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Un trabajo conmovedor,

Honesto y necesario
Graciela Fernández Meijide

Gracias, Héctor

Nacimos en el mismo barrio de Avellaneda y en la misma manzana. No jugamos


juntos porque tengo doce años más que él, pero, cuando empezamos a escribirnos por mail
y me dio como referencia el cruce de calles donde nos criamos, volví a oler pan y facturas
recién horneadas en La 2° Victoria, la panadería que estaba en una de las esquinas. Recordé
el negocio de enfrente, el de don Caló, el almacenero cascarrabias que sacaba azúcar,
harina, garbanzos de grandes bolsas de arpillera y nos lo entregaba envueltos en un paquete
de papel con dos orejas retorcidas para cerrarlos. Le pregunté si tenía las mismas imágenes
y si él también iba a buscar medicinas a la farmacia de don Andrés, o a comprar clavos a la
ferretería de mis tíos Lorenzo y Antonio, y me contestó que todavía recordaba esas cuatro
esquinas y que mi padre había sido medico de su familia.
El 16 de junio de 1955 Héctor tenía 12 años y tal vez miró curioso los dos o tres
camiones cargados de obreros que, con palos y a los gritos de “¡Viva Perón!”, iban a la
Plaza de Mayo a defender al Presidente. Pasaron delante de mi cuando esperaba el ómnibus
en una de esas cuatro esquinas. Frustrado mi viaje porque iba a la zona del ataque, los vi
volver pálidos, desencajados. Metralla y bimbas los habían obligado a escapar derrotados
sin haber peleado. No lo sabíamos, pero para el pibe que elegiría el camino de la lucha
armada para garantizar la vuelta de Perón, y para mí, antiperonista, se abría un capítulo
bisagra en una historia que, tanto tiempo después, nos convocaría a los dos en demanda de
nuestros testimonios y nuestras reflexiones.
*
Muchos años después, Héctor Leis y yo compartíamos encuentros en el Club de
Cultura Socialista pero, hasta donde recuerdo, nunca habíamos hablado.
Fue mi gran amigo Vicente “Tito” Palermo el que me acercó un documento de
Héctor en portugués. En un primer e-mail le comenté mis coincidencias y algunos
desacuerdos. En ese momento nos descubrimos ex vecinos de barrio, y fue ese borrador,
que devendría en Testamento, el que me comprometió en un intercambio para mí cada vez
más atrapante.
Sé por experiencia lo difícil que es salir de la memoria testimonial para intentar
aproximarse a la verdad histórica. Descuento que debe serlo más aun para aquellos que, con
la esperanza y el ansia juvenil de participar en luchas armadas, con el impulso de una
motivación noble, asumieron la carga pesada de exponer su vida y de disponer de la de
otros con la convicción de que estaban llamados a terminar con las injusticias que los
indignaban; para aquellos que creyeron que los ejemplos de la revolución cubana, las
luchas por la liberación de Argelia, Albania, Vietnam y Libia, Mao y su epopeya, se podían
trasladar mecánicamente a las realidades sociales de América Latina, o para qui8enes
fueron interpelados por una Iglesia católica que, renovada por el Concilio Vaticano II, los
hacia responsables de eliminar las desigualdades que iban descubriendo y los sublevaban.
Con Un Testamento, Héctor hace un formidable aporte para afianzar el derecho que
nos asiste a todos a una historia que no puede ni debe ser monopolizada por las víctimas no
por sus familiares ni por la memoria anclada en el pasado. Un pasado violento criticado por
él con crudeza, y del que sin embargo no reniega en cuanto experiencia, porque cree que
haber sobrevivido a esos momentos “sombríos pero también llenos de desprendimiento,
alegría y amor” lo nutrió de la sabiduría que, con el paso del tiempo, le permitió rechazar la
glorificación de la muerte.
Ante la malversación de la memoria histórica que hoy perpetra el oficialismo, junto
con algunos emblemáticos organismos de derechos humanos y ex guerrilleros que se
cobijan bajo las alas del poder, el autor reflexiona sobre aquello que nos pasó y nuca debió
habernos pasado en los años 70, en una senda de pensamiento que, con matices, comparte
con Toto Schmucler y Oscar del Barco.
Para plantear sus argumentos al debate que quiere iniciar, Héctor evoca nuestra
historia plagada de enfrentamientos y, con respecto a los integrantes de las organizaciones
guerrilleras de aquella década, resalta la condición de militantes de la mayor parte de
quienes sufrieron la represión estatal para evitar “la injusticia”, afirma, de que se los
considere únicamente como víctimas.
Con relatos de su propia vida de combatiente y a título de prueba, ilustra su
reproche a la ligereza con la que la guerrilla recurrió a eliminar al adversario, al uso del
terror, en fin, al menosprecio por la vida. Subraya con trazo grueso la ilegitimidad en la que
esta ingresó al reanudar la lucha armada después de 1973, vuelto Perón y recuperada la
democracia. Enjuicia esa actitud, y afirma que el Estado tiene “la obligación de defender
su existencia con los medios a su alcance”.
Es el primer punto de nuestra parcial disidencia. Recordé discusiones en los
organismos de derechos humanos durante la dictadura en las que Emilio Mignone, padre de
una desaparecida, reconocía ese rol del Estado pero, citando al General Carlo dalla Chiesa,
a la cabeza de la persecución de las Brigadas Rojas en Italia, sostenía que dejaba de ser
legitimo cuando se valía de herramientas tan perversas como la tortura y asesinato de
prisioneros inermes.
Mi diferencia se extiende a la consideración de que el terrorismo de Estado es
equiparable al terrorismo político no estatal. Cuando las Fuerzas Armadas asaltaron el
poder, mientras prometían restablecer el orden se transformaron en el propio Estado, al que
convirtieron en criminal. Tanto los que gobernaban como los que ejecutaban secuestros,
torturas, asesinatos en la clandestinidad, ocultamiento de cadáveres, supresión de identidad
de bebés cuyos padres habían sido asesinados, se refugiaron en la impunidad que les
garantizaban la supresión o la colonización de instituciones. En cuarteles y toda suerte de
institutos militares, sometieron a juicios sumarios, secretos y sin posibilidad de defensa a
los secuestrados que terminaron siendo ajusticiados.
En cuanto a los guerrilleros, por equivocados que hubieran estado al obcecarse en el
camino de la violencia –tanto en el monte como en las zonas urbanas-, con mayor o menor
conciencia del valor de la vida, se exponían con la única protección de sus armas y sus
pellejos. Es verdad que hubo víctimas de un bando y del otro y que no existen muertes
buenas y muertes malas, pero no creo que la responsabilidad ante la sociedad haya sido la
misma.
Precisamente porque, como enfatiza el autor, los militares que acompañaron a Jorge
Rafael Videla en 1976, aunque tenían proyectos para gobernar al país –“Nuestro objetivo
era disciplinar a una sociedad anarquizada. Con respecto al peronismo, salir de una visión
populista, demagógica”, “(…) con relación a la economía, era ir a una economía de
mercado, liberal”, explicó Videla a Ceferino Reato- no pudieron o no quisieron “refrenar su
pulsión de muerte”. Derrotada la guerrilla en 1978, cuando en 1979 y 1980, con el fin de no
perder visibilidad política, la conducción de Montoneros, sin remordimientos, envió a
mujeres y hombres en dos contraofensivas, las Fuerzas Armadas los estaban esperando para
aniquilarlos. No los retuvieron los 16 años de dos de ellos. Ni siquiera el consejo de la
embajada de los Estados Unidos de que sometieran a un juicio ejemplar a los que habían
sido cazados como conejos los convenció de abandonar la venganza contra, en palabras del
mismo Héctor. “aquellos que los habían desafiado en su propio territorio existencial”.
Cuando entrevisté a líderes políticos de Chile, Brasil y Uruguay y les pregunté qué
incidencia había tenido en los conflictos armados de sus países en los años 60 y 70 la
brecha generacional, ninguno la registro como fundamental. Héctor Leis, como Luis
Alberto Romero, reconoce la claridad de hombres como Alberdi, Echeverría, Sarmiento,
que fueron capaces de imaginar y producir para un país al que contribuyeron a crecer, y
compara esa generación con la chatura y esterilidad intelectuales de aquella otra que
concentró sus esfuerzos en combatir inútilmente al peronismo y terminó apoyando a los
militares sin entender a sus propios hijos.
Preocupado por el futuro del país, Héctor juzga que este sería mucho más viable si
se abandonaran las confrontaciones del pasado, y su convicción lo lleva al punto de estar
dispuesto a perdonar y a promover la reconciliación de los actores en pugna.
Respeto y admiro la actitud de mi amigo. Sin embargo, ni siquiera puedo pensar en
perdonar. En nuestra familia, la victima esencial fue Pablo, de 17 años. Tiene razón Héctor
cuando, dirigiéndose a los padres de los desaparecidos, los insta a no sostener conceptos
que hoy no sabemos si serían los de sus hijos. Y bien, yo tampoco sé qué pensaría Pablo, y
por eso mismo no puedo perdonar en su nombre.
Un testamento me conmovió porque creo que, en consonancia con autocriticas de
otros militantes de los años 60 y 70, está impregnado del empeño de su autor en aportar a la
verdad. Para tanto dolor que hoy todavía perdura, es sanador leer a un hombre que era muy
joven cuando creyó que la transformación de las injusticias sociales solo se lograba por el
camino de la violencia y que, ya llegando a sus 70 años, con emoción y honradez se
disculpa por el sufrimiento que pudo haber causado en aquellos años y –agrega- por el
provocado “a las generaciones posteriores a mía, que aun sin ser responsables por los
acontecimientos de la reciente historia argentina continúan siendo castigadas con la
ignorancia de su verdadero sentido, y se ven impedidas así de parar el yira-yira del karma
nacional”.
La trampa terrorista:
Sobre la violencia en los setenta
Beatriz Sarlo

Este libro no fue escrito para agregarse a una larga lista de “textos de memoria”,
aunque los recuerdos de su autor le den un valor testimonial novedoso por el ángulo crítico
desde donde se observa su participación en la violencia armada de los setenta. Héctor Leis
fue combatiente montonero, y esa experiencia no es exterior a las materias que trae su
ensayo, sino que las refuerza, como una historia de vida que sostiene, a veces visible, otras
invisible, la argumentación. Sin embargo, a diferencia de muchos testimonios, su
experiencia no es un fantasma despótico que, pesando sobre el presente, justifique todo lo
que aquí se dice. No reclama un privilegio ni afirma: Hablo porque estuve allí. Por el
contrario, reconoce que, pese a haber estado allí, ha cambiado de manera profunda. No pide
que se observe religiosamente un pasado que el mismo somete a crítica, separándose de un
consenso de buenas conciencias que, al mismo tiempo, recuerda y olvida. Reclama una
única lista y un único memorial donde estén los nombres de todos los muertos y
desaparecidos: los que mataron la guerrilla, la Triple A y las Fuerzas Armadas. Sobre esa
propuesta caerá el anatema. Leis está dispuesto a enfrentarlo, porque fue un revolucionario,
sobrevivió y siguió pensando.
Dicho esto, se puede leer este libro como un ensayo que polemiza abiertamente con
las posiciones que impiden disentir con el Gran Acuerdo sobre la violencia de los setenta y
el terrorismo de Estado, firmado, para ponerle una fecha, en la recuperación de la ESMA
por el Presidente Kirchner, pero cuyos puntos esenciales son anteriores. Un lector que no
quiera arriesgarse a pensar el acuerdo establecido sobre dos pilares (el juicio a los militares
y la versión de las organizaciones de derechos humanos) debería abandonar el libre de Leis.
Hasta el momento, el acuerdo se apoya en que terrorismo de Estado y terrorismo guerrillero
no son delitos entre los que pueda establecerse ninguna equivalencia. Personalmente creo
que son, en efecto, inconmensurables. Leis intenta razonar lo contrario y es indispensable
escucharlo porque va en contra de un sentido común que, como todo sentido común, se
resiste a cualquier revisión.
Sostiene, en primer lugar, que los crímenes de los Montoneros, la Triple A y la
dictadura militar “son igualmente graves, ya que contribuyeron solidariamente a una
ascensión a los extremos de violencia”. Y, lo que es todavía más conflictivo, afirma que “la
lucha de la dictadura contra la subversión fue legitima”, aunque también fue “demoniaca e
ilegal”. Como es evidente, estas proposiciones desafían la teoría de “los dos demonios”,
sobre la cual se ha elaborado un relativo consenso (no refrendado por los familiares de
víctimas de ataques guerrilleros). Al caracterizar el terrorismo como un ascenso inevitable
hacia los extremos; al definir como terrorista a los militantes y a los militares, Leis
establece un escenario de guerra, donde los jefes pudieron ser distintos en lo que respecta a
las fuerzas que dirigían, pero obedecieron a una dinámica tan destructiva de un lado como
del otro.
Para decirlo brevemente: Leis piensa que los guerrilleros no fueron los judíos
víctimas del genocidio y el terrorismo de Estado en Argentina oculta la verdad de un
enfrentamiento que no admite esa comparación, entre otras razones porque el terrorismo de
Estado tuvo como objetivo a grupos revolucionarios organizados y programáticos, aunque
se haya extendido perversamente más allá de los límites de sus integrantes, como en todo
conflicto que cae también sobre los no combatientes, liquida a los civiles, bombardea sus
casas, viola y saquea.

