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Esta vez las lecciones son presentadas bajo la ficción literaria de una serie de cartas
íntimas, dirigidas a un joven médico. Huelga decir que este recurso literario ha tenido
distinguidos precursores tanto en la literatura universal como en la específicamente
médica, habiendo descollado en esta última más de un eminente clínico argentino,
particularmente durante ciertas décadas de oro de la medicina argentina, en el pasado
siglo.
¿Por qué un blog, y no un libro??, preguntan algunos amigos y colegas, siempre atentos
a las seducciones y oropeles del ?curriculum vitae?. Muy simple: quienes busquen la
redacción técnica y las precisiones jurisprudenciales y doctrinarias, las encontrarán en
mis trabajos publicados en la revista jurídica EL DERECHO, así como en algunos
artículos dispersos en separatas, revistas, y boletines de asociaciones del arte de curar, a
cuyos repertorios los remito. También a la prestigiosa revista El Derecho remito a los
abogados que se sientan interesados por este tema, al que quizá sólo han avizorado
como ajeno y distante. Pero hoy, ya frisando los años de la tercera edad, y sin el espoleo
agitado de la necesidad de producir trabajo académico por necesidad curricular, me
complazco en escribir al correr de la pluma, como hablo cuando encuentro a alguien
dispuesto a escucharme.
Ojalá que, aún en su modesta forma de presentación, sean apreciadas y sirvan para
coadyuvar en la búsqueda de una Medicina mejor para todos.
Estimado Franco:
Me da mucha alegría saber que avanzas en tus estudios de Medicina, y que has decidido
escribir tu tesis sobre responsabilidad médica. Creo que has elegido un tópico excelente,
en estos tiempos en los que toda la medicina parece girar en derredor de las hazañas
tecnológicas, dejando un poco olvidados los aspectos humanísticos que fueron durante
siglos su patrimonio. Pero no voy a ocultarte que has elegido un tema arduo y complejo,
a veces ríspido, y que desencadena en muchos de tus futuros colegas una cierta
aprensión no exenta de antipatía.
Te agradezco que hayas pensado en mí como tu mentor en este campo que participa de
lo filosófico y de lo jurídico, además de lo estrictamente médico, y que me hayas
propuesto como tu padrino de tesis. Desde ya que acepto esta grata tarea de
acompañarte en tu propio y personalísimo trabajo en busca de la verdad: verás que a
medida que te introduzcas en sus aspectos científicos lo encontrarás verdaderamente
apasionante.
Pero antes has de saber que el camino no te resultará fácil, y que deberás despojarte de
muchos preconceptos inculcados casi sin darte cuenta a través de tu paso por las aulas
de la Facultad, y de las salas del hospital. Por el contrario, deberás esforzarte por ver las
cosas desde un ángulo diferente del que te han enseñado en las disciplinas médicas.
Deberás poder salirte de tu lugar de médico, para colocarte en la posición mental y
anímica del paciente. Verás entonces que las cosas pueden percibirse de una manera
muy diferente, y que a veces te causará vértigo; pero valdrá la pena, ya que ese esfuerzo
tuyo por comprender la posición de tus futuros pacientes te enriquecerá y te hará mejor
profesional. Alguna vez dijo un viejo maestro de Clínica que no podía ser buen médico
quien no hubiera sido alguna vez sufrido paciente.
Sé que lo primero que habrás de notar, es que la Medicina ya no es la misma que
vivieron tus padres, y muchísimo menos la que conoció tu abuelo, el gran cirujano.
Pronto habrás de completar tus estudios, y saldrás a la vida con tu flamante diploma
enrrollado en un respetable tubo plástico. No saldrás, como aquel abuelo, a instalar tu
consultorio en una casa de altos y bajos, esperando que los pacientes acudan a tu
consulta, atraídos por la dorada placa de bronce del flamante doctor. Nada de eso.
Habrás de ver que la medicina de hoy es una medicina esencialmente institucionalizada
y mediatizada. Tus primeros pasos serán, seguramente, en el ámbito de algún
establecimiento hospitalario, sanatorial, o de obra social. Allí, si tienes suerte, podrás
continuar tu formación, bajo las directivas de un jefe de servicio hábil y experto. De lo
contrario, será conveniente que sigas concurriendo al hospital donde te formaste,
trabajando allí ?ad honorem?, hasta haber adquirido la necesaria experiencia en tu arte
como para poder desenvolverte con solvencia en tu práctica privada, que no será tan ?
privada?, por cuanto seguramente tus pacientes pertenecerán a la cartilla de alguna
entidad a la que prestarás tus servicios bajo contrato. Pero, de un modo u otro,
difícilmente puedas dejar de actuar inserto en un trabajo de equipo, y en un cierto marco
institucional. Es más: no es posible ya hacer grandes descubrimientos científicos en un
galpón, como hiciera Koch, o en la trastienda de un modesto consultorio, como hiciera
Ramón y Cajal; ya no se puede aprender el arte médico en una vida trashumante, como
Paracelso en el Renacimiento, ni acometer la fantástica tarea de reinventar la terapéutica
desde una biblioteca, como lo quiso Hahnemann a fines del siglo XVIII. Hoy la
medicina sólo se aprende y se perfecciona en un marco institucional, aunque luego se
dispense al minoreo en el ámbito del consultorio privado. Consultorio que, como te
decía, no escapará probablemente de estar incluído en la red de uno o más entes
prepagos. Es que la medicina moderna, gústenos o no, es una medicina mediatizada.
Que de ?mediatizada? no se convierta en ?masificada? es uno de los grandes desafíos
que enfrentan al médico de tu generación.
Verás entonces, mi estimado Franco, que la primera sorpresa que te deparará la vida
profesional como médico, será la actual complejidad del plexo social, jurídico,
económico, y hasta político sobre el que se sustenta. En los tiempos de tu abuelo
cirujano, éste atendía a su paciente en el consultorio, y cuando se hacía necesaria una
intervención, la efectuaba en una Clínica, o en el Hospital. Pero esencialmente la
relación entre ambos era pareja y simple: un médico para un paciente, y viceversa. Hoy
ya no es así: si tu abuelo el cirujano viviera, probablemente pertenecería a la plantilla de
un establecimiento sanatorial, y atendería pacientes de determinadas empresas de
asistencia médica prepaga, o afiliados de determinada obra social. Al conocimiento
personal, íntimo, y casi pueblerino de aquellas épocas, se ha sustituído la relación
transitoria, breve, y esporádica de la prestación institucionalizada. Al libre albedrío del
médico de antaño, ha venido a superponerse la sujeción del médico actual a los marcos
impuestos por el sistema institucional. Y con ello ha venido a planteársele al médico
moderno una cierta confusión de roles que no siempre logra deslindar con la necesaria
flexibilidad: a veces porque no atina a ver claros esos roles; otras, porque el sistema
mismo no se lo permite.
Aquí entonces comienza el itinerario de tu investigación. Te deparará seguramente más
de una sorpresa, porque la Facultad te ha preparado con vistas a un encuadramiento
harto tradicional del acto médico, mientras que la realidad del mundo profesional se ha
desfasado notablemente de esos parámetros clásicos.
De modo que si quieres escribir una tesis acerca de la Responsabilidad Médica, lo
primero que debes hacer es modificar tu óptica estrictamente médica, y observar la
realidad del mundo asistencial con ojos sociológicos. Me imagino que al principio esto
te resultará poco familiar, y hasta extraño. Seguramente me dirás: ¿pero cómo, es que no
me basta con saberme al dedillo el Código de Ética Médica?? Pues no. No sólo te será
insuficiente, sino que, si no estás alerta, ese venerado cuerpo de normas deontológicas
podrá distraerte de tu verdadero objeto de estudio, que es la Responsabilidad Médica
como fenómeno médico-legal, y no la Ética Médica como guía de conducta corporativa.
Además, ¿alguna vez te has puesto a analizar detenidamente y con espíritu crítico las
normas del Código de Ética Médica vigente en nuestro medio?? ¿No has notado como
un hálito de vetustez en tantas normas que regulan minuciosamente la conducta de los
médicos entre sí, y que ignoran las actuales condiciones administrativas y comerciales
de la medicina institucional? ¿No crees que hay algo de anacrónico en su preocupación
por pautar la conducta individual del médico, y en su omisión de considerar las
relaciones interprofesionales en su marco laboral, administrativo, o empresarial?? ¿y no
te parece que son pocos catorce artículos -del 7º al 20º- para definir los que serían los
derechos del paciente no sólo frente al médico, sino frente a todo ente prestador de
asistencia médica??
Es claro que el Código de Ética Médica vigente data del año 1955. De entonces a ahora
ha pasado mucha agua bajo el puente, y un irreversible proceso de concentración
económica, tecnológica, y burocrática de la medicina ha impulsado el desarrollo, antes
embrionario, de figuras como la del médico-funcionario, el médico-empresario, el
médico-trabajador dependiente, el médico-contratado, el médico-gremialista, etc. La
vida médica, antes tan sencilla, señorial y digna, tan ?clase media?, ha sufrido también
los dramáticos cambios de un siglo acelerado. Se ha despersonalizado, como también se
ha despersonalizado la relación entre el médico y su paciente, a causa de la necesaria
interposición de novedosas ?personas jurídicas? tales como la empresa asistencial, la
obra social, la gran clínica, el gran sanatorio, o las gerenciadoras. Me refiero a esa
interposición como necesaria, porque si bien añoro también aquella belle époque del
médico de familia que tenía en su sencillo consultorio un primitivo aparato de rayos X
con el que hacía milagros de diagnóstico, tengo que tener los pies sobre la tierra, y
darme cuenta de que aquellos buenos viejos tiempos no volverán. No volverán porque
-gracias a Dios- la ciencia avanza a pasos agigantados, y porque el costo de la
tecnología actual vuelve imposible el retroceso hacia aquellas formas elementales e
íntimas del ejercicio médico.
Quedemos, entonces, en que al hablar de la Responsabilidad Médica ya no podemos
restringirnos a la persona física del médico, sino que debemos englobar al equipo
médico, al establecimiento asistencial, a la empresa asistencial, a la obra social, y al
mismo Estado como dador de servicios de salud y como responsable de ejercer el
control de policía en el área asistencial. Por lo tanto, forzosamente debemos redefinir el
rol del médico dentro de cada uno de esos entes.
Como ves, siempre que estudiamos un tema que nos parece puntual, comenzamos a
descubrir aspectos conexos en los que no habíamos reparado. Te advierto que el tema
que has elegido para desarrollar tu tesis no es de los que se puedan mirar por el ojo de la
cerradura. Pero te conozco, y sé que vas a sacar buen provecho intelectual de tu
búsqueda. Así que ¡a poner manos a la obra!
Recibe un fuerte abrazo de tu amigo y padrino:
Enzo.
Estimado Franco:
Observo que te causa cierta dificultad la división que ves en los textos, entre la
responsabilidad civil y la responsabilidad penal de los médicos. Me dices que no atinas
a discernir bien qué hace que un médico sea procesado penalmente, mientras que otro
puede serlo sólo civilmente, y un tercero puede serlo sucesivamente en lo penal y en lo
civil. También te resulta un tanto extraño, dices, el empleo que los juristas hacen del
término ?responsabilidad?.
Bueno. Vayamos por partes, y ante todo, no te fastidies por lo que a primera vista te
parece un galimatías. Te puedo asegurar que también los más eruditos juristas
encuentran dificultoso el hallar una definición completa de la ?responsabilidad?: razón
por la cual, aunque suelen referirse constantemente a ella, eluden comprometerse con el
empleo de una definición terminante al respecto. Así que no te des por vencido a poco
de comenzar. Verás que, como siempre que se empieza a estudiar un tema, al principio
todo parece embrollado y sembrado de incertidumbres, pero con constancia y estudio
los conceptos se van ordenando, y cuando menos te des cuenta, todo se irá integrando
en una teoría congruente y plena de sentido.
Ahora bien: en materia civil se responde siempre ante otra persona, que puede ser física
o jurídica. Esa persona es la damnificada, y resulta la única que puede reclamarle en
justicia al responsable las consecuencias previstas por la ley. Mientras viva, sólo ella
podrá ejercer las acciones legales tendientes a exigir el resarcimiento, a menos que ceda
sus derechos a un tercero, convirtiéndolo en su ?sucesor a título particular?, o se muera,
con lo cual su derecho al resarcimiento pasará como parte de su patrimonio a sus
herederos o sucesores universales. Desde ya que si el damnificado es un menor de edad,
o un incapaz, las acciones legales serán emprendidas por sus legítimos representantes,
pero siempre el derecho le pertenecerá a él. En resumen, en materia civil siempre se
responderá ante otra persona determinada; el resto del mundo ajeno al vínculo existente
con esa persona no cuenta para nada.
En cambio, en materia penal el reproche proviene de toda la sociedad, y el culpable
responde de sus actos delictivos frente al Estado erigido en custodio del orden social.
Más allá del legítimo interés del damnificado directo, se encuentra el interés colectivo
que sanciona la acción criminal como un atentado al orden y la paz social. Por ello la
responsabilidad penal no se agota con el resarcimiento patrimonial al damnificado, sino
que exige el cumplimiento de una pena que satisfaga el objetivo de correccción frente a
la exigencia de expiación sancionada por la ley penal. De paso te diré que, a medida que
la psicología y la sociología van influyendo más en las ciencias penales, esa exigencia
adquiere un contenido más correctivo y resocializador, y menos expiatorio.
