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Alejo Carpentier: El peregrino en su patria – Roberto González Echevarría (1993)

2. En la década de los sesenta, debido a la reimpresión del prólogo de El reino de este mundo, “De lo real
maravilloso americano”, y a las repercusiones del boom de la novela hispanoamericana, Carpentier
empezará a ser estudiado como precursor, teórico y práctico, del realismo mágico. La confusión de ese
tardío rescate de Carpentier se debe en parte a que el realismo mágico ha descrito una accidentada y
compleja, si bien pobre, trayectoria histórica. Hay que restaurar los accidentes, los silencios y las caídas de
la verdadera historia del realismo mágico, para poder determinar cómo se inserta en ella la obra de
Carpentier.
Me refiero aquí al realismo mágico como concepto crítico. Tomo por sentado, además, que el concepto
se refiere a la literatura narrativa, no a la poesía, y específicamente a la narrativa fantástica o poética. El
realismo mágico se trata de un esfuerzo por explicar una narrativa que, sin entrar en detalle, podemos
considerar fantástica. Una narrativa que no refleje: 1) las leyes naturales o físicas; 2) la percepción usual,
cotidiana (burguesa, occidental), de la naturaleza y del hombre.
El realismo mágico, o lo real maravilloso, aflora en tres momentos del siglo XX. El primero es europeo,
los dos últimos hispanoamericanos.
1) Vanguardia europea: término de Franz Roh (realismo mágico – magischer realismus). Primer
manifiesto surrealista (1924) de André Breton, que proclama lo maravilloso como categoría estética y modo
de vida.
2) Hispanoamérica de los años cuarenta. Uslar Pietri y Carpentier desempolvan, casi simultáneamente,
el viejo cartel de los años de la vanguardia. Uslar Pietri adopta la fórmula de Roh. Carpentier adapta la
versión surrealista para crear el trinomio, lo “real maravilloso americano”.
3) Momento crítico-académico: Parte del artículo de Flores (1955), pero alcanza vigor y difusión en los
sesenta, cuando la crítica busca las raíces hispanoamericanas de algunas novelas del “boom” y anteriores a
este, y trata de explicarse y justificar el carácter experimental de las mismas. La difusión del concepto
durante este tercer momento ha rebasado los límites de la crítica académica, y algunos escritores más
recientes han aumentado la confusión invocándolo en declaraciones periodísticas (ej. García Márquez).
No hay verdadera relación de continuidad entre esos tres momentos, y por consiguiente el realismo
mágico carece de la cohesión necesaria para podérsele considerar como movimiento literario o crítico. La
continuidad o la cohesión no hay que buscarla en una secuencia histórica, pues esta no existe, sino en
ciertas coordenadas de pensamiento que subyacen a toda manifestación del realismo mágico como
programa para la literatura hispanoamericana o como intento de explicar la literatura no-realista en la
Hispanoamérica del siglo XX.
Hay dos vertientes del realismo mágico. La primera, realismo mágico, que surge del libro de Roh, es la
fenomenológica; la segunda, lo real maravilloso, de ascendencia surrealista, es ontológica.
La magia reside para Roh en el asombro ante la percepción del objeto simultáneamente en su devenir y
sustraído de él. La minuciosa descripción de lo real para minar la familiaridad de la percepción habitual es
característica de la estética de principios de siglo. Varía el acto de percepción, que al asumir una
perspectiva inusitada proyecta sobre la realidad un asombro o una devoción que hacen del gesto y del
objeto un milagro: la “magia del ser” a la que a veces apela Roh.
Aunque se le debe a Roh el haber acuñado el término realismo mágico, así como el haber logrado aislar
una característica saliente de la vanguardia, la estética de lo minúsculo, su versión del concepto no es la
que mayor fortuna tiene entre los escritores del Nuevo Mundo. Las teorías de Roh no tienen mayor
impacto sobre el escritor hispanoamericano porque el milagro que este persigue no es neutro, sino que
aspira mediante é a fundirse en un orden trascendente.
