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DIVINAS PALABRAS

Por Fernando R. LAFUENTE/

BORGES, la metáfora del escritor del siglo XX, narra en uno de sus enigmáticos relatos
la historia de alguien que corta una tela. La corta hacia un lado y hacia otro. Como se
cortan las alas de la vida. Y así sigue el relato hasta que al final, ese hombre que, como
el viento de las horas, corta las telas del tiempo, ese tiempo que arrebata la vida y
devuelve memoria, descubre un perfil en la tela cortada: el suyo, el de su propia vida.

Si algo conmovía ayer en la memorable Plaza de San Pedro del Vaticano, en Roma, si
algo helaba la memoria y removía los sueños y las vigilias, a todos los presentes y a
todos los espectadores que asistían a la ceremonia, era una sola y pulcra imagen: el
sobrio ataúd de quien fue Juan Pablo II, «El Grande».

El perfil de una vida cortado en la antesala de su propia biografía. En medio de más de


doscientos dignatarios de todo el mundo, en medio de la más esperanzadora mezcla de
razas, religiones, lenguas y culturas que los tiempos presentes puedan contemplar, el
sobrio ataúd exigía a la memoria de los asistentes el regreso al comienzo de la historia.
La imagen desnuda de un ser humano ante el último viaje, revestida en la barcaza que
nunca ha de tornar. Un sobrio ataúd que mostraba el perfil de una vida, de todas las
lenguas que ha hablado, de todas las voces que ha escuchado. Un silencio que resonaba,
en esa pulcra sobriedad, como las trompetas inconmensurables de un tiempo por venir.

Las leyes del comportamiento de las masas, escribió el nobel de origen sefardí Elías
Canetti, constituyen la tarea más relevante del mundo actual. Lo enunció cuando eran
los años treinta del pasado siglo. Desde entonces todo ha ido a más. La ceremonia de
ayer en Roma, mientras ese viento de la historia pasaba las páginas de un libro que
nunca terminará de escribirse, transmitía la emoción de una congoja multitudinaria, de
una reunión de gentes, llegadas de aquí y de allí, y de más allá, que, en torno a un
nombre, a un hombre, a una sombra, prolongaba el anhelo de vivir y unía dos mil años
de presencias en un hilo invisible de poderoso misterio.

Llaman «el pico de Adán» a un paraíso en la tierra localizado en lo que hoy se


denomina Sri Lanka, allí donde judíos, cristianos, budistas y musulmanes ascienden
desde hace siglos en una mágica y extemporánea peregrinación, una colina que
comparten las cuatro religiones como lugar de misterioso culto. La unión geográfica de
un imposible religioso. Ese lugar desde donde, se cuenta en la leyenda, Adán vio por
última vez el Edén. La Arcadia desde la que venimos y hacia la que cualquiera anhela
regresar. Ayer la Arcadia tomó la forma de la sobriedad, el ser para la muerte
heideggeriano, tan contemporáneo como místico. «No sé quién soy -advirtió el escritor
polaco Witold Gombrowicz- pero sufro cuando me deforman, eso es todo». No hubo
deformación ayer en Roma, hubo homenaje y hubo conmoción. El ataúd manifestaba la
suma y resumen de una estética milenaria. La música del gregoriano, el viento del norte
agitando el túmulo papal, las emocionadas imágenes transmitidas al último confín de la
tierra, los rostros de tantas personalidades reunidas en torno a la madera de ciprés en
medio de la nada de la propia vida, los gritos espontáneos de un desasosiego contenido,
las divinas palabras enunciadas en la lengua ancestral de los primeros día de la Iglesia
católica, el murmullo apenas sugerido del «Totus Tuus ego sum» (Soy todo tuyo)
revelaban un escenario que rompía los tiempos y las edades, la argamasa de la que están
hechos los sueños. O dicho con las palabras del poeta Eugenio Montejo: «No es preciso
pensar para decirse -cada quien a sí mismo- adiós por dentro».

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