Por si aún no he sido suficientemente claro, trataré de definírtelo de una manera más
sencilla y directa: en materia civil, la responsabilidad surge de un acto ilícito cualquiera,
es decir, contrario a lo convenido entre partes, o a la moral social, o las buenas
costumbres. En cambio, para que una conducta o acción genere responsabilidad penal,
es preciso que esa conducta ilícita esté taxativamente prevista y descripta en un ?tipo
penal?, es decir, en la letra de la ley penal. De manera, pues, que la responsabilidad civil
es muy amplia, tanto como la posibilidad de los hombres de crear relaciones y vínculos
entre sí de carácter civil o comercial. En cambio, la responsabilidad penal es muy
limitada: sólo se responde del delito cometido, y sólo se comete delito cuando se actúa
en la forma prevista por la ley penal. Esto es lo que se llama en derecho penal el ?tipo?
penal, que no es otra cosa que la definición de la conducta que la ley considera
disvaliosa para el equilibrio social.
Yendo al caso concreto de la profesión médica, como ésta actúa sobre el cuerpo, la
mente, y la salud de los seres humanos, queda, lamentablemente expuesta no sólo a las
demandas de carácter resarcitorio civil, sino que es pasible en todo momento de
imputaciones de carácter penal, toda vez que el accionar médico se traduzca en un daño
inferido al cuerpo o a la salud del paciente.
Yo sé que este es un tema que, como médico que eres o que vas a ser, te causa profundo
desasosiego, y hasta diría mejor, desagrado rayano en la repulsa. Concuerdo contigo en
que no resulta muy justo, y que suena algo así como mezclar en la misma bolsa a los
honrados y a los delincuentes. Es más: te confieso que soy uno de los más fervientes
partidarios de la desincriminación del llamado vagamente ?daño médico?. Pero, hasta
tanto no se modifique el criterio de nuestra sociedad al respecto, y se contemple el caso
del daño por malapraxis desde un ángulo propio y singular, con un cuerpo jurídico
especial, no tenemos más alternativa que tomar las cosas como están.. Y, ya que has
escogido como tema de tu tesis doctoral la responsabilidad médica, no puedo dejar de
señalarte la importancia y trascendencia de sus aspectos penales.
Espero que estas líneas te hayan servido para aclarar tus dudas respecto del tema central
de tu tesis. A continuar, entonces, y recibe un saludo afectuoso de :
Enzo.
Estimado Franco:
Celebro que hayas puesto manos a la obra con tanta rapidez, y te hayas lanzado con tu
natural vehemencia a devorarte cuanto libro de Medicina Legal se encontraba
disponible en la biblioteca de la Facultad. A la vez, comprendo tu actual perplejidad y
desorientación, que se traducen claramente en tu última esquela. Me dices que, aunque
piensas que has analizado todos los capítulos referentes al tema de la responsabilidad
médica, sigues sin saber casi nada acerca de ella, y lo que es peor, no tienes idea acerca
de por dónde empezar.
Te diré que es natural, y que no debes preocuparte por ello. Simplemente ocurre que la
Medicina Legal es una rama del saber médico, y el tema de las responsabilidades es una
cuestión que hace al saber jurídico. De aquí que, por regla general, verás que los autores
médicos que has frecuentado hasta ahora, en materias de Derecho ?tocaban de oído?.
Parecerá una perogrullada, pero si quieres un buen sandwich de lomo, tendrás que ir a la
carnicería?a menos que te conformes con alguna de esas insípidas y poco suculentas
milanesas de soja que te puede ofrecer el verdulero. Así que, si quieres estudiar un tema
de Derecho, no tendrás más remedio que familiarizarte con las formas y el pensamiento
de las ciencias jurídicas. No te asustes: sólo lo necesario para que esta ciencia te provea
de herramientas conceptuales útiles para reinterpretar tus cotidianas circunstancias a la
luz de un efoque distinto al del microscopio, la sala de internación, la farmacia, o la sala
de autopsias.
Por ejemplo, durante toda tu carrera has oído hablar de la ?relación médico-paciente?.
De ella te han hablado desde el enfoque de la psicología médica, pasando por las
apostillas de los viejos jefes de sala curtidos por las experiencias de la vida, y
terminando por los legalistas exégetas del siempre tan declamado y poco cumplido
Código de Ética Médica. Si haces memoria, verás que toda tu carrera ha transcurrido
muy ligada a la invocación de este nunca bien definido vínculo asistencial. Desde el
clásico juramento hipocrático, hasta su versión más aséptica y moderna en la jura de
graduación, desde las páginas de Marañón hasta los modernos decálogos del arte
médico; desde el ?office? de la sala de internados, hasta las asambleas gremiales
médicas, la figura de la relación médico-paciente está siempre presente en tu vida
profesional, mencionada, traída y llevada a cada paso. Sin embargo, durante
muchísimos años no lo ha estado en los términos en los que lo está ahora, es decir,
frente a la ley. Durante siglos esta relación entre el médico y su paciente fue un hecho
sobreentendido e innominado. Pero, ¿sobreentendido, qué?? Quizás una suerte de
vínculo de ?clientela?, muy teñida de paternalismo profesional, cuando no de cierta
teatralidad, muy vacuamente explotada durante el siglo de Molière, y ya desarrollada
con mucho más fundamento durante el surgimiento de la ciencia médica moderna, hacia
la segunda mitad del siglo XIX. Hoy se habla críticamente de aquellas épocas como de
un ?imperialismo médico?, una relación distorsionada en la que el profesional del arte
de curar llevaba la voz cantante y se arrogaba la facultad de imponer su criterio
personal, ?científico? sobre el deseo o aún la voluntad manifiesta del enfermo, que se
hallaba convertido en un ente pasivo, y consecuentemente bien denominado ?paciente?.
De modo que, por más que añoremos aquellos viejos tiempos del paternalismo,
cientificismo, o imperialismo médico (según cómo nos guste enfocar la raíz de ese
hecho sociológico del pasado), la realidad es que hoy no podemos desconocer la
naturaleza jurídica de esa relación médico-paciente. Y es allí, en el nacimiento del
vínculo que se establece entre el médico y el paciente, que deberás comenzar, mi
estimado Franco, tu investigación dirigida a desentrañar los porqués de la hoy tan
meneada ?responsabilidad médica?.
Lo primero que debes tener en cuenta es que la relación médico-paciente es una relación
contractual.
Un contrato es un acuerdo entre partes, personas físicas o jurídicas, por el cual éstas
convienen la manera de regular sus relaciones negociales, profesionales, etc. Para el
sencillo caso de un médico que ejerce liberalmente en su consultorio (?en clientela?,
como suelen decir los franceses), este contrato se entabla u ?otorga? en forma tácita por
el sólo hecho de recibir a su cliente en el consultorio, y aceptarlo como paciente. Por eso
verás que se dice que el contrato asistencial es consensual, porque implica que las partes
hayan manifestado expresa o tácitamente su voluntad de colocarse en su rol respectivo
de paciente y de médico tratante. Por lo mismo verás que este contrato se considera no
formal, por cuanto ni los usos y costumbres, ni la ley exigen ningún formulismo o ritual
específico para establecer el vínculo entre un médico y su paciente. Desde ese momento
del ingreso del paciente al consultorio se establecen entre el médico y su paciente una
serie de derechos y obligaciones recíprocos que en parte están previstos en el Código
Civil y sus leyes complementarias, y en parte surgen de la naturaleza histórica y social
del ejercicio médico. Por lo pronto, el médico se obliga a poner su ciencia y arte al
servicio de la atención del paciente, y éste, a cambio de su desempeño profesional, se
presume obligado a pagar por ello un estipendio u ?honorario?. Por esto se dice que el
contrato asistencial es bilateral, porque ambas partes se obligan recíprocamente:
servicios médicos contra pago de honorarios. Pero esta bilateralidad no acaba aquí: las
obligaciones del médico están complejamente definidas y enmarcadas por un plexo de
normas administrativas que reglamentan el ejercicio de la Medicina en cada jurisdicción
provincial (por ej. La ley 17.132 para la Capital Federal y Territorios Nacionales), y por
normas deontológicas que, aunque no tengan un estricto peso jurídico, son siempre
tenidas en cuenta como integrando la naturaleza propia del acto médico. Tal es el caso
de los Códigos de Ética, cuyo paradigma en nuestro medio es el Código de Ética
Médica de la COMRA, que data de 1955.
Por su lado, también el paciente está obligado hacia el médico a comportarse del modo
que sería de esperar por parte de quien realmente busca su curación. Se supone que le
hará conocer al médico sus antecedentes y síntomas, sin ocultamiento alguno, y que
pondrá su mejor voluntad y esfuerzo en llevar a cabo las indicaciones del tratamiento,
haciéndole saber al profesional toda novedad surgida durante el mismo.
Pues bien: volviendo al contrato de atención médica, has de saber que, a diferencia del
régimen jurídico de otros países, ni nuestro Código Civil ni sus leyes complementarias
se ocupan específicamente de él. Simplemente, se supone que llegado el caso el jurista
sabrá encuadrarlo dentro de aquellas formas de contrato genéricas que surgen de ese
conjunto de normas. De allí que, porque no tiene una consideración, ni un nombre
especialmente previsto en los códigos, se dice que es un contrato innominado. Esto
implica que, cuando se quieran precisar los derechos y obligaciones recíprocos entre las
partes, el jurista tendrá que recurrir al Código Civil, y extraer del capítulo referente a los
?contratos? aquellas normas que, en forma directa o analógica puedan aplicarse a un
caso dado. Esto se debe a que, como el contrato entre un médico y su paciente es
habitualmente tácito, y no formalizado en ningún instrumento escrito, las normas a las
que estará sujeto ante la ley deben extraerse del Código Civil y sus leyes
complementarias. Y para poder hacerlo, el jurista debe extraer, mediante un proceso de
análisis intelectual, aquellos componentes objetivos de la relación médico-paciente que
coincidan con los presupuestos de las normas contenidas en esas leyes.
Pero, también se observó que esta asistencia médica podía a veces parecerse más a la
llamada locación de obra, tratada por el art. 1629 y subsiguientes del código, que en un
sentido amplio, y seguramente algo forzado, podría entenderse como la ejecución de un
trabajo que ha de concretarse en un resultado corporizable u ?obra?. Te digo que esta
forma de ver el contrato de atención médica es bastante forzado, porque históricamente
el concepto de ?obra? se entendía, simple y llanamente, como lo que se lee:?obra?; o
sea, un sinónimo de ?construcción? o ?edificación?, aplicado por lo general a edificios,
caminos, monumentos, y otras cosas de ingeniería. No obstante lo cual sin duda hay en
el Código numerosas normas que, clasificadas conceptualmente en relación con la
locación de obra, se pueden aplicar con provecho a ciertas circunstancias propias del
quehacer médico, lo que sigue justificando que se eche mano de ellas para resolver
determinadas situaciones. Esas situaciones surgen, sobre todo, cuando median en el
servicio médico determinadas intervenciones -a menudo quirúrgicas- que implican la
utilización de ciertos ?materiales? que, salvando las distancias obvias del caso,
recuerdan en su empleo a los materiales de una obra. Como éstos, los ?materiales?
(léase prótesis, marcapasos, placas radiográficas, reactivos químicos, medicamentos y
drogas, etc.) pueden presentarse en diferentes precios y calidades. Esto puede dar lugar
a posteriores conflictos respecto de los resultados logrados y el precio convenido por la
intervención, que podrían ser resueltos inspirándose en las normas referentes a la
locación de obra, las que discriminan entre los materiales suministrados por el locatario
médico, y los aportados por el locador paciente, o por una tercera persona obligada, a su
vez con el paciente, como luego habremos de ver cuando hablemos de las formas
complejas de la medicina actual. Como te será fácil deducir, el médico no deberá
responder por los materiales suministrados por el paciente o su cobertura médica, pero
sí deberá hacerlo por aquellos que se hubiese comprometido a proveer y emplear,
escogiéndolos él mismo. Naturalmente que responderá siempre por la calidad elegida
abstractamente, y de la idoneidad de esos elementos para adaptarse al objeto terapéutico
perseguido; pero no por la calidad efectiva y real empleada, cuando ha sido pactado que
esos elementos materiales serán suministrados por el paciente, o un tercero pagador.
Asimismo huelga decir que no responderá por las deficiencias de fábrica, que le son
ajenas, y que constituyen responsabilidades técnicas del fabricante.
Otro aspecto al que pueden aplicarse con provecho las normas referentes a la locación
de obra, es el trabajo de equipo. Como bien sabes, muchos aspectos del trabajo médico
adquieren la forma de una actividad colaborativa, desempeñada por un ?equipo?
profesional. Por ejemplo, en la cirugía nos encontramos con un cirujano jefe, sus
ayudantes, auxiliares técnicos, y anestesiólogo. En la práctica privada es el cirujano jefe
quien contrata con el paciente la intervención a cargo de su equipo quirúrgico. Bajo
estas circunstancias es aplicable el art. 1631 del Código Civil, que dice que ?el
empresario es responsable del trabajo ejecutado por las personas que ocupa en la obra?.
Dicho en otros términos, el jefe del equipo quirúrgico -cuando ha actuado como
empresario- es responsable por el trabajo ejecutado por los demás profesionales, fueren
médicos o auxiliares, que ha escogido y empleado para secundarlo. Y desde ya que, con
mucha más razón, será responsable del trabajo quirúrgico una institución asistencial,
cuando todos los integrantes del equipo sean designados por ella.
En otro orden de cosas, también podemos encontrar una similitud sugestiva con la
locación de obra en el caso de los tratamientos secuenciales o repetitivos por ?sesiones?.
Aquí la analogía surge entre el concepto unitario de la sesión, y lo que el Código
considera como ?pieza? o ?medida?. Aplicando la norma del art. 1639 del Código Civil,
podemos asegurar que el paciente estará obligado a abonar las sesiones ya efectuadas,
pudiendo tanto él como el médico rescindir el contrato, siempre y cuando el tratamiento
no exigiese, por su propia naturaleza intrínseca, un número determinado de sesiones
para ser válido.
