura del libro: la suma de
142 capítulos se logra gracias a que el Libro III queda sin proemio
al convertirse el proemio en capítulo I. La coincidencia numérica
parece sugerir que, aunque el título elegido haga referencia a los
diez primeros libros de Tito Livio, que llegan hasta 292 a. de C., Ma-
quiavelo está tratando todo el período histórico abarcado por el au-
tor romano, es decir, la historia de Roma desde su fundación hasta
la época de Augusto. Lo cual tiene evidentes connotaciones políti-
cas, pues es en esta época en la que nace el cristianismo, bestia ne-
gra de Maquiavelo.
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a negar que haya finalidad en la naturaleza, lo cual tiene conse-
cuencias inmediatas, tanto en el plano antropológico como en el
político.
El ser humano no está destinado a una forma de plenitud cuyo
ingrediente o condición básica es la virtud, sino que es un ser ego-
ísta que sólo persigue su propia satisfacción. Son muy conocidas al-
gunas de las más crudas declaraciones de Maquiavelo a este
respecto: los móviles de los hombres son “la gloria y la riqueza”
(Pr. 25); “los hombres olvidan antes la muerte de su padre que la
pérdida de su patrimonio” (Pr. 17); “es inevitable que un hombre
que quiera hacer en todas partes profesión de bueno se hunda en-
tre tantos que no lo son” (Pr. 15); “en general se puede afirmar que
los hombres son ingratos, inconstantes, falsos y fingidores, cobar-
des ante el peligro y ávidos de riqueza” (Pr. 17).
Este pesimismo antropológico hace inevitable el abandono del
concepto tradicional del bien común. En el pensamiento político
clásico el bien común era inseparable de la justicia, de la que dijo
San Agustín que era el fundamentum regnorum. Maquiavelo, en
cambio, piensa que la concepción clásica no es más que un sueño
peligroso que tiene su origen en el desconocimiento de la maldad
humana. Ni la fundación ni la conservación de los Estados puede
guiarse por tales ideas. En el origen del Estado hay siempre un ac-
to de violencia, una injusticia clamorosa, como ya revela el hecho
de que Roma, el mayor experimento político emprendido por la
humanidad, deba su existencia al fratricidio cometido por Rómulo.
De conformidad con ese origen, el gobierno de los Estados ha de
entenderse como una “fundación continua”, es decir, como recurso
prudente a la injusticia originaria cada vez que las circunstancias lo
hagan necesario. Dicho de otro modo: el bien común es purgado de
toda connotación moral y definido en términos de estabilidad polí-
tica; toda acción que fomente este objetivo es, por definición, justa,
con independencia de si es conforme con las normas morales tradi-
cionales.
En la época que le ha tocado vivir a Maquiavelo, la tradición
clásica que él rechaza tiene su exponente máximo en el cristianis-
mo, en el que han confluido el pensamiento griego y la tradición bí-
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blica. Maquiavelo verá en el desprecio cristiano de la gloria mun-
dana y en la correlativa exaltación de la virtud de la humildad la
causa de la corrupción del mundo. En consecuencia, la crítica al
cristianismo será en él constante. Una de sus vertientes es la crítica
a la pretensión de la Biblia de ser la Palabra de Dios. Como es de
suponer, Maquiavelo formula esta crítica de manera oblicua: tanto
su rechazo de la tradición según la cual los principios de la religión
romana antigua fueron revelados a Tulo Hostilio por una ninfa, co-
mo su crítica a los milagros de que hablan las fuentes antiguas, in-
dican al lector atento que la Biblia es una creación puramente
humana, la cual ha de ser “leída juiciosamente” (es decir, a la luz
de los principios políticos expuestos por Maquiavelo). La misma
intención polémica anima, según se dijo, la alabanza que hace el
florentino de la religión romana: al elogiar esa religión se rechaza
indirectamente la religión cristiana, del mismo modo que al alabar
el patriotismo de Bruto se critica indirectamente al emperador. Pe-
ro ello no debe dar pie a que se hable, como en ocasiones se ha he-
cho, del “paganismo” de Maquiavelo, pues, como señala Strauss, el
paganismo es una forma de piedad religiosa, y Maquiavelo era aje-
no a todo sentimiento de esa naturaleza. De hecho, su alabanza de
la religión romana se apoya siempre en consideraciones extrínse-
cas: la religión romana era buena porque contribuía a mantener el
orden social, no por su presunta verdad o valor intrínseco.