Apoyado en una cita de la Filosofía del Derecho de Hegel, afirma que el Estado es
el punto más alto, la “institución superior de la historia humana civilizada”. El terrorismo
lo degrada y lo vuelve anárquico e imprevisible. Leis sostiene que el terrorismo de los
militares introdujo la barbarie dentro del Estado. Destruyeron aquello de lo que se jactaban
salvadores. Las consecuencias de esos actos fueron en un sentido opuesto al de los ideales
que proclamaban.
La discusión recién se abre. En estos últimos treinta años, hubo razones históricas
suficientes para que no se la abordara con la perspectiva que Leis introduce ahora. En esos
treinta años, era moral y jurídicamente necesario sostener los juicios sobre el carácter
excepcional e imprescriptible de los actos de terrorismo de Estado. De otro modo, no habría
habido sentencias, más allá del Juicio a las Juntas en el gobierno de Alfonsín.
Pero han pasado esos treinta años, y era previsible que alguien trajera los
argumentos para una reapertura de la cuestión. No es necesario compartir esos argumentos.
Pero conviene no aplastarlos bajo el reduccionismo tranquilizante del anatema “teoría de
los dos demonios”, arrojado como se arroja agua bendita durante un exorcismo.
Leis tiene dos hipótesis explicativas, con las cuales también se abrirá una discusión.
La primera es que la violencia de Estado es un avatar de una figura del inconsciente
colectivo que describe como “filicidio”. Respuesta a otro avatar simétrico: el “parricidio”
de la violencia guerrillera (cita con algún detalle el caso del general Alsogaray y su hijo).
La explicación por esas dos figuras arquetípicas presenta todos los problemas de un hecho
histórico abordado desde un sistema de metáforas. La historia es particularmente rebelde a
ser puesta en escena filosófica.
Como sea, no importa mucho lo que yo crea como mejor forma de la puesta en
relato de la historia. Lo que vale en este breve libro es la amplitud anticonvencional,
antiacuerdo inamovible y congelado, con la que Leis piensa de nuevo la violencia terrorista
de los años setenta. Las páginas que escribe sobre la potencialidad corruptora del
terrorismo, que envilece todos los ideales que se agitan para justificarlo, son una condena
tan firme como decisiva a la táctica revolucionaria de Montoneros (en el libro, como huella
declarada de su base testimonial, Leis no habla de otras formaciones).
Sublevado frente a la imposición de una versión de la historia que reclama para si la
corrección política y moral, Leis la contradice con la hipótesis transhistórica de los
arquetipos del inconsciente colectivo, reforzados, inesperadamente, por la teoría de las
generaciones de Ortega y Gasset.
Como certeramente señala Leis, el concepto de generación fue dejado de lado por la
Teoría. En efecto, desde los años setenta, es decir desde la crisis de la idea misma de
Sujeto, desaparecieron las generaciones. Pero lo que ese concepto buscaba explicar no
puede ser invalidado con la misma ligereza con que se lo desterró hace más de medio siglo.
Leis es novedoso “al revés” cuando vuelve a Ortega y Gasset, un pensador fuera de la
moda. Con todo, algo falta para que resulte más persuasivo. Posiblemente, lo que falta no
es la demostración de que los jefes guerrilleros pertenecieron (porque es más o menos
evidente que nacieron alrededor de los mismos años), sino sus itinerarios de formación
personal y política que los llevaron a coincidir en el terrorismo, mientras que otros
miembros conspicuos de esas mismas camadas seguían otros caminos en las ciencias o las
vanguardias estéticas. Hay que destacar que Leis vuelva a proponer el concepto de
generación. Y también es nuestra tarea reinscribirlo en una historia cultural donde, en los
años setenta, no solo en Argentina sino en todo Occidente, se celebró la Juventud como
antes no había sido celebrada desde el Romanticismo europeo.
Estoy planteando demasiadas preguntas a este breve ensayo. Es un gran mérito el
tener la fuerza suficiente para sostenerlas. Usa palabras fuertes, polémicas, posiblemente
inaceptables, como Confesión y Perdón, que son, para él, inescindibles de la Verdad. Será
atacado por su valor. Y digo valor en el doble sentido: por un lado, el coraje intelectual; por
el otro, el peso que seguramente tendrá en la reapertura de un debate demasiado cerrado,
congelado en la autoridad inapelable de las organizaciones de derechos humanos,
duplicadas en la autoridad que el Estado les otorgó durante el periodo kirchnerista. El libro
de Leis es desacompasado con este presente canónico. Conozco solo dos escritores que han
ido igualmente lejos por caminos diferentes: el primero, Héctor Schmucler; el otro, Oscar
del Barco.
Leis, que vive en Brasil, y es mi amigo desde hace décadas, sigue alguna de esas
sendas y abre otras. Siempre ha sido un interlocutor tenaz, difícil e imprescindible.
Introducción
Nací en Avellaneda, Argentina, en 1943. En los años 60, fui militante comunista y
peronista. Esta experiencia me llevó a participar en la lucha armada. Estuve un año y medio
en la cárcel, fui amnistiado en 1973. Fui combatiente de los Montoneros hasta el final de
1976. En el año siguiente me exilié en Brasil, donde fui reconocido como refugiado político
por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados. Después de algunas idas
y vueltas fijé residencia en Brasil, nacionalizándome en 1992. Tengo una maestría en
ciencias políticas y otra en filosofía y un doctorado en filosofía, fui profesor de relaciones
internacionales, ciencia política y también interdisciplinar en ciencias humanas. Con
sesenta y nueve años me jubilé como profesor en la Universidad Federal de Santa Catarina.
Soy miembro del Club Político Argentino; mi última militancia.
En este trabajo se combinan elementos analíticos y testimoniales a fin de explicar la
tragedia vivida en Argentina en los años 70. Para ello se abordan temas como la relación
entre el terrorismo, la guerrilla y la revolución, el conflicto de las generaciones y la calidad
del liderazgo. Por último, mirando hacia el futuro del país, se hace una reflexión sobre el
resentimiento, la reconciliación, la verdad, la confesión y el perdón.
1
Terrorismo y guerrilla
“El problema ha sido siempre el mismo: los que fueron a la escuela de la revolución aprendieron y supieron de
antemano que curso una revolución debe tomar. Fue el curso de los acontecimientos. (…) Ellos habían
adquirido la capacidad de representar cualquier papel que el gran drama de la historia les asignara y, si no
hubiera otro papel a su disposición que no fuera el de villano, estaban más que dispuestos a aceptarlo, en
lugar de quedarse afuera. (…) Hay cierta grandiosidad absurda en el espectáculo de estos hombres – que se
atrevieron a desafiar a todos los poderes y las autoridades del mundo, y cuyo coraje no tenía ninguna duda –
sometiéndose, a menudo, de la noche a la mañana, con humildad y sin siquiera un grito, a la llamada de la
necesidad histórica, por más loco e incongruente que les debe haber parecido el aspecto exterior de esta
necesidad. Ellos fueron engañados, no por las palabras de Danton, Robespierre y Saint-Just y todos las otras
que les sonaban en los oídos, fueron engañados por la historia y se convirtieron en los locos de la historia.”

HANNAH ARENDT
1906-1975

La mayor diferencia entre los modelos de acción de las guerrillas urbana y rural está
en la cuestión del terrorismo. Varios países de América Latina pasaron de un tipo de
guerrilla a otro sin darse cuenta del cambio de valores que sigue a este cambio. La
idealización romántica de la revolución cubana se extendió a ambos modelos, cuando en
realidad la urbana es mucho más terrorismo que guerrilla. Sus miembros pagarían caro ese
error.
Los guerrilleros urbanos sólo pensaban en el enemigo, ignoraban el poder deletéreo
del terrorismo para la calidad de la guerra. El terror es la mejor palanca para una escalada a
los extremos de violencia en los conflictos armados. Carl von Clausewitz, en su conocido
libro De la Guerra, comprueba que, en general, las guerras no llegan a los extremos de
violencia, aunque conceptualmente las mismas implican dinámicas en las que, para ganar,
los dos lados son llevados hacia los extremos. Según él, las razones moderadoras del uso de
la violencia son muchas, incluyendo la presencia de factores morales, y sobre todo que la
guerra siempre se subordina a objetivos políticos. En particular, este último aspecto supone
que los agentes conservan a lo largo del proceso un grado relativamente alto de
racionalidad. Clausewitz no hace referencia a la cuestión del terror; él estudiaba la guerra
convencional de su tiempo. Pero aun así es fácil ver que cuando el terror se introduce en el
medio de la guerra, la racionalidad de los actores tiende a eclipsarse y la importancia de los
factores morales y políticos a disminuir, ya que aumenta el deseo inmediato de venganza.
La cual, paradójicamente, se hace más insaciable cuanto más avanza por el camino del
terror. El terror genera sentimientos profundamente negativos como el miedo y el
resentimiento, que alimentan el círculo vicioso de la venganza de las fuerzas combatientes
afectadas. Así, el terrorismo lleva la guerra a los extremos del exterminio cruel del
enemigo, dejando cada vez más lejos a los factores políticos y morales iniciales. Sólo la
rendición incondicional de uno de los lados —y no siempre— puede evitar este exterminio.
En algunos casos, como en los estados totalitarios, incluso después de la eliminación del
supuesto enemigo, el terror sigue retroalimentándose a lo largo de los años.
En su conocido manual, La Guerra de Guerrillas, publicado en el calor de los
combates en Cuba, Che Guevara receta la guerrilla rural para toda América Latina,
rechazando explícitamente el terrorismo por considerarlo una acción que dificulta el trabajo
político con las masas. Su opinión reflejaba el consenso del viejo marxismo, que
identificaba al terrorismo tradicionalmente con la derecha y repudiaba la atracción que
ejercía sobre los anarquistas. Tras el fracaso de los intentos de guerrilla rural en los años 60,
en América Latina se cambia el curso de la dinámica revolucionaria del campo a las
ciudades. En este nuevo contexto Carlos Marighella publica, en 1969, el Manual del
Guerrillero Urbano, un libro de referencia para los distintos grupos del continente, incluso
los argentinos. El líder brasileño caracteriza las ejecuciones, los secuestros y el terrorismo
en general como modelos de acción legítimos de la guerrilla urbana, concluyendo con
énfasis que “el terrorismo es un arma que el revolucionario no puede abandonar”. Mientras
el terror en las zonas rurales era visto como contraproducente, en las ciudades era elogiado.
El terrorismo dejó de ser patrimonio de la derecha al final de los 60. Che Guevara murió en
1967, una lástima. Aunque estimuló de manera insensata a la guerrilla en América Latina y
en el mundo, quizás hubiera sido capaz de impedir el giro terrorista en nuestro continente.
Era el único que tenía la autoridad moral para hacerlo.
La historia del terrorismo demuestra que él no está sujeto a una ideología. La acción
violenta destinada a matar y a producir terror con fines políticos es una práctica que abarca
todo el espectro de izquierda y de derecha por igual, a pesar de que su nombre no 13 siempre
sea reclamado de forma explícita, tal como lo hizo el líder brasileño. Durante el siglo 19 y
las primeras décadas del 20 el terrorismo estuvo ligado principalmente a la izquierda
anarquista y al nacionalismo separatista. Sin embargo, entre las dos guerras mundiales, los
principales responsables por actos terroristas fueron de la extrema derecha fascista. En el
contexto de la Guerra Fría el terrorismo surgió asociado a movimientos de extrema
izquierda revolucionaria o de tipo nacionalista y/o separatista, abarcando tanto a países
desarrollados de Europa como a subdesarrollados de América Latina, África y Asia. Por
último, en el final del siglo 20 y principio del 21, surgió con más fuerza el terrorismo
basado en la religión, como el de la organización islámica Al-Qaeda, que atacó las torres
del World Trade Center. Este último fue acompañado por la Guerra contra el Terror del
gobierno Bush, que utilizó el concepto como una etiqueta para identificar a la mayoría de
los enemigos de los Estados Unidos, complicando aún más la comprensión del fenómeno.
Con el terrorismo de Estado pasa lo mismo: cualquier ideología o mentalidad, ya
sea de izquierda, de derecha, nacionalista o religiosa, puede acompañarlo. A pesar de sus
diferencias, la Alemania de Hitler, la Rusia de Stalin, la China de Mao, la Argentina de
Videla, la Serbia de Milosevic, la Camboya de Pol Pot, y el Irán de Ahmadinejad, entre
otros, son Estados igualmente responsables por actos de terrorismo. Los comentarios
anteriores permiten concluir que el fenómeno del terrorismo no debería ser caracterizado
por sus objetivos, extremamente variados, sino por su capacidad para “envenenar” los
conflictos llevando la violencia (y la confusión conceptual) hasta los extremos.
En América Latina, no todas las guerrillas urbanas fueron igualmente terroristas.
Los Montoneros de Argentina fueron probablemente el grupo que más adoptó este modelo
de acción en los años 70, y los Tupamaros de Uruguay, los que menos. Por lo tanto,
también será distinta la responsabilidad histórica de cada grupo por la instalación de la
dialéctica de violencia de cada país.
En esa época nadie pensaba que una organización revolucionaria, aun cuando
pusiera bombas y matara personas inocentes, pudiera ser terrorista. Igual que mis
compañeros, yo era un terrorista de alma bella. La verdad es difícil de aceptar no sólo para
aquellos que fueron guerrilleros, sino para la mayoría de los argentinos. Algunos autores
sostienen que durante la dictadura militar, desde Onganía hasta Lanusse, el actor principal
de la lucha revolucionaria fue la guerrilla y no el terrorismo, el cual aparecería
progresivamente a partir de 1974, con el gobierno constitucional de Isabel Perón. Esta
interpretación intenta dividir la lucha armada en dos fases, pero ocurre que en el caso de
Montoneros la lógica e intencionalidades del terrorismo estuvieron presentes desde su
primera acción pública: el secuestro y ejecución del general Aramburu, en 1970. Este
debate es fundamental para la comprensión de las responsabilidades en el proceso de
violencia que causó diez mil muertes trágicas cuya autoría, en una cuenta aproximada, fue
de mil (1000) por la Triple A, mil (1000) por las organizaciones revolucionarias y ocho mil
(8000) por las fuerzas militares de la dictadura de Videla.
Esta es una cuenta que, en la defensa de la dignidad de la historia argentina, se
tendría que haber hecho con precisión y consenso público hace mucho tiempo. Mostrando
falta de coherencia y sesgo ideológico, esta cuenta no está en la lista de las reivindicaciones
de los movimientos o de los organismos estatales que se ocupan de los derechos humanos
en la Argentina.
En la Argentina hubo guerrilla y terrorismo superpuestos casi desde el comienzo de
la violencia revolucionaria. El terrorismo se presentó con un rostro bien definido en la
ejecución del sindicalista peronista Vandor en 1969 (figura principal de la Confederación
General del Trabajo (CGT), colaboracionista con la dictadura de Onganía y adversario de
Perón), del general Aramburu en 1970 (arquitecto de la Revolución Libertadora que
derrocó a Perón y presidente del gobierno de facto de 1955 a 1958), del sindicalista
peronista Rucci en 1973 (secretario general de la CGT y aliado muy próximo de Perón), y
del ex-ministro Mor Roig en 1974 (político ajeno al peronismo que como ministro del
gobierno del general Lanusse articuló el pacto que permitió el retorno de la democracia en
1973). Todas estas operaciones fueron realizadas por comandos Montoneros (o que se
integrarían después en la organización, como en el caso de Vandor). Los dos últimos
asesinatos fueron perpetrados a pesar de que el país estaba bajo un régimen democrático,
varios años antes de la llegada de la dictadura militar.
Entre otras cosas, el uso del terrorismo fue facilitado entre los Montoneros por la
amalgama de componentes ideológicos contradictorios que impedían pensar en estrategias
políticas realistas y coherentes. Al mismo tiempo, estos grandes gestos terroristas eran
funcionales para el crecimiento de la organización, permitiendo sumar militantes de
diversas corrientes ideológicas. Ellos podían venir tanto del catolicismo nacionalista de
derecha, como de la teología de la liberación marxista, del peronismo revolucionario de
derecha, del comunismo, y de otras variantes de la izquierda. Los Montoneros surgieron y
consolidaron su organización en el culto a la violencia. Ellos fueron capaces de matar a
todos los que se cruzaron por delante de su voluntad política, sin importarles su condición,
ya fueran peronistas o antiperonistas, militares, políticos o sindicalistas.
Sin embargo, soy testigo de que nuestra motivación era noble. Conservo todavía un
recuerdo feliz de mi vida en aquellos años. Fueron sombríos pero también llenos de
desprendimiento, alegría y amor. Sé que nuestra intención no era hacer el mal por el mal en
sí mismo, pero la astucia de la razón, irónica y perversa, pudo convertir hombres buenos en
malos, sin darnos tiempo para tomar conciencia. El retorno de este camino sería
extremamente difícil para la mayoría, casi imposible.
Los Montoneros ocultaron su ambición de poder por detrás del liderazgo de Perón,
pero cuando se dio su retorno, y él no les entregó la dirección del movimiento peronista
como esperaban, no dudaron en matar a Rucci para llamar la atención del líder sobre sus
demandas, pero sin reconocer públicamente su autoría. Creían que la condición de
revolucionarios les otorgaba el patrimonio de la historia, por ser dueños de la verdad se
permitieron mentirles a sus contemporáneos (en el otro extremo del espectro político
argentino la situación seria semejante, la historia mundial está llena de ejemplos de este
tipo). Del mismo modo, años antes habían matado al general Aramburu para ser
reconocidos como peronistas por Perón y por las masas. Así como intentaron ocultar la
verdad de la muerte de Rucci, en el caso de Aramburu intentaron hacer desaparecer su
cuerpo, con la supuesta intención de cambiarlo en el futuro por el de Eva Perón,
secuestrado durante el gobierno de Aramburu.
Como Eva Perón murió de muerte natural, la saga de las desapariciones de personas
asesinadas con intencionalidad política en la Argentina del siglo 20 no la incluye. Según mi
conocimiento, esta triste saga comenzó en 1930 con el anarquista Penina, durante el
gobierno del general Uriburu; siguió en 1955, con el comunista Ingalinella, en el gobierno
del General Perón; continuó en 1962 con el peronista Vallese durante el gobierno
provisional de Guido (que asumió tras el derrocamiento de Frondizi por los militares); hasta
llegar al cuarto de la lista, el general Aramburu, cuyo cadáver permanecería desaparecido
un mes y medio. El imaginario de los autores de la larga lista desaparecidos que vendría
después se construyó con base en estos antecedentes.
Debido a que el asesinato de Rucci provocó una acelerada ascensión a los extremos
de violencia, “envenenando” el gobierno de Perón en plena democracia, este atentado
debería considerarse como el mayor acto terrorista de la guerrilla argentina en los años 70.
Sin embargo, por ser un magnicidio, otro que convocó igualmente a los demonios fue el de
Aramburu. Su cuerpo tardó en descansar en paz. Además del desaparecimiento sufrido
después de su muerte, cuatro años después de enterrado en el Cementerio de la Recoleta
volvería a pasar por lo mismo. Los Montoneros repitieron la hazaña para continuar
insistiendo en la devolución del cadáver de Eva Perón. La trágica ironía de este último
hecho es que el cuerpo de Evita había sido entregado a Perón en España tres años antes, en
1971: ¡era el general vivo que no lo querría traer de vuelta al país, no el general muerto! Si
la primera desaparición del cadáver de Aramburu podía reivindicar alguna legitimidad, la
segunda no tenía ninguna razón más que insultar la memoria de los militares argentinos. En
favor de los Montoneros se podría decir que la falta de respeto a los muertos tiene una larga
historia en la Argentina; el cadáver de Perón tampoco se salvó y tuvo sus manos mutiladas
en 1987. El escenario terrorista argentino de los años 70 tuvo todas las combinaciones
posibles de terrorismo, uno más vinculado a los movimientos de la sociedad civil, otro más
a los organismos estatales, y también casos intermedios, como la Triple A. Todos se
retroalimentaron entre sí. Obviamente, no todos los miembros del estado o de la sociedad
civil fueron terroristas de la misma forma a lo largo de la historia. Sin embargo, hubo
complicidad en diversos niveles del Estado y la sociedad civil con el terrorismo producido
por los gobiernos de Lanusse, Perón, Isabel Perón, Videla, Viola y Galtieri, así como hubo
complicidad con el terrorismo de las organizaciones guerrilleras en distintos niveles de la
sociedad civil y del Estado (especialmente en el gobierno de Cámpora y de algunos
gobernadores provinciales en 1973).

