En una Tercera publicada el pasado miércoles, Carlos Rodríguez Braun analizaba con su característica sorna las razones por las que la izquierda intervencionista y liberticida ha logrado, mediante sugestiones y trucos de birlibirloque que nos recuerdan los empleados por aquellos sastres de la fábula del rey desnudo, aparecer ante la sociedad y ante la Historia como la gran benefactora de la democracia y del género humano, cuando en realidad ha sido su más enconada enemiga. A este misterio estupefaciente, que nosotros hemos denominado en alguna ocasión anterior el «chollo ideológico de la izquierda», ha contribuido en no escasa medida la propia derecha, más acomplejada en la defensa de sus principios de lo que podría estarlo John Wayne en la celebración del Orgullo Gay. Este complejo de la derecha, tan patético y grimosillo, adquiere expresiones muy diversas, aunque su consecuencia sea siempre la misma: la aceptación de que la izquierda siempre tiene razón. Este aserto tan desquiciado debería ser combatido a muerte por la derecha, si en verdad aspirara a ganar la batalla de las ideas. Pero, por lo que se ve, la derecha se conforma con ganar de vez en cuando las batallas electorales, aprovechando errores garrafales de su adversario, sin entender que mientras no denuncie la desnudez del rey todas las demás victorias serán esporádicas, adventicias e insatisfactorias. Para vencer esta batalla de las ideas la derecha debería empezar por explicar su genealogía, mucho menos ignominiosa que la de la izquierda. Los regímenes fascista y nazi (fundados, por cierto, por líderes rebotados de la izquierda) en modo alguno pueden considerarse degeneraciones de la tradición conservadora y liberal, de la que abominaban. En cambio, los regímenes comunistas han sido durante décadas el espejo en el que admirativamente se contemplaba la izquierda. Hoy, cualquier analfabeto de la ESO es capaz de nombrar de corrido media docena de campos de concentración o exterminio nazis, convencido además de que el nazismo fue una aberración ideológica derechista. En cambio, sería absolutamente incapaz de nombrar ni uno sólo de los campos de concentración y exterminio soviéticos, en los que por cierto murió muchísima más gente; si, por alguna rara casualidad, hubiese oído hablar del gulag o de las masacres estalinistas, en modo alguno se le ocurriría entablar ningún parentesco entre el régimen que prohijó tales atrocidades y la ideología izquierdista. Y es que la izquierda ha conseguido borrar cualquier rastro de su genealogía, arrojando además sobre la derecha la sombra de una genealogía que no le corresponde. Pero, una vez explicada su genealogía y la de su adversario, luchando contra las inercias de la propaganda, la derecha debería esforzarse por evitar caer en las trampas que la izquierda le tiende. Quizá la más grosera de estas trampas (pero también la trampa en la que la derecha más obcecadamente cae) sea la llamada alternativa «centrista», ese huesecillo que la izquierda arroja a conservadores y liberales cuando quiere provocar el desconcierto entre sus filas. Dejando aparte que, como sostenía Rodríguez Braun, proclamarse de «centro» equivale a definirse equidistante de la libertad y la coacción, ¿quién establece lo que es el «centro»? La izquierda, siempre la izquierda; y lo establece, por supuesto, según su conveniencia. El espectáculo de la derecha española, persiguiendo cual perrillo sarnoso el hueso del «centrismo» que le arroja la izquierda es uno de los más bochornosos y entristecedores que hoy se pueden presenciar. Como en la paradoja de Ulises y la tortuga, la derecha nunca acaba de alcanzar ese «centro» ilusorio, puesto que la izquierda siempre lo cambia de sitio cuando ya su adversario se abalanza sobre él para atraparlo (y es entonces cuando la izquierda tira del hilo, como en las mejores comedias del cine mudo, privando a la derecha de su huesecillo y dejando que muerda el polvo). Mientras la derecha no plantee sin complejos la batalla de las ideas, denunciando la desnudez del rey y desmontado el chollo ideológico de la izquierda, tendrá que resignarse a desempeñar el papel del perrillo sarnoso en pos de un escurridizo hueso.