En fin, que volviendo al hilo de la idea, has de formarte el concepto de que el contrato
asistencial se compone básicamente de una locación de servicios, aunque de vez en
cuando también implique por parte del médico la realización de una ?obra?
objetivamente apreciable, dando lugar entonces a un posible encuadramiento como
locación de obra. Que se recurra a uno u otro esquema de pensamiento jurídico, o a una
combinación de ambos dependerá de las particulares circunstancias del caso.
Ahora sí podemos ir un paso más adelante, y analizar un poco qué es lo que pasa en las
formas complejas de la medicina de masas actual. Cuando se interponen entre el médico
y su paciente, simples personas físicas, otros entes incorporales que el derecho llama ?
personas jurídicas?, ¿qué es lo que pasa con el vínculo contractual que definimos como
sustrato de la relación médico-paciente? ¿Qué pasa cuando un profesional médico
atiende a un paciente de obra social en el consultorio de un establecimiento sanatorial
perteneciente a una gran empresa de medicina prepaga? ¿A dónde ha ido a parar el
contrato elemental médico-paciente del que hablábamos??
Como ves, entramos en un terreno muy complejo, aún para los especialistas en estos
intrincados intríngulis jurídicos. Porque, supongamos que el paciente cree haber sido
mal asistido por el profesional, y hallarse en condiciones de probarlo: ¿a quién va a
reclamarle? ¿A su obra social? ¿A la empresa de medicina prepaga que se encargó de
suministrarle el servicio? ¿Al establecimiento que trabaja para esa empresa prepaga, y
que efectivamente brindó el servicio dentro de sus instalaciones? ¿O al médico en
cuestión, que fue quien lo atendió??
No voy a entrar ahora en el análisis de las obligaciones de cada una de estas personas
sucesivamente intervinientes en la secuencia asistencial, por cuanto habremos de hablar
extensamente de esto más adelante. Por ahora basta que observes el fenómeno
socioasistencial implicado, y te preguntes a dónde ha ido a parar el sencillo vínculo
médico-paciente. Se ha complicado bastante, ¿verdad?. En primer lugar se ha
complicado porque el médico está atendiendo a ?ese? paciente, no porque lo haya
asumido como su ?locador? en un acto médico privado, sino porque se ha obligado ante
el Establecimiento a atender a todos los pacientes que éste le derive. Él no ha contratado
con el paciente, sino con el Establecimiento. Tampoco el Establecimiento ha contratado
directamente con el paciente, sino con la Empresa prepaga; y ésta tampoco ha
contratado con ningún paciente en particular, sino que ha otorgado un contrato con la
Obra Social para atender a todos los afiliados a los que ésta quiera dar esa cobertura.
De donde resulta que ya no podemos hablar de un único contrato asistencial, sino de una
compleja red de contratos y subcontratos que tienen a la Obra Social como primer
financiador, y al ?afiliado? como beneficiario del sistema. Pues bien: cuando los
hombres de ley se vieron confrontados con esta realidad compleja de múltiples sujetos,
y vislumbraron el riesgo de las sucesivas exoneraciones de responsabilidad a que podía
dar lugar en perjuicio y detrimento del anónimo paciente, trataron de buscar entre las
previsiones del Código Civil alguna figura que vinculase a todas estas personas en
forma directa, y no embrolladamente indirecta, con la persona física de aquél. La
encontraron, finalmente, haciendo una interpretación amplia de la llamada estipulación
en favor de tercero, que inspira el artículo 504 del Código Civil, y que presupone un
contrato en el cual una parte, llamada estipulante conviene con otra, llamada promitente
que ésta hará determinadas cosas en favor de un beneficiario. Así las cosas, resultará
que, a través de sucesivos estratos contractuales, el beneficiario (paciente) podrá
reclamar a cada uno de los promitentes solidariamente con el estipulante, u optar por
uno de ellos, -estipulante o promitente-, a su elección.
¿Por qué te insisto tanto en el contrato que subyace en la relación entre el médico y su
paciente? Pues, porque llegar a ver con claridad en la naturaleza jurídica de esa relación
no fue fácil, ni se hizo de un día para el otro. Hasta la década de los ?60 los juristas
pensaban que entre el médico y su paciente no había más vínculo que el que podría
existir entre dos desconocidos, y que, si de la indebida acción del médico surgía un daño
para el paciente, debían aplicarse los mismos principios que sancionan a un conductor
que ha lesionado con su vehículo a un transeúnte. Entre esos principios figuraba una
norma, referente a la prescripción, que era de un plazo breve, de dos años. Esto quería
decir que pasados dos años de sufrido el accidente, el paciente lesionado ya no podía
iniciar juicio alguno, porque así lo decía el art. 4037 del Código Civil, referido a la
responsabilidad civil ?extracontractual?. Pero héte aquí que un día los tribunales de la
Capital Federal tuvieron que encarar el caso de una paciente afectada por un lupus
facial, a la que un médico trató con radiaciones, sin procurar protección alguna para los
globos oculares. Y entonces los jueces se vieron confrontados ante un caso en el que,
con el correr del tiempo los ojos de la paciente habían sufrido una suerte de bombardeo
de Hiroshima, hasta quedar convertidos en un par de monstruosos muñones dentro de
vaciadas órbitas. Mas, como la evolución de las lesiones oculares, entre incógnitas y
dilaciones iniciales, había durado más de dos años, de atenerse a la rutina precedente en
materia de responsabilidades médicas, los jueces debían sobreseer al demandado?o
cambiar de modo de pensar respecto al carácter del vínculo entablado entre el médico y
su paciente. Como no podía ser de otro modo, adoptaron entonces de una vez y para
siempre el criterio contractual en materia de relación asistencial, que por entonces ya
regía en la doctrina francesa, muy frecuentada siempre por nuestros estudiosos del
derecho. De tal modo la prescripción, -por referirse a una deuda indemnizatoria de
causa contractual- se elevó en virtud de la norma del art. 4023 del código a un término
de diez años. Gracias a ello, la paciente pudo continuar su pleito, y obtener una
indemnización, quizá más moral que material, pero al fin de cuentas inspirada en un
sentido de justicia.
Espero que con este somero pantallazo se te haya abierto una primera puerta para
introducirte en la cabal comprensión del hecho asistencial. Estudia y profundiza estos
conceptos, y no dejes de leer y releer los artículos del Código Civil que te he
mencionado, integrándolos luego en el contexto del capítulo al que pertenecen.
Enzo.
Estimado Franco:
No es fácil, ni siquiera para un jurista, acertar con una definición perfectamente acabada
del término ?obligación?, tal como es entendida en el mundo del derecho. Tanto es así
que incluso Dalmacio Vélez Sarsfield, el titánico autor de nuestro Código Civil, que era
tan proclive a justificar con profusión de notas y definiciones la redacción de sus
artículos, se abstuvo en este caso de definir el concepto, limitándose a recordar en el
artículo 495 que ?las obligaciones son de dar, de hacer, o de no hacer?.
La ley presume, sin admitir discusión, que toda obligación surge de una causa. Dicho
con los términos del art. 499 del código Civil esto significa que? ?no hay obligación sin
causa, es decir, sin que sea derivada de uno de los hechos, o de uno de los actos lícitos o
ilícitos, de las relaciones de familia, o de las relaciones civiles?.
El Código Civil enumera un plexo de normas acerca de cómo debe debe darse acabado
cumplimiento a las obligaciones; normas que oportunamente parafraseadas nos definen
el modo en que deben cumplirse las obligaciones asistenciales. Por lo pronto, el médico
debe asegurarle al paciente una atención en tiempo propio, y acorde con el modo en que
fue intención de las partes que tal prestación médica se ejecutara, so pena de no tenerse
por prestada la atención debida (art. 625 C.C.). Esta debida oportunidad de la
prestación, así como el debido modo, forma, o manera de ser brindada, reviste la mayor
importancia al momento de juzgar la correccción o incorrección de la conducta médica.
Significa que el médico debe atender al paciente respetando los tiempos y teniendo en
cuenta las exigencias de la enfermedad, así como las circunstancias propias del ?
terreno? sobre el que actúa.
Por otra parte, como la obligación asistencial se basa en un contrato bilateral y oneroso,
toda vez que el médico ejerza su arte en la atención de un paciente, puede demandar el
precio de sus servicios, por cuanto éstos constituyen su modo de vida (art. 1627 C.C.).
Del mismo modo que el alcance de la obligación asistencial viene determinado por un
principio de realidad, también viene calificado por las cualidades personales del médico
o del establecimiento. Por eso nuestro Código Civil dice, en su art. 902, que ??Cuanto
mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor
será la obligación que resulte de las consecuencias posibles de los hechos?. Y en el art.
909 dice que ??para la estimación de los hechos voluntarios las leyes no toman en
cuenta la condición especial, o la facultad intelectual de una persona determinada, a no
ser en los contratos que suponen una confianza especial entre las partes. En estos casos
se estimará el grado de responsabilidadd por la condición especial de los agentes?. Esto
implica que, al evaluar la obligación asistencial, se tiene en cuenta la calificación
científica del médico o del establecimiento. A mayor formación y equipamiento, mayor
obligación esperada y reclamada. La negligencia de un dermatólogo frente a una lesión
cutánea tumoral y oscura que luego resulta ser un melanoma será considerada con
mucha mayor severidad que si el descuido diagnóstico hubiese provenido de un
traumatólogo o de un endocrinólogo. Similarmente, la omisión diagnóstica de una
fractura será juzgada con más lenidad si está involucrado un clínico general -para poner
el caso- que si se trata de un traumatólogo. La razón es obvia: habitualmente no se
espera de un clínico una especial experiencia y versación traumatológica, como
tampoco se esperaría de un traumatólogo una minuciosa versación en oncología
dermatológica. Algo similar se puede decir de los establecimientos asistenciales: cuanta
mayor es su dotación, complejidad, y especialización, mayor es la obligación que surge
de su accionar, y mayor entidad revisten sus incumplimientos.
Ahora bien: ¿hasta dónde llega la obligación del médico, y por asimilación la del
establecimiento o ente asistencial?? ¿Hasta dónde se espera de él que ?haga?, y en qué
consiste ese ?hacer???
Este problema preocupó desde temprano a los juristas del siglo XX, a medida que el
desarrollo acelerado de la tecnología volvía cada vez más complejos y variados los
negocios humanos, y que las profesiones antiguas y nuevas cobraban un vigoroso y
expansivo desarrollo. Fue así que cobró impulso un enfoque novedoso, hasta entonces
nunca plasmado en la letra de los códigos. Su autor, el jurista francés Demogue, puso de
relieve que en materia de hacer, no todas las obligaciones eran iguales. Él observó que,
particularmente en el campo de ciertas profesiones y servicios, el accionar del deudor de
la obligación por lo general sólo podía apuntar a tratar de lograr un objetivo anhelado
por el acreedor. En cambio, en otros casos el hacer del obligado debía llevar a la
concreción de un resultado esperado y esperable. Entre los primeros casos, podían
señalarse profesiones como la del abogado, o el médico, que sólo pueden
comprometerse a poner su ciencia al servicio del cliente, pero sin poder asegurar un
resultado exitoso. Entre los segundos, podían señalarse actividades como la del
ingeniero o el transportista, de quienes se espera respectivamente que construyan un
edificio, o lo lleven a uno o a sus productos a determinado destino.
Al primer tipo de obligaciones las llamó ?de medios?, porque el deudor cumple con su
obligación poniendo sus conocimientos y recursos al servicio de un objetivo, pero sin
poder garantizar el logro de ese objetivo. En el caso del abogado, éste pone sus recursos
jurídicos, su habilidad inquisitiva , su raciocinio, y su fogosa verba al servicio del
objetivo que es el logro del interés de su cliente. Que lo alcance o no, depende de
numerosos factores que quedan fuera de su control: la prueba de los hechos, la
jurisprudencia y la doctrina predominantes, el criterio del juez?y en ciertos casos muy
trascendentes socialmente, hasta la influencia de los grupos de presión o las
conveniencias políticas, por qué no reconocerlo.
El médico, por su parte, pone al servicio de la curación del paciente todo su bagaje de
conocimientos y experiencia; pero no puede asegurar la curación. Su obligación se
cumple poniendo al servicio de esa curación los recursos científicos adecuados al caso,
es decir, los ?medios? hipotéticamente aptos para tratar adecuadamentee una dolencia o
enfermedad.
Al segundo tipo de obligaciones, Demogue las llamó de resultado, porque entendió que
el logro de un objetivo propuesto, de un resultado evidenciable, era la expresión
material del cumplimiento de la obligación. Pensando siempre en un plano profesional,
es el caso de un arquitecto al que se le ha encargado la construcción de una torre faltante
en una iglesia: sólo habrá cumplido su obligación cuando la flamante torre se luzca en
los altos del templo, y sus campanadas se escuchen por todo el barrio. Quizá para
lograrlo haya tenido que reforzar las estructuras preexistentes, porque de otra forma el
edificio no resistiría el sobrepeso: todo forma parte implícita de su obligación. Pero lo
que dará la pauta objetiva de su cumplimiento, será la torre, el ?resultado? evidenciable,
palpable, visible, mensurable.
Otro caso: ¿qué te parece que sucedería si un radiólogo confundiese, en el montón, las
placas de dos pacientes del mismo sexo y parecida contextura, el uno portador de una
tuberculosis, y el otro de un carcinoma de pulmón?? ¿No cabría hablar de su informe
como un ?resultado? incorrecto?
Entre esos resultados que hoy se le exigen a la medicina y la higiene, está la asepsia.