La ruptura de Maquiavelo con la tradición recibida le lleva a re-
clamar la instauración de “nuevos modos y órdenes” en la socie-
dad. ¿En qué consisten éstos? Para contestar a esta pregunta hemos
de adentrarnos, siquiera brevemente, en la lectura de sus obras po-
líticas principales.
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difícil, de éxito más dudoso y de manejo más arriesgado” que esta
tarea. A lo largo de la obra, Maquiavelo irá exponiendo cuál es la
naturaleza del hombre capaz de llevarla a cabo y cuáles las medi-
das que ha de adoptar para tener éxito. Pero no procede de mane-
ra rectilínea, sino que va introduciendo nuevos temas y digresiones
hasta llegar a los célebres capítulos 15 a 19, en los que su doctrina
se hace máximamente explícita. En esta sección del libro se traza la
decisiva distinción entre ser bueno y ser virtuoso. El hombre bue-
no es justo, compasivo, liberal, fiel a la palabra dada. Pero el fun-
dador y conservador de un nuevo Estado no puede permitirse el
lujo de ser siempre bueno; recuérdese: “es inevitable que un hom-
bre que quiera hacer en todas partes profesión de bueno se hunda
entre tantos que no lo son” (Pr. 15). El príncipe ha de aprender a ser
bueno unas veces y malo otras, según lo aconsejen las circunstan-
cias. En esta capacidad para elegir prudentemente entre el bien y el
mal estriba la verdadera virtud del gobernante. Esto explica que
Maquiavelo pueda decir del emperador Severo que fue enorme-
mente cruel y codicioso, y a renglón seguido alabar su mucha vir-
tud (cf. capítulo 19). Y esto justifica asimismo la tesis de que el
príncipe ha de reunir en su persona las cualidades del hombre y las
de la bestia, y más en particular las del poderoso león y el astuto
zorro. Para las tareas de gobierno no basta, en efecto, con ser “hu-
mano”, sino que también es preciso ser “brutal”: ser capaz de
aplastar o engañar al enemigo cuando la ocasión lo requiera. Al
proponer al centauro Quirón, educador de Aquiles y de muchos
otros príncipes, como modelo de sabiduría política (cf. capítulo 18),
Maquiavelo parece estar trazando la contrafigura de Jesucristo: la
política no necesitaría de un hombre-Dios, sino de un hombre-bes-
tia.
Después de haber expuesto su escandalosa doctrina, Maquia-
velo la oculta detrás de nuevos temas e intereses: pasa a hablar de
las fortalezas, de la adulación o de la Fortuna, y termina con su ex-
hortación patriótica a liberar a Italia de los bárbaros.
¿Cómo se ha de entender este capítulo conclusivo? ¿Qué fun-
ción desempeña dentro de la economía global de la obra? Según
Strauss, su función es puramente retórica. Al colocar su exhorta-
ción patriótica en el último capítulo, Maquiavelo está sugiriendo
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que se trata de una consecuencia lógica de la doctrina previamente
expuesta, con lo cual se pretende dar a esa doctrina un aire inocuo
e incluso amable. Pero no es difícil ver que en realidad el capítulo
último no se sigue de los anteriores, sino que es un añadido más o
menos arbitrario. Lo cual no significa que Maquiavelo no fuera un
patriota, sino que su patriotismo, aunque sincero, no pertenece al
núcleo esencial de su pensamiento político.