Soy testigo de las complicidades ocurridas en 1973.


El 9 de junio se hizo un acto en José León Suárez conmemorando los fusilamientos
de diversos militantes peronistas ocurridos en un basural de esa localidad en 1955, por la
dictadura militar que había derrocado a Perón. Durante la ceremonia hubo un fuerte
enfrentamiento a tiros entre grupos peronistas antagónicos. Por un lado, los sectores
revolucionarios nucleados alrededor de los Montoneros, y por otro, diversos grupos de
derecha y agrupaciones sindicales. El enfrentamiento dejó un muerto y algunos heridos,
todos de la derecha peronista. El tiroteo fue provocado por una razón trivial no
premeditada. Lo sé porque yo fui quién lo detonó.
Como es habitual, después el evento adquirió aires de conspiración, pero mi
intención fue simplemente rescatar a una compa-ñera que me recordaba a Mónica Vitti —
de quién me apasioné en los años 60, cuando miré las películas de Antonioni— que
pasando por donde no debía fue rodeada por cuatro o cinco militantes de la derecha.
Ellos la estaban molestando. Pienso ahora que no debía ser nada que no pudiera
resolverse de otra manera, pero en aquel momento no dudé, me les fui encima y los
amedrenté mostrándoles el revolver 38 que llevaba en la cintura. El recuerdo de mi vieja
pasión se salvó, pero yo había pisado el hormiguero. De repente la calle se llenó de
militantes armados de ambos grupos. No fui yo quien inició el tiroteo, pero respondí
inmediatamente a la primera bala y en pocos segundos se generalizó. Lo demás es historia.
A pesar de las pocas bajas, en comparación con lo que estaba por venir, el evento
ganó importancia por ser el acto inaugural de la violencia política en el período
democrático iniciado el 25 de mayo de 1973. Demostró que las armas seguían
engatilladas, que era fácil llevar al nivel militar la confrontación política que existía en el
gobierno peronista, en donde los Montoneros dividían puestos e influencias con los
sindicatos y la derecha. Esta confrontación parecía enseñar que la violencia era una forma
de romper el impase en la ausencia de Perón, que aún no había regresado al país de forma
permanente. A los Montoneros les gustó el resultado de la confrontación, pero no
imaginaron que habría una reacción tan rápida.
Días más tarde, el 20 de junio, Perón regresaba al país y se esperaba que hablara
en un enorme palco erigido en Ezeiza, cerca del aeropuerto. Los Montoneros
comparecieron con una gran cantidad de militantes de todas partes del país, pero al llegar
con sus carteles cerca del palco fueron recibidos a tiros. Todavía no hay una lista de bajas
de este enfrentamiento, los cálculos estimados son de ochenta muertos y cuatrocientos
heridos, la mayoría del lado de los Montoneros.
A nivel personal, José León Suárez me dejó un legado difícil de evaluar. Por el lado
de las ganancias, ascendí dos grados en la jerarquía de los Montoneros, de aspirante fui
directamente a oficial primero. Por el lado de las pérdidas, el día siguiente al tiroteo mi
foto ilustraba una nota en un diario de gran circulación. Yo aparecía con la pistola en la
mano, el subtítulo me acusaba de ser el asesino. El diario pasó la foto a la policía de la
Provincia de Buenos Aires y a varios grupos de derecha y del sindicalismo peronista que
juraron vengarse. Eso no me preocupó tanto como la posibilidad de que mi foto fuera
identificada por terceros y los diarios publicasen mi nombre; con el tiempo descubrí que
no habían sido pocos los amigos que me identificaron. Estaba afligido por mis padres,
recién había salido de la cárcel y pensarían que ya estaba complicado nuevamente.
Pero el subjefe de la policía, por casualidad uno de los pocos sobrevivientes de los
fusilamientos de José León Suárez, también era Montonero. Nos encontramos y me dijo
para no preocuparme: él se había encargado de hacer desaparecer a toda la investigación
policial, incluyendo las fotos. No volví a verlo; la Triple A lo mató un año más tarde.
Nadie fue procesado por los acontecimientos del 9 de junio de 1973, prueba
pequeña pero convincente de la complicidad que existía en la época entre algunos sectores
del Estado y las guerrillas peronistas, especialmente con los Montoneros.

Es falso afirmar la existencia de un “terrorismo de Estado”, como si fuera una


entidad pura y separada del resto de la sociedad, tal como pretenden las organizaciones de
derechos humanos y el gobierno de los Kirchner. Un terrorismo no es más o menos
terrorista en función de su origen, sino de su contribución a la dinámica de terror dentro de
una comunidad política. Si un movimiento terrorista, venga de donde venga, pretende
exterminar a un grupo aislado e indefenso, ya sea nacional, étnico, racial, religioso, cultural
o identitario —como, por ejemplo, armenios, bosnios, tutsis, gitanos, homosexuales,
indígenas, judíos, musulmanes, cristianos, etc. — eso constituye el peor terrorismo
imaginable, lo que el derecho internacional llama un crimen contra la humanidad. Sin
embargo, el terrorismo ejercido en un contexto de guerra o de conflicto por el poder entre
grupos armados (de manera regular o irregular), no constituye un crimen contra la
“humanidad” —a pesar de lo que digan los juristas— sino contra el colectivo en el que se
insertan los beligerantes. En el caso argentino, tanto el terrorismo que venía del estado
como el que se practicaba desde la sociedad civil eran ejercidos en contra de la comunidad
política argentina. Por lo tanto, a pesar de que los crímenes individuales puedan ser
diferenciados por sentencias y puniciones legales mayores o menores, el terrorismo de los
Montoneros, la Triple A y la dictadura militar son igualmente graves, ya que contribuyeron
solidariamente a una ascensión a los extremos de la violencia.
La “humanidad”, como categoría empírica, social, religiosa o política, no existe. Un
europeo y un indio de la Amazonia tienen, en cualquier nivel, más diferencias que
similitudes. La humanidad es sólo una convención moral que, en todo caso, podría
identificar a aquellos grupos pasivos e impotentes frente a la violencia, pero nunca a los que
participan activamente en los conflictos armados, como pasó en el caso argentino, donde
hubo, sí, víctimas inocentes y ajenas al conflicto, pero que no fueron el objetivo principal
del terror, ni de un lado ni del otro. Los museos “de la memoria” construidos durante el
gobierno de los Kirchner registran solamente a las víctimas de un lado, pero no del otro,
ocultando el hecho de la beligerancia compartida. Y para intentar una mejor construcción
del supuesto crimen contra la humanidad de los militares, sus víctimas son transformadas
en inocentes sin ningún tipo de identificación o vínculo con las organizaciones guerrilleras.
En algunos casos este vínculo pudo no existir, pero cuando existe, en nombre de los
derechos humanos el gobierno está suprimiendo la identidad revolucionaria de los
“compañeros”. No le hace justicia a la historia, ni al compañero o la compañera, que se
recuerde como estudiante o empleado a quien, por ejemplo, enfrentó a la muerte con el
grado de oficial de los Montoneros.
En resumen, la víctima es una persona, pero el terrorismo se ejerció a través de ella
en contra de su comunidad política. Aunque en menor grado, todos aquellos que
colaboraron de una u otra manera se convirtieron en sus cómplices y, por lo tanto, también
deberían ser procesados legalmente. Me pregunto entonces, ¿cuántos deberían estar en el
banquillo de los acusados por la lucha armada estallada en los años 70 en Argentina?
Ciertamente, muchos más de los que están. Los argentinos que fueron testigos de aquella
época saben que una proporción significativa de la población, especialmente los jóvenes de
la generación de los años 60, apoyaban a la guerrilla, así como otra parte no menos
significativa, sobre todo de la gene-ración anterior de los años 40, hacía lo mismo con los
militares. Preguntémonos también cuál es el peor terrorismo desde el punto de vista
conceptual e histórico. ¿Es peor aquel realizado en nombre del asalto al poder o en nombre
de la defensa del Estado? No hay ninguna legitimidad en el terrorismo al servicio del asalto
al poder en un contexto democrático, como ocurrió en el período de 1973 a 1976, durante el
cual las organizaciones guerrilleras continuaron comportándose casi de la misma manera
que antes con la dictadura. Para la guerrilla no peronista nada había cambiado con la
llegada de la democracia. Aunque la guerrilla peronista declaró una suspensión de sus
operaciones armadas, en el caso de los Montoneros la tregua fue más aparente que real.
Como vimos en José León Suárez, la violencia surgía casi espontáneamente. Formalmente,
la tregua concluiría en septiembre de 1974, pero las ejecuciones y las grandes acciones de
los Montoneros empezaron de manera deliberada un año antes.
El terrorismo no tiene ninguna legitimidad —aun luchando contra una dictadura—
si lo que quieren sus ejecutores es hacer una revolución para imponer nuevas reglas de
juego. En este caso, como bien declaró Thomas Hobbes, el fundador de la teoría política
moderna, en su libro Leviatán (1651), la legitimidad se logra solamente cuando el grupo
revolucionario o subversivo toma el poder, nunca antes. Esto no es reaccionarismo, sino
una obviedad histórica y constitucional: el cambio de las reglas del juego, especialmente en
un sentido revolucionario, no tiene a priori legitimidad o legalidad alguna en ningún tipo de
régimen político o ideología política. Esto vale tanto para el Estado liberal como para el
socialista, ya sean democráticos o autoritarios. La principal obligación del Estado es
defender su existencia con los medios a su alcance. Como afirma Hegel en su Filosofía del
Derecho (1821), el Estado, aunque imperfecto en su realización particular, sigue siendo la
institución superior de la historia humana civilizada. El terrorismo contra el Estado es
extremadamente peligroso porque fomenta fuerzas anti-estatales en su seno que lo degradan
rápidamente en la dirección de la barbarie. Paradójicamente, la única alternativa que resta a
los grupos subversivos y terroristas de izquierda para ganar legitimidad, antes de la toma
del poder, viene de la mano del liberalismo que ellos tanto desprecian. John Locke,
fundador reconocido de esa corriente y cuyas ideas fundamentan las concepciones de
derechos humanos y democracia moderna desde el siglo 17, justifica clara-mente la
revuelta de los ciudadanos contra el abuso de poder de los gobernantes. En el Segundo
Tratado sobre el Gobierno Civil (1690), Locke afirma que los hombres tienen derechos
naturales antes de la existencia del Estado, lo que hace posible la rebelión cuando ellos le
son negados, a fin de recuperarlos. Dicho de otro modo: la revolución solamente es legítima
para restaurar los derechos perdidos, no para imponer nuevos derechos u obligaciones.
Volviendo al caso argentino, la legitimidad de la lucha armada se agotó el 25 de
mayo de 1973, en el momento en el que todos los presos políticos fueron liberados, después
de que el general Lanusse le hubiera entregado el mando presidencial a Cámpora, un presi-
dente civil elegido en elecciones limpias, aceptadas por todos los partidos después de casi
veinte años de proscripciones. A partir de ahí la ilegitimidad de los grupos guerrilleros fue
total. Fueron ellos los primeros a llevar el terror a la nueva democracia, un terror que fue
respondido enseguida y de la misma forma por la Triple A, apoyada por el gobierno. Estos
terrores generaron el estado de anarquía que justificaría el golpe militar de 1976, una
intervención que fue deseada por los Montoneros y otras organizaciones, imaginando que la
salida del gobierno constitucional traería al campo revolucionario un mayor número de
fuerzas. La dictadura militar insta-lada en 1976 decidió avanzar con ímpetu asesino contra
aquellos que habían asumido la lucha revolucionaria, pero la legitimidad acumulada por la
guerrilla en la lucha contra la dictadura militar anterior, había desaparecido por completo
debido a su lucha contra el régimen democrático constituido en 1973. Por lo tanto, la lucha
guerrillera contra la nueva dictadura militar no fue solamente 27 suicida, sino también
ilegítima. Y a pesar de haber sido demoníaca e ilegal, a pesar de haber llegado a extremos a
los cuales la guerrilla nunca llegaría, la lucha de la dictadura contra la subversión fue
legítima. Este juicio no es una mera opinión: por detrás está la tradición política y
democrática occidental. La Argentina de esos años no tuvo combatientes, ni héroes. La
lucha convirtió a todos en víctimas y victimarios recíprocos. Hubo más víctimas en un lado
que en otro, pocos inocentes y muchos culpables. Sin embargo, hubo sentencias solamente
para los de un lado.
La generación de los años 60 desafió la omnipotencia de Perón y de las fuerzas
armadas. Pero la tragedia que provocó no era resultado de cualquier desafío. Perón, que
sabía calificar a sus adversarios, los llamó “imberbes” cuando expulsó a los militantes
Montoneros de la Plaza de Mayo en 1974. Perón siempre supo de la relevancia de distintas
generaciones en la historia política; al llamarlos de imberbes los encuadró deliberadamente
en este contexto. Cuando estos “apurados” —otra de las caracterizaciones de Perón— un
año antes le habían tirado el cadáver de Rucci, el viejo líder supo de inmediato que ellos
deseaban su muerte. Querían ocupar su lugar

En el mismo día en el que nacía mi hija, el martes 4 de septiembre de 1973, yo


estaba participando de un encuentro regional de los Montoneros en el nivel de conducción
de columnas. Era en la ciudad de La Plata, en un parque infantil estatal llamado Ciudad
de los Niños, controlado entonces por los Montoneros. Tal vez por la influencia astral de
ese nacimiento, fue un día de suerte para mí.
El encuentro era para discutir un documento elaborado por la conducción nacional
de Montoneros, que justificaba las posiciones de derecha de Perón en función de un
supuesto “cerco” creado a su alrededor, un cerco que le impedía tener contacto directo
con el pueblo, o sea con nosotros. La principal línea de acción para romper dicho cerco y
atraer al líder para nuestro lado era “tirarle algunos muertos”, según la frase de un
miembro de conducción de columna, que debía estar repitiendo lo que escuchara antes en
un nivel superior. O, como tradujo alguien que estaba al lado mío, “Perón tiene que saber
que podemos matar a cualquiera.”
Nunca me olvidaré de las expresiones en las caras de algunos de estos compañeros,
hablaban de matar con una facilidad que parecía forzada. Matar para hacer justicia era
algo que yo aceptaba, pero matar para convencer a Perón de que nosotros éramos los
buenos y ellos los malos me parecía un delirio. Me di cuenta entonces de que la mayoría
de los que estaban en la reunión eran más jóvenes que yo, sin mucha experiencia política
anterior a su ingreso a los Montoneros.
Confieso que en la época mi juicio no era moral, hacía tiempo que ya no sabía lo
que era eso. El error me parecía gravísimo, pero solamente en el campo político. De todos
modos, mi suerte fue haber dicho públicamente lo que pensaba: por cuenta de mis críticas
sería rebajado en dos grados, poniéndome así en un segundo plano del festival de muertes
que se venía (en Montoneros se ganaba el ascenso por acción militar y el descenso por
acción discursiva, los grados que gané a los tiros en José León Suárez los perdí hablando
cinco minutos en la Ciudad de los Niños).
Hoy sé que la conducción de los Montoneros no sabía hacer política, sólo sabía
usar la violencia con fines políticos, que es la mejor definición de terrorismo que existe.
Cuando las armas sustituyen a la política quedan a la vista el terrorismo y las
inconsistencias programáticas. ¿Cómo era posible imaginar que, después de tener como
objetivo máximo el retorno de Perón al país, los Montoneros quisieran hablar con él del
mismo modo que con los militares de la dictadura, por medio de las armas?
Todavía me acuerdo de mi intervención, pocos estuvieron de acuerdo conmigo.
Dije que si realmente queríamos heredar de Perón el movimiento peronista, tendríamos de
quedarnos quietos, en lugar de atacarlo, dejando que las masas hicieran su experiencia
crítica para entonces respaldarlas. Eran las masas quienes tenían el derecho de criticar
primero a Perón después de tantos años de espera, hacer lo contrario sería faltarles el
respeto. Pero había algo más que inexperiencia política en la conducción de los
Montoneros. En ese momento, la conducción ya estaba planeando la ejecución de Rucci.
Más que abriendo un debate nos estaban informando lo que venía después, tratando de
determinar cuáles eran los oficiales fieles a su línea. Años más tarde me preguntaría quién
estaba más cercado, si Perón o la conducción nacional, en función de su absoluto
centralismo y autoritarismo organizativo.
2
Generaciones

-¿Quién no desea la muerte de su padre?


