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“NO ME DIGAS QUE ESO ES ARTE”: COMPLEJIDAD Y SITUACIÓN EN

TORNO AL ARTE

por Jaime Magdaleno

I. Arte como significación

A estas alturas del post apocalipsis, todos sabemos que el sapiens es un animal
simbólico: alguien que a través de diferentes prácticas otorga sentido a su
experiencia. Lo mismo con el lenguaje que a través de rituales religiosos o
prácticas artísticas, el hombre utiliza símbolos que pueden (y solicitan) ser
interpretados; a su vez, esos símbolos son portadores de sentido: significantes en
busca de convertirse en significados.

En ese sentido, el arte puede ser visto como un cúmulo de significantes que se
vuelven significado en el momento en que un espectador otorga sentido a la obra.
Toda obra de arte requiere la participación de espectadores que complementen la
obra, otorgando el significado que el significante, llamado “obra de arte”, porta.

Ahora bien, una de las posibilidades que tienen los espectadores para llevar a
cabo la función de otorgar significado a la obra es compartir con el “artista”, y con
el objeto por él producido, cierto código común. Todo artefacto que se presente
como “obra de arte” es un objeto que se convierte en “pieza artística” cuando
alguien le otorga esa cualidad, ya que porta un significado reconocido por la
comunidad de espectadores. “Objetos o actos corrientes adquieren un significado
simbólico a través de su incorporación a un sistema común de creencias”, escribe
Cynthia Freeland, y ello nos lleva a pensar que la “obra” no es un objeto artístico
“en sí”, sino que se convierte en tal cuando un conjunto de espectadores le otorga
la cualidad de “obra de arte”, siempre y cuando logre incorporarse al “sistema
común de creencias”.
Así las cosas, el arte es un signo convertido en significado por la acción de los
espectadores. Son ellos los que convierten a la pieza en objeto artístico, razón por
la cual hay una relación estrecha entre artista-objeto-espectador; relación que
fluye dinámicamente cuando la significación se da sin dificultades, y que se
entorpece cuando alguno de los elementos no cumple con las expectativas del
otro. Es decir: si el artista se aleja radicalmente del sistema de signos que
comparte con el espectador, y crea una pieza que no es reconocible como signo
por el espectador, éste duda acerca de la posibilidad de clasificar como obra de
arte al objeto o pieza que se le presenta. Para que el espectador considere “algo”
como arte, es necesario que ese “algo” sea susceptible de ser convertido en
“signo artístico” dentro del sistema común. Precisamente, los problemas que
enfrenta el arte contemporáneo radican en el hecho de que, muchas veces, las
piezas se alejan radicalmente de lo que los espectadores pensamos o intuimos
que es el arte. Dice Freeland (2003): “Casi todo el arte moderno, en el ámbito del
teatro, la galería o la sala de conciertos, carece del refuerzo previo de una
creencia general de la comunidad que proporcione un significado en términos de
catarsis, sacrificio o iniciación”. Y si bien Freeland se refiere, en la cita
anteriormente anotada, a la relación del arte ritual con la comunidad, esta idea,
considero, puede aplicarse al alejamiento del espectador hacia el arte
contemporáneo.

En suma: el código o sistema común por medio del cual identificamos lo que el
arte “es”, nos permite recibir “algo” como arte, aceptándolo o rechazándolo. Y ese
código no es estático: ha variado a partir de criterios socialmente aceptados en
distintos espacios y tiempos. Identificarás algunos de esos criterios si no pierdes la
paciencia y continúas leyendo este panfleto.

II. Algunos criterios para decidir qué es arte

Todo espectador de arte contemporáneo que se sienta incómodo al no saber


comprender el significado de una obra, debería experimentar cierto alivio al
recordar que la determinación final acerca de lo que el arte “es” recae, no sólo en
la intencionalidad del artista o en el mensaje que la obra porta, sino también en la
significación que le da la comunidad. En ese sentido, lo que hoy llamamos “arte
medieval” traducía necesidades espirituales —no necesariamente “artísticas”— de
una sociedad religiosa, por lo que la pieza era valorada por la comunidad si acaso
lograba transmitir esos valores. El renacimiento desplazó gradualmente al “arte”
religioso, pues una nueva clase, la burguesía, requirió y patrocinó nuevos
paradigmas artísticos. Así pues, la manera en que las sociedades han recibido y
otorgado significado a las “obras de arte”, ha influido en los criterios a partir de los
cuales decidimos qué es arte y qué no lo es.

En su ensayo “Sangre y belleza”, Cynthia Freeland recuerda dos momentos en la


historia de la estética en los cuales se definieron criterios diferentes mediante los
cuales se podía entender lo que una obra de arte “es”. Esos momentos están
representados por un par de pensadores: David Hume e Immanuel Kant.

Según Freeland, Hume consideraba que el arte se basaba en “juicios de gusto”,


juicios que son “intersubjetivos”, pues son compartidos por una clase social
particular: los “hombres de gusto”: aquellos seres con capacidades refinadas que
propugnaban por un arte que divulgara “los valores ilustrados del progreso y el
perfeccionamiento moral”. La creación artística, para ser valorada positivamente,
debía apegarse a esos valores, por lo que se imponía la necesidad de una
pedagógica acerca de los criterios que debía seguir el artista y a los cuales se
debía apegar la obra. De la misma manera, el espectador debía recibir la obra,
valorándola a partir de su apego o su alejamiento a tales valores y criterios.