Pese a su carácter fundamentalmente retórico, el capítulo final
de El príncipe contiene una enseñanza importante. En él se exhorta
a Lorenzo de Medici a acaudillar el movimiento de liberación na-
cional. Con ello se concreta el deseo que el autor había expresado
en la dedicatoria del libro: que Lorenzo llegue a alcanzar toda la
grandeza que la suerte y sus grandes cualidades le prometen. Ma-
quiavelo no vacilará en comparar a este príncipe con Moisés, cuya
acción liberadora del pueblo hebreo fue acompañada de tantos mi-
lagros. Maquiavelo sostendrá que en una época como la presente,
que también ha presenciado numerosos prodigios, lo natural es in-
terpretarlos como signos del favor del cielo y garantías del éxito de
la empresa encomendada a Lorenzo. Pero por debajo de estas de-
claraciones cabe entrever, según Strauss, un mensaje oculto. Repa-
remos, en primer lugar, en que ni hay noticia histórica de los
prodigios aludidos, ni Maquiavelo cree siquiera que los milagros
sean posibles en general. Tengamos en cuenta, en segundo lugar,
que Moisés no llegó a ver colmadas sus aspiraciones, pues no pu-
do pisar la Tierra Prometida. De todo ello se desprende que en rea-
lidad Maquiavelo no consideraba a Lorenzo capaz de realizar la
tarea propuesta. Es más, según la aguda interpretación de Strauss,
Maquiavelo se está presentando a sí mismo como el nuevo Moisés,
puesto que su tarea en el libro ha sido la de presentar a la humani-
dad las nuevas tablas de la ley, es decir, la novedosa doctrina polí-
tica que permitirá establecer “nuevos modos y órdenes”.
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Pero vayamos por orden. Maquiavelo observa que sus contem-
poráneos no creen posible la imitación de los modelos antiguos.
¿Cuál es el obstáculo para esa imitación? Se trata de una dificultad
de orden moral: los modernos, corrompidos por el cristianismo,
consideran que las virtudes paganas no son sino vicios espléndi-
dos, y rechazan, en nombre de la caridad y la humildad, la búsque-
da de la gloria mundana. Esto significa que Maquiavelo, al afirmar
que la imitación de los antiguos es posible, está rechazando implí-
citamente las pretensiones de la religión bíblica.
¿Con qué autoridad puede hacerlo? Sagazmente, Maquiavelo
apela al prejuicio a favor de lo antiguo que impera en su tiempo. De
este modo no sólo se gana el favor de sus potenciales lectores, sino
que recubre su doctrina con un manto tradicional o conservador.
La dificultad estriba ahora en que el concepto de “lo antiguo” es
demasiado amplio, pues comprende tanto la herencia grecorroma-
na como la tradición bíblica. Esto explica que Maquiavelo lance
continuos dardos al cristianismo, unas veces directamente (como
cuando dice en el citado Proemio que el cristianismo ha conducido
al mundo a la debilidad) y otras de manera oblicua (como cuando
alaba la religión romana).
La exaltación de lo antiguo frente a lo moderno adopta de este
modo la forma especial del elogio de Roma, que es a la vez el elo-
gio de Tito Livio. Maquiavelo se empleará a fondo en defender a
Roma de quienes la han atacado: hará la apología del fratricida Ró-
mulo, rechazará los argumentos de quienes opinan que Esparta era
superior a Roma y opinará que la fundación de Roma fue suma-
mente moderada y razonable si se la compara con los brutales pro-
cedimientos de Moisés y de Filipo.
Pero inopinadamente, hacia la segunda mitad del Libro I, Ma-
quiavelo comienza a criticar a Roma: en un pasaje se afirma que sus
logros fueron accidentales, y no se alcanzaron por un procedimien-
to racional; en otro lugar en el que se sostiene que las repúblicas
son aliados más fiables que los principados y se dan numerosos
ejemplos de esta fiabilidad, se omite mencionar entre ellos a Roma;
en otro pasaje se sostiene que Roma es responsable de la destruc-
ción de la libertad en Occidente por haber admitido a la ciudada-
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nía a numerosos extranjeros, con la consiguiente corrupción de las
costumbres.
Pero si Roma es una realidad política deficiente, la verdadera
autoridad no le corresponde a ella, sino a Tito Livio. Pero también
esta autoridad es reconocida sólo de manera provisional. Aunque
el historiador romano proporcione numerosos ejemplos útiles a
Maquiavelo, lo cierto es que éste los manipula a su antojo. En va-
rias ocasiones cuestiona la fiabilidad histórica de Livio; en otras
sostiene que en general los modernos tenemos ventaja de perspec-
tiva histórica sobre los antiguos… El ataque a Livio, explícito a par-
tir del capítulo 58 del Libro I, se completa cuando, en ese mismo
lugar, se convierte en un ataque a toda autoridad en general, expre-
sado con las siguientes palabras: “yo no considero, ni consideraré
nunca, que sea reprensible defender alguna opinión con la razón,
sin querer recurrir a la autoridad o a la fuerza”.
