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¿EXISTE EL MAL?

La neurociencia es probablemente la rama de la ciencia moderna más ambiciosa, que amenaza


con absorber los problemas de la psicología, la filosofía y la moral (en general todo el
humanismo) y declararlos como meros epifenómenos del cerebro humano, reducibles a una zona
milimétrica en este órgano cumbre o a la mera relación entre una serie de vías neurales. Aunque
este reduccionismo, eminentemente materialista, puede ser considerado como una delirante
simplificación (y aprisionamiento) de elementos inasibles como el espíritu, la conciencia o las
ideas, también es cierto que en muchos aspectos la neurociencia se ha mostrado sumamente
precisa y efectiva.

Ron Rosenbaum analiza en la revista Slate el problema del mal, mismo que la neurociencia
sostiene haber resuelto: el mal no existe, los actos "malos" son solamente el resultado de un
neurocórtex predeterminado a actuar de esa forma. En la actualidad varios neurocientíficos
mantienen la idea de que los actos consciente y voluntariamente malignos son una ilusión.
Personas como Anders Breivik o Jared Loughner, según esta veta científica, son víctima de
anomalías en su amígdala, de disfunciones en sus lóbulos prefrontales o de una conjunción de
relaciones neurales que se combinan para determinar, a fin de cuentas, que cometan una
atrocidad como matar a docenas de niños en un lago en Noruega.

«Y al reducir el mal a un mal funcionamiento puramente neurológico o a una malformación en


las conexiones del cerebro físico, al eliminar el elemento de tomar una decisión consciente con
base en el libre albedrío, ¿acaso no han eliminado los neurocientíficos también la "agencia
moral", la responsabilidad personal? ¿Significa esta excusa de "neuromitigación" —"mi cerebro
me hizo hacerlo", como la han llamado algunos críticos— que ningún ser humano quiere hacerle
mal a otro? ¿Que todos somos inocentes, como los buenos salvajes de Rousseau, algunos
afligidos por defectos —"bichos cerebrales", como los llama un nuevo libro de neurociencia
pop— que causan los comportamientos antes conocidos como malos?», escribe Rosenbaum.

Esta es solamente un nuevo avatar de una de las más antiguas discusiones del pensamiento
humano, ahora bajo la retadora y supuesta infalibilidad de la ciencia moderna. Como se habrá
hecho evidente, en ella confluyen los problemas no menos significativos de si tenemos libre
albedrío y qué es la conciencia (tangencialmente figura también la pregunta sobre la existencia
de Dios, con su supuesta benevolencia infinita).

En la práctica, en la vida cotidiana, nuestra sociedad acepta de manera tácita y con un profundo
arraigo la noción de que el mal existe. Padres y maestros enseñan de manera automatizada a
rehuir el mal, a las personas malas y las cosas que hacen mal, sin realmente considerar que si
nuestro cerebro (o nuestro destino) está pre-ordenado, difícilmente harán diferencia estas
admoniciones. Nuestra cultura crea antihéroes malignos como Darth Vader, el Guasón o
Hannibal Lecter y por otra parte condena a personajes como Osama bin Laden y se mistifica por
"abominaciones" como Charles Manson. Los políticos usan palabras como "el eje del mal" o
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"escapar de la lógica del mal" (palabras de Benedicto XVI después de lo sucedido en Noruega).
En la mayoría de los casos creemos en "el mal", aunque realmente no sabemos qué es.

Uno de los más interesantes acercamientos al "mal" es el del neurocientífico Simon Baron-Cohen
(sí, el primo, un poco más serio, de Sacha Baron-Cohen, "Borat"). Baron-Cohen considera que
lo que nosotros llamamos "mal" es en realidad la falta de empatía en el cerebro. Este científico
británico traza toda un anatomía de la empatía dividida en 13 regiones específicas que
constituyen el "circuito empático", ubicando en distintas regiones del cerebro los mecanismos
que llevan a una decisión "maligna" o "no-empática". Un cerebro sano actúa de manera conjunta
para derrotar un "enfoque de único propósito" que exhibe una discapacidad para "reconocer y
responder" a los sentimientos de los otros.

Baron-Cohen, sin embargo, no solo suprime el mal, acaba también con la bondad, la cual sería el
resultado de un circuito empático bien aceitado. «Reemplazar el mal con la no-empatía, es más
un truco semántico que un descubrimiento científico», dice Rosenbaum, quien también plantea
la pregunta sin respuesta de cómo saber si tal parte del cerebro está causando esa empatía o
simplemente reflejándola. Podríamos decir que pese a tener un cerebro no-empático podemos
tomar la decisión de actuar con empatía o, si esta no se nos da de manera natural, podemos
decidir desarrollarla disciplinadamente, aplicando nuestra voluntad a la neuroplasticidad de
nuestro cerebro. Pero también se podría objetar que estamos predeterminados al resultado de
nuestra búsqueda empática: aquellos cerebros con un circuito previamente dispuesto para
desarrollar la empatía son los que lograran su cometido (sobra decir que nos movemos sobre
terrenos pantanosos, donde cualquier piedra de toque se puede convertir en un regressum ad
infinitum).