Hasta bien avanzado el siglo XIX, salvo a algunos clarividentes precursores, a nadie se
le hubiese ocurrido reprochar a los cirujanos que operasen vestidos de calle, y con una
levita negra salpicada de sangre seca de previas operaciones, y que, entre entre sutura y
sutura, pinchasen las agujas enhebradas en sus solapas. Era la costumbre?y la ignorancia
de la época en materia de microbiología. (De paso, te recomiendo que en tus horas de
esparcimiento hojees las memorias de algunos famosos médicos del siglo antepasado:
¡te llenarás de asombro de lo que oirás relatar acerca del manejo en quirófano de
algunos eminentes cirujanos de la época!).
Pues bien: hoy es inadmisible que en las paredes de un quirófano aniden esporos de
bacilo tetánico, o que de los pisos se obtengan cultivos de Escherichia coli ,
Pseudomona aeruginosa, o cualquier otro germen infectivo indicador de deficientes
medidas de higiene ambiental. Entonces: ¿la debida asepsia es un medio, o un resultado
implícito en la buena praxis médica??
Pongamos ahora el caso de una señora o señorita que, llevada por la corriente mediática
de la moda, se propone abultar sensualmente sus mamas, o dar forma más escultural a
sus glúteos (o mejorar el aspecto de sus ?lolas? y su ?cola?, como seguramente diría
usando la jerga bobalicona de las modelos televisivas). Seguramente irá a consultar a un
cirujano plástico ?de onda?, y éste, naturalmente, le propondrá una solución quirúrgica
acorde con la magnitud de sus ansiedades. ¿Crees tú que esa joven (o quizá no tanto) se
haría operar si no pensara que la operación resultará exitosa, y que su atractivo se verá
incrementado al nivel exigido por sus amigas ?fashion?? ¿No te parece que para ella la
operación es, sí o sí, una cuestión de resultado?
Espero, con esto, haberte allanado el camino para que aprecies la trascendencia del
concepto de obligación en materia asistencial. Recibe un afectoso saludo de tu padrino:
Enzo.
Estimado Franco:
Me imagino que después de toda esta pasada introducción, tan poco ?médica?, estarás
ansioso de entrar en el terreno más conocido en el que la medicina legal toma contacto
con el derecho. Pero, antes de entrar en materia, creo que es bueno que observes que lo
que te han enseñado en la correspondiente bolilla de tu cursada por la Facultad es sólo
un eslabón de la cadena causal en la responsabilidad médica, sin duda el más importante
desde el punto de vista de los hechos y la posterior prueba, pero de alguna manera sólo
un enfoque estático, un corte transversal de una secuencia mucho más integrada y
compleja.
Habíamos visto que el vínculo que relaciona al paciente con su médico, al igual que el
que lo vincula con la obra social, o la empresa de medicina prepaga, tiene carácter
contractual. Y los contratos han sido hechos para ser cumplidos, aunque parezca una
perogrullada decirlo.
Pues bien: héte aquí que, si nos ponemos en una óptica estrictamente jurídica, toda
malapraxis tiene su causa en el incumplimiento de las obligaciones surgidas del contrato
médicoasistencial. Pero, como la parte obligada e incumpliente puede ser tanto una
persona física (médico) como jurídica (establecimiento, empresa asistencial, obra
social), los institutos jurídicos en juego van a ser bastante más complejos de lo que
llegaste a ver en los textos de medicina legal.
En primer lugar, puede ocurrir que el médico, o lo que es más frecuente, la empresa de
medicina prepaga, actúe dolosamente. En el derecho civil, y hablando de contratos, se
entiende por dolo la intención de sustraerse deliberadamente al cumplimiento de una
obligación, con pleno conocimiento del perjuicio que esta actitud va a causarle a la otra
parte. Se podría decir que es una suerte de defraudación, aunque por el marco discutible
del contexto obligacional, y su encuadramiento contractual, no llega a configurar el
delito penal que lleva ese nombre. De modo que, cuando elabores tu tesis, no confundas
el dolo civil, encaminado a escamotear el cumplimiento de una obligación, con el dolo
en sentido penal, que es, lisa y llanamente el propósito de dañar y delinquir.
Por supuesto que no debemos confundir el legítimo derecho de las obras sociales y
empresas asistenciales a discutir honestamente los límites y alcances de los servicios
pactados. Cuando hablamos de dolo contractual, nos referimos a las actitudes elusivas
tomadas verdaderamente a contramano del buen sentido y de una elemental lógica
interpretativa de las normas contractuales, o de la general convicción médica.
No vayas a creer que esta actitud dolosa es sólo patrimonio de las personas jurídicas.
También ciertos médicos inescrupulosos suelen incurrir en este tipo de
incumplimientos. Recuerdo, hace bastantes años, y en épocas en que se había puesto de
moda la homeopatía, un farmacéutico del gran Buenos Aires que reclutaba médicos a
los que proveía de un consultorio, haciéndolos pasar por ?homeópatas? mediante la
distribución de volantes publicitarios. En realidad, éstos recetaban específicos
típicamente ?alopáticos?, con recetas magistrales que simulaban ser fórmulas en el
sentido de las doctrinas de Hahnemann. Naturalmente, como habrás adivinado, esas
recetas debían prepararse exclusivamente ?en la farmacia de al lado?, que pertenecía al
inefable farmacéutico de marras?
Aquí, el dolo surgía del engaño implícito en el concepto de ?homeopatía? que, como
sabes, es una medicina paralela que, sin entrar a discutir su cientificidad, se caracteriza
por usar dosis infinitesimales de droga, lo cual puede resultar deseable en cierto tipo de
pacientes, y es el fin perseguido por quienes recurren a ella. Los médicos que se
prestaban a esta treta de hacer confundir el concepto de receta homeopática con el de
receta magistral, actuaban sin duda dolosamente, aunque desde un punto de vista
estrictamente asistencial estuviesen recetando las drogas indicadas por la medicina
ortodoxa para las afecciones tratadas en cada caso. El farmacéutico, por su parte, estaba
cometiendo una grave infracción a las normas administrativas acerca del ejercicio de la
medicina y ciencias afines, a la vez que incurriendo potencialmente en un delito de
defraudación ya que, en su caso, la intención de aprovecharse de la ingenuidad de la
gente con fines de enriquecimiento, y a sabiendas de la ilicitud de su actuar, era obvia.
Más o menos por aquellos años (te estoy hablando de los tempranos años ?70), conocí
también el caso de un ?venereólogo? que se obstinaba en tratar las sífilis
sistemáticamente con series de penicilina G sódica, cuando era ya consenso entre los
dermatólogos e infectólogos que la penicilina benzatínica era el tratamiento de elección
en la sífilis primosecundaria de adultos. La diferencia estribaba, como podrás adivinar,
en que las dosis de penicilina sódica eran diarias, y cada una de ellas se pagaba
religiosamente como una consulta. Esta explotación comercial de la angustia de un
paciente que se sabía portador de una enfermedad venérea y ?vergonzante?, como solía
decirse en aquellas épocas menos desenfadadas, es sin duda una actitud dolosa, por más
que pudieran argüirse opciones científicamente válidas para escoger ese plan de
tratamiento.
Estas son anécdotas quizá un poco añejas de un médico con más de treinta años de
ejercicio de la profesión. Seguramente si te pones a analizar las desviaciones éticas del
momento presente en nuestra cultura tú mismo descubrirás ejemplos novedosos y
actuales de estas conductas dolosas para completar la idea, y volcarlas en tu tesis.
Sin embargo, como resulta obvio, las actitudes dolosas son más bien la excepción en
materia de responsabilidad médica, una suerte se venero de anécdotas curiosas y hasta
cierto punto picarescas de nuestra idiosincrasia rioplatense. Pero la regla, lo habitual, es
que se incurra en una malapraxis a través de un accionar culposo; y aquí tendrás que
incorporar un concepto nunca bien definido en los códigos, como no sea a través de sus
expresiones concretas, que son la imprudencia, la negligencia, y la impericia en el arte o
profesión.
Por lo pronto, la culpa es una calificación de la conducta que surge de una valoración
objetivamente negativa de la acción de las personas en relación con las circunstancias,
tiempo, lugar, y vínculos legales que las relacionan con las demás personas afectadas
por esa conducta, o involucradas en sus consecuencias directas. Suele hablarse de una
culpa extracontractual o ?aquiliana? (término jurídico que se remonta al derecho
romano), cuando entre el sujeto responsable y la víctima del daño no existe ningún
vínculo convencional previo. Se trata, pues, de una situación creada entre desconocidos.
En cambio, se habla de una culpa contractual cuando entre el responsable y la víctima
de un daño existe una manifestación convencional o contrato cuyas consecuencias
esperadas se ven frustradas por el comportamiento defectuoso del obligado. La gran
mayoría de los casos de malapraxis se dan dentro de este marco ?contractual?, en parte
porque así lo determina la realidad del vínculo medicoasistencial, y en parte porque así
lo han querido la doctrina y la jurisprudencia, como una manera de resolver situaciones
de carácter prescriptivo que, de otro modo, no tendrían un justo y equitativo
encuadramiento.
Imagino que a esta altura ya te estarás preguntando cuál es el parámetro para medir la
prudencia, la precaución, y la pericia profesionales que constituyen los valores positivos
cuya ausencia configurará la calificación de culpa. Pues bien: aquí también se cumple
aquel dicho de Protágoras, en cuanto a que ?el hombre es la medida de todas las cosas?.
Si bien en nuestra carrera médica los maestros no cesan de exhortarnos al permanente
estudio y perfeccionamiento y a la incesante búsqueda de la excelencia, también es
cierto que la realidad más cierta del hombre, aún profesional, es el adocenamiento y la
adhesión a ciertas rutinas de pensamiento y de acción. Es por eso que, -afortunadamente
para nosotros-, se aplica aquí también el rasero de la ?aura mediocritas?, que no es una
mediocridad peyorativa, sino un estándar tipo o promedio de calidad profesional. Este
áureo medio se aprecia teniendo en cuenta las pautas generales y aceptadas de
conocimiento suficiente y de recursos terapéuticos vigentes en un momento dado de la
evolución del arte médico. De esta forma, el accionar médico será adecuado toda vez
que se halle acorde con lo que la generalidad de los profesionales de idéntica
especialización habrían aprobado, o al menos, en tanto y en cuanto cuente en su favor
con una corriente de pensamiento científico que lo avale.
Es así que la culpa debe apreciarse siempre en concreto, nunca en abstracto. Lo que
tendrá que preguntarse el juzgador será: ¿qué es lo que habría hecho un médico bien
formado e informado científicamente, juicioso y prudente, colocado en iguales
circunstancias externas a las que encontró el el autor del hecho dañoso??
Como imaginarás, en esta indagación tiene peso el consenso profesional de los pares,
cuyos principios y pautas pueden rastrearse metódicamente a través de la nutrida
bibliografía médica, y por intermedio de la autorizada voz de las instituciones
científicas, tanto de carácter asociativo como docente y universitario, públicas y
privadas. En un juicio, esta tarea de evaluar la conducta médica es confiada
habitualmente a un perito, cuya tarea consiste, precisamente, en definir las condiciones
de buena atención médica aplicables al caso concreto en examen, y calificar, teniéndolas
en cuenta, la conducta asumida por el profesional y/o la institución demandados.
Pero, volviendo al concepto de la culpa, habrás de definir cada una de sus típicas
manifestaciones.
Así, podrás definir la imprudencia como una disposición de ánimo irreflexiva, proclive
a seguir conductas injustificadamente audaces o faltas de precaución. Puede definirse
como la conducta, positiva y activa, contraria a lo que el buen sentido aconsejaría en las
mismas circunstancias.
Para que te des una idea de cómo se ha traducido este concepto en las sentencias
judiciales, te voy a enumerar algunos casos reales y concretos, extraídos de nuestra
jurisprudencia. Es bueno que te vayas acostumbrando a este término ?jurisprudencia?,
que es la recolección de sentencias o fallos judiciales, y que vendría a funcionar, ?
mutatis mutandi? como nuestra casuística médica: es decir, como una orientación para
la decisión futura en casos similares.
Es así que recayó sentencia condenatoria sobre las siguientes conductas asistenciales,
consideradas imprudentes:
- mandar a un enfermo escaleras arriba, sólo, sin la asistencia de una enfermera, cuando
estaba sometido a la acción de neurolépticos;
- aplicar radioterapia facial sin asegurar la protección de los globos oculares, lo que
trajo como consecuencia la ceguera total y la deformación monstruosa del rostro;
- la decisión del obstetra de provocar un parto normal en una embarazada con dos
cesáreas previas, y que trae como resultado la rotura uterina con formación de una
fístula vesicogenital séptica;
- someter al paciente a una intervención quirúrgica de cierto riesgo (en este caso una
mastoplastia de aumento en una paciente de sexo femenino), sin haber previsto las
complicaciones posibles, o haberse asegurado de que la infraestructura elegida para
llevar a cabo tal intervención fuese la adecuada para afrontar tales eventuales
complicaciones.
La negligencia, por su parte, podría definirse como una disposición de ánimo
descuidada, proclive a desatender los signos y síntomas revelados por el paciente, así
como a eludir y pasar por alto la adopción de ciertas conductas exigibles en atención a
las circunstancias de la persona, el tiempo, y el lugar. Es siempre sinónimo de descuido
y omisión.
- el anestesista que, advertido por el cirujano de los signos de hipoxia, no toma medidas
conducentes a restablecer la adecuada compensación del operado;
- el obstetra que da de alta a una puérpra, sin cerciorarse de que no hubieran quedado
restos placentarios, los que luego debieron ser extraídos quirúrgicamente;
Verás que aquí tiene gran importancia el principio contenido en el artículo 902 de
nuestro Código Civil: ??Cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno
conocimiento de las cosas, mayor será la obligación que resulte de las consecuencias
posibles de los hechos?.
