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Honesto y necesario
Graciela Fernández Meijide
Gracias, Héctor
Este libro no fue escrito para agregarse a una larga lista de “textos de memoria”,
aunque los recuerdos de su autor le den un valor testimonial novedoso por el ángulo crítico
desde donde se observa su participación en la violencia armada de los setenta. Héctor Leis
fue combatiente montonero, y esa experiencia no es exterior a las materias que trae su
ensayo, sino que las refuerza, como una historia de vida que sostiene, a veces visible, otras
invisible, la argumentación. Sin embargo, a diferencia de muchos testimonios, su
experiencia no es un fantasma despótico que, pesando sobre el presente, justifique todo lo
que aquí se dice. No reclama un privilegio ni afirma: Hablo porque estuve allí. Por el
contrario, reconoce que, pese a haber estado allí, ha cambiado de manera profunda. No pide
que se observe religiosamente un pasado que el mismo somete a crítica, separándose de un
consenso de buenas conciencias que, al mismo tiempo, recuerda y olvida. Reclama una
única lista y un único memorial donde estén los nombres de todos los muertos y
desaparecidos: los que mataron la guerrilla, la Triple A y las Fuerzas Armadas. Sobre esa
propuesta caerá el anatema. Leis está dispuesto a enfrentarlo, porque fue un revolucionario,
sobrevivió y siguió pensando.
Dicho esto, se puede leer este libro como un ensayo que polemiza abiertamente con
las posiciones que impiden disentir con el Gran Acuerdo sobre la violencia de los setenta y
el terrorismo de Estado, firmado, para ponerle una fecha, en la recuperación de la ESMA
por el Presidente Kirchner, pero cuyos puntos esenciales son anteriores. Un lector que no
quiera arriesgarse a pensar el acuerdo establecido sobre dos pilares (el juicio a los militares
y la versión de las organizaciones de derechos humanos) debería abandonar el libre de Leis.
Hasta el momento, el acuerdo se apoya en que terrorismo de Estado y terrorismo guerrillero
no son delitos entre los que pueda establecerse ninguna equivalencia. Personalmente creo
que son, en efecto, inconmensurables. Leis intenta razonar lo contrario y es indispensable
escucharlo porque va en contra de un sentido común que, como todo sentido común, se
resiste a cualquier revisión.
Sostiene, en primer lugar, que los crímenes de los Montoneros, la Triple A y la
dictadura militar “son igualmente graves, ya que contribuyeron solidariamente a una
ascensión a los extremos de violencia”. Y, lo que es todavía más conflictivo, afirma que “la
lucha de la dictadura contra la subversión fue legitima”, aunque también fue “demoniaca e
ilegal”. Como es evidente, estas proposiciones desafían la teoría de “los dos demonios”,
sobre la cual se ha elaborado un relativo consenso (no refrendado por los familiares de
víctimas de ataques guerrilleros). Al caracterizar el terrorismo como un ascenso inevitable
hacia los extremos; al definir como terrorista a los militantes y a los militares, Leis
establece un escenario de guerra, donde los jefes pudieron ser distintos en lo que respecta a
las fuerzas que dirigían, pero obedecieron a una dinámica tan destructiva de un lado como
del otro.
Para decirlo brevemente: Leis piensa que los guerrilleros no fueron los judíos
víctimas del genocidio y el terrorismo de Estado en Argentina oculta la verdad de un
enfrentamiento que no admite esa comparación, entre otras razones porque el terrorismo de
Estado tuvo como objetivo a grupos revolucionarios organizados y programáticos, aunque
se haya extendido perversamente más allá de los límites de sus integrantes, como en todo
conflicto que cae también sobre los no combatientes, liquida a los civiles, bombardea sus
casas, viola y saquea.
Apoyado en una cita de la Filosofía del Derecho de Hegel, afirma que el Estado es
el punto más alto, la “institución superior de la historia humana civilizada”. El terrorismo
lo degrada y lo vuelve anárquico e imprevisible. Leis sostiene que el terrorismo de los
militares introdujo la barbarie dentro del Estado. Destruyeron aquello de lo que se jactaban
salvadores. Las consecuencias de esos actos fueron en un sentido opuesto al de los ideales
que proclamaban.