Una vez rechazada la autoridad suprema de Roma y de Tito Li-
vio, ya no hay ninguna duda: Maquiavelo está proponiendo que
vayamos más allá de Roma e incluso más allá de lo que enseñan
“todos los escritores del pasado” (I 58). Ahora sabemos, por fin,
que la doctrina que desea exponer es una doctrina enteramente
nueva. La naturaleza de esta doctrina sale a la luz por vez primera
cuando Maquiavelo plantea, a comienzos del Libro II, la cuestión
de si para hacer grande una ciudad es mejor emplear el amor o el
miedo. Al principio propugna una sabia combinación de ambos
factores. De este modo parece mitigar la crudeza de un texto de Li-
vio en el que el crecimiento de Roma se hace depender de la des-
trucción de Alba. Pero poco a poco, conforme la discusión avanza,
Maquiavelo deja claro que la combinación prudente de amor y
miedo consiste en “reconciliarse” con los enemigos a los que ya se
ha sometido mediante la violencia, o en destruirlos sin compasión
si la reconciliación no es posible. La comprensión cristiana del
amor es condenada por antinatural.
Esta reivindicación de la violencia y el miedo como instrumen-
to político sugiere por sí sola la proximidad de esta doctrina con la
expuesta en El príncipe, donde se afirmaba que es más conveniente
para el gobernante ser temido que ser amado. Frente a la tradición
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recibida, que presupone la primacía del amor, Maquiavelo cree que
en el origen de la comunidad política está el miedo ante la violen-
cia del fundador, cuyo modelo es Rómulo. Pero esa violencia es le-
gítima, pues es la condición de posibilidad de la convivencia y por
tanto de la práctica de las virtudes ciudadanas. La justicia se funda
de este modo en la injusticia. Pero hay más. Como todos los “cuer-
pos mixtos” se corrompen con el paso del tiempo, el regreso perió-
dico a la violencia originaria es una constante de la acción política
que desee conservar el Estado.
El gobernante sabio que llegue a comprender la nueva verdad
descubierta por Maquiavelo la aplicará sin vacilar; pero no lo hará
movido por vanas consideraciones relativas al bien común, sino
movido por el afán de gloria: nada reporta mayor gloria mundana
que la fundación y mantenimiento de nuevos órdenes. De este mo-
do, el egoísmo natural del ser humano muestra al gobernante lúci-
do el camino hacia la defensa del interés colectivo.
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dono del ideal del cultivo del carácter, a favor de la creación de ins-
tituciones capaces de moldearlo: todos estos son temas hobbesia-
nos que, según sabemos, cuentan con claros antecedentes en
Maquiavelo.
A la vista de estas coincidencias, Leo Strauss ha sostenido que
el pensamiento político de Hobbes ha de ser entendido, en su nú-
cleo más esencial, como una variante del planteamiento de Ma-
quiavelo, la cual atempera en buena medida su carácter
escandaloso. Frente a la tesis de que la sociedad civil se basa siem-
pre en la injusticia, Hobbes afirma que en el “estado de naturaleza”
existe un derecho natural. Pero esto no supone recaer en el ideal
clásico de la perfección humana. Hobbes no deriva el contenido del
derecho natural de un presunto telos del hombre, sino de sus im-
pulsos más elementales, los cuales son de naturaleza egoísta y se
reducen, en último término, al deseo de conservar la vida. En los
orígenes de la sociedad civil no hay, por tanto, héroes fundadores,
no hay Rómulos fratricidas, sino pobres diablos acuciados por ne-
cesidades básicas. Una vez establecido el régimen de convivencia
política, el miedo a la muerte violenta a manos de cualquier seme-
jante se transforma en miedo al poder establecido, único resorte ca-
paz de imponer la paz; y la aspiración a conservar la vida se
convierte en deseo de comodidades23.
Aun concediendo el ascendiente de Maquiavelo sobre Hobbes,
cabría tratar de minimizar la importancia del primero alegando que
el pensador que más decisivamente ha marcado el curso del pensa-
miento político moderno no es Hobbes, el gran teórico de la monar-
quía absoluta, sino Locke, el ideólogo de la Revolución Gloriosa. El
triunfo incontestable del planteamiento liberal de Locke habría de-
molido sin contemplaciones el edificio teórico levantado por Hob-
bes, frenando de este modo el influjo de las ideas de Maquiavelo.
