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Prólogo

Fernando Rielo (Madrid 1923 - Nueva York 2004) nos presenta, como hipótesis
original y atractiva, el humanismo de Cristo comenzando su vida hoy, haciendo
paréntesis de los XX siglos de historia del cristianismo. Nos invita a suponer que no
ha existido antes Cristo, ni la Iglesia, ni la cultura cristiana. Y lo hace para que nos
situemos en nuestra mentalidad actual y, desde aquí, profundizar sobre los problemas
fundamentales de nuestra existencia con un hombre, llamado Cristo, que dice de sí
mismo que es Dios; un hombre que aparece hoy, ante nosotros, para dar un testimonio
arriesgado de la intimidad divina y asegurarnos de que su mensaje nos introduce en un
nuevo y decisivo humanismo transcendente. El autor intenta convencernos de que si
encontramos y poseemos el criterio de credibilidad, todo lo demás debe adquirir
unidad, dirección y sentido.

El criterio de credibilidad y el don de la fe es un libro para todos. Puede ser un libro


de texto, de lectura, de estudio y meditación para alumnos y profesores, para
administrativos y profesionales, para adolescentes y adultos, para religiosos y
seglares. Pero va dirigido, de forma especial, a la juventud católica o no católica, atea
o agnóstica, a los que han perdido la fe o están a punto de perderla. La persona de
Cristo es presentada a quien quiera escucharle con seriedad, desde la sencillez, sin
prejuicios, sin trampas, con hondura en la reflexión llevando ésta a límite, sin miedo,
sin vacilación, sin subterfugios. No podemos evadirnos de la realidad, a no ser que
queramos sumirnos, como nos enseña la Psicología, en una vida inauténtica.

Es un libro elaborado por un equipo especializado de la Escuela Idente sobre la base


de varias conferencias que Fernando Rielo pronunció en el año 1977 para formar a
varios profesores en "apologética forense". Su originalidad y frescura no han perdido
actualidad. Quizás sea éste el momento de sacar a la luz pública esta riqueza inédita,
lenguaje oral, de la que han disfrutado, durante más de treinta años, los misioneros y
las misioneras identes en su labor apostólica.

Se ha intentado ser fieles al original, respetando la forma coloquial y los momentos


fuertes que Fernando Rielo sabe combinar con una cierta distensión y gracejo
madrileño. El autor logra, de este modo, que el auditorio vaya por sí mismo tomando
distancia y se centre en la objetividad del problema y el compromiso existencial que
de él se deriva. Lo hace con elegancia, con maestría, acudiendo al lenguaje literario, a
la cultura, a la experiencia mística, desde su vivencia y compromiso personal con
Cristo y su Iglesia, como fundador de una institución religiosa y de instituciones
civiles, y como hombre que ha querido, fervorosamente, el diálogo ecuménico y el
espíritu de amistad entre personas y pueblos. No hay barrera para el amor que, en
expresión de Rielo, es el motor de la historia y de la vida, de la familia y de la
sociedad, de la ciencia y de la Cultura, de la religión y del pensar.

Ciertamente que hay que tomar con perspicacia los temas para no sacarlos de su
contexto apologético y no entrar compulsivamente en discusión de escuela
trasladándolos a un ámbito estrictamente dogmático o teológico, mundo éste
soberano, autónomo, estructurado desde la Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio.
La apologética forense consiste en el debate público —foro— acerca de los asuntos de
mayor interés sobre la fe buscando el criterio de credibilidad todo lo que de él deriva
y, con él, adquiere sentido. Es una dinámica que intenta poner en ejercicio vital todos
los resortes del ser humano con la interactuación de sus tres niveles: físico, síquico y
espiritual; con el despliegue de sus tres dimensiones: personal, social e histórica; con
la integración de sus tres actitudes: lógica, ética y estética; con el crecimiento de sus
tres leyes ontológicas: inmanencia, transcendencia y perfectibilidad.

La comunicación sencilla y directa del lenguaje oral predomina sobre la erudición y la


explicación argumentativa y abstracta del lenguaje escrito. El autor nos va
introduciendo, casi sin enterarnos de ello, en la experiencialidad de los dos ámbitos
que conforman al ser humano: el de la naturaleza y el de la gracia. Una naturaleza
cerrada en sí misma es terriblemente problemática, evasiva de la realidad; claudica
con suma facilidad, ante cualquier referencia de carácter transcendente. Esta
propensión involutiva, envolvente, egocéntrica, resta al ser humano de nuestro tiempo
valentía, generosidad, sinceridad íntima y aquella sencillez necesaria que nos capacita
para reconocernos necesitados de Dios.

Por otra parte, el ámbito de la gracia, abriendo hacia sí la naturaleza, eleva a ésta a la
condición de una mística conciencia filial que enriquece al ser humano en todas sus
posibilidades. Su fruto es la paz, la libertad y la felicidad que sólo pueden ser
concedidas a la exigencia doliente, hasta el extremo, de la generosidad del amor. El
verdadero amor, éxtasis que sale de sí en donación entre personas, es la única virtud
que puede llevarse hasta el extremo sin riesgo alguno de fanatismo, exclusivismo y
reduccionismo. El amor, elevado al orden santificante por la redención de Cristo, es la
caridad. ¿En qué consiste la caridad, forma y síntesis de todas las virtudes? San Pablo
la inmortaliza en el siguiente texto: "La caridad es paciente, es servicial; la caridad no
es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se
irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta" ().

En fin, El criterio de credibilidad y el don de la fe nos introduce de lleno en la


"geneticidad" de nuestro espíritu, y sólo desde aquí podemos entenderlo. Del mismo
modo que nuestro organismo posee, biológicamente, su código genético, nuestra alma
lo posee sicológicamente, y nuestro espíritu ontológica o místicamente. Se trata de
una mística no reducida al fenómeno, aunque éste sea extraordinario, sino una mística
elevada a ontología: el estado de ser, acto de ser, forma de ser y razón de ser de la
persona humana son místicos, esto es, estructurados, genetizados por la divina
presencia constitutiva del Absoluto en un espíritu creado. La unidad de nuestra
naturaleza humana debemos verla desde esta geneticidad ontológica o mística que
asume las funciones sicológicas y su interacción con la estructuralidad orgánica. Lo
demás, reducir la persona humana a lo biológico, a energía síquica o cósmica, o
cualquier otra sinrazón, es descender, como afirma Rielo, al reduccionismo,
exclusivismo e intolerancia de las ideologías.

Querido/a lector/a, te invito a entrar por ti mismo/a en el debate que nos platea Rielo
desde la persona de Cristo. Inténtalo, pruébalo, hazlo con calma tomando el tiempo
que necesites. Consulta, habla, dialoga. No saldrás, después de la lectura, del mismo
modo que al comenzarla. Seguro que no sólo te sentirás mejor, sino que tendrás
experiencia de que tu vida está positivamente cambiando.

José María López Sevillano

Introducción
¿QUÉ ES LA APOLOGÉTICA FORENSE?

La "apologética" es la ciencia que tiene como objeto el estudio de los argumentos


apropiados para la defensa sistemática de la fe, especialmente frente a los ataques de
los contrarios.

Implica un estado crítico donde se analizan y valoran los argumentos destacando las
ventajas o los inconvenientes que se puedan seguir de los mismos.

Se entiende por estado crítico en general el arte de juzgar las cualidades de las cosas,
las situaciones y las personas juntamente con las obras que salen de su creatividad. Si
nos referimos al ámbito de la religión, el estado crítico es el arte de debatir,
abiertamente, sobre Dios y el resultado de sus obras que influyen sobre el ser humano
y su historia. Este debate, más que racional, es integrador de todos los ámbitos de una
persona humana que, formalmente, es espíritu, alma y cuerpo.

La apologética es una forma especial de la crítica que se sirve de sus recursos


oratorios y didácticos y tiene el sentido de la exaltación, del canto y de la alabanza
para defensa de la verdad revelada. Llega, de este modo, a adquirir formas poéticas de
carácter lírico y epitalámico, además de épico, alegórico, didascálico y dramático.

La denomino "Apologética forense" porque es un debate público —foro— acerca de


los asuntos de mayor interés sobre la fe buscando el criterio de credibilidad y todo lo
que de él se deriva. Lo forense", en este sentido, tiene la característica de exposición
en un foro, ante un auditorio o asamblea que interviene, activamente, en el debate con
argumentos de acusación y defensa de la Persona de Cristo y su mensaje como tal.

La Apologética forense intenta subrayar los valores de los argumentos positivos a


favor de Cristo frente a las diversas objeciones filosóficas, religiosas, políticas,
sicológicas, sociológicas, morales— propuestas por ese mismo foro. Hay personas
que, por causas muy complejas, pueden no creer en Dios o en la Iglesia; entre ellas,
hay que tener en cuenta los supuestos conductuales, la formación ideológica, el
fracaso ante la vida, el mal y el sufrimiento del mundo, la experiencia en situaciones
de injusticia y adversidad, el mal ejemplo de los creyentes, e, incluso, el escaso valor
de algunos argumentos teológicos o filosóficos en el curso de la historia.

Hay que resolver los argumentos no previstos en la ratio fidei que articula el dato
revelado, pues aquéllos no tienen por qué figurar en la Dogmática. Los argumentos
que ahora tratamos son, sobre todo, de carácter más bien sicológico, pedagógico,
social, emocional. Estos argumentos, no estando a favor de la fe, deben ser rebatidos
formando los contra-argumentos correspondientes. Por ejemplo, la Mística Analítica
estudia las leyes, propiedades y procesos bajo los cuales se verifican los estados del
alma movida por la gracia. Si alguien pone una objeción diciendo que "aquí hay muy
pocos místicos y la mística no es un denominador común de la vida de las personas",
habrá que refutarlo con un contra-argumento "x" dando una razón que no tiene por
qué figurar en la Mística Analítica. Este ámbito correspondería a la Apologética
forense. Hay tantos argumentos en los cuales está presente el prejuicio, lo emocional,
lo hiperbólico, la crítica interesada, la descalificación, la inexactitud y otras
muchísimas circunstancias, que se requiere una ciencia especial para, de modo
pragmático, impugnar con éxito estas anomalías que se producen en el ámbito de la fe.

Debemos construir contra-argumentos apropiados para corregir, efectivamente, los


vicios que se dan en los argumentos contra la fe. Voy a poner otro ejemplo. Todos
saben que la matemática es una ciencia que estudia los cálculos numéricos, sus
formas, variaciones, propiedades y relaciones espaciales y cuantitativas, teniendo en
cuenta la creación de estructuras abstractas definidas a partir de axiomas. Alguien
podría decir:

—Yo no creo en las matemáticas porque son muy difíciles para muchos seres
humanos.