La discusión recién se abre. En estos últimos treinta años, hubo razones históricas
suficientes para que no se la abordara con la perspectiva que Leis introduce ahora. En esos
treinta años, era moral y jurídicamente necesario sostener los juicios sobre el carácter
excepcional e imprescriptible de los actos de terrorismo de Estado. De otro modo, no habría
habido sentencias, más allá del Juicio a las Juntas en el gobierno de Alfonsín.
Pero han pasado esos treinta años, y era previsible que alguien trajera los
argumentos para una reapertura de la cuestión. No es necesario compartir esos argumentos.
Pero conviene no aplastarlos bajo el reduccionismo tranquilizante del anatema “teoría de
los dos demonios”, arrojado como se arroja agua bendita durante un exorcismo.
Leis tiene dos hipótesis explicativas, con las cuales también se abrirá una discusión.
La primera es que la violencia de Estado es un avatar de una figura del inconsciente
colectivo que describe como “filicidio”. Respuesta a otro avatar simétrico: el “parricidio”
de la violencia guerrillera (cita con algún detalle el caso del general Alsogaray y su hijo).
La explicación por esas dos figuras arquetípicas presenta todos los problemas de un hecho
histórico abordado desde un sistema de metáforas. La historia es particularmente rebelde a
ser puesta en escena filosófica.
Como sea, no importa mucho lo que yo crea como mejor forma de la puesta en
relato de la historia. Lo que vale en este breve libro es la amplitud anticonvencional,
antiacuerdo inamovible y congelado, con la que Leis piensa de nuevo la violencia terrorista
de los años setenta. Las páginas que escribe sobre la potencialidad corruptora del
terrorismo, que envilece todos los ideales que se agitan para justificarlo, son una condena
tan firme como decisiva a la táctica revolucionaria de Montoneros (en el libro, como huella
declarada de su base testimonial, Leis no habla de otras formaciones).
Sublevado frente a la imposición de una versión de la historia que reclama para si la
corrección política y moral, Leis la contradice con la hipótesis transhistórica de los
arquetipos del inconsciente colectivo, reforzados, inesperadamente, por la teoría de las
generaciones de Ortega y Gasset.
Como certeramente señala Leis, el concepto de generación fue dejado de lado por la
Teoría. En efecto, desde los años setenta, es decir desde la crisis de la idea misma de
Sujeto, desaparecieron las generaciones. Pero lo que ese concepto buscaba explicar no
puede ser invalidado con la misma ligereza con que se lo desterró hace más de medio siglo.
Leis es novedoso “al revés” cuando vuelve a Ortega y Gasset, un pensador fuera de la
moda. Con todo, algo falta para que resulte más persuasivo. Posiblemente, lo que falta no
es la demostración de que los jefes guerrilleros pertenecieron (porque es más o menos
evidente que nacieron alrededor de los mismos años), sino sus itinerarios de formación
personal y política que los llevaron a coincidir en el terrorismo, mientras que otros
miembros conspicuos de esas mismas camadas seguían otros caminos en las ciencias o las
vanguardias estéticas. Hay que destacar que Leis vuelva a proponer el concepto de
generación. Y también es nuestra tarea reinscribirlo en una historia cultural donde, en los
años setenta, no solo en Argentina sino en todo Occidente, se celebró la Juventud como
antes no había sido celebrada desde el Romanticismo europeo.
Estoy planteando demasiadas preguntas a este breve ensayo. Es un gran mérito el
tener la fuerza suficiente para sostenerlas. Usa palabras fuertes, polémicas, posiblemente
inaceptables, como Confesión y Perdón, que son, para él, inescindibles de la Verdad. Será
atacado por su valor. Y digo valor en el doble sentido: por un lado, el coraje intelectual; por
el otro, el peso que seguramente tendrá en la reapertura de un debate demasiado cerrado,
congelado en la autoridad inapelable de las organizaciones de derechos humanos,
duplicadas en la autoridad que el Estado les otorgó durante el periodo kirchnerista. El libro
de Leis es desacompasado con este presente canónico. Conozco solo dos escritores que han
ido igualmente lejos por caminos diferentes: el primero, Héctor Schmucler; el otro, Oscar
del Barco.
Leis, que vive en Brasil, y es mi amigo desde hace décadas, sigue alguna de esas
sendas y abre otras. Siempre ha sido un interlocutor tenaz, difícil e imprescindible.