El escritor hispanoamericano prefiere instalarse del lado de allá de esa estética media o fronteriza que
describe Roh; de lado del salvaje, del creyente, no en ese punto ambiguo donde el milagro se justifica por
un acto de percepción reflexivo, en que la conciencia de la distancia entre el observador y lo observado,
entre el sujeto y ese otro exótico, genera la extrañeza y el asombro. Para Carpentier, “la sensación de lo
maravilloso presupone una fe”. La tendencia hacia esa fe, se encuentra en la otra vertiente de pensamiento
en que se apoya el realismo mágico, la ontológica, que es la que mayor fortuna ha gozado en
Hispanoamérica.
Es notorio que el Modernismo europeo (lo que vino a ser la vanguardia) constituye la búsqueda de una
visión del mundo diferente u opuesta a la de la cultura occidental. Los hispanoamericanos, que desde el
Romanticismo querían afirmar la diferencia y autonomía de su cultura con respecto a la europea, se suman
inmediatamente a esta tendencia de la vanguardia. En la literatura narrativa el descentramiento ocurre en
el plano de la causalidad –la relación causa-efecto por la cual se articula el argumento, y que desde
Aristóteles había sido la piedra angular de todo proyecto narrativo. Observemos cómo trata el tema Borges.
Borges afirma que todo proceso narrativo es mágico. No niega la causalidad en la narrativa, sino que
destaca el parentesco de esta con la magia. La causalidad en la ficción no es determinada por una ley
natural ni por el reflejo del orden del mundo físico, sino por la ley de simpatía o atracción que es arbitraria,
ya que para Borges el mundo real es el que carece de concierto.
En Borges y el surrealismo lo que se sugiere es la existencia de una especie de superlógica o supralógica
universal. La magia, el sueño, la alucinación, el orden narrativo, no son propiedad exclusiva de esta o
aquella cultura, sino manifestaciones superficialmente disímiles, pero homólogas, del ser. Sin embargo, las
diferencias entre Borges y el surrealismo son significativas, y lo apartan definitivamente de Carpentier. Lo
pertinente, no obstante, es que tanto Borges como el surrealismo persiguen formas definitorias del hombre
en un sentido universal.
No así en Carpentier y la mayoría de los artistas e intelectuales hispanoamericanos, que optan por el
policentrismo anunciado por Ortega, dando así una versión distinta del realismo mágico, aunque desde la
misma vertiente ontológica.
Carpentier se afana por aislar en su concepto de lo maravilloso algo que sea exclusivamente
hispanoamericano. Persigue lo maravilloso en las capas soterradas del ser hispanoamericano. Su ensayo se
resume a que lo maravilloso existe todavía en América y que este se revela a los que creen en él; no por un
acto reflexivo o autoconsciente.
Para Spengler, como luego para Carpentier y tantos otros hispanoamericanos que sucumbieron bajo su
influencia, el Nuevo Mundo se encontraba en un momento de su ciclo cultural –momento de fe- anterior al
de la reflexividad. Lo maravilloso en Carpentier responde a una presunta ontología, a una peculiar forma de
ser del hispanoamericano que excluye la reflexividad para dar paso a la fe, y que le permite vivir inmerso
en la cultura y sentir la historia como sino, no como un proceso causal analizable intelectual y
racionalmente. Desde la perspectiva a que ese modo de ser aspira, la fantasía deja de ser incongruente con
respecto al mundo real para convertirse ambos en un mundo cerrado y completo.
Carpentier aspira a fundamentar ese principio trascendente que pide la narrativa en la fe que le ofrece
la cultura, la historia hispanoamericana; en el caudal de mitologías y creencias que él considera vigentes
aun en el Nuevo Mundo. Sin embargo, su ensayo alberga contradicciones insalvables. Su tentativa tropieza
contra la problemática de la literatura hispanoamericana desde sus orígenes: ¿pierde su autenticidad el
hispanoamericano al poner pluma sobre papel y dejar correr la tinta? ¿Se va con esta su esencia?
El realismo mágico, como concepto crítico, depende de coordenadas de pensamiento mucho más
complejas y amplias que la literatura, aunque en su despreocupada aplicación se ha soslayado por otro
parte la complejidad de la literatura misma, su especificidad.