Esa afirmación es irrelevante y carente de criterio científico. Por este tipo de


apreciación banal, no vamos a desmentir, por ejemplo, la validez de la teoría de
conjuntos o cualquier otro logro en las matemáticas. Estas teorías tienen un valor en sí
mismas, y lo otro es sólo una simple pretensión profana de atacar, por prejuicios de
carácter no científico, las llamadas "ciencias exactas".

Voy a poner un caso práctico de otros tantos que se pueden aludir del hecho teológico.
Alguien, después de que hayamos expuesto una tesis sobre la divinidad de Cristo,
podría decir: —Yo no creo en la divinidad de Cristo. ¿Qué se hace, entonces, en
Apologética forense? Naturalmente que, en Teología dogmática, no hay ninguna tesis,
ni se puede poner como tesis el enunciado "yo no creo en la divinidad de Cristo". Así
como no pertenece a las ciencias matemáticas el enunciado "yo no creo en las
Matemáticas".

El auditorio o el foro está expectante a ver cómo se desarman los argumentos de


negación. El argumento, por ejemplo, de "yo no creo en la divinidad de Cristo", hay
que desmontarlo en auténtica Apologética forense de la siguiente manera:

—Usted dice que no cree en la divinidad de Cristo. Bien, pruébelo usted.

Ya es la primera posición. Eso es hacer apologética forense. Es una actitud que tiene
que tener el apologeta. Pertenece al arte de la elocuencia forense. Quien pregunta
estará en esos momentos pensando que yo voy a defender la divinidad de Cristo. Pero
resulta que yo me remito a él para que me diga cuál es la razón en la que apoya su
negativa acerca de la divinidad de Cristo. Me puede decir:
—Pues no lo sé. No tengo argumento, o tengo tal argumento.
 Como veis, el auditor
venía a atacar, pero resulta que él es quien va a ser atacado.
 —¿Y cómo, careciendo
usted de pruebas, puede afirmar que no cree en la divinidad de Cristo? Tendría que
decir

más bien que ni cree ni deja de creer.
 ¿Os dais cuenta la vía que hay que seguir? La
Apologética es una forma especializada de la dialéctica. El punto

de ataque cambia de posición. El expositor dogmático es atacado mientras que el


auditorio está poniendo el centro de gravedad en el que da la lección. Pero quien da la
lección traslada el centro de gravedad hacia la persona que se ha puesto en contra de
la tesis. Una persona no experta del auditorio, al oír, por ejemplo, que Cristo no es
Dios, se esforzará, ahora, en demostrar que es Dios; lo cual sería como una segunda
conferencia, y habría otras objeciones. Una tercera, una cuarta y una quinta persona,
también lo intentarían conforme a su interés y cultura. De este modo, se va remitiendo
el asunto a su sitio. Todo ello tiene la finalidad de poner en situación correcta ante los
demás, ante el foro, al objetor. Por tanto, la proposición mayor, en este caso, es la
objeción del adversario y la menor es la remisión a esa misma persona de la objeción.
Pero, en cualquier caso, hay que centrarse en la tesis de la divinidad de Cristo.

En una palabra, el objeto de la Apologética forense es defender una tesis importante,


trascendente, para la vida de las personas ante un foro público, como es la capacidad
decisoria y compromisiva de la persona de Cristo. Es una tesis que plantea no tanto la
razón como el vivir existencial de las personas.

El objeto de la Dogmática no es ningún foro, no es ningún auditorio, ni tampoco son


las objeciones que se plantean los asistentes, la Dogmática tiene un mundo soberano,
autónomo, maravillosamente estructurado desde el contenido de la Fe, con la
Tradición, las Escrituras y el Magisterio. El objeto de la Apologética forense es el
foro, todo lo que va diciendo el foro, con sus objeciones y preguntas, estableciendo
una dinámica con las respuestas que se obtienen. Pero ya, en principio, lo que hay que
establecer es la posición correcta que deben tener las personas que intervienen en el
foro. La actuación en el foro debe tener un valor didáctico, pedagógico, educacional;
todo hecho desde la amistad, desde la familiaridad, desde el respeto.

—Usted no se ha puesto en una posición correcta, porque niega lo que en recta


posición científica no puede hacer.

Si alguien, por ejemplo, en un foro científico, negara una hipótesis, tendría que
presentarse con las pruebas investigadas por él mismo para probar la negación de la
hipótesis. Ciertamente, si es un congreso de físicos, nadie negaría la hipótesis sin
presentar las pruebas. Si tiene pruebas, entonces diría:

—Pues bien, yo no estoy conforme con eso. Se guardaría silencio correctamente, y,


entonces, se irían a investigar, si es que les interesa, la supuesta falsedad o el supuesto
error de esa hipótesis. Un físico serio diría en ese congreso:
—Esta proposición es inconsistente porque lo mismo puede ser eso que puede ser lo
contrario. Lo voy a demostrar. O podría decir simplemente: —Yo tengo interés en
probar que es inconsistente. Entonces se marcharía muy educado y empezaría a
investigar para demostrar que es inconsistente. En otro congreso, o por medio de una
revista citaría:

En el congreso "x" al cual asistí, se presentó tal hipótesis... Pues yo publico este
trabajo para desmentir con pruebas la supuesta verdad de aquella tesis.

Pero si este físico, en el congreso —lo cual nunca habría hecho—, hubiera levantado
el dedo para decir sin más: "Yo creo que eso es falso", o "Yo creo que eso es falso
porque no me gusta", nadie lo hubiera visto bien porque esas aserciones son
inconcebibles desde el punto de vista científico.

Para mantener en posición correcta al foro, ya se comienza por una actitud educada en
el auditorio. Nadie puede negar nada, seriamente, sin fundamento, sin saber probarlo.
Y, por supuesto, nadie puede afirmar seriamente algo intentándolo demostrar con
falacias y sofismas.

Con esas líneas maestras, tenéis que armar las respuestas para que sirvan de
instrumento con el objeto de enriquecer los temas y hallar la mejor forma o manera de
construir el discurso forense. Cuando vayáis a un auditorio, tenéis que llevar los temas
preparados científicamente de tal forma que dominéis todos los mecanismos,
principios y claves que se dan en general, válidos para cualquier auditorio.

1. Cómo se produce la teología 1.1. Planteamiento

PRIMERA PARTE
 El criterio de credibilidad


Capítulo Primero

Origen y validez del criterio de credibilidad


Más que definir la teología como ciencia, con sus diversas ramas, importa saber cómo
se produjo la teología históricamente hablando, antes de cualquier sistematización
teológica, y cuál puede ser el criterio de validez de este hecho teológico en nuestra
vida contemporánea donde hay un rechazo, casi general, del saber sobre Dios.

Tenemos que especificar, además, cuando hablamos de teología, a qué teología nos
estamos refiriendo: ¿a la teología dogmática, a la teología bíblica, a la teología moral?
¿A qué clase de teología nos referimos? Ciertamente, todas estas teologías regionales
poseen un denominador común: tener por objeto a Dios. Ello supone que debemos
estudiar este objeto bajo la razón de una metodología adecuada y con unas fuentes
determinadas. Pero esto no nos incumbe en estos momentos.
Lo primero que nos importa es saber cómo se produce la teología o el hecho teológico
que subyace a la misma. La pregunta es clara: "¿Cómo se produce la teología como
hecho?".

Debemos tener, para ello, un criterio; esto es, una norma que nos permita mantener un
juicio de valor o de discernimiento correcto, con el objeto de poder tomar una decisión
o una elección. Este criterio debe ser, por tanto, válido, creíble.

¿Cuál es o en qué consiste este supuesto criterio, que denominamos "criterio de


credibilidad"? ¿Dónde radica aquel criterio de credibilidad que autentifique la teología
de modo semejante a como hace el llamado "criterio de validez" en la autentificación
de las ciencias experimentales? Tanto el criterio de credibilidad como el de validez
deben partir de la experiencia. Ahora bien, el criterio de validez se verifica con la
experimentación del objeto matematizable; sin embargo, el criterio de credibilidad no
puede incurrir en el mimetismo del método experimental; antes bien, debe verificarse
mediante la experienciación o vivencia, remontando el ámbito fenoménico y
matematizable de las ciencias experimentales. ¿Dónde podemos, pues, encontrar la
validez del hecho teológico que debe fundamentar una teología como sistema de
exposición acerca de Dios?

Un católico podría responder, espontáneamente, que el criterio de credibilidad es, para


él, el Sumo Pontífice, y no le faltaría cierta razón: Cristo fundó la Iglesia y puso al
frente de ella a su Vicario, Pedro y sus Sucesores que habrían de perpetuarse, a través
de los siglos, hasta hoy. El Papa y, en comunión con él, el conjunto de todos los
Obispos, tendrían la infalibilidad recibida por Cristo...

Pero esto no puede fundar el criterio de credibilidad. Hemos comenzado, sin mayor
profundidad, por algo que debe fundarse en la credibilidad. El supuesto criterio de
credibilidad sería una conclusión de las muchas que se podrían dar dentro de la
pregunta fundamental: "¿Cómo se produjo la teología como hecho?".

Pienso que, muchas veces, es bastante oscuro lo que se dice en teología —más bien
diríamos en filosofía— acerca del criterio de credibilidad. Son cosas tan abstractas,
tan a posteriori, tan mezcladas, tan complicadas, que al final muchos, estudiando estas
cosas, terminan por no creer en nada.

En este sentido, para llegar a una conclusión —diríamos existencia!, vivencial—, hay
que partir de unos hechos relevantes, vitales, dignos de tenerse en cuenta. Debemos
respetar después esos hechos y la forma como éstos se dan en su origen, para que
conserven verdaderamente toda su frescura.

1.2. La decadencia de las religiones

Al cabo del tiempo, y por el mismo deterioro del tiempo, los hechos históricos
parecen marchitarse, se fosilizan, pierden vitalidad, vivenciación. Es como si, mirando
al futuro, se juzgara, por ejemplo, al Instituto Id por mi fundado. Pasados 100, 200,
300 o 500 años —si es que sobrevive a todo ese tiempo—, alguien podría tratar de
comprender el origen, las fuentes de cómo surgió, y, entonces, se establecen cursos de
3 y 4 años de preparación, en los que se estudian toda clase de normas dadas,
instrucciones, doctrina, tesis de Escuela, etc. Y, al final, habría algunos que
posiblemente podrían decir: "Pues no entiendo nada de esta Institución".