Esta objeción ignora, en primer lugar, que el Maquiavelo repu-
blicano siente el mayor aprecio por la libertad política y el imperio
de la ley, aprecio que el florentino considera compatible con los as-
23
Cf. L. Strauss, What is Political Philosophy?, ed. cit., pp. 47-49; Natural Right and
History (University of Chicago Press, Chicago 1953), pp. 166-202.
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pectos más descarnados de su doctrina política. En segundo lugar,
la objeción pasa por alto que la relación entre los planteamientos de
Hobbes y Locke no puede ser descrita simplemente en términos de
antagonismo: existe entre ellos una profunda afinidad que, a juicio
de Strauss, autoriza a considerarlos a ambos sucesores de Maquia-
velo. Locke acepta el planteamiento de Hobbes, pero lo modifica en
un único punto esencial. Lo que el hombre necesita para garantizar
su supervivencia es disponer de bienes que sean de su exclusiva
propiedad. El deseo de supervivencia se transforma de este modo
en deseo de propiedad; y el derecho a conservar la vida se convier-
te en derecho a la adquisición ilimitada de bienes. No hará falta in-
sistir en que esta idea ha tenido un éxito inmenso en el
pensamiento y la práctica política posterior. Pero conviene subra-
yar que, al dar prioridad al afán de adquirir bienes, Locke satisface
plenamente la exigencia de Maquiavelo de encontrar un sustituto
para la moralidad24.
Queda dicho que no es posible rastrear, en el marco de la pre-
sente conferencia, todas las prolongaciones del planteamiento de
Maquiavelo en el pensamiento moderno. Pero no debemos termi-
nar sin hacer referencia a ciertas corrientes del pensamiento políti-
co contemporáneo a las que, en el ámbito de la teoría política y del
estudio de las relaciones internacionales, se suele denominar con el
término genérico de “realismo” (o también “neorrealismo”)25.
24
Cf. L. Strauss, What is Political Philosophy?, p. 49; Natural Right and History, pp.
202-251.
25
La doctrina realista cuenta con abundantes antecedentes históricos, entre los
que se suele citar el célebre diálogo de los atenienses con los melios relatado por Tu-
cídides (cf. Historia de la guerra del Peloponeso, V, 84-116). En el siglo XX esta posición
cobró fuerza a raíz de las guerras mundiales, y fue expuesta sistemáticamente en las
influyentes obras de E. H. Carr, The Twenty Years’ Crisis (MacMillan, London 1939) y
H. Morgenthau, Politics Among Nations: The Struggle for Power and Peace (Knopf, New
York 1948). En nuestros días, el neorrealismo cuenta con valedores como K. N.
Waltz, Theory of International Politics (Addison-Wesley, Reading, MA 1979) y G. F.
Kennan, “Morality and Foreign Policy”, en: Foreign Affairs 64 (1984) 205-218. A dife-
rencia del realismo clásico, el neorrealismo (también conocido como “realismo es-
tructural”) reconoce la pérdida de protagonismo de los Estados individuales y el
influjo creciente de los rasgos estructurales del sistema internacional.
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Según los teóricos del realismo, las relaciones internacionales
se encuentran prácticamente en “estado de naturaleza”. No existe
un poder coercitivo supranacional que, restringiendo la soberanía
de los distintos Estados, obligue eficazmente a todos a cumplir las
leyes internacionales. La actuación de cada Estado en el tablero in-
ternacional persigue en todos los casos el fomento de sus propios
intereses, practicando para ello una “política de poder” que ante-
pone la supervivencia del Estado y la defensa de su integridad te-
rritorial a cualquier otra consideración. Así las cosas, la pretensión
de que las relaciones internacionales se sometan a criterios morales
resulta sumamente ingenua. Y no sólo ingenua, sino también irres-
ponsable, pues propicia una política que debilita a la nación que la
practica y con ello hace el juego a sus potenciales enemigos26.
La negativa por parte de los realistas a someter las relaciones
internacionales a criterios morales encuentra su expresión extrema
en su interpretación de los conflictos bélicos. Según el realismo, la
guerra es un instrumento más de la política exterior de un país, y
está justificada siempre que sirva para defender un interés funda-
mental de la comunidad política que recurre a ella. En la situación
actual, las guerras serían tan inevitables como legítimas.