El impulso de Carpentier se mina por su declaración de que lo maravilloso existe en América, por
oposición a Europa. Suponer que lo maravilloso existe en América es adoptar una (falsa) perspectiva
europea, porque solo desde otra perspectiva podemos descubrir la alteridad, la diferencia –lo mismo visto
desde dentro es homogéneo. Toda maravilla es una distanciación, una separación. Todos los esfuerzos de la
crítica académica por dar nombre a un movimiento bajo el rótulo de realismo mágico, caen en esta
contradicción, sin saberlo.

Monsivais, Nota preliminar a “Lo fugitivo permanece”


Nota preliminar: Hoy la cultura y la literatura son recursos esenciales de la nación, y, en el período
1934-1984, como en cualquier otro, una característica notable del cuento y de la novela en México es su
participación de sus valores intrínsecos, en la ampliación de libertades, en los espacios ganados a la
improvisación artística, al chantaje sentimental, a los prejuicios, a la tiranía academicista, a la moral
tradicional, al dogmatismo político, al machismo y a la homofobia. Lo fugitivo permanece a la cerrazón y a
las opresiones de una cultura, se responde cn la durabilidad de los textos que proponen zonas diferentes, la
multiplicidad de formas literarias que ya correspondan a sociedad ni iguales, ni semejantes, ni distintas a
sus predecesoras.
El cuento en México 1934-1984: Los románticos son los primeros en ver en el cuento un vehículo
idóneo para sus vidas y pasiones. En su período de auge (1840-1870) reafirman una convicción a la vez
psicológica y cultural: la vida humana no se explica sólo a través del deber, sino del amor, de la entrega sin
condiciones, de esa fiebre que estruja los sentidos y que no es sino la imposibilidad de ser otra persona.
Culturalmente, el amor-pasión es fenómeno nuevo en una sociedad ferozmente represiva desde el
lenguaje, reacia a comprender las urgencias físicas y los sacudimientos espirituales que la vehemencia
romántica interpreta.
El amor-sin-límites es un sentimiento proclamado que legitima la subjetividad. Patriotas y amantes, los
románticos le entregan la autonomía de los individuos a la glorificación de quienes rompen el fatalismo de
una conducta marcada de la cuna a la tumba.
Como los modernistas, los románticos ven en la prosa-que-es-poesía un “certificado de licitud”. A la
expresión de las metáforas y de los adjetivos estremecedores, se presta con holgura el relato
“sobrenatural”, apto para un público todavía inmerso en la cultura oral que es, en buena medida, una
cadena infinita de historias de espectros, del tráfico concupiscente entre el más acá y el más allá.
A modo de disidencia moral, los modernistas introducen actitudes insólitas con frases y palabras
destellantes, y en la resistencia al moralismo imperante se filtra la modernidad. La temperatura ideal de la
narrativa es la tragedia, y en todo caso, la vida cotidiana no es sino la sucesión de dramas punzantes o de
escenas pastoriles.
Algo tienen en común cronistas de costumbres, poetas modernistas, realistas campiranos, realistas
urbanos, naturalistas: el interés por persuadir al lector del horror que lo circunda. Eso implica una certeza
que es estadística a favor de las clases en la cúpula: nada más leen quienes tienen tiempo a su disposición,
quienes están convencidos de que si hay injusticias esto es asunto del orden natural. Ante la indiferencia o
la ceguera social, conviene presentar con sobresalto los sucesos comunes o “vulgares”, que el lector se
pasme con el procesamiento adjetival de la miseria, que se dé el salto positivo y se transfiera la injusticia
del reino de la naturaleza al de la sociedad.
En gran medida, a la literatura se le debe un entendimiento distinto de lo real que precipita el
derrumbe de las convenciones feudales, y, lo más importante, vivifica una cultura reprimida. Con estrépito
o con discreción, la literatura subvierte muchos puntos de vista imperantes, aunque esto no se registre en
su momento.
Con los criterios de hoy, el cuento mexicano del siglo XIX resulta ingenuo, si por esto se entiende
reclamar como territorio propio de la literatura el aderezo de los buenos sentimientos y el entrenamiento
de la mirada poética; sobrevaluar la distinción entre el bien y el mal, convirtiéndola en la zona donde la
ética se vuelve estética. Como ahora el lector ya sabe, la mayoría de estos relatos sólo encuentra acomodo
en la historia de la literatura.
