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PRESENTACIÓN

El siguiente curso sobre malapraxis y responsabilidad medicoasistencial contiene, en


forma simplificada. algunas de las nociones que a lo largo de las últimas dos décadas he
tratado de difundir tanto en el ámbito médico como en el jurídico. No con la finalidad
de incrementar la aprensión que estos temas infunden en los guardapolvos blancos, sino
todo lo contrario, con el propósito de familiarizarlos con sus verdaderos aspectos. Al
igual que la vulgarización del conocimiento de las enfermedades no busca despertar el
temor ansioso en las madres, o desencadenar la angustia de los enfermos, sino a
inducirlos a tomar las adecuadas medidas profilácticas, diagnósticas y terapéuticas, el
apropiado conocimiento de estos temas en el cuerpo médico no ha de tener otro fin que
el de insistir perseverantemente en el pensamiento ortopráxico, es decir, en la búsqueda
incesante de la eficacia, la eficiencia, y la excelencia en el quehacer médico.

Esta vez las lecciones son presentadas bajo la ficción literaria de una serie de cartas
íntimas, dirigidas a un joven médico. Huelga decir que este recurso literario ha tenido
distinguidos precursores tanto en la literatura universal como en la específicamente
médica, habiendo descollado en esta última más de un eminente clínico argentino,
particularmente durante ciertas décadas de oro de la medicina argentina, en el pasado
siglo.

¿Por qué un blog, y no un libro??, preguntan algunos amigos y colegas, siempre atentos
a las seducciones y oropeles del ?curriculum vitae?. Muy simple: quienes busquen la
redacción técnica y las precisiones jurisprudenciales y doctrinarias, las encontrarán en
mis trabajos publicados en la revista jurídica EL DERECHO, así como en algunos
artículos dispersos en separatas, revistas, y boletines de asociaciones del arte de curar, a
cuyos repertorios los remito. También a la prestigiosa revista El Derecho remito a los
abogados que se sientan interesados por este tema, al que quizá sólo han avizorado
como ajeno y distante. Pero hoy, ya frisando los años de la tercera edad, y sin el espoleo
agitado de la necesidad de producir trabajo académico por necesidad curricular, me
complazco en escribir al correr de la pluma, como hablo cuando encuentro a alguien
dispuesto a escucharme.

Con 62 años de vida, y 37 de ejercicio médico, tuve oportunidad de conocer una


medicina humanísticamente mejor que la actual en algunos aspectos, aunque también
mucho más pobre en recursos tecnológicos que ésta. Presencié aciertos geniales en
profesionales casi anónimos, y errores desconcertantes en grandes figurones, y
viceversa. Aprendí a distinguir por olfato al verdadero profesional del impostor, con
sólo verlo actuar frente a los pacientes durante algunas jornadas de labor. Descubrí que
los buenos jefes eran madrugadores y siempre presentes en su lugar de trabajo, se
tomaban su tiempo para cumplir con el sagrado rito de la recorrida de sala, o los ateneos
internos, y que conocían el nombre y circunstancia de todos sus internados; y que los
malos siempre estaban gambeteando los horarios, y revoloteando cerca de las cocinas
del poder administrativo o gremial de turno, en busca de la ?palanca? que los propulsara
saltándose alegremente el régimen de concursos. Por eso, quizá, mi tono se volvió un
tanto iconoclasta para el gusto de algunos, para los cuales la crítica institucional sólo
podía aceptarse si sabía a miel sobre hojuelas. Para ellos, estas palabras probablemente
caerán en saco roto. Sólo me interesan los primeros.
Por todo eso, quizá, preferí esta vez abandonar el usual y estilado tono mayestático del ?
nosotros opinamos que?? de los trabajos académicos, para bajar al más directo, simple,
íntimo y coloquial de estas ?cartas a un joven profesional??. Porque mi interlocutor de
ficción, Franco, existe, y es de carne y hueso. Es más: no es uno, sino dos. Dos
sobrinos, que llevados del mito familiar, aspiran a ponerse respectivamente el
guardapolvo blanco uno, y la simbólica toga el otro. Para ellos, como para todos los
profesionales que buscan la autenticidad en su ejercicio, y para todos aquellos que
gustan de escudriñar en los recovecos de una medicina que les incumbe o les podrá
afectar algún inevitable día, van dirigidas estas enseñanzas.

Ojalá que, aún en su modesta forma de presentación, sean apreciadas y sirvan para
coadyuvar en la búsqueda de una Medicina mejor para todos.

Copyright © 2008 by Enzo Fernando Costa; ISBN 978987053952-0

Permitida su reproducción con expresa mención de autor y fuente.

Estimado Franco:
Me da mucha alegría saber que avanzas en tus estudios de Medicina, y que has decidido
escribir tu tesis sobre responsabilidad médica. Creo que has elegido un tópico excelente,
en estos tiempos en los que toda la medicina parece girar en derredor de las hazañas
tecnológicas, dejando un poco olvidados los aspectos humanísticos que fueron durante
siglos su patrimonio. Pero no voy a ocultarte que has elegido un tema arduo y complejo,
a veces ríspido, y que desencadena en muchos de tus futuros colegas una cierta
aprensión no exenta de antipatía.
Te agradezco que hayas pensado en mí como tu mentor en este campo que participa de
lo filosófico y de lo jurídico, además de lo estrictamente médico, y que me hayas
propuesto como tu padrino de tesis. Desde ya que acepto esta grata tarea de
acompañarte en tu propio y personalísimo trabajo en busca de la verdad: verás que a
medida que te introduzcas en sus aspectos científicos lo encontrarás verdaderamente
apasionante.
Pero antes has de saber que el camino no te resultará fácil, y que deberás despojarte de
muchos preconceptos inculcados casi sin darte cuenta a través de tu paso por las aulas
de la Facultad, y de las salas del hospital. Por el contrario, deberás esforzarte por ver las
cosas desde un ángulo diferente del que te han enseñado en las disciplinas médicas.
Deberás poder salirte de tu lugar de médico, para colocarte en la posición mental y
anímica del paciente. Verás entonces que las cosas pueden percibirse de una manera
muy diferente, y que a veces te causará vértigo; pero valdrá la pena, ya que ese esfuerzo
tuyo por comprender la posición de tus futuros pacientes te enriquecerá y te hará mejor
profesional. Alguna vez dijo un viejo maestro de Clínica que no podía ser buen médico
quien no hubiera sido alguna vez sufrido paciente.
Sé que lo primero que habrás de notar, es que la Medicina ya no es la misma que
vivieron tus padres, y muchísimo menos la que conoció tu abuelo, el gran cirujano.
Pronto habrás de completar tus estudios, y saldrás a la vida con tu flamante diploma
enrrollado en un respetable tubo plástico. No saldrás, como aquel abuelo, a instalar tu
consultorio en una casa de altos y bajos, esperando que los pacientes acudan a tu
consulta, atraídos por la dorada placa de bronce del flamante doctor. Nada de eso.
Habrás de ver que la medicina de hoy es una medicina esencialmente institucionalizada
y mediatizada. Tus primeros pasos serán, seguramente, en el ámbito de algún
establecimiento hospitalario, sanatorial, o de obra social. Allí, si tienes suerte, podrás
continuar tu formación, bajo las directivas de un jefe de servicio hábil y experto. De lo
contrario, será conveniente que sigas concurriendo al hospital donde te formaste,
trabajando allí ?ad honorem?, hasta haber adquirido la necesaria experiencia en tu arte
como para poder desenvolverte con solvencia en tu práctica privada, que no será tan ?
privada?, por cuanto seguramente tus pacientes pertenecerán a la cartilla de alguna
entidad a la que prestarás tus servicios bajo contrato. Pero, de un modo u otro,
difícilmente puedas dejar de actuar inserto en un trabajo de equipo, y en un cierto marco
institucional. Es más: no es posible ya hacer grandes descubrimientos científicos en un
galpón, como hiciera Koch, o en la trastienda de un modesto consultorio, como hiciera
Ramón y Cajal; ya no se puede aprender el arte médico en una vida trashumante, como
Paracelso en el Renacimiento, ni acometer la fantástica tarea de reinventar la terapéutica
desde una biblioteca, como lo quiso Hahnemann a fines del siglo XVIII. Hoy la
medicina sólo se aprende y se perfecciona en un marco institucional, aunque luego se
dispense al minoreo en el ámbito del consultorio privado. Consultorio que, como te
decía, no escapará probablemente de estar incluído en la red de uno o más entes
prepagos. Es que la medicina moderna, gústenos o no, es una medicina mediatizada.
Que de ?mediatizada? no se convierta en ?masificada? es uno de los grandes desafíos
que enfrentan al médico de tu generación.
Verás entonces, mi estimado Franco, que la primera sorpresa que te deparará la vida
profesional como médico, será la actual complejidad del plexo social, jurídico,
económico, y hasta político sobre el que se sustenta. En los tiempos de tu abuelo
cirujano, éste atendía a su paciente en el consultorio, y cuando se hacía necesaria una
intervención, la efectuaba en una Clínica, o en el Hospital. Pero esencialmente la
relación entre ambos era pareja y simple: un médico para un paciente, y viceversa. Hoy
ya no es así: si tu abuelo el cirujano viviera, probablemente pertenecería a la plantilla de
un establecimiento sanatorial, y atendería pacientes de determinadas empresas de
asistencia médica prepaga, o afiliados de determinada obra social. Al conocimiento
personal, íntimo, y casi pueblerino de aquellas épocas, se ha sustituído la relación
transitoria, breve, y esporádica de la prestación institucionalizada. Al libre albedrío del
médico de antaño, ha venido a superponerse la sujeción del médico actual a los marcos
impuestos por el sistema institucional. Y con ello ha venido a planteársele al médico
moderno una cierta confusión de roles que no siempre logra deslindar con la necesaria
flexibilidad: a veces porque no atina a ver claros esos roles; otras, porque el sistema
mismo no se lo permite.
Aquí entonces comienza el itinerario de tu investigación. Te deparará seguramente más
de una sorpresa, porque la Facultad te ha preparado con vistas a un encuadramiento
harto tradicional del acto médico, mientras que la realidad del mundo profesional se ha
desfasado notablemente de esos parámetros clásicos.
De modo que si quieres escribir una tesis acerca de la Responsabilidad Médica, lo
primero que debes hacer es modificar tu óptica estrictamente médica, y observar la
realidad del mundo asistencial con ojos sociológicos. Me imagino que al principio esto
te resultará poco familiar, y hasta extraño. Seguramente me dirás: ¿pero cómo, es que no
me basta con saberme al dedillo el Código de Ética Médica?? Pues no. No sólo te será
insuficiente, sino que, si no estás alerta, ese venerado cuerpo de normas deontológicas
podrá distraerte de tu verdadero objeto de estudio, que es la Responsabilidad Médica
como fenómeno médico-legal, y no la Ética Médica como guía de conducta corporativa.
Además, ¿alguna vez te has puesto a analizar detenidamente y con espíritu crítico las
normas del Código de Ética Médica vigente en nuestro medio?? ¿No has notado como
un hálito de vetustez en tantas normas que regulan minuciosamente la conducta de los
médicos entre sí, y que ignoran las actuales condiciones administrativas y comerciales
de la medicina institucional? ¿No crees que hay algo de anacrónico en su preocupación
por pautar la conducta individual del médico, y en su omisión de considerar las
relaciones interprofesionales en su marco laboral, administrativo, o empresarial?? ¿y no
te parece que son pocos catorce artículos -del 7º al 20º- para definir los que serían los
derechos del paciente no sólo frente al médico, sino frente a todo ente prestador de
asistencia médica??
Es claro que el Código de Ética Médica vigente data del año 1955. De entonces a ahora
ha pasado mucha agua bajo el puente, y un irreversible proceso de concentración
económica, tecnológica, y burocrática de la medicina ha impulsado el desarrollo, antes
embrionario, de figuras como la del médico-funcionario, el médico-empresario, el
médico-trabajador dependiente, el médico-contratado, el médico-gremialista, etc. La
vida médica, antes tan sencilla, señorial y digna, tan ?clase media?, ha sufrido también
los dramáticos cambios de un siglo acelerado. Se ha despersonalizado, como también se
ha despersonalizado la relación entre el médico y su paciente, a causa de la necesaria
interposición de novedosas ?personas jurídicas? tales como la empresa asistencial, la
obra social, la gran clínica, el gran sanatorio, o las gerenciadoras. Me refiero a esa
interposición como necesaria, porque si bien añoro también aquella belle époque del
médico de familia que tenía en su sencillo consultorio un primitivo aparato de rayos X
con el que hacía milagros de diagnóstico, tengo que tener los pies sobre la tierra, y
darme cuenta de que aquellos buenos viejos tiempos no volverán. No volverán porque
-gracias a Dios- la ciencia avanza a pasos agigantados, y porque el costo de la
tecnología actual vuelve imposible el retroceso hacia aquellas formas elementales e
íntimas del ejercicio médico.
Quedemos, entonces, en que al hablar de la Responsabilidad Médica ya no podemos
restringirnos a la persona física del médico, sino que debemos englobar al equipo
médico, al establecimiento asistencial, a la empresa asistencial, a la obra social, y al
mismo Estado como dador de servicios de salud y como responsable de ejercer el
control de policía en el área asistencial. Por lo tanto, forzosamente debemos redefinir el
rol del médico dentro de cada uno de esos entes.
Como ves, siempre que estudiamos un tema que nos parece puntual, comenzamos a
descubrir aspectos conexos en los que no habíamos reparado. Te advierto que el tema
que has elegido para desarrollar tu tesis no es de los que se puedan mirar por el ojo de la
cerradura. Pero te conozco, y sé que vas a sacar buen provecho intelectual de tu
búsqueda. Así que ¡a poner manos a la obra!
Recibe un fuerte abrazo de tu amigo y padrino:

Enzo.

Estimado Franco:

Observo que te causa cierta dificultad la división que ves en los textos, entre la
responsabilidad civil y la responsabilidad penal de los médicos. Me dices que no atinas
a discernir bien qué hace que un médico sea procesado penalmente, mientras que otro
puede serlo sólo civilmente, y un tercero puede serlo sucesivamente en lo penal y en lo
civil. También te resulta un tanto extraño, dices, el empleo que los juristas hacen del
término ?responsabilidad?.
Bueno. Vayamos por partes, y ante todo, no te fastidies por lo que a primera vista te
parece un galimatías. Te puedo asegurar que también los más eruditos juristas
encuentran dificultoso el hallar una definición completa de la ?responsabilidad?: razón
por la cual, aunque suelen referirse constantemente a ella, eluden comprometerse con el
empleo de una definición terminante al respecto. Así que no te des por vencido a poco
de comenzar. Verás que, como siempre que se empieza a estudiar un tema, al principio
todo parece embrollado y sembrado de incertidumbres, pero con constancia y estudio
los conceptos se van ordenando, y cuando menos te des cuenta, todo se irá integrando
en una teoría congruente y plena de sentido.

Tu primera dificultad surge, seguramente, del concepto de ?responsabilidad profesional?


que vienes trayendo de tu formación médica. Ocurre que, en todo idioma, las palabras
tienen un cierto grado de multivocidad o equivocidad. Esto significa que una misma
palabra puede tener un significado distinto según dónde se la use, cómo se la use, y
dentro de qué contexto cultural se la emplee. Hasta ahora, para tí ser un ?profesional
responsable? era un título de honor: significaba que ese médico era un hombre
consciente y probo, en quien era dable depositar toda confianza. Ser ?responsable? era
para tí sinónimo de ser ?confiable?.

Sin embargo, en el campo del Derecho la palabra ?reponsabilidad? tiene otra


connotación bien distinta. Indica una situación indeseable, en la que un sujeto debe ?
responder? frente a otro u otros por las consecuencias de sus actos. Así, ser hallado
responsable de algo, implica para el sujeto afectado que habrá de ?responder? por sus
actos mediante una indemnización pecuniaria, o mediante la sujeción a un castigo, que
podrá ser cumplido pecuniariamente -mediante una multa, por ejemplo-, o que deberá
traducirse en una privación de la libertad, y aún en la privación del del ejercicio de
algún derecho adquirido, como puede ser la inhabilitación para ejercer una profesión.
De modo que ya la palabra responsabilidad adquire el ominoso sentido de una
imputación probada, que es necesario afrontar en sus consecuencias sancionatorias. Se
responde siempre, entonces, por un daño causado a otros, sea por un perjuicio
ocasionado en su persona, en sus bienes o patrimonio, o en su ánimo o moral. Estos
planos no son excluyentes, sino que el responsable puede haber dañado a otro en su
persona y en su haber, y al mismo tiempo haberle ocasionado un agravio moral, todo
por la misma causa. En materia pecuniaria, suele hacerse una distinción entre ?pérdidas?
e ?intereses?, según se hable de la pérdida directa del bien, o de un valor, o de los
intereses o beneficios que ese bien o suma hubiese reportado de no haberse producido
su afectación.

Ahora bien: en materia civil se responde siempre ante otra persona, que puede ser física
o jurídica. Esa persona es la damnificada, y resulta la única que puede reclamarle en
justicia al responsable las consecuencias previstas por la ley. Mientras viva, sólo ella
podrá ejercer las acciones legales tendientes a exigir el resarcimiento, a menos que ceda
sus derechos a un tercero, convirtiéndolo en su ?sucesor a título particular?, o se muera,
con lo cual su derecho al resarcimiento pasará como parte de su patrimonio a sus
herederos o sucesores universales. Desde ya que si el damnificado es un menor de edad,
o un incapaz, las acciones legales serán emprendidas por sus legítimos representantes,
pero siempre el derecho le pertenecerá a él. En resumen, en materia civil siempre se
responderá ante otra persona determinada; el resto del mundo ajeno al vínculo existente
con esa persona no cuenta para nada.
En cambio, en materia penal el reproche proviene de toda la sociedad, y el culpable
responde de sus actos delictivos frente al Estado erigido en custodio del orden social.
Más allá del legítimo interés del damnificado directo, se encuentra el interés colectivo
que sanciona la acción criminal como un atentado al orden y la paz social. Por ello la
responsabilidad penal no se agota con el resarcimiento patrimonial al damnificado, sino
que exige el cumplimiento de una pena que satisfaga el objetivo de correccción frente a
la exigencia de expiación sancionada por la ley penal. De paso te diré que, a medida que
la psicología y la sociología van influyendo más en las ciencias penales, esa exigencia
adquiere un contenido más correctivo y resocializador, y menos expiatorio.

Por si aún no he sido suficientemente claro, trataré de definírtelo de una manera más
sencilla y directa: en materia civil, la responsabilidad surge de un acto ilícito cualquiera,
es decir, contrario a lo convenido entre partes, o a la moral social, o las buenas
costumbres. En cambio, para que una conducta o acción genere responsabilidad penal,
es preciso que esa conducta ilícita esté taxativamente prevista y descripta en un ?tipo
penal?, es decir, en la letra de la ley penal. De manera, pues, que la responsabilidad civil
es muy amplia, tanto como la posibilidad de los hombres de crear relaciones y vínculos
entre sí de carácter civil o comercial. En cambio, la responsabilidad penal es muy
limitada: sólo se responde del delito cometido, y sólo se comete delito cuando se actúa
en la forma prevista por la ley penal. Esto es lo que se llama en derecho penal el ?tipo?
penal, que no es otra cosa que la definición de la conducta que la ley considera
disvaliosa para el equilibrio social.

Yendo al caso concreto de la profesión médica, como ésta actúa sobre el cuerpo, la
mente, y la salud de los seres humanos, queda, lamentablemente expuesta no sólo a las
demandas de carácter resarcitorio civil, sino que es pasible en todo momento de
imputaciones de carácter penal, toda vez que el accionar médico se traduzca en un daño
inferido al cuerpo o a la salud del paciente.

Yo sé que este es un tema que, como médico que eres o que vas a ser, te causa profundo
desasosiego, y hasta diría mejor, desagrado rayano en la repulsa. Concuerdo contigo en
que no resulta muy justo, y que suena algo así como mezclar en la misma bolsa a los
honrados y a los delincuentes. Es más: te confieso que soy uno de los más fervientes
partidarios de la desincriminación del llamado vagamente ?daño médico?. Pero, hasta
tanto no se modifique el criterio de nuestra sociedad al respecto, y se contemple el caso
del daño por malapraxis desde un ángulo propio y singular, con un cuerpo jurídico
especial, no tenemos más alternativa que tomar las cosas como están.. Y, ya que has
escogido como tema de tu tesis doctoral la responsabilidad médica, no puedo dejar de
señalarte la importancia y trascendencia de sus aspectos penales.

También te interesará saber que existe una responsabilidad médica de carácter


administrativo, que es aquella en la que incurre el médico frente a las autoridades
sanitarias cuando incumple ciertas normas inherentes al ejercicio de su profesión, y
referidas a las condiciones ambientales, instalaciones, personal auxiliar, denuncia
obligatoria de ciertas enfermedades transmisibles, publicidad de sus servicios, etc. No es
la menos trascendente de las responsabilidades, pero comparada con las otras, se diría
que es chiquitita: un poco gracias a la buena formación que suelen tener nuestros
médicos, y otro poco porque los mismos organismos colegiados de médicos suelen
ejercer un cierto control al respecto. No obstante, verás que muchas de las malas
prácticas médicas se evitarían, si las autoridades pertinentes -sobre todo las nacionales-
se abocaran con más ahínco al control de las infracciones.

Espero que estas líneas te hayan servido para aclarar tus dudas respecto del tema central
de tu tesis. A continuar, entonces, y recibe un saludo afectuoso de :

Enzo.

Estimado Franco:

Celebro que hayas puesto manos a la obra con tanta rapidez, y te hayas lanzado con tu
natural vehemencia a devorarte cuanto libro de Medicina Legal se encontraba
disponible en la biblioteca de la Facultad. A la vez, comprendo tu actual perplejidad y
desorientación, que se traducen claramente en tu última esquela. Me dices que, aunque
piensas que has analizado todos los capítulos referentes al tema de la responsabilidad
médica, sigues sin saber casi nada acerca de ella, y lo que es peor, no tienes idea acerca
de por dónde empezar.