– ¿Está usted en su juicio? –exclamó el presidente (del tribunal).
–Sí, estoy en mi juicio, un juicio vil como el de ustedes, y como el de todos esos…
papanatas.
Se había vuelto hacia el público al decir esto. Irritado y despectivo, añadió:
–A lo mejor, han matado a sus padres, y ahora se fingen aterrados y se miran unos a
otros haciendo aspavientos. ¡Farsantes! Todos desean la muerte de sus padres. Los reptiles
se devoran unos a otros…
FEDOR DOSTOIEWSKI
1821-1881

Atentar contra la vida de los militares parecía una cosa natural para los Montoneros;
después de todo se trataba de peronistas que se atrevían a matar a los amigos de Perón. Los
oficiales superiores de las Fuerzas Armadas vivieron con miedo el surgimiento de los
guerrilleros en el espejo mágico de las generaciones. Reconocían en ellos las caras de sus
hijos. El terror les confirmó que no eran los hijos deseados, eran hijos que querían matarlos
y ocupar sus lugares. Fuimos aprendices de parricidas. Si admitimos eso quizás los
militares se animen a admitir también su barbarie, atroz y demoníaca, no por haber sido
hecha desde el Estado, sino porque les permitió satisfacer plenamente su deseo filicida.
A quien dude de la realidad de estas metáforas generacionales le sugiero pensar en
Sergio Schoklender y Hebe de Bonafini. Ni Dostoiewski podría haber imaginado que el
mayor parricida de la historia criminal argentina sería adoptado públicamente por la más
notable madre de la historia política del país, la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo,
entidad icónica en la defensa de los derechos humanos en los años 70. Entre Sergio —que
mató a sus padres en forma violenta, cumpliendo después una severa condena por su
crimen— y Hebe —que perdió dos hijos en manos de los militares— existió un amor
declarado de madre e hijo durante varios años, que acabó sorpresivamente en 2011 cuando
el hijo adoptivo, acusado de enriquecimiento ilícito, lavado de dinero, desvío de recursos
públicos y asociación ilícita, apuntó a su madre adoptiva como responsable de todo.
El conflicto que asoló a los argentinos y degradó sus instituciones se debe a
múltiples factores, la mayoría bastante conocidos. Pero existe uno cuya importancia resulta
difícil de percibir, debido a los preconceptos reduccionistas que en el Siglo XX invadieron
primero a las ciencias sociales y después el sentido común de los ciudadanos. Dicho factor
permite entender mejor el comportamiento extremadamente bárbaro de algunos actores en
los años ’70, problema que aun hoy resiste a una explicación convincente. No ayuda a
captar las motivaciones racionales, ni las causas materiales de la dinámica política argentina
de aquellos años, pero puede ayudar a entender la subjetividad de los actores, en especial
sus motivaciones inconscientes y su traducción en sentimientos y emociones negativas.
Sabemos que explicar objetivamente comportamientos crueles en la vida pública es
una de las tareas más complejas del análisis. Hombres y mujeres con un comportamiento
normal y respetuoso en su vida privada, bajo ciertas condiciones pueden transformarse en
monstruos. Hannah Arendt se refirió a la “banalidad del mal” para explicar el
comportamiento de Eichmann, el jefe de Auschwitz que después de la guerra encontró
refugio en la Argentina de Perón. Por los testimonios de los sobrevivientes de los campos
de concentración nazis y comunistas sabemos que la barbarie crece en proporción directa a
la negación del otro, a la incapacidad para aceptar y entender los valores y motivaciones del
otro. ¿Pero que podría existir entre los argentinos que los aproximara a eso? Las ideologías
políticas eran antagónicas y sus aristas totalitarias bien podrían explicar las atrocidades
cometidas, pero existía un plus que aumentaba los resentimientos acumulados por las
ideologías, la lucha de clases y el pasado violento del país. Ese plus pocas veces se presentó
con la nitidez que tuvo en la Argentina de los 70, un país que no tenía los problemas
raciales, étnicos o religiosos de la mayoría de los países de la región. Lo que arreció los
conflictos fue la existencia de una tremenda lucha generacional con reverberaciones en el
inconsciente de los individuos. Ese contexto hizo que la lucha armada transformase a los
individuos en personajes de una tragedia.
En Homo Sacer, Giorgio Agamben afirma:
“Durante mucho tiempo uno de los privilegios característicos del poder soberano
fue el derecho de vida y muerte.” Esta afirmación de Foucault al final de La Voluntad de
saber suena perfectamente trivial; pero la primera vez que en la historia del derecho nos
encontramos con la expresión “derecho de vida y de muerte”, es en la fórmula vitae
necisque potestas, que no designa en modo alguno el poder soberano, sino la potestad
incondicionada del pater sobre los hijos varones. (…) la vitae necisque potestas recae
sobre todo ciudadano varón libre en el momento de su nacimiento y parece así definir el
modelo mismo del poder político en general. No la simple vida natural, sino la vida
expuesta a la muerte (la nuda vida o vida sagrada) es el elemento político originario.”
Mi generación fue llevada a creer que los militares eran los padres de la Patria. Y lo
eran de verdad: cuando festejé mi 40ª aniversario la Argentina había vivido durante 30 años
bajo el mando de presidentes de extracción militar. La guerrilla desafió ese supuesto, en el
cual los militares creían más que nadie. Cuando el terror los amenazó, la ceguera se
transformó en resentimiento y delirio. Al contrario de los militares golpistas anteriores, que
traían en sus mochilas proyectos relativamente estructurados para gobernar el país, los que
acompañaron a Videla en 1976 subordinaron todo a la venganza; eran animales heridos
dispuestos a exterminar sin piedad a aquellos que los habían desafiado en su propio
territorio existencial, el de la violencia de las armas. Ni siquiera después de derrotar a la
guerrilla consiguieron esos militares refrenar su pulsión de muerte, e intentaron una guerra
contra Chile en 1978 –abortada por la mediación papal– y otra contra Inglaterra, por las
Islas Malvinas/Falklands, que llevaron hasta las últimas consecuencias en 1982 pero cuyos
planes de acción habían sido diseñados por la Marina en 1978.
Parte en los años 60, pero sobre todo en los 70, los argentinos asistieron a la lucha
sin tregua entre la vanguardia guerrillera de una generación más nueva y la retaguardia
militar de otra generación anterior, con la edad de sus padres. Los jóvenes ansiaban el poder
para realizar sus objetivos, con un espíritu tan intelectual y libertario como autoritario y
narcisista, dispuestos a hacer lo que fuese necesario, incluso matar. Los viejos defendían el
poder con un espíritu autoritario y ciego, sabían que no podían ser derrotados militarmente.
En el límite, sus pulsiones inconscientes les daban una potestad ancestral e incondicionada
sobre sus desafiantes. En los años 60 hubo generales que más que matar querían entender lo
que ocurría, el límite no había sido alcanzado. Pero en los 70 la realidad fue otra, y también
otros los generales.

Héctor Jouvé, uno de los tenientes de la fracasada tentativa del Ejército Guerrillero
del Pueblo –guerrilla rural guevarista que actuó en el noroeste de Argentina, a mediados de
los 60, durante el gobierno democrático de Illía– dio una entrevista reveladora del espíritu
militar de la represión en aquel momento, cuatro décadas después de los acontecimientos.
La entrevista se hizo famosa por haber provocado un extenso debate intelectual en
la Argentina sobre el derecho de matar, a propósito del fusilamiento por motivos banales de
dos guerrilleros por la conducción del grupo. Interesa aquí destacar otro aspecto, quizás de
menor dramaticidad, pero de alta intensidad heurística si lo ponemos en perspectiva
histórica. La entrevista permite afirmar que en 1964 existían militares preocupados por los
peligros de un futuro golpeado por la lucha armada revolucionaria, cuyo sentido último se
les escapaba confusamente. La entrevista muestra que no todos eran iguales a los militares
que acompañaron a la dictadura de Videla.
Jouvé relata que después de su detención se encuentra con el general Julio
Alsogaray, comandante de las fuerzas militares que lo derrotaron (y que sería más tarde
Comandante en Jefe del Ejército.
“¿Y cómo estás?” me dice el General. Yo estaba azul, no había piel que no tuviera
un color azul, violeta. “No quiero saber nada de las actividades –me dice–, no me interesa
eso. Usted, Jouvé, tiene un perfil muy parecido al de mis hijos. Hemos hablado con sus
profesores de la secundaria, y sabemos que usted era muy buen alumno, muy buena
persona, que terminó el bachillerato a los 16 años. Fuimos a la universidad, también
sabemos que hizo una carrera impresionante hasta que entró al servicio militar y ahí paró,
que su papá era un tipo muy respetado en su pueblo, un tipo recto, laburante, muy
estimado, honesto. No me diga que esto es porque su mamá lava ropa”. No, no es por eso –
le digo–, no es por ninguna de esas cosas. “Bueno – me dice – pero a mí me interesa saber
por qué entró a la guerrilla, porque mi hijo se parece mucho a usted.”
El montonero Juan Carlos Alsogaray, hijo del este General, murió luego en un
enfrentamiento con el ejército, en 1976, a los 29 años de edad.