Lentamente, entre textos “preciosistas” y mitificaciones de la Descansada Vida de Provincia, se
introduce el relato de la Revolución Mexicana que, al ajustar un intenso y extenso acontecimiento histórico
al tamaño de anécdotas tremendistas y de personajes que son hojas-en-la-tormenta, consigue credibilidad.
Hay una óptica que reduce un estallido social a las proporciones del gran guiñol: frases brutales, escenas
crudas, plétora de escaramuzas y fusilamientos, rostros vacíos en espera de los rasgos del Archivo Casasola.
Pero este conjunto tiene poder hipnótico sobre la imaginación cultural e incluso sobre la memoria
individual.
Azuela es la gran presencia en la narrativa: de él se toman en primera instancia el dibujo inesperado de
los personajes, el ritmo de las escenas de violencia, el diálogo que sustituye a la introspección psicológica,
la presentación finalmente equilibrada de esa furia popular que el cine rebajará y disfrazará.
En 1934, el ascenso del general Lázaro Cárdenas a la presidencia de la República, fortalece a la “cultura
proletaria”, al “arte revolucionario”, al “realismo socialista”, al movimiento de generosidad corroída por el
sectarismo y que, engendrado al alimón por el impulso nacionalista de la “revolución Mexicana y el
entusiasmo ante los bolcheviques, vierte propaganda y afán politizador en cuentos, poemas, novelas y
obras de teatro. Los militantes quieren allegarle a la literatura alguna utilidad, aprovechándola como
vehículo de mensajes “incandescentes”.
La falta de profesionalismo literario es una de las causas no reconocidas del debate inútil (y ficticio)
entre “nacionalistas” y “artepuristas”. Otra es el deseo de imposición, desde el Estado, de una forma
narrativa que sea instrumento de afiliación partidaria. Un movimiento paradigmático de la época, a la vez
democrático y paternalista, es la narrativa “indigenista” que decide, desde una óptica mestiza, representar
a los indios. Los indios son tristes… y estos relatos también. En cambio, las recreaciones de los cuentos
indígenas son nuestras de una tendencia que sólo se recupera en años recientes, y que restaura visiones
primordiales.
Gracias a la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento industrial de México se intensifica. Sigue siendo
predominante la idea nacional, pero la idea cosmopolita gana adeptos y crece el amparo del equívoco
cultural: ¿qué es ser mexicanos? Si ser mexicano es conformarse con lo que aquí hay, a la élite no le atañe
la oferta, éste es el momento de atender a lo que se escribe y se pinta y se piensa en todas partes. Sin
demasiado estruendo, va siendo desplazado el nacionalismo cultural. Las vanguardias ya no quieren darse
el lujo de la resignación jactanciosa.
Si la modernidad es la meta suprema, también el ánimo inaugural, debe aplicarse al cuento. Se prodigan
las divulgaciones de Marx y de Freud, culmina un ciclo del proceso secularizador, disminuye gradualmente
el peso de la sociedad cerrada, y a la literatura ya no se le solicita una función profética sino una más real
función formativa.
Al cuento lo cercan dos incomprensiones. Primero, el auge de la novela fomenta entre algunos
escritores y bastantes lectores la idea de relato breve como actividad secundaria. Segundo, la ausencia de
publicaciones especializadas y el gusto por el relato de magazine a la O. Henry cuyo sentido radica en la
sorpresa de las líneas finales, aplaza el gusto por relatos matizados, que requieren esfuerzo de lectura.
La Revolución Cubana rompe un mito: la dependencia fatalista de los países latinoamericanos con
Estados Unidos, lo que obliga a reflexiones de toda índole y conduce al reencuentro con lo latinoamericano.
Culturalmente, esto se traduce en primera instancia en lecturas sorprendentes. Además de operación
comercial, el boom de la literatura latinoamericana es descubrimiento conjunto del esplendor de la
literatura en lengua española.
Los modelos no se desgastan, pero el público prefiere a los modelos y con las debidas excepciones, la
mayoría de los narradores de una generación, se quedan varados en las imitaciones.
¿Por qué se debilita la intimidación de la alta cultura? A la general del crecimiento desorbitado del país,
se añade otra respuesta tentantiva: la estructura que la hace históricamente posible en un medio
colonizado, como aquella expresión del conocimiento y del arte que fuera de las élites no tiene sentido, no
sobreviene a la sociedad de masas y a la industria cultural.