Los orígenes de una religión son vitales, frescos, poéticos, naturales; pero, pasado el
tiempo, se marchitan, y este agostamiento es el estado en que se encuentran hoy todas
las religiones. Se han quedado como anticuadas, viejas, demacradas. Necesitan la
cirugía estética: un esteticismo de peluquería o de instituto de belleza, para estirarse la
piel, darse cremas, favorecer el riego celular, ponerse peluca. Se están quedando,
valga la imagen, como una especie de fósiles.

Hoy las religiones están atravesando un periodo de mimetismo con la ciencia, con las
mentalidades, con la sensibilidad del momento. Así, todas ellas se hacen sociales,
medio políticas. Tienden a vincularse con partidos políticos, con organizaciones. Se
hacen democráticas. Quieren hacerse de todo... ¡Y todo ello termina en cierta
hipocresía!

La razón es clara: no pueden ser democráticas al estilo de la política. Hacen, es cierto,


una serie de cosas buenas. Pero todo es sencillamente, simple esteticismo: se han
quedado viejas, llenas de grasa, de elementos postizos.

Y, ¡claro!, cuando se dice: "Cristo...", se responde: "Sí..., pero Cristo...".

Enseguida aparecen las tesis de siempre: la Sagrada Escritura, las Escuelas, las fuentes
de no sé qué, la filosofía de no sé cuál... Al final, no se accede nunca a Él.

¡Imposible! ¡No se puede llegar así!

1.3. El mensaje de los genios de la historia es comprometedor

Pero hay algo que es bastante claro, como es trasladar el hecho de Cristo a nuestro
tiempo, y ver cómo se produjo este hecho importante, o cómo se produce. Porque
solamente se puede producir de una manera. Estas cosas, así planteadas, deben
resultar siempre perfectamente claras. Lo que ya no resulta tan claro es penetrar en la
vida de un genio de esta clase.

Además, esto no es caso privativo sólo de Cristo, sino también de otros grandes
genios que han pasado por la vida humana, que no pueden ser interpretados, y no han
podido ser interpretados o entendidos por los que no lo somos.

El común de la gente teme a esos genios. Pero, ¿qué es lo que tememos de ellos? ¿Que
manipulen nuestra pobre inteligencia? Tememos ser manipulados, hipnotizados,
sugestionados por estos genios de la historia. ¡Esto es indudable!

Por eso, huimos de ellos inmediatamente. Los consideramos atentatorios a nuestra


libertad. Preferimos pasar ignorándolos a efecto de poder, en fin, satisfacer ciertos
instintos, presiones, tensiones, y encontrarnos así justificados ante nosotros mismos,
antes que nos develen la verdad de lo que somos y de lo que tenemos que ser. Estos
genios nos descubren un mundo que, lejos de ilusionarnos —aunque podemos
dejarnos ilusionar de ellos en un momento dado, como ocurre en un espectáculo—, se
nos viene encima por el mensaje que encierra. Este mensaje suele ir, generalmente,
acompañado de un gran compromiso, o de ciertas normas a las que hay que someterse
para verificar ese mundo del que nos quieren hacer partícipes. Este compromiso
radical está, paradójicamente, lejos de la rigidez de ciertas normas establecidas o de
aquéllas que solemos establecer nosotros mismos, porque creemos que nos hacen la
vida más segura, más cómoda; pero, al final, nos conducen a una actitud indolente y
farisaica.

En todas las cosas, si queremos progresar, hay que seguir unas rutas, diríamos,
metódicas, exigentes.

2. Respuesta a cómo se produce el hecho teológico cristiano

La respuesta a cómo se produce la teología como hecho la voy a dar en dos partes
perfectamente concatenadas: una primera parte o punto A, y una segunda parte o
punto B.

2.1. Primera parte o punto A: la afirmación "Yo soy Dios"

Quizás no interesan estas reflexiones a la mentalidad escolástica, pero sí atañen,


ciertamente, al porvenir, ya contemporáneo, del pensamiento religioso. E importa que
demos bien la respuesta para que el hecho religioso, incluida la persona de Cristo
mismo, pueda ser aceptado, o difícilmente rechazado, por una inteligencia de buena
voluntad.

Sabemos que el pensamiento católico está centrado en una figura humana —aparte de
ser una persona divina—, que se presenta como hombre ante la razón del ser humano.

Nos centramos, por tanto, en que Cristo es un ser humano y lo vamos a colocar en
estos tiempos que corremos como si antes no hubiera históricamente existido.

Vamos a quedarnos con esta hipótesis.

Es un ser humano y, en este momento, no tenemos por qué ver nada más detrás de este
ser humano. Es como si Cristo, con 30 o 40 años, se nos presentara aquí, hoy, en esta
aula, pues está haciendo su vida apostólica y dando testimonio de sí mismo en las
universidades, en los foros culturales civiles e, incluso, en los religiosos.

Todos los presentes, teniendo en cuenta la hipótesis, estarían inmersos en otra cultura
distinta a la cristiana. El cristianismo, con su influjo religioso y cultural, no habría aún
aparecido. Hagamos esta epojé (¿TTOXTÍ) o suspensión, este poner entre paréntesis
la historia cristiana y su influjo, y centrémonos en la hipótesis.

¿Qué es lo que veríamos en un Cristo que se nos presenta aquí y ahora? Un ser
humano; nada más. Este es el hecho externo: un ser humano que vive en nuestra
época, y que en vez de llamarse Jesús, Cristo o el Nazareno, se podría llamar el
Madrileño o el Logroñés. Y se nos presenta para dar testimonio de sí mismo. Su
profesión podría ser la de físico, ingeniero, filósofo, escritor o administrativo...

¿Por qué poner esta hipótesis?

Porque el hecho religioso cristiano, humanamente hablando, en vez de haberlo fijado


la Providencia hace dos mil años, lo podría haber fijado dos mil años después. No hay
ningún criterio científico por el cual tenía que haber sido hace dos mil años, que ya
están lejos. Podría haber sido hoy, como podría haber sido hace un millón de años.
Aceptémoslo así de momento. No hay argumento objetivo- científico para afirmar —
aunque de hecho sucediera— que tuvo que ser, necesariamente, hace dos mil años.

Este hecho transcendental de un ser humano, Cristo, que se presentó en la sociedad de


su tiempo, lo vamos a considerar, hipotéticamente, como historia de un ser humano
que se presenta ahora en la sociedad de nuestro tiempo. Hoy, precisamente, en este
momento que estamos hablando. Y lo que vemos en Él es un ser humano que aparece
en esta sociedad actual donde los estados se han lanzado ya por una ética permisiva, a
favor del aborto, del anticoncepcionismo, de la eutanasia, etc., etc.

No sabemos exactamente cuáles habrían sido en estos tiempos los argumentos


religiosos de persuasión, de no haber existido, en el contexto histórico de las
religiones, la Iglesia Católica. Pero mantengámonos en la hipótesis.

Supongamos que el materialismo, el agnosticismo y el ateísmo tuvieran, ciertamente,


el proceso actual, dentro del avance tecnológico y social que vivimos. No habría,
desde luego, confrontación dialéctica y conflictos actuales contra la Iglesia Católica,
pues no se podría afirmar o negar nada de una Iglesia Católica que no habría aún
existido. Las demás religiones tendrían, en estos momentos, la misma crisis religiosa
que ahora detentan, sin el influjo o relación con el cristianismo.

Admitamos que este canon permanece de esta manera, y que Cristo se sienta aquí, tras
esta mesa, para dar una conferencia. Su prestigio es mucho, pues Él —vamos a
suponer— es físico o catedrático de filosofía, por ejemplo; e, incluso, ha escrito una
serie de obras y ha publicado en muchas revistas, porque lo exige así la característica
de nuestro tiempo. Podría haber recibido hasta el Premio Nobel. Tiene anunciada una
conferencia; y, claro está, se llenaría cualquier paraninfo. Es muy importante hacer
estas suposiciones para entender el hecho teológico.

Todavía no se puede hablar ni de Papas, ni de Obispos, ni de teología o pensamiento


cristiano. No se mencionaría la teología con sus ramas o especialidades teológicas; o,
al menos, no serían cristianas ni católicas. No se ha introducido aún ninguna
abstracción, ni sistematización, ni confrontación entre escuelas teológicas, ni se ha
echado mano de conceptos metafísicos, cristianizándolos.

Cristo expresó su vivencia y su pensamiento. No sabemos, es cierto, cómo lo hubiera


expresado hoy. Pero..., supongamos que empieza a hablar, a obrar, a testificar, y
comienza con la siguiente afirmación:
-¡Yo soy Dios mismo, señores y señoras, o señoras y señor! Yo soy vuestro Dios. Yo
soy el Verbo, yo soy más que hombre. Yo soy hombre perfecto y también Dios
perfecto.

¿Qué podría acontecer? Que se hubieran producido numerosas reacciones distintas.


¿No es verdad? Alguien, con ironía, diría:
 —¡Vaya! ¡Vaya!, ¡Vaya!...
 Otro,
enfadado, exclamaría:

—¿Cómo? ¡Esto es un fraude!
 Habría otros que, escandalizados, gritarían:
 —¡Este


hombre está loco!
 Todo depende del auditorio que tuviese delante. No está actuando
aún, sobrenaturalmente, en el alma de

ninguno de los asistentes.
 La primera conclusión que podemos sacar es que, con esta
afirmación, habría comenzado el hecho teológico

cristiano.
 Así debe comenzar el punto de origen del pensamiento religioso, de


cualquier religión. Toda consideración,

desarrollo o discusión especulativa de un pensamiento religioso debe estar siempre en


relación con el hombre que se presenta anunciando la divinidad, y con las
circunstancias históricas que le acompañan. Pero, en nuestro caso, se da el hecho
insólito de que este hombre, Cristo, está promoviendo el nacimiento de una nueva
religión en el sentido organizador de la palabra, y va a tratar de dar respuesta al
sentimiento oscuro, religioso, que tiene todo individuo desde que nace, sea para
afirmar a Dios, o sea para negarlo. Este hombre se presenta anunciando no sólo a
Dios, sino diciendo de sí mismo algo sorprendente: "Yo soy Dios".

Es cierto que Cristo no hizo en el Evangelio una declaración categórica de "Yo soy
Dios" en el sentido literal de la palabra, ni pronunció una oración en los términos de
"Yo soy Dios", ni hizo un enunciado parecido al de "Yo afirmo de mí que soy Dios".
Pero en el contexto de las cosas, está afirmando de sí que es Dios. Estamos
simplificando y concentrando nuestra atención en esta afirmación.

Entonces... ¿dónde reside ese criterio único de credibilidad del que todos los demás
criterios aparecen como valores que se fundan en él?