También has de tener en cuenta las normas del art. 909 del mismo Código: ??Para la
estimación de los hechos voluntarios, las leyes no toman en cuenta la condición
especial, o la facultad intelectual de una persona determinada, a no ser en los contratos
que suponen una confianza especial entre las partes. En estos casos se estimará el grado
de responsabilidad por la condición especial de los agentes?.
Este error culpable implica una equivocación allí donde cualquier otro profesional de
similar calificación, y debidamente formado, hubiese acertado. Para que se configure
este tipo de error, el médico tiene que haber podido disponer de los suficientes
elementos diagnósticos para formarse una idea instrumental de los hechos, y sin
embargo no haber echado mano de esos recursos, no haber reparado en esos hechos, o
haberlos dejado pasar sin prestarles la debida atención. Cosa ésta que resulta mucho más
factible si, por impericia, no se sabe en qué signos o síntomas, o resultados de estudios
se debe reparar para arribar a un buen diagnóstico y a una terapéutica adecuada. Porque,
como dice el conocido aforismo semiológico, ??sólo lo que se sabe, se ve??
Hasta ahora hemos recorrido las dos vertientes de la culpa en un sentido genérico, que
son: el dolo, y la culpa en sentido estricto, manifestándose esta última como
imprudencia, negligencia, o impericia. Nos quedaría por ver aún una forma de
imputación culposa, que es un instituto propio del derecho y que, por lo tanto no suele
ser tenido en cuenta en los tratados de medicina legal. Se trata de la llamada mora.
La mora, término tomado del derecho romano, es una tardanza, un retardo, un retraso
por parte del deudor que perjudica el cumplimiento de una obligación, en detrimento de
los intereses legítimos del acreedor. El artículo 508 del Código Civil dice que: ??El
deudor es igualmente responsable por los daños e intereses que su morosidad causare al
acreedor en el cumplimiento de la obligación?.
Como puedes ver fácilmente, la mora es un hecho objetivo, de directa apreciación. Para
evidenciarla bastará con tener en cuenta el carácter de la obligación y los términos
temporales en los que está formulada. Poco importa que la intención del moroso haya
sido la de sustraerse maliciosamente al debido cumplimiento de la obligación, o que el
cumplimiento se haya retrasado por culpa de su negligencia o impericia; lo
significativo, lo que daña al cumplimiento de la obligación es la demora, la prestación
dada a destiempo.
La forma más grosera y evidente en que puedes observar la conducta morosa por parte
de las instituciones médicas obligadas, la constituyen las inútiles dilaciones burocráticas
a que suele someterse a los pacientes en el otorgamiento de turnos de atención o fechas
de intervención quirúrgica. Nadie puede ignorar que la medicina de masas actual
conlleva una notable exigencia en recursos humanos y materiales, y que la presión del
público obliga a establecer regímenes de turnos y prioridades según la importancia y la
gravedad de cada situación. Pero tampoco se puede desconocer, con una observación
atenta, que más de una vez las prolongadas ?colas? de espera no son más que el signo
visible de un desmanejo administrativo, o de una cicatería económica que prefiere
derivar ciertos fondos sobre objetivos más rentables o aparatosos, en vez de volcarlos en
la formación de un plantel humano profesional más eficiente y laboralmente satisfecho.
Como ejemplos muy directos de mora asistencial, puedo recordarte el de una clínica que
carecía de una guardia obstétrica activa, lo que ocasionó una injustificable demora en la
operación cesárea de la que nació un niño con graves signos de sufrimiento fetal. Este
caso prototípico se ha repetido en más de una oportunidad, y la mora vino calificada en
estos casos por el hecho de comportarse tales establecimientos como un centro
obstétrico de guardia para determinadas obras sociales, lo cual dejaba inexplicado que
no contase con una dotación obstétrica de planta, debiendo esperar la concurrencia del
especialista en guardia ?pasiva?.
También me viene a la memoria el caso de aquel sanatorio de obra social que demoró la
asistencia de un paciente con obvios síntomas de dolor precordial, por no poder alcanzar
a exhibir éste su carnet con todos los talones al día; con el resultado que, entre el
tramiteo y la espera, al paciente se le produjo un infarto cardíaco seguido de muerte.
Has podido ver que la casuística en lo que hace genéricamente a la ?culpa? como
calificante del incumplimiento de la obligación asistencial, es nutrida. Por eso, en una
postdata te doy una ficha bibliográfica de donde podrás tomar la referencia precisa de
las publicaciones jurídicas en las que se desarrolla la jurisprudencia de los casos que te
he citado brevemente. Te aconsejo que, con tiempo, las leas con espíritu crítico y visión
bien abierta, y te ejercites en ?leer entre líneas?, no limitándote a merituar la erudición
del juez, sino buscando también aquello que las partes ocultaron u omitieron, en aras de
sus intereses, y la medida en que el perito y el juez por su intermedio dejaron de
escudriñar en factores que todos nosotros conocemos, pero que a menudo callamos.
Como médico, seguramente este ejercicio te será de gran utilidad, y no sólo como
legista, sino como profesional que debe lidiar día a día con condicionamientos externos
de toda índole.
Afectuosamente:
Enzo.
P.D.: Podrás encontrar las citas jurisprudenciales de los casos mencionados en esta carta
en la revista El Derecho, tomo 154, pág. 927-934, 1993, en un trabajo de mi autoría,
titulado ?El incumplimiento de la obligación asistencial como causa de la
responsabilidad médica?.
Será bueno que te vayas familiarizando con las más prestigiosas revistas jurídicas,
porque será en ellas que deberás buscar más adelante los ejemplos actualizados que te
permitirán enriquecer tu trabajo de tesis. Entre ellas se cuentan El Derecho (E.D.),
Jurisprudencia Argentina (J.A.), y La Ley (L.L.). Podrás consultarlas gratuitamente en
las grandes bibliotecas públicas, como la Nacional o la del Congreso, y seguramente
tendrán alguna de esas colecciones en el departamento jurídico de la institución en la
que trabajes. Los casos referentes a la materia de tu interés los encontrarás bajo el
acápite genérico de ?Daños y perjuicios?, ?Médico?, o similar. Con una mínima ayuda
del bibliotecario, y hojeando con paciencia estas publicaciones y sus síntesis o ?
repertorios?, no tardarás en hacerte práctico en la tarea de buscar jurisprudencia y
doctrina del tema que nos ocupa.
Estimado Franco:
A juzgar por el tenor de tu último ?mail?, ya te has puesto ducho en esto de ver las
posibles desviaciones culpógenas del accionar médico e institucional. Veo que has
aguzado tu don de observación, y has aprendido a ver el ?más allá? de muchas
conductas profesionales. Se diría que empiezas a volverte un poco sociólogo de la
medicina; cosa que me parece muy bien, porque desde siempre la profesión médica ha
producido grandes observadores de la sociedad. No es de extrañar que tantos médicos
del pasado se hayan distinguido por sus paralelas investigaciones en campos como la
economía política, la filosofía, la historia y la sociología misma, en un sentido
restringido a su ángulo de observación.
Cuento con que desde nuestra última charla epistolar ya no se te escapen los puntos
débiles del plexo asistencial, de modo que puedas anticiparte a la aparición de
situaciones de riesgo potencial, y aprendas a precaverte de los avatares a los que te
expone el ejercicio regular de tu profesión. Esto supone de tu parte una buena cuota de ?
insight?, para descubrir en tus propias actitudes diagnósticas y terapéuticas aquellas
estereotipias que pueden presentar un flanco débil para la comisión del error médico.
Asimismo, esto te va a exigir un saludable ejercicio de crítica que te llevará a reconocer
y diagnosticar los infaltables puntos débiles y hiatos en la seguridad de las
administraciones medicoasistenciales. El saber reconocer esos puntos críticos dentro de
las estructuras médicas será el primer paso para que te prepares a poner tu modesto
granito de arena en la solución de esas falencias y en la brega por una medicina mejor y
más acorde con el espíritu de los tiempos.
Pues bien: lo que ahora quiero transmitirte es algo así como el meollo de la defensa
médica, lo que la doctrina y la jurisprudencia han venido definiendo como la
interrupción del nexo causal en materia de responsabilidad médica. Esto quiere decir
que, si la relación de causalidad jurídica es un continuo secuencial que parte del
incumplimiento objetivo de la obligación asistencial, y se califica y vuelve ilegítimo en
virtud de un obrar culposo, llevando a una consecuencia o desenlace dañoso, bastará
que se produzca una fractura en esa secuencia causal, para que no pueda desencadenarse
como lógica consecuencia la obligación de reparar o indemnizar el daño acaecido.
De modo que la fractura o interrupción del nexo causal viene a constituír el fundamento
objetivo de toda argumentación con vistas a la defensa del profesional, frente a una
imputación de responsabilidad médica.
Muchos son los hechos que no pueden ser previstos, desde el que desencadena la muerte
súbita de un lactante, hasta el que provoca un ictus apoplético en un adulto que hasta ese
momento gozaba de aparente salud general. El deceso inesperado de un paciente luego
de ser sometido a una exploración diagnóstica invasiva, o a una operación de las
consideradas rutinarias, sin que hubiese mediado negligencia ninguna, son otros tantos
ejemplos cotidianos a los que los médicos debemos enfrentarnos. Nuestra formación
profesional, nuestro duro contacto diario con esa realidad apabullante de nuestra
debilidad humana, nos imbuye de un cierto fatalismo hacia los inescrutables designios
de la vida, que a veces no logra ser comprendido por el hombre común, demasiado
confiado en las fascinantes posibilidades de una tecnología futurista. Quizá eso explique
por qué es tanto más difícil comunicarle hoy a un paciente la causa del deceso de su ser
querido, de lo que era hace cuarenta, o cincuenta años atrás.
Sin embargo, no es el ?casus? en cuanto hecho que no ha podido preverse, el que tiene
mayor relevancia en la praxis médica, sino más bien cuando se manifiesta como un
hecho que ?previsto, no ha podido ser evitado?. Aquí hace su aparición un concepto
médico con el que seguramente ya estás familiarizado: el riesgo terapéutico. Pero como
siempre es conveniente tratar de fijar con claridad los conceptos que tendrán
consecuencias jurídicas, intentaremos definirlo partiendo de la base de que ese riesgo
terapéutico surge de nuestro conocimiento, por experiencia, de que los tratamientos e
intervenciones médicas conllevan un peligro ínsito en la práctica misma. La magnitud
de ese peligro implícito en la intervención terapéutica, y que se expresará a través de
una mortalidad y morbilidad por cada 100 casos de un grupo homogéneo, tendrá una
expresión estadística. El riesgo terapéutico, entonces, podrá definirse como la aparición
estadística de una consecuencia indeseable en relación causal directa con una
determinada intervención médica. Se trataría entonces de un concepto abstracto,
estadístico; una simple relación probabilística que pesa sobre ese tipo de intervención o
acto médico en cuestión. El conocimiento de la existencia de ese riesgo, lo convierte en
un factor previsible, pero cuya previsibilidad en términos de proporcionalidad
estadística no puede evitar su aparición o acaecimiento en un caso concreto. Y cuando
ello sucede, en nuestra jerga médica, hablamos con toda honestidad y neutralidad
científica de iatrogenia.
Pero ¡atención! No vayas a creer que, porque esta ocurrencia sea inevitable, esto
significa que el médico queda siempre a salvo de toda responsabilidad. La iatrogenia
sólo puede ser asimilada al hecho fortuito, en la medida en que no ha existido culpa
alguna por parte del médico responsable. De lo contrario, nos encontraremos lisa y
llanamente frente a una conducta culposa, donde no se previo lo previsible, o se
omitieron las medidas aptas para evitar lo evitable.
Antes de pasar a considerar otras formas de interrupción del nexo causal, y ya que tu
tesis va a tener que ser examinada por hombres de derecho además de médicos, vale la
pena que te haga una aclaración, más teórica que práctica. Cuando revises la
bibliografía, verás que algunos autores distinguirán el auténtico caso fortuito del riesgo
terapéutico y la iatrogenia. Su criterio, sin duda muy atendible, es que en la ocurrencia
del caso fortuito el hecho independiente de la previsión o del control humano reviste un
carácter ?exterior? a la conducta humana. Por el contrario, en el riesgo terapéutico el
factor ajeno al señorío de la voluntad humana es sin embargo dependiente de una acción
humana previa, que lo desencadena. De cualquier modo, a los efectos prácticos, y
siempre y cuando no haya mediado culpa médica, el riesgo terapéutico tiene toda la
carga de imponderabilidad que es propia de las fuerzas de la naturaleza. De allí que
resulte muy apropiado el asumirlo como un hecho fortuito.
Podemos definir al error científico como la inadecuada respuesta médica ante los hechos
biológicos tales como se presentan en el examen físico o instrumental del paciente,
motivada (dicha respuesta) por las imperfecciones del conocimiento científico, o
causada por una defectuosa integración de los elementos de juicio o parámetros
disponibles, no imputable a otra causa que la ínsita falibilidad humana.
El error científico, inculpable por definición, descarta por ende toda imprudencia,
impericia o negligencia. Es la expresión misma de las limitaciones del hombre, de las
imperfecciones del saber médico en una circunstancia científica y social dada, o de
ambos factores combinados. La historia de la Medicina está jalonada por los aciertos y
los yerros de los grandes hombres de ciencia; cuánto más, de los anónimos y cotidianos
soldados de la medicina, que libran su cotidiana batalla contra el sufrimiento, el dolor, y
la aflicción de la enfermedad.
Pero como los hombres de leyes deben fundar su criterio sobre la sólida afirmaciónde
las normas, el carácter eximente de culpa del error científico puede remitirse, entre
nosotros, al artículo 929 del Código Civil. Dice dicha norma que ??El error de hecho no
perjudica, cuando ha habido razón para errar, pero no podrá alegarse cuando la
ignorancia del verdadero estado de las cosas proviene de una negligencia culpable.?