No pretendo reducir las muertes y desapariciones de los 70 a una lucha


generacional. Pero una cosa es cierta: la represión de la dictadura militar de Videla, aun
siendo espantosa, tuvo un método; su violencia fue cruel y excesiva pero no indiscriminada,
algo que se ve claramente ejemplificado en el hecho de que las guerrilleras embarazadas no
eran ejecutadas antes del parto, para entregar después a sus bebés en adopción clandestina.
No ocurrió lo mismo en otras experiencias históricas de exterminio. Los nazis, por ejemplo,
mataban sin distinciones de este tipo. La acción de los militares argentinos tenía la
originalidad de las locuras sagradas. Ellos creían que estaban condenadas las almas de sus
“hijos”, pero no las de sus “nietos”. Frente a hechos como estos, me parece insustentable la
hipótesis de que todos los militares hayan sido personas intrínseca-mente enfermas y
malvadas, como supone el sentido común vigente. De ambos lados beligerantes se
cometieron crímenes que deben ser juzgados y castigados de acuerdo con la ley, pero sus
autores no eran todos necesariamente criminales patológicos, aunque sin duda existió un
pequeño grupo con trastornos severos de conducta.
Si la violencia hubiera sido resultado de una patología, deberíamos concluir que fue
bastante contagiosa, ya que afectó a buena parte de la población argentina, que apoyó
selectivamente la insensatez que venía de uno y otro lado, para finalmente apoyar
mancomunada-mente y sin distinción de credo la no menos insensata Guerra de las
Malvinas/Falklands. Si existe alguna patología, ella se encuentra en la particular
combinación de imaginarios políticos fundamentalistas y resentimientos históricos de los
actores que, en un momento particular de su dinámica, usaron ingenuamente el terror,
desafiando no sólo a personas e instituciones sino a arquetipos del inconsciente colectivo.
Ni las ideologías, ni las pasiones, explicarían por si mismas el grado de las atrocidades que
sucedieron. A pesar del tradicional individualismo y narcisismo de los argentinos, las
principales motivaciones de sus tragedias no son tanto de orden individual, como colectivo.
Las responsabilidades por los acontecimientos también. Tanto en las fuerzas armadas como
en las guerrillas hubo hombres buenos que dejaron de serlo en determinado momento. Y
eso no puede ser explicado por patologías preexistentes.
Los reduccionismos imperantes en el debate público sobre los derechos humanos,
derivados principalmente del sociologismo y del juridicismo, no nos ayudan a entender el
problema. El prime-ro impide la consideración de cualquier factor socio-biológico o
psicológico en el análisis de la dinámica política; el segundo obtura 41 la percepción de las
responsabilidades e intencionalidades colectivas, priorizando la justicia en el plano
individual a la necesidad superior de reparar el daño producido a la comunidad política
como tal. La necesidad de un abordaje interdisciplinario que incluya al conjunto de los
aspectos afectados por los fenómenos políticos está presente en la mayoría de los
pensadores clásicos, desde Aristóteles y San Agustín, hasta Montesquieu, Tocqueville y
Max Weber, entre otros. Pero en las ciencias sociales contemporáneas casi no existen
rastros de categorías que engloben interdisciplinarmente a múltiples factores. Ni clase
social, ni partido político, ni movimiento social, ni cualquier otra del vocabulario
dominante favorecen esa operación. Para peor, cuando aparece alguna categoría más
interesante, es rápidamente difamada y excluida por el establishment académico, que
acompaña las modas teóricas con la misma pérdida de conciencia con la que la población
acompaña las modas.
No sorprende entonces que el concepto de generación, uno de los pocos que permite
al campo de la política un análisis más complejo e interdisciplinar, se encuentre ausente de
la literatura. Aclaro que los factores biológicos no se reducen al ADN o a otras variantes del
mapa genético de las personas. La investigación científica comprueba hoy también aquello
que se sabía desde los tiempos antiguos: que las diferencias de orden biológico
(hormonales, en particular, pero no exclusivamente), vivencial y cultural entre un joven de
20 años y un adulto de 50 explican una parte esencial de sus diferencias en el
comportamiento. Precisamente, el conjunto de esas diferencias constituye a cada
generación, en contraste con las anteriores. La dinámica de las mismas trae a luz elementos
que completan a los saberes disciplinares en la busca de la verdad histórica.
Cualquiera que afirme que los argentinos no se aman como comunidad corre el
riesgo de ser acusado de traidor a la Patria, sin que nadie se detenga a pensar si existe algo
de verdad en eso. Es una pena, la verdad no debería ser acusada de traición.
Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, fue quizás el primero en relacionar lo que hoy
conocemos como factores psicológicos, biológicos, sociológicos y políticos. Él utilizó el
concepto de philia (amor, amistad) para referirse a lo que cimenta la comunidad política. En
este sentido, la Argentina es un país extremo, son pocas las comunidades políticas donde la
philia se encuentra más ausente. Esta no es una percepción intuitiva sino un hecho.
Cualquier observador neutral puede comprobar fácilmente dos cosas: la primera, que la
distinción de amigo-enemigo atraviesa prácticamente cada nano-milímetro de la vida
pública y privada; la segunda, que los actores orientan su acción enfatizando mucho más el
lado “enemigo” que el “amigo”. El conflicto de los años 70 muestra de forma dramática la
ausencia de philia expresada en el choque entre dos generaciones diferentes. Desde una
perspectiva civilizatoria, lo peor de la historia argentina de las últimas décadas no fue la
catástrofe de los años 70 sino el hecho de que la amplia mayoría de los ciudadanos pasó por
ella sin comprender su sentido profundo, permitiendo así que el viento del destino pueda
alimentar nuevos incendios con sus cenizas nunca apagadas.
No es común que las generaciones dejen un registro claro de su paso, para mal o
para bien. La historia sigue simultáneamente líneas de continuidad y de ruptura; siempre
que prevalece más el segundo aspecto hay por detrás una generación más claramente
definida, en un sentido fuerte. Argentina tuvo varias generaciones reconocidas
públicamente. Las más notables fueron las del siglo 19: la generación del 37, de Echeverría,
Sarmiento y Alberdi; y la del 80, de Julio A. Roca. No entiendo las generaciones como
cronologías regulares en un mundo continuo, sino como momentos de discontinuidad
histórica en los cuales los individuos ganan una nueva identidad que les permite su
protagonismo en la esfera pública. Valoro la importancia dada a este concepto por Ortega y
Gasset, a pesar de no compartir su énfasis como eje interpretativo general de la historia.
Pienso que el concepto de generación se usa habitualmente sin observar que en el
plano empírico puede tener un sentido fuerte o débil. En un sentido débil la generación
recorta (con algún grado de arbitrariedad) al conjunto de personas que comenzaron a vivir
su vida adulta en determinada década, por ejemplo, en los años 60 o 70. Pero en un sentido
fuerte se debe reconocer que existió una generación en los años 60, pero no en los 70. La
generación de los 60 representa una condensación de nuevos valores, paradigmas y
subjetividades que tuvieron fuerte influencia en la vida política, social y cultural del país,
de ahí para adelante. No existe una generación propiamente dicha si sus integrantes no
dejan una marca original en la historia.
Existe una generación cuando un grupo humano, de edad próxima ente sí, define un
antes y un después de forma innegable. Por eso, en ese sentido fuerte, no existió generación
de los 70, la de los 60 colonizó esa década, así como las siguientes, infelizmente. Esa
colonización es la que abre las puertas para la posibilidad de transformar la tragedia en
farsa. La pretensión de repetir la historia por parte de quienes asientan su experiencia sobre
bases ajenas engendra frutos espurios, que comparados con los anteriores se transforman en
farsa. Es el caso de los gobiernos Kirchneristas, que adoptaron valores y objetivos de la
generación del 60 con escaso realismo y sin ninguna autenticidad (recordemos que Néstor
Kirchner nació en 1950 y Cristina Kirchner en 1953, ambos pertenecen a la “generación”
del 70, la mayoría de sus militantes son más jóvenes todavía.)
En la guerra revolucionaria/contra–revolucionaria que comenzó en los años 60 y
tuvo su apogeo en los 70 se enfrentaron dos generaciones, la del 40 y la del 60. La última
era la que poseía un sentido más fuerte. En esa casi guerra civil las victorias y derrotas
pasarían de mano varias veces. La generación más fuerte sería derrotada militar-mente por
la más débil, que en ese campo era la más fuerte, pero la historia derrotaría a ambas.
Habitualmente se reconoce como miembros de determinada generación a aquellos
nacidos aproximadamente veinte años antes.
La generación comienza entonces cuando los jóvenes están en condiciones de
asumir sus obligaciones sociales, políticas, culturales y económicas, nutriéndose del
ambiente en que actúan. Así, la generación del 60 nació aproximadamente de 1940
para adelante.
Yo pertenezco a esa generación, nací en 1943. Es el caso también de los líderes
guerrilleros, cuya media de nacimientos se sitúa en 1942.
Mi generación combatió a otra más vieja, nacida a partir de 1920 y madurada en los
años 40. La generación de los 60 en Argentina fue construida por un espíritu del tiempo
revolucionario, aventurero y vanguardista. La generación de los 40 se nutrió, en cambio, de
las ideologías y lamentos de la Segunda Guerra Mundial, dividiendo sus simpatías entre el
nazismo, el comunismo y el liberalismo. Por causa de esa heterogeneidad los nacidos
alrededor de los años 20 no ganarían el derecho de ser reconocidos como parte de una
generación en el sentido fuerte. Sin embargo, en los años 60 y 70, frente a la amenaza
revolucionaria, las elites militares condensaron las diferencias de origen de su generación
dentro de una visión burocrático-autoritaria cargada de elementos mítico-religiosos. La
generación que no supo tener una identidad definida en los 40 alcanzó ese triste derecho
apoyando a los militares en los 70. Aunque por otros caminos, la astucia de la razón preparó
también un triste destino para la generación revolucionaria de los 60. Sin la más mínima
auto-crítica, varias décadas después de su catastrófica gesta, numerosos militantes
encontraron la realización de sus anhelos en las políticas populistas de los gobiernos
Kirchner – aprovechando, de paso, la oportunidad para ocupar cargos públicos.

Los nombres y años de nacimiento de los principales líderes guerrilleros, siguiendo


un orden cronológico aproximada de su aparición en el escenario público: El Kadri (1941),
Santucho (1936), Gorriarán Merlo (1941), Olmedo (1943), Quieto (1938), Abal Medina
(1947), Firmenich (1948), Galimberti (1947). La muestra revela cohesión generacional, en
la medida en que los extremos (1936–1948) se sitúan bastante próximos de la media
(1942).
Obsérvese que esto no fue necesariamente así en otros países de América Latina. En
Brasil, por ejemplo, la cuestión generacional no fue un factor tan relevante. En contraste
con Argentina, Brasil tuvo líderes extremamente importantes, como Marighela (1911),
inspirador de la guerrilla urbana en el Brasil y todo el continente, y Amazonas (1912),
dirigente máximo del partido comunista pro-chino, responsable por la principal guerrilla
rural. Ambos líderes revolucionarios eran de la misma generación que sus enemigos, como
el político Lacerda (1914) y la sucesión de generales que serían presidentes de la dictadura
militar: Castelo Branco (1897), Costa e Silva (1899), Medici (1905), Geisel (1907),
Figueiredo (1918). Marighela y Amazonas nacieron apenas cuatro o cinco años después de
la media de sus enemigos (1907. Volviendo a la Argentina, siguiendo también un orden
cronológico, los líderes militares, políticos y sindicales más destacados que la guerrilla
enfrentó fueron: Onganía (1914), Vandor (1923), Levingston (1920), Lorenzo Miguel
(1927), Lanusse (1918), López Rega (1916), Isabel Perón (1931), Videla (1925), Massera
(1925). Esos líderes mostraban una relativa cohesión en torno de la media (1922), pero de
cualquier forma representaban una generación débil, que ni se acercaba a la homogeneidad
en torno de grandes valores y objetivos que tuvo la generación del 60. Esos líderes
ocupaban un lugar que había sido disputado violentamente también en el interior de su
generación – a título de ejemplo puede mencionarse que en las filas de la generación del 40
se inscriben también figuras como Eva Perón y el Che Guevara, nacidos en 1919 y 1928
respectivamente, ambos a escasa distancia de la media de los líderes antes citados.
3
Líderes

“La libertad exige el vacío para manifestar-se; lo exige y sucumbe a él. La


condición que la determina es la misma que la anula. Ella carece de bases: cuánto más
completa sea, más vacilará, pues todo la amenaza, hasta el principio del cual emana. El
hombre es tan poco hecho para soportar la libertad, o para merecerla, que aún los beneficios
que recibe de ella lo trituran, y ella termina siéndole tan penosa que a los excesos que
provoca él prefiere los del terror.”
EMIL CIORAN 1911-1995

La historia militar argentina está atravesada por conflictos e ideologías de tipo


político. Únicamente un prejuicio maniqueísta podría equiparar a generales como Perón,
Lanusse y Videla. Los tres fueron generales del Ejército Argentino —por lo tanto, golpistas
— pero| en todo lo demás eran diferentes. El primero fue un golpista contra un gobierno
constitucional en 1943, en un contexto pro-fascista, y tenía un gran carisma que utilizó de
manera populista hasta el fin. El segundo fue un antiperonista visceral, golpista reincidente
contra gobiernos civiles y militares, pero de ideología liberal y con suficiente convicción
republicana como para organizar elecciones libres que lo obligarían a entregarle la banda
presidencial al peronista Cámpora en 1973. Su republicanismo no se limitó a eso; también
lo llevó a criticar, en varias ocasiones, la dictadura de Videla.
En 1976, cuando empezaban las desapariciones, en Argentina circuló el rumor de
que Lanusse se había encontrado con Vi-dela para manifestarle su oposición a los
acontecimientos, de la siguiente manera: “Basta de secuestros, general; prisiones, pero no
secuestros”. Esta conversación fue confirmada más tarde. Luego de la caída de la dictadura,
Lanusse declaró como testigo contra los miembros de las juntas militares. A pesar de las
ideologías de Perón y Lanusse eran opuestas, ambos poseían algo en común que está
absolutamente ausente en Videla. Perón y Lanusse eran maquiavélicos en el buen sentido
de la palabra: eran generales políticos, tenían noción de los límites de violencia que puede
ejercer un soberano para instaurar el orden. No eran militares que se conducían por el
manual de la corporación. Videla, en cambio, era un militar de carrera insulsa, elegido
como comandante en jefe del ejército por Isabel Perón precisamente por eso, por tener un
legajo “limpio” de acuerdo con el manual. Isabel no debía saber que Videla también era un
fundamentalista, que se sentiría con derecho a hacer cualquier cosa en la cumbre del poder:
secuestrar, torturar, matar, hacer desaparecer a los cadáveres y después mentirle a los
familiares y a la sociedad sobre esos crímenes.
Perón y Lanusse fueron grandes generales; tenían una visión del mundo y usaron el
ejército para hacer política de acuerdo con sus recursos y circunstancias generacionales,
nunca confundieron a la política con otra cosa. Videla fue un general mediocre que se dejó
llevar por las circunstancias degradantes que lo rodeaban. Por eso mismo sería una
injusticia transformarlo, junto al resto de sus comparsas, en los únicos responsables de la
tragedia, como pretende la memoria histórica construida en Argentina.
Los militares que de los 70 eran parte de una estructura de liderazgo del país que
hacía agua por todos los lados, no apenas el militar. Entender la degradación de las elites
argentinas en los años 70 es un dato imprescindible para explicar la tragedia que ocurrió.
Las fuerzas en choque estaban conducidas por elites que eran mediocres, además de
inmorales. Cada uno en su terreno y con los medios disponibles, las conducciones de las
Fuerzas Armadas y de los Montoneros excluyeron prácticamente a la política de sus
agendas para disputar mejor la carrera a favor del terror y la muerte (si no hablo de otras
organizaciones guerrilleras es porque no milité en ellas; cada uno que ajuste cuentas con su
propio pasado).

El carácter del liderazgo de los Montoneros se hizo evidente en un programa de


asesinatos que no era pensado desde la política, sino desde el deseo, transformando el
resultado de la acción en una ruleta rusa. Las muertes eran elegidas no a partir de debates
políticos o de análisis rigurosos de la realidad, sino de un cálculo basado en el
pensamiento mágico. No se pensaba cuales podían ser los escenarios posibles como
respuesta a una acción; se imaginaba apenas cual sería el mejor y se apostaba a eso. Si la
realidad no se correspondía con esa apuesta, nadie era responsabilizado: la conducción no
podía estar equivocada. Nunca hubo autocrítica pública por los errores estratégicos de
esta política terrorista, se creían infalibles como el Papa. Las víctimas inocentes tampoco
importaban demasiado. Muchas de ellas cayeron por estar en el lugar equivocado o usar
un uniforme particular; las cuotas 54 mensuales de ejecución exigidas por la conducción
obligaban a veces a los combatientes a elegir sus víctimas en la calle, simplemente porque
llevaban uniforme policial, para enterarse después —cuando los nombres aparecían en los
diarios— de que algunos de los muertos eran aliados o simpatizantes.
El potencial terrorista de los Montoneros era imposible de prever. Existía un
cálculo inconfeso de medio millón de víctimas, entre prisión y fusilamientos— que serían
necesarias luego de tomar el poder para que el socialismo pudiera sobrevivir rodeado por
un cerco de países capitalistas subordinados al imperialismo. Un miembro de la
conducción regional de los Montoneros enunció esa cifra con total naturalidad en 1974,
como respuesta a mi pregunta sobre las primeras tareas de la revolución triunfante.
El terrorismo no se practicaba únicamente hacia afuera de la organización; se hizo
sentir también entre sus miembros. Hubo fusilamientos “ejemplares” de compañeros por
trasgresiones de consecuencias mínimas, que respondían más a las circunstancias que al
carácter de la persona. Yo recibí orgánicamente informes de algunos de estos “juicios
sumarios”. Lamentablemente estas ejecuciones no son hoy reivindicadas por nadie. No me
extrañaría que los mismos estén incluidos en listas de víctimas de la dictadura.
De una crueldad y justificación todavía más banal fueron las “contraofensivas”
lanzadas en 1979 y 1981 por los Montoneros, cuando ya estaban derrotados. Firmenich
declaró en una entrevista, alrededor de 1981, publicada en La Habana, en una de las
revistas del régimen castrista llamada Bohemia (no me acuerdo el 55 número), que la
muerte de los compañeros que caían en las contraofensivas era el precio a pagar para
mantener viva en las masas la presencia de los Montoneros. Comparó también a los
compañeros con los proyectiles de un arma que la organización – esto es, él – disparaba
cuando fuese necesario. La vida humana era tratada como mercancía (precio) y como
instrumento (proyectil). Para un revolucionario no podrían haber sido peores, las
metáforas. Lo cierto es que la mayoría de estos compañeros fueron reclutados de apuro, en
el exilio, y enviados a Argentina sin demasiada preparación, con la promesa de que allá
habría una estructura funcionando que les daría soporte logístico. Eso no era verdad.
A esa altura la organización estaba infiltrada por los servicios de inteligencia de la
dictadura, interceptar a los recién llegados sin necesidad de esforzarse mucho. Así,
centenares de hombres fueron enviados al matadero en nombre de una organización ya
derrotada, circunstancia que la conducción no podía ignorar, ya que en el segundo
semestre de 1976 los principales comandantes salieron del país como consecuencia de la
falta de condiciones para su permanencia. Con esas contraofensivas la conducción de los
Montoneros no sólo puso en evidencia su falta de escrúpulos morales, sino también su
incapacidad política. En vez de aceptar la derrota cuando llega —renunciando
unilateralmente a continuar la lucha armada para entonces retomar la lucha política en
mejores condiciones, sumando su voz y el aparato restante a la defensa de la vida de los
militantes secuestrados y desaparecidos, así como al cuidado de los sobrevivientes—
insistieron ciegos y sordos en la muerte de más compañeros. No sabían hacer política de
otra forma. Aunque hubo algunas tentativas de juicio legal, ninguno de esos líderes fue
condenado, ni siquiera por la opinión pública. Circulan libremente disfrutando del
reconocimiento por su histórica militancia de comandantes de la muerte.
Isabel Perón, peronista que llegó a la presidencia por decisión nada menos que de
Juan Domingo Perón, también bañó sus manos en la sangre de los argentinos, por su
apoyo e incentivo a los crímenes de la Triple A y de las Fuerzas Armadas durante su
gobierno (1974-1976). Fue ella quien dio la primera autorización oficial para “aniquilar”
a los guerrilleros. Su desempeño en el cargo de presidente fue de una mediocridad tal que
no encuentra parangón en la historia argentina. Sin embargo, nadie la recuerda, ni la
crítica demasiado, combinación perfecta para continuar disfrutando de su libertad y
dinero en España. En algunos momentos es indispensable mencionar nombres, aunque
aclaro que estoy lejos de pretender atribuirles responsabilidades exclusivas a unas pocas
personas o instituciones. Los dirigentes que secundaban a Videla, Firmenich e Isabel
Perón en sus respectivas funciones fueron tan mediocres e inmorales como ellos. Los vicios
y defectos de los liderazgos de aquellos años reflejaban y reproducían la historia
nauseabunda de la vida política argentina a partir de los años 30 – con la única excepción
de los seis años de gobiernos democráticos de Frondizi (1958-1962) y de Illia (1964-
1966). Lo que se vivió en los años 70 no fue una tragedia provocada por individuos sino
por una cultura de violencia y muerte compartida entre las principales elites y las masas.
Pocos quedarían al margen de esto defendiendo la letra de la Constitución y el Estado de
Derecho.
La Iglesia Católica Argentina es otro ejemplo emblemático de la cultura de esa
época. Existieron algunos curas que se rebelaron contra las autoridades de la Iglesia, pero
sus voces no encontraron eco en una institución cuyas jerarquías apoyaban abiertamente
la política de la dictadura. Los relatos de los sobrevivientes de los campos de
concentración argentinos muestran que en algunos casos los capellanes acompañaban las
torturas, exorcizando al demonio como se hacía en tiempos de la Inquisición. Cuando se le
preguntaba por los desaparecidos, el arzobispo primado de Argentina, el cardenal
Aramburu, repetía lo mismo que respondía Videla: que no existían, que “los desaparecidos
vivían tranquilamente en Europa”. Cuando volvió la democracia al país, la Iglesia pidió
que los militares fueran perdonados, sin especificar de qué o por qué. Para sostener esta
política la jerarquía eclesiástica contó incluso con la ayuda y complicidad del Papa Juan
Pablo II, que debe haber identificado sus luchas con las de su Iglesia en Polonia contra el
comunismo soviético. El Papa era un luchador incansable por la libertad en el mundo,
pero el contexto de la Guerra Fría lo llevó a no dar importancia al tema de los
desaparecidos y a concederle al cardenal Aramburu el record nacional de permanencia en
el cargo de primado.
Descubrí más tarde que Juan Pablo II llegó a mentir para proteger la Iglesia
Argentina. Cuando visitó la Argentina en 1987, consciente de las críticas que recibía la
iglesia local por no haber asumido el tema de los desaparecidos, el Papa declaró en un
discurso público que la misma siempre lo mantuvo informado sobre esa cuestión, y que
sabía de sus esfuerzos frente a las autoridades militares. Fue una mentira inspirada en la
Guerra Fría, no era piadosa. Los fieles que tuvieron familiares desaparecidos durante la
dictadura saben que sus quejas y denuncias no eran atendidas, ni tampoco transmitidas al
Papa. Yo confirmé esto de una fuente directa.
Durante mi exilio en Rio de Janeiro formé parte de un comité de exiliados. En 1979
decidimos enviar un grupo a hablar con el cardenal Don Paulo Evaristo Arns, en San
Pablo, para tratar algunas cuestiones relativas a los derechos humanos. Cuando nos
recibió, junto al pastor Jaime Wright, pidió que nos presentáramos. En el grupo había más
argentinos, pero yo fui el primero a presentarme. No puedo recordar ese momento sin
sentir otra vez la misma emoción: Don Paulo Evaristo Arns se me acercó y me pidió
perdón por mi Iglesia. Sorprendido le pregunte por qué.
Me respondió que la Iglesia de mi país nunca le había informado al Papa sobre la
desaparición de personas, que se informaba de ese tema exclusivamente a través de él. El
cardenal franciscano no solo me había pedido perdón, también se había confesado.