Bien. Hemos convenido en que todavía Cristo, un hombre que está entre nosotros, no
ha fundado nada. Ha venido aquí, precisamente, a este foro a sabiendas de que van a
salir, o le van a seguir, sólo unos pocos, que llamará "colegio apostólico", como se
dice también "colegio de médicos" o "colegio de abogados".

Lo primero que debemos tener en cuenta, en este criterio único de credibilidad, es el


supuesto de un hombre que da testimonio de sí mismo, de que Él es Dios, y que
depende de los demás el creer o no creer en El.

Llegados a este punto, nos encontramos, pues, con la primera parte o punto A del
criterio de credibilidad. La razón que lo constituye es el hecho objetivo, histórico, de
un hombre que se presenta con una afirmación pública, diciendo de sí mismo que es
Dios.

A partir de aquí, se puede poner la erudición, el adorno, las metáforas, el estilo, la


poesía que se quieran. Entra en dialéctica con la cultura presente, introduciendo
ejemplos y construyendo parábolas sacadas de las ciencias, de las noticias extraídas de
los medios de comunicación, de la actualidad social y política. Formará sus discursos
comparando el Reino de los Cielos y su desarrollo en el corazón humano con
imágenes de la actualidad, e incluso valiéndose, si se trata de un público selecto, de
comparaciones con la estructura atómica de la materia o con los viajes espaciales. Su
discurso escogería términos de la ciencia actual, como los quarks, los electrones o los
neutrones. Se referiría en sus explicaciones a la electrónica, al cine, a la televisión.
Establecería, incluso, las comparaciones poniendo ejemplos relacionados con la
medicina, la economía, el comportamiento político y social, la inmigración, la
marginación, la delincuencia. Cristo hoy, seguramente, al hablar de la ética, de la
religión, de la vida espiritual, se habría comportado con un carácter mucho más
científico, mucho más riguroso, como es lo propio en nuestra época. Y lo haría con
admirable sencillez, con una gran categoría, con una gran autoridad.

Ahora bien. ¡Quiten ustedes el hecho de la afirmación de sí mismo como Dios! La


validez de todo criterio de credibilidad desaparece. Toda otra afirmación es posterior
al testimonio de un ser humano que afirma de sí: "Yo soy Dios". Desde aquí todo lo
demás debe adquirir sentido.

Esta afirmación es tan importante que hoy muchos rechazan la Iglesia Católica, o no
la tienen en cuenta, porque no poseen este criterio de validez o bien porque no se
expone con claridad, porque no se presenta vitalmente, o porque se reduce a un hecho
meramente cultural.

Si no constara esta afirmación y testimonio personal de Cristo sobre sí mismo, sobre


su divinidad, a mí tampoco me interesaría, por supuesto, la religión. La religión
cristiana sería como una de tantas.

¿Por qué no admito yo las otras religiones en cuanto que pudieran tocar y persuadir a
mi vida religiosa? Sencillamente, porque no hay ningún fundador de religión que me
haya podido, de alguna forma, decir o delatar que él era Dios. Cristo hace, sin
embargo, una serie de cosas, una serie de afirmaciones, en cuyo texto y contexto está
diciendo que Él es Dios. Nadie ha podido revelarnos como Él la intimidad divina.

El criterio de credibilidad tiene, por tanto, este primer punto A: el hecho de un ser
humano, llamado Cristo, que dice de sí mismo, afirma de sí mismo, que Él es Dios
mismo, el Verbo, el Mesías, el Enviado. No hay otro punto A, en absoluto. En este
momento, la base del saber teológico se hace histórica, es un hecho histórico. Es una
historia, una biografía, que va a entrar en el discurrir de todos los demás procesos
históricos.

Al principio del cristianismo, referente a este punto A "del hecho humano del
cristianismo, porque es un hecho humano", los primitivos cristianos se afanaban,
precisamente, por testificar que Cristo era Dios mismo, y, cuando le requerían la
prueba, acudían a la Resurrección:

—Se resucitó a sí mismo.
 Había de ello numerosos testigos:
 —Nosotros, los


Apóstoles, somos testigos de que resucitó.
 Era tan reciente el hecho, tan vivo
históricamente, tan actual, tan extraordinariamente comunicativo, que creó un

impacto social en aquellos círculos: unos, para aceptar el hecho; otros, para
rechazarlo. Pero el acontecimiento era enormemente actual. Por eso, los cristianos
invocaban, como argumento último para demostrar la divinidad de Cristo, que se
había resucitado a sí mismo, ya que nadie, humanamente hablando, puede resucitarse
a sí mismo. No ya el poder de resucitar a éste o aquel, sino la omnipotencia de
resucitarse a sí mismo. La verdad de la resurrección de Cristo se asienta sobre la base
de su propia divinidad.

Yo haría unas preguntas a las presentes generaciones: ¿No habrá vuelto acaso a nueva
actualidad el tener que partir de este hecho para conocer a Cristo? ¿No deberíamos
enfrentarnos personalmente con el aspecto humano de este hecho, y revisar, actualizar
y convencernos de ello? ¿Y cómo podríamos hacer si la resurrección es ya un hecho
lejanísimo, que, incluso, puede estar envuelto en las nieblas de la leyenda o de lo
legendario, o de la confusión de las variadas interpretaciones teológicas o exegéticas?

El dato de que queden unos libros llamados Evangelios, contando o narrando la


resurrección, puede no tener mayor importancia intelectual o cultural. Se ha perdido,
ciertamente, mucho tiempo, y el tiempo desgasta. El tiempo erosiona. Los años van
erosionando la frescura de cualquier hecho que nace, o del aspecto en que nazca ese
hecho. Todo queda deteriorado, como la piedra, el mármol, la madera o el cemento, en
el transcurrir del tiempo.

Si este hecho humano de Cristo lo sometemos a una serie de consideraciones


filosóficas, escolásticas, etc.; si tuviéramos que invocar criterios de autoridad
apoyándonos en una persona porque es obispo o es sacerdote o es religioso, o es
doctor en teología; esto hoy no tendría la fuerza debida. Creer en Cristo como Dios
porque me lo ha dicho el obispo "tal" o el padre "cual" o el misionero "x", es pasar por
el hecho de la creencia con bastante superficialidad. Son actitudes que no tienen ya
mayor porvenir.

Hemos visto, y estamos viendo, una regresión bastante rápida del hecho religioso. ¿A
qué se debe que no haya seguridad en este supuesto hecho de fe; esto es, en un criterio
de credibilidad que nos persuada de que la religión católica es la verdadera?

La cultura de hoy no se puede comparar con la de ayer. Hoy las universidades se han
hecho masificantes: son aglomeraciones humanas que se han ido incorporando. Han
existido confrontaciones y luchas filosóficas terribles; y, ciertamente, en la mayoría de
los casos, no ha salido victoriosa, ni esplendorosa, ni siquiera brillante, la teología
católica. No ha salido airosa, incluso, porque hoy tampoco los problemas más graves
de nuestro tiempo han podido ser afrontados a ese nivel religioso que requiere el ser
humano para convencerse perfectamente en su conciencia de que eso tiene que ser así.
La conciencia humana está distraída en otros derroteros, en otras tareas.

Diremos, para concluir, que este primer aspecto o punto A del criterio de credibilidad,
de cómo se produce la teología como hecho, es sobre la base del estudio de un dato
histórico que, en este caso, se refiere a un ser humano que afirma de sí ser Dios. La
razón se debe a que es de esta manera, y no de otra, como hay que estudiar la historia,
o la biografía de un ser humano, llámese Cristo, Buda, Mahoma, Julio César o
Augusto. Pero, cuidado, se trata ahora de ver cuál es la categoría del texto biográfico
de ese supuesto personaje, y cuál es la carga vital, existencial, religiosa que tiene esa
vida humana, para ser aceptada en más o en menos, universalmente, por los demás.

Siguiendo este razonamiento, se dirá, naturalmente, que Cristo ha comportado un


hecho que ha tenido graves repercusiones históricas. ¡Oh! Y también Mahoma, Julio
César, Alejandro Magno y otras religiones.

Yo no veo, sin embargo, ningún criterio filosófico, ni disciplinar, que pueda,


ciertamente, damos una persuasión adecuada, ni siquiera suficiente, de este magno
hecho que es este ser humano, llamado Jesucristo, que aparece ahora, en este último
cuarto del siglo XX, si preferimos en esta sala, para decir: "Yo soy Dios".

Tenemos que considerar una segunda parte, un punto B, del criterio de credibilidad,
complementario con el primero y fundamental para que este criterio pueda ser válido,
creíble.

2.2. Segunda parte o punto B: persuasión sobrenatural de la divinidad de Cristo

¿Cuál tiene que ser esta segunda parte o punto B del criterio de credibilidad, si no hay
filósofos, ni teólogos, ni supuestos Padres de la Iglesia, ni Papas, ni tampoco otros
argumentos de verificación, sino sólo Cristo mismo con su afirmación de ser Dios?

El punto B se refiere a cómo Cristo debe llenar, comunicar, este hecho histórico, este
hecho de la afirmación divina de sí mismo, para que pueda entrar en mí
religiosamente.

¿Cómo podemos admitir esta afirmación que procede, en principio, de un ser


humano?

Para responder a la pregunta, este punto B debe considerar, con detenimiento, aquel
acto que Él, Cristo, que se dice Dios, tiene que poner en mí para convencerme de que
efectivamente es Dios.

Dicho con otras palabras, el punto B tiene como objeto aquel acto que Él, como Dios,
debe hacer en mí, poner en mi ánimo, en mi espíritu, con el fin de que me lleve a la
persuasión de que efectivamente Él es Dios.
Y, ¿en razón de qué tiene que entrar, convencerme, persuadirme? Precisamente
porque está en la afirmación que hace de sí mismo: "Yo soy Dios".

Si tú, Cristo, eres Dios, que es tu afirmación, entonces esa proposición, ese enunciado,
tiene que producir en mí el convencimiento de que, en efecto, es así. Y, o lo pones o
no lo pones, o me infundes esa persuasión, esa noticia en mi ánimo o no lo haces. Si lo
haces, ya tengo la persuasión; empiezo a creer que, efectivamente, eres aquello que Tú
afirmas de Ti.

Pero... ¿y si no me infundes nada? Si Tú no intervienes, yo no puedo de ninguna


manera convencerme, persuadirme de que Tú seas aquello que afirmas de Ti mismo.