Parafraseándolo, este artículo viene a decirnos que ?el error de hecho acerca de las
circunstancias clínicas del paciente no puede perjudicar la responsabilidad del médico,
cuando éste ha tenido razones científicas para errar; pero no podrá alegarse cuando su
ignorancia del verdadero cuadro clínico proviene de su propia negligencia?.
Yendo a las causas posibles del error científico en la praxis médica, alcanzo a discernir
las siguientes, que sin duda tú te encargarás de perfeccionar y profundizar en tu tesis:
b) Causas inherentes a las condiciones del medio sanitario: tales como los estándares de
atención médica para una sociedad determinada, grupo demográfico, etc.; los recursos
técnicos y económicos disponibles en esa sociedad o sector social, y las teorías y
realidades de la cobertura asistencial en ese medio considerado. No es difícil
comprender que el médico se desenvuelve dentro de un marco dado por los estándares
sanitarios tanto públicos como privados. La doctrina ha percibido siempre la diferencia
de posibilidades y recursos científicos que puede gozar un establecimiento sanatorial en
una gran urbe, y la que dispone una sala o dispensario en un alejado pueblo de frontera.
Esto sea dicho, por supuesto, sin abandonar la brega por una mayor justicia distributiva,
y la necesidad de llevar los mejores recursos posibles hasta los más lejanos confines del
país. Se trata, en un terreno concreto, de puro sentido común.
Entre mis anécdotas personales, recuerdo dos casos casi idénticos en su conducta, y que
se me presentaron cuando yo ejercía, siendo joven médico, la clínica general en sendas
obras sociales. En un caso se trataba de una mujer joven, divorciada y atractiva; en el
segundo, de una mujer madura, bien parecida, viuda, y ya abuela. En ambos casos, la
consulta fue por amenorrea, acompañada de estado nauseoso. En ambos casos, un sexto
sentido profesional me dijo que, ante todo, debía pedir un ortho-test. En ambos casos,
las pacientes negaron enfáticamente haber sostenido relaciones sexuales luego de su ya
alegado divorcio o viudez. En ambos casos, el test de embarazo dio positivo. En ambos
casos, repetido el test, volvio a dar positivo. En ambos casos, la explicación anamnésica,
ya frente a las irrefutables constancias del laboratorio, fue tan incomprensible y abstrusa
como sólo podría idearla un talento femenino.
Te confieso que sentí la tentación de hacer como aquel médico del chiste, que en
similares circunstancias se dirigió a la ventana, la abrió de par en par, y dando la espalda
a su paciente, se dedicó a contemplar el cielo con actitud absorta. Cuando su paciente,
incómoda, le preguntó: ?¿Doctor, qué está haciendo???, éste le respondió: ?Mire,
señora, la última vez que quedó registrado un caso similar, vinieron los Reyes Magos?
¡Esta vez no me los quiero perder?!
Bueno, bromas aparte, es un hecho que muchas veces los pacientes, por razones que
tienen raíces neuróticas muy profundas, ?se juegan en contra?, y arrastran al médico al
error. Muchas veces he observado que estos pacientes, temiendo algún diagnóstico
ominoso, se esfuerzan por disimular o minimizar sus síntomas, como si engañando al
médico, también pudieran engañar a la enfermedad. Suelen responder al interrogatorio
con diminutivos (?dolorcito?, ?un poquito de sangre?, ?tosecita?), como si su reducción
verbal redujese también el peligro de recibir un diagnóstico desagradable. Pero también
está el otro tipo de paciente, el que los franceses llamaban ?le malade au petit papier?
(el enfermo del papelito), que aturde a su médico con un interminable listado de
síntomas generalmente intrascendentes pero cuidadosamente registrados en una esquela,
con lo que no logra, por lo general, más que contribuír a una mayor desorientación
diagnóstica.
Hasta ahora hemos visto aquellos casos en los que la naturaleza, a través del
imponderable ?caso fortuito? provoca un daño que viene a complicar el acto médico.
Pero puede ocurrir que el daño obrado por la naturaleza ya haya sido producido, y que
la mano del hombre sea llamada a causar un nuevo daño para atenuar y limitar las
consecuencias de una situación nefasta. Para decirlo de otro modo, hay ocasiones en que
el médico se ve forzado a causar un daño controlado, para evitar otro daño mayor y
descontrolado. Es como el caso del bombero, que destruye la parte incendiada de un
edificio, para que el fuego no se propague a la parte todavía indemne. O el del capitán
del barco, que ordena tirar por la borda toda la preciosa carga, a fin de salvar a la nave y
su tripulación de un hundimiento seguro.
a) que el estado de necesidad no se haya producido por culpa del agente; es decir, que el
peligro o la amenaza de peligro no le sea imputable.
b) que no se pueda alejar o evitar el riesgo de ninguna otra manera que no sea causando
el perjuicio;
También se espera del paciente que preste su colaboración para la realización de los
estudios complementarios que indefectiblemente acompañan a una pesquisa diagnóstica
compleja. Esto, siempre y cuando, claro está, no se trate de ciertos estudios con elevado
riesgo estadístico de complicación, en cuyo caso se debe conciliar la necesidad
científica del médico, con el derecho del paciente a negarse a intervenciones cruentas o
desproporcionadamente dolorosas o riesgosas.
Se espera también del paciente que cumpla con razonable precisión las indicaciones
médicas, y que advierta oportunamente al facultativo de los inconvenientes o
impedimentos ajenos a su voluntad que fueren surgiendo en el cumplimiento de tales
prescripciones.
En tal sentido, y hablando jurídicamente, el paciente que incumple sus deberes de tal, y
a consecuencia de ello sufre un perjuicio, no hace otra cosa que incurrir en lo que se
define como culpa de la víctima. De ella dice el artículo 1111 de nuestro Código Civil
que ??El hecho que no cause daño a la persona que lo sufre, sino por una falta imputable
a ella, no impone responsabilidad alguna?. En otras palabras: si la imprudencia y la
negligencia asistenciales perjudican al médico, la imprudencia y negligencia del
paciente a él sólo deben perjudicar. La cosa es tan obvia, que no requiere mayores
comentarios.
Por otro lado, no cabe la excusa del abandono del tratamiento por parte del paciente
cuando el médico descuida un deber primario de atención en la urgencia, como es, por
ejemplo, la realización de una ?toilette? quirúrgica en una fractura expuesta. De modo
que una atención descuidada y negligente en una primera consulta no puede hallar
excusa válida en la falta de retorno del paciente: máxime, si esa ausencia se debió,
precisamente, al error culpable y omisivo del profesional.
Finalmente, y como colofón de esta somera exposición de las defensas que asisten al
médico frente a las consecuencias de su intervención, no debes perder nunca de vista un
hecho fundamental: el médico, en cuanto ejerce su arte y profesión, no hace sino ejercer
un legítimo derecho. Este derecho está genéricamente garantizado por la Constitución
Nacional, en tanto y en cuanto significa un derecho de trabajo (art. 14 C.N.). Pero más
específicamente, su derecho a tomar decisiones médicas a pesar de los riesgos
terapéuticos siempre implícitos en ellas, surge del carácter de profesión legalmente
instituída, y sometida al poder de policía de las autoridades sanitarias de la
Administración Pública, provincial o nacional. De allí que debe presuponerse que el
médico no puede incurrir en culpa, ni contractual ni aquiliana, toda vez que se
circunscribe a poner en ejercicio su legítimo derecho de atender y medicar conforme a
las prescripciones de su arte. En este sentido, la jurisprudencia ha reconocido la
discrecionalidad de que goza el accionar del médico en el ejercicio regular de su
profesión para ??adaptar los sistemas terapéuticos conocidos a las particulares
características y específicas reacciones de los pacientes sometidos a su tratamiento?
(C.N.Civ., sala A, set. 14-1976, E.D. 72-524, Nº7). Ahora bien: si la investidura
profesional, por la tradición milenaria de la función médica, y por su carácter controlado
y reglamentado por la autoridad sanitaria que vela por su idoneidad, goza de un amplio
margen de discrecionalidad, tiene como contrapartida el requerimiento implícito -y en
determinados casos legal-, de contar con el consentimiento informado del paciente.
Fueron los norteamericanos, con ese sentido práctico que los caracteriza, quienes
supieron darle forma jurídica a lo que de otra manera ya subyacía en el espíritu de la
buena práctica médica, y en la doctrina sobre obligaciones y contratos de nuestro
régimen civil, al igual que de cualquier otro inspirado en el derecho romano. Pero,
aunque la idea de que las decisiones médicas deben ser consensuadas con el paciente era
un principio deontológico, y que la expresión de voluntad del paciente debía concurrir
para formar una decisión terapéutica legítima era un presupuesto de la validez jurídica
del acto médico, la realidad era que demasiado a menudo el ?imperialismo? médico se
imponía, sin mayores contemplaciones, a los verdaderos deseos del paciente. Así fue
que, dentro del contexto fuertemente garantista de los derechos individuales que
distingue al pensamiento jurídiconorteamericano, surgió el instituto del consentimiento
informado (informed consent). Una definición concisa y clara de este consentimiento
informado la da el Black?s Law Dictionary, diciendo que ??El consentimiento
informado es un principio general del derecho según el cual un médico tiene el deber de
explicar aquello que todo médico razonablemente prudente según el criterio de la
comunidad médica, y en el ejercicio de un cuidado razonable, daría a conocer a su
paciente, como los riesgos graves de daño que podrían suceder a un tipo de tratamiento
propuesto, de modo que ese paciente, ejerciendo un normal cuidado de su propia salud,
y confrontando con la elección de someterse al tratamiento propuesto, o a otro
alternativo, o a ninguno, pueda con inteligencia ejercitar su juicio y sopesar los riesgos
probables frente a los probables beneficios?.
Pero, vista la enorme distancia que separa al entendido en medicina del lego en la
materia, resulta casi obvio que estas explicaciones le deben ser dadas en un lenguaje
simplificado y asequible. La idea es que, sin necesidad de entrar en una terminología
hermética, el médico sepa transmitirle a su paciente cuál es el estado de su enfermedad,
cuáles son las conductas que es posible adoptar en el caso, y las ventajas y riesgos
relativos de cada uno de esos comportamientos terapéuticos o diagnósticos.
En este planteo simplificado para consumo del paciente, el médico debe poner su talento
profesional para transmitir la suficiente información esencial, sin incurrir en
tendenciosas o absurdas deformaciones pseudodidácticas. No se trata de enseñarle
medicina al lego, -cosa imposible en tales circunstancias-, sino de permitirle distinguir
con claridad entre dos o más alternativas, tratando de que queden claras las ventajas y
los riesgos implicados en la adopción de cada una de ellas. Esto, de tal modo que el
paciente no llegue nunca a encontrarse con hechos súbitamente presentados,
inesperados, nunca anunciados, y tanto más graves cuanto más irreversibles.
Seguramente me vas a objetar que esto no es siempre posible, y que iría a veces en
contra de la experiencia nuestra de cada día: en particular, del manejo de ese paciente al
que ?no es conveniente decirle?, o que ?no quiere saber?. Sin embargo, esta casuística
es más teórica que real. Aún sin nombrar las palabras ?tabú? para ciertos pacientes muy
sensibles o aprensivos, éstos se encuentran en condiciones de percibir el contexto de la
situación, y al fin de cuentas, lo que interesa es el resultado final terapéutico, y ese,
indefectiblemente habrá de enfrentarlo el paciente tarde o temprano. De cualquier
modo, la experiencia medicolegal nos enseña que no son precisamente éstos los casos
que habrán de generar reproches respecto de la omisión del consentimiento informado.
Muy por el contrario, no es el médico considerado y humanitario quien peca de omisión,
sino el apresurado, el superficial, el omnipotente, quien lo hace.
Dos palabras más, esta vez acerca de los formularios o protocolos preimpresos que
circulan por los servicios de Cirugía, Ginecología, Traumatología, Oncología, Urología,
y en general todos aquellos en los que se llevan a cabo intervenciones cruentas, dejando
constancia de que se otorga el ?consentimiento informado? para tal o cual intervención,
y admitiendo de antemano aquellas medidas quirúrgicas que el operador considerase
necesarias al caso durante la operación. Sin duda que la adecuada confección de estos
protocolos, y su anexo a la historia clínica es una útil medida de medicina legal
preventiva. Contribuye sin duda a contemplar los escrúpulos de los asesores jurídicos de
las compañías de seguros, y a darle una sensación de resguardo al médico que se
desempeña en relación de dependencia de un establecimiento de obra social. ¿Es
aconsejable su uso sistemático? Sí, puede serlo; sobre todo cuando el médico es un
engranaje más dentro de un sistema de atención masificada, o cuando se lo exige el
seguro. Ahora bien: si me preguntas mi opinión personalísima al respecto, te diría que
no creo que ese consentimiento formulario agregue demasiado a una historia clínica
bien llevada, clara y legible; porque en una historia así las cosas hablan por sí mismas.
Sobre todo, de estos protocolos es necesario no esperar más de la cuenta. Son sólo una
constancia más, pero resultan una cáscara vacía de contenido si, -como suele suceder-,
su llenado va a ser efectuado rutinariamente por personal administrativo, o
estereotipadamente por un médico apurado y corriendo contra el reloj. La correcta
confección de este documento, que podrá convertirse en la hipótesis de un juicio en una
prueba preconstituída, requiere del diálogo pausado y la explicación paciente por parte
del médico. De lo contrario, casi te diría que es preferible no confeccionarlo. Con la
buena historia clínica, basta: al menos, en ?nuestra? cultura jurídica. Además, hay que
tener presente que ningún formulario preimpreso de ?consentimiento? puede avalar ni
exculpar una posterior imprudencia o negligencia del médico, ni justificar su impericia
profesional.