A pesar de todo, el gobierno de Alfonsín (1983-1989), primer presidente elegido


democráticamente luego de la debacle militar producida por la Guerra de las
Malvinas/Falklands un año antes, demostró que la República todavía tenía reservas morales
para enfrentar la decadencia anterior. Pero esas reservas se agotaron rápido, fueron el canto
del cisne. Lo que siguió a partir del gobierno de Menem lo demostró de manera cabal. La
fiesta de la decadencia de las elites políticas continuó a su ritmo habitual, invitando a las
figuras más oportunistas, sectoriales y mediocres disponibles para desempeñar los papeles
principales. Más allá del debate sobre el sentido del populismo, es un dato indudable que ni
Menem, ni Néstor o Cristina Kirchner, los presidentes más populares de la democracia
post-dictadura, contribuyeron a la consolidación del Estado de Derecho. Muy por el
contrario. Y eso no fue por falta de tiempo: Menem permaneció en el cargo por dos
mandatos, de 1989 a 1999, y los Kirchner van por el tercero, de 2003 hasta la fecha (2012).
En el campo de la sociedad civil pasó lo mismo. Los militantes de la CGT de los
Argentinos fueron substituidos por los funcionarios públicos oficialistas de La Cámpora.
Personas de estatura moral como la de Ernesto Sábato, presidente de la Comisión Nacional
sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), organismo que publicó en 1984 el relato
Nunca Más sobre los crímenes de la dicta-dura, pieza ejemplar de objetividad y equilibrio
en el ejercicio de la investigación de la violación de los derechos humanos y la
construcción de ciudadanía, se desvanecieron en el aire. Fueron remplazadas en el espacio
público por líderes sin densidad propia, construidos por las circunstancias.
El caso emblemático es el de Hebe de Bonafini, madre coraje que supo en tiempos
difíciles reclamar por los desaparecidos, pero cuando las luces de la democracia la
encandilaron pasó a defender el terrorismo en su país y en el mundo. Mujer simple pero
capaz de realizar lo imposible, subordinó la defensa de los derechos humanos a las causas
de varios grupos terroristas, como la FARC de Colombia, el ETA vasco, el Hamas palestino
y hasta el propio Al-Qaeda (el atentado contra el World Trade Center fue públicamente
festejado por ella). Sospecho que si el tiempo fuera para atrás, figuras como Máximo
Kirchner y Hebe de Bonafini serían reconocidos rápidamente como “líderes de los años
70”. Ellos no se quejarían.
4
Memoria y condición humana

“La especie humana no soporta mucho la realidad.”


T. S. ELIOT (1888 – 1965)

En los años 60 y 70, la democracia no se diferenciaba mucho de la dictadura en la