En cuanto a Kant, Freeland nos dice que:

para Kant la estética se experimenta cuando un objeto sensorial estimula


nuestras emociones, intelecto o imaginación. Estas facultades son
activadas en un “libre juego” y no de una manera más centrada y
deliberada. El objeto bello atrae a nuestros sentidos, pero de una manera
fría y distanciada. La forma y el diseño de un objeto bello son la clave del
importantísimo rasgo de la ‘intencionalidad sin intención’ (2003).
Como puede verse, la postura de Kant se aleja considerablemente de la idea
clásica de catarsis, pues Kant no considera que el arte deba propiciar una
emoción desbordada, sino que debe propiciar que el espectador se fije sólo en la
forma. Con Kant, la forma de la obra de arte se vuelve autónoma, independiente
de sus posibilidades catárticas o de sus planteamientos ideológicos. Así, gran
parte del arte moderno se convertirá en una reflexión sobre la materialidad en que
se presenta la obra, y la forma que adopta la misma. En su ensayo “El problema
de la definición general de arte”, Umberto Eco (2001) lo expresa así:

El irse articulando el arte contemporáneo cada vez más como


reflexión de su mismo problema (poesía del hacer poesía, arte
sobre arte, obra de arte como poética de sí misma) obliga a registrar
el hecho de que, en muchos de los actuales productos artísticos, el
proyecto operativo que en ellos se expresa, la idea de un modo de
formar que realizan en concreto, resulta siempre más importante
que el objeto formado […].

De esta forma, Kant relega al olvido consideraciones románticas sobre la


condición catártica o ideológica del arte para proponer una reflexión sobre la forma
del objeto artístico y el modo en que éste se construye.

III. El arte como práctica situada

Ahora bien, continuemos con Eco: en el ensayo arriba citado, el semiótico italiano
reflexiona sobre la naturaleza dialéctica de la práctica del arte. En concordancia
con Dino Formaggio, Eco asegura que la expresión “muerte del arte” debe
entenderse dentro de una lógica dialéctica y no en el sentido del fin de una
práctica humana. Escribe Eco:

Formaggio [utiliza] la lección del filósofo alemán [Hegel] para


extraer de ella una metodología dialéctica capaz de justificar una
transmutación de las distintas ideas del arte en diferentes
contextos culturales, donde la palabra “muerte” asume esa
connotación positiva que tiene siempre que en el pensamiento
dialéctico se piense en el movimiento triádico de la “negación”
como etapa de un proceso que, a través de la “negación de la
negación”, abre el camino a una nueva vida y sienta las bases de
una oposición posterior (2001).

Es decir, por medio de la lógica dialéctica pueden explicarse los diferentes


estados, criterios, ideas que se han postulado con relación al arte; criterios que en
algunos momentos chocan y se niegan, para posteriormente afirmar una nueva
posibilidad de arte. No obstante, Eco hace la crítica a la lógica dialéctica dentro del
arte, afirmando que ésta en realidad no explica las causas de los cambios, y sí se
conforma con afirmar una metafísica que anima al arte. O sea: la dialéctica en el
arte puede darnos cuenta de la dinámica de los cambios, pero no explica las
causas de los mismos. Por ello, en este texto quiero decir que se vuelve necesario
comprender que el arte es una práctica situada, que más allá de seguir una “lógica
dialéctica” (esa especie de “determinación metafísica” de los cambios), sigue
determinaciones complejas en su dinámica. A su vez, es necesario dejar de ver en
el arte únicamente un intercambio sígnico entre productor y espectador para
reflexionar en el re-flujo semántico-axiológico-cultural que interviene en todo el
proceso de significación. Así, pienso que no es un “espíritu dialéctico” el que
propicia el surgimiento de rupturas, cambios, modificaciones, transmutaciones en
la forma de hacer arte, sino que son las dinámicas sociales-lingüísticas-
económicas-políticas-culturales-psicológicas-ecológicas-biológicas-estéticas-
filosóficas las que posibilitan los cambios. En ese sentido, considero que la tarea
de quien realiza arte —y de quien lo recibe— radica en considerar de qué manera
algunos de los aspectos contenidos en el macro-concepto anterior, tal y como se
dan en un espacio-tiempo concreto, han animado y animan una obra. El atribulado
espectador de arte contemporáneo tiene, de esta manera, un criterio (complejo) a
partir del cual entender, aceptar, rechazar, admirar, vituperar y, en suma: valorar
una “obra de arte”.

FUENTES
Eco, Umberto. La definición del arte. Trad. de R. de la Iglesia. Ediciones Destino,
Barcelona, 2001. p. p. 129-157.

Freeland, Cynthia. Pero ¿esto es arte? Trad. de María Condor, Cuadernos Arte
Cátedra, Madrid, 2003. p.p. 17-43.

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