Desde los sesentas, ya no funcionan los métodos de convencimiento y coerción de la “alta cultura”.
Verbigracia, el terrorismo lingüístico. Todavía a principios de los cincuentas, una minoría se declara
propietaria exclusiva de los secretos del idioma, y una mayoría se siente en falta frente a su propio idioma,
se considera en desventaja perenne. Las fórmulas se disculpas se evaporan al irrumpir en escena masas
desentendidas de cualquier resonancia psicológica que traiga consigo hablar bien o mal o medianamente el
español. La tiranía académica se queda hablando sola y con ella su obsesión clasista del habla castiza, que
se intenta resucitar periódicamente a nombre de “la pureza de la lengua”.
Además, ocurren transformaciones culturales sustentadas en una acumulación; el crecimiento de la
educación media y superior; las ofertas industriales en materia de libros, discos, películas y reproducciones
artísticas; el poderío incontestable de los medios electrónicos. Por otra parte, la ampliación de la vida
social, la expansión de las clases medias y el estallido demográfico que rehace a diario el porvenir de la
nación, vuelven anacrónico el imperio legendario de la “alta cultura” y mitifican, para su explotación
comercial, a la “cultura popular”. La formación humanista y clasista pasa de paradigma estatal a
especialización erudita, y a principios de los setentas la presencia ubicua es el colonialismo cultural.
Sin convertirlo en “año milagroso”, sí le adjudico al 68 la condición de ruptura histórica, social y cultural.
Según los criterios del poder, el fracaso del movimiento estudiantil es inequívoco: tantos muertos, tantos
presos, tantas frustraciones y ni una sola demanda resuelta. Pero el ensañamiento exhibe la profunda
vulnerabilidad del autoritarismo. Se resquebraja la ensoñación burguesa del “desarrollo estabilizador”, la
argumentación democrática se filtra en todo el país y, no sólo en el sector intelectual, al país deja de
explicarlo la teoría de la Unidad Nacional. En lugar de la conciliación eterna de clases, emerge la visión de
un Estado y de una sociedad despreocupados ante la injusticia social, y justificados para siempre por la
estabilidad.
La narrativa de la Revolución Mexicana es el antecedente más directo de esta representación de lo
habitualmente invisible, inaudible, innombrable, pero es, en relación a lo que ya se pretende, insuficiente.
Sin propagandas adyacentes, en pocos años es muy distinto el panorama de personajes, hablas y
referencias en la prosa mexicana. En el examen de nuevas formas de vida urbana, se agregan actores: las
mujeres que ya no son símbolos ni víctimas ni devoradoras, los marginados, los jóvenes despojados de
cualquier porvenir, los homosexuales, los nacos que desafían e interiorizan sin quererlo el racismo en su
contra.
Desde los sesentas, hay que exponer con nitidez el distanciamiento frente al tema, la intención
evidente, la “producción de texto”. Si la novela realista presentaba los acontecimientos con la intención de
que pareciesen naturales, la narrativa contemporánea declara abolidas la fidelidad monógama a las
tendencias, la lealtad a los sentimientos de “culpa”. Se declara anacrónico el oficio de “amanuense de la
realidad”.
Los siguientes son tres de los muchos cambios perceptibles:
🌟 Se elimina la distancia entre el narrador y los objetos de su atención.
🌟 La problematización psicológica es con frecuencia el espacio de la acción y la acción misma.
🌟 La eliminación del mito de las Escuelas Narrativas coincide con el desvanecimiento en gran
medida de la censura social del arte.
A fines de los sesentas se inicia la materialización cultural de la existencia de los marginados:
parias urbanos, subempleados y desempleados, homosexuales, prostitutas, barrios y colonias
populares. Ya se filtraban en alguna medida pero marcados por la prédica moralista o por el
gozoso folclor del cine.
En este panorama, el cuento, arrinconado largo tiempo por las convenciones sociales y el éxito
de la novela, establece su sitio y reclama su público. Ha ganado dos batallas fundamentales: la libre
expresión y la diversidad estilística y mantiene una última e irreductible regla de juego.