Te diré que es natural, y que no debes preocuparte por ello. Simplemente ocurre que la
Medicina Legal es una rama del saber médico, y el tema de las responsabilidades es una
cuestión que hace al saber jurídico. De aquí que, por regla general, verás que los autores
médicos que has frecuentado hasta ahora, en materias de Derecho ?tocaban de oído?.
Parecerá una perogrullada, pero si quieres un buen sandwich de lomo, tendrás que ir a la
carnicería?a menos que te conformes con alguna de esas insípidas y poco suculentas
milanesas de soja que te puede ofrecer el verdulero. Así que, si quieres estudiar un tema
de Derecho, no tendrás más remedio que familiarizarte con las formas y el pensamiento
de las ciencias jurídicas. No te asustes: sólo lo necesario para que esta ciencia te provea
de herramientas conceptuales útiles para reinterpretar tus cotidianas circunstancias a la
luz de un efoque distinto al del microscopio, la sala de internación, la farmacia, o la sala
de autopsias.

Por ejemplo, durante toda tu carrera has oído hablar de la ?relación médico-paciente?.
De ella te han hablado desde el enfoque de la psicología médica, pasando por las
apostillas de los viejos jefes de sala curtidos por las experiencias de la vida, y
terminando por los legalistas exégetas del siempre tan declamado y poco cumplido
Código de Ética Médica. Si haces memoria, verás que toda tu carrera ha transcurrido
muy ligada a la invocación de este nunca bien definido vínculo asistencial. Desde el
clásico juramento hipocrático, hasta su versión más aséptica y moderna en la jura de
graduación, desde las páginas de Marañón hasta los modernos decálogos del arte
médico; desde el ?office? de la sala de internados, hasta las asambleas gremiales
médicas, la figura de la relación médico-paciente está siempre presente en tu vida
profesional, mencionada, traída y llevada a cada paso. Sin embargo, durante
muchísimos años no lo ha estado en los términos en los que lo está ahora, es decir,
frente a la ley. Durante siglos esta relación entre el médico y su paciente fue un hecho
sobreentendido e innominado. Pero, ¿sobreentendido, qué?? Quizás una suerte de
vínculo de ?clientela?, muy teñida de paternalismo profesional, cuando no de cierta
teatralidad, muy vacuamente explotada durante el siglo de Molière, y ya desarrollada
con mucho más fundamento durante el surgimiento de la ciencia médica moderna, hacia
la segunda mitad del siglo XIX. Hoy se habla críticamente de aquellas épocas como de
un ?imperialismo médico?, una relación distorsionada en la que el profesional del arte
de curar llevaba la voz cantante y se arrogaba la facultad de imponer su criterio
personal, ?científico? sobre el deseo o aún la voluntad manifiesta del enfermo, que se
hallaba convertido en un ente pasivo, y consecuentemente bien denominado ?paciente?.

De modo que, por más que añoremos aquellos viejos tiempos del paternalismo,
cientificismo, o imperialismo médico (según cómo nos guste enfocar la raíz de ese
hecho sociológico del pasado), la realidad es que hoy no podemos desconocer la
naturaleza jurídica de esa relación médico-paciente. Y es allí, en el nacimiento del
vínculo que se establece entre el médico y el paciente, que deberás comenzar, mi
estimado Franco, tu investigación dirigida a desentrañar los porqués de la hoy tan
meneada ?responsabilidad médica?.

Para comenzar a encarar la redacción de tu tesis, creo que deberías abstraerte


momentáneamente de los clásicos ?clichés? profesionales, y asumir la relación médica
desde un enfoque distinto al que has conocido hasta ahora en el ámbito hospitalario. Ya
sin concepciones paternalistas, sin teleologías psicologistas ni deontológicas, sino con
un descarnado enfoque jurídico.

Lo primero que debes tener en cuenta es que la relación médico-paciente es una relación
contractual.

Un contrato es un acuerdo entre partes, personas físicas o jurídicas, por el cual éstas
convienen la manera de regular sus relaciones negociales, profesionales, etc. Para el
sencillo caso de un médico que ejerce liberalmente en su consultorio (?en clientela?,
como suelen decir los franceses), este contrato se entabla u ?otorga? en forma tácita por
el sólo hecho de recibir a su cliente en el consultorio, y aceptarlo como paciente. Por eso
verás que se dice que el contrato asistencial es consensual, porque implica que las partes
hayan manifestado expresa o tácitamente su voluntad de colocarse en su rol respectivo
de paciente y de médico tratante. Por lo mismo verás que este contrato se considera no
formal, por cuanto ni los usos y costumbres, ni la ley exigen ningún formulismo o ritual
específico para establecer el vínculo entre un médico y su paciente. Desde ese momento
del ingreso del paciente al consultorio se establecen entre el médico y su paciente una
serie de derechos y obligaciones recíprocos que en parte están previstos en el Código
Civil y sus leyes complementarias, y en parte surgen de la naturaleza histórica y social
del ejercicio médico. Por lo pronto, el médico se obliga a poner su ciencia y arte al
servicio de la atención del paciente, y éste, a cambio de su desempeño profesional, se
presume obligado a pagar por ello un estipendio u ?honorario?. Por esto se dice que el
contrato asistencial es bilateral, porque ambas partes se obligan recíprocamente:
servicios médicos contra pago de honorarios. Pero esta bilateralidad no acaba aquí: las
obligaciones del médico están complejamente definidas y enmarcadas por un plexo de
normas administrativas que reglamentan el ejercicio de la Medicina en cada jurisdicción
provincial (por ej. La ley 17.132 para la Capital Federal y Territorios Nacionales), y por
normas deontológicas que, aunque no tengan un estricto peso jurídico, son siempre
tenidas en cuenta como integrando la naturaleza propia del acto médico. Tal es el caso
de los Códigos de Ética, cuyo paradigma en nuestro medio es el Código de Ética
Médica de la COMRA, que data de 1955.

Por su lado, también el paciente está obligado hacia el médico a comportarse del modo
que sería de esperar por parte de quien realmente busca su curación. Se supone que le
hará conocer al médico sus antecedentes y síntomas, sin ocultamiento alguno, y que
pondrá su mejor voluntad y esfuerzo en llevar a cabo las indicaciones del tratamiento,
haciéndole saber al profesional toda novedad surgida durante el mismo.

De modo que la onerosidad del contrato asistencial es sólo un aspecto material de la


bilateralidad, que no agota el alcance de la misma. Esto tiene una importante
consecuencia, como habrás de ver luego, cuando se trate de evaluar la parte de culpa
que pudiera caberle a un paciente, ante un hipotético planteo de malapraxis.

Hasta ahora te he descripto la típica relación entre un médico en su consultorio privado


y sus pacientes particulares. Adivino ya tu irónica sonrisa, mientras te dispones a
recordarme que de esta medicina privada ya queda muy poco, y que, en más o en
menos, todo médico se ha convertido en un asalariado, a veces reconocido como tal, y
las más de las veces inserto en una medicina masificada en la que la acariciada imagen
de la profesión liberal no es más que un melancólico recuerdo de tiempos idos, y un
hábil recurso para desligarse de las relaciones laborales por parte de las empresas
asistenciales. No lo ignoro, por supuesto; sólo te pido un poco de paciencia, para que
terminemos de esbozar la forma más primigenia y sencilla del vínculo asistencial, para
luego proyectarnos hacia las formas complejas de la medicina actual, mediatizada y
masificada.

Pues bien: volviendo al contrato de atención médica, has de saber que, a diferencia del
régimen jurídico de otros países, ni nuestro Código Civil ni sus leyes complementarias
se ocupan específicamente de él. Simplemente, se supone que llegado el caso el jurista
sabrá encuadrarlo dentro de aquellas formas de contrato genéricas que surgen de ese
conjunto de normas. De allí que, porque no tiene una consideración, ni un nombre
especialmente previsto en los códigos, se dice que es un contrato innominado. Esto
implica que, cuando se quieran precisar los derechos y obligaciones recíprocos entre las
partes, el jurista tendrá que recurrir al Código Civil, y extraer del capítulo referente a los
?contratos? aquellas normas que, en forma directa o analógica puedan aplicarse a un
caso dado. Esto se debe a que, como el contrato entre un médico y su paciente es
habitualmente tácito, y no formalizado en ningún instrumento escrito, las normas a las
que estará sujeto ante la ley deben extraerse del Código Civil y sus leyes
complementarias. Y para poder hacerlo, el jurista debe extraer, mediante un proceso de
análisis intelectual, aquellos componentes objetivos de la relación médico-paciente que
coincidan con los presupuestos de las normas contenidas en esas leyes.

Ha sido así que prontamente se reconoció en la relación médico-paciente una forma de


locación de servicios, que el código Civil define en su artículo 1623 como aquella en la
cual ?una de las partes se obligare a prestar un servicio, y la otra a pagarle por ese
servicio un precio en dinero?. No resulta difícil reconocer aquí la prestación de una
atención médica, y su remuneración en forma de honorarios profesionales.

Pero, también se observó que esta asistencia médica podía a veces parecerse más a la
llamada locación de obra, tratada por el art. 1629 y subsiguientes del código, que en un
sentido amplio, y seguramente algo forzado, podría entenderse como la ejecución de un
trabajo que ha de concretarse en un resultado corporizable u ?obra?. Te digo que esta
forma de ver el contrato de atención médica es bastante forzado, porque históricamente
el concepto de ?obra? se entendía, simple y llanamente, como lo que se lee:?obra?; o
sea, un sinónimo de ?construcción? o ?edificación?, aplicado por lo general a edificios,
caminos, monumentos, y otras cosas de ingeniería. No obstante lo cual sin duda hay en
el Código numerosas normas que, clasificadas conceptualmente en relación con la
locación de obra, se pueden aplicar con provecho a ciertas circunstancias propias del
quehacer médico, lo que sigue justificando que se eche mano de ellas para resolver
determinadas situaciones. Esas situaciones surgen, sobre todo, cuando median en el
servicio médico determinadas intervenciones -a menudo quirúrgicas- que implican la
utilización de ciertos ?materiales? que, salvando las distancias obvias del caso,
recuerdan en su empleo a los materiales de una obra. Como éstos, los ?materiales?
(léase prótesis, marcapasos, placas radiográficas, reactivos químicos, medicamentos y
drogas, etc.) pueden presentarse en diferentes precios y calidades. Esto puede dar lugar
a posteriores conflictos respecto de los resultados logrados y el precio convenido por la
intervención, que podrían ser resueltos inspirándose en las normas referentes a la
locación de obra, las que discriminan entre los materiales suministrados por el locatario
médico, y los aportados por el locador paciente, o por una tercera persona obligada, a su
vez con el paciente, como luego habremos de ver cuando hablemos de las formas
complejas de la medicina actual. Como te será fácil deducir, el médico no deberá
responder por los materiales suministrados por el paciente o su cobertura médica, pero
sí deberá hacerlo por aquellos que se hubiese comprometido a proveer y emplear,
escogiéndolos él mismo. Naturalmente que responderá siempre por la calidad elegida
abstractamente, y de la idoneidad de esos elementos para adaptarse al objeto terapéutico
perseguido; pero no por la calidad efectiva y real empleada, cuando ha sido pactado que
esos elementos materiales serán suministrados por el paciente, o un tercero pagador.
Asimismo huelga decir que no responderá por las deficiencias de fábrica, que le son
ajenas, y que constituyen responsabilidades técnicas del fabricante.

Otro aspecto al que pueden aplicarse con provecho las normas referentes a la locación
de obra, es el trabajo de equipo. Como bien sabes, muchos aspectos del trabajo médico
adquieren la forma de una actividad colaborativa, desempeñada por un ?equipo?
profesional. Por ejemplo, en la cirugía nos encontramos con un cirujano jefe, sus
ayudantes, auxiliares técnicos, y anestesiólogo. En la práctica privada es el cirujano jefe
quien contrata con el paciente la intervención a cargo de su equipo quirúrgico. Bajo
estas circunstancias es aplicable el art. 1631 del Código Civil, que dice que ?el
empresario es responsable del trabajo ejecutado por las personas que ocupa en la obra?.
Dicho en otros términos, el jefe del equipo quirúrgico -cuando ha actuado como
empresario- es responsable por el trabajo ejecutado por los demás profesionales, fueren
médicos o auxiliares, que ha escogido y empleado para secundarlo. Y desde ya que, con
mucha más razón, será responsable del trabajo quirúrgico una institución asistencial,
cuando todos los integrantes del equipo sean designados por ella.

En otro orden de cosas, también podemos encontrar una similitud sugestiva con la
locación de obra en el caso de los tratamientos secuenciales o repetitivos por ?sesiones?.
Aquí la analogía surge entre el concepto unitario de la sesión, y lo que el Código
considera como ?pieza? o ?medida?. Aplicando la norma del art. 1639 del Código Civil,
podemos asegurar que el paciente estará obligado a abonar las sesiones ya efectuadas,
pudiendo tanto él como el médico rescindir el contrato, siempre y cuando el tratamiento
no exigiese, por su propia naturaleza intrínseca, un número determinado de sesiones
para ser válido.

En fin, que volviendo al hilo de la idea, has de formarte el concepto de que el contrato
asistencial se compone básicamente de una locación de servicios, aunque de vez en
cuando también implique por parte del médico la realización de una ?obra?
objetivamente apreciable, dando lugar entonces a un posible encuadramiento como
locación de obra. Que se recurra a uno u otro esquema de pensamiento jurídico, o a una
combinación de ambos dependerá de las particulares circunstancias del caso.

Ahora sí podemos ir un paso más adelante, y analizar un poco qué es lo que pasa en las
formas complejas de la medicina de masas actual. Cuando se interponen entre el médico
y su paciente, simples personas físicas, otros entes incorporales que el derecho llama ?
personas jurídicas?, ¿qué es lo que pasa con el vínculo contractual que definimos como
sustrato de la relación médico-paciente? ¿Qué pasa cuando un profesional médico
atiende a un paciente de obra social en el consultorio de un establecimiento sanatorial
perteneciente a una gran empresa de medicina prepaga? ¿A dónde ha ido a parar el
contrato elemental médico-paciente del que hablábamos??

Como ves, entramos en un terreno muy complejo, aún para los especialistas en estos
intrincados intríngulis jurídicos. Porque, supongamos que el paciente cree haber sido
mal asistido por el profesional, y hallarse en condiciones de probarlo: ¿a quién va a
reclamarle? ¿A su obra social? ¿A la empresa de medicina prepaga que se encargó de
suministrarle el servicio? ¿Al establecimiento que trabaja para esa empresa prepaga, y
que efectivamente brindó el servicio dentro de sus instalaciones? ¿O al médico en
cuestión, que fue quien lo atendió??

Si le preguntásemos esto a la obra social, seguramente respondería que a ella no le


corresponde responder por los eventuales daños, porque para eso contrató al servicio de
sus afiliados los recursos con que cuenta la empresa de prepago. Si nos dirigiésemos a la
empresa de prepago, ésta se desentendería de la responsabilidad, arguyendo que para
eso puso una cartilla a disposición de los afiliados, donde éstos podían escoger entre
cualquiera de los establecimientos sanatoriales que allí figuraban. Si reclamásemos ante
el establecimiento en cuestión, éste seguramente argüiría que, por cuanto el paciente ha
sido atendido por un médico que es un profesional liberal, aquél es el único que estará
obligado a responder en daños y perjuicios.

Esta secuencia de afirmaciones y de negaciones -bastante parecidas al juego del Gran


Bonete que jugabas cuando eras pequeño-, se dan, aunque parezca irrisorio, en la vida
real, y no sólo en los ejemplos de los libros que las analizan sesudamente, y vierten ríos
de tinta sobre los pros y contras de ellas. Sin embargo, un elemental sentido común nos
dice que las cosas no pueden ser así de fáciles y simplonas como pretenden hacerlas ver
las instituciones asistenciales cuando son requeridas. Es obvio que el paciente, para ser
asistido por ese médico, debió estar previamente afiliado a la Obra Social. Además, esa
obra social asumió la obligación de proveer a sus afiliados de una cobertura de tipo
prepago. A su vez la empresa prepaga, para poder asegurarle a la obra social la
cobertura de internación sanatorial y/o atención ambulatoria, habrá tenido que contratar
los servicios de uno o más establecimientos sanatoriales, los cuales habrán debido
contratar los servicios de profesionales médicos de las diferentes especialidades o ramas
de la medicina.

No voy a entrar ahora en el análisis de las obligaciones de cada una de estas personas
sucesivamente intervinientes en la secuencia asistencial, por cuanto habremos de hablar
extensamente de esto más adelante. Por ahora basta que observes el fenómeno
socioasistencial implicado, y te preguntes a dónde ha ido a parar el sencillo vínculo
médico-paciente. Se ha complicado bastante, ¿verdad?. En primer lugar se ha
complicado porque el médico está atendiendo a ?ese? paciente, no porque lo haya
asumido como su ?locador? en un acto médico privado, sino porque se ha obligado ante
el Establecimiento a atender a todos los pacientes que éste le derive. Él no ha contratado
con el paciente, sino con el Establecimiento. Tampoco el Establecimiento ha contratado
directamente con el paciente, sino con la Empresa prepaga; y ésta tampoco ha
contratado con ningún paciente en particular, sino que ha otorgado un contrato con la
Obra Social para atender a todos los afiliados a los que ésta quiera dar esa cobertura.

De donde resulta que ya no podemos hablar de un único contrato asistencial, sino de una
compleja red de contratos y subcontratos que tienen a la Obra Social como primer
financiador, y al ?afiliado? como beneficiario del sistema. Pues bien: cuando los
hombres de ley se vieron confrontados con esta realidad compleja de múltiples sujetos,
y vislumbraron el riesgo de las sucesivas exoneraciones de responsabilidad a que podía
dar lugar en perjuicio y detrimento del anónimo paciente, trataron de buscar entre las
previsiones del Código Civil alguna figura que vinculase a todas estas personas en
forma directa, y no embrolladamente indirecta, con la persona física de aquél. La
encontraron, finalmente, haciendo una interpretación amplia de la llamada estipulación
en favor de tercero, que inspira el artículo 504 del Código Civil, y que presupone un
contrato en el cual una parte, llamada estipulante conviene con otra, llamada promitente
que ésta hará determinadas cosas en favor de un beneficiario. Así las cosas, resultará
que, a través de sucesivos estratos contractuales, el beneficiario (paciente) podrá
reclamar a cada uno de los promitentes solidariamente con el estipulante, u optar por
uno de ellos, -estipulante o promitente-, a su elección.

Pero, continuar discurriendo en torno a esto es ya materia de otro capítulo en tu actual


investigación, que es el correspondiente a las obligaciones que dimanan de los
contratos. Por ahora creo conveniente que reflexiones acerca de lo que te he expuesto en
esta carta, y no abandones ya más la noción de vínculo contractual cuando pienses en la
relación médico-paciente de ahora en adelante.

¿Por qué te insisto tanto en el contrato que subyace en la relación entre el médico y su
paciente? Pues, porque llegar a ver con claridad en la naturaleza jurídica de esa relación
no fue fácil, ni se hizo de un día para el otro. Hasta la década de los ?60 los juristas
pensaban que entre el médico y su paciente no había más vínculo que el que podría
existir entre dos desconocidos, y que, si de la indebida acción del médico surgía un daño
para el paciente, debían aplicarse los mismos principios que sancionan a un conductor
que ha lesionado con su vehículo a un transeúnte. Entre esos principios figuraba una
norma, referente a la prescripción, que era de un plazo breve, de dos años. Esto quería
decir que pasados dos años de sufrido el accidente, el paciente lesionado ya no podía
iniciar juicio alguno, porque así lo decía el art. 4037 del Código Civil, referido a la
responsabilidad civil ?extracontractual?. Pero héte aquí que un día los tribunales de la
Capital Federal tuvieron que encarar el caso de una paciente afectada por un lupus
facial, a la que un médico trató con radiaciones, sin procurar protección alguna para los
globos oculares. Y entonces los jueces se vieron confrontados ante un caso en el que,
con el correr del tiempo los ojos de la paciente habían sufrido una suerte de bombardeo
de Hiroshima, hasta quedar convertidos en un par de monstruosos muñones dentro de
vaciadas órbitas. Mas, como la evolución de las lesiones oculares, entre incógnitas y
dilaciones iniciales, había durado más de dos años, de atenerse a la rutina precedente en
materia de responsabilidades médicas, los jueces debían sobreseer al demandado?o
cambiar de modo de pensar respecto al carácter del vínculo entablado entre el médico y
su paciente. Como no podía ser de otro modo, adoptaron entonces de una vez y para
siempre el criterio contractual en materia de relación asistencial, que por entonces ya
regía en la doctrina francesa, muy frecuentada siempre por nuestros estudiosos del
derecho. De tal modo la prescripción, -por referirse a una deuda indemnizatoria de
causa contractual- se elevó en virtud de la norma del art. 4023 del código a un término
de diez años. Gracias a ello, la paciente pudo continuar su pleito, y obtener una
indemnización, quizá más moral que material, pero al fin de cuentas inspirada en un
sentido de justicia.

Espero que con este somero pantallazo se te haya abierto una primera puerta para
introducirte en la cabal comprensión del hecho asistencial. Estudia y profundiza estos
conceptos, y no dejes de leer y releer los artículos del Código Civil que te he
mencionado, integrándolos luego en el contexto del capítulo al que pertenecen.

Quedo a tu disposición, y recibe un fuerte aliento de tu padrino en la prosecución de tu


trabajo de tesis.

Enzo.

Estimado Franco:

Ha llegado el momento de que te introduzcas en el punto central del vínculo médico-


paciente, y en derredor del cual giran todas las demás cuestiones que definirán la
eventual existencia -o no- de una malapraxis. Me estoy refiriendo al concepto de
obligación; y como de la actividad médica se trata, la calificaremos de ahora en adelante
como obligación médico-asistencial.

No es fácil, ni siquiera para un jurista, acertar con una definición perfectamente acabada
del término ?obligación?, tal como es entendida en el mundo del derecho. Tanto es así
que incluso Dalmacio Vélez Sarsfield, el titánico autor de nuestro Código Civil, que era
tan proclive a justificar con profusión de notas y definiciones la redacción de sus
artículos, se abstuvo en este caso de definir el concepto, limitándose a recordar en el
artículo 495 que ?las obligaciones son de dar, de hacer, o de no hacer?.

Etimológicamente, ?obligación? proviene de ?ligar?: de donde, intuitivamente podemos


deducir que se trata de un vínculo jurídico que nos ?ata?, nos ?liga?, nos ?sujeta? en
relación a otra persona. La obligación es entonces un nexo, un vínculo en virtud del cual
una persona está sujeta a tener que darle algo a otra, o bien a hacer algo para ella, o
abstenerse de hacer algo que ésta no desea que sea hecho.