Aunque la doctrina realista haya sido formulada como una teoría
–a la vez descriptiva y normativa– de las relaciones internacionales,
lo cierto es que, una vez aceptada, resulta sumamente natural aplicar-
la también a la política interna de cada país. Estamos ahora ante la cé-
lebre “razón de Estado”, que exime a las autoridades legítimas del
deber de someterse a las leyes positivas e incluso a las más elementa-
les exigencias morales siempre que lo reclame el interés nacional.
En ocasiones se moviliza en favor del realismo político y de la ra-
zón de Estado la conocida distinción, propuesta por Max Weber, en-
tre “ética de la convicción” y “ética de la responsabilidad”27. La ética
26
En la obra citada en la nota anterior, E. H. Carr sostuvo que la fe ingenua en
los principios del internacionalismo y de la seguridad colectiva fue la causa princi-
pal del fracaso de las potencias atlánticas a la hora de frenar el expansionismo ale-
mán en el período de entreguerras.
27
Cf. M. Weber, “Politik als Beruf”, en: Max Weber Gesamtausgabe, Bd. 17(Mohr,
Tübingen 1992), pp. 157-252.
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de la convicción reconoce principios morales que, sobre ser univer-
salmente válidos, carecen de excepciones. La conducta de los hom-
bres ha de atenerse estrictamente a esos principios, por negativas
que puedan ser las consecuencias de este modo de proceder: fiat ius-
titia, ruat coelum. Se trata, según Weber, de una ética para santos. Por
su parte, la ética de la responsabilidad sostiene que la deliberación
moral no consiste en la aplicación de una serie de normas abstractas,
sino que ha de basarse en el cálculo de las consecuencias previsibles
de nuestras acciones. La persona responsable queda eximida del de-
ber de cumplir las normas morales habituales en aquellos casos en
que la observancia de esas normas tenga consecuencias muy negati-
vas. Ésta es, según Weber, la ética del político, el cual, cuando las cir-
cunstancias lo exijan, ha de estar dispuesto a sacrificar en aras del
bien público los principios morales más elementales.
A la luz de estas consideraciones, el político que practica la éti-
ca de la responsabilidad no aparece como un hombre perverso, si-
no como el garante de la continuidad y el progreso de la
comunidad política, a cuyo servicio actúa en todo momento. Gra-
cias a que él acepta beber hasta las heces la copa de su responsabi-
lidad existe un marco de convivencia estable en el cual puede
medrar, entre otras cosas, la vida moral. La “inmoralidad” del go-
bernante hace posible, de este modo, la moralidad del gobernado.
Es claro que, al abrazar de este modo la tesis de que la injusticia es
el verdadero fundamentum regnorum, el realismo político y la razón
de Estado se revelan verdaderos sucesores del maquiavelismo, re-
vestidos ahora, eso sí, del manto de la responsabilidad.
Apenas hará falta añadir que el problema al que me estoy refi-
riendo no es sólo de naturaleza teórica. Mucho me temo que en el
escenario político actual, tanto en el nacional como en el internacio-
nal, sobran ejemplos de conducta maquiavélica. Éste es un hecho
innegable que hoy preocupa a amplios sectores de la ciudadanía y
que invita a una reflexión en profundidad sobre los fundamentos
normativos de la convivencia civil. Sugiero que esa reflexión se be-
neficiaría mucho del estudio del pensamiento político de Maquia-
velo. Entiéndase bien esta propuesta. No se trata, claro está, de
secundar las aberrantes máximas del maquiavelismo, sino de cono-
cer lo mejor posible las raíces teóricas de algunos de los males que
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hoy aquejan a nuestra realidad política, para así combatirlos más
eficazmente. La magnitud del envite de Maquiavelo a la tradición
política de inspiración clásica y bíblica es tal, que no bastará con un
rechazo sumario y moralizante de su doctrina. Antes bien, debe-
mos conocer a fondo sus fundamentos teóricos, supuesto que que-
ramos atajar sus perversas consecuencias prácticas, con algunas de
las cuales estamos excesivamente familiarizados. Pero para ello es
imprescindible que nos coloquemos en la misma posición inicial en
que él se encontraba, es decir, que reemprendamos por nuestra
cuenta el diálogo con la larga tradición de pensamiento con la que
él rompió tan resueltamente. En ese diálogo consistía precisamente
la filosofía política clásica, hoy una cosa casi olvidada.
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