Yo tengo ya la persuasión de que eres un ser humano, porque tengo yo en mí la


persuasión de que yo soy un ser humano como Tú, porque todos los presentes, por las
características que presentamos, tenemos la persuasión racional de ser seres humanos.
Pero, al decir Tú, al afirmar de Ti que eres Dios, tienes, naturalmente, que ponerme en
un estado más que humano para que yo pueda creer que Tú eres aquello que afirmas
de Ti; es decir, no basta con que lo afirmes, tienes ciertamente que infundirme la
persuasión de esa afirmación. Tienes que notificarme ahora a nivel de espíritu esa
persuasión.

En el punto primero, me das noticia histórica, es un hecho histórico, haces una


afirmación de Ti, y nada más; afirmas de Ti que eres Dios, como puedes afirmar
cualquier otra cosa.

Bien. Ya lo afirmaste. Pero... ¿cómo puedes probármelo? ¿De qué manera me vas a
probar que Tú eres Dios?

No basta, ahora, el argumento de la Resurrección, que era el que aducían los primeros
cristianos, porque se supone que Cristo en nuestra hipótesis no ha muerto ni ha
resucitado todavía. Aducían, es cierto, que Cristo se había resucitado a sí mismo.
Pero... ¿qué pasaba con la fe de los Apóstoles antes de morir y resucitar Cristo?
Téngase en cuenta que los propios Apóstoles tuvieron también sus crisis de fe.

Cuando Cristo acometía un acto un poco atrevido, cuando los Apóstoles y discípulos
veían los conflictos sociales que provocaba, y ellos se encontraban involucrados en
este proceso, entonces..., claro..., el temor, el miedo que vivían, les llevaba a decir,
ante Cristo, que ellos ya tenían sus propios problemas y que no estaban dispuestos a
complicarse su existencia. Ahí tenemos el caso de Cafarnaúm con la Eucaristía. Hacía
afirmaciones tales que solamente un Dios podía efectuarlas, pero quedaba pendiente y
colgado que todavía no tenían la prueba de que, efectivamente, Él era Dios. Esta
prueba no dependía de las aptitudes intelectuales o morales de sus discípulos.

Cristo tiene que poner un acto en aquellas almas que Él elige por la razón que sea; una
persuasión íntima, personal, que conduzca a unos individuos a seguirle sin saber
exactamente adónde. Es lo que he dicho yo tantas veces del joven rico. Ese muchacho
que cumplió los mandamientos, fuera verdad o no; desde el punto de vista objetivo,
Cristo aceptó como verdad su afirmación sobre dicho cumplimiento y le dice:
—Si quieres ser perfecto... ¡sígueme! —¿Adónde?
 En este "¿adónde?", se encuentra
el símbolo de ese eterno interrogante de todos los seres humanos: —¿Adónde vamos a
parar? Hay revoluciones y terrorismo: —¿Adónde vamos a parar? Viene Cristo y dice:
—¡Sígueme! Pero...
 —¿Adónde vamos? ¿Adónde voy a parar contigo? ¿Adónde?
¡Dime! ¿Adónde?
 Ese "¿adónde?" es la eterna pregunta, el eterno interrogante, la
eterna incógnita. Vamos, que estamos siempre

haciendo preguntas en relación con la mayor parte de los asertos: —¿Adónde voy
contigo? Del "adónde" se continúa con el "para qué".

Y Cristo dice:
 —Para que recorras conmigo las tierras de Jerusalén o de Israel,
porque yo camino mucho. Y...
 —¿Adónde vamos a dormir?
 —¡Debajo de un
árbol!
 Y...
 —¿Adónde vamos a comer?
 —Echa una moneda y te saldrán unos
salmones o unos peces del río o del lago. —¿Adónde vamos con todo esto, Señor?

Y así los apóstoles se preguntaban: —Pero, ¿adónde vamos?
 Es la eterna pregunta


del ser humano.

Y así le voy haciendo preguntas. A unas me contesta de una forma y a otras de otra.
Generalmente, me seguirá dejando a la enésima pregunta.

Mi razón, por su mismo proceso normal, me lleva a la conclusión de que yo no tengo


que seguirle ni a Él ni a cualquiera que me diga "sígueme", así por las buenas. Y
menos si me dice: "para que seas perfecto".

Me tendrías que explicar qué perfección es esa, porque no a toda perfección estoy
dispuesto a acceder. Muy complicada tanta perfección.
 —Pero... ¡Dime! ¿Qué
significa esta perfección?
 —Pues... la misma que tiene mi Padre Celestial.

—¡Uf!
 Diríamos todos enseguida con mucha razón.
 Es necesario que Cristo me
ponga o me infunda —empleamos la palabra infundir, injertar, meter, insuflar

algo— una realidad "x" que me cree un estado de persuasión para seguirle y que, por
el camino, me vaya poniendo signos, o diciendo cosas, y yo lo vaya aceptando.

Digo a esto un hecho sobrenatural. Es un hecho sobrenatural porque no está en el


proceso general de mi naturaleza ponerme en este estado sobrenatural de aceptación.

Se requiere esa persuasión interior, esa intervención. Un acto de Dios que ya decimos
sobrenatural, porque no brota del proceso racional, que me lleve a la persuasión y me
cree un campo de deseo interior con el adicional de una cierta luz en la razón que me
sensibilice para poder incluso echar mano de ella y razonar sobre aquello que jamás se
me hubiese ocurrido por su novedad. A esto llamamos el donum fidei.
Una razón cerrada, absolutamente natural, no existe. La razón humana está, por
naturaleza, abierta al don, aunque el don no brota de la razón, no emerge de ella, pero
la razón está abierta al don. Los problemas ocurren cuando nuestra razón, por
múltiples motivos, se cierra al don sobrenatural.

Capítulo Segundo
 La necesidad del donum fidei


1. El criterio de credibilidad es místico
 1.1. El donum fidei y la validez del discurso
teológico

Quiero decir, en una palabra, que el criterio de credibilidad en Jesucristo es místico.


Este criterio místico consiste en una estructura bien sencilla que, como hemos visto,
posee dos elementos:

a) El hecho histórico de un ser humano, Cristo, que afirma de sí mismo: "Yo soy
Dios".
 b) Para que sea creída esta afirmación, Él mismo debe infundir en nuestro
espíritu un don divino, gratia fidei, la gracia de la fe, consistente en una persuasión
interior, sobrenatural, que tiene el significado de esa misma

afirmación.
 Cristo afirma que es Dios y me infunde, para comprenderlo


sobrenaturalmente, aquello mismo que Él afirma de

sí. Tengo aquí a Cristo: primero, como ser humano que me habla; segundo, actuando
en mí y colocándome en un estado místico inicial, suficiente, básico, fundamental, de
carácter sobrenatural.

La religión de Cristo es, pues, sobrenatural; esto es, sobre la naturaleza. Por tanto, está
sobre los cánones racionales de la vida, que quedan, a su vez, definidos —y por
consiguiente abiertos— por este estado de sobrenaturaleza. No desaparece el carácter
racional, sino que éste, abierto al donum fidei, queda definido por el donum fidei.

Yo no puedo extraer ni realizar ninguna deducción, en manera alguna, de la divinidad


de Cristo si no me da la persuasión sobrenatural de esa divinidad suya. Sin este
convencimiento sobrenatural de su divinidad, yo no puedo creer en manera alguna, no
puedo creer, verdaderamente, en todo lo demás que pueda decir de sí mismo. Todo
perdería su validez. Nada sería ya digno de ser aceptado, por muy hermosas ideas, o
por muy bellas palabras que Él me dijera acerca de la vida eterna o de la vida moral.
Aunque me hablara de las Personas Divinas, o de las personas angélicas, no tendría
validez sin este donum fidei.

La crisis de nuestro tiempo reside, exactamente, en este segundo punto: no se tiene la


gracia, esa gracia que es donación mística a una razón abierta, generosa. Esta gracia
nos proporciona ese toque místico en nuestro espíritu, que nos inclina a creer con fe
admirable en la divinidad de Jesucristo. Aquellos que están en posesión de ese don, el
donum fidei, creen naturalmente en términos admirables, e incluso proyectan la figura
de Cristo, y todo el pensamiento de Cristo, y las palabras de Cristo, según dilatados
horizontes.

El criterio de credibilidad no son los argumentos de autoridad, como eso de afirmar:


"Porque la Iglesia lo ha dicho". La Iglesia es una conclusión de Cristo. Creó esa
sociedad; luego es después que Él. La Iglesia es para aquellos que crean, para aquellos
que tengan la persuasión sobrenatural en esta divinidad de Cristo. Entonces ya pueden
decir: "La Iglesia me sirve de ayuda; la Iglesia es el medio de salvación; la Iglesia es
el lugar de la realización de la fe". Desde aquí, ya todo va adquiriendo su sentido, el
valor que realmente tiene.

¡Claro! ¡Como que es la institución establecida por Cristo! Si la Iglesia está brillante,
si abundan los santos, pues podrá ayudarnos más; y si no, pues no nos ayudará
debidamente; incluso, por el mal ejemplo de algunos, la Iglesia podría ser el blanco de
crítica y desaprobación. El prestigio de la Iglesia depende mucho del grado de
educación, de ejemplo, de pureza de las personas bautizadas que la constituyen
formalmente. El donum fidei hace Iglesia.

El criterio de credibilidad en Cristo y, por tanto, en su Iglesia es místico. Criterio que


consiste en un don, en una gracia: la gratia fidei, la gracia de la fe, que El nos tiene
que infundir en el espíritu para que éste entre en persuasión sobrenatural y conciba
que, efectivamente, Cristo es Dios.

Y este criterio nada tiene que ver con cualesquiera otras pruebas dialécticas, milagros
o hechos extraordinarios con los que Cristo me quisiera rodear. Ya no es necesario
nada de esto. ¡Resucitó a algunos, hizo milagros, curó enfermedades! Bien, bien... No
tengo evidencia personal de que fuera así exactamente.

Me dirán: "Pero las Sagradas Escrituras están inspiradas por Dios".

¡Es una conclusión! Eso viene después de Cristo, de la persuasión en la divinidad de


Cristo. Eso es un valor más, aunque importante, del donum fidei. Esto quiere decir
que el don de la fe, este acto suyo en mi espíritu, me llevará a interesarme por las
Sagradas Escrituras, por estos libros sagrados, y entonces podré llegar a discernir,
seguramente — no fácilmente—, el verdadero ajuste histórico de una serie de hechos
o narraciones revelados en estos libros.

El criterio de credibilidad —reitero una vez más— del que todo lo demás que se diga
son valores de él, es místico. Este acto es el toque de Cristo como Dios, que infunde
en mi espíritu la persuasión de aquello mismo que afirma de sí: "Yo soy Dios. Ego
sum Deus. Yo soy Dios".

