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Pontificia Universidad Javeriana


Facultad de Filosofía
Carrera de Filosofía
Seminario: San Agustín La ciudad de Dios
Fabio Ramírez S.J.
Santiago Rueda Sotomayor
Trabajo final
31 de mayo de 2016

La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes.


La paz del alma irracional es la ordenada quietud de
sus apetencias. La paz del alma racional es el acuerdo
ordenado entre pensamiento y acción. La paz entre el
alma y el cuerpo es el orden de la vida y la salud en el
ser viviente. La paz del hombre mortal con Dios es la
obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley
eterna (…) la paz de todas las cosas es la tranquilidad
del orden. San Agustín, libro XIX, cap. XIII.

AGUSTÍN, EL OYENTE DE LA INVITACIÓN DE DIOS: LA PROPUESTA


ÉTICA DEL ORDEN CELESTE

El presente trabajo busca presentar una interpretación ética derivada del orden celeste que
Agustín, a partir de su fe, nos enseña de la ciudad de Dios. Dicha propuesta ética -
fundamentada en el ordenamiento de sí con respecto al orden celestial- permitirá al hombre
en un ejercicio de carácter sobrenatural conectarse con el plano de la existencia que es eterno
y celeste aún así esto supere las posibilidades de conocimiento del hombre. Así pues, al
hombre se le permitirá la posibilidad del encuentro con Dios gracias a la rectitud, amor y
buena voluntad de su ser, siendo esto, pues, la enseñanza de la ley divina articulada mediante
la fe.

Para dar con un orden argumentativo al presente texto lo hemos dividido en 3 partes para
así presentar secuencialmente los siguientes puntos que permitirán la articulación de la ética
que derivamos de La ciudad de Dios: Primero (I) traeremos a colación diversas características
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esenciales de Dios para así dilucidar las diferencias que este tiene con respecto al hombre,
pues bien, a partir de este contraste entre esencia divina y esencia perecedera –junto a un
análisis de los límites del hombre- podremos preguntarnos cómo es que el hombre -en una
relación fundamentada en el misterio- se acerca a Dios a partir de la negación de lo que los
hombres son –esencia perecedera- para así llegar al reconocimiento y génesis del diálogo con
lo superior –esencia divina-. Una vez expuesto este punto procederemos a (II) realizar un
ejercicio comparativo entre los planos de la existencia en donde habita el hombre y Dios,
siendo estos respectivamente la ciudad terrena y la ciudad celeste. Asimismo abordaremos lo
límites que podrían llegar a afectar tanto a Dios –en un caso hipotético- como al hombre,
seres al parecer totalmente distintos entre sí. Y por último (III) analizaremos el don que Dios
regala al hombre para así posibilitar el vínculo entre estos dos, el articulador entre el plano
celestial y la realidad terrena presente y perecedera; la fe, lo que impulsará al hombre que
verdaderamente desea saber sobre este plano fundamentado en el misterio a realizar una
mejor versión de sí mismo gracias a la medida del bien superior –Dios- del cual
fundamentamos la propuesta ética que derivamos de La ciudad de Dios.

I- De la negación de lo que somos llegamos al reconocimiento y la

génesis del diálogo con lo superior

Dios nos provee de vida, de su ser venimos todos y en su ser pereceremos. Él es en dónde
la esencia se inscribe –necesariamente- con la existencia, pues bien, Dios no depende de nada
y todo proviene de él; Dios es quien es en el mayor grado posible, de su esencia se deriva la
existencia. Dios, entonces, es el sentido último de la existencia, él es el proveedor de la
biología, es decir, Dios es la condición de posibilidad de la vida.

Ahora bien, gracias al reconocimiento de Dios como la génesis misma de todas las cosas,
es decir, el constructor y arquitecto del ser, podremos inferir de él, pues, su capacidad
ilimitada e insubordina; Dios no podría llegar a ser afectado por ninguna adversidad, su ser
no es degradable, este siempre es estable y permanente, incorruptible e imperecedero. Dios
es, entonces, totalmente opuesto a la vida de constante decaimiento y limitaciones que el
hombre, por haber desobedecido el mandato divino al haber comido del árbol de la ciencia
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del bien y del mal (Génesis 2:17), la muerte se le impondrá como castigo fatídico e ineludible
tal como se lo advirtió Dios; el hombre, gracias al quebrantamiento de la voluntad divina, se
le atribuirá en su esencia la muerte como su inevitable destino. Entenderemos al hombre,
como lo hemos venido elaborando a pie del pensamiento de Agustín, de la siguiente manera:
imperfecto y limitado, amigo del errar y siempre asechado por la muerte. En cierto sentido
el hombre será, pues, opuesto a Dios.