Introducción
Nací en Avellaneda, Argentina, en 1943. En los años 60, fui militante comunista y
peronista. Esta experiencia me llevó a participar en la lucha armada. Estuve un año y medio
en la cárcel, fui amnistiado en 1973. Fui combatiente de los Montoneros hasta el final de
1976. En el año siguiente me exilié en Brasil, donde fui reconocido como refugiado político
por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados. Después de algunas idas
y vueltas fijé residencia en Brasil, nacionalizándome en 1992. Tengo una maestría en
ciencias políticas y otra en filosofía y un doctorado en filosofía, fui profesor de relaciones
internacionales, ciencia política y también interdisciplinar en ciencias humanas. Con
sesenta y nueve años me jubilé como profesor en la Universidad Federal de Santa Catarina.
Soy miembro del Club Político Argentino; mi última militancia.
En este trabajo se combinan elementos analíticos y testimoniales a fin de explicar la
tragedia vivida en Argentina en los años 70. Para ello se abordan temas como la relación
entre el terrorismo, la guerrilla y la revolución, el conflicto de las generaciones y la calidad
del liderazgo. Por último, mirando hacia el futuro del país, se hace una reflexión sobre el
resentimiento, la reconciliación, la verdad, la confesión y el perdón.
1
Terrorismo y guerrilla
“El problema ha sido siempre el mismo: los que fueron a la escuela de la revolución aprendieron y supieron de
antemano que curso una revolución debe tomar. Fue el curso de los acontecimientos. (…) Ellos habían
adquirido la capacidad de representar cualquier papel que el gran drama de la historia les asignara y, si no
hubiera otro papel a su disposición que no fuera el de villano, estaban más que dispuestos a aceptarlo, en
lugar de quedarse afuera. (…) Hay cierta grandiosidad absurda en el espectáculo de estos hombres – que se
atrevieron a desafiar a todos los poderes y las autoridades del mundo, y cuyo coraje no tenía ninguna duda –
sometiéndose, a menudo, de la noche a la mañana, con humildad y sin siquiera un grito, a la llamada de la
necesidad histórica, por más loco e incongruente que les debe haber parecido el aspecto exterior de esta
necesidad. Ellos fueron engañados, no por las palabras de Danton, Robespierre y Saint-Just y todos las otras
que les sonaban en los oídos, fueron engañados por la historia y se convirtieron en los locos de la historia.”
HANNAH ARENDT
1906-1975
La mayor diferencia entre los modelos de acción de las guerrillas urbana y rural está
en la cuestión del terrorismo. Varios países de América Latina pasaron de un tipo de
guerrilla a otro sin darse cuenta del cambio de valores que sigue a este cambio. La
idealización romántica de la revolución cubana se extendió a ambos modelos, cuando en
realidad la urbana es mucho más terrorismo que guerrilla. Sus miembros pagarían caro ese
error.
Los guerrilleros urbanos sólo pensaban en el enemigo, ignoraban el poder deletéreo
del terrorismo para la calidad de la guerra. El terror es la mejor palanca para una escalada a
los extremos de violencia en los conflictos armados. Carl von Clausewitz, en su conocido
libro De la Guerra, comprueba que, en general, las guerras no llegan a los extremos de
violencia, aunque conceptualmente las mismas implican dinámicas en las que, para ganar,
los dos lados son llevados hacia los extremos. Según él, las razones moderadoras del uso de
la violencia son muchas, incluyendo la presencia de factores morales, y sobre todo que la
guerra siempre se subordina a objetivos políticos. En particular, este último aspecto supone
que los agentes conservan a lo largo del proceso un grado relativamente alto de
racionalidad. Clausewitz no hace referencia a la cuestión del terror; él estudiaba la guerra
convencional de su tiempo. Pero aun así es fácil ver que cuando el terror se introduce en el
medio de la guerra, la racionalidad de los actores tiende a eclipsarse y la importancia de los
factores morales y políticos a disminuir, ya que aumenta el deseo inmediato de venganza.
La cual, paradójicamente, se hace más insaciable cuanto más avanza por el camino del
terror. El terror genera sentimientos profundamente negativos como el miedo y el
resentimiento, que alimentan el círculo vicioso de la venganza de las fuerzas combatientes
afectadas. Así, el terrorismo lleva la guerra a los extremos del exterminio cruel del
enemigo, dejando cada vez más lejos a los factores políticos y morales iniciales. Sólo la
rendición incondicional de uno de los lados —y no siempre— puede evitar este exterminio.
En algunos casos, como en los estados totalitarios, incluso después de la eliminación del
supuesto enemigo, el terror sigue retroalimentándose a lo largo de los años.