Como corolario de todas las consideraciones que he vertido en esta carta, puedes ver
que el médico goza, en el ejercicio de su profesión, de una razonable ?inmunidad?
social. Como la que asiste a los embajadores, para que puedan decirles cosas a veces
desagradables a sus huéspedes, el médico está legitimado para poder llevar a cabo
intervenciones desagradables y riesgosas en la persona de sus pacientes. Mientras no
incurra en actos imprudentes y negligentes, y mientras sepa bien lo que está haciendo,
no puede incurrir en el reproche social ni en sus consecuencias jurídicas. Te digo esto
para que desde ya vayas difundiendo estos conceptos necesarios entre tus jóvenes
colegas, aunque más no sea para contrabalancear un poco las exageradas versiones que
con cierta intencionalidad se hacen circular, pintando a la responsabilidad médica como
un horripilante monstruo que acecha cada paso del hombre de guardapolvo blanco. Ni
tanto que no ilumine, ni tanto que queme al santo.
Estimado Franco:
Me dices en tu última carta que encuentras ciertas dificultades para extraer directivas y
conclusiones claras respecto de la atribución de responsabilidad entre varios
profesionales, y de la distribución de la misma en el intrincado complejo de las
instituciones médicas. Recuerdas, con atinado criterio, que la medicina actual se da cada
vez más en el marco de un trabajo en equipo, y que la intervención de ese equipo es
habitual en el campo quirúrgico. Me haces notar, además, que las relaciones de
ordinación y subordinación en el ámbito hospitalario o sanatorial son fuente de muchos
interrogantes llegado el caso de una hipótesis de malapraxis. A todo esto lo quieres
definir como la cuestión de la ?atribución de las responsabilidades?.
Por otro lado, me señalas también que te sientes un poco desorientado frente a la actual
complejidad comercial de la asistencia médica privada, y el surgimiento de entidades
intermediadoras que, como las novedosas ?gerenciadoras? vienen a insertarse en un
sistema que ya sin ellas era bastante heterogéneo y con reglas poco claras, al menos para
el médico corriente y moliente (y ni qué decir para el anónimo paciente). De aquí que
me hagas partícipe de tu inquietud acerca del lugar que ocupan estos planteos en el
desarrollo de una teoría general de la responsabilidad médica como la que te propones
desarrollar en tu tesis.
Debo decirte, ante todo, que en este aspecto de tu tesis tendrás que tratar de elaborar una
suerte de guía orientadora, más que un exhaustivo desarrollo casuístico. Esto se debe a
que la misma ciencia jurídica ha incursionado sólo de una manera genérica en este
problema de los equipos y de los complejos asistenciales. Lo que sí ha venido haciendo
la jurisprudencia es ir definiendo ciertas directrices generales que permitan luego dictar
una sentencia ajustable a cada caso en su particularidad, ya que son tan variadas y
diferentes las posibilidades de vinculación jurídica entre los entes prestadores de
cobertura médica asistencial, sus planteles médicos, y los pacientes beneficiarios.
Para tratar de ir razonando juntos, vamos a empezar por el problema del llamado
equipo, del que quizá el equipo quirúrgico sea el paradigma, con su cirujano jefe, sus
cirujanos ayudantes, el médico anestesiólogo o anestesista, la instrumentadora, y el resto
del personal paramédico y de enfermería presente.
Supongamos que ese equipo hubiese sido organizado por el cirujano jefe, con la
finalidad de desenvolverse en la práctica privada. Se lo conocerá entonces como ?el
equipo del Dr. Juan Pérez? por ponerle un nombre de fantasía, y la identidad de sus
componentes quedará opacada por la predominante personalidad del jefe. Con él, y en
virtud de su prestigio personal, contratarán los pacientes, deseosos de estar en manos del
afamado ?profesor?. Él será quien designe personalmente a cada uno de sus
colaboradores, y quien facture y perciba los honorarios pactados, distribuyéndolos luego
entre sus colaboradores, a prorrata de su desempeño. También será él quien disponga
que la ?hotelería? y los servicios de quirófano sean prestados en determinada institución
de su personal agrado y confianza.
Supongamos ahora que el equipo del Dr. Juan Pérez es cooptado por un hospital o
sanatorio privado, pero dentro de su estructura institucional. Entonces, el equipo seguirá
siendo el mismo, pero ahora la facturación al paciente se hará a través del sistema
administrativo del Hospital o Sanatorio, quien fijará los aranceles, y le adjudicará un
tanto por ciento de ellos al equipo actuante. A su vez, suele ser habitual que nuestro
epónimo Dr. Juan Pérez distribuya esos honorarios a prorrata de la labor desempeñada
por cada uno de sus colaboradores.
Pero supongamos ahora que el prestigioso Dr. Pérez se presenta a concurso por la
jefatura del Servicio de su especialidad, en ese Hospital o Sanatorio del que
hablábamos. Habiéndolo ganado, la Institución le hace saber que deberá conformar su
equipo con el plantel médico ya existente en el hospital. Él, y los médicos de su equipo
percibirán un sueldo básico, al que se agregarán emolumentos variables según la tarea
efectivamente realizada. Seguramente se le permitirá incorporar algunos de sus más
estrechos colaboradores, que pasarán a integrarse como subordinados suyos dentro del
organigrama del Servicio; pero en esencia, el nuevo jefe deberá armar su equipo de
trabajo con los recursos humanos que ya formaban parte del Servicio bajo las
precedentes jefaturas.
Vayamos ahora un poco más allá en esta secuencia de hipótesis, e imaginemos que
nuestro Dr. Juan Pérez, profesor de una Especialidad Quirúrgica, es designado jefe de
servicio en un hospital público. Como tal, su ingreso a la administración en el área de
Salud (nacional, provincial, municipal, etc.), se hace en forma personal. Deberá formar
su equipo de trabajo con los recursos de personal idóneo ya existentes. Percibirá un
sueldo, fijado escalafonariamente en atención a su jerarquía y función, con más la
antigüedad acreditada en el empleo público, y toda esa pléyade de imputaciones
contables que convierten el recibo de haberes del empleado público en un galimatías de
códigos numéricos. Se habrá convertido en un ?agente de la administración pública?,
sometido a los estatutos y reglamentos de la misma. Será, de ahora en más, el
prestigioso jefe de un servicio de una especialidad quirúrgica, que sostendrá relaciones
de ordinación y subordinación con los demás agentes administrativos de carrera
profesional asistencial por encima y por debajo de su nivel jerárquico, dentro de su ?
línea? administrativa.
Repasando estas cuatro hipótesis sucesivas, ves que hemos ido pasando, con respecto al
Dr. Juan Pérez, jefe de un equipo quirúrgico, desde una situación de máxima autonomía,
a otra dependiente en su totalidad. Si en un primer y segundo caso podía organizar su
equipo a su gusto y preferencia, en un tercero y cuarto se ve constreñido a manejarse
con los recursos humanos que le provee un Establecimiento. Si en un primer caso
pactaba honorarios con ?su? paciente, y luego los distribuía en su equipo, en el segundo
ya debía participar de ellos al Establecimiento, y distribuír a su criterio el resto entre su
equipo. En el tercero, sus honorarios le eran adjudicados por el Establecimiento, aunque
con amplio margen para consensuar una parte variable con sus colaboradores, y
finalmente, en la relación de empleo público está convertido en un agente
administrativo de carrera profesional, cuyo salario, al igual que el de sus colaboradores,
le es pagado por el Estado, obedeciendo a las escalas salariales vigentes en ese
momento en el sector público.
Se entiende por responsabilidad ?in eligendo? aquella en la que incurre el deudor de una
obligación de hacer, a causa de una elección defectuosa o indebida de las personas
físicas o jurídicas de las que se vale para cumplir con su obligación. De igual forma, se
entiende por responsabilidad ?in vigilando? aquella en la que incurre el deudor de una
obligación de hacer, cuando por defectuoso control o vigilancia de la conducta de
aquellas personas de las que se vale, se produce un daño.
Dicho de otra manera: quien, para cumplir con su obligación, se vale de terceras
personas, -sean o no sus ?dependientes? en sentido laboral-, tiene el deber de elegirlas
bien. La contrapartida de esa adecuada elección es la responsabilidad ?in eligendo?.A su
vez, quien se vale de tales terceros, debe vigilar su desempeño; de lo contrario, de
producirse un daño se le atribuirá una responsabilidad ?in vigilando?.
Volvamos ahora a nuestras cuatro hipótesis, y al Dr. Juan Pérez, que es jefe de un
equipo de Cirugía. Si se produjese un daño a un paciente como consecuencia del
accionar culposo de un miembro de su equipo: ¿qué responsabilidad le cabría? Como ya
te he señalado, no es posible dar fórmulas en abstracto, sino que siempre debe
apreciarse cada caso en concreto. Pero el concepto del deber de elegir bien, y vigilar,
servirán de herramientas útiles para esta valoración. Así, en las dos primeras hipótesis,
el Dr. Pérez ha podido elegir libremente a sus colaboradores; en la tercera, esa
posibilidad le ha sido muy restringida, y en la cuarta directamente ha carecido de la
facultad de designar a voluntad a sus colaboradores. Incluso, si en la primera hipótesis
ha podido adjudicar a su gusto honorarios y funciones, en la última ha quedado sujeto a
una superestructura que lo supera, en tanto que en las situaciones intermedias se
escalonan los tonos grises.
No creas, sin embargo, que las empresas de asistencia médica y las Obras Sociales
aceptan de buen grado esta teoría de la seguridad o garantía. El hecho es que
indefectiblemente en sus escritos de defensa en juicio, se resisten sistemáticamente a
esta interpretación, aún a sabiendas de que la jurisprudencia y la doctrina les son
adversas en esta cuestión. Las empresas asistenciales que prestan servicios a través de
una ?cartilla? argumentan que, al darle al beneficiario diversas opciones, la
responsabilidad sólo puede recaer sobre los establecimientos o médicos elegidos por
aquél. Se resisten a reconocer que les quepa algún deber de mantener una permanente
evaluación y vigilancia de sus prestadores, alegando una presunta imposibilidad fáctica
de llevar a cabo ese control. Las obras sociales, por su parte, suelen aferrarse a la idea
de que sólo les compete el asegurar a sus afiliados una cobertura conforme a las
exigencias de la ley, y que corresponde a cada establecimiento o profesional actuante el
haber cumplido con los requisitos impuestos por la administración sanitaria para quedar
habilitados y funcionar regularmente. Sostienen que es la autoridad sanitaria, el Estado a
través de la correspondiente Secretaría del Ministerio de Salud, quien debe ocuparse de
controlar a los médicos a los que otorga una matrícula, y de aquellos establecimientos
que habilita. Deducen, por tanto, que a ellas sólo les corresponde asegurarse de que los
médicos que contratan sean idóneos en cuanto a su habilitación , y que los
establecimientos cumplan con los recaudos formales exigidos por las autoridades
sanitarias para su debido funcionamiento.
Por otra parte, el desarrollo tecnológico de la medicina, al igual que cualquiera otro,
conlleva una generación de novedosos riesgos. A mayor complejidad tecnológica y
organizativa, mayor generación de riesgos inherentes a la misma. A esto la doctrina
jurídica ha respondido con la formulación de la teoría del riesgo creado. Esta teoría
sostiene, en esencia, que quien crea un riesgo -sea con un interés personal o comercial, o
incluso con visos sociales-, debe estar en condiciones de responsabilizarse de sus
consecuencias indeseables. Es el precio que debe pagarse por un progreso ordenado, que
proteja a la sociedad de los riesgos y peligros implícitos en ese progreso tecnológico.
Todo este desarrollo que he tratado de esbozarte, te servirá para explicar, cuando te lo
pregunten, el por qué en todo juicio de malapraxis se demanda a los médicos
directamente imputados, y además, en sentido retrógrado o ascendente al
establecimiento, a la empresa o gerenciadora del sistema asistencial, y eventualmente a
la obra social si la hubiere involucrada, en virtud de la ley de Obras Sociales.
Enzo.
Estimado Franco:
A lo largo de este estudio que has emprendido con mi modesta ayuda, se te ha ido
esclareciendo seguramente aquel tema de la responsabilidad médica que antes te parecía
tan confuso y embrollado.
Ahora, como una última orientación para tu trabajo quisiera introducirte en el concepto
del daño, y su esperada consecuencia judicial, que es la obligación del resarcimiento.
Para lo cual tendremos que dar un vistazo a los requisitos del daño, y a los factores
vinculados a la conducta del responsable que operan como agravantes del mismo.
También tendremos que analizar las teorías indemnizatorias, y reconocer sus respectivos
aciertos y deficiencias; fijar los principios que hacen a la extensión del resarcimiento, y
los rubros que éste debe cubrir, así como el reconocimiento del derecho a ser resarcido y
recurrir en justicia, o legitimación del reclamante.
Ante todo, para que un daño sea resarcible debe ser cierto, es decir, objetivamente
comprobable o apreciable. Esa apreciación puede ser incluso prospectiva o presuntiva,
como en el caso de la ?pérdida de una chance?; pero debe tener en todo momento una
expresión real que permita su evaluación. Así, por ejemplo, ha habido casos en los que
un falso médico operó pacientes de una clínica privada. Aquellos pacientes que fueron
mal intervenidos, por técnica deficiente o impericia operatoria, tendrían derecho a
reclamar de la clínica los correspondientes daños y perjuicios, incluyendo el daño
patrimonial y las lesiones físicas y psíquicas ocasionadas. Pero sin duda habría algunos
casos simples, en los que el falso médico habría tratado correctamente y de acuerdo a
pautas adecuadas. De hecho, te diré que en los casos de falsos médicos que me fue dado
conocer algo de cerca, el impostor gozaba de una cierta habilidad técnica sin la cual no
hubiera logrado mantener demasiado tiempo su impostura, y que le permitía soslayar
sus fracasos evidentes sin despertar demasiadas sospechas. En este caso, los pacientes
debidamente intervenidos no tendrían acción para demandar en virtud de daños físicos
inexistentes. Pero en cambio sí podrían demandar bajo el concepto de ?incumplimiento
debido del contrato?, incluyendo el daño moral causado por la situación de
defraudación. Es decir, que no hay resarcimiento sin daño cierto y subsistente.