“Reescribir el pasado: Historia y ficción en América Latina” – Fernando Aínsa


1) en torno a que conceptos gira la interrelación entre historia y ficción

2) Qué rasgos le permiten establecer vinculaciones por semejanza entre ambos campos.

3) Qué ventajas encuentra en las ficciones literarias respecto de las construcciones discursivas de otro
saberes disciplinares.

4) Qué factores hacen posible diferenciar historia y ficción.

Capítulo 1: De historia e “ historias”


Las relaciones entre historia y ficción han sido siempre problemáticas. La historia narra científicamente
hechos sucedidos, mientras la ficción finge, entretiene y crea una realidad alternativa.
Ambas son hijas del tronco secular de la epopeya, donde mito y narración eran fondo y forma de una
narración compartida en sus técnicas y procedimientos.
La historia (búsqueda de una verdad histórica) y la ficción (busca una verdad más general y filosófica) no
solo se diferencian entre sí sino que se jerarquizan. La historia, gracias a Herodoto, Jenofonte, Plutarco,
Tucíclides y Cicerón adquiere credenciales de disciplina y se inviste de la misión de transformar el pasado
en modelo del presente y del futuro. El filósofo, en cambio, según Platón busca didactismo en la mentira.
Se admite que la mentira pueda cumplir la misión de ser un complemento posible del acontecimiento
histórico.
Pese a que los distingos que separan historiadores y poetas parezcan claros desde el período clásico, no
lo son en tanto cuando hablamos de la prosa de ficción. Aunque los objetivos de la historia y la ficción son
diferentes, la forma del texto es parecida, los procedimientos narrativos son similares y están guiados por
el esfuerzo persuasivo. En efecto historia y ficción son relatos que pretenden reconstruir y organizar la
realidad a partir de componentes pretextuales y a la escritura que mediatiza la selección.
En algunos casos, es la literatura la que mejor sintetiza, cuando no configura, la identidad nacional. De
ahí, la indisoluble unión con que aparece muchas veces identificada la historia de un pueblo con las obras
literarias que lo representan. Esto es evidente es América Latina, donde la ficción no solo reconstruye el
pasado, sino que, lo inventa al darle forma y sentido. Novelas que legitiman la historia o definen una cierta
idea de la identidad nacional, como “El señor presidente” de Asturias, escritores como Roa Bastos, Ciro
Alegría y José María Arguedas.
La novela histórica tiene como propósito configurar nacionalidades emergentes. La complejidad
histórica aparece mejor reflejada en la mímesis del narrativo. La literatura tolera, las contradicciones, la
riqueza y polivalencia en que se traduce la complejidad social y psicológica de pueblos e individuos, lo que
no siempre sucede en el ensayo histórico. La ficción literaria ha podido ir más allá de la realidad americana,
al verbalizar y simbolizar hechos y problemas que no siempre se plantean o expresan en otros géneros. Por
ejemplo, gracias a la reescritura de Roa se han revelado mitos, símbolos y variedad cultural de una realidad
que existía, pero que estaba oculta en el discurso oficial de la historia. En este sentido, la literatura enrique
el discurso historiográfico.
La nueva novela histórica al propiciar un acercamiento al pasado en actitud niveladora y dialogante
elimina la distancia épica de la novela histórica tradicional y propicia una visión crítica de los mitos
constitutivos de la nacionalidad. Desde esta perspectiva, se pueden estudiar los elementos históricos de la
narrativa, el ambiente que retazan, los inevitables tiempos y espacios en que toda ficción se contextualiza,
las marcas de “ historicidad” en que se apoyan, los temas o asuntos históricos en que se fundan tramas y
argumentos y, en el componente de crítica historiográfica perceptible en su renovado auge, a través de
procedimientos como la parodia, el grotesco, el pastiche y la desacralización del discurso histórico oficial, lo
que podríamos llamar el revisionismo paródico de la nueva novela histórica.
Las formaciones discursivas de la historia o la narrativa son dos modos de mediación con la realidad:
A) Hay que tener en cuenta las nuevas orientaciones de la historiografía preocupada por la
materialidad del discurso histórico y por la interpretación del texto cuyos rasgos imaginativos no se
pueden dejar de tener en cuenta. Estas nuevas orientaciones incorporan al campo de estudio
formas como pluri, inter o transdiciplinarias, temas como el de las mentalidades y sensibilidades
colectivas y la micro historia que refleja una crisis epistemológica.