El hombre se diferenciará de lo superior gracias a las fronteras que impiden la libertad


total de sus capacidades, sus posibilidades de conocimiento –y la manera en la que el hombre
es- son limitadas. Este límite, la negación de la perfección que nos constituye como humanos
–seres imperfectos-, lo encontramos gracias al estudio y reconocimiento de lo que no somos,
es decir, la negación y lo que resulta distinto a nuestra manera de ser, siendo esto la
perfección, lo bello, lo en sí, etc. Nos referimos a lo que es ajeno a nuestra ciudad terrena y
a nosotros; la ciudad de Dios. ¿Cómo nos encontraremos con Dios si somos esencialmente
distintos a él y nos distanciamos gracias a los planos de la existencia que, respectivamente,
nos separan? Es cuando el hombre direcciona la atención de su alma sobre lo que está por
encima de él que a este se le posibilitará el encuentro con la felicidad, el fin último de su
existencia, Dios.

Pero para el hombre este encuentro con Dios no se le presentará como un diálogo más tal
cual como los que él entabla con sus iguales –con quienes comparte rasgos-, asimismo con
lo que se le presenta a la mano dentro de la ciudad terrena en la que él habita. Este dialogo
entre Dios y el hombre se fundamenta en una investigación tal como lo sería un viaje entre
los caminos oscuros con los que un espeso bosque nos puede llegar a cobijar, pues bien, el
hombre tratará de relacionarse con lo que no ve, con lo que es puro misterio y silencio, es
decir, lo en una primera instancia es Dios, algo que supera nuestra realidad presente y, en un
principio, las posibilidades de conocimiento de nuestro ser. El hombre tratando de conectarse
con Dios es igual a una dialéctica que se podría presentarse entre la ciudad terrena y la ciudad
celestial –lo perecedero y lo eterno-, una que, de manera detenida, ahora analizaremos si es
posible, pues bien, parece desde un principio el diálogo que se presentaría entre el hombre y
Dios es sobrenatural.
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La negación de lo que somos nos permitirá entonces –siendo nosotros pertenecientes a la


ciudad terrena- reconocer el ámbito divino –la ciudad celestial- para así dar con la génesis
del diálogo entre el más alto y nosotros, creaturas perecederas de naturaleza caída. Diálogo
que, gracias a las diferencias esenciales que existen entre Dios y el hombre, resultará
problemático en sí mismo.

II- El Rey de reyes y el hombre, en esencia y sin fe, distintos como

agua y aceite

Ahora bien, realizaremos un ejercicio comparativo entre la ciudad terrena –la que nos
acobija y no es permanente, que vela por la paz de lo tangible y no por la paz universal de
todas las cosas- y la ciudad de Dios -la que sirve de trono al Rey de reyes-, es decir, donde
habita permanentemente el bien en sí, la belleza en sí, la enseñanza verdadera y donde se vela
por la paz universal. Asimismo, realizaremos un análisis de los límites que podrían llegar a
afectar a estos dos dialogantes al parecer totalmente opuestos entre sí (Dios y el hombre),
como de igual manera resaltaremos lo distintos que resultan tanto ellos entre sí como sus
respectivos planos de la existencia en los que habitan –la ciudad celestial, bella y perfecta en
sí misma, y la ciudad terral, perecedera y en donde no habita la enseñanza verdadera-.