Otro entusiasta del neurodeterminismo, David Eagleman, vislumbra en su libro Incognito un


mundo orwelliano en el que se usaran resonancias magnéticas para identificar a las personas que
tienen el potencial de cometer actos anteriormente conocidos como malos, a quienes se les
preescribirá tratamientos como "aerobics prefrontales" o de "balance temporal superior" para
remodelar el cerebro. Sin embargo, algunas personas con cerebros indispuestos para la
normalidad social deberán de ser removidas, incluso de por vida (si la ciencia no es capaz de
"corregir" el cerebro).

Esto es quizás el lado extremo del domino de la neurociencia, que tiende a exhibirla como un
exceso. Pero el problema no tiene solución fácil. Algunas vertientes de la física moderna incluso
consideran que el universo está predeterminado por sus condiciones iniciales: no solo tu
neuroconectividad, sino cada átomo en el espacio es el resultado de estas condiciones iniciales
que pueden ser vistas como un código de programación. Según el principio antrópico, es tan
improbable que el universo haya podido evolucionar a su estado actual que delata una
preselección (o incluso una postselección, ya que el universo podría estar siendo guíado desde el
futuro). En palabras de Einstein: "Dios no juega a los dados". Bajo esta perspectiva, que
ciertamente no es la única dentro de la física, todo lo que sucede es la consecuencia de una serie
de eventos encadenados que se remontan al inicio del tiempo y, en este sentido, todo lo que
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haces está sujeto a esta causación determinista —que puedas o no matar a tal persona está ligado
a que se haya formado (y a que se pueda formar) tal estrella.

De nuevo volvemos a una compleja encrucijada. ¿Hasta qué punto el individuo tiene una
voluntad y una capacidad de decidir independiente del universo y de la evolución de la materia?
Claro que también podemos creer que lo que ha llevado al mundo a ser como es (a dar luz a la
vida, etc.) es el caos y el azar. Y que podría ser de cualquier otra forma (y de hecho podría ser
simultáneamente de todas las formas, en un infinito multiverso). Pero aquellos que ven un orden
más allá de la mera combinación aleatoria o creen en Dios y en el destino tendrán un poco más
difícil insertar el libre albedrío a la ecuación.

Regresemos al problema de la existencia del mal. Adolf Hitler es el hombre que para la mayoría
de las personas mejor "encarna" la idea del mal en el mundo (valga la paradoja). Mucho se ha
dicho sobre la maldad de Hitler, si esta es el resultado de las vicisitudes de su vida (un científico
incluso la ligó a un mordedura de mosquito que le habría producido encefalitis en la Primera
Guerra Mundial) y de una complicada historia psicológica que de alguna manera determinó que
fuera así, en todo su maligno poderío. Se ha mencionado tambien que esta maldad debe de ser el
resultado de la influencia de fuerzas ocultas, demonios o extraterrestres (¿y cómo juzgar
la moralidad de estas entidades?), que lo usaron para intentar materializar un oscuro plan de
destrucción (involucrando una antigua batalla entre deidades y pueblos perseguidos o escogidos).
Otra posibilidad, a veces manejada, es que Hitler, un hombre inteligente en ciertos aspectos, haya
sido la encarnación del mal definitiva, justamente porque decidió voluntariamente obrar así,
sediento de poder y ambición y albergando un profundo odio.

Nada es fácil en esta exploración y seguramente no vendrá ninguna respuesta, solo nuevas y más
interesantes preguntas. Hitler evidentemente no consideraba que lo que estaba haciendo era
malo, por el contrario, bajo su perversa moral, lo que hacía era por un bien ulterior superior. Lo
mismo con el asesino Anders Breivik Behring, quien se consideraba a sí mismo un héroe, un
honorable caballero templario (más allá de que le hayan lavado el cerebro en programas de
control mental o no). Lo que vemos entonces es que las ideas y los patrones de pensamiento que
se afianzan en el cerebro bajo ciertas condiciones psicológicas llevan a los hombres a obrar de
forma tal que si bien la mayoría de la sociedad considera sus actos malignos, esos pensamientos
les hacen creer, o los programan para pensar, que lo que hacen está bien. (Parece hasta cierto
punto evidente que una idea no contiene en sí misma la semilla del mal, a pesar de que en cierto
terreno mental puedan germinar "actos malos").

Las miles de personas que apoyaron los actos de Hitler, tenidos generalmente como malignos,
probablemente, neurofisiológicamente, contaban con las características para ser programados
para apoyar una serie de actos totalitarios pero, del otro lado de esta dicotomía, para realizar
actos de bondad —si acaso hubieran escuchado una poderosa voz en la radio y atendieran a
eventos masivos orquestados con un alto poder propagandístico que fomentara este "bien".