La ley presume, sin admitir discusión, que toda obligación surge de una causa. Dicho
con los términos del art. 499 del código Civil esto significa que? ?no hay obligación sin
causa, es decir, sin que sea derivada de uno de los hechos, o de uno de los actos lícitos o
ilícitos, de las relaciones de familia, o de las relaciones civiles?.

En el caso de la obligación médico-asistencial, ésta surge de la existencia de un contrato


asistencial, como te señalaba en mi anterior carta. Por lo tanto, toda vez que hablemos
de la obligación asistencial, deberás tener siempre presente que se trata de un obligación
nacida de un contrato. Dicho de otra manera, la obligación asistencial es de carácter
contractual. Por eso es que en mi carta anterior te señalaba que el derecho del paciente a
deducir un reclamo o demanda judicial prescribe (es decir, se extingue como acción) en
un término de diez (10) años, y no de dos, como sucede con cualquier otro reclamo
sobre responsabilidad civil por daños y perjuicios.

El Código Civil enumera un plexo de normas acerca de cómo debe debe darse acabado
cumplimiento a las obligaciones; normas que oportunamente parafraseadas nos definen
el modo en que deben cumplirse las obligaciones asistenciales. Por lo pronto, el médico
debe asegurarle al paciente una atención en tiempo propio, y acorde con el modo en que
fue intención de las partes que tal prestación médica se ejecutara, so pena de no tenerse
por prestada la atención debida (art. 625 C.C.). Esta debida oportunidad de la
prestación, así como el debido modo, forma, o manera de ser brindada, reviste la mayor
importancia al momento de juzgar la correccción o incorrección de la conducta médica.
Significa que el médico debe atender al paciente respetando los tiempos y teniendo en
cuenta las exigencias de la enfermedad, así como las circunstancias propias del ?
terreno? sobre el que actúa.

Ante el incumplimiento de la prestación asistencial por parte del médico, el paciente


tiene derecho a exigirle el cumplimiento personal; y si el médico se negase, el derecho a
recibir la atención de un tercero por cuenta del médico deudor, o bien optar por reclamar
los daños y perjuicios derivados de la inejecución del contrato (arts. 629 y 630 C.C.).
Puedes reemplazar en cada caso el término ?médico? por el de cualquier institución
asistencial, -establecimiento, prepaga, u obra social-, y los planteos y consecuencias
serán los mismos. Quien no brinda la atención debida en su tiempo y forma esperados o
exigidos por las circunstancias, incurre en responsabilidad, y deberá reparar las
consecuencias de su incumplimiento.

Por otra parte, como la obligación asistencial se basa en un contrato bilateral y oneroso,
toda vez que el médico ejerza su arte en la atención de un paciente, puede demandar el
precio de sus servicios, por cuanto éstos constituyen su modo de vida (art. 1627 C.C.).

Como te he dicho antes, la obligación medicoasistencial consiste en ?hacer? algo, que es


brindar la debida atención, en la forma debida, y en el tiempo debido. Los parámetros
para evaluar la corrección y oportunidad del accionar médico, vienen dados por los
conocimientos mismos de la ciencia médica. Es lo que nuestros maestros solían
mencionar como ?actuar según arte?. Hay un tiempo para operar una apendicitis aguda,
como lo hay para internar en una sala de terapia intensiva a un infartado cardíaco. Hay
una dotación profesional y de recursos físicos apta para atender urgencias obstétricas,
como la hay para dializar a un insuficiente renal severo. Esto lo sabemos perfectamente
los médicos, sin necesidad de que nos lo enseñe la ley. Por el contrario, es la ley la que
pedirá asesoramiento a las ciencias médicas -a través de la figura del perito- para
determinar cuándo una asistencia médica ha sido brindada en la forma y el tiempo
debidos. Y como todo médico sabe, la vara para medir la calidad de la atención brindada
debe ajustarse a las realidades y circunstancias del caso. No es lo mismo evaluar la
conducta de un cirujano rural, que debe operar una noche de tormenta en un rancho a la
luz de un candil, que la de aquél que tiene a su disposición las instalaciones de un
moderno sanatorio.

Del mismo modo que el alcance de la obligación asistencial viene determinado por un
principio de realidad, también viene calificado por las cualidades personales del médico
o del establecimiento. Por eso nuestro Código Civil dice, en su art. 902, que ??Cuanto
mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor
será la obligación que resulte de las consecuencias posibles de los hechos?. Y en el art.
909 dice que ??para la estimación de los hechos voluntarios las leyes no toman en
cuenta la condición especial, o la facultad intelectual de una persona determinada, a no
ser en los contratos que suponen una confianza especial entre las partes. En estos casos
se estimará el grado de responsabilidadd por la condición especial de los agentes?. Esto
implica que, al evaluar la obligación asistencial, se tiene en cuenta la calificación
científica del médico o del establecimiento. A mayor formación y equipamiento, mayor
obligación esperada y reclamada. La negligencia de un dermatólogo frente a una lesión
cutánea tumoral y oscura que luego resulta ser un melanoma será considerada con
mucha mayor severidad que si el descuido diagnóstico hubiese provenido de un
traumatólogo o de un endocrinólogo. Similarmente, la omisión diagnóstica de una
fractura será juzgada con más lenidad si está involucrado un clínico general -para poner
el caso- que si se trata de un traumatólogo. La razón es obvia: habitualmente no se
espera de un clínico una especial experiencia y versación traumatológica, como
tampoco se esperaría de un traumatólogo una minuciosa versación en oncología
dermatológica. Algo similar se puede decir de los establecimientos asistenciales: cuanta
mayor es su dotación, complejidad, y especialización, mayor es la obligación que surge
de su accionar, y mayor entidad revisten sus incumplimientos.

Ahora bien: ¿hasta dónde llega la obligación del médico, y por asimilación la del
establecimiento o ente asistencial?? ¿Hasta dónde se espera de él que ?haga?, y en qué
consiste ese ?hacer???

Este problema preocupó desde temprano a los juristas del siglo XX, a medida que el
desarrollo acelerado de la tecnología volvía cada vez más complejos y variados los
negocios humanos, y que las profesiones antiguas y nuevas cobraban un vigoroso y
expansivo desarrollo. Fue así que cobró impulso un enfoque novedoso, hasta entonces
nunca plasmado en la letra de los códigos. Su autor, el jurista francés Demogue, puso de
relieve que en materia de hacer, no todas las obligaciones eran iguales. Él observó que,
particularmente en el campo de ciertas profesiones y servicios, el accionar del deudor de
la obligación por lo general sólo podía apuntar a tratar de lograr un objetivo anhelado
por el acreedor. En cambio, en otros casos el hacer del obligado debía llevar a la
concreción de un resultado esperado y esperable. Entre los primeros casos, podían
señalarse profesiones como la del abogado, o el médico, que sólo pueden
comprometerse a poner su ciencia al servicio del cliente, pero sin poder asegurar un
resultado exitoso. Entre los segundos, podían señalarse actividades como la del
ingeniero o el transportista, de quienes se espera respectivamente que construyan un
edificio, o lo lleven a uno o a sus productos a determinado destino.

Al primer tipo de obligaciones las llamó ?de medios?, porque el deudor cumple con su
obligación poniendo sus conocimientos y recursos al servicio de un objetivo, pero sin
poder garantizar el logro de ese objetivo. En el caso del abogado, éste pone sus recursos
jurídicos, su habilidad inquisitiva , su raciocinio, y su fogosa verba al servicio del
objetivo que es el logro del interés de su cliente. Que lo alcance o no, depende de
numerosos factores que quedan fuera de su control: la prueba de los hechos, la
jurisprudencia y la doctrina predominantes, el criterio del juez?y en ciertos casos muy
trascendentes socialmente, hasta la influencia de los grupos de presión o las
conveniencias políticas, por qué no reconocerlo.
El médico, por su parte, pone al servicio de la curación del paciente todo su bagaje de
conocimientos y experiencia; pero no puede asegurar la curación. Su obligación se
cumple poniendo al servicio de esa curación los recursos científicos adecuados al caso,
es decir, los ?medios? hipotéticamente aptos para tratar adecuadamentee una dolencia o
enfermedad.

Al segundo tipo de obligaciones, Demogue las llamó de resultado, porque entendió que
el logro de un objetivo propuesto, de un resultado evidenciable, era la expresión
material del cumplimiento de la obligación. Pensando siempre en un plano profesional,
es el caso de un arquitecto al que se le ha encargado la construcción de una torre faltante
en una iglesia: sólo habrá cumplido su obligación cuando la flamante torre se luzca en
los altos del templo, y sus campanadas se escuchen por todo el barrio. Quizá para
lograrlo haya tenido que reforzar las estructuras preexistentes, porque de otra forma el
edificio no resistiría el sobrepeso: todo forma parte implícita de su obligación. Pero lo
que dará la pauta objetiva de su cumplimiento, será la torre, el ?resultado? evidenciable,
palpable, visible, mensurable.

Como esta clasificación simplificaba mucho el razonamiento jurídico en materia de


obligaciones de hacer, fue adoptada con entusiasmo por la doctrina jurídica, aún cuando
no se le ha dado lugar expreso en el derecho positivo, es decir, en la letra impresa de las
leyes. Particularmente quienes debían ejercer algún tipo de defensa médica echaban
mano rápidamente a esta doctrina, que parecía ser la panacea para eludir todo reclamo
sobre prestaciones médicas desafortunadas. Y, sin duda, sigue siendo un argumento de
difícil redargución, en la medida en que el médico debe lidiar con las fuerzas de la
naturaleza, y éstas no admiten predicciones ni cálculos infalibles. Pero ¡cuidado!? Todo
argumento, toda clasificación, cuando es llevada al extremo de la simplificación, corre
el riesgo de desvirtuarse groseramente. Si te pones a meditar un poco, pensando en los
muchos aspectos que puede revestir la intervención médica, verás que en más de un
caso la calificación de ?medios? versus ?resultado? es más que dudosa. Por ejemplo:
¿crees que la obligación de un hematólogo al tipificar una muestra de sangre es de ?
medios??? ¿Y qué pasaría si, -como ya ha sucedido en más de un caso-, se distrae y
confunde los grupos sanguíneos de un sujeto a trasfundir??

Otro caso: ¿qué te parece que sucedería si un radiólogo confundiese, en el montón, las
placas de dos pacientes del mismo sexo y parecida contextura, el uno portador de una
tuberculosis, y el otro de un carcinoma de pulmón?? ¿No cabría hablar de su informe
como un ?resultado? incorrecto?

¿Y qué me dirías de un anestesista que, por inadecuada preparación de un paciente, o


errada evaluación de los requerimientos anestésicos, malograra una operación?? El
logro de la inducción anestésica, ¿es un medio, o un resultado esperado? Este planteo,
cien años atrás, no hubiera tenido lugar; pero con el desarrollo científico y tecnológico
actual, cada vez se le exigen a la ciencia más ?resultados?.

Entre esos resultados que hoy se le exigen a la medicina y la higiene, está la asepsia.
Hasta bien avanzado el siglo XIX, salvo a algunos clarividentes precursores, a nadie se
le hubiese ocurrido reprochar a los cirujanos que operasen vestidos de calle, y con una
levita negra salpicada de sangre seca de previas operaciones, y que, entre entre sutura y
sutura, pinchasen las agujas enhebradas en sus solapas. Era la costumbre?y la ignorancia
de la época en materia de microbiología. (De paso, te recomiendo que en tus horas de
esparcimiento hojees las memorias de algunos famosos médicos del siglo antepasado:
¡te llenarás de asombro de lo que oirás relatar acerca del manejo en quirófano de
algunos eminentes cirujanos de la época!).

Pues bien: hoy es inadmisible que en las paredes de un quirófano aniden esporos de
bacilo tetánico, o que de los pisos se obtengan cultivos de Escherichia coli ,
Pseudomona aeruginosa, o cualquier otro germen infectivo indicador de deficientes
medidas de higiene ambiental. Entonces: ¿la debida asepsia es un medio, o un resultado
implícito en la buena praxis médica??

Pongamos ahora el caso de una señora o señorita que, llevada por la corriente mediática
de la moda, se propone abultar sensualmente sus mamas, o dar forma más escultural a
sus glúteos (o mejorar el aspecto de sus ?lolas? y su ?cola?, como seguramente diría
usando la jerga bobalicona de las modelos televisivas). Seguramente irá a consultar a un
cirujano plástico ?de onda?, y éste, naturalmente, le propondrá una solución quirúrgica
acorde con la magnitud de sus ansiedades. ¿Crees tú que esa joven (o quizá no tanto) se
haría operar si no pensara que la operación resultará exitosa, y que su atractivo se verá
incrementado al nivel exigido por sus amigas ?fashion?? ¿No te parece que para ella la
operación es, sí o sí, una cuestión de resultado?

En fin, que como verás, a esta útil clasificación de obligaciones de medios y de


resultado hay que tomarla, como quien dice, con beneficio de inventario, y no aferrarse
a ella como al mismísimo credo. De cualquier modo, y en principio, la obligación del
médico ha de calificarse como ?de medios?, y será sobre ese presupuesto que habrá de
plantearse toda defensa jurídica.

Espero, con esto, haberte allanado el camino para que aprecies la trascendencia del
concepto de obligación en materia asistencial. Recibe un afectoso saludo de tu padrino:

Enzo.

Estimado Franco:

Me imagino que después de toda esta pasada introducción, tan poco ?médica?, estarás
ansioso de entrar en el terreno más conocido en el que la medicina legal toma contacto
con el derecho. Pero, antes de entrar en materia, creo que es bueno que observes que lo
que te han enseñado en la correspondiente bolilla de tu cursada por la Facultad es sólo
un eslabón de la cadena causal en la responsabilidad médica, sin duda el más importante
desde el punto de vista de los hechos y la posterior prueba, pero de alguna manera sólo
un enfoque estático, un corte transversal de una secuencia mucho más integrada y
compleja.

Habíamos visto que el vínculo que relaciona al paciente con su médico, al igual que el
que lo vincula con la obra social, o la empresa de medicina prepaga, tiene carácter
contractual. Y los contratos han sido hechos para ser cumplidos, aunque parezca una
perogrullada decirlo.
Pues bien: héte aquí que, si nos ponemos en una óptica estrictamente jurídica, toda
malapraxis tiene su causa en el incumplimiento de las obligaciones surgidas del contrato
médicoasistencial. Pero, como la parte obligada e incumpliente puede ser tanto una
persona física (médico) como jurídica (establecimiento, empresa asistencial, obra
social), los institutos jurídicos en juego van a ser bastante más complejos de lo que
llegaste a ver en los textos de medicina legal.

En primer lugar, puede ocurrir que el médico, o lo que es más frecuente, la empresa de
medicina prepaga, actúe dolosamente. En el derecho civil, y hablando de contratos, se
entiende por dolo la intención de sustraerse deliberadamente al cumplimiento de una
obligación, con pleno conocimiento del perjuicio que esta actitud va a causarle a la otra
parte. Se podría decir que es una suerte de defraudación, aunque por el marco discutible
del contexto obligacional, y su encuadramiento contractual, no llega a configurar el
delito penal que lleva ese nombre. De modo que, cuando elabores tu tesis, no confundas
el dolo civil, encaminado a escamotear el cumplimiento de una obligación, con el dolo
en sentido penal, que es, lisa y llanamente el propósito de dañar y delinquir.

Si te pones a meditar un rato el asunto, estoy seguro de que encontrarás numerosos


ejemplos prácticos de esta actitud de incumplimiento doloso. Piensa cuántas veces las
empresas de medicina prepaga le buscan ?tres pies al gato? para eludir gastos con sus
afiliados: que si el ?plan B? no contempla este estudio expresamente, o el ?plan C? lo
excluye tácitamente en su letra pequeña al pie de página, etc. etc. En un caso en el que
me tocó intervenir personalmente, la empresa asistencial se negaba a cubrir los
honorarios y gastos de una operación de urgencia por rotura de un embarazo ectópico,
aduciendo que en el contrato estaban excluídos los gastos de ?maternidad?. La discusión
pericial se centró, pues, en la naturaleza patológica y quirúrgica del embarazo ectópico,
en contraposición con el concepto fisiológico y normal del proceso de embarazo,
gestación, y parto. (Para satisfacer tu curiosidad, te diré que el pleito se concluyó por
transacción, es decir, que la prepaga se avino a cubrir los gastos a los que se resistía, sin
que hubiera condena en juicio contra ella, como era de preverse).

Por supuesto que no debemos confundir el legítimo derecho de las obras sociales y
empresas asistenciales a discutir honestamente los límites y alcances de los servicios
pactados. Cuando hablamos de dolo contractual, nos referimos a las actitudes elusivas
tomadas verdaderamente a contramano del buen sentido y de una elemental lógica
interpretativa de las normas contractuales, o de la general convicción médica.

No vayas a creer que esta actitud dolosa es sólo patrimonio de las personas jurídicas.
También ciertos médicos inescrupulosos suelen incurrir en este tipo de
incumplimientos. Recuerdo, hace bastantes años, y en épocas en que se había puesto de
moda la homeopatía, un farmacéutico del gran Buenos Aires que reclutaba médicos a
los que proveía de un consultorio, haciéndolos pasar por ?homeópatas? mediante la
distribución de volantes publicitarios. En realidad, éstos recetaban específicos
típicamente ?alopáticos?, con recetas magistrales que simulaban ser fórmulas en el
sentido de las doctrinas de Hahnemann. Naturalmente, como habrás adivinado, esas
recetas debían prepararse exclusivamente ?en la farmacia de al lado?, que pertenecía al
inefable farmacéutico de marras?

Aquí, el dolo surgía del engaño implícito en el concepto de ?homeopatía? que, como
sabes, es una medicina paralela que, sin entrar a discutir su cientificidad, se caracteriza
por usar dosis infinitesimales de droga, lo cual puede resultar deseable en cierto tipo de
pacientes, y es el fin perseguido por quienes recurren a ella. Los médicos que se
prestaban a esta treta de hacer confundir el concepto de receta homeopática con el de
receta magistral, actuaban sin duda dolosamente, aunque desde un punto de vista
estrictamente asistencial estuviesen recetando las drogas indicadas por la medicina
ortodoxa para las afecciones tratadas en cada caso. El farmacéutico, por su parte, estaba
cometiendo una grave infracción a las normas administrativas acerca del ejercicio de la
medicina y ciencias afines, a la vez que incurriendo potencialmente en un delito de
defraudación ya que, en su caso, la intención de aprovecharse de la ingenuidad de la
gente con fines de enriquecimiento, y a sabiendas de la ilicitud de su actuar, era obvia.

Más o menos por aquellos años (te estoy hablando de los tempranos años ?70), conocí
también el caso de un ?venereólogo? que se obstinaba en tratar las sífilis
sistemáticamente con series de penicilina G sódica, cuando era ya consenso entre los
dermatólogos e infectólogos que la penicilina benzatínica era el tratamiento de elección
en la sífilis primosecundaria de adultos. La diferencia estribaba, como podrás adivinar,
en que las dosis de penicilina sódica eran diarias, y cada una de ellas se pagaba
religiosamente como una consulta. Esta explotación comercial de la angustia de un
paciente que se sabía portador de una enfermedad venérea y ?vergonzante?, como solía
decirse en aquellas épocas menos desenfadadas, es sin duda una actitud dolosa, por más
que pudieran argüirse opciones científicamente válidas para escoger ese plan de
tratamiento.

Estas son anécdotas quizá un poco añejas de un médico con más de treinta años de
ejercicio de la profesión. Seguramente si te pones a analizar las desviaciones éticas del
momento presente en nuestra cultura tú mismo descubrirás ejemplos novedosos y
actuales de estas conductas dolosas para completar la idea, y volcarlas en tu tesis.

Sin embargo, como resulta obvio, las actitudes dolosas son más bien la excepción en
materia de responsabilidad médica, una suerte se venero de anécdotas curiosas y hasta
cierto punto picarescas de nuestra idiosincrasia rioplatense. Pero la regla, lo habitual, es
que se incurra en una malapraxis a través de un accionar culposo; y aquí tendrás que
incorporar un concepto nunca bien definido en los códigos, como no sea a través de sus
expresiones concretas, que son la imprudencia, la negligencia, y la impericia en el arte o
profesión.

Por lo pronto, la culpa es una calificación de la conducta que surge de una valoración
objetivamente negativa de la acción de las personas en relación con las circunstancias,
tiempo, lugar, y vínculos legales que las relacionan con las demás personas afectadas
por esa conducta, o involucradas en sus consecuencias directas. Suele hablarse de una
culpa extracontractual o ?aquiliana? (término jurídico que se remonta al derecho
romano), cuando entre el sujeto responsable y la víctima del daño no existe ningún
vínculo convencional previo. Se trata, pues, de una situación creada entre desconocidos.
En cambio, se habla de una culpa contractual cuando entre el responsable y la víctima
de un daño existe una manifestación convencional o contrato cuyas consecuencias
esperadas se ven frustradas por el comportamiento defectuoso del obligado. La gran
mayoría de los casos de malapraxis se dan dentro de este marco ?contractual?, en parte
porque así lo determina la realidad del vínculo medicoasistencial, y en parte porque así
lo han querido la doctrina y la jurisprudencia, como una manera de resolver situaciones
de carácter prescriptivo que, de otro modo, no tendrían un justo y equitativo
encuadramiento.

Como te había anticipado, es clásico distinguir como expresiones concretas de la culpa a


la imprudencia, la negligencia, y la impericia. Con frecuencia suele hablarse también de
un incumplimiento de los deberes de la función o cargo, cuando se trata de valorar la
conducta de quienes, como suele ser el caso de los profesionales, se desempeñan dentro
del marco tutelado por un especial plexo de normas legales, o dentro de un ámbito
institucional a cuyas normas administrativas deben sujetarse.