No hay nada superior a Dios –ni a su ciudad celestial-. No hay nada que pueda entenderse
como si estuviese encima de Él. La esencia de algo que –hipotéticamente- fuese más bello
que Dios tendría que ser algo más bueno que el ideal del bien en sí. Tendría que ser, pues,
más perfecto que Dios, quien es la perfección misma. Este ejemplo hipotético poseería -en
su esencia- una carga ontológica superior a la de lo superior. Esto, lo que es mejor que Dios,
no es y jamás será, pues bien, es una contradicción en sí misma, y no en tanto este supuesto
hipotético al que acudimos es únicamente una contradicción perteneciente al ámbito
semántico, como si se tratase de una proposición falaz. Este falaz ser superior resulta
imposible para la existencia en términos ontológicos, pues bien, entendemos que nada podría
llegar a sobrepasar la divinidad misma ya que la carga ontológica de Dios –junto a la de su
ciudad- es perfecta e impecable como nada más lo es en la totalidad.
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¿Cómo podría haber algo superior al creador, siendo él quién de su esencia se deriva la
existencia? ¿Qué atadura podría tener lo que jamás ha sido sometido, lo que era antes de todo
y que, por definición, jamás podría haber algo superior a él? Y, de igual manera, ¿qué podría
llegar a tal nivel de perfección como el que caracteriza a la esencia a Dios, pues bien, no es
Dios la perfección misma y la medida última del bien? Dios, entonces, no tiene nada que lo
condicione, él es libre de todo impedimento. En cambio, el hombre y su manera de ser se
verán limitadas gracias al condicionamiento que, inevitablemente, exigirá la separación de
su alma con respecto al cuerpo que le sirve de lastre, definiéndolo, entonces, como un ser
pasajero; el hombre, contrastado con la esencia divina y habiendo siendo condenado por Dios
por haber probado del fruto del árbol prohibido, será definido como imperfecto gracias la
condición última de su ser, la imposibilidad que Dios le impuso en la creación, es decir, la
finitud y la muerte -características totalmente distantes al plano correspondiente a la
divinidad-. Resultando el hombre, pues, naturaleza caída, una totalmente contraria a la que
rige en la ciudad eterna.

Una vez expuesto esto, ahora destacaremos la curiosa decisión y entrega que realiza Dios
sobre el hombre, esta, pues, en un acto de amor y bondad total por parte de Dios con el
hombre, permitirá el vínculo entre este último mundano e imperfecto ser con el ámbito divino
y perfecto como nada más lo podría ser –Dios y su ciudad eterna-. Este planteamiento nos
suscitará la siguiente incógnita gracias al misterio que abarcara la relación oscura que se da
entre el más alto y el hombre, ubicado este último en el plano más bajo del ser; ¿cómo es que
Dios posibilitaría un diálogo con lo que, esencialmente, es totalmente distinto a él? Esto se
da gracias al don de la fe, el carruaje entregado por parte de Dios para el hombre,
permitiéndole a este último la posibilidad de llegar a lo más alto en una aspiración eterna,
articulada esta por las nuevas posibilidades que la fe le presentará a su razón. De esta manera,
cuando el hombre sea separado de la ciudad terrenal, es decir, una vez este muera, a este se
le posibilitará unirse con el reino celeste gracias a la fe que Dios –como un don- puso en el
corazón de los hombres.

Analizaremos junto a la fe, pues, de qué manera tendrá que vivir el hombre para que este
pueda, gracias a su buena voluntad, orden de sí mismo y su deseo y amor incondicional por
Dios, conectarse con Él, es decir, la propuesta ética que interpretamos de La ciudad de Dios,
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fundamentada esta en la fe y el amor que el hombre siente por Dios gracias a la posibilidad
que Él le entrega.

III- El don de la fe, el encuentro del hombre con Dios y la propuesta

ética que Agustín, como mediador, nos trae a colación gracias a

su escucha de Dios

Resulta algo paradójico que dentro nuestra finita razón pueda asomarse, con perfecta
naturalidad, el concepto de la perfección, la concepción de la infinitud y, asimismo, Dios
junto al dialogo que él nos invita a entablar, pues bien, ¿cómo es que entendemos nuestra
finitud y al mismo tiempo lo evidenciamos a él? ¿Qué es lo que nos permite evidenciar la
imperfección de nuestra esencia y, asimismo, conectarnos con lo perfecto? Es gracias al salto
por lo desconocido, el salirse de las verdades falsas de los cuerpos y optar por mirar con el
alma a lo que está más allá de lo terreno lo que nos permitirá ver, apenas como un rayo de
luz que se escabulle entre las ramas que oscurecen el bosque de misterio, tentaciones y males
que nos presenta la vida, a Dios, es decir, el camino del bien, la felicidad y el orden que la
filosofía de Agustín busca –en forma de invitación- que optemos. Esto, pues, a partir de su
enseñanza ética que busca alivianar la pesadez del cuerpo para así volver el alma de los
hombres –buenos, moderados gracias al orden de su alma con Dios- merecedores de la ciudad
eterna, la salvación, la felicidad, el fin último y sentido de la existencia.