En su conocido manual, La Guerra de Guerrillas, publicado en el calor de los
combates en Cuba, Che Guevara receta la guerrilla rural para toda América Latina,
rechazando explícitamente el terrorismo por considerarlo una acción que dificulta el trabajo
político con las masas. Su opinión reflejaba el consenso del viejo marxismo, que
identificaba al terrorismo tradicionalmente con la derecha y repudiaba la atracción que
ejercía sobre los anarquistas. Tras el fracaso de los intentos de guerrilla rural en los años 60,
en América Latina se cambia el curso de la dinámica revolucionaria del campo a las
ciudades. En este nuevo contexto Carlos Marighella publica, en 1969, el Manual del
Guerrillero Urbano, un libro de referencia para los distintos grupos del continente, incluso
los argentinos. El líder brasileño caracteriza las ejecuciones, los secuestros y el terrorismo
en general como modelos de acción legítimos de la guerrilla urbana, concluyendo con
énfasis que “el terrorismo es un arma que el revolucionario no puede abandonar”. Mientras
el terror en las zonas rurales era visto como contraproducente, en las ciudades era elogiado.
El terrorismo dejó de ser patrimonio de la derecha al final de los 60. Che Guevara murió en
1967, una lástima. Aunque estimuló de manera insensata a la guerrilla en América Latina y
en el mundo, quizás hubiera sido capaz de impedir el giro terrorista en nuestro continente.
Era el único que tenía la autoridad moral para hacerlo.
La historia del terrorismo demuestra que él no está sujeto a una ideología. La acción
violenta destinada a matar y a producir terror con fines políticos es una práctica que abarca
todo el espectro de izquierda y de derecha por igual, a pesar de que su nombre no 13 siempre
sea reclamado de forma explícita, tal como lo hizo el líder brasileño. Durante el siglo 19 y
las primeras décadas del 20 el terrorismo estuvo ligado principalmente a la izquierda
anarquista y al nacionalismo separatista. Sin embargo, entre las dos guerras mundiales, los
principales responsables por actos terroristas fueron de la extrema derecha fascista. En el
contexto de la Guerra Fría el terrorismo surgió asociado a movimientos de extrema
izquierda revolucionaria o de tipo nacionalista y/o separatista, abarcando tanto a países
desarrollados de Europa como a subdesarrollados de América Latina, África y Asia. Por
último, en el final del siglo 20 y principio del 21, surgió con más fuerza el terrorismo
basado en la religión, como el de la organización islámica Al-Qaeda, que atacó las torres
del World Trade Center. Este último fue acompañado por la Guerra contra el Terror del
gobierno Bush, que utilizó el concepto como una etiqueta para identificar a la mayoría de
los enemigos de los Estados Unidos, complicando aún más la comprensión del fenómeno.
Con el terrorismo de Estado pasa lo mismo: cualquier ideología o mentalidad, ya
sea de izquierda, de derecha, nacionalista o religiosa, puede acompañarlo. A pesar de sus
diferencias, la Alemania de Hitler, la Rusia de Stalin, la China de Mao, la Argentina de
Videla, la Serbia de Milosevic, la Camboya de Pol Pot, y el Irán de Ahmadinejad, entre
otros, son Estados igualmente responsables por actos de terrorismo. Los comentarios
anteriores permiten concluir que el fenómeno del terrorismo no debería ser caracterizado
por sus objetivos, extremamente variados, sino por su capacidad para “envenenar” los
conflictos llevando la violencia (y la confusión conceptual) hasta los extremos.
En América Latina, no todas las guerrillas urbanas fueron igualmente terroristas.
Los Montoneros de Argentina fueron probablemente el grupo que más adoptó este modelo
de acción en los años 70, y los Tupamaros de Uruguay, los que menos. Por lo tanto,
también será distinta la responsabilidad histórica de cada grupo por la instalación de la
dialéctica de violencia de cada país.