B) La inserción de la obra ficcional en la historia, asegura la inteligibilidad del texto literario,
condicionado por la prefiguración de la realidad que refigura el mundo del lector.
Las barreras que separaban la historia y la literatura como disciplinas, especialmente a partir de
positivismo, han cedido a una lectura estilística del discurso historiográfico y a un rastreo de las fuentes o
componentes históricos del discurso ficcional. La historia y la poesía son órganos de conocimientos, un
instrumento indispensable para la construir el universo humano. Las fronteras se desdibujan desde el
momento en que la historia es una “ficción”, es decir, que es una narración que utiliza los mismos
procedimientos de la ficción. La historia sería una verdadera “poética del saber” que tendría por objeto el
conjunto de los procedimientos literarios a través de los cuales un discurso intenta sustraerse a la literatura
para darse un estatuto científico.
En América Latina la ficción ha sido el complemento necesario de la conquista y colonización cuya
vocación literaria se reconoce no solo a nivel de lectura lingüística sino de intención literaria. En las
Crónicas y Relaciones de expresa la voluntad de consignar hechos y datos históricos, se integran leyendas,
mitos y fabulaciones y se da gracias a la retórica que la define como subgénero. De la combinación de estos
elementos surge la polisemia a través de las cuales se expresan los autores de novelas históricas.
Capítulo 3: “Intención” histórica e intención literaria.
Pese a que historia y ficción utilizan una similar forma narrativa, la posible verdad histórica no radica
tanto en la forma como se cuenta lo sucedido sino en el esfuerzo por conocer lo que ha pasado realmente.
La intención con que una obra ha sido escrita define un primer campo de diferencias entre los discursos
históricos y ficcionales. Esto también permite establecer afinidades y complementariedad entre ellos.
1) En el discurso histórico hay una voluntad de objetividad entendida como búsqueda de la
verdad que lleva al historiador a establecer una separación entre sujeto que relata y objeto
relatado. Su intención es de auto exigencia científica, de autoridad sobre lo que dice, para lo cual se
conforma a la convención de veracidad, lo que no implica que no pueda tener mentiras o errores.
Por eso, la historia no es un mero testimonio sino interpretación. Su discurso es unisémico e
inequívoco.
2) En el discurso ficcional, el creador de novelas históricas, aunque se presente como pseudo
objetivo recopilador de los hechos del pasado, se atiene a la convención de ficcionalidad que rige la
creación literaria. Por su naturaleza, el discurso es plurisémico y equívoco.
Lo cotidiano se incorpora a la ficción por el cual el cosmos novelístico se hace realista y verosímil. Esto
permite hablar de estrategias de persuasión, entre las cuales se destaca la mimesis del diálogo o monólogo.
El historiador, en cambio, habla de lo que sucede, no lo reproduce, mientras la ficción de presenta como
realidad a través de las voces múltiples del discurso dialógico que la caracteriza.
La intención del autor de novelas históricas puede ser tanto intimista, introspectiva como testimonial y
realista.
A) Intención introspectiva: La historia se asume en la ficción como un proceso interno.
Lo histórico se personaliza y se percibe y anuncia desde la subjetividad.
B) Intención realista- testimonial: El autor de ficciones históricas puede aspirar a la
condición del objetivo narrador realista cuya intención es testimonial. Testimonio que debe
reflejar una comprensión no solo de la época sino en la forma en que ese período influye y
determina el presente en que están situados el autor y los destinatarios de la novela. Los
autores dan prioridad a hechos individuales ya que por muy social.
La primera diferencia entre historia y ficción está marcada por la actitud. La segunda, se trata de la
orientación del contenido por el tratamiento de los materiales comunes que ambos utilizan.
A) El relato histórico como reconstrucción: La reconstrucción textual, por la propia naturaleza
de la estructura narrativa, está obligada a proponer un principio y un final, ya que por abierto que
se pretenda el texto, necesita enmarcarse en una determinada causalidad temporal. Para esta
reconstrucción, el autor descubre y relaciona acontecimientos, a través de fragmentos y restos que
se relacionan entre sí. Este proceso es cultural, donde cada autor selecciona temas, períodos y
acontecimientos. Esta selección es de acuerdo con el objetivo de cada autor.