Imagino que a esta altura ya te estarás preguntando cuál es el parámetro para medir la
prudencia, la precaución, y la pericia profesionales que constituyen los valores positivos
cuya ausencia configurará la calificación de culpa. Pues bien: aquí también se cumple
aquel dicho de Protágoras, en cuanto a que ?el hombre es la medida de todas las cosas?.
Si bien en nuestra carrera médica los maestros no cesan de exhortarnos al permanente
estudio y perfeccionamiento y a la incesante búsqueda de la excelencia, también es
cierto que la realidad más cierta del hombre, aún profesional, es el adocenamiento y la
adhesión a ciertas rutinas de pensamiento y de acción. Es por eso que, -afortunadamente
para nosotros-, se aplica aquí también el rasero de la ?aura mediocritas?, que no es una
mediocridad peyorativa, sino un estándar tipo o promedio de calidad profesional. Este
áureo medio se aprecia teniendo en cuenta las pautas generales y aceptadas de
conocimiento suficiente y de recursos terapéuticos vigentes en un momento dado de la
evolución del arte médico. De esta forma, el accionar médico será adecuado toda vez
que se halle acorde con lo que la generalidad de los profesionales de idéntica
especialización habrían aprobado, o al menos, en tanto y en cuanto cuente en su favor
con una corriente de pensamiento científico que lo avale.

De este modo, le queda al médico un amplio margen de maniobra para la


discrecionalidad diagnóstica y terapéutica. No podía ser de otra manera, habida cuenta
que el quehacer médico aspira a cimentarse en fundamentos inconmoviblemente
científicos, pero no deja de ser por ello un arte que conoce de sutiles y complejas
combinaciones, cuyas reglas podrán, en cierta medida uniformarse, pero nunca
cristalizarse en fórmulas rígidas e imperativas.

Es así que la culpa debe apreciarse siempre en concreto, nunca en abstracto. Lo que
tendrá que preguntarse el juzgador será: ¿qué es lo que habría hecho un médico bien
formado e informado científicamente, juicioso y prudente, colocado en iguales
circunstancias externas a las que encontró el el autor del hecho dañoso??

Como imaginarás, en esta indagación tiene peso el consenso profesional de los pares,
cuyos principios y pautas pueden rastrearse metódicamente a través de la nutrida
bibliografía médica, y por intermedio de la autorizada voz de las instituciones
científicas, tanto de carácter asociativo como docente y universitario, públicas y
privadas. En un juicio, esta tarea de evaluar la conducta médica es confiada
habitualmente a un perito, cuya tarea consiste, precisamente, en definir las condiciones
de buena atención médica aplicables al caso concreto en examen, y calificar, teniéndolas
en cuenta, la conducta asumida por el profesional y/o la institución demandados.

Pero, volviendo al concepto de la culpa, habrás de definir cada una de sus típicas
manifestaciones.
Así, podrás definir la imprudencia como una disposición de ánimo irreflexiva, proclive
a seguir conductas injustificadamente audaces o faltas de precaución. Puede definirse
como la conducta, positiva y activa, contraria a lo que el buen sentido aconsejaría en las
mismas circunstancias.

Para que te des una idea de cómo se ha traducido este concepto en las sentencias
judiciales, te voy a enumerar algunos casos reales y concretos, extraídos de nuestra
jurisprudencia. Es bueno que te vayas acostumbrando a este término ?jurisprudencia?,
que es la recolección de sentencias o fallos judiciales, y que vendría a funcionar, ?
mutatis mutandi? como nuestra casuística médica: es decir, como una orientación para
la decisión futura en casos similares.

Es así que recayó sentencia condenatoria sobre las siguientes conductas asistenciales,
consideradas imprudentes:

- mandar a un enfermo escaleras arriba, sólo, sin la asistencia de una enfermera, cuando
estaba sometido a la acción de neurolépticos;

- la conducta del cirujano que, advirtiendo la hipoxia del paciente, continúa la


intervención, produciéndose un paro cardíaco que lleva al coma y muerte cuatro días
más tarde;

- aplicar radioterapia facial sin asegurar la protección de los globos oculares, lo que
trajo como consecuencia la ceguera total y la deformación monstruosa del rostro;

- la decisión del obstetra de provocar un parto normal en una embarazada con dos
cesáreas previas, y que trae como resultado la rotura uterina con formación de una
fístula vesicogenital séptica;

- la internación de una paciente psiquiátrica con antecedentes suicidas en una sala de


altos sin suficiente personal de enfermería, y con ventanas desprovistas de enrejados;

- en el caso de un anestesiste, ausentarse del quirófano para hacer una llamada


telefónica, dejando el manejo del oxígeno en manos de una enfermera (en el caso, se
produjo el estallido de la válvula y del manómetro del tubo, con la consiguiente hipoxia
de la operada, que quedó descerebrada);

- siendo un obstetra, realizar un legrado uterino a una paciente en estado de shock,


acometiendo la operación en un simple consultorio de partera, y sin efectuar una
canalización previa que asegurase la debida perfusión y evitase la extravasación del
anestésico endovenoso;

- someter al paciente a una intervención quirúrgica de cierto riesgo (en este caso una
mastoplastia de aumento en una paciente de sexo femenino), sin haber previsto las
complicaciones posibles, o haberse asegurado de que la infraestructura elegida para
llevar a cabo tal intervención fuese la adecuada para afrontar tales eventuales
complicaciones.
La negligencia, por su parte, podría definirse como una disposición de ánimo
descuidada, proclive a desatender los signos y síntomas revelados por el paciente, así
como a eludir y pasar por alto la adopción de ciertas conductas exigibles en atención a
las circunstancias de la persona, el tiempo, y el lugar. Es siempre sinónimo de descuido
y omisión.

Siempre ateniéndome a ejemplos entresacados de nuestra jurisprudencia, te enumero


algunos casos en los que la culpa tuvo su expresión a través de un actuar asistencial
negligente:

- el director de una clínica geriátrica que, anoticiado telefónicamente de la agresión


sufrida por un internado a manos de otro, se limita a dar indicaciones telefónicas, sin
concurrir personalmente a fin de evaluar la situación;

- el anestesista que, advertido por el cirujano de los signos de hipoxia, no toma medidas
conducentes a restablecer la adecuada compensación del operado;

- la organización del quirófano de un establecimiento que omite la adecuada sujeción de


un operado a la camilla, de modo que, al sufrir éste un episodio convulsivo se golpea,
quedándole una lesión ocular con pérdida del 50% de la capacidad visual del ojo
afectado;

- aplicar penicilina inyectable a un paciente sin haber investigado previamente la


sensibilidad del sujeto a esa droga de conocida potencialidad alergénica;

- la conducta del médico obstetra que omite examinar la persistencia de restos


placentarios después del parto, los que luego se infectaron y provocaron a la puérpera
un tromboembolismo pulmonar que obligó a practicarle una histerectomía, quedándole
como consecuencia una fístula vesicovaginal;

- implica una secuencia de negligencias el inadecuado control de una parturienta


operada con cesárea, que desarrolla una necrosis uterina, peritonitis y septicemia, y es
deficientemente preparada para la operación, con la consecuencia de sucesivos paros
cardíacos que, sumados al dramático estado de los tejidos, causa el óbito;

- el médico de guardia que se limita a recibir su guardia ?sin novedades?, y omite


realizar la recorrida de las camas bajo su custodia, lo que lo lleva a ignorar la existencia
de un paciente con gravísima sepsis posoperatoria;

- el obstetra que da de alta a una puérpra, sin cerciorarse de que no hubieran quedado
restos placentarios, los que luego debieron ser extraídos quirúrgicamente;

- el anestesista que practica la anestesia general en un niño, sin haberse cerciorado


previamente, mediante un sondeo gástrico, de las debidas condiciones de ayuno previas,
lo que se siguió de regurgitación y muerte por asfixia;

- la omisión de proceder al recuento del instrumental luego de una operación, con lo


cual se hubiera descubierto a tiempo el olvido de una pinza de Kocher en la cavidad
abdominal del paciente;
- el jefe de un servicio que no cumple con las funciones acordes, en cuanto a la
supervisión del seguimiento de una enferma internada en su sala, lo que se traduce por
omisiones de sus subordinados que quedan sin corregir oportunamente;

- el establecimiento que no mantiene en debidas condiciones de funcionamiento los


aparatos destinados al seguimiento radiológico de maniobras operatorias;

- la conducta de los médicos que olvidaron una gasa en la cavidad abdominal de su


paciente durante una operación cesárea, lo que provocó un proceso inflamatorio que
obligó a la posterior extirpación de una de las trompas de Fallopio de la mujer, con la
consiguienter disminución de su fertilidad;

- el traumatólogo que decide la externación de un operado por fractura expuesta, sin


prestar atención a los signos y síntomas persistentes que anunciaban una posterior
gangrena gaseosa que obligó luego a efectuar la amputación del miembro afectado;

- el servicio de guardia que, recibiendo a un menor con fractura expuesta de antebrazo,


no lleva a cabo la adecuada ?toilette? quirúrgica de la zona, a resultas de lo cual se
desarrolla una gangrena gaseosa que conduce a la amputación del miembro;

- el personal paramédico que no controla debidamente el estado de un lactante colocado


en incubadora, a resultas de lo cual éste sufre graves quemaduras por la rotura de las
bolsas de agua caliente destinadas a conservar su temperatura corporal.

La impericia, a su vez, puede definirse como la carencia de conocimientos y


capacitación técnica, experiencia suficiente, o habilidad personal para el desempeño del
arte médico, o de alguno de sus aspectos prácticos.

Algunos ejemplos concretos, en este sentido, son:

- traduce impericia el accionar de un joven médico de guardia en una clínica geriátrica


que, ante un traumatizado con ocasión de una gresca entre internados, sólo le procuró
los primeros auxilios, sin tomar las demás precauciones del caso, tendientes a pesquisar
las lesiones internas que luego lo llevaron al óbito;

- presupone impericia en el manejo de la oxigenación, las lesiones oculares (fibroplasia


retrolental) sufridas por un bebé prematuro a causa de la excesiva concentración de
oxígeno suministrada;

- apunta a la impericia la inadecuada elección del tipo de anestesia (peridural en el caso)


utilizada para realizar una apendicectomía complicada;

- la perforación de un uréter durante un cateterismo, y la demora en derivar al paciente


hacia un establecimiento de mayor complejidad, presuponen impericia;

- es imperita la provocación de una atrofia testicular como consecuencia de una


intervención rutinaria de hernia inguinal;
- no reconocer la trascendencia obstétrica del líquido amniótico teñido por meconio, y
calificar de ?parto normal? a un parto con signos evidentes de sufrimiento fetal, es signo
de impericia en un obstetra especializado;

- es imperito el traumatólogo de guardia que no descubre una fractura de cráneo visible


por radiografía, alegando en su descargo que de esas fracturas se ocupan los médicos
neurólogos. Y a la inversa, puede presumirse impericia en un neurólogo que no
descubre una fractura de cadera en un paciente internado varios días en su servicio, pese
a la sintomatología evidenciada por éste.

Verás que aquí tiene gran importancia el principio contenido en el artículo 902 de
nuestro Código Civil: ??Cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno
conocimiento de las cosas, mayor será la obligación que resulte de las consecuencias
posibles de los hechos?.

También has de tener en cuenta las normas del art. 909 del mismo Código: ??Para la
estimación de los hechos voluntarios, las leyes no toman en cuenta la condición
especial, o la facultad intelectual de una persona determinada, a no ser en los contratos
que suponen una confianza especial entre las partes. En estos casos se estimará el grado
de responsabilidad por la condición especial de los agentes?.

Esto, traducido en la práctica, significa que la imputación de culpa, -y su correlativa


responsabilidad-, tienen cierta vinculación con la mayor capacitación y jerarquía que
serían de esperar en un determinado profesional. Esto resulta lógico: de un especialista
se espera un mayor conocimiento de un sector de la medicina, y por ende, un mayor ?
deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas?. Asimismo, también es
de presuponer que su calificación de especialista va destinada a generar una mayor
confianza del público paciente en su idoneidad para el manejo de determinadas
afecciones. De aquí surge una conclusión de perogrullo, y es: que se juzgará con mayor
rigor la conducta imperita de un especialista en la materia, que la de un generalista o de
un especialista en otra materia ajena a la considerada.

Y, ya que estamos tratando de la impericia, será apropiado introducir un concepto que


no ha sido explorado en la extensión debida por los juristas, aunque nos resulta familiar
a los médicos. Se trata del error; pero no del error sinónimo de equivocación, que está
acechando siempre en los emprendimientos humanos (?errare humanum est?), sino de
aquel que tiene origen en actitudes negligentes, omnipotentes, o imperitas del médico.
No es el error de la falibilidad humana, sino el provocado por el descuido, la
negligencia, la perseveración a ultranza en enfoques objetivamente inconducentes, o la
simple y llana ignorancia científica o impericia.

Este error culpable implica una equivocación allí donde cualquier otro profesional de
similar calificación, y debidamente formado, hubiese acertado. Para que se configure
este tipo de error, el médico tiene que haber podido disponer de los suficientes
elementos diagnósticos para formarse una idea instrumental de los hechos, y sin
embargo no haber echado mano de esos recursos, no haber reparado en esos hechos, o
haberlos dejado pasar sin prestarles la debida atención. Cosa ésta que resulta mucho más
factible si, por impericia, no se sabe en qué signos o síntomas, o resultados de estudios
se debe reparar para arribar a un buen diagnóstico y a una terapéutica adecuada. Porque,
como dice el conocido aforismo semiológico, ??sólo lo que se sabe, se ve??

Hasta ahora hemos recorrido las dos vertientes de la culpa en un sentido genérico, que
son: el dolo, y la culpa en sentido estricto, manifestándose esta última como
imprudencia, negligencia, o impericia. Nos quedaría por ver aún una forma de
imputación culposa, que es un instituto propio del derecho y que, por lo tanto no suele
ser tenido en cuenta en los tratados de medicina legal. Se trata de la llamada mora.

La mora, término tomado del derecho romano, es una tardanza, un retardo, un retraso
por parte del deudor que perjudica el cumplimiento de una obligación, en detrimento de
los intereses legítimos del acreedor. El artículo 508 del Código Civil dice que: ??El
deudor es igualmente responsable por los daños e intereses que su morosidad causare al
acreedor en el cumplimiento de la obligación?.

Como puedes ver fácilmente, la mora es un hecho objetivo, de directa apreciación. Para
evidenciarla bastará con tener en cuenta el carácter de la obligación y los términos
temporales en los que está formulada. Poco importa que la intención del moroso haya
sido la de sustraerse maliciosamente al debido cumplimiento de la obligación, o que el
cumplimiento se haya retrasado por culpa de su negligencia o impericia; lo
significativo, lo que daña al cumplimiento de la obligación es la demora, la prestación
dada a destiempo.

Lo que ocurre en materia de malapraxis, es que la definición del momento oportuno


para dar lugar a la intervención médica, es un aspecto de apreciación pericial, lo que
viene a complicar un tanto el terreno ya de por sí complejo de todo lo relacionado con la
asistencia médica. Aquí no se trata de si un automotor fue entregado en la fecha
acordada en la concesionaria, o si la llave de un departamento fue entregada por la
constructora en la fecha estipulada en el boleto de compraventa. En estos casos los
hechos hablan por sí mismos: basta con mirar los formularios de reserva de la unidad
correspondiente, o el estado de la construcción, y dar un vistazo al almanaque, para
saber si hubo mora, o no. Pero tratándose del estado de un paciente, la exigencia del
momento a veces surge con meridiana claridad, y hasta un lego la puede reconocer; pero
otras veces se requiere el ojo avizor del experto y el conocimiento médico preciso para
hacerlo. La determinación del momento adecuado y oportuno para llevar a cabo
determinada intervención médica, y la eventual desviación de la conducta médica
concreta en ese mismo caso concreto, constituye una de las tareas más preclaras del
perito médico llamado a dictaminar.

La forma más grosera y evidente en que puedes observar la conducta morosa por parte
de las instituciones médicas obligadas, la constituyen las inútiles dilaciones burocráticas
a que suele someterse a los pacientes en el otorgamiento de turnos de atención o fechas
de intervención quirúrgica. Nadie puede ignorar que la medicina de masas actual
conlleva una notable exigencia en recursos humanos y materiales, y que la presión del
público obliga a establecer regímenes de turnos y prioridades según la importancia y la
gravedad de cada situación. Pero tampoco se puede desconocer, con una observación
atenta, que más de una vez las prolongadas ?colas? de espera no son más que el signo
visible de un desmanejo administrativo, o de una cicatería económica que prefiere
derivar ciertos fondos sobre objetivos más rentables o aparatosos, en vez de volcarlos en
la formación de un plantel humano profesional más eficiente y laboralmente satisfecho.

Como ejemplos muy directos de mora asistencial, puedo recordarte el de una clínica que
carecía de una guardia obstétrica activa, lo que ocasionó una injustificable demora en la
operación cesárea de la que nació un niño con graves signos de sufrimiento fetal. Este
caso prototípico se ha repetido en más de una oportunidad, y la mora vino calificada en
estos casos por el hecho de comportarse tales establecimientos como un centro
obstétrico de guardia para determinadas obras sociales, lo cual dejaba inexplicado que
no contase con una dotación obstétrica de planta, debiendo esperar la concurrencia del
especialista en guardia ?pasiva?.

También me viene a la memoria el caso de aquel sanatorio de obra social que demoró la
asistencia de un paciente con obvios síntomas de dolor precordial, por no poder alcanzar
a exhibir éste su carnet con todos los talones al día; con el resultado que, entre el
tramiteo y la espera, al paciente se le produjo un infarto cardíaco seguido de muerte.

Pero no creas que el incumplimiento moroso procede siempre de la proverbial falta de


imaginación y sentido común de ciertas burocracias asistenciales de nuestro medio:
también, y con primordial trascendencia, la mora surge de la negligencia médica. Aquí
yo me arriesgaría a apartarme de las generalidades de los textos de derecho médico,
para volcar algo de mi experiencia y observación personal. Siempre me ha parecido ver
detrás de una conducta médica morosa en un marco institucional una vacancia de
supervisión técnica o, para decírtelo de otro modo, una jefatura deficiente. Porque, si
bien la morosidad es más de una vez fruto de la perplejidad del médico ante los
misterios, engaños y disimulos de la enfermedad, cuando se halla integrado en la
estructura jerárquica de un ?Servicio?, la persistencia en ese estado de indecisión
traduce -y es mi simple forma de ver- una carencia de idoneidad en las jefaturas. No se
puede entender que pueda prolongarse un estado de inacción médica ante el peligro,
cuando debieran funcionar correctamente los clásicos mecanismos de supervisión
médica, la ?recorrida de sala?, y el ?ateneo?, con su consulta bibliográfica y casuística.
Es por esto que resultan injustificables ciertos casos que refleja la jurisprudencia, como
el de la mora diagnóstica en un doble fracturado de cadera, que determinó la necrosis
aséptica de ambas cabezas de fémur, obligando a reemplazarlas luego por sendas
prótesis. O el de una sección accidental del uréter ocurrida durante las maniobras de
una histerectomía, y que se tardó 17 días en diagnosticar, y en decidir su intervención
reparativa.

Has podido ver que la casuística en lo que hace genéricamente a la ?culpa? como
calificante del incumplimiento de la obligación asistencial, es nutrida. Por eso, en una
postdata te doy una ficha bibliográfica de donde podrás tomar la referencia precisa de
las publicaciones jurídicas en las que se desarrolla la jurisprudencia de los casos que te
he citado brevemente. Te aconsejo que, con tiempo, las leas con espíritu crítico y visión
bien abierta, y te ejercites en ?leer entre líneas?, no limitándote a merituar la erudición
del juez, sino buscando también aquello que las partes ocultaron u omitieron, en aras de
sus intereses, y la medida en que el perito y el juez por su intermedio dejaron de
escudriñar en factores que todos nosotros conocemos, pero que a menudo callamos.
Como médico, seguramente este ejercicio te será de gran utilidad, y no sólo como
legista, sino como profesional que debe lidiar día a día con condicionamientos externos
de toda índole.

Afectuosamente:

Enzo.

P.D.: Podrás encontrar las citas jurisprudenciales de los casos mencionados en esta carta
en la revista El Derecho, tomo 154, pág. 927-934, 1993, en un trabajo de mi autoría,
titulado ?El incumplimiento de la obligación asistencial como causa de la
responsabilidad médica?.

Será bueno que te vayas familiarizando con las más prestigiosas revistas jurídicas,
porque será en ellas que deberás buscar más adelante los ejemplos actualizados que te
permitirán enriquecer tu trabajo de tesis. Entre ellas se cuentan El Derecho (E.D.),
Jurisprudencia Argentina (J.A.), y La Ley (L.L.). Podrás consultarlas gratuitamente en
las grandes bibliotecas públicas, como la Nacional o la del Congreso, y seguramente
tendrán alguna de esas colecciones en el departamento jurídico de la institución en la
que trabajes. Los casos referentes a la materia de tu interés los encontrarás bajo el
acápite genérico de ?Daños y perjuicios?, ?Médico?, o similar. Con una mínima ayuda
del bibliotecario, y hojeando con paciencia estas publicaciones y sus síntesis o ?
repertorios?, no tardarás en hacerte práctico en la tarea de buscar jurisprudencia y
doctrina del tema que nos ocupa.

Estimado Franco:

A juzgar por el tenor de tu último ?mail?, ya te has puesto ducho en esto de ver las
posibles desviaciones culpógenas del accionar médico e institucional. Veo que has
aguzado tu don de observación, y has aprendido a ver el ?más allá? de muchas
conductas profesionales. Se diría que empiezas a volverte un poco sociólogo de la
medicina; cosa que me parece muy bien, porque desde siempre la profesión médica ha
producido grandes observadores de la sociedad. No es de extrañar que tantos médicos
del pasado se hayan distinguido por sus paralelas investigaciones en campos como la
economía política, la filosofía, la historia y la sociología misma, en un sentido
restringido a su ángulo de observación.

Cuento con que desde nuestra última charla epistolar ya no se te escapen los puntos
débiles del plexo asistencial, de modo que puedas anticiparte a la aparición de
situaciones de riesgo potencial, y aprendas a precaverte de los avatares a los que te
expone el ejercicio regular de tu profesión. Esto supone de tu parte una buena cuota de ?
insight?, para descubrir en tus propias actitudes diagnósticas y terapéuticas aquellas
estereotipias que pueden presentar un flanco débil para la comisión del error médico.
Asimismo, esto te va a exigir un saludable ejercicio de crítica que te llevará a reconocer
y diagnosticar los infaltables puntos débiles y hiatos en la seguridad de las
administraciones medicoasistenciales. El saber reconocer esos puntos críticos dentro de
las estructuras médicas será el primer paso para que te prepares a poner tu modesto
granito de arena en la solución de esas falencias y en la brega por una medicina mejor y
más acorde con el espíritu de los tiempos.