En esa época nadie pensaba que una organización revolucionaria, aun cuando
pusiera bombas y matara personas inocentes, pudiera ser terrorista. Igual que mis
compañeros, yo era un terrorista de alma bella. La verdad es difícil de aceptar no sólo para
aquellos que fueron guerrilleros, sino para la mayoría de los argentinos. Algunos autores
sostienen que durante la dictadura militar, desde Onganía hasta Lanusse, el actor principal
de la lucha revolucionaria fue la guerrilla y no el terrorismo, el cual aparecería
progresivamente a partir de 1974, con el gobierno constitucional de Isabel Perón. Esta
interpretación intenta dividir la lucha armada en dos fases, pero ocurre que en el caso de
Montoneros la lógica e intencionalidades del terrorismo estuvieron presentes desde su
primera acción pública: el secuestro y ejecución del general Aramburu, en 1970. Este
debate es fundamental para la comprensión de las responsabilidades en el proceso de
violencia que causó diez mil muertes trágicas cuya autoría, en una cuenta aproximada, fue
de mil (1000) por la Triple A, mil (1000) por las organizaciones revolucionarias y ocho mil
(8000) por las fuerzas militares de la dictadura de Videla.
Esta es una cuenta que, en la defensa de la dignidad de la historia argentina, se
tendría que haber hecho con precisión y consenso público hace mucho tiempo. Mostrando
falta de coherencia y sesgo ideológico, esta cuenta no está en la lista de las reivindicaciones
de los movimientos o de los organismos estatales que se ocupan de los derechos humanos
en la Argentina.
En la Argentina hubo guerrilla y terrorismo superpuestos casi desde el comienzo de
la violencia revolucionaria. El terrorismo se presentó con un rostro bien definido en la
ejecución del sindicalista peronista Vandor en 1969 (figura principal de la Confederación
General del Trabajo (CGT), colaboracionista con la dictadura de Onganía y adversario de
Perón), del general Aramburu en 1970 (arquitecto de la Revolución Libertadora que
derrocó a Perón y presidente del gobierno de facto de 1955 a 1958), del sindicalista
peronista Rucci en 1973 (secretario general de la CGT y aliado muy próximo de Perón), y
del ex-ministro Mor Roig en 1974 (político ajeno al peronismo que como ministro del
gobierno del general Lanusse articuló el pacto que permitió el retorno de la democracia en
1973). Todas estas operaciones fueron realizadas por comandos Montoneros (o que se
integrarían después en la organización, como en el caso de Vandor). Los dos últimos
asesinatos fueron perpetrados a pesar de que el país estaba bajo un régimen democrático,
varios años antes de la llegada de la dictadura militar.
Entre otras cosas, el uso del terrorismo fue facilitado entre los Montoneros por la
amalgama de componentes ideológicos contradictorios que impedían pensar en estrategias
políticas realistas y coherentes. Al mismo tiempo, estos grandes gestos terroristas eran
funcionales para el crecimiento de la organización, permitiendo sumar militantes de
diversas corrientes ideológicas. Ellos podían venir tanto del catolicismo nacionalista de
derecha, como de la teología de la liberación marxista, del peronismo revolucionario de
derecha, del comunismo, y de otras variantes de la izquierda. Los Montoneros surgieron y
consolidaron su organización en el culto a la violencia. Ellos fueron capaces de matar a
todos los que se cruzaron por delante de su voluntad política, sin importarles su condición,
ya fueran peronistas o antiperonistas, militares, políticos o sindicalistas.
Sin embargo, soy testigo de que nuestra motivación era noble. Conservo todavía un
recuerdo feliz de mi vida en aquellos años. Fueron sombríos pero también llenos de
desprendimiento, alegría y amor. Sé que nuestra intención no era hacer el mal por el mal en
sí mismo, pero la astucia de la razón, irónica y perversa, pudo convertir hombres buenos en
malos, sin darnos tiempo para tomar conciencia. El retorno de este camino sería
extremamente difícil para la mayoría, casi imposible.
Los Montoneros ocultaron su ambición de poder por detrás del liderazgo de Perón,
pero cuando se dio su retorno, y él no les entregó la dirección del movimiento peronista
como esperaban, no dudaron en matar a Rucci para llamar la atención del líder sobre sus
demandas, pero sin reconocer públicamente su autoría. Creían que la condición de
revolucionarios les otorgaba el patrimonio de la historia, por ser dueños de la verdad se
permitieron mentirles a sus contemporáneos (en el otro extremo del espectro político
argentino la situación seria semejante, la historia mundial está llena de ejemplos de este
tipo). Del mismo modo, años antes habían matado al general Aramburu para ser
reconocidos como peronistas por Perón y por las masas. Así como intentaron ocultar la
verdad de la muerte de Rucci, en el caso de Aramburu intentaron hacer desaparecer su
cuerpo, con la supuesta intención de cambiarlo en el futuro por el de Eva Perón,
secuestrado durante el gobierno de Aramburu.