cabeza de los jóvenes revolucionarios: ambas eran igualmente “burguesas”. Sin embargo,
después de la derrota política y militar de sus fuerzas, los 80 los conducirían sin mucha
reflexión hacia la democracia y los derechos humanos. Estos temas, lejanos de sus antiguas
preocupaciones revolucionarias, serían ahora su vía de acceso al poder. Surgió entonces un
oportuno revisionismo histórico impulsado por un conjunto heterodoxo de ex-militantes y
movimientos de derechos humanos, primero de manera ingenua y luego con más
conocimiento de causa. Intentando darle voz al dolor de las víctimas, estos movimientos se
atribuyeron el derecho de hablar también en nombre de la verdad histórica. Las
consecuencias serían nefastas. En particular, el rol de Madres de Plaza de Mayo, asociado
posteriormente a las estrategias políticas de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner,
resultaría en una manipulación tan brutal como exitosa de la frágil memoria de los años 70,
sin duda los más trágicos de la historia argentina del siglo XX.
Las memorias mal resueltas se traducen en resentimientos de fuerte potencial
destructivo para el futuro de la comunidad política. Victimizando la verdad, las Madres de
Plaza de Mayo y los Kirchner cometieron un crimen imposible de castigar, pero tan
violento en el plano simbólico como el de sus acusados en el plano material. Los militares
mataban y borraban los rastros de las personas. Aunque los movimientos de derechos
humanos no hayan matado a nadie, se mimetizaron con las intenciones de sus antagonistas
al pretender borrar los rastros de una parte de la verdad histórica de las víctimas. La
supresión del lado “oscuro” del pasado revolucionario fue completa: en los altares de la
“patria democrática” está ahora registrado que los guerrilleros siempre lucharon contra las
dictaduras militares y en defensa de la democracia. De la misma manera, está registrado
que nunca hubo terrorismo por parte de la sociedad civil, solamente del Estado.
La construcción de esa memoria fue un trabajo fino, facilitado por el hecho de que
los militares no son tan nihilistas como los revolucionarios, en relación a su papel en la
historia. Recordando las palabras de Arendt: los revolucionarios “habían adquirido la
habilidad de representar cualquier papel que el gran drama de la historia les atribuyese”, los
militares no. Las atrocidades de los últimos fueron inconmensurables pero, salvo
excepciones, la fidelidad con su pasa-do no fue menor. La derrota obligó a los primeros a
cambiar, pero la adopción de los nuevos valores de la democracia y los derechos humanos
no sustituyó a los anteriores de la revolución, apenas los sumó, evidenciando deshonestidad
intelectual y oportunismo moral. Los antiguos y nuevos valores son contradictorios y
excluyentes, unos pertenecen al paradigma colectivista del socialismo, los otros al
individualista del liberalismo.
Los discursos actuales de los revolucionarios y los militares que se enfrentaron en
los años 70 se sostienen en la misma cuerda floja. Los militares dicen que no hicieron lo
que hicieron, los revolucionarios dicen haber hecho otra cosa de la que hicieron. Que los
dioses digan lo que es peor. Lo que yo sé sobre los revolucionarios es que pensábamos
nuestras acciones de acuerdo con una filoso-fía de la historia totalizadora que no nos
responsabilizaba por las consecuencias de nuestros actos individuales. Paradójicamente, las
amnistías políticas tienen supuestos parecidos: ya sean referidas a acciones militares o
revolucionarias, son en cualquier caso de carácter colectivo, no afectan al individuo como
tal, sino como parte del conjunto. Pero la amnistía en vigor para los años 70 incluyó apenas
a los ex-revolucionarios, los militares quedaron afuera a pesar que ellos tenían también una
filosofía de la historia que los exculpaba.
Existe una fuerte dosis de cinismo cuando una sociedad juzga las acciones de un
bando de acuerdo con un presupuesto y a las acciones del bando contrario de acuerdo con
otro. En otras palabras: dos varas y dos medidas son la peor receta para hacer justicia desde
que nuestros ancestros salieron de las cavernas. Si hay amnistía debe existir para todos, si
hay juicios de responsabilidad individual deben existir igualmente para todos. La memoria
histórica que justifica la aplicación del paradigma marxista-colectivista para disculpar a los
revolucionarios y del liberal-individualista para culpar a los milita-res no es inocente: es
intencionalmente perversa con la comunidad como un todo.
En el informe de la CONADEP se afirmaba: “Durante la década del 70 la Argentina
fue convulsionada por un terror tanto desde la extrema derecha como de la extrema
izquierda”. Esta visión, a veces denominada “teoría de los dos demonios”, fue ridiculizada
sobre todo por la izquierda (peronista y no peronista) por pretender igualar las
responsabilidades de los actores involucrados. Comenzaron diciendo que hubo más terror
del lado de los militares y terminaron afirmando que sólo hubo terrorismo de Estado. No
concuerdo con la teoría de los dos demonios, y mucho menos con la de un único demonio.
La CONADEP sugiere implícitamente que se trata de demonios relativamente nuevos.
Pienso, por el contrario, que los demonios argentinos habitan y se procrean en la larga
duración del tiempo histórico, son de una jerarquía mayor. Mi hipótesis es que la nación fue
acunada en una guerra civil que se internalizó en el inconsciente colectivo, que los
argentinos se acostumbraron a vivir en estado de guerra permanente, manifiesto o latente,
que la paz los aburre.
No existe espacio en un ensayo como este para desarrollar esta hipótesis, ni creo que
sea necesario para entender lo que ya fue dicho sobre las responsabilidades y confusiones
de los años 70. Pero aun el lector complaciente con la lectura de los capítulos anteriores
quedará con dudas. Se preguntará por qué las cosas fueron como fueron. Fueron los 70 una
anomalía o parte de una serie mayor de eventos. Si fuera confirmada, mi hipótesis
respondería esa pregunta, ya que ella refiere a la larga duración de la historia argentina, al
trasfondo del drama de los 70 y las generaciones que se enfrentaron. Sin esta hipótesis –o
alguna otra igualmente instalada en la larga duración– se corre el riesgo de interpretar los
hechos de los 70 como singulares, algo que “nunca más” se repetiría. Pero la historia
argentina está repleta de “nunca más” no atendidos. Los años 70 representan una ruptura
singular, pero también son una continuidad del pasado. El drama está sobredeterminado por
circunstancias en el largo plazo que permiten imaginarlos como expresión de ciclos de
“eterno retorno”.
*
El aspecto más notable para un observador externo de la realidad argentina es la
tensión que se expresa en la superficie de las relaciones sociales y humanas. Mi hipótesis es
que detrás de esa tensión existe un resentimiento de larga duración que está presente en la
mayoría de los argentinos, independientemente de sus diferencias de clase, de
corporaciones o de ideología política. El origen de ese resentimiento no residiría en las
supuestas intenciones perversas de 67 determinados actores de la historia reciente, va más
allá. Los pueblos no construyen su historia de forma consciente o racional, son portadores
de valores y sentimientos que sus ciudadanos heredan del pasado de la nación, así como de
la experiencia de su generación. Los valores y sentimientos que los individuos heredan de
su familia o grupo étnico-social de pertenencia no son capaces, en la mayoría de los casos,
de avanzar a contramano de aquellos que provienen del espíritu del tiempo.
A quien piensa lo contrario le pido que imagine, por un instante, los avatares de la
vida de trillizos, nacidos en cualquier país de Europa a principios del siglo 20, que quedan
huérfanos en poco tiempo y son dados en adopción a diferentes familias, una de Alemania,
otra de Rusia y otra de Inglaterra. Obtienen nuevos nombres y nada les permite sospechar
que son adoptados o extranjeros. El lector será llevado a concluir que el resultado más
probable a observar en los años 30 y 40 será que uno de los trillizos habrá ganado el kit de
los valores y sentimientos de los nazis, otro el de los comunistas y el restante de los
liberales.
Pero a veces ocurre que en un país coexisten dos tradiciones históricas igualmente
fuertes y antagónicas. En ese caso la sociedad está expuesta a enfrentar una guerra civil
manifiesta o latente. Estados Unidos en el siglo XIX y de España en el siglo XX son
ejemplos de guerra civil manifiesta; independientemente de los resultados, sus respectivas
comunidades supieron con el tiempo apagar los rescoldos en esos dos casos. Pero no
siempre es así. Argentina pasó por un extenso período de guerra civil en el siglo XIX
(1814-1880) cuyos campos de batalla fueron borrados por el tiempo pero continúan latentes
en el inconsciente colectivo.
Para simplificar: los historiadores se refieren a una lucha entre unitarios y federales,
pero en esos años no estaba en discusión apenas un régimen político, había fuertes valores y
sentimientos entrecruzados, además de una enorme cantidad de intereses localistas
contrapuestos. En esos 66 (sesenta y seis) años hubo 419 (cuatrocientas diecinueve) batallas
entre argentinos. Sólo Funes el Memorioso podría recordar los nombres y circunstancias de
todas ellas. Los muertos y degollados se contaron por centenas de miles, pero ningún
museo de la memoria quiere recordar su existencia. El magma de la guerra civil devoró las
energías de la nación durante más de seis décadas, sin embargo ese hecho es poco y mal
enseñado en la escuela, es enviado al basurero de la historia sin antes vacunar a los niños.
Mi generación fue educada en la creencia que nada anormal había ocurrido en la
historia del país. La guerra civil americana, aunque de corta duración (1861-1865), fue de
una intensidad tremenda, y hace tiempo que es tratada con objetividad por la escuela de los
Estados Unidos. Ellos no la esconden, ni hacen ideología con ella. En la Argentina, en
cambio, cuando se aborda la guerra civil, los historiadores y el público en general son
poseídos por una fuerte subjetividad y defienden a uno u otro lado sin interés en la
búsqueda de una verdad consensual.
La generación del 80 (del siglo XIX) construyó un país moderno en muchas de las
atrasadas provincias del interior del país no ocurría lo mismo. Cuando la situación
económica en esas provincias se volvió insostenible se creó una fuerte corriente migratoria
interna en la dirección de Buenos Aires. Principalmente a partir de 1930, el interior del país
sumó una nueva ola poblacional a la anterior de los inmigrantes europeos, trayendo nuevos
conflictos y tensiones. Los nuevos emigrantes tenía otro color de piel y otras costumbres
civilizatorias, sus raíces indígenas eran inocultables. Si los europeos habían sido mal
recibidos, ellos lo serían peor todavía. Esa masa de argentinos era el recuerdo vivo de una
guerra civil mal resuelta.
La fase de 1880 a 1930 fue de relativa paz, a pesar de algunas severas tensiones y
conflictos. En 1890 y 1905 hubo sublevaciones cívico-militares en reclamo de derechos
políticos. En 1919 (Semana Trágica) y 1920-1921 (Patagonia) hubo fuertes huelgas en
reclamo de derechos sociales. Esos hechos produjeron muchos muertos y fusilados, entre
ellos había una significativa presencia de extranjeros, que cargarían con buena parte de la
culpa. Pero en 1930 la guerra civil retomaría su curso, aunque en estado latente. Viejos y
nuevos resentimientos explotaban por todos lados cuando ocurrió el golpe militar y se
entronizó la dictadura fascista de José Félix Uriburu (1930-1932).
En 1930 el régimen republicano fue derrotado por los militares; a pesar de sus
vicios era la única garantía posible contra los excesos que llevan una nación al abismo. Así
como el impulso civilizatorio de la generación del 80 llegaría hasta el 30, el impulso de
barbarie de Uriburu llegaría hasta Videla. Fue Uriburu quien institucionalizó la tortura y
quien produjo el primer desaparecido de la historia argentina moderna. Todos los militares
que vinieron después son sus herederos, incluyendo a Perón, que como se sabe apoyó
también al golpe del 30.
De acuerdo con mi hipótesis, a partir de 1930 comenzaría un ciclo de guerra civil
latente, alimentado por antiguos y nuevos resentimientos. Al resentimiento de los
derrotados en las guerras civiles se sumaba ahora el resentimiento de los vencedores contra
el aluvión extranjero, que en algunos casos traían en la mochila ideologías reformistas
avanzadas, como los socialistas, y en otros ideologías de revolución violenta, como los
anarquistas. Después de más de seis décadas de guerra civil manifiesta y cinco de relativa
paz, los argentinos descubrirían que a las viejas heridas no habían sido curadas, que la paz
había sido desperdiciada. El resentimiento atraviesa 71 los poros de la sociedad en forma
ambigua y confusa. El Ejército, cuna de vencedores, dificulta el ingreso a sus escuelas de
oficiales a los hijos de extranjeros, pero no puede evitar que los hijos de los derrotados en la
guerra civil entren en sus cuadros de suboficiales, por ejemplo. Los extranjeros e hijos de
extranjeros que nutrían a los nuevos sectores sociales en formación —proletariado y clases
medias rurales y urbanas— son sorprendidos por los golpes de 1930 y de 1943, y por el
peronismo que les sigue. Serán ellos el motor principal de los partidos de izquierda y
progresistas que, llevados por creciente disconformidad por la falta de espacio político para
sus fuerzas, destilarían sus energías en la guerrilla de los 70. La guerra civil latente se tornó
evidente con el triunfo de Perón en 1946. A partir de ahí el país se dividió con odio y
resentimiento creciente sobre bases conservadoras, cuyo desarrollo económico y social
vertiginoso fue facilitado por una ola de inmigración europea no menos alucinante. La
sociedad argentina que festejó en 1910 el Centenario de la Revolución de Mayo vivía en un
país absolutamente diferente del que había sido treinta años atrás. Buenos Aires era una
lujosa Babel, llena de extranjeros, edificios modernos, monumentos y plazas. La población
total del país casi se había cuadruplicado y la tasa de crecimiento económico superaba a la
de Canadá, Estados Unidos y Australia, las principales potencias emergentes de la época.
En 1884 se había instituido la enseñanza primaria obligatoria y gratuita con excelentes
resultados y en 1912 sería garantizado el voto secreto y obligatorio. La Buenos Aires del
siglo XX festejaba el progreso, nadie parecía recordar la guerra civil del siglo XIX. Pero
entre peronistas y antiperonistas. Igual que las familias, las principales instituciones y
clases sociales del país fueron atravesadas por esa división.
La guerra mostró sus garras en 1955, cuando aviones militares argentinos
bombardearon y mataron a centenas de civiles en Plaza de Mayo. Fue un episodio claro de
guerra civil. A partir de ahí el resentimiento de los argentinos nunca daría tregua,
determinando un periodo de guerra latente sin fin, con manifestaciones cíclicas de
episodios de guerra civil manifiesta. Con el gobierno de Alfonsín (1983-1989) el país
pareció entrar en un período de obediencia al Estado de Derecho, pero eso fue una ilusión
fugaz, como se puede hoy comprobar (2012).
No resulta difícil suponer que los años 70 constituyeron un momento que también
daba espacio para la expresión de los resentimientos acumulados en los diversos episodios
de guerra civil, tanto del siglo XIX como del XX. Hacia los 70 convergieron dos procesos
que corrieron en paralelo durante esa década: por un lado el del peronismo, proscripto
políticamente por los militares desde 1955, por el otro el de la nueva izquierda
revolucionaria, que tampoco encontraba su lugar dentro del sistema político vigente. Es
posible que Perón haya querido reconciliación a los argentinos en 1973, pero queriéndola o
no ella ya no era posible, en gran parte debido a sus acciones anteriores. En los 70 había
comenzado un proceso acelerado de fusión entre peronismo y revolución que encontró su
mejor expresión en los Montoneros. Y ellos querían una confusa revolución socialista con o
sin Perón. Así como el peronismo realizó en los 40 una síntesis de fuerzas y sentimientos
contradictorios, la guerrilla en los 70 también haría lo mismo, ella sería peronista y no
peronista, marxista y no marxista, de derecha y de izquierda, atrae-ría a sus filas a los
vencedores y vencidos de las luchas pasadas.
*
La guerra civil no es un invento peronista, obviamente, pero su fantasma asoló a sus
dos gobiernos emblemáticos: el de Perón y Eva (1946-1955) y el de Perón e Isabel (1973-
1976). Tanto en 1955 como en 1973 el país vivió al borde de la guerra civil, con grupos de
civiles y militares armados matando gente por la calle. No es casualidad. La historia del
peronismo y de las fuerzas armadas es concomitante, ambos actores se resienten por igual
de su destino, se 73 sienten incomprendidos e sujetos a injusticia por parte de sus
adversarios, los cuales no merecen ni la ley. “Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia”,
según una conocida sentencia de Perón pronunciada frente a las cámaras en 1971, que sirve
para ilustrar tanto el comportamiento histórico del peronismo, como el de las dictaduras
militares.
Para algunos politólogos la democracia argentina continua firme su proceso de
consolidación. Estoy en desacuerdo, pero no voy a entrar en detalles, el presente no es el
foco de este ensayo. Aun así, a título de ilustración me permito aventurar que al final de la
era Kirchner el país asistirá a un nuevo ciclo de violencia entre argentinos. La guerra civil
argentina todavía no terminó porque la comunidad continúa dividida. Es importante
entender la sobredeterminación del presente por el pasado en la Argentina. Eso ocurrió en
los 70 y continuará ocurriendo en el futuro, por lo menos hasta que los argentinos se sientan
parte otra vez de una historia común.
Los militares que dieron el golpe en 1976 continúan aun ocupando la primera plana
de las noticias de los tribunales. Como de costumbre, no hay política ni intención de pensar
la reconciliación nacional por parte del Estado. Por eso el resentimiento se acumula y la
guerra civil retorna cíclicamente.
La fuerza de la explosión dependerá de las circunstancias, podrá haber centenas o
millares de muertos, podrán ser degollados, fusilados o desaparecidos, pero en todos los
casos ocurrirá siempre la misma tragedia de argentinos matando a otros argentinos sin
misericordia, con odio. Un dato curioso de ese eterno retorno es que los fantasmas alternan
sus posiciones ideológicas sin pudor, eso es posible porque el resentimiento es una
motivación que no se apoya en distinciones racionales sino en sentimientos y valores
difusos.
La palabra “vuelve” tiene ecos profundos en la Argentina, el pasado siempre está
volviendo.
Aramburu fue condenado a muerte por su pasado, no por su presente. El pueblo
peronista dio rápidamente un enorme reconocimiento a sus ejecutores, ellos no estaban
comenzando algo nuevo, sino continuando algo antiguo. Ese acto no tenía ningún valor
simbólico como anuncio de un camino hacia el socialismo, su tremendo poder residía en ser
un acto de venganza, que pretendía cambiar la derrota del pasado en victoria futura. Pero el
comando que lo ejecutó traía más cartas en la manga. La enunciación de su acto fue hecha
en un comunicado firmado con el nombre “Montoneros”, en donde se incluía en el texto la
piadosa frase: “Que Dios Nuestro Señor se apiade de su alma”. Los Montoneros eligieron
para sí un nombre arquetípico que identificaba a las tropas irregulares en la guerra civil
argentina del siglo XIX. Los montoneros (o las montoneras) fueron protagonistas decisivos
en muchos combates, su heroísmo era mítico. Dando ese nombre a la organización ellos
atrajeron inmediatamente la simpatía de los descendientes de los derrotados en esa guerra.
Incluyendo a Dios en su primer comunicado los Montoneros consiguieron también atraer
simpatías importantes entre los descendientes de las elites vencedoras, que vivían con culpa
la historia argentina. Dios había sido citado de una 75 forma que, por cierto, no traslucía el
contenido doctrinario de la teología de la liberación de los comandos, sino la religión
oficial del Estado Argentino.
La fuerza de la guerrilla de los años 70 se habría quedado muy atrás de lo que fue
sin la invocación a esas fuerzas míticas y sagradas en el primer comunicado de los
Montoneros. Las otras organizaciones revolucionarias —ERP, FAL, FAP, FAR, etc. — se
presentaban con nombres y siglas convencionales, sin cualquier atractivo especial. Sin la
presencia de los Montoneros igual habría habido guerrillas peronistas y no peronistas, pero
su expresión popular y sus efectos políticos habrían sido bien menores, así como la
convocatoria para sumarse a sus estructuras de combate. La guerra habría durado menos y
quizás no hubiera habido ni siquiera un Videla, ¿quién sabe?
Una astucia cruel de la historia fue que la conducción de los Montoneros se dejó
engañar por los efectos de sus primeras acciones. Ellos creyeron que eran los principales
artífices de la enorme popularidad y reconocimiento que rápidamente ganó la organización.
Se creyeron que la espantosa dinámica de crecimiento de sus filas, especialmente en los
años de 1972 y 1973, se debía a su “genio” político. Se atrevieron así a desafiar a Perón y a
las fuerzas armadas al mismo tiempo, y en el momento más crudo de su derrota llegaron a
pensar que existía un movimiento de masas montonero que era la expresión superior del
peronismo, conducido por ellos. Era tal su auto-engaño que se creyeron invencibles y en
1979-1980 no vacilaron en mandar a la muerte a sus últimos militantes, convencidos de que
al llegar a la Argentina se multiplicarían como por arte de magia. Muchos analistas ven esas
“contraofensivas” como graves errores políticos de la conducción. Fueron mucho más que
eso, fueron la prueba última y definitiva de que la conducción de los Montoneros no
soportaba la realidad. Como los “aprendices de brujo”, habían desatado fuerzas que no
sabían cómo controlar sin invocar a la muerte, hasta el fin.
El fenómeno del resentimiento tiene raíces antiguas pero cobra importancia
fundamental con la llegada del mundo moderno, sumando los conflictos por los valores
sociales y culturales de la nueva dinámica histórica a las tradicionales luchas políticas y mi-
litares. Los derrotados en ese mundo de grandes transformaciones son empujados cada vez
más hacia atrás con el correr del tiempo, aumentando su impotencia y resentimiento en la
misma proporción. Acompañando la eclosión de las masas en la política aparecen
individuos y grupos que intentan ponerse por encima de las leyes y los dioses, lo cual lleva
a que se atribuyan el derecho de hablar sin escuchar, o de hacer y deshacer aquello que está
prohibido a los demás. Eventualmente puede haber entre ellos figuras carismáticas y
personas altruistas, pero la ceguera sobre el verdadero sentido de sus actos los conduce
inevitablemente a la ruina. Disociados de la realidad, se sienten imposibilitados para pedir
perdón por sus actos y eso vuelve imposible la cura de las heridas causadas en la
comunidad política. En ellos se cristaliza la convicción de que la culpa siempre es de los
demás; los ciega por un deseo de venganza que les impide emprender cualquier sacrificio
por el bien común.
Para Friedrich Nietzsche el resentimiento surge a través de una operación sugestiva,
mediante la cual el odio de los vencidos es transformado en una victoria moral. En la
literatura posterior a Nietzsche, el concepto de resentimiento fue ganando relevancia para
entender la dinámica histórica tanto de los vencidos como de los vencedores, dependiendo
de las circunstancias. Más allá de las diferencias entre diversos autores, hay consenso sobre
el hecho de que el resentimiento evidencia un tiempo penoso que no puede ser superado u
olvidado, transformando a los seres humanos en rumiantes de la memoria. Esto trae
consecuencias que el análisis político y social contemporáneo no sabe todavía cómo
enfrentar. En las últimas décadas, las ciencias han reivindicado el valor de la memoria
como una parte esencial de la condición humana. Pero el congelamiento de un sufrimiento
vivido amenaza al futuro con la espada de la venganza. El recuerdo y registro de los hechos
históricos es tan deseable como el olvido de los sentimientos negativos asociados a esos
mismos hechos. ¿Qué hacer, entonces, cuando determinadas sociedades o grupos humanos
quedan presos de un resentimiento que se retroalimenta, estableciendo un círculo vicioso
que amenaza no tener fin? Para no caer en el abismo de la barbarie, vencedores y vencidos
deberán buscar algún tipo de reconciliación. El perdón y el sacrificio son los únicos
caminos para eso. El tiempo por sí solo no cura el resentimiento; por el contrario, lo
aumenta. La reconciliación no llega si los actores (o los descendientes de estos actores) no
quieren perdonar ni ser perdonados.
El perdón, el sacrificio y la reconciliación son temas centrales de la tradición
abrahámica, que nutre tanto al judaísmo como al cristianismo y al islamismo. En La
Condición Humana, Hannah Arendt afirma que el origen religioso de estos elementos no
impide trasladarlos a la política. Sin embargo, en el mundo contemporáneo difícilmente
llegan de forma auténtica. El sentido común de la política contemporánea es
extremadamente secularizado y creó, en consecuencia, una falsa antinomia entre perdón y
justicia. Pero al contrario de lo que se piensa habitualmente, la justicia —entendida como
condena de los culpables— no excluye el perdón. Por más que la relación entre justicia y
perdón pueda ser tensa debe recordarse que no son opuestas. Tzvetan Todorov afirma que la
justicia prioriza la ley. Es punitiva, pero no reparadora, no se preocupa por el bien de la
comunidad. La única diferencia entre la venganza y la justicia punitiva es que la primera es
ejecutada por agentes privados y la segunda por agentes públicos. A pesar de esa diferencia
ambas responden al mismo padrón: “la ley del talión no ha sido abandonada”. Ejemplos:
con la condena a Videla el Estado ejerció una justicia pública, con la condena a Aramburu
los Montoneros pretendieron una justicia privada. En este sentido, la ejecución de
Aramburu tenía un justificativo que el asesinato de Rucci no tuvo, él fue asesinado apenas
para mandarle un mensaje (terrorista) a Perón. La justicia reparadora, que también puede
ser llamada reconciliadora, prioriza la comunidad antes que a los individuos, ya que aspira
a la cura de los resentimientos mutuos entre culpables y víctimas de una 79 historia común.
El perdón es el único camino que garantiza la reconciliación. Sin pedir perdón, sin
perdonar a quien lo pide, los errores del pasado continuarán amenazando al presente y al
futuro. Pero sin el sacrificio de la confesión, el perdón puede tornarse un artificio
instrumental sin efecto. El sacrificio es un elemento central porque demuestra la
autenticidad del perdón. El sacrificio de la confesión garantiza la verdadera intención de
paz. Que esa intención no existe en Argentina se prueba fácilmente: incluso después de
cuarenta años de la tragedia de los años 70, no existe el menor deseo de confesar por parte
de los participantes en los hechos de violencia. Peor todavía, cuando aparece alguien como
el capitán Adolfo Scilingo —quien en 1995 confesó arrepentido su participación en los
llamados “vuelos de la muerte” de la Marina, que arrojaban personas vivas al mar—
rápidamente es denigrado por todos, organizaciones de derechos humanos, actores
políticos, opinión pública y gobierno. ¡No sea el caso que su actitud sea imitada! En la
Argentina son incentivadas y premiadas las acusaciones y la justicia punitiva, nunca las
confesiones y la justicia reparadora
Los acontecimientos del pasado son procesados a través de una dialéctica entre la
memoria y el olvido. Los actores construyen una memoria que, para fortalecerse, necesita
olvidar momentáneamente algunos hechos de su pasado. En particular, aquellos que aun
siendo verdaderos y comprensibles presentan elementos contradictorios con las necesidades
del presente. La literatura sobre memoria apunta casos interesantes. Uno de ellos es el de
los alemanes que, después de la Segunda Guerra Mundial, precisaban construir un consenso
nacional sobre los crímenes de guerra del nazismo. En esa memoria había poco lugar para
los crímenes de guerra cometidos por los Aliados contra los propios alemanes (como, por
ejemplo, el que ocurrió en la ciudad de Dresde, pocas semanas antes de la rendición de
Alemania, que fue bombardeada con el objetivo principal de aniquilar a su población civil).
Esos hechos debían ser olvidados para facilitar la convergencia de los alemanes en los
trabajos de reconstrucción del país junto con los Aliados.
Algo parecido ocurrió en la Argentina, donde los atentados terroristas de la guerrilla,
realizados entre mayo de 1973 y marzo de 1976 —momento en que el país estaba viviendo
bajo un gobierno democrático—, tuvieron que ser olvidados cuando retornó la democracia
en diciembre de 1983. La nueva memoria tenía que unir a los argentinos contra la dictadura
militar pasada y contra las fuerzas armadas del presente, que aún se sentían con poder para
amenazar el futuro. En ese momento no había tiempo y lugar para otra cosa. Pero el tiempo
debería avanzar en dirección de la sustitución de estas memorias instrumentales, fruto de
las circunstancias, por memorias que gradualmente se aproximen a la verdad. En la
Argentina parece ocurrir lo contrario, a medida que pasa el tiempo las memorias históricas
se tornan más instrumentales y menos verdaderas.
Cuando la instrumentalización de la memoria histórica se vuelve dominante, deja de
ser posible la existencia de una dialéctica auténtica, guiada por el bien común, entre
memoria y olvido. En esos momentos la sociedad es obligada a dividirse en base a
memorias opuestas, donde lo que recuerda una parte de la sociedad es olvidado por la otra y
vice versa. Son momentos de fuerte conflicto simbólico, en los cuales la sociedad se
polariza dejándose llevar por una relación amigo-enemigo que exacerba la visión del
enemigo, no la del amigo, colocando en riesgo el futuro político de la comunidad.
Parece que los agravios, de palabra y de hecho, que cada uno de los actores hizo
contra el otro en el pasado, no pudiesen ser olvidados. ¿Qué hacer para salir de esta
situación? La reconciliación es la única solución existente. Pero la misma tiene un fondo
trágico que para ser superado necesita del perdón y de la verdad. Y sin embargo, el perdón
no siempre es posible, posee un aspecto existencial que supera las posibilidades de la
política. ¿Cómo se podría perdonar lo imperdonable? se preguntaba Jacques Derrida a
propósito del Holocausto. No obstante, el perdón es imaginable como posibilidad siempre
que la verdad sea revelada para todos. Sin verdad no hay que perdonar. ¿Pero qué hacer
entonces cuando la verdad no es consensual y, por lo tanto, ni siquiera existe la
eventualidad de una reconciliación por el perdón? En este caso sólo restan las confesiones.
Una muestra de la degradación de quienes hoy reclaman el perdón para los militares o
defienden la amnistía que protege a los guerrilleros es el hecho de que no reivindican en
ningún caso la debida confesión de los mismos.
Cabe hacer una última pregunta: ¿existe alguna jerarquía entre verdad, justicia y
memoria? Para la tradición ética occidental no hay duda de que la verdad es el valor
principal. Mal se podría hacer justicia sin el conocimiento de la verdad. Para una
comunidad política, la verdad se vuelve esencial porque se refiere a su propia existencia
como tal. La verdad es la justicia que una comunidad hace con su futuro. La injusticia, por
peor que sea, afecta únicamente a una parte de la comunidad, sean individuos o grupos. Sin
la verdad, los resentimientos y los preconceptos que conducen a la injusticia nunca
desaparecen. En este sentido se puede afirmar que la verdad es terapéutica, mientras que la
justicia que no se subordina a la verdad está lejos de serlo; por el contrario, crea más
enemistad en el interior del cuerpo político. Así como la justicia no puede negar su
parentesco con la venganza, la verdad tampoco puede negar su intimidad con la confesión y
el perdón.