Hablábamos la vez pasada del incumplimiento de la obligación asistencial en tiempo y


forma debidos como la ?causa? jurídica de todo eventual daño ocasionado al sujeto
paciente. Habíamos visto cómo ese incumplimiento, para generar responsabilidad, debía
ser ilícito y culpable. Ilícito, en cuanto no mediasen razones de derecho para justificarlo;
y culpable, en cuanto a que se viese calificado por un accionar imprudente, negligente, o
imperito por parte del médico. También en otra oportunidad hemos hablado del deber
genérico de seguridad o garantía que pesa como una obligación accesoria sobre los
contratos de adhesión que otorgan habitualmente las empresas de medicina prepaga,
obras sociales, y demás entes asistenciales con sus beneficiarios.

Pues bien: lo que ahora quiero transmitirte es algo así como el meollo de la defensa
médica, lo que la doctrina y la jurisprudencia han venido definiendo como la
interrupción del nexo causal en materia de responsabilidad médica. Esto quiere decir
que, si la relación de causalidad jurídica es un continuo secuencial que parte del
incumplimiento objetivo de la obligación asistencial, y se califica y vuelve ilegítimo en
virtud de un obrar culposo, llevando a una consecuencia o desenlace dañoso, bastará
que se produzca una fractura en esa secuencia causal, para que no pueda desencadenarse
como lógica consecuencia la obligación de reparar o indemnizar el daño acaecido.

De modo que la fractura o interrupción del nexo causal viene a constituír el fundamento
objetivo de toda argumentación con vistas a la defensa del profesional, frente a una
imputación de responsabilidad médica.

La imposibilidad de dar cumplimiento a la prestación asistencial debida, es la primera


de esas circunstancias eximentes de responsabilidad. El razonamiento es casi obvio, y
tiene desde sus orígenes en el derecho romano una expresión aforística: ?Ad
impossibilitas nemo tenetur? (nadie está obligado a obrar lo imposible). Este principio
se traduce en el texto del artículo 627 de nuestro Código Civil, que dice que: ??Si el
hecho (prometido en la obligación) resultare imposible sin culpa del deudor, la
obligación queda extinguida para ambas partes, y el deudor debe volver al acreedor lo
que por razón de ella hubiere recibido?. Esto quiere decir que, mediando una obligación
asistencial que se vuelva de cumplimiento imposible, el médico o la institución obligada
quedan liberados de la prestación comprometida, debiendo reintegrarle al paciente las
sumas que hubiese percibido con causa de dicha prestación devenida imposible, y en la
medida en que no hayan sido destinadas a preparativos y estudios previos ya cumplidos.

Se me ocurre, para darte un ejemplo ilustrativo de esta imposibilidad de cumplimiento,


el de un paciente que fuese intervenido a efectos de ser sometido a una operación
protésica de cierta magnitud, y que a último momento no fuese posible llevar a cabo por
no permitirlo una súbita descompensación de su estado general. Lo mismo sucedería
tratándose de un trasplante de órgano que sufriese indefinida postergación, por no
presentarse el material biológico apto en términos de histocompatibilidad.

El caso fortuito constituye el hecho eximente de responsabilidad médica por


antonomasia, toda vez que supone la intromisión, en el acto médico, de un factor o
fuerza de la naturaleza que ?no ha podido preverse, o que previsto no ha podido
evitarse?, como lo define el art. 514 de nuestro Código Civil.

Todo el quehacer de la medicina está constantemente acechado por la eventualidad del


caso fortuito (o ?casus?, como se lo denominaba en derecho romano). Los seres
humanos estamos sujetos a los imprevistos de la naturaleza. Frases hechas como ?nadie
tiene la vida comprada?, o ?nadie muere en la víspera?, no hacen otra cosa que
recordarnos que, más allá de toda previsibilidad, hay imponderables que, llamémoslos ?
destino?, ?fatalidad?, o como se quiera, nos recuerdan a cada paso la fragilidad de
nuestra condición humana.

Muchos son los hechos que no pueden ser previstos, desde el que desencadena la muerte
súbita de un lactante, hasta el que provoca un ictus apoplético en un adulto que hasta ese
momento gozaba de aparente salud general. El deceso inesperado de un paciente luego
de ser sometido a una exploración diagnóstica invasiva, o a una operación de las
consideradas rutinarias, sin que hubiese mediado negligencia ninguna, son otros tantos
ejemplos cotidianos a los que los médicos debemos enfrentarnos. Nuestra formación
profesional, nuestro duro contacto diario con esa realidad apabullante de nuestra
debilidad humana, nos imbuye de un cierto fatalismo hacia los inescrutables designios
de la vida, que a veces no logra ser comprendido por el hombre común, demasiado
confiado en las fascinantes posibilidades de una tecnología futurista. Quizá eso explique
por qué es tanto más difícil comunicarle hoy a un paciente la causa del deceso de su ser
querido, de lo que era hace cuarenta, o cincuenta años atrás.

Sin embargo, no es el ?casus? en cuanto hecho que no ha podido preverse, el que tiene
mayor relevancia en la praxis médica, sino más bien cuando se manifiesta como un
hecho que ?previsto, no ha podido ser evitado?. Aquí hace su aparición un concepto
médico con el que seguramente ya estás familiarizado: el riesgo terapéutico. Pero como
siempre es conveniente tratar de fijar con claridad los conceptos que tendrán
consecuencias jurídicas, intentaremos definirlo partiendo de la base de que ese riesgo
terapéutico surge de nuestro conocimiento, por experiencia, de que los tratamientos e
intervenciones médicas conllevan un peligro ínsito en la práctica misma. La magnitud
de ese peligro implícito en la intervención terapéutica, y que se expresará a través de
una mortalidad y morbilidad por cada 100 casos de un grupo homogéneo, tendrá una
expresión estadística. El riesgo terapéutico, entonces, podrá definirse como la aparición
estadística de una consecuencia indeseable en relación causal directa con una
determinada intervención médica. Se trataría entonces de un concepto abstracto,
estadístico; una simple relación probabilística que pesa sobre ese tipo de intervención o
acto médico en cuestión. El conocimiento de la existencia de ese riesgo, lo convierte en
un factor previsible, pero cuya previsibilidad en términos de proporcionalidad
estadística no puede evitar su aparición o acaecimiento en un caso concreto. Y cuando
ello sucede, en nuestra jerga médica, hablamos con toda honestidad y neutralidad
científica de iatrogenia.

El término iatrogenia, acuñado a partir de la raíz griega ?iatrós? (médico), y de la


latina ?genero? (generar, causar), carece en sí mismo de intencionalidad alguna, y es
simplemente descriptivo. Fue introducido, como tantos otros, con la objetividad, la
neutralidad descriptiva y la soltura intelectual que caracterizaba al mundo médico del
siglo XIX, y permaneció restringido al ámbito médico hasta bien entrado el siglo XX.
Entonces, el desarrollo del concepto de responsabilidad médica como un aspecto
destacado de la responsabilidad civil en un tiempo de medicina de masas llevó a un
redescubrimiento de este concepto, y su apropiación, aunque todavía no de modo
unísono, por la doctrina jurídica. De modo que hoy ya no es posible ignorar, tanto en
medicina legal como en el derecho de daños, la naturaleza, el significado, y la
trascendencia de la iatrogenia. Conviene por tanto definirla como toda consecuencia
indeseable o dañosa, tanto en el plano físico como psíquico y moral, que puede suceder
como consecuencia del riesgo implícito en el acto terapéutico. La iatrogenia viene a ser
la expresión concreta e individualizada de un riesgo por lo general previsible, pero sin
embargo inevitable. O sea, un hecho fortuito.

Pero ¡atención! No vayas a creer que, porque esta ocurrencia sea inevitable, esto
significa que el médico queda siempre a salvo de toda responsabilidad. La iatrogenia
sólo puede ser asimilada al hecho fortuito, en la medida en que no ha existido culpa
alguna por parte del médico responsable. De lo contrario, nos encontraremos lisa y
llanamente frente a una conducta culposa, donde no se previo lo previsible, o se
omitieron las medidas aptas para evitar lo evitable.

Antes de pasar a considerar otras formas de interrupción del nexo causal, y ya que tu
tesis va a tener que ser examinada por hombres de derecho además de médicos, vale la
pena que te haga una aclaración, más teórica que práctica. Cuando revises la
bibliografía, verás que algunos autores distinguirán el auténtico caso fortuito del riesgo
terapéutico y la iatrogenia. Su criterio, sin duda muy atendible, es que en la ocurrencia
del caso fortuito el hecho independiente de la previsión o del control humano reviste un
carácter ?exterior? a la conducta humana. Por el contrario, en el riesgo terapéutico el
factor ajeno al señorío de la voluntad humana es sin embargo dependiente de una acción
humana previa, que lo desencadena. De cualquier modo, a los efectos prácticos, y
siempre y cuando no haya mediado culpa médica, el riesgo terapéutico tiene toda la
carga de imponderabilidad que es propia de las fuerzas de la naturaleza. De allí que
resulte muy apropiado el asumirlo como un hecho fortuito.

Y ya que estamos tratando de los imponderables de la naturaleza y del terreno biológico,


será bueno referirnos a la intromisión de la falibilidad humana en la apreciación de la
enfermedad y su complejo terapéutico. Me estoy refiriendo al error científico de
naturaleza no culpable, al error debido a la imperfección propia del intelecto humano y
a la perfectibilidad ilimitada del conocimiento científico.

Podemos definir al error científico como la inadecuada respuesta médica ante los hechos
biológicos tales como se presentan en el examen físico o instrumental del paciente,
motivada (dicha respuesta) por las imperfecciones del conocimiento científico, o
causada por una defectuosa integración de los elementos de juicio o parámetros
disponibles, no imputable a otra causa que la ínsita falibilidad humana.

El error científico, inculpable por definición, descarta por ende toda imprudencia,
impericia o negligencia. Es la expresión misma de las limitaciones del hombre, de las
imperfecciones del saber médico en una circunstancia científica y social dada, o de
ambos factores combinados. La historia de la Medicina está jalonada por los aciertos y
los yerros de los grandes hombres de ciencia; cuánto más, de los anónimos y cotidianos
soldados de la medicina, que libran su cotidiana batalla contra el sufrimiento, el dolor, y
la aflicción de la enfermedad.
Pero como los hombres de leyes deben fundar su criterio sobre la sólida afirmaciónde
las normas, el carácter eximente de culpa del error científico puede remitirse, entre
nosotros, al artículo 929 del Código Civil. Dice dicha norma que ??El error de hecho no
perjudica, cuando ha habido razón para errar, pero no podrá alegarse cuando la
ignorancia del verdadero estado de las cosas proviene de una negligencia culpable.?
Parafraseándolo, este artículo viene a decirnos que ?el error de hecho acerca de las
circunstancias clínicas del paciente no puede perjudicar la responsabilidad del médico,
cuando éste ha tenido razones científicas para errar; pero no podrá alegarse cuando su
ignorancia del verdadero cuadro clínico proviene de su propia negligencia?.

Yendo a las causas posibles del error científico en la praxis médica, alcanzo a discernir
las siguientes, que sin duda tú te encargarás de perfeccionar y profundizar en tu tesis:

a) Causas inherentes a la ciencia, como son los conceptos y creencias científicas


dominantes en un momento dado y en un medio determinado; los alcances del
conocimiento en las ciencias médicas y sus ciencias auxiliares; la variedad de escuelas y
teorías, que se reflejan en la nomenclatura y clasificación de las enfermedades,
determinando asimismo discrepancias terapéuticas. En este sentido es bueno tener
presente un fallo de la Cámara Nacional en lo Civil, sala C, de junio 12 de 1964, en el
que se dijo que: ??el médico nunca responde por el hecho de haberse orientado por una
de las opiniones idóneas en conflicto. Sólo se le exige que formule el diagnóstico de
acuerdo con las reglas autorizadamente aceptadas de su profesión?? Lo que se dijo
entonces, es extensible analógicamente a los tratamientos y demás conductas
diagnósticas o terapéuticas: se espera del médico que actúe del modo que es consenso
entre sus pares, y que lo haga fundado en una práctica sustentada en bases científicas
reconocidamente autorizadas. Si aún así los vericuetos de la enfermedad han escapado a
su detección, o no ha habido la respuesta terapéutica esperada, habrá que atribuírlo al
factor humano, inculpable. Y en este sentido, te cito otro fallo apropiado al tema, esta
vez de la sala A de la misma cámara civil, en el que dijo el tribunal que: ??El error de
diagnóstico no es imputable si se han tomado todas las medidas para evitarlo, y no se ha
puesto de manifiesto una ignorancia en la materia, no pudiéndose exigir del médico más
de lo que pueda exigirse al promedio de médicos, salvo si se tratara de un especialista??

b) Causas inherentes a las condiciones del medio sanitario: tales como los estándares de
atención médica para una sociedad determinada, grupo demográfico, etc.; los recursos
técnicos y económicos disponibles en esa sociedad o sector social, y las teorías y
realidades de la cobertura asistencial en ese medio considerado. No es difícil
comprender que el médico se desenvuelve dentro de un marco dado por los estándares
sanitarios tanto públicos como privados. La doctrina ha percibido siempre la diferencia
de posibilidades y recursos científicos que puede gozar un establecimiento sanatorial en
una gran urbe, y la que dispone una sala o dispensario en un alejado pueblo de frontera.
Esto sea dicho, por supuesto, sin abandonar la brega por una mayor justicia distributiva,
y la necesidad de llevar los mejores recursos posibles hasta los más lejanos confines del
país. Se trata, en un terreno concreto, de puro sentido común.

c) Causas inherentes a la enfermedad: tales como la sintomatología solapada, confusa, o


?no patognomónica?, así como las variables características que adopta la enfermedad
según el terreno biológico de cada enfermo en particular.
d) Causas inherentes al paciente: como ciertas actitudes de negación inconsciente, o de
desplazamiento, etc., las que, sin incurrir en una falta de colaboración manifiesta,
constituyen defectos imputables al complejo psicosomático del paciente capaces de
causar una desviación o enmascaramiento de los síntomas.

Entre mis anécdotas personales, recuerdo dos casos casi idénticos en su conducta, y que
se me presentaron cuando yo ejercía, siendo joven médico, la clínica general en sendas
obras sociales. En un caso se trataba de una mujer joven, divorciada y atractiva; en el
segundo, de una mujer madura, bien parecida, viuda, y ya abuela. En ambos casos, la
consulta fue por amenorrea, acompañada de estado nauseoso. En ambos casos, un sexto
sentido profesional me dijo que, ante todo, debía pedir un ortho-test. En ambos casos,
las pacientes negaron enfáticamente haber sostenido relaciones sexuales luego de su ya
alegado divorcio o viudez. En ambos casos, el test de embarazo dio positivo. En ambos
casos, repetido el test, volvio a dar positivo. En ambos casos, la explicación anamnésica,
ya frente a las irrefutables constancias del laboratorio, fue tan incomprensible y abstrusa
como sólo podría idearla un talento femenino.

Te confieso que sentí la tentación de hacer como aquel médico del chiste, que en
similares circunstancias se dirigió a la ventana, la abrió de par en par, y dando la espalda
a su paciente, se dedicó a contemplar el cielo con actitud absorta. Cuando su paciente,
incómoda, le preguntó: ?¿Doctor, qué está haciendo???, éste le respondió: ?Mire,
señora, la última vez que quedó registrado un caso similar, vinieron los Reyes Magos?
¡Esta vez no me los quiero perder?!

Bueno, bromas aparte, es un hecho que muchas veces los pacientes, por razones que
tienen raíces neuróticas muy profundas, ?se juegan en contra?, y arrastran al médico al
error. Muchas veces he observado que estos pacientes, temiendo algún diagnóstico
ominoso, se esfuerzan por disimular o minimizar sus síntomas, como si engañando al
médico, también pudieran engañar a la enfermedad. Suelen responder al interrogatorio
con diminutivos (?dolorcito?, ?un poquito de sangre?, ?tosecita?), como si su reducción
verbal redujese también el peligro de recibir un diagnóstico desagradable. Pero también
está el otro tipo de paciente, el que los franceses llamaban ?le malade au petit papier?
(el enfermo del papelito), que aturde a su médico con un interminable listado de
síntomas generalmente intrascendentes pero cuidadosamente registrados en una esquela,
con lo que no logra, por lo general, más que contribuír a una mayor desorientación
diagnóstica.

E) Causas inherentes al profesional: el médico no es más que un hombre -o mujer-


corriente y moliente; sólo que con un bagaje de conocimientos científicos tales como su
época le pudo proveer. Puede haber nacido más o menos dotado intelectualmente; puede
haber sido más o menos dedicado al estudio; puede haber tenido mejores o peores
maestros, mejores o peores oportunidades de formarse profesionalmente, mejores o
peores oportunidades de tomar contacto con patologías variadas y complejas, o de
actuar dentro del marco formativo de las instituciones que constituyen la escuela de la
medicina moderna. En este sentido, habrá sin duda médicos más brillantes, inteligentes,
y expertos que otros. Pero, lo que la sociedad exige es un standard de capacidad y
eficiencia; no un médico ?sobresaliente 10 puntos?, sino un médico promedio, bueno, ?
de 7 puntos?: una eficiente medianía. Es en base a la figura abstracta de este médico
standard, adocenado, suficientemente bien formado sin ser excepcional, que se toma el
patrón de medida de la conducta médica. No podría ser de otro modo puesto que, tal
como sucede en otros órdenes, la corporación médica contiene individuos de los más
variados calibres y estaturas intelectuales, con una media standard, tanto mejor cuanto
mejor es la sociedad que lo formó.

Causas inherentes a la estructura institucional: cuando el vínculo asistencial tiene lugar


en el marco de una institución prestadora, es necesario considerar el real grado de
libertad científica de la que goza el profesional, según el nivel de decisión jerárquica en
el que le es dado actuar. Que el médico, en esta era de medicina de masas, debe
desenvolverse con los recursos que las instituciones le proveen, es un dato de la
realidad. Que las instituciones, en su afán de reducir costos, circunscriben a veces de un
modo riesgoso la facultad del médico de recurrir a estudios de cierta complejidad, es
también un dato de nuestra diaria experiencia. Pero lo que no siempre es bien percibido,
-y debería serlo mucho más-, es la potencial incidencia de la organización
administrativa en la génesis de ciertos errores médicos. La incoordinación entre
servicios, la falta de un seguimiento personalizado, la carencia de una jefatura atenta y
vigilante al accionar del equipo, la segmentación del quehacer en compartimientos
estancos asistenciales administrativos y de mantenimiento, y de subsegmentaciones a su
vez estancas dentro de estos mismos estamentos, son factores que con harta frecuencia
subyacen en la causa de error médico. Error que, si bien resulta excusable para el
médico como persona física, quizá no lo sería tanto para la empresa o institución
médica, si quien ha de juzgar supiese escudriñar en los vericuetos de la organización y
conducción administrativa.

Hasta ahora hemos visto aquellos casos en los que la naturaleza, a través del
imponderable ?caso fortuito? provoca un daño que viene a complicar el acto médico.
Pero puede ocurrir que el daño obrado por la naturaleza ya haya sido producido, y que
la mano del hombre sea llamada a causar un nuevo daño para atenuar y limitar las
consecuencias de una situación nefasta. Para decirlo de otro modo, hay ocasiones en que
el médico se ve forzado a causar un daño controlado, para evitar otro daño mayor y
descontrolado. Es como el caso del bombero, que destruye la parte incendiada de un
edificio, para que el fuego no se propague a la parte todavía indemne. O el del capitán
del barco, que ordena tirar por la borda toda la preciosa carga, a fin de salvar a la nave y
su tripulación de un hundimiento seguro.

Esto es lo que se conoce en la doctrina jurídica como el estado de necesidad, y que ha


sido definido como ?? una situación en que dos o más derechos o intereses legítimos
colisionan, y que se resuelve por el sacrificio de uno de ellos en favor del otro; la
alternativa de sufrir o de producir un daño. En otros términos, una situación de peligro
para un bien jurídico, que sólo puede salvarse mediante la violación de otro bien
jurídico?? (Rezzonico).

El fundamento filosófico y ético de la doctrina del estado de necesidad radica en lo que


ha sido llamado el principio del ?interés preponderante? o del ?doble efecto?. Esto
quiere decir que, cuando quien debe tomar una decisión escogiendo entre dos o más
conductas posibles, en condiciones tales que cualquier decisión generaría un daño, debe
elegir aquella que proteja mejor al bien o valor principal, aunque de ello se siga un daño
para otro bien estimable. O sea, que entre dos efectos dañosos, se ha de elegir el que
menor daño cause al bien mayor.
En medicina el estado de necesidad lleva a veces a la adopción de conductas activas que
van más allá de lo presupuesto, como cuando el cirujano se encuentra con que el
desarrollo de un tumor es más extenso que lo calculado, y le obliga, ya en el quirófano,
a llevar a cabo un vaciamiento inesperado; o a la inversa, a la omisión de la conducta
esperada, como cuando el mismo cirujano, ante el inusitado desarrollo del tumor, decide
no extirparlo, y en cambio crear una vía alternativa para sortear la dificultad que éste
causa, prolongando así la vida del paciente, dentro de lo posible. O puedes citar también
el ya tradicional ejemplo del cirujano que, ante el desarrollo de una gangrena, o ante la
imposibilidad de reconstruír un miembro destrozado en un accidente, decide la
amputación del mismo.

Sin embargo, para que verdaderamente se configure el estado de necesidad, deben


cumplirse los siguientes requisitos, señalados por la jurisprudencia y la doctrina:

a) que el estado de necesidad no se haya producido por culpa del agente; es decir, que el
peligro o la amenaza de peligro no le sea imputable.

b) que no se pueda alejar o evitar el riesgo de ninguna otra manera que no sea causando
el perjuicio;

c) que el riesgo sea inevitable, inminente, y actual;

d) que el daño inferido sea menor que el que se pretende impedir.

Siguiendo con nuestra línea de análisis, existen también factores de interrupción de la


cadena causal en la responsabilidad médica, que responden exclusivamente a la
conducta inapropiada del paciente.

En mi segunda carta, cuando te describía las características del contrato asistencial, te


decía que se trata de un contrato bilateral, porque implica recíprocas obligaciones entre
ambas partes, el médico y su paciente. El hecho de que la principal obligación jurídica
del paciente sea abonar los servicios médicos, no debe distraer nuestra atención de otras
obligaciones que lo vinculan al facultativo. Esas obligaciones no están enumeradas por
la ley, pero surgen tácitamente de la naturaleza de la praxis profesional. Entre ellas, se
cuenta lo que podríamos llamar la ?honestidad anamnésica?, que es el deber del
paciente de no ocultarle al médico ciertos hechos esenciales para su labor, por más ?
vergonzantes? que pudieran parecerle.