Este camino que nos trae a colación Agustín permitirá al hombre alcanzar la verdad a
partir de la revelación que nos posibilita Dios, esta, pues, por medio de la fe que él –como un
regalo incondicional fundamentado en el amor- pone en nuestros corazones. De esta manera
podremos conectarnos con lo que nos supera -aún no seamos esencia divina- gracias a la libre
decisión por el camino de la verdad que nos presenta Dios; el camino de la libertad o el
camino del libre albedrío, en donde será el hombre que opte por el sometimiento a la voluntad
divina a quien se le permitirá alcanzar –en un ejercicio de aspiración eterna- a Dios. Así,
pues, alcanzará la libertad verdadera, la enseñanza verdadera, la luz resultante de esta
sobrenatural investigación que el hombre realiza entre el bosque oscuro que conduce a la
verdad, a Dios. De esta manera el hombre construirá su camino hacia la vida eterna a partir
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del regimiento de sus actos siempre en pos del ideal de lo bueno y el orden universal que nos
provee la enseñanza divina –fundamentada esta en el amor incondicionado que Él nos
entrega-, es decir, el seguimiento de la ciudad eterna aún incubados en la ciudad terrena; la
libertad verdadera.

De esta manera uniremos nuestro ser perecedero, que en cierto sentido es impuro y, sin
fe, lejano a la ciudad eterna, con la esencia perfecta, es decir, Dios y su reino celeste, el fin
último de la existencia del hombre.

Conclusión

Sintetizando, ¿cómo es que es Dios es un camino posible para el hombre? y ¿cuál es la


invitación que Agustín deriva de Dios para así dar la salvación, el orden de sus vidas y la
enseñanza verdadera a los hombres? La divinidad, el plano superior al que Agustín nos invita
a obedecer mediante la propuesta ética que él deriva de su escucha de Dios –como lo hemos
venido interpretando a partir del análisis de la obra que estamos abordando, la ciudad de
Dios- permitirá al hombre analizarse a sí mismo en contraste con lo divino –tomando a Dios
como la medida del bien- para dar así dar con una mejor versión de sí mismo, una que, tal
como el orden de la ciudad celeste lo dicta, esté regida por el bien, la mesura, el amor de la
enseñanza de Dios y la rectitud de su voluntad. Esto, de igual manera, utilizando a la fe como
el camino que nos conduce a Dios. De esta manera, pues, Agustín nos invita al análisis y
examen de nosotros mismos, de las falacias de nuestra voluntad y actos para así poder
recapacitar frente hacia dónde dirigimos la atención de nuestra alma, hacia qué fin nos
estamos encaminando. Así pues, daremos con la construcción de la mejor versión de nosotros
mismos, una buena en sí misma, una que dialogue, aun estando en tierra, con la ciudad
celeste, alcanzando, pues, el fin último, la felicidad; Dios.

De esta manera, el hombre mortal accederá a la paz eterna gracias al mensaje divino que
Agustín nos trae a colación a partir de su escucha y persuasión eterna por Dios. La enseñanza
divina, la proveniente de la ciudad celeste y no terrena, nos invita al orden de nuestras partes,
es decir, el orden del cuerpo, del alma, el orden que se da entre estos dos y la paz a la que el
hombre accederá gracias a su seguimiento de Dios, es decir, la dialéctica que el hombre
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entabla con la ciudad divina aún así este se encuentre en la ciudad perecedera, pues bien, nos
encontramos en un ejercicio paciente donde será la muerte, y el juicio que viene después de
ella, la que nos unirá con el bien.

El hombre libre, sometido a la voluntad divina será, pues, quien hace de sí mismo un
defensor de la paz universal, del bien en sí, del orden de lo terreno y de lo superior. Guerrero,
pues, no será una labor fácil, requerirá de mesura y de control sobre sus actos, pues bien, su
voluntad permanentemente batallará en contra de los malos deseos y acciones que su
naturaleza caída –amiga del errar- permanentemente tratará de cometer.

Bibliografía

San Agustín (1994). La ciudad de Dios (J. Morán, Trad.). Madrid: Editorial BAC.

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