Este es el principio de la fe. Es un hecho personal de Cristo y de la criatura, de cada


criatura. Cristo debe poner en mí la persuasión sobrenatural de esta afirmación.

Pero debo decir aún más.

Aunque sacáramos la conclusión de que El es Dios, nos resultaría del todo imposible
extraer por argumento deductivo, o por método racional alguno, que El es la segunda
persona, y no la primera, o la tercera, de la Santísima Trinidad. Él tiene que ir
revelando la intimidad divina a una razón abierta y definida por el donum fidei.

Está claro que Cristo nos tiene que dar la gracia del donum fidei; esto es, debe
infundirme esa afirmación suya de tal manera que me persuada por sí misma, sin
necesidad de aditamento alguno, sin tener que resucitar muertos, ni curar cánceres, ni
probarme la cura de nueve leprosos, de diez, o de siete. Todo es inútil. No es eso. Sin
la persuasión del donum fidei, siempre le pediría una prueba más, una prueba detrás
de otra, según fuesen las exigencias que su afirmación causase en mi propio corazón.

El donum fidei no nos puede dejar en estado de simples observadores, ni tampoco


debemos contentarnos con asumir, culturalmente, en nuestro lenguaje la aceptación de
Dios y repetir como papagayos "Cristo es Dios". Después de la persuasión
sobrenatural, viene todo lo demás. Estamos en disposición de que adquiera sentido el
discurso teológico. Este don de la fe, el donum fidei, está muy lejos de reducirse
exclusivamente a un valor semántico.

1.2. Progreso del donum fidei y su experienciación mística

El criterio de credibilidad tiene una extensionalidad, como un valor supremo, o a


manera de valor supremo. ¿Por qué valor supremo? ¿Adónde nos conduce el donum
fidei?
 Cristo me va a infundir la persuasión de que Él es Dios; me hace conocer,
sobrenaturalmente, aquello que Él

afirma de sí mismo: "Yo soy Dios".
 Por tanto, la cima, la cumbre, el término, la ratio
finolis, no puede ser otra que la forma de llegar a una unidad,

maravillosamente consumada, llegar a un encuentro final, verdaderamente


experiencial, posesivo de Dios y yo. Y aquí ya sobra toda clase de dialécticas.

Si me infundes, Cristo, la persuasión de aquello que afirmas de Ti mismo, cual es que


eres Dios, es para que yo

progrese en esa afirmación, o para que esa afirmación —ya místicamente


experienciada y sentida— vaya progresando

hasta un estadio final. Esta meta es mi encuentro, no ya sólo contigo como ser humano
que tengo delante, sino con esa divinidad que dices de Ti, y que tiene que ser,
naturalmente, un encuentro inmediato, ya sin medium de ninguna clase.

Toda mi vida es, entonces, partir de tu vida humana, de tu condición de ser humano; y
esto me lleva a aquello más íntimo tuyo que es ese hecho trascendente a tu ser
humano cual es tu divinidad. Y el vínculo de este proceso es el donum fidei, el don
místico por antonomasia. Un hecho místico, producido en mí por Ti, que no necesito
ni siquiera andar explicándomelo. Es a modo de axioma. Es la posesión de una virtud,
de una tendencia, con la cual adquiere sentido todo lo demás. Es un hecho íntimo,
ontológico y sicológico. Es una marca, me sellaste así. Es parecido, analógico, por
ejemplo, a cuando llega la hora de comer y siento hambre porque me has puesto la
sensación del hambre para comer, o la sensación del sueño para dormir, o el apetito de
saber o de crear.

Es un hecho místico, una tendencia, una virtud. Yo lo llamo, en este momento, donum
fidei.

Es una cualidad mística porque es ese estado en que quedo, gracias a aquella forma
como Tú has procedido conmigo, en virtud de lo cual yo digo que creo en aquello que
Tú afirmas de Ti: que eres Dios. No que eres un simple anunciador de religión; no que
eres un simple profeta de religiones o de éticas, sino que eres Dios, que eres mi Dios.

Ya tengo ahora la disposición para creer en todo lo que digas.

2. El donum fidei da unidad, dirección y sentido al hecho teológico y al hecho bíblico


2.1. La teología mística como criterio del saber teológico

La respuesta de Cristo, en el mundo contemporáneo, frente a alguien, podría ser la


siguiente:

—Para que tú creas en todo lo que Yo te diga, se requiere que Yo te lo diga; y para
que Yo te lo diga, se requiere que tú me sigas. Porque no te lo voy a hablar todo en
este salón, y ahora, sino caminando conmigo. ¡Sígueme! Nos veremos mañana, por
ejemplo, a las siete en la cafetería Zahara o Nebraska, pues ahora ya es muy tarde y
tengo que

terminar. Allí continuaré contándote esta historia de mi vida. ¿A las siete te parece?
Nos encontraremos, pues, a las siete.

...Y... entonces...

—¡Mira! ¿Ves aquel muchacho? ¡Llámale! ¡Llámale que le vamos a invitar a una
cerveza! Y a ese otro... Y ya verás cómo terminan creyendo en Mí... Pues ya somos
dos, y somos tres...

Este es el comienzo, el seguimiento y el fin. Ésta es la sustancia de la fe. Todo lo


demás, desconectado de esto, de este estado místico, de este hecho producido por
Cristo en mi vida, no vale nada, aparece como un sinsentido.

A partir del "sígueme", consecuencia del donum fidei, la experiencia mística que
Cristo va proporcionando tiene su lógica, su discurso propio. Nace aquí la teología
mística.

¿Qué sucede con las otras ramas teológicas y con la metafísica? Todo eso está muy
bien... la bíblica, la dogmática, Aristóteles, Platón... Efectivamente, es todo una gran
labor. Pero no hay que llamarla aún ciencia teológica. Teología no hay más que una.
Cristo ha traído una sola teología, una sola, de la cual todo lo demás son,
simplemente, valores, capítulos de esta teología, que es la teología mística.

La teología mística no es aquella parte de la teología —entre las diversas ramas


teológicas—, que trata de ciertos

fenómenos místicos, ciertos éxtasis o cosas semejantes, que han tenido, de forma
extraordinaria, algunos que llamamos

"místicos" o algunos santos.
 No es eso la teología mística. Es un ámbito mucho más


amplio. Es nada menos que el criterio de todo el saber

teológico. Es la ciencia maestra por antonomasia; la que ilumina y da unidad,


dirección y sentido a todos los demás valores.

2.2. Sentido del hecho bíblico por la persuasión mística de la divinidad de Cristo

¿Y el hecho bíblico? El hecho bíblico es éste: Cristo, en el siglo XX, que se presenta
hoy, y que está aquí sentado detrás de esta mesa notificando de sí mismo que es Dios
y revelando el significado que encierra esta afirmación. Podemos hacer epojé del
Antiguo Testamento y de las tradiciones religiosas. Cristo sólo testifica de sí mismo
así, sin más, limpiamente.

Pensemos que lo "de Moisés hasta hoy" podía haber sido de otra manera. Podría,
incluso, no haber habido ningún profeta. Moisés sería un hombre que vivió, pero de
cuya existencia no nos hemos enterado, ni sabemos nada de su misión.

Esto tiene, sin duda, una enorme importancia, porque ningún hecho histórico hoy
pesa, ante la exigencia rigurosísima de un relativismo y de un racionalismo
pragmáticos, enormemente ilustrados, que nos abruman. Ni el conjunto de los hechos
religiosos pesan, siquiera, en la conciencia humana y, sobre todo, en la conciencia
universitaria. Hay que buscar el fundamento, aquello desde lo cual puede hallar
sentido el hecho religioso y, con éste, el hecho bíblico.

Hoy, que se habla de argumentos deductivos, inductivos, matemáticos,


experimentales, etc., tenemos que conseguir, en contexto con el hecho persuasivo
íntimo del donum fidei, la validez de cualquier cosa que digamos de Él. Y todo lo que
digamos adquirirá sentido en referencia con la divinidad de Cristo y la persuasión
mística que de ella tengamos.

Pienso que queda perfectamente claro que, hipotéticamente, estamos comenzando el


cristianismo hoy, un día de la semana, cuando todos los criterios —salvo éste de
credibilidad— los estamos rechazando, porque es que ni siquiera otros criterios
importantes, que se pueden referir a otros hechos relacionados, se habían producido
humanamente.

Y esto lo hago a efecto de que podamos entrar en la raíz misma de cómo se produce,
ciertamente, una religión, y, especialmente, esta religión que es en sí sobrenatural, que
no viene dada, lógicamente, por los aconteceres culturales o históricos.
O yo tengo la persuasión íntima, indefinible, maravillosamente axiomática, de un Dios
que está presente. O no la tengo. No basta con que Dios sea, sino que esté, que me
produzca con su presencia un estado místico con Él.

Debemos suponer que no sabemos que ha habido profetas o que hemos perdido el
paraíso terrenal, porque incluso no se ha narrado nada de esto. No hace falta, pues
hemos hecho epojé de ello.

Viene ahora Cristo para explicarnos exactamente nuestro origen, darnos una
explicación sobrenatural del origen del hombre. Nosotros, los asistentes, sin duda le
vamos a preguntar eso, pues se supone que somos inteligentes, universitarios, que nos
interesa este tema vital del ser humano: nuestro origen, nuestro destino o nuestro fin.

Nos quedamos, pues, con el hecho de su afirmación de ser Dios y con la gracia, el
donum fidei, de la persuasión de su divina presencia en nosotros, una presencia que,
suponiendo nuestro finito ser creado, nos constituye en seres místicos, y no divinos.

3. Forma y estructura del donum fidei
 3.1. La persuasión interior del donum fidei

A los propios Apóstoles les dice: ¡Bueno! ¿Vosotros también tenéis pensado
marcharos, no?

Si contestan de una forma sobrenatural es porque se está moviendo el donum fidei,


gracia o persuasión sobrenatural por la que le están siguiendo. Hay un atractivo, una
virtud interior. ¿Qué está ocurriendo ahí?

Ese donum fidei es como un ungüento, está moviendo resortes sicológicos, se están
impregnando las funciones sicológicas, anímicas; en fin, todo toma una trayectoria.
Esto ciertamente produce, como primer resultado de este donum fidei, un llanto
íntimo en aquel que desea el amor, en sus tendencias ideales. Es el lloro del alma, no
ya sólo por la humanidad, sino también por ella misma.