También se espera del paciente que preste su colaboración para la realización de los
estudios complementarios que indefectiblemente acompañan a una pesquisa diagnóstica
compleja. Esto, siempre y cuando, claro está, no se trate de ciertos estudios con elevado
riesgo estadístico de complicación, en cuyo caso se debe conciliar la necesidad
científica del médico, con el derecho del paciente a negarse a intervenciones cruentas o
desproporcionadamente dolorosas o riesgosas.

Se espera también del paciente que cumpla con razonable precisión las indicaciones
médicas, y que advierta oportunamente al facultativo de los inconvenientes o
impedimentos ajenos a su voluntad que fueren surgiendo en el cumplimiento de tales
prescripciones.

En tal sentido, y hablando jurídicamente, el paciente que incumple sus deberes de tal, y
a consecuencia de ello sufre un perjuicio, no hace otra cosa que incurrir en lo que se
define como culpa de la víctima. De ella dice el artículo 1111 de nuestro Código Civil
que ??El hecho que no cause daño a la persona que lo sufre, sino por una falta imputable
a ella, no impone responsabilidad alguna?. En otras palabras: si la imprudencia y la
negligencia asistenciales perjudican al médico, la imprudencia y negligencia del
paciente a él sólo deben perjudicar. La cosa es tan obvia, que no requiere mayores
comentarios.

Una de las expresiones más frecuentes de este incumplimiento de la obligación


recíproca por parte del paciente, es el abandono del tratamiento. Podemos decir que el
paciente hace abandono del tratamiento cuando su conducta impide en forma evidente y
definitiva que el médico, o la institución médica, sigan su evolución clínica, de tal modo
que no puedan reflexionar sobre el caso, ni corregir el curso del tratamiento. Lo que
sucede aquí es que el paciente, de manera unilateral e inconsulta, decide sustraerse al
seguimiento y control fijados por el médico o la institución obligados. La motivación
psicológica en estos casos es compleja, pero para que realmente se pueda asimilar esta
actitud a una culpa del paciente, es necesario que tanto el médico como la institución
asistencial involucrada sean ajenos al factor desencadenante de tal decisión.

La Medicina es una ciencia compleja, y un arte difícil. La enfermedad es engañosa y


elusiva con harta frecuencia. La observación y el control expectante de la evolución de
los síntomas y signos, es un recurso semiológico de gran importancia en el diagnóstico
de muchas enfermedades. La ?cronoterapia? es un modismo que, en la intimidad del
ateneo médico, suele definir la conveniencia de contemporizar un tiempo con el
desarrollo de la afección, en espera de la aparición de los signos que permitan
desenmascararla y atrapar la punta del ovillo desde la que empezar a desenrrollar la
madeja diagnóstica.

Si la enfermedad es a menudo engañosa en sus manifestaciones, también con demasiada


frecuencia es díscola frente a la terapéutica. Esto obliga al médico a replantearse a cada
paso las formas de tratamiento, corrigiendo el rumbo cada vez que surge una
complicación inesperada, una intolerancia medicamentosa, una pertinaz resistencia, etc.,
etc. Ese mismo tanteo ensayo-error, cuando es llevado a cabo por un profesional experto
y consciente, viene a reforzar, y no a debilitar la idoneidad de la conducción médica.
Pero si el paciente, devenido impaciente, se retira de la relación terapéutica sin
hacérselo saber al profesional, y sin haberle dado oportunidad de modificar o variar su
enfoque, no sólo priva al médico de la posibilidad de acercarse a la solución del
problema biológico, sino que asume sobre sí las consecuencias de su abandono. Una vez
más nos encontramos frente a los presupuestos del enunciado del art. 1111 del Código
Civil: un ?hecho que causa daño a la persona que lo sufre, por una falta imputable a
ella?.

Sin embargo, no podemos ignorar que la relación médico-paciente se da habitualmente


en términos asimétricos, y más particularmente cuando esa relación está enmarcada de
una manera obligada en la impersonalidad colectiva de un ente asistencial. De allí que la
doctrina y la jurisprudencia hayan ido perfilando ciertos requisitos para que pueda
considerarse que ha habido un abandono del tratamiento verdaderamente objetivable.
En primer lugar, la interrupción del seguimiento asistencial debe depender únicamente
de la voluntad del paciente. Debe ser una decisión unilateral de éste, y no estar
determinada por factores ajenos a su decisión personal, y que actúen determinando
exteriormente su conducta. Por ejemplo, tú sabes que en nuestro medio es frecuente que
las obras sociales cambien periódicamente de establecimientos contratados, lo que
obliga a sus afiliados a continuar atendiéndose en otros sanatorios o clínicas, con la
consiguiente pérdida de continuidad y congruencia en el seguimiento médico.
Comprenderás que en casos así, mal podría hablarse de un ?abandono? por parte del
beneficiario.

En segundo lugar, no tiene que mediar un deber profesional o institucional de


identificación y búsqueda del paciente. Por ejemplo, en materia de SIDA la ley 23.798
en su artículo 8º impone a los profesionales que detecten el virus de la
inmunodeficiencia humana, o posean presunción fundada de que un individuo es
portador, el deber de informarle sobre el carácter infectocontagioso del mismo, los
medios y formas de transmisión, y su derecho a recibir asistencia adecuada. Me parece,
-y espero que estés de acuerdo con ello-, que este deber deontológico implícito en la
actividad médica pesa también sobre toda institución asistencial o de contralor médico
que realice estudios con fines de catastro médico o control ocupacional, toda vez que a
través de los estudios realizados descubra que el sujeto es portador de alguna
enfermedad detectable que exija inmediato tratamiento.

En tercer lugar, no tienen que existir presunciones de desatención previa, o razones


valederas que justifiquen la pérdida de confianza del paciente hacia la calidad de la
atención brindada. Esto es más que obvio: ser ?paciente? no implica tener que ser
masoquista. Todos tenemos una cierta intuición, que se vuelve exquisita cuando
sufrimos, acerca de las verdaderas actitudes de quienes deberían velar por nosotros. Y si
esa percepción se ve reforzada por hechos objetivos, está todo dicho. De allí que la
jurisprudencia es conteste en reconocer que el paciente que cree con fundamento que ha
sido víctima de una malapraxis, está en todo su derecho de rehuír la continuación del
tratamiento bajo la atención de quien presume que lo lesionó.

Por otro lado, no cabe la excusa del abandono del tratamiento por parte del paciente
cuando el médico descuida un deber primario de atención en la urgencia, como es, por
ejemplo, la realización de una ?toilette? quirúrgica en una fractura expuesta. De modo
que una atención descuidada y negligente en una primera consulta no puede hallar
excusa válida en la falta de retorno del paciente: máxime, si esa ausencia se debió,
precisamente, al error culpable y omisivo del profesional.

Además, tratándose de un establecimiento, institución o empresa asistencial, si se quiere


invocar un abandono del tratamiento, se debe poder acreditar que se ofrecían opciones
suficientes de cambio o derivación hacia otro entorno asistencial para el paciente
disconforme con la atención recibida. Este principio doctrinario viene a reivindicar uno
de los derechos del paciente a veces menos respetados: el de optar y cambiar si la
atención médica recibida no le garantiza un adecuado ?rapport?, contención y
confianza.

Finalmente, y como colofón de esta somera exposición de las defensas que asisten al
médico frente a las consecuencias de su intervención, no debes perder nunca de vista un
hecho fundamental: el médico, en cuanto ejerce su arte y profesión, no hace sino ejercer
un legítimo derecho. Este derecho está genéricamente garantizado por la Constitución
Nacional, en tanto y en cuanto significa un derecho de trabajo (art. 14 C.N.). Pero más
específicamente, su derecho a tomar decisiones médicas a pesar de los riesgos
terapéuticos siempre implícitos en ellas, surge del carácter de profesión legalmente
instituída, y sometida al poder de policía de las autoridades sanitarias de la
Administración Pública, provincial o nacional. De allí que debe presuponerse que el
médico no puede incurrir en culpa, ni contractual ni aquiliana, toda vez que se
circunscribe a poner en ejercicio su legítimo derecho de atender y medicar conforme a
las prescripciones de su arte. En este sentido, la jurisprudencia ha reconocido la
discrecionalidad de que goza el accionar del médico en el ejercicio regular de su
profesión para ??adaptar los sistemas terapéuticos conocidos a las particulares
características y específicas reacciones de los pacientes sometidos a su tratamiento?
(C.N.Civ., sala A, set. 14-1976, E.D. 72-524, Nº7). Ahora bien: si la investidura
profesional, por la tradición milenaria de la función médica, y por su carácter controlado
y reglamentado por la autoridad sanitaria que vela por su idoneidad, goza de un amplio
margen de discrecionalidad, tiene como contrapartida el requerimiento implícito -y en
determinados casos legal-, de contar con el consentimiento informado del paciente.

Fueron los norteamericanos, con ese sentido práctico que los caracteriza, quienes
supieron darle forma jurídica a lo que de otra manera ya subyacía en el espíritu de la
buena práctica médica, y en la doctrina sobre obligaciones y contratos de nuestro
régimen civil, al igual que de cualquier otro inspirado en el derecho romano. Pero,
aunque la idea de que las decisiones médicas deben ser consensuadas con el paciente era
un principio deontológico, y que la expresión de voluntad del paciente debía concurrir
para formar una decisión terapéutica legítima era un presupuesto de la validez jurídica
del acto médico, la realidad era que demasiado a menudo el ?imperialismo? médico se
imponía, sin mayores contemplaciones, a los verdaderos deseos del paciente. Así fue
que, dentro del contexto fuertemente garantista de los derechos individuales que
distingue al pensamiento jurídiconorteamericano, surgió el instituto del consentimiento
informado (informed consent). Una definición concisa y clara de este consentimiento
informado la da el Black?s Law Dictionary, diciendo que ??El consentimiento
informado es un principio general del derecho según el cual un médico tiene el deber de
explicar aquello que todo médico razonablemente prudente según el criterio de la
comunidad médica, y en el ejercicio de un cuidado razonable, daría a conocer a su
paciente, como los riesgos graves de daño que podrían suceder a un tipo de tratamiento
propuesto, de modo que ese paciente, ejerciendo un normal cuidado de su propia salud,
y confrontando con la elección de someterse al tratamiento propuesto, o a otro
alternativo, o a ninguno, pueda con inteligencia ejercitar su juicio y sopesar los riesgos
probables frente a los probables beneficios?.

El consentimiento informado, como ves, tiende a reintegrarle al paciente su parte de


autodeterminación, frente a los peligros de un exceso de profesionalidad reforzada por
el empleo de una jerga técnica cada vez más hermética e ininteligible. Mucha tinta se ha
volcado en el intento de definir los alcances de este consentimiento informado, ya que
salvo en casos bien concretos y obvios como el referido a la disposición de órganos y
materiales anatómicos para trasplante (ley 24.193 en su art. 13), las disposiciones
administrativas de carácter nacional, como la ley 17.132, o sus equivalentes
provinciales, se limitan a enunciar normas genéricas de consideración al ?
consentimiento? del paciente, pero sin entrar a discurrir acerca de su formulación, ni sus
alcances. Sin embargo, si se analiza detenidamente la definición dada por el Black?s
Dictionary, y se relaciona ésta con la realidad del ejercicio médico cotidiano, los
requisitos son sencillos. En primer lugar, para obtener válidamente el consentimiento
del paciente, es necesario explicarle aquellos hechos o circunstancias que en el consenso
médico se considera que éste debería saber. El concepto es que el paciente, munido de
ese conocimiento, pueda hacerse una idea lo más precisa posible de las ventajas,
desventajas, y riesgos de los métodos diagnósticos o terapéuticos alternativamente
propuestos, así como de lo que sería de esperar en el caso hipotético de abstenerse de
actuar.

Pero, vista la enorme distancia que separa al entendido en medicina del lego en la
materia, resulta casi obvio que estas explicaciones le deben ser dadas en un lenguaje
simplificado y asequible. La idea es que, sin necesidad de entrar en una terminología
hermética, el médico sepa transmitirle a su paciente cuál es el estado de su enfermedad,
cuáles son las conductas que es posible adoptar en el caso, y las ventajas y riesgos
relativos de cada uno de esos comportamientos terapéuticos o diagnósticos.

En este planteo simplificado para consumo del paciente, el médico debe poner su talento
profesional para transmitir la suficiente información esencial, sin incurrir en
tendenciosas o absurdas deformaciones pseudodidácticas. No se trata de enseñarle
medicina al lego, -cosa imposible en tales circunstancias-, sino de permitirle distinguir
con claridad entre dos o más alternativas, tratando de que queden claras las ventajas y
los riesgos implicados en la adopción de cada una de ellas. Esto, de tal modo que el
paciente no llegue nunca a encontrarse con hechos súbitamente presentados,
inesperados, nunca anunciados, y tanto más graves cuanto más irreversibles.

Seguramente me vas a objetar que esto no es siempre posible, y que iría a veces en
contra de la experiencia nuestra de cada día: en particular, del manejo de ese paciente al
que ?no es conveniente decirle?, o que ?no quiere saber?. Sin embargo, esta casuística
es más teórica que real. Aún sin nombrar las palabras ?tabú? para ciertos pacientes muy
sensibles o aprensivos, éstos se encuentran en condiciones de percibir el contexto de la
situación, y al fin de cuentas, lo que interesa es el resultado final terapéutico, y ese,
indefectiblemente habrá de enfrentarlo el paciente tarde o temprano. De cualquier
modo, la experiencia medicolegal nos enseña que no son precisamente éstos los casos
que habrán de generar reproches respecto de la omisión del consentimiento informado.
Muy por el contrario, no es el médico considerado y humanitario quien peca de omisión,
sino el apresurado, el superficial, el omnipotente, quien lo hace.

Dos palabras más, esta vez acerca de los formularios o protocolos preimpresos que
circulan por los servicios de Cirugía, Ginecología, Traumatología, Oncología, Urología,
y en general todos aquellos en los que se llevan a cabo intervenciones cruentas, dejando
constancia de que se otorga el ?consentimiento informado? para tal o cual intervención,
y admitiendo de antemano aquellas medidas quirúrgicas que el operador considerase
necesarias al caso durante la operación. Sin duda que la adecuada confección de estos
protocolos, y su anexo a la historia clínica es una útil medida de medicina legal
preventiva. Contribuye sin duda a contemplar los escrúpulos de los asesores jurídicos de
las compañías de seguros, y a darle una sensación de resguardo al médico que se
desempeña en relación de dependencia de un establecimiento de obra social. ¿Es
aconsejable su uso sistemático? Sí, puede serlo; sobre todo cuando el médico es un
engranaje más dentro de un sistema de atención masificada, o cuando se lo exige el
seguro. Ahora bien: si me preguntas mi opinión personalísima al respecto, te diría que
no creo que ese consentimiento formulario agregue demasiado a una historia clínica
bien llevada, clara y legible; porque en una historia así las cosas hablan por sí mismas.
Sobre todo, de estos protocolos es necesario no esperar más de la cuenta. Son sólo una
constancia más, pero resultan una cáscara vacía de contenido si, -como suele suceder-,
su llenado va a ser efectuado rutinariamente por personal administrativo, o
estereotipadamente por un médico apurado y corriendo contra el reloj. La correcta
confección de este documento, que podrá convertirse en la hipótesis de un juicio en una
prueba preconstituída, requiere del diálogo pausado y la explicación paciente por parte
del médico. De lo contrario, casi te diría que es preferible no confeccionarlo. Con la
buena historia clínica, basta: al menos, en ?nuestra? cultura jurídica. Además, hay que
tener presente que ningún formulario preimpreso de ?consentimiento? puede avalar ni
exculpar una posterior imprudencia o negligencia del médico, ni justificar su impericia
profesional.

Donde sí te diría enfáticamente que es recomendable adjuntar un protocolo de


consentimiento informado a la historia clínica, es en el caso de tener que administrar
drogas teratogénicas a una mujer en edad fértil. Y si se trata de una menor de 21 años,
debes hacerlo acompañar de la firma de por lo menos uno de sus padres, o el tutor, o
responsable legal. En el formulario debe constar expresamente que se ha explicado el
riesgo teratogénico, y la paciente debe asentar su compromiso de recurrir al o los
métodos anticonceptivos que sean confiables a fin de prevenir el embarazo, durante
todo el tiempo considerado de riesgo.

Como corolario de todas las consideraciones que he vertido en esta carta, puedes ver
que el médico goza, en el ejercicio de su profesión, de una razonable ?inmunidad?
social. Como la que asiste a los embajadores, para que puedan decirles cosas a veces
desagradables a sus huéspedes, el médico está legitimado para poder llevar a cabo
intervenciones desagradables y riesgosas en la persona de sus pacientes. Mientras no
incurra en actos imprudentes y negligentes, y mientras sepa bien lo que está haciendo,
no puede incurrir en el reproche social ni en sus consecuencias jurídicas. Te digo esto
para que desde ya vayas difundiendo estos conceptos necesarios entre tus jóvenes
colegas, aunque más no sea para contrabalancear un poco las exageradas versiones que
con cierta intencionalidad se hacen circular, pintando a la responsabilidad médica como
un horripilante monstruo que acecha cada paso del hombre de guardapolvo blanco. Ni
tanto que no ilumine, ni tanto que queme al santo.

Recibe un abrazo de tu padrino:

Estimado Franco:

Me dices en tu última carta que encuentras ciertas dificultades para extraer directivas y
conclusiones claras respecto de la atribución de responsabilidad entre varios
profesionales, y de la distribución de la misma en el intrincado complejo de las
instituciones médicas. Recuerdas, con atinado criterio, que la medicina actual se da cada
vez más en el marco de un trabajo en equipo, y que la intervención de ese equipo es
habitual en el campo quirúrgico. Me haces notar, además, que las relaciones de
ordinación y subordinación en el ámbito hospitalario o sanatorial son fuente de muchos
interrogantes llegado el caso de una hipótesis de malapraxis. A todo esto lo quieres
definir como la cuestión de la ?atribución de las responsabilidades?.

Por otro lado, me señalas también que te sientes un poco desorientado frente a la actual
complejidad comercial de la asistencia médica privada, y el surgimiento de entidades
intermediadoras que, como las novedosas ?gerenciadoras? vienen a insertarse en un
sistema que ya sin ellas era bastante heterogéneo y con reglas poco claras, al menos para
el médico corriente y moliente (y ni qué decir para el anónimo paciente). De aquí que
me hagas partícipe de tu inquietud acerca del lugar que ocupan estos planteos en el
desarrollo de una teoría general de la responsabilidad médica como la que te propones
desarrollar en tu tesis.

Debo decirte, ante todo, que en este aspecto de tu tesis tendrás que tratar de elaborar una
suerte de guía orientadora, más que un exhaustivo desarrollo casuístico. Esto se debe a
que la misma ciencia jurídica ha incursionado sólo de una manera genérica en este
problema de los equipos y de los complejos asistenciales. Lo que sí ha venido haciendo
la jurisprudencia es ir definiendo ciertas directrices generales que permitan luego dictar
una sentencia ajustable a cada caso en su particularidad, ya que son tan variadas y
diferentes las posibilidades de vinculación jurídica entre los entes prestadores de
cobertura médica asistencial, sus planteles médicos, y los pacientes beneficiarios.

Para tratar de ir razonando juntos, vamos a empezar por el problema del llamado
equipo, del que quizá el equipo quirúrgico sea el paradigma, con su cirujano jefe, sus
cirujanos ayudantes, el médico anestesiólogo o anestesista, la instrumentadora, y el resto
del personal paramédico y de enfermería presente.

Supongamos que ese equipo hubiese sido organizado por el cirujano jefe, con la
finalidad de desenvolverse en la práctica privada. Se lo conocerá entonces como ?el
equipo del Dr. Juan Pérez? por ponerle un nombre de fantasía, y la identidad de sus
componentes quedará opacada por la predominante personalidad del jefe. Con él, y en
virtud de su prestigio personal, contratarán los pacientes, deseosos de estar en manos del
afamado ?profesor?. Él será quien designe personalmente a cada uno de sus
colaboradores, y quien facture y perciba los honorarios pactados, distribuyéndolos luego
entre sus colaboradores, a prorrata de su desempeño. También será él quien disponga
que la ?hotelería? y los servicios de quirófano sean prestados en determinada institución
de su personal agrado y confianza.

Supongamos ahora que el equipo del Dr. Juan Pérez es cooptado por un hospital o
sanatorio privado, pero dentro de su estructura institucional. Entonces, el equipo seguirá
siendo el mismo, pero ahora la facturación al paciente se hará a través del sistema
administrativo del Hospital o Sanatorio, quien fijará los aranceles, y le adjudicará un
tanto por ciento de ellos al equipo actuante. A su vez, suele ser habitual que nuestro
epónimo Dr. Juan Pérez distribuya esos honorarios a prorrata de la labor desempeñada
por cada uno de sus colaboradores.

Pero supongamos ahora que el prestigioso Dr. Pérez se presenta a concurso por la
jefatura del Servicio de su especialidad, en ese Hospital o Sanatorio del que
hablábamos. Habiéndolo ganado, la Institución le hace saber que deberá conformar su
equipo con el plantel médico ya existente en el hospital. Él, y los médicos de su equipo
percibirán un sueldo básico, al que se agregarán emolumentos variables según la tarea
efectivamente realizada. Seguramente se le permitirá incorporar algunos de sus más
estrechos colaboradores, que pasarán a integrarse como subordinados suyos dentro del
organigrama del Servicio; pero en esencia, el nuevo jefe deberá armar su equipo de
trabajo con los recursos humanos que ya formaban parte del Servicio bajo las
precedentes jefaturas.

Vayamos ahora un poco más allá en esta secuencia de hipótesis, e imaginemos que
nuestro Dr. Juan Pérez, profesor de una Especialidad Quirúrgica, es designado jefe de
servicio en un hospital público. Como tal, su ingreso a la administración en el área de
Salud (nacional, provincial, municipal, etc.), se hace en forma personal. Deberá formar
su equipo de trabajo con los recursos de personal idóneo ya existentes. Percibirá un
sueldo, fijado escalafonariamente en atención a su jerarquía y función, con más la
antigüedad acreditada en el empleo público, y toda esa pléyade de imputaciones
contables que convierten el recibo de haberes del empleado público en un galimatías de
códigos numéricos. Se habrá convertido en un ?agente de la administración pública?,
sometido a los estatutos y reglamentos de la misma. Será, de ahora en más, el
prestigioso jefe de un servicio de una especialidad quirúrgica, que sostendrá relaciones
de ordinación y subordinación con los demás agentes administrativos de carrera
profesional asistencial por encima y por debajo de su nivel jerárquico, dentro de su ?
línea? administrativa.