Hay que preguntarnos también si la maldad —incluso los actos radicales de Hitler— es juzgada
así solo por una convención social o existe más allá de este juicio de valor contextual. Ciertas
sociedades habrían juzgado correcto esclavizar y asesinar a miles de personas (sociedades que
fuimos nosotros) con el fin de hacer un bien mayor (bajo una moral revelada supuestamente por
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un ser superior). ¿Cómo saber que nuestros actos —por ejemplo, construir automóviles, quemar
petróleo o comer pollo— no les parecerán malignos a una sociedad futura? Aunque también se
podría argumentar que hemos y estamos evolucionando —y el mal es lo que se deja atrás con la
evolución: aquello que la conciencia deja de admitir.

¿Existe metafísicamente el mal o es solo un concepto creado por el ser humano? En su genial
novela de ciencia ficción Iluminatus!, Robert Anton Wilson narra la historia de un sacerdote de
la Atlántida, Gruad, que implantó en el ser humano los conceptos del bien y el mal, como un
dualismo de control:

«Gruad enseñó al hombre a ver la ingorancia, la pasión, el dolor y la muerte como males, y a
luchar en contra de ellos».

El personaje Hagbard Céline en esta novela enseña a sus reclutas que este maniqueísmo es usado
por una sociedad secreta (los ubicuos Iluminati que son la continuación de la casta sacerdotal de
la Atlántida) para coartar la libertad del hombre, enfrascándolo en un juego moral, en una cárcel
lógica oprimida por la culpa que suscita ese espectral "hacer mal". Es decir, el bien y el mal son
una ilusión y hacen creer que solo tenemos una serie limitada de alternativas y que seremos
juzgados por nuestras decisiones (el peso fantasmagórico del pecado original). Aunque este
razonamiento empoderado en el simbolismo parece ser bastante lúcido, admite el argumento,
otra vez ad infinitum, de que la implantación de estos conceptos, de esta visión limitante del
mundo, es justamente una manifestación del mal en su multifacética truquería.

El concepto del "mal" es sobre todo una herencia del pensamiento religioso, que a su vez es una
herencia del mito y de lo que en ocasiones se ha llamado paganismo. Quizás la concepción del
mal de la mitología y de las culturas consideradas paganas por los grandes monoteísmos nos
brinde una perspectiva más amplia para comprender este "problema". Para culturas como los
aztecas o los egipcios, y muchas otras más, el mal es la otra cara del bien, como es el caos del
cosmos (o la carga negativa y la carga positiva), ambos principios de la dualidad universal. Así
Set y Osiris, o Tezcatlipoca y Queztalcóatl son ememigos pero también son hermanos,
igualmente divinos. Para hacer una larga historia corta, lo que resulta de esta oposición de
fuerzas es un balance natural, una especie de fricción que permite la evolución, como la
destrucción da lugar a la creación. Y lo que se aprende, la gnosis de esta relación entre el bien y
el mal, es que representan una especie de drama cósmico que se repite a lo largo de la historia.
Pero que es justamente un drama, es decir, una representación teatral, una ilusión, ya que debajo
de la máscara que tomen en ese momento, más allá del tiempo, estos dioses que se enfrentan y
transmutan son uno mismo: Demon est Deus inversus.

Esto no necesariamente significa que no exista el diablo, significa que podría existir como una
personficación del universo, como una máscara arquetípica, una corriente de energía primordial
—quizás de la misma forma que existe, de una manera no tan marcadamente arquetípica, tu
personalidad (la ficción del ego). Existe para que haya juego —y quizás las personas que han
sido históricamente malignas, como Hitler o Manson, solamente han encarnado un rol. Tal vez la
función del mal en el universo sea increíblemente la misma que la de Darth Vader en Star Wars:
fortalecer el arco dramático para entretener al espectador (en este caso un espectador que es
también la obra y que al ver a los demás se ve a sí mismo) y quizás estimularlo a evolucionar.
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Como no queremos ofrecer respuestas sino provocar preguntas —y esta última parte parece
definir una posición determinada en cuanto al problema del mal— consideremos un último
concepto tomado de Gurdjieff:

«Pecado es aquello que mantiene al hombre amarrado en un punto cuando el hombre ha decidido
moverse, si es que es capaz de moverse. Los pecados solamente existen para las gentes que están
en El Camino, o que se están acercando a él. El pecado es aquello que detiene al hombre en este
propósito, aquello que le ayuda a engañarse a sí mismo y a pensar que está trabajando, cuando en
realidad solo duerme. El pecado es lo que hace dormir a la gente, cuando han decidido
despertar».

Esta podría ser una definición un tanto más práctica e individual del mal y que necesariamente
involucra a la conciencia, puesto que, bajo la concepción de Gurdjieff, un pecado solo existe en
personas que han decidido encaminarse hacia su despertar y por lo tanto son conscientes de que
están dormidas. Detectamos aquí una interesante acepción del mal (o del pecado como una
forma de nuevo más útil de designarlo). Entendemos en este sentido que el mal sería básicamente
aquello que, una vez que ya hemos tomado conciencia de nuestra esencia, hacemos pero va en
contra de nosotros (y de nuestra evolución). Algo que se puede entender como una negación de
quien en verdad somos. No es rebelarnos contra Dios, es rebelarnos contra nosotros mismos (y
nuestra propia divinidad).

Twitter del autor:@alepholo

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