Estoy en el exordio del donum fidei. Renuncio a entender nada desde mí mismo y por
mí mismo, y me dispongo a creer en Él totalmente. Pero esta fe no es deportiva, no es
ir a la conquista deportiva de nada; tampoco es un voluntarismo, una fe del carbonero.
El primer efecto, yo diría como sacramental, del don de la fe, es que va conduciendo
al alma, desde el punto de vista intelectual, a esa exclamación, que es a manera de
descanso:

—¡Por fin no entiendo nada! Ya nada deseo entender, por mí mismo y desde mí
mismo, acerca de aquello que podrías juzgar como impertinente de entender en esta
vida racional mía. Aquí tienes mi razón mundanal, egótica, me descabezo, me
decapito, te presento mi cabeza en una bandeja a modo como le presentaron a Herodes
la cabeza de San Juan Bautista. Así, yo mismo renuncio a esta razón. Te coloco mi
razón, como sangrante, sobre una bandeja. Aquí la tienes. Te la ofrezco porque,
cuando se piensa en Ti con este argumento de la encrucijada en que se encuentran la
vida y la gracia, ¡ah!...
Es el holocausto de este modo de discurrir religioso, de la depuración de este
instrumento, único instrumento que tengo para pensar.

—Aquí la tienes.
 Creo, pero... ¿en qué?
 —En Ti, sin más.
 ¿Bajo qué razón?
 —
Por ser quien eres.
 ¿Por nada más?
 —Por nada más; porque ya ninguna cosa, fuera
de este Tú, por Ti, vale para mí nada.
 Es un acto de fe que tiene, incluso, la
apoyatura de aquel sentido que yo tenga, realmente, de mi propia dignidad.

No puedo hacer trampas con mi razón en algo que me está dictando mi dignidad. El
donum fidei me lleva ya a no plantearme mezcolanzas de la fe con la razón. No puedo
estar tratando de casar razón y fe para justificarme en mis tendencias y apegos a mis
juicios, sino procurar que lo que es típico de la razón sea reducido; esto es, la
formalidad argumentativa de una razón cerrada, egótica, debe quedar reducida para
abrirse a la transcendencia y adquirir la lógica propia del donum fidei.

3.2. Reducción a cero del específico del acto racional

¿Hacia dónde conduce el donum fidei? ¿Cuál es su esencialidad y cuáles son sus
atributos? ¿En qué consiste el estado místico?

Hay que decir que en el donum fidei se verifica el acto místico de Cristo. Este acto
reduce a cero el específico de una razón a la deriva donde los conceptos, juicios y
raciocinios se mueven a merced de la proyección egótica del yo con sus estímulos,
instintos, pasiones. Es la lógica de una razón apegada al mundo, al yo, a los juicios, al
instinto de felicidad. Con el donum fidei se produce como una "transustancialidad" —
diríamos así— donde lo que es específico de la fe pasa a ser el específico de una razón
que le ha entregado su formalidad. Ya es una actitud positiva de una razón que, en un
aspecto, en su específico, podríamos decir que ha muerto. La "muerte" en este mundo
del específico de la razón es relativa, no absoluta. Es en la vida eterna ante la visión ya
de Dios, que el específico de la razón muere del todo. Allí nadie tiene que razonar
nada. Nada se razona en la vida eterna. Todo se ve. Todo es visto en Dios. En este
mundo, los conceptos, juicios, raciocinios y todo el fluir del recuerdo y del
sentimiento, adquieren pleno sentido desde el donum fidei.

He aquí que esta virtus fidei, este donum fidei —que no dimana de la razón, pero no
se da sino a la disposición de la razón—, tiene su forma, su esquema, su lógica, su
proyección, sus evidencias. Una razón, en la que se va reduciendo su específico
egótico, va adquiriendo mayor aperturidad al acto místico de Cristo. De este modo, el
donum fidei proporciona a la razón un régimen admirable de comprensión divina de
las cosas, y es cuando, efectivamente, la personalidad del alma va adquiriendo ese
estado de no separarse de Dios. Es entonces cuando, verdaderamente, podemos ver
cómo es el argumento racional en sí mismo, y que no es en este argumento donde está
la solución de un planteamiento digno, no ya de la existencia de Dios, sino de cómo es
Dios. Porque no somos nosotros, en realidad, los que tenemos que demostrar la
existencia de Dios, sino que tiene que ser Dios mismo quien tiene que mostrarnos su
existencia. Nos demuestra, de alguna manera, su existencia experiencialmente. Y ese
hallazgo de la forma cómo El demuestra, no ya su existencia, sino este modo suyo de
ser, es el objeto del donum fidei.

Para el santo, el apóstol, el místico, no es su punto fuerte demostrar la existencia de


Dios; ni su afán consiste en esforzarse por demostrarla. No vive en ese orden de cosas.
Su razón está en otro ámbito. Vive en esa región donde Dios le descubre su modo de
ser, su carácter.

Bien. Continuemos.

Se levanta el discípulo, el oyente, y acepta primero la afirmación que oye de Cristo


que, como hombre, dice de sí: "Yo soy Dios".

El oyente le pregunta, le plantea la cuestión clave, con todo el impulso de su razón, y


acepta ahora la respuesta de Cristo: "Eso sólo lo sabe mi Padre".

Y acto seguido, le sigue, no le deja marcharse solo por las calles de Madrid, o de
Jerusalén o de Cafarnaúm. Continúa el diálogo.

¿Qué ha ocurrido?
 Una virtud salió de El. Hay algo en el tono que infunde una
imponente seriedad. No es un hombre cualquiera en

su forma de ser, de comportarse. Hay un crédito en El. Aporta un no sé qué. Se da


como un deslumbramiento misterioso en mí. El decirse "Dios" es una afirmación
demasiado grave. Además, ha quedado muy fijada en mí, y yo me voy con El, aunque
sólo sea para llegar a obtener la respuesta racional. Pero para que no le vuelva a hacer
la pregunta racional me hace algo admirable: me reduce el típico egótico de mi razón.

Y he aquí que la fe se convierte en forma asumente de mi acto racional, y mi razón,


asumida, ya piensa bajo la forma de la fe. Es una razón potenciada, dinámica,
creadora, en virtud del donum fidei.

Empiezo a elaborar argumentos, y construyo un argumento básico, que comporta una


resolución: ha habido un cambio en mí, y ese cambio es que adquiero un nuevo modo
de ser. Este modo de ser místico es participación, ciertamente, del modo de ser divino.

¿Cuál es la actitud de una razón que piensa, bajo la forma transida de la fe, en Él por
ser Él?

Puede ser ésta: que no he dormido durante esa noche, pues me ha hecho una especie
de operación quirúrgica. Mi mente, mi entendimiento, ha cambiado y tiene una nueva
forma de pensar. No es algo sicológico, emocional, aunque se dé lo sicológico o
emocional. Al día siguiente, voy rápido, porque no he dormido, a la cafetería donde
tenía la cita con Él. Además, le he llamado por teléfono para decirle que tengo
urgencia de verlo. He comenzado a compartir con Cristo su mismo modo de ser. Ya
todo va adquiriendo sentido auténtico: una nueva forma de ver la vida, el mundo, el
hecho religioso y el acontecer histórico. Se ha producido el fruto de una conversión
que tiene en Cristo el axioma absoluto que da sentido al pensar, y el fundamento
absoluto que motiva el actuar.

4. La ruta del pensar místico

4.1. Sustancialidad del argumento de Dios desde el donum fidei
 Esto que estamos
explicando es cómo se da el camino, la ruta del pensar místico. No es el pensar
filosófico, ni

dialéctico, ni lógico, desde el punto de vista de una lógica que sólo maneja conceptos,
ya matemáticos, ya ontológicos o de cualquier otra clase. No es una formalidad o
formalismo lógicos. Es otra lógica en la que ahora nos movemos.

En una palabra, hay que decir que la sustancialidad del argumento o la prueba acerca
de la existencia de Dios es mística.

El término sustancial de la argumentación acerca de Dios se resume, entonces, en dos


puntos bien precisos:
 a) condicional, consistente en la reducción del específico de la
razón, que queda asumido y transformado por la

fe como virtud del donum mysticum;

b) estrictamente formal, consistente en compartir con Dios un mismo modo de ser.

El pensar místico se mueve en el orden del ser, mientras que las argumentaciones
filosófico-racionales, se mueven simplemente en el orden del pensar racional, y no
pasan de él. Si la esencia del criterio de credibilidad es mística, la impronta de esta
misma esencialidad en orden al pensamiento sobre Dios es también mística.

Este es el caminar del místico. Yo diría del amante, de ese rapsoda de Dios, que se va
adentrando en el modo de ser de Dios. El místico va conformando, entonces, un
propio modo de ser. Si Dios, como tal, vive en la cúpula del misterio, el alma también
va haciéndose misterio, se va enriqueciendo del propio modo de ser de Dios. Pero este
modo de ser de Dios no lo puede entender quien no recibe este don de la fe; ni
tampoco lo entienden quienes, recibiendo el donum fidei, no llegan, ciertamente, a
esta como intervención quirúrgica que, en definitiva, consiste en que mi acto racional
es asumido por Dios, y Él se inhabita en la razón comunicándose, enriqueciéndola con
su modo de ser.

El entendimiento, si por una parte queda como cegado, verdaderamente ha quedado


abierto a unos horizontes de

contemplación, en los que el alma se pierde en un vuelo perdurable. 4.2. El numen de


la razón por el donum fidei

La razón se convierte en numen, en una energía maravillosamente creadora, de


inefables ideas, que no son otra cosa que los gestos, los mimos de la propia
hermosura, infundida por la Hermosura divina.
Ya el alma no pregunta, no protesta; cree, espera, camina, persevera, se consuma
consumiéndose a sí misma en Cristo. El enamoramiento se apodera del espíritu.

San Juan de la Cruz entrevió este hecho místico en la mente del contemplativo. Por
una parte, él dice: "Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada". Es como
una primera nada en la mente, que va a aportar la contemplación de un aspecto
fundamental del todo, de lo todo; en definitiva, de lo uno, de lo único. En "Avisos
espirituales", el Doctor del Carmelo confirma esta doctrina: "El alma que quiere que
Dios se le entregue todo, se ha de entregar toda, sin dejar nada para sí". Los demás
seres humanos, aunque sean cristianos, e incluso consagran su vida, si no avanzan por
este camino, no llegarán a que su razón quede sellada por Él y sientan el ímpetu de las
mayores consagraciones y de los mayores ideales.

Todos, no obstante, son llamados a vivir la unión mística con Dios. Responder a la
gracia, seguir, perseverar, he aquí la parte que al ser humano, con su libertad
acompañada de la gracia, le corresponde. Pero no podemos perseverar en el ascetismo
sin que tengamos en cuenta la razón final del don que está actuando en nosotros y nos
mueve a seguir. Ante la dificultad, San Pablo halla la respuesta en Cristo: "Mi gracia
te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza" (2 Cor 12,9). Esto no es un
conformismo, sino el ser conscientes de que, en nuestra debilidad y limitación,
poseemos la energía de la gracia, una gracia que genera ímpetu, creatividad,
entusiasmo, esa palabra que, viniendo del griego ev-Beó (én-Theós), significa "ser
poseído por Dios".

El ascetismo de San Juan Bautista no era el de la admiración del curioso, ni el de la


imperturbabilidad del escéptico: "¿Qué habéis salido a ver en el desierto? ¿Una caña
agitada por el viento?" (). No, no es eso. De nada serviría el ascetismo, bajo cualquier
aspecto que se quiera ver, sin esta razón final, este sigilo, este sello, este cierre, esta
dormición, esta reducción del específico racional que traslada el centro de gravedad de
la dialéctica de la razón a este otro centro de gravedad que está en el campo de la fe,
pero de una fe que está funcionado, que ha verificado una operación por la cual la
razón quedó marcada con las arras del donum mysticum.

Podríamos describir las propiedades o cualidades características de este proceso.


¡Cuán grande, hermosa, definitiva, es la estimación con que piensa ya la razón!
¡Cómo vuela la razón con una capacidad nuevamente creadora, con un formidable
ímpetu creador: una razón que crea una estética, una especie de perdurable Cantar de
los Cantares acerca de Dios! Nace con este acto del donum fidei la poesía mística en
su plenitud.

La palabra "santidad", la palabra "perfección", que pueden estar cargadas de


abstractismo, sin vivencia, sin compromiso, se llenan ahora de mística savia, de una
realidad divina que embriaga y unge la mente y la voluntad.

Resulta demasiado dura nuestra conducta humana para que pueda recibir, sin más,
este primer recurso que Cristo nos ha traído por medio de la Redención y de lo cual
nos quiere hacer partícipes a través del Espíritu Santo.
Es cierto que no nos ha resuelto con su Redención este dramatismo de la vida humana;
pero nos da otra cosa: una exaltación, una posibilidad de que nos elevemos al sernos
comunicado, progresiva y abundantemente, este modo de ser de Dios.

En definitiva, se cumple lo que dice San Juan en el Prólogo a su Evangelio:"Vino a su


casa, y los suyos no le recibieron" (Jn 1,11); esto es, no fueron capaces de conocerlo,
porque no quisieron recibirle. Por eso no recibieron el poder, la potestad, el ímpetu, el
entusiasmo de ser "hijos de Dios" (Jn 1,12). No quisieron recibir la gracia porque no

quisieron renunciar a sí mismos, a su forma de ver las cosas; no quisieron cambiar de


mentalidad, PETÓVOLO (metánoia), para recibir el don transformante.

Si estamos empeñados en armar argumentos filosóficos sobre la existencia de Dios,


nos veremos incapaces de entender que este hombre, Cristo, es Dios. Los argumentos
filosóficos, cuando sustituyen la Verdad por verdades a medias, o van en pos de una
verdad a la deriva, degradan en ideología o "discurso" que tiene como supuesto y
referente, no a Dios, sino un "ídolo" que reduce, esclaviza, fanatiza. La rigidez del
pensar idolátrico o ideológico hace a la inteligencia débil, excluyente, evasiva, sin
rumbo.

Al contrario, el donum fidei nos da un modo de ser que nos dispone a hacernos
partícipes de Él, asumiendo Él nuestra pobre mente racional, cuando ha quedado
reducida, en palabras de San Juan de la Cruz, a una caverna profunda, cuyo vacío es
sed de Dios. Esta reducción por la gracia del típico de la razón nada tiene que ver con
el reduccionismo propio de las ideologías. La reducción por la gracia es apertura,
potenciación de la razón con el objeto de penetrar en el misterio de la intimidad divina
revelada en Cristo.

5. Cómo aprovechar la fe en la divinidad de Cristo 5. 1. Hacerse con Cristo

Me detengo un momento con el fin de sacar una conclusión realmente práctica para
vosotros.

¿Cómo podéis obtener la mayor riqueza de la fe en Cristo? Haciéndoos con Cristo. Es


una batalla personal. Este es el punto de partida.

Todos los que estáis aquí presentes, o la inmensa mayoría de vosotros, podéis saber
muchísimo de Sagradas Escrituras, de teología, de filosofía antigua, escolástica o
contemporánea; podéis tener muchísimos conocimientos de la historia de la Iglesia,
del dogma, de las ciencias, etc. Si este vasto conocimiento os diera a conocer a Dios,
¡menuda abundancia de fe tendríais! La fe dependería de vuestros estudios, de vuestra
cultura.

¡No es cierto!

Todo ello, aunque deba hacerse, no sirve en sí mismo para conocer a Dios. Ahí tenéis
a tantos que, siendo competentísimos en sus estudios filosóficos, teológicos y otras
ramas, y que poseían toda clase de argumentos, al final perdieron su vocación,
colgaron la sotana y lo dejaron todo para servir a la lógica de este mundo. Muchos, a
pesar de sus grandes conocimientos especulativos, perdieron su fe si es que alguna vez
tuvieron una fe medianamente brillante.

No. El saber de este mundo o la actitud del saber por el saber no es lo más importante.

No puedo concebir otra cosa, sino hacerme con Cristo. Y Cristo haciéndose conmigo.
Hechos místicamente una misma cosa, los dos, para comenzar, juntos, un camino.

Toda aquella explicación que El me va a dar de sí encuentra su sustancia, su eje, su


fin, en la unión inmediata con su divinidad que Él mismo me va otorgando. Y me lo
irá dando, en este momento histórico en que vivimos, entre cafetería y cafetería, y no
entre sinagoga y sinagoga. A la salida de su oficina, o al salir de la mía. Vamos a
compartir, caminando los dos por la calle, nuestras vidas.

Y ya, para comenzar, en un momento dado, me diría:
 —¿Te sientes con fuerzas para
comenzar una fundación? ¿Organizamos una religión, nuestra religión?

Y yo le diría:

—¡Adelante!

Y El, a su vez, me volvería a decir:

—Bien, pues tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo ecclesiam meam, sobre ti
edificaré mi Iglesia.

Y, en este momento, me nombra vicario suyo. Entonces, yo le diré: —¡Adelante!

Y empieza a acontecer, por ejemplo, que vienen a Madrid unos inmigrantes de un país
donde hay fanatismo religioso y los convertimos, y tal... Pasado algún tiempo, se
marchan corriendo a su país para notificar la fe a sus conciudadanos. Pero, como está
arraigado allí el fanatismo, empiezan a ser perseguidos, encarcelados y se les hace la
vida imposible. Y comienzan los primeros mártires, los primeros confesores de la fe.
Están sin ningún conocimiento escriturario. Sin otro punto de partida que el de este
Cristo que aparece en estos tiempos que corremos, sin tradición

alguna en el campo de la historia, porque no se ha hecho aún nada. Ha querido


comenzar desde un punto cero, que es este día de hoy, esta tarde o esta mañana, y, a
partir de ahí, ir hacia el futuro.

5.2. La vivencia de la fe como criterio místico

Tenéis que vivir y pienso que sin duda vivís— este momento primero de la fe, este
momento virginal de la fe, que no es ciencia a la manera humana, a la manera que se
entienden los criterios científicos de nuestro tiempo desde la matematización y
experimentación. Este es el momento suyo: el de la experienciación de las más altas
vivencias desde El y dadas por El.
Así yo os digo, no sin rubor —como vosotros también me podríais decir—..., os digo
que hay un gemido dentro de mí, una palabra, que es la suya..., que, efectivamente,
resuena, se susurra a sí misma, en el fondo de mi espíritu:

—Yo soy tu Dios. Yo soy, en efecto, Tu Dios.
 Aunque no hubiese hablado antes
ningún profeta, ni hubiese existido Iglesia alguna, es esta palabra:
 —Yo soy tu
Dios.
 Y, efectivamente, luego... me habla, me hace la afirmación de sí mismo, se
afirma a sí mismo, en el fondo de mi

espíritu.
 Y yo le digo:

—Creo, claro. ¿Cómo no voy a creer?

Y caminamos juntos hacia un fin: mi encuentro con su divinidad, y su divinidad al


encuentro del estadio final de

mi espíritu. Los dos un día hechos, místicamente, uno en la divinidad.
 El criterio


supremo de autoridad religiosa reside, por tanto, en esta naturaleza suya mística. Es un
hecho íntimo,

personal entre dos seres: Dios y una criatura, y este momento es intransferible. Ningún
otro criterio puede suplir a éste. En sentido estricto, no hay sino una sola teología
verdaderamente como ciencia: la teología mística, que he definido, y de la que he
dado la definición operativa o transformativa, y la definición unitiva. Todas las demás
teologías, como he afirmado, son valores de ésta. Debemos partir de este punto, que es
la plenitud del acto de fe, de este donum fidei, de esta afirmación de Cristo de sí
mismo, que nos lleva rectos, directos, hacia el fin de aquello que Él

mismo afirmó.
 Todos los demás criterios jurídicos o pastorales, como tales, no
tienen sentido sin este criterio, y sobre todo

porque las generaciones presentes están a la deriva y rechazan, fácilmente, los demás
criterios que les dan las religiones.

Hay crisis religiosa de todas las religiones, de cualquier religión. La crisis pertenece al
acto religioso mismo en el mundo. Ésta es la idea que merece ser meditada, que
meditéis, porque es una de las afirmaciones maestras, precisamente, de vuestra
condición de cristianos que formáis parte de una Iglesia, la Iglesia Católica, que es,
sobre todo, mística.

Debéis tener la firme persuasión de que el criterio supremo de autoridad, en este


campo de la credibilidad, es místico, y no de otra naturaleza. Todos los demás
criterios que se den son valores de éste, y extensionalidades de éste. Ningún otro valor
en cuanto tal es conveniente. Las Escrituras, la Tradición, el Magisterio, la autoridad
del Papa, los sacramentos, la liturgia, adquieren unidad, dirección y sentido mediante
el criterio de credibilidad, y éste adquiere su desarrollo en la Iglesia, que es el lugar de
realización de nuestra fe.

Todo intento de demostración con una razón a la deriva es baldío. La validez la aporta
este criterio místico: criterio vivo, viviente, que Cristo ha revelado solamente por su
condición de venir al mundo, presentarse a él y confesarse a sí mismo, ante unos
grupos de personas. Comienza, de esta forma, una organización más en la historia,
cuyo contenido y sustancia es llegar a la plenitud con El, a esta unión que Él mismo
afirma de sí con nosotros, una unión que nos invita a vivirla en común, a ser testigos
eficaces de esta gracia.

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