Sé que mi texto llega demorado. Necesitaba una señal para escribir finalmente
llegó. Cerca de mis 70 años la inercia se transmutó en la urgencia de escribir mis
memorias. Pretendo concluirlas en breve, pero la urgencia fue tal que fui obligado a
escribir primero este ensayo sobre los años 70.
En mi vida no creo haber hecho nada con intención perversa o egoísta, pero hace
tiempo descubrí que fui parte activa de una dinámica histórica que podría haber evitado,
si hubiese encontrado dentro de mí reservas morales e intelectuales suficientes para
enfrentar el lado oscuro del espíritu del tiempo de mi generación. Sin embargo, ser más
sabio me exigía no aceptar en aquel momento el desafío de la revolución y, al final de
cuentas, haber participado me dio una oportunidad de sabiduría mayor.
Solo aquellos que se equivocan tienen la oportunidad de alcanzar 83 una verdadera
sabiduría, enseñó Platón en el albor de la cultura occidental. No existe sabiduría innata
que ayude evitar los males de este mundo, los seres humanos nacen apenas con una chispa
de la luz universal, que por ser tan reducida solo puede ser usada a posteriori, nunca a
priori.
Si algún factor me hubiese impedido participar en la principal jugada histórica de
mi generación, no por eso la tragedia hubiera dejado de ocurrir. Y, habiendo ocurrido, mi
participación me permitió mirar hacia atrás y reconocer que todos —y cuando digo todos
quiero decir todos— hicimos cosas que nunca imaginamos que haríamos. Comprender eso
me dio fuerzas para mirar hacia el futuro y criticar la mentira y la falta de compasión de
las memorias vigentes en la Argentina, que rechazan la confesión y el perdón, dos términos
que en el vocabulario político vigente equivalen a malas palabras.
Concluyo entonces mi texto confesando que contribuí al sufrimiento argentino con
acciones y pensamientos luminosamente ciegos.
Pido perdón a las víctimas de los hechos donde mi participación fue directa, como
en José León Suarez hace casi cuarenta años.
Pido también perdón a los inocentes y a las generaciones posteriores a la mía, que
aun sin ser responsables por los acontecimientos de la reciente historia argentina
continúan siendo castigadas con la ignorancia de su verdadero sentido, impidiéndoles así
de parar el yira-yira del karma nacional.
Epilogo
La tarea que falta para reparar la memoria

“El desierto crece: van aumentando los anillos pálidos y estériles. Ahora
desaparecen las zonas avanza-das que estaban llenas de sentidos: los jardines de cuyos
frutos nos nutríamos despreocupadamente, los espacios pertrechados con instrumentos bien
probados. Ahora las leyes se vuelven dudosas, los utensilios adquieren un doble filo. Ay de
aquél que alberga desiertos: ay de aquel que no lleva consigo, aunque sólo sea en una de
sus células, un poco de aquella sustancia primordial que una y otra vez es garantía de
fecundidad.”

ERNST JÜNGER
1895-1998

Las víctimas de una guerra entre naciones enemigas no se reencuentran jamás, ni


tienen por qué. Su tierra, sus costumbres, sus raíces no son iguales. No es ese el caso de las
víctimas de una guerra civil o de luchas dentro de una nación.
En el caso de la Argentina, las más de diez mil víctimas de la violencia política que
hubo entre el 28 de junio de 1966 (el comienzo de la llamada Revolución Argentina) y el 10
de diciembre de 1983 (el retorno de la democracia) son registradas como si una parte de los
muertos hablase un idioma y tuviese una bandera y un himno diferentes de los de la otra.
Son unos pocos los que se animan a tomar conocimiento de que hubo una lucha entre
argentinos.
En el periodo mencionado había muchos actores políticos enfrentados. La violencia,
la ideología y el odio los fragmentaban en muchos pedazos, y quizá por eso no se
reconocieran como argentinos. Pero el tiempo pasó y es hora de aceptarlo.
La democracia es un juego político entre ciudadanos vivos y no entre muertos. La
Argentina se condena a no tener futuro si sus ciudadanos buscan su fuente de inspiración
entre los muertos. El caso argentino es grave, porque algunos vivos apelan a los muertos
no para honrarlos o criticar su papel en la historia, sino para mejor justificar lo que ellos
quieren hacer. Esto se torna especialmente perverso cuando los muertos fueron víctimas de
luchas entre argentinos.
El uso de la memoria de esas víctimas, que pertenecen claramente a otro contexto,
envenenan la atmosfera política de la democracia. Y eses uso indebido de la memoria no
proviene de un único actor. Lamentablemente, se encuentra tanto en el gobierno como en la
sociedad civil y los partidos políticos, tanto en los ex militares como en los ex guerrilleros.
El registro histórico puede y debe diferenciar las intenciones, los objetivos y los
actos de cada una de las víctimas, así como de los sobrevivientes. En ambos casos, cabe el
análisis crítico y publico de su comportamiento en ese periodo. Si se encontraran
responsabilidades criminales entre los que aún están vivos, ellos deben ser juzgados y
castigados de acuerdo con los crímenes cometidos. Pero la enemistad que sobrevive entre
los vivos no puede ser trasladada a las víctimas. Cualquiera haya sido el papel o el
pensamiento de una víctima en el pasado si ella hoy estuviera viva podría pensar y sentir
de forma diferente. Es propio de la condición humana cambiar de opinión. Por lo tanto,
nadie tiene derecho a hablar por los muertos. Si ellos no pueden hacerlo, entonces nadie
puede.
Las responsabilidades criminales por una guerra interna son individuales y
selectivas, pero la responsabilidad moral es siempre colectiva, de la nación como un todo.
Aun los que no toman las armas tienen responsabilidades. Cada uno puede pensar lo que
quiere en provecho propio, pero ese un hecho indudable que la guerrilla tuvo apoyo popular
así como los gobiernos que la combatieron, militares o civiles. La responsabilidad moral
por la violencia política en la Argentina es, por lo tanto, de todos los argentinos. Su
herencia, también.
Contra esta responsabilidad colectiva atentan los que se consideran herederos, por
separado, de los principales actores del enfrentamiento armado de los años 70, imaginando
de alguna manera que esos conflictos no están concluidos. Ellos no reconocen que las
victimas del otro lado son argentinas porque todavía conservan la esperanza de eliminarla
totalmente de la historia, sin dejar recuerdo de su presencia.
No serán rotas las cadenas que nos atan al pasado de resentimiento y muerte de
aquellos años mientras la responsabilidad colectiva no sea asumida. Las victimas de esa
guerra son de todos y es fácil probarlo. ¿Acaso alguno de los argentinos (presentados en
orden alfabético) de la breve lista que sigue es menos argentino que los otros? Jorge E.
Cáceres Monié, militar; Bruno Genta, profesor; Arturo Mor Roig, político; Carlos Mugica,
sacerdote; Rodolfo Ortega Peña, abogado; José Ignacio Rucci, sindicalista; Julio Troxler,
policía.
Cada uno de ellos murió no por lo que hizo sino por lo que representaba. Eran
argentinos que pensaban y actuaban políticamente de forma diferente de sus asesinos, pero
su sacrificio fue el mismo. No fueron muertos por las mismas manos, pero todos murieron
de forma ignominiosa bajo los gobiernos democráticos habidos entre los años 1973 y 1976.
Esto nos dice que la democracia también puede adoptar formas viles en las que la vida vale
poco. La lucha en la Argentina no fue solo trágica, sino también confusa, y la lista de las
víctimas es más confusa aun.
La tarea inconclusa se percibe con facilidad a partir de la lista anterior. Por increíble
que parezca, esas víctimas no son registradas en un memorial o lista común. En la
Argentina todavía se reivindica a las víctimas por separado. Cada uno quiere colocar en el
Altar de la Patria exclusivamente a sus víctimas y que solo ellas sean reconocidas como
luchadores por la libertad y la democracia, negando ese derecho a las otras, a pesar de que
todos los actores enfrentados se masacraron mutuamente de forma ilegal y por medio del
terror durante todo tipo de regímenes políticos.
Después de una guerra intestina, la nación debe dejar a los muertos en paz. Su
sacrificio puede haber sido inútil o bestial, heroico o banal, pero aun así les debemos a las
víctimas –y sólo a las víctimas- un recuerdo sin manipulaciones de ningún tipo. Los vivos
no pueden hablar por los muertos, como pretenden los fundamentalistas de la memoria.
Insisto, no sabemos lo que los muertos estarían pensando ahora si estuvieran vivos. Mi caso
es un ejemplo: si hubiera muerto como montonero –lo fui hasta noviembre de 1976, cuando
abandoné las filas de la organización-, probablemente otros estarían hablando por mí. Se
equivocarían, pues con el tiempo fui progresivamente distanciándome de mi pasado. Me
pregunto cuántos otros argentinos están hoy también distanciados de su pasado, sean
militares, guerrilleros o simplemente simpatizantes, pero no se animan a confesarlo en
virtud de los pactos mafiosos de autopreservacion imperantes en ambos lados.
Listar juntas a todas las victimas es la única manera de desarmar a los
fundamentalistas de la memoria instalados en nuestra sociedad y que se retroalimentan de
forma maniquea y resentida. Esa lista común ayudará también, sin duda, a la mayoría de los
argentinos a recuperar la dimensión de la realidad de aquellos años.
Los argentinos no ´pueden rumiar hasta la eternidad sobre el pasado violento habido
entre 1966 y 1983. Un memorial conjunto de las víctimas, sin excluidos de ningún tipo, ni
de inocentes ni de culpables, que incluya desde los soldados muertos en el asalto al
regimiento de Formosa hasta los estudiantes secundarios desparecidos en La Plata, desde
los militares hasta los guerrilleros, abriría la posibilidad de un nuevo comienzo, de un ciclo
de paz sin resentimientos. Quien no desea esto es una minoría, y no importa aquí hacer
nombres. Pero es fácil descubrir quiénes son: basta ver quiénes son los que hablan en
nombre de las víctimas.
Que haya entonces, en mármol o en papel, una lista única por orden alfabético
registrando apenas los nombres y la fecha en que murieron o desaparecieron esos
argentinos y argentinas. No son sus hechos o pensamientos lo que importa, sino su
sacrificio.
Corresponde a nosotros, ciudadanos, construir la voluntad necesaria para demandar
esa tarea al Estado argentino. A él compete realizarla, independientemente de quien lo
gobierne.

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