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BORGES, la metáfora del escritor del siglo XX, narra en uno de sus enigmáticos relatos
la historia de alguien que corta una tela. La corta hacia un lado y hacia otro. Como se
cortan las alas de la vida. Y así sigue el relato hasta que al final, ese hombre que, como
el viento de las horas, corta las telas del tiempo, ese tiempo que arrebata la vida y
devuelve memoria, descubre un perfil en la tela cortada: el suyo, el de su propia vida.
Si algo conmovía ayer en la memorable Plaza de San Pedro del Vaticano, en Roma, si
algo helaba la memoria y removía los sueños y las vigilias, a todos los presentes y a
todos los espectadores que asistían a la ceremonia, era una sola y pulcra imagen: el
sobrio ataúd de quien fue Juan Pablo II, «El Grande».
Las leyes del comportamiento de las masas, escribió el nobel de origen sefardí Elías
Canetti, constituyen la tarea más relevante del mundo actual. Lo enunció cuando eran
los años treinta del pasado siglo. Desde entonces todo ha ido a más. La ceremonia de
ayer en Roma, mientras ese viento de la historia pasaba las páginas de un libro que
nunca terminará de escribirse, transmitía la emoción de una congoja multitudinaria, de
una reunión de gentes, llegadas de aquí y de allí, y de más allá, que, en torno a un
nombre, a un hombre, a una sombra, prolongaba el anhelo de vivir y unía dos mil años
de presencias en un hilo invisible de poderoso misterio.