Como Eva Perón murió de muerte natural, la saga de las desapariciones de personas
asesinadas con intencionalidad política en la Argentina del siglo 20 no la incluye. Según mi
conocimiento, esta triste saga comenzó en 1930 con el anarquista Penina, durante el
gobierno del general Uriburu; siguió en 1955, con el comunista Ingalinella, en el gobierno
del General Perón; continuó en 1962 con el peronista Vallese durante el gobierno
provisional de Guido (que asumió tras el derrocamiento de Frondizi por los militares); hasta
llegar al cuarto de la lista, el general Aramburu, cuyo cadáver permanecería desaparecido
un mes y medio. El imaginario de los autores de la larga lista desaparecidos que vendría
después se construyó con base en estos antecedentes.
Debido a que el asesinato de Rucci provocó una acelerada ascensión a los extremos
de violencia, “envenenando” el gobierno de Perón en plena democracia, este atentado
debería considerarse como el mayor acto terrorista de la guerrilla argentina en los años 70.
Sin embargo, por ser un magnicidio, otro que convocó igualmente a los demonios fue el de
Aramburu. Su cuerpo tardó en descansar en paz. Además del desaparecimiento sufrido
después de su muerte, cuatro años después de enterrado en el Cementerio de la Recoleta
volvería a pasar por lo mismo. Los Montoneros repitieron la hazaña para continuar
insistiendo en la devolución del cadáver de Eva Perón. La trágica ironía de este último
hecho es que el cuerpo de Evita había sido entregado a Perón en España tres años antes, en
1971: ¡era el general vivo que no lo querría traer de vuelta al país, no el general muerto! Si
la primera desaparición del cadáver de Aramburu podía reivindicar alguna legitimidad, la
segunda no tenía ninguna razón más que insultar la memoria de los militares argentinos. En
favor de los Montoneros se podría decir que la falta de respeto a los muertos tiene una larga
historia en la Argentina; el cadáver de Perón tampoco se salvó y tuvo sus manos mutiladas
en 1987. El escenario terrorista argentino de los años 70 tuvo todas las combinaciones
posibles de terrorismo, uno más vinculado a los movimientos de la sociedad civil, otro más
a los organismos estatales, y también casos intermedios, como la Triple A. Todos se
retroalimentaron entre sí. Obviamente, no todos los miembros del estado o de la sociedad
civil fueron terroristas de la misma forma a lo largo de la historia. Sin embargo, hubo
complicidad en diversos niveles del Estado y la sociedad civil con el terrorismo producido
por los gobiernos de Lanusse, Perón, Isabel Perón, Videla, Viola y Galtieri, así como hubo
complicidad con el terrorismo de las organizaciones guerrilleras en distintos niveles de la
sociedad civil y del Estado (especialmente en el gobierno de Cámpora y de algunos
gobernadores provinciales en 1973).
Atentar contra la vida de los militares parecía una cosa natural para los Montoneros;
después de todo se trataba de peronistas que se atrevían a matar a los amigos de Perón. Los
oficiales superiores de las Fuerzas Armadas vivieron con miedo el surgimiento de los
guerrilleros en el espejo mágico de las generaciones. Reconocían en ellos las caras de sus
hijos. El terror les confirmó que no eran los hijos deseados, eran hijos que querían matarlos
y ocupar sus lugares. Fuimos aprendices de parricidas. Si admitimos eso quizás los
militares se animen a admitir también su barbarie, atroz y demoníaca, no por haber sido
hecha desde el Estado, sino porque les permitió satisfacer plenamente su deseo filicida.
A quien dude de la realidad de estas metáforas generacionales le sugiero pensar en
Sergio Schoklender y Hebe de Bonafini. Ni Dostoiewski podría haber imaginado que el
mayor parricida de la historia criminal argentina sería adoptado públicamente por la más
notable madre de la historia política del país, la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo,
entidad icónica en la defensa de los derechos humanos en los años 70. Entre Sergio —que
mató a sus padres en forma violenta, cumpliendo después una severa condena por su
crimen— y Hebe —que perdió dos hijos en manos de los militares— existió un amor
declarado de madre e hijo durante varios años, que acabó sorpresivamente en 2011 cuando
el hijo adoptivo, acusado de enriquecimiento ilícito, lavado de dinero, desvío de recursos
públicos y asociación ilícita, apuntó a su madre adoptiva como responsable de todo.