Repasando estas cuatro hipótesis sucesivas, ves que hemos ido pasando, con respecto al
Dr. Juan Pérez, jefe de un equipo quirúrgico, desde una situación de máxima autonomía,
a otra dependiente en su totalidad. Si en un primer y segundo caso podía organizar su
equipo a su gusto y preferencia, en un tercero y cuarto se ve constreñido a manejarse
con los recursos humanos que le provee un Establecimiento. Si en un primer caso
pactaba honorarios con ?su? paciente, y luego los distribuía en su equipo, en el segundo
ya debía participar de ellos al Establecimiento, y distribuír a su criterio el resto entre su
equipo. En el tercero, sus honorarios le eran adjudicados por el Establecimiento, aunque
con amplio margen para consensuar una parte variable con sus colaboradores, y
finalmente, en la relación de empleo público está convertido en un agente
administrativo de carrera profesional, cuyo salario, al igual que el de sus colaboradores,
le es pagado por el Estado, obedeciendo a las escalas salariales vigentes en ese
momento en el sector público.

Esta secuencia de situaciones hipotéticas, con sus variantes laborales y económicas,


servirá para que te vayas familiarizando con el concepto de la responsabilidad ?in
eligendo?, y la responsabilidad ?in vigilando?. Ambos son conceptos que verás emplear
muy a menudo cuando se trata de sopesar el grado de responsabilidad que le cabe a cada
componente de un equipo médico (atribución), o el que le cabe a cada una de las
personas jurídicas o instituciones involucradas en en la producción de un daño médico
(distribución).

Se entiende por responsabilidad ?in eligendo? aquella en la que incurre el deudor de una
obligación de hacer, a causa de una elección defectuosa o indebida de las personas
físicas o jurídicas de las que se vale para cumplir con su obligación. De igual forma, se
entiende por responsabilidad ?in vigilando? aquella en la que incurre el deudor de una
obligación de hacer, cuando por defectuoso control o vigilancia de la conducta de
aquellas personas de las que se vale, se produce un daño.
Dicho de otra manera: quien, para cumplir con su obligación, se vale de terceras
personas, -sean o no sus ?dependientes? en sentido laboral-, tiene el deber de elegirlas
bien. La contrapartida de esa adecuada elección es la responsabilidad ?in eligendo?.A su
vez, quien se vale de tales terceros, debe vigilar su desempeño; de lo contrario, de
producirse un daño se le atribuirá una responsabilidad ?in vigilando?.

Volvamos ahora a nuestras cuatro hipótesis, y al Dr. Juan Pérez, que es jefe de un
equipo de Cirugía. Si se produjese un daño a un paciente como consecuencia del
accionar culposo de un miembro de su equipo: ¿qué responsabilidad le cabría? Como ya
te he señalado, no es posible dar fórmulas en abstracto, sino que siempre debe
apreciarse cada caso en concreto. Pero el concepto del deber de elegir bien, y vigilar,
servirán de herramientas útiles para esta valoración. Así, en las dos primeras hipótesis,
el Dr. Pérez ha podido elegir libremente a sus colaboradores; en la tercera, esa
posibilidad le ha sido muy restringida, y en la cuarta directamente ha carecido de la
facultad de designar a voluntad a sus colaboradores. Incluso, si en la primera hipótesis
ha podido adjudicar a su gusto honorarios y funciones, en la última ha quedado sujeto a
una superestructura que lo supera, en tanto que en las situaciones intermedias se
escalonan los tonos grises.

Sin embargo, y más allá de la subordinación económica, y la posibilidad de elegir o no a


los componentes de un equipo, ha habido siempre en la apreciación jurisprudencial un
concepto de subordinación jerárquica, que refleja sobre la persona del Jefe de Servicio o
del equipo las consecuencias del accionar de sus subordinados, en tanto y en cuanto
éstos deben ser dirigidos por aquél, y actuar según sus dictados. Pero, a su vez, esa
subordinación jerárquica puede concurrir de una manera difícil de dilucidar con el
concepto de ?autonomía técnica? del ejercicio profesional, que apunta a las diferentes
incumbencias de las disciplinas médicas. Esto responde a que, en el seno de un equipo,
suele haber profesionales de diferente calificación curricular, y cada uno de ellos, por
tradición deontológica, cuando no por calificación técnica, resulta ser autónomo en su
parcela de conocimiento y decisión médica. Sin embargo, se podría decir que, en
términos generales, y tratándose de un trabajo en equipo, la autonomía técnica cede ante
la subordinación jerárquica. Haciendo un símil del orden naval o musical, el jefe de un
equipo es como el capitán del barco, o el director de orquesta: los talentos y
calificaciones técnicas individuales deben someterse a un orden y coordinación general.
Me estoy refiriendo, por supuesto, al trabajo grupal o de equipo, que supone el accionar
simultáneo y vertical de un cuerpo colectivo profesional sobre la persona del paciente.
Distinto será el caso de un trabajo secuencial horizontal o de interconsulta, donde cada
uno de los profesionales intervinientes conserva su propia autonomía científica y, por
ende, su cuota de responsabilidad subjetiva.

Si todo esto te parece un poco embrollado, no te extrañes; la realidad es así de


embrollada y compleja, y con frecuencia se escapa de las clasificaciones conceptuales
de los libros.

De cualquier modo, esta búsqueda de las responsabilidades individuales de las personas


físicas componentes de un equipo, al menos en el ámbito de la demanda civil, suele
tener un interés más académico y teórico que práctico. Esto se debe, como ya
imaginarás, al hecho de que las grandes intervenciones quirúrgicas tienen lugar
generalmente dentro del marco de la medicina mediada por empresas asistenciales. En
tales condiciones, el equipo quirúrgico no es más que un efector, un ?dependiente
jurídico? de la empresa asistencial, la cual debe responder solidariamente por el
accionar médico singular o colectivo de su plantel profesional. Como creo haberte dicho
ya en elguna de mis anteriores cartas, la responsabilidad de las instituciones de
asistencia médica puede hacerse derivar, en nuestro Código Civil, de la norma del art.
1631 C.C., que dispone que: ??el empresario es responsable del trabajo ejecutado por
las personas que ocupe en la obra.? Además, el hecho evidente de una sucesiva
sustitución en el cumplimiento de la obligación mediante el empleo de terceros que se
hacen cargo de la ejecución de la asistencia médica, ha llevado a los juristas a buscar
una fuente normativa en el instituto de la estipulación en favor de tercero contemplada,
bastante imperfectamente, por el art. 504 del mismo Código. De estas dos normas, así
como de todas las otras que resultan concordantes con ellas (arts. 505, 506, 508, 5ll,
512, 519, 520, 521, 522, 625, etc. Del C.C.) surge la responsabilidad solidaria frente al
acreedor damnificado. Esto significa que, determinándose la culpa de alguna de las
personas concatenadas en la asistencia que resultó defectuosa, todas ellas concurren en
un sentido retrospectivo o ascendente, en busca de la fuente originaria de la obligación,
y a los efectos del pago del total de la indemnización fijada en la eventual sentencia.
Esto quiere decir que, si un médico o equipo médico incurre culposamente en una
malapraxis, el paciente damnificado no sólo puede accionar demandando al profesional
directamente causante, sino que puede hacerlo contra el establecimiento del que éste
dependía a los efectos de la prestación, y contra la la entidad prepaga o asistencial de la
que ese establecimiento depende, y así sucesivamente hasta llegar a la persona
primigeniamente obligada a la cobertura médica: obra social, empresa de medicina
prepaga, municipalidad, o estado provincial o nacional.

Esta búsqueda de la responsabilidad solidaria por vía ascendente responde a lo que ha


dado en denominarse deber de seguridad o garantía, y que se presume implícito en todo
contrato asistencial. Se trata de una obligación accesoria, que la doctrina hace nacer de
la naturaleza misma de las cosas. Significa que una vez que el paciente se ha puesto
bajo la asistencia del ente obligado a prestársela, éste debe cumplir con su deber
asistencial de tal manera que todas las prestaciones que deriven de dicha asistencia se
lleven a cabo sin ocasionarle daño alguno que resulte ajeno al motivo de la práctica, ni
justificado por los riesgos inherentes a la misma. Al igual que cuando tomamos un tren,
esperamos llegar a destino sin que descarrile, también cuando nos sometemos a una
intervención médica esperamos llegar al término de ella sin otro sobresalto ni
inconveniente que aquellos que pudieran derivar del genio mismo de la enfermedad, y
de los hechos de la naturaleza que constituyan un caso fortuito de orden biológico. Esto,
simplemente, es lo que significa ese deber de seguridad o garantía accesorio del contrato
asistencial: seguridad en la forma de prestar los servicios, y garantía de la calidad de los
mismos. Ambas cosas presuponen idoneidad en la elección de los efectores, y vigilancia
del desempeño de los mismos. Ni más ni menos que lo que ya vimos cuando
hablábamos de la responsabilidad ?in eligendo? e ?in vigilando?.

No creas, sin embargo, que las empresas de asistencia médica y las Obras Sociales
aceptan de buen grado esta teoría de la seguridad o garantía. El hecho es que
indefectiblemente en sus escritos de defensa en juicio, se resisten sistemáticamente a
esta interpretación, aún a sabiendas de que la jurisprudencia y la doctrina les son
adversas en esta cuestión. Las empresas asistenciales que prestan servicios a través de
una ?cartilla? argumentan que, al darle al beneficiario diversas opciones, la
responsabilidad sólo puede recaer sobre los establecimientos o médicos elegidos por
aquél. Se resisten a reconocer que les quepa algún deber de mantener una permanente
evaluación y vigilancia de sus prestadores, alegando una presunta imposibilidad fáctica
de llevar a cabo ese control. Las obras sociales, por su parte, suelen aferrarse a la idea
de que sólo les compete el asegurar a sus afiliados una cobertura conforme a las
exigencias de la ley, y que corresponde a cada establecimiento o profesional actuante el
haber cumplido con los requisitos impuestos por la administración sanitaria para quedar
habilitados y funcionar regularmente. Sostienen que es la autoridad sanitaria, el Estado a
través de la correspondiente Secretaría del Ministerio de Salud, quien debe ocuparse de
controlar a los médicos a los que otorga una matrícula, y de aquellos establecimientos
que habilita. Deducen, por tanto, que a ellas sólo les corresponde asegurarse de que los
médicos que contratan sean idóneos en cuanto a su habilitación , y que los
establecimientos cumplan con los recaudos formales exigidos por las autoridades
sanitarias para su debido funcionamiento.

Sin embargo, y pese a la habitual verbosidad burocrática y grandilocuente con que


suelen envolverse estos argumentos, la realidad sociológica y comercial, por no decir
que el simple sentido común, llevan a la conclusión opuesta. En principio, porque el
Estado lo que hace es verificar que el médico haya cumplido con sus exigencias
curriculares, y el establecimiento con los estándares de recursos requeridos. Se trata de
un corte estático de la realidad, y si se quiere, formal y genérico. Pero lo que puede dar
lugar a una malapraxis es la asistencia médica, que es un hecho específico, concreto,
dinámico, que no se desenvuelve en el ámbito administrativo, sino en el comercial o
civil. Seguidamente, porque la actitud misma de las empresas médicas en defensa de sus
intereses económicos, sometiendo regularmente a sus prestadores a una auditoría de
costos, está señalando por sí misma la paralela necesidad de velar también por el interés
social y público mediante la simultánea y permanente auditoría de calidad.

Por otra parte, el desarrollo tecnológico de la medicina, al igual que cualquiera otro,
conlleva una generación de novedosos riesgos. A mayor complejidad tecnológica y
organizativa, mayor generación de riesgos inherentes a la misma. A esto la doctrina
jurídica ha respondido con la formulación de la teoría del riesgo creado. Esta teoría
sostiene, en esencia, que quien crea un riesgo -sea con un interés personal o comercial, o
incluso con visos sociales-, debe estar en condiciones de responsabilizarse de sus
consecuencias indeseables. Es el precio que debe pagarse por un progreso ordenado, que
proteja a la sociedad de los riesgos y peligros implícitos en ese progreso tecnológico.

Todo este desarrollo que he tratado de esbozarte, te servirá para explicar, cuando te lo
pregunten, el por qué en todo juicio de malapraxis se demanda a los médicos
directamente imputados, y además, en sentido retrógrado o ascendente al
establecimiento, a la empresa o gerenciadora del sistema asistencial, y eventualmente a
la obra social si la hubiere involucrada, en virtud de la ley de Obras Sociales.

Es más: te diría que los abogados que saben de responsabilidades asistenciales o


médicas restringen cada vez más su demanda a las instituciones, considerando a los
profesionales tan sólo como ?dependientes? de aquéllas. Y los jueces que saben meditar
el derecho, sin restringirse mecánicamente a una aplicación repetitiva de las leyes,
comprenden la perfecta legitimidad de este enfoque. El focalizar la demanda sobre las
personas jurídicas y no sobre las físicas que actúan como sus efectores o dependientes
en sentido técnico, conlleva un alto contenido de realismo sociológico, a la vez que de
comprensión jurídica del carácter contractual de la responsabilidad médica. El realismo
sociológico deriva de la comprensión de que, detrás de un mal prestador asistencial,
siempre se encuentra un mal gerenciador. Y si de un establecimiento se trata, la
experiencia demuestra que detrás de una malapraxis médica, siempre hay un desmanejo
jerárquico y burocrático que no fue corregido a tiempo. ?Dadme un mal profesional y os
diré de qué defectos adolece su empleador? podría ser un neoaforismo médico, y te
aseguro que estoy dispuesto a suscribirlo con todo el peso de mis tres décadas y pico de
experiencia en policlínicas, sanatorios, obras sociales, hospitales, y demás yerbas.

En resumen, puede decirse que la comprensión jurídica se nutre del sinceramiento al


que debe conducir el ya indiscutido carácter ?contractual? de la relación asistencial, ya
que si el vínculo médico-paciente sigue una secuencia contractual principal y refleja, lo
primero que debe preguntarse el jurista es: ¿en nombre de quién actuó el causante
directo del daño médico?. A continuación de lo cual cabe preguntarse: ¿quién era el
principal obligado? En el medio de esas dos respuestas caben todos los intermediarios
sobre los que podría enderezarse una demanda.

Te dejo meditando todo esto, y te mando un afectuoso saludo de tu padrino de tesis:

Enzo.

Estimado Franco:

A lo largo de este estudio que has emprendido con mi modesta ayuda, se te ha ido
esclareciendo seguramente aquel tema de la responsabilidad médica que antes te parecía
tan confuso y embrollado.

Ahora, como una última orientación para tu trabajo quisiera introducirte en el concepto
del daño, y su esperada consecuencia judicial, que es la obligación del resarcimiento.
Para lo cual tendremos que dar un vistazo a los requisitos del daño, y a los factores
vinculados a la conducta del responsable que operan como agravantes del mismo.
También tendremos que analizar las teorías indemnizatorias, y reconocer sus respectivos
aciertos y deficiencias; fijar los principios que hacen a la extensión del resarcimiento, y
los rubros que éste debe cubrir, así como el reconocimiento del derecho a ser resarcido y
recurrir en justicia, o legitimación del reclamante.

Ante todo, para que un daño sea resarcible debe ser cierto, es decir, objetivamente
comprobable o apreciable. Esa apreciación puede ser incluso prospectiva o presuntiva,
como en el caso de la ?pérdida de una chance?; pero debe tener en todo momento una
expresión real que permita su evaluación. Así, por ejemplo, ha habido casos en los que
un falso médico operó pacientes de una clínica privada. Aquellos pacientes que fueron
mal intervenidos, por técnica deficiente o impericia operatoria, tendrían derecho a
reclamar de la clínica los correspondientes daños y perjuicios, incluyendo el daño
patrimonial y las lesiones físicas y psíquicas ocasionadas. Pero sin duda habría algunos
casos simples, en los que el falso médico habría tratado correctamente y de acuerdo a
pautas adecuadas. De hecho, te diré que en los casos de falsos médicos que me fue dado
conocer algo de cerca, el impostor gozaba de una cierta habilidad técnica sin la cual no
hubiera logrado mantener demasiado tiempo su impostura, y que le permitía soslayar
sus fracasos evidentes sin despertar demasiadas sospechas. En este caso, los pacientes
debidamente intervenidos no tendrían acción para demandar en virtud de daños físicos
inexistentes. Pero en cambio sí podrían demandar bajo el concepto de ?incumplimiento
debido del contrato?, incluyendo el daño moral causado por la situación de
defraudación. Es decir, que no hay resarcimiento sin daño cierto y subsistente.

Por otra parte, el resarcimiento del daño sólo alcanza a las consecuencias inmediatas y
necesarias de la falta de cumplimiento de la obligación; pero si hubiese mediado una
inejecución maliciosa o dolosa de la obligación, la indemnización deberá ser más
amplia, para comprender también las consecuencias mediatas (arts. 519, 520, y 521
C.C.). Estas consecuencias mediatas son aquellas que ?resultan solamente de la
conexión de un hecho con un acontecimiento distinto? (art. 901 C.C.).

Todo lo anterior responde al concepto de que el resarcimiento debe ser integral, es decir,
que debe tratar de volver las cosas a su lugar, tratando en la medida de lo posible de
lograr una restitución completa de las cosas a su estado anterior al de la ocurrencia del
daño. Esto se denomina, mediante un término latino, la restitutio in integrum, término
que, como médico, te resultará seguramente familiar, ya que recuerda la restitución
integral de los tejidos lastimados.

Que el daño debe ser reparado mediante la correspondiente indemnización, es algo que
surge como una necesidad apodíctica sin lugar a discusión. Pero, ¿cómo, en calidad de
qué debe otorgarse dicho resarcimiento? Allá por la década de los 70?s, cuando
comencé mis estudios de Derecho, todavía se debatía con énfasis esta cuestión a nivel
académico, quizá, entre otras cosas, porque las dos teorías en pugna eran sostenidas
respectivamente por dos civilistas insignes. Una de esas teorías, conocida como
resarcitoria sostenía que la condena a indemnizar por un daño causado tenía como
finalidad lograr una compensación de las consecuencias dañosas; compensación que
forzosamente debía ser pecuniaria, ya que en muchos casos sería imposible restituír la
integridad física, o desandar lo sufrido espiritualmente. Pero, -decían los sostenedores
de esta posición- la compensación económica podría colocar al damnificado en
situación de poder obtener otro tipo de gratificaciones que le permitiesen tratar
adecuadamente las secuelas del daño, a la vez que proporcionar formas de
esparcimiento espiritual que atenuasen el daño sufrido moralmente. Por su lado, los
partidarios de la teoría llamada de la sanción represiva hacían hincapié en la
incongruencia de pretender compensar entre sí valores imposibles de comparar, como el
dolor de la pérdida de un ser querido, con la percepción de una determinada suma. En
cambio, sostenían que la condena a indemnizar debía entenderse como una sanción
ejemplificadora, destinada a desalentar situaciones similares.

Por supuesto que ya te habrás dado cuenta de que ambos enfoques adolecen de sendos
puntos débiles. Así, por ejemplo, podrá ocurrir que el responsable del daño sea una
persona física caída en la insolvencia, o una persona jurídica en situación de quiebra o
disolución comercial. En ambos casos, la sentencia se traducirá en una mera obligación
de pago, de dudosa concreción. De la misma forma, la idea de una sanción represiva se
difumina hasta desleírse, si se tiene en cuenta que hoy por hoy quienes realizan el pago
de la indemnización son, por lo regular las compañías de seguros, y no el médico o la
empresa condenados a responder civilmente. De cualquier manera, ha predominado la
teoría del resarcimiento, al menos en el plano formal de la ideología que inspira las
sentencias en juicios de malapraxis; sin desmedro de que, so color de equidad, aflore
algunas veces el espíritu de la teoría sancionatoria.

La legitimación es el derecho que asiste a una determinada persona a ejercer una acción,
en nuestro caso la acción de resarcimiento de daños y perjuicios. En teoría jurídica se
habla de una legitimación activa para ejercer la acción, para distinguirla de una
legitimación pasiva para ser el sujeto sobre el que ha de recaer dicha acción. La primera
persona en gozar de legitimación activa es el damnificado directo, es decir, el paciente
que ha padecido la malapraxis.

Tratándose de un menor, o de un incapaz, será representado por sus padres, tutor, o


curador, y en su defecto por el Ministerio Público. Pero en el caso de que la malapraxis
hubiese acarreado la muerte del paciente, serán sus ascendientes, sus descendientes, y
los parientes con vocación sucesoria y derecho alimentario en general quienes estarán
legitimados para deducir la acción. La única diferencia notable a destacar es que, como
todos estos lo harán a título propio, la prescripción de la acción no será de diez (10)
años, sino de dos (2) años.

Dando por entendido todo esto, seguramente que tú tienes ya un concepto intuitivo,
popular o vulgar de lo que es un daño: un menoscabo a la integridad de alguien o algo, y
cuyo alcance puede ser justipreciado recurriendo a un razonamiento pecuniario. En este
orden de cosas, sin duda el más fácil de establecer es el daño patrimonial: basta con
justipreciar el perjuicio económico inmediatamente sufrido (daño emergente), y añadirle
el cálculo de la ganancia de la que fue privado el damnificado, como consecuencia de
ese daño primigenio o emergente (lucro cesante).

Algo más complicada es la determinación de un daño a la persona, en tanto y en cuanto


éste comprende la lesión a la propia integridad física (daño físico) y al equilibrio
psicológico (daño psíquico). Para establecerlo, se recurre a unas tablas medicolegales
o ?baremos?, que hacen la estimación de la incapacidad laboral y existencial del sujeto,
en función de la incidencia del daño sobre la economía general del organismo.

Finalmente, la determinación más delicada, por lo carente de parámetros universales y


precisos, es la del llamado daño moral. Éste se define como una lesión a los
sentimientos, al honor, o a las afecciones legítimas de la víctima; en suma, un
sufrimiento, un dolor íntimo y espiritual, no mensurable mediante ningún ?baremo?,
pero comprensible y presumible por la apreciación empática hacia la situación particular
de aquella. Esta determinación queda librada a la ponderada evaluación del juzgador.

Dentro de los razonamientos jurídicos que llevan a la determinación del justo


resarcimiento, existe el concepto de ?chance?, y su pérdida consecutiva como una
expresión más del daño sufrido. Así, la pérdida de una chance es apreciada, en una línea
de razonamiento vecina del daño moral, como la presunción de lo que podría haber
sucedido, siguiendo el natural curso y orden de las cosas, de no haber venido a
interponerse la conducta dañosa del responsable. Pongamos un ejemplo, arbitrario, a los
solos fines de integrar estos conceptos. Supongamos que una agraciada joven, vinculada
con el ambiente del espectáculo, es convencida por un cirujano de la conveniencia de
resaltar su busto, mediante una operación de cirugía plástica embellecedora, y
colocación de sendas prótesis. Sigamos suponiendo que esa operación no se lleva a cabo
con los adecuados recaudos del caso (deficiente asepsia, falta de pericia en el operador,
culpa del profesional), y a consecuencia de ello la herida se infecta, se produce el
rechazo de la prótesis, y el antaño perfecto aunque pequeño busto de la joven queda
marcado por feas cicatrices. Ella, a consecuencia de lo sucedido, ve desmoronarse su
carrera artística y sufre una grave depresión psíquica reaccional. Sucede el reclamo
judicial: ¿cómo enumerarías los distintos componentes del daño?

Bueno: efectivamente, el primer componente, patrimonial, estará dado por la pérdida de


su trabajo, y los gastos originados en el tratamiento de las complicaciones médicas.
Aquí la estimación a futuro, o pérdida de una ?chance? vendrá a agregarse a la
apreciación del daño patrimonial inmediato y actual, tratándose de una profesional del
espectáculo, joven y con todo un futuro previsible por delante. El daño físico y psíquico
se traducirá en una incapacidad estimada pericialmente, de acuerdo a los baremos
habitualmente en uso, y que se expresarán en un porcentaje de la capacidad total
perdida. El daño moral hará referencia al desengaño y el sufrimiento íntimo presumibles
en una persona que había depositado su confianza en un profesional que la defraudó
(recordemos que en nuestra hipótesis hubo negligencia e impericia), así como al
impacto de presenciar su propia imagen corporal mutilada, independientemente del
transtorno psicológico mensurable en los tests y entrevistas psicodiagnósticas.

Sin embargo, todo este razonamiento minucioso lo es a los efectos de comprender los
criterios de evaluación que pone en juego el juzgador, para fijar el monto de una
indemnización por malapraxis, y que no se diferencian de los que utilizaría tratándose
de cualquier otro caso de responsabilidad por incumplimiento contractual, dicho sea de
paso, ya que las responsabilidades médicas, como creo ya haberte señalado, nada se
diferencian de las demás responsabilidades civiles ante los procedimientos de la ley.
Pero, en la práctica, estos parámetros de evaluación no dejan de ser un simple esquema
conceptual. De hecho, si revisas unas cuantas sentencias de este tipo, verás que carecen
de sutileza analíticas, y que lo que el juez hace es evaluar el daño patrimonial por un
lado, añadiéndole la incapacidad causada al igual que la posible pérdida de chances, y
adjudicando según el caso un determinado monto justipreciado en calidad de daño
moral.

Será conveniente ahora que te diga unas palabras sobre el tema de las tan temidas costas
en un juicio de malapraxis médica. Las llamadas costas involucran dos conceptos
básicos: la tasa de justicia, que es un importe vinculado porcentualmente al monto de la
demanda, cuyo beneficiario es el erario público, y los honorarios de los peritos y
letrados intervinientes. El juez, al pronunciarse en la sentencia acerca de los puntos de la
demanda, también debe regular los honorarios correspondientes a los peritos y abogados
que han intervenido en el desarrollo del juicio. Estos honorarios tienen relación,
tradicionalmente, con el monto reclamado en la demanda, o finalmente otorgado en la
sentencia. Sin embargo, viene abriéndose camino una sana doctrina que vincula más
estrechamente los honorarios con el mérito y la calidad del trabajo profesional
desarrollado, que con la cifra abstracta de las pretensiones indemnizatorias.

Dado que el resarcimiento de los daños y perjuicios debe tratar de ser integral, la regla
fundamental es que las costas deben ser soportadas por la parte perdidosa en el juicio.
Pero en muchas oportunidades, y en el marco sumamente complejo de las
responsabilidades médicas, no puede hablarse terminantemente de una derrota en juicio
sino que, sin hacer lugar a la demanda, el juzgador no puede menos que observar que la
conducta de la parte demandada no ha sido la que era de esperarse, de tal modo que
puede decirse que la parte actora ha tenido razonables motivos para recurrir a la justicia.
Es decir, que dentro del marco contractual que es propio de la relación asistencial,
puede ocurrir que no se haya podido probar fehacientemente la culpa del médico o de la
institución asistencial, pero? una sólida presunción hace pensar al juez que la conducta
de estos últimos no ha sido la que se hubiese esperado teniendo en cuenta las
circunstancias personales del paciente, del tiempo, y del lugar en que sucedieron los
hechos. En estos casos, invocando razones de equidad, la sentencia judicial puede
aplicar las costas ?por el orden causado?, o ?por su orden?. Esto significa, en buen
romance, que cada parte deberá pagar los honorarios del abogado propio, y por mitades
los de los peritos intervinientes en interés común de la prueba, salvo que, por razones
fundadas, la sentencia decida otra proporción de cargas.

Hasta aquí, las reglas que rigen la aplicación de costas parecen muy razonables: que
quien pierde el juicio pague las costas, y que cuando no hay un perdedor absoluto ni un
ganador indubitable éstas sean soportadas ?por el orden causado?. Pero lo que suele
irritar sobremanera al médico es que, aún habiendo ganado el pleito, deba oblar la mitad
de los honorarios de los peritos. Esto sucede cuando el actor, insolvente, no puede hacer
frente a las costas judiciales, y se halla amparado, desde el inicio del juicio, por un ?
beneficio de litigar sin gastos?. Sin duda que esta es una situación paradojal que motiva
la justa ira del médico que se encuentra afectado por ella. Varias son las propuestas que
se han formulado para paliar esta situación: una ha sido la creación de un fondo
pecuniario destinado a cubrir las costas a cargo de quienes gozan del beneficio de litigar
sin gastos; cosa difícil de instrumentar en un país de economía fluctuante y episodios
inflacionarios subintrantes. Otra ha sido la creación de un cuerpo pericial especializado
en este tipo de cuestiones de responsabilidad médica, y que estuviese a cubierto de las
numerosas y fundamentadas objeciones que descalifican para esta función a los cuerpos
médicos forenses: sus miembros deberían tener una dedicación exclusiva y demás
incompatibilidades de los jueces, no formar parte del personal de dirección o atención
de ningún ente médico asistencial, ni ser accionistas por sí o por intermediarios de esas
empresas o de cualesquiera que ofreciese bienes o servicios a las mismas, ni estar
asociado a entes médico-gremiales, ni ser pasible de sanciones expresas o encubiertas
de esos entes, ni haber recibido prebendas o calificaciones honoríficas procedentes de
fundaciones creadas con aportes médico-empresariales o de la industria farmacéutica en
los últimos 5 años, etc., etc. Como puedes ver, tanto una como otra son propuestas de
muy difícil concreción en el marco de nuestras realidades sociales. De modo que
regresando a nuestro plano práctico, la única solución viable por el momento es
disponer de una cobertura de seguro de malapraxis. Esta cobertura debe ir acompañada
de la adecuada conceptualización del juicio de malapraxis como un siniestro en sí
mismo, implícito en los riesgos propios de las prácticas médicas. De esta forma, se
lograría desactivar en cierta medida el componente emocional que tiñe fuertemente el
espíritu de la defensa médica, y que impulsa habitualmente a la defensa hacia actitudes
de intransigencia extrema, con la gravosa consecuencia de prolongar largamente el
juicio, a veces con grave detrimento de la salud profesional del médico, y otras con no
menor detrimento de la equidad, en perjuicio del paciente verdaderamente damnificado.

Bueno: nos acercamos ya al final de mi intervención como mentor de tu tesis. Será


entonces el momento de responder a una de tus últimas inquietudes, que versa acerca de
hacia dónde se encamina el tema de las responsabilidades asistenciales.
Cuando me formulaste esa pregunta en el curso de una de nuestras charlas personales,
debo confesarte que me surgieron pensamientos desencontrados. Por esa razón, quizá,
demoré el expedirme al respecto. Es que se trata de una pregunta que admite diferentes
respuestas: una cosa es trazar un panorama de los juicios de malapraxis en el mundo, y
otra distinta si se trata de nuestro medio, y por lo general se espera del opinante una
respuesta ?políticamente correcta?. Mas, como sabes, la corrección política no es una de
mis virtudes, lamentablemente para quien debe actuar y vivir en un medio como el
nuestro. No quisiera caer en el ácido cinismo de tu tío Mario, cuando dice que ?si viene
el fin del mundo yo no me preocupo, porque aquí va a tardar por lo menos 30 años en
llegar??, pero ocurre que, como suele suceder con los chistes, se esconde bastante de
verdad en esa amarga humorada. Hay una realidad que los hombres de leyes de nuestro
país se obstinan en no mirar, como una suerte de voluntaria negación no exenta de cierta
complicidad, y es la relativa incapacidad de nuestro sistema judicial para afrontar
airosamente el desafío de temas con alta complejidad técnica y científica. Nuestra
justicia, que es reconocida internacionalmente por ejemplo en temas como el derecho de
familia, se muestra, sin embargo, pavorosamente ineficiente cuando se trata de afrontar
otros temas que obligan a poner en juego una compleja tecnología en la etapa
probatoria. Esto se debe a numerosas causas, y sin duda no es la menor de ellas el eterno
retraso tecnológico que acompaña a los presupuestos insuficientes y sometidos a
perpetuos recortes en el marco de una economía deficitaria. Pero, con todo y eso, no
creo que estribe ahí nuestro grave retraso procesal. Si me apuran para hacer el
diagnóstico de las ineficiencias en el procedimiento civil nacional, yo señalaría sin
ambages al anacrónico y obsoleto sistema escritural. Porque, ¿qué es la escrituralidad en
nuestros procesos? No es, como en otros países avanzados, la lógica transcipción con
fines de registro, de lo verbalmente actuado, sino que se trata de la versión directa, por
escrito, de todo lo que se actúa. Dicho de otra manera, se actúa por escrito. Tal vez
contado así no te formes la idea suficiente de lo que esto significa, pero cuando lo vivas
personalmente comprenderás de un solo vistazo que esa escrituralidad representa una
versión exangüe, sin vida, increíblemente anacrónica: algo así como que yo te contara el
argumento resumido de una película, y pretendiese que es lo mismo que verla. Nuestro
proceso civil carece de vida y de los necesarios espectadores del pueblo, que
constituyen en otras culturas más avanzadas en primer lugar el ?jurado?, vieja
aspiración de Alberdi y de otros preclaros prohombres del siglo XIX, cuya visión parece
que nuestros contemporáneos confiesan no poder alcanzar aún. En segundo lugar, el
pueblo se corporiza en los asistentes al juicio, que presencian la marcha de las
actuaciones, y se forman la, -al parecer para nosotros demasiado peligrosa-, idea de la
real calidad de la justicia y de la labor de los juzgadores y de los letrados intervinientes.

El hecho es que, ante la ausencia habitual del juez en las audiencias de prueba, las partes
absolviendo posiciones, y los testigos declarando ante un escribiente, sin espectadores
ajenos al mundillo jurídico que pudieran observar atentamente la escena, se pierden para
siempre los valiosísimos elementos gestuales, las reacciones emocionales, el timbre de
la voz, las significativas miradas, y todo aquello que, desde siempre, ha constituído el
meollo de un juicio de veras. No pretendo decirte que sea un juicio totalmente ineficaz,
pero?a veces lo parece bastante. Ni que decir de los informes periciales, muy
cómodamente vertidos siempre por escrito, y que vuelven prácticamente imposible
evaluar tanto la solidez del dictamen como la real idoneidad del dictaminante.

Esta apabullante ineficiencia del proceso escritural ha empezado a ponerse de relieve


con la introducción, en el ámbito de la justicia de la ciudad de Buenos Aires, de la
mediación previa a juicio. De pronto, abogados aletargados por años de apilar
resignadamente ?escritito sobre escritito?, debieron despabilarse para descubrir, con
verdadero asombro, cómo la verdad subyacente en los conflictos surgía con celérica
velocidad en el curso de unas pocas sesiones verdaderamente orales, cara a cara con las
partes. Quizá sea esta virtud de avenamiento de la verdad el efecto más importante que a
la larga tenga el instituto de la mediación.

No creas que incurro en la ingenuidad de sostener que la mediación y los demás


métodos alternativos de resolución de conflictos sean una panacea para las falencias de
nuestro proceso civil y comercial. Simplemente destaco cómo un atisbo de oralidad
auténtica ha traído vientos frescos de cambio a la justicia civil; y si tu tío Mario tiene
razón, es de esperar que, dentro de treinta años, tu generación pueda ver un proceso
realista donde la justicia sea vivenciada en forma directa y vital, como debió haberlo
sido siempre, de no haber sido por nuestra inveterada tendencia hacia la comodidad y el
escapismo.

Al decir esto, por supuesto, no estoy pensando solamente en el tema de tu tesis, sino que
pienso en el ejercicio del derecho en su totalidad. La lentitud agobiante de la justicia
termina corroyendo los cimientos de la sociedad y contribuyendo al desaliento y a las
reacciones individuales de ?sálvese quien pueda? y ?hacé la tuya? que responden al
descreimiento en las normas y en las instituciones. De eso los argentinos sabemos
bastante.

La agónica eternización de los tiempos procesales que suele caracterizar los juicios de
responsabilidad asistencial en nuestro medio, no creas que beneficia a los médicos,
como generalmente dan por cierto algunos abogados demasiado acomodados a nuestra
chicanería autóctona que sostienen con esto que hacen mejor servicio para sus clientes.
Sí, es verdad, siempre beneficia a las instituciones, a las personas ideales que, faltas de
cuerpo y alma, y compuestas por aglutinamientos impersonales de burócratas,
empleados y patrimonios igualmente anónimos, no sufren por las esperas y las
incertidumbres, y en cambio se prevalen del principio no escrito que dice que, cuando el
proceso es ineficiente, probablemente siempre salga beneficiado el demandado. Pero
para el médico, en cambio, esta más o menos premeditada dilación procesal significa
pagar un alto precio en su salud física, psíquica, y moral. El deterioro moral que sufre
el profesional que tiene que sentirse atado a un proceso que se desarrolla lánguidamente
durante años, con los infaltables recesos de las ferias judiciales (como si no tuviéramos
suficiente lentitud judicial, también nos damos el lujo de tomarnos largas ferias), es
difícil de describir. Es por eso que con los años he llegado a las siguientes conclusiones
acerca de la necesidad de que todo esto cambie, no sólo en aras de la necesaria paz
interior de los médicos, sino en el legítimo interés de los auténticos damnificados y de la
mayor armonía social que es, en última instancia, el objetivo al que apunta la justicia.

En primer lugar, creo que en los juicios de responsabilidades asistenciales (y en todos


los demás también) el juez debería estar personalmente presente tomando todas las
audiencias; con lo cual, por perogrullesco que parezca, no se estaría haciendo otra cosa
que cumplir las normas procesales positivas. Esto es lo que en teoría jurídica se llama
principio de inmediación, y que en nuestro medio, como en los antiguos tiempos de la
colonia, ?se acata, pero no se cumple?.
En segundo lugar, creo que en esta materia, más que en cualquiera otra, debe ponerse un
especial énfasis en los medios alternativos de resolución de conflictos: pero no en la
forma tradicional y simple en que los venimos ejerciendo hasta ahora, sino con enfoques
novedosos y eclécticos, heterodoxos si se quiere denominarlos así. La mediación
letrada, pero asistida por comediadores expertos o peritos debidamente formados en las
técnicas negociales y en la teoría general de la responsabilidad médica, pienso que sería
de una notable utilidad. Es más: en los contados casos en que me ha sido dado participar
activamente de esas mediaciones, los resultados han sido altamente satisfactorios.

En tercer lugar, creo que es impostergable la oralidad en los procedimientos civiles, y el


carácter público (realmente público, no de mentirijillas como lo es hasta ahora) de las
audiencias. Esto lo digo no sólo pensando en el tema de las responsabilidades
asistenciales que nos ocupa, sino en todos los aspectos de la conflictiva civil y
comercial. Sólo cuando nuestra sociedad logre sacudirse su afición por el sigilo y los
manejos misteriosos administrativos, podremos ir hablando de una verdadera ?res-
publica?.

En cuarto lugar, soy de la opinión de que debe sincerarse la situación laboral del médico
trabajador en relación de dependencia, beneficiando sus actos con una prescripción
bianual, y conservando el término de diez años para la verdadera protagonista del
vínculo contractual, que es la empresa asistencial. Y conste que entiendo como médico
en relación de dependencia a aquél que, sea bajo la ficción contable o jurídica que sea,
se desempeña en un local ajeno, cumpliendo con horarios prescriptos de antemano por
otros, cobrando emolumentos gerenciados por terceras personas, sometido a directivas
jerárquicas, y sujeto a tener que atender indiscriminadamente a cualesquiera personas
que exhiban una orden extendida por su superioridad jerárquica.

En quinto lugar, y lo considero de la máxima importancia, debe tener lugar en nuestro


medio una reconceptualización de la naturaleza y sentido social del seguro de
malapraxis médica y de sus equivalentes, tales como los fondos mutuales de
responsabilidad médica que se recaudan en las organizaciones corporativas de esta
profesión. Pienso que la ?ratio legis? del seguro de malapraxis debe estribar en la
previsión de la ocurrencia de un daño de origen médico, con prescindencia, en principio,
de la posibilidad hipotética de una culpa. La idea debe estribar en la teoría del riesgo
creado por los avances tecnológicos, y cubrir especialmente aquel porcentaje de
resultados indeseables que estadísticamente acompañan a las prácticas
medicoquirúrgicas. A semejanza de las indemnizaciones pautadas del ámbito laboral,
debería evolucionarse hacia la fijación de determinados topes indemnizatorios,
liquidables en el caso de acuerdo voluntario prejudicial, mediante un procedimiento
mediatorio con asistencia de comediadores expertos, en la forma que ya he esbozado
antes. De esta manera, los prolongados y complejos juicios de responsabilidad
asistencial quedarían restringidos a aquellos casos en los que la parte reclamante tuviese
un profundo y honesto convencimiento de la existencia de una culpa profesional por
parte de los requeridos, que justificase una vía contenciosa.

Y ya que estamos considerando el caso de ese honesto y profundo convencimiento que


debería inspirar todo reclamo o demanda por malapraxis, no está de más recordarles
siempre a los abogados que sientan una especial vocación por este tipo de temas, que
siempre deben someter el planteo de sus posibles clientes a un estudio pericial previo.
Mucha de la amargura y resentimiento que se vuelca sobre los abogados que se
publicitan como dedicados al tema surge de la mala fama -no siempre infundada,
lamentablemente- de que algunos letrados habitualmente dedicados a los accidentes de
tránsito habrían aplicado sus desinhibidas técnicas de captación de clientes y la
desaprensiva mecánica propia de los reclamos por choques, a una materia totalmente
disímil, como son las cuestiones asistenciales. Hay sólo una forma de ir haciendo
desaparecer ese remoquete de aventurerismo que los médicos adjudican a los abogados
de los demandantes, y es que desde el inicio éstos hagan evidente que, antes de aceptar
el patrocinio de un caso, se han hecho asesorar por un experto, de modo de comprobar
la viabilidad de su reclamo. Fíjate que digo ?viabilidad? y no certeza, por cuanto, antes
de realizar la exhaustiva investigación probatoria, no suele ser posible asegurar que
hubo realmente malapraxis. Uno de los defectos más extendidos en estos juicios, es la
creencia de que con el sólo relato de los hechos, el examen del paciente, y el estudio de
las constancias escritas y documentales el perito de oficio podrá dictaminar siempre con
toda seguridad si hubo o no culpa de los obligados. Sin embargo, uno de los elementos
más importantes es la absolución de posiciones, y la declaración de testigos, que los
peritos deberían analizar cuidadosamente también antes de emitir su dictamen. Pero,
como te decía antes, la obsoleta escrituralidad de nuestro procedimiento civil hace que
esos dichos absolutorios o testimoniales lleguen a un perito frío del caso, anémicos,
amputados, sin vida, y?las más de las veces plagados de horrores ortográficos que
convierten en un suplicio su lectura.

En suma: que espero que te conviertas en un promotor de la corrección, la honestidad, y


el buen sentido en la conducta procesal, tanto si te toca estar del lado de la defensa,
como del reclamo o la demanda, y que sepas involucrar en ese proceder de buena fe
tanto a tus colegas médicos, como a los abogados de una y otra parte, así como al
mismísimo presunto damnificado, si te tocase tenerlo de consultante o cliente. Si lo
logras, sentiré que ha tenido sentido agregar estas observaciones finales, tan subjetivas
y, en cierta medida, dolorosas.

Recibe un cálido abrazo de tu mentor:

Enzo.

Con la octava ?Carta?? he completado la reproducción, en soporte electrónico, del


opúsculo original en soporte papel y edición de autor que difundí en 1999, y cuyos
derechos de propiedad intelectual, renovados para la presente edición, llevan ahora el
ISBN 978987053952-0, © 2008 by Enzo Fernando Costa.

Al reeditar este trabajo de difusión y divulgación, la inquietud de llegar a un público


lector mucho más amplio y trasnacional que el originariamente recipiendario, primó
sobre la conveniencia de trabajar en una actualización, quizá aconsejable tras casi una
década de jurisprudencia transcurrida. Es un propósito que se escalona en la serie de
proyectos que pugnan por encontrar su realización, en medio de una realidad social en
la que todo hay que hacerlo ?a pulmón?. Sin embargo, y entretanto, tengo la esperanza
de que este modesto trabajo sirva de semilla para generar nuevas ideas y remover otras
bastante anquilosadas que aún suelen distorsionar con frecuencia la marcha académica y
judicial de estos temas medicoasistenciales.
Espero haber sido útil.

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