B) Fuentes históricas: Documentos y monumentos: La noción de documento se ha ampliado
en los últimos años. Como consecuencia ha permitido el enriquecimiento de la novela histórica. El
documento ya no es únicamente el texto escrito sino también íconos, gráficos, graffitis, publicidad
y monumentos.
C) La crisis de la “veracidad” del documentos: La noción de documento ha sido cuestionada
por su validez como fuente histórica . El énfasis del discurso histórico dominante erradica la
expresión de las minorías. De aquí, los esfuerzos propuestos por el discurso alternativo de salvar la
memoria ocultada o deformada.
D) Modelo cultural y movilidad semántica del texto: Cada cultura genera un modelo de texto
propio. Aunque ninguna época tiene un solo código cultural, los códigos tienden a establecer
sistemas de modelización del mundo. Estos sistemas suponen una serie de informaciones a los
cuales se mantiene el proceso de comunicación. Cada cultura, por lo tanto, crea un conjunto de
textos a través de los cuales se realiza en la medida que se presenta. La cultura debe entenderse
como un mecanismo vivo de expresión de la conciencia colectiva que se no archiva por el paso del
tiempo. Por lo tanto, una cultura nueva no puede repetir el pasado sino crear textos nuevos y
lecturas nuevas de los textos del pasado. La cultura se auto-organiza y jerarquiza los textos de su
propia memoria en función de parámetros y códigos virables. De ahí, la movilidad semántica de los
textos ya que el mismo texto puede proporcionar diferentes informaciones según los distintos
consumidores.
E) El documento como material de reconstrucción: El documento es un texto de cultura,
entendiendo la cultura como un sistema de significación, un lenguaje. La verdad es un efecto de
sentido que se construye en el interior del texto. Por ésta razón, el análisis semántico de un
documento debe preceder a su extrapolación como reconstrucción histórica. Esto permite que el
autor de ficciones utilice la misma fuente documental para dotarla de otro sentido. Despojado de
su narratividad histórica, el documento incorporado a la ficción tiene otro sentido y no se funda
tanto en la veracidad de su significado sino en lo estético.
Gracias a la relación inter temporal que la narración histórica establece se preserva la memoria como
hogar de la conciencia de un individuo o pueblo. Se crea el contexto objetivo donde se expresan modos de
pensar, representar el mundo, creencia e ideologías. Esta dialéctica del tiempo ha sido esencial en la
configuración de la identidad individual y colectiva. Toda narración, está marcada por su época. En el
estallido actual e las formas y modelos de representación del tiempo, el sentido histórico de una obra es
más ambiguo y contradictorio. Esto notorio a partir del momento en que las formas del tiempo de la
conciencia individual, con las que se asocial la ficción, y el tiempo de la conciencia colectiva, al que se
atenía la historiografía tradicional, han intercambiado buena parte de sus roles. Para entender este proceso
de combinación, es importante recordar que la historiografía empieza done termina la memoria de
generaciones capaces de testimoniar en “vivo y en directo” sobre una época, lejos de los relatos de quienes
podían decir “yo lo vi, yo lo escuché decir”. La verdadera historia se elabora a partir de ese límite, distancia
y espesor temporal que parece garantizar con su método regresivo la verdadera objetividad.
En la ficción, el tiempo se representa a través de vivencia, de diálogos y de la percepción de conciencias
individuales, donde las experiencias de los personajes, tanto de actores como de testigos, se viven como un
tiempo actualizado. La inserción de la conciencia individual en el seno del pasado colectivo ha sido
considerada un privilegio de la literatura, recurso narrativo que le otorga una mayor verosimilitud.
El interés por el destino individual en el seno de un devenir histórico explica el sentimiento de la
existencia de un tiempo individual e la representación del tiempo colectivo compartido por un espacio
común y la creciente importancia de un tiempo psicológico como componente esencial del tiempo cultural.
Se prefiere la “memoria viva” por considerarla más auténtica y verdadera que la historia que la manipula al
ajustar el pasado, a forzar los límites de la estructura del relato que lo configura. De ahí, el auge de los
relatos de vida, donde el tiempo individual se integra al colectivo.

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