Por otra parte, el resarcimiento del daño sólo alcanza a las consecuencias inmediatas y
necesarias de la falta de cumplimiento de la obligación; pero si hubiese mediado una
inejecución maliciosa o dolosa de la obligación, la indemnización deberá ser más
amplia, para comprender también las consecuencias mediatas (arts. 519, 520, y 521
C.C.). Estas consecuencias mediatas son aquellas que ?resultan solamente de la
conexión de un hecho con un acontecimiento distinto? (art. 901 C.C.).
Todo lo anterior responde al concepto de que el resarcimiento debe ser integral, es decir,
que debe tratar de volver las cosas a su lugar, tratando en la medida de lo posible de
lograr una restitución completa de las cosas a su estado anterior al de la ocurrencia del
daño. Esto se denomina, mediante un término latino, la restitutio in integrum, término
que, como médico, te resultará seguramente familiar, ya que recuerda la restitución
integral de los tejidos lastimados.
Que el daño debe ser reparado mediante la correspondiente indemnización, es algo que
surge como una necesidad apodíctica sin lugar a discusión. Pero, ¿cómo, en calidad de
qué debe otorgarse dicho resarcimiento? Allá por la década de los 70?s, cuando
comencé mis estudios de Derecho, todavía se debatía con énfasis esta cuestión a nivel
académico, quizá, entre otras cosas, porque las dos teorías en pugna eran sostenidas
respectivamente por dos civilistas insignes. Una de esas teorías, conocida como
resarcitoria sostenía que la condena a indemnizar por un daño causado tenía como
finalidad lograr una compensación de las consecuencias dañosas; compensación que
forzosamente debía ser pecuniaria, ya que en muchos casos sería imposible restituír la
integridad física, o desandar lo sufrido espiritualmente. Pero, -decían los sostenedores
de esta posición- la compensación económica podría colocar al damnificado en
situación de poder obtener otro tipo de gratificaciones que le permitiesen tratar
adecuadamente las secuelas del daño, a la vez que proporcionar formas de
esparcimiento espiritual que atenuasen el daño sufrido moralmente. Por su lado, los
partidarios de la teoría llamada de la sanción represiva hacían hincapié en la
incongruencia de pretender compensar entre sí valores imposibles de comparar, como el
dolor de la pérdida de un ser querido, con la percepción de una determinada suma. En
cambio, sostenían que la condena a indemnizar debía entenderse como una sanción
ejemplificadora, destinada a desalentar situaciones similares.
Por supuesto que ya te habrás dado cuenta de que ambos enfoques adolecen de sendos
puntos débiles. Así, por ejemplo, podrá ocurrir que el responsable del daño sea una
persona física caída en la insolvencia, o una persona jurídica en situación de quiebra o
disolución comercial. En ambos casos, la sentencia se traducirá en una mera obligación
de pago, de dudosa concreción. De la misma forma, la idea de una sanción represiva se
difumina hasta desleírse, si se tiene en cuenta que hoy por hoy quienes realizan el pago
de la indemnización son, por lo regular las compañías de seguros, y no el médico o la
empresa condenados a responder civilmente. De cualquier manera, ha predominado la
teoría del resarcimiento, al menos en el plano formal de la ideología que inspira las
sentencias en juicios de malapraxis; sin desmedro de que, so color de equidad, aflore
algunas veces el espíritu de la teoría sancionatoria.
La legitimación es el derecho que asiste a una determinada persona a ejercer una acción,
en nuestro caso la acción de resarcimiento de daños y perjuicios. En teoría jurídica se
habla de una legitimación activa para ejercer la acción, para distinguirla de una
legitimación pasiva para ser el sujeto sobre el que ha de recaer dicha acción. La primera
persona en gozar de legitimación activa es el damnificado directo, es decir, el paciente
que ha padecido la malapraxis.
Dando por entendido todo esto, seguramente que tú tienes ya un concepto intuitivo,
popular o vulgar de lo que es un daño: un menoscabo a la integridad de alguien o algo, y
cuyo alcance puede ser justipreciado recurriendo a un razonamiento pecuniario. En este
orden de cosas, sin duda el más fácil de establecer es el daño patrimonial: basta con
justipreciar el perjuicio económico inmediatamente sufrido (daño emergente), y añadirle
el cálculo de la ganancia de la que fue privado el damnificado, como consecuencia de
ese daño primigenio o emergente (lucro cesante).
Sin embargo, todo este razonamiento minucioso lo es a los efectos de comprender los
criterios de evaluación que pone en juego el juzgador, para fijar el monto de una
indemnización por malapraxis, y que no se diferencian de los que utilizaría tratándose
de cualquier otro caso de responsabilidad por incumplimiento contractual, dicho sea de
paso, ya que las responsabilidades médicas, como creo ya haberte señalado, nada se
diferencian de las demás responsabilidades civiles ante los procedimientos de la ley.
Pero, en la práctica, estos parámetros de evaluación no dejan de ser un simple esquema
conceptual. De hecho, si revisas unas cuantas sentencias de este tipo, verás que carecen
de sutileza analíticas, y que lo que el juez hace es evaluar el daño patrimonial por un
lado, añadiéndole la incapacidad causada al igual que la posible pérdida de chances, y
adjudicando según el caso un determinado monto justipreciado en calidad de daño
moral.
Será conveniente ahora que te diga unas palabras sobre el tema de las tan temidas costas
en un juicio de malapraxis médica. Las llamadas costas involucran dos conceptos
básicos: la tasa de justicia, que es un importe vinculado porcentualmente al monto de la
demanda, cuyo beneficiario es el erario público, y los honorarios de los peritos y
letrados intervinientes. El juez, al pronunciarse en la sentencia acerca de los puntos de la
demanda, también debe regular los honorarios correspondientes a los peritos y abogados
que han intervenido en el desarrollo del juicio. Estos honorarios tienen relación,
tradicionalmente, con el monto reclamado en la demanda, o finalmente otorgado en la
sentencia. Sin embargo, viene abriéndose camino una sana doctrina que vincula más
estrechamente los honorarios con el mérito y la calidad del trabajo profesional
desarrollado, que con la cifra abstracta de las pretensiones indemnizatorias.
Dado que el resarcimiento de los daños y perjuicios debe tratar de ser integral, la regla
fundamental es que las costas deben ser soportadas por la parte perdidosa en el juicio.
Pero en muchas oportunidades, y en el marco sumamente complejo de las
responsabilidades médicas, no puede hablarse terminantemente de una derrota en juicio
sino que, sin hacer lugar a la demanda, el juzgador no puede menos que observar que la
conducta de la parte demandada no ha sido la que era de esperarse, de tal modo que
puede decirse que la parte actora ha tenido razonables motivos para recurrir a la justicia.
Es decir, que dentro del marco contractual que es propio de la relación asistencial,
puede ocurrir que no se haya podido probar fehacientemente la culpa del médico o de la
institución asistencial, pero? una sólida presunción hace pensar al juez que la conducta
de estos últimos no ha sido la que se hubiese esperado teniendo en cuenta las
circunstancias personales del paciente, del tiempo, y del lugar en que sucedieron los
hechos. En estos casos, invocando razones de equidad, la sentencia judicial puede
aplicar las costas ?por el orden causado?, o ?por su orden?. Esto significa, en buen
romance, que cada parte deberá pagar los honorarios del abogado propio, y por mitades
los de los peritos intervinientes en interés común de la prueba, salvo que, por razones
fundadas, la sentencia decida otra proporción de cargas.
Hasta aquí, las reglas que rigen la aplicación de costas parecen muy razonables: que
quien pierde el juicio pague las costas, y que cuando no hay un perdedor absoluto ni un
ganador indubitable éstas sean soportadas ?por el orden causado?. Pero lo que suele
irritar sobremanera al médico es que, aún habiendo ganado el pleito, deba oblar la mitad
de los honorarios de los peritos. Esto sucede cuando el actor, insolvente, no puede hacer
frente a las costas judiciales, y se halla amparado, desde el inicio del juicio, por un ?
beneficio de litigar sin gastos?. Sin duda que esta es una situación paradojal que motiva
la justa ira del médico que se encuentra afectado por ella. Varias son las propuestas que
se han formulado para paliar esta situación: una ha sido la creación de un fondo
pecuniario destinado a cubrir las costas a cargo de quienes gozan del beneficio de litigar
sin gastos; cosa difícil de instrumentar en un país de economía fluctuante y episodios
inflacionarios subintrantes. Otra ha sido la creación de un cuerpo pericial especializado
en este tipo de cuestiones de responsabilidad médica, y que estuviese a cubierto de las
numerosas y fundamentadas objeciones que descalifican para esta función a los cuerpos
médicos forenses: sus miembros deberían tener una dedicación exclusiva y demás
incompatibilidades de los jueces, no formar parte del personal de dirección o atención
de ningún ente médico asistencial, ni ser accionistas por sí o por intermediarios de esas
empresas o de cualesquiera que ofreciese bienes o servicios a las mismas, ni estar
asociado a entes médico-gremiales, ni ser pasible de sanciones expresas o encubiertas
de esos entes, ni haber recibido prebendas o calificaciones honoríficas procedentes de
fundaciones creadas con aportes médico-empresariales o de la industria farmacéutica en
los últimos 5 años, etc., etc. Como puedes ver, tanto una como otra son propuestas de
muy difícil concreción en el marco de nuestras realidades sociales. De modo que
regresando a nuestro plano práctico, la única solución viable por el momento es
disponer de una cobertura de seguro de malapraxis. Esta cobertura debe ir acompañada
de la adecuada conceptualización del juicio de malapraxis como un siniestro en sí
mismo, implícito en los riesgos propios de las prácticas médicas. De esta forma, se
lograría desactivar en cierta medida el componente emocional que tiñe fuertemente el
espíritu de la defensa médica, y que impulsa habitualmente a la defensa hacia actitudes
de intransigencia extrema, con la gravosa consecuencia de prolongar largamente el
juicio, a veces con grave detrimento de la salud profesional del médico, y otras con no
menor detrimento de la equidad, en perjuicio del paciente verdaderamente damnificado.
El hecho es que, ante la ausencia habitual del juez en las audiencias de prueba, las partes
absolviendo posiciones, y los testigos declarando ante un escribiente, sin espectadores
ajenos al mundillo jurídico que pudieran observar atentamente la escena, se pierden para
siempre los valiosísimos elementos gestuales, las reacciones emocionales, el timbre de
la voz, las significativas miradas, y todo aquello que, desde siempre, ha constituído el
meollo de un juicio de veras. No pretendo decirte que sea un juicio totalmente ineficaz,
pero?a veces lo parece bastante. Ni que decir de los informes periciales, muy
cómodamente vertidos siempre por escrito, y que vuelven prácticamente imposible
evaluar tanto la solidez del dictamen como la real idoneidad del dictaminante.
Al decir esto, por supuesto, no estoy pensando solamente en el tema de tu tesis, sino que
pienso en el ejercicio del derecho en su totalidad. La lentitud agobiante de la justicia
termina corroyendo los cimientos de la sociedad y contribuyendo al desaliento y a las
reacciones individuales de ?sálvese quien pueda? y ?hacé la tuya? que responden al
descreimiento en las normas y en las instituciones. De eso los argentinos sabemos
bastante.
La agónica eternización de los tiempos procesales que suele caracterizar los juicios de
responsabilidad asistencial en nuestro medio, no creas que beneficia a los médicos,
como generalmente dan por cierto algunos abogados demasiado acomodados a nuestra
chicanería autóctona que sostienen con esto que hacen mejor servicio para sus clientes.
Sí, es verdad, siempre beneficia a las instituciones, a las personas ideales que, faltas de
cuerpo y alma, y compuestas por aglutinamientos impersonales de burócratas,
empleados y patrimonios igualmente anónimos, no sufren por las esperas y las
incertidumbres, y en cambio se prevalen del principio no escrito que dice que, cuando el
proceso es ineficiente, probablemente siempre salga beneficiado el demandado. Pero
para el médico, en cambio, esta más o menos premeditada dilación procesal significa
pagar un alto precio en su salud física, psíquica, y moral. El deterioro moral que sufre
el profesional que tiene que sentirse atado a un proceso que se desarrolla lánguidamente
durante años, con los infaltables recesos de las ferias judiciales (como si no tuviéramos
suficiente lentitud judicial, también nos damos el lujo de tomarnos largas ferias), es
difícil de describir. Es por eso que con los años he llegado a las siguientes conclusiones
acerca de la necesidad de que todo esto cambie, no sólo en aras de la necesaria paz
interior de los médicos, sino en el legítimo interés de los auténticos damnificados y de la
mayor armonía social que es, en última instancia, el objetivo al que apunta la justicia.
En cuarto lugar, soy de la opinión de que debe sincerarse la situación laboral del médico
trabajador en relación de dependencia, beneficiando sus actos con una prescripción
bianual, y conservando el término de diez años para la verdadera protagonista del
vínculo contractual, que es la empresa asistencial. Y conste que entiendo como médico
en relación de dependencia a aquél que, sea bajo la ficción contable o jurídica que sea,
se desempeña en un local ajeno, cumpliendo con horarios prescriptos de antemano por
otros, cobrando emolumentos gerenciados por terceras personas, sometido a directivas
jerárquicas, y sujeto a tener que atender indiscriminadamente a cualesquiera personas
que exhiban una orden extendida por su superioridad jerárquica.
Enzo.