El conflicto que asoló a los argentinos y degradó sus instituciones se debe a
múltiples factores, la mayoría bastante conocidos. Pero existe uno cuya importancia resulta
difícil de percibir, debido a los preconceptos reduccionistas que en el Siglo XX invadieron
primero a las ciencias sociales y después el sentido común de los ciudadanos. Dicho factor
permite entender mejor el comportamiento extremadamente bárbaro de algunos actores en
los años ’70, problema que aun hoy resiste a una explicación convincente. No ayuda a
captar las motivaciones racionales, ni las causas materiales de la dinámica política argentina
de aquellos años, pero puede ayudar a entender la subjetividad de los actores, en especial
sus motivaciones inconscientes y su traducción en sentimientos y emociones negativas.
Sabemos que explicar objetivamente comportamientos crueles en la vida pública es
una de las tareas más complejas del análisis. Hombres y mujeres con un comportamiento
normal y respetuoso en su vida privada, bajo ciertas condiciones pueden transformarse en
monstruos. Hannah Arendt se refirió a la “banalidad del mal” para explicar el
comportamiento de Eichmann, el jefe de Auschwitz que después de la guerra encontró
refugio en la Argentina de Perón. Por los testimonios de los sobrevivientes de los campos
de concentración nazis y comunistas sabemos que la barbarie crece en proporción directa a
la negación del otro, a la incapacidad para aceptar y entender los valores y motivaciones del
otro. ¿Pero que podría existir entre los argentinos que los aproximara a eso? Las ideologías
políticas eran antagónicas y sus aristas totalitarias bien podrían explicar las atrocidades
cometidas, pero existía un plus que aumentaba los resentimientos acumulados por las
ideologías, la lucha de clases y el pasado violento del país. Ese plus pocas veces se presentó
con la nitidez que tuvo en la Argentina de los 70, un país que no tenía los problemas
raciales, étnicos o religiosos de la mayoría de los países de la región. Lo que arreció los
conflictos fue la existencia de una tremenda lucha generacional con reverberaciones en el
inconsciente de los individuos. Ese contexto hizo que la lucha armada transformase a los
individuos en personajes de una tragedia.
En Homo Sacer, Giorgio Agamben afirma:
“Durante mucho tiempo uno de los privilegios característicos del poder soberano
fue el derecho de vida y muerte.” Esta afirmación de Foucault al final de La Voluntad de
saber suena perfectamente trivial; pero la primera vez que en la historia del derecho nos
encontramos con la expresión “derecho de vida y de muerte”, es en la fórmula vitae
necisque potestas, que no designa en modo alguno el poder soberano, sino la potestad
incondicionada del pater sobre los hijos varones. (…) la vitae necisque potestas recae
sobre todo ciudadano varón libre en el momento de su nacimiento y parece así definir el
modelo mismo del poder político en general. No la simple vida natural, sino la vida
expuesta a la muerte (la nuda vida o vida sagrada) es el elemento político originario.”
Mi generación fue llevada a creer que los militares eran los padres de la Patria. Y lo
eran de verdad: cuando festejé mi 40ª aniversario la Argentina había vivido durante 30 años
bajo el mando de presidentes de extracción militar. La guerrilla desafió ese supuesto, en el
cual los militares creían más que nadie. Cuando el terror los amenazó, la ceguera se
transformó en resentimiento y delirio. Al contrario de los militares golpistas anteriores, que
traían en sus mochilas proyectos relativamente estructurados para gobernar el país, los que
acompañaron a Videla en 1976 subordinaron todo a la venganza; eran animales heridos
dispuestos a exterminar sin piedad a aquellos que los habían desafiado en su propio
territorio existencial, el de la violencia de las armas. Ni siquiera después de derrotar a la
guerrilla consiguieron esos militares refrenar su pulsión de muerte, e intentaron una guerra
contra Chile en 1978 –abortada por la mediación papal– y otra contra Inglaterra, por las
Islas Malvinas/Falklands, que llevaron hasta las últimas consecuencias en 1982 pero cuyos
planes de acción habían sido diseñados por la Marina en 1978.
Parte en los años 60, pero sobre todo en los 70, los argentinos asistieron a la lucha
sin tregua entre la vanguardia guerrillera de una generación más nueva y la retaguardia
militar de otra generación anterior, con la edad de sus padres. Los jóvenes ansiaban el poder
para realizar sus objetivos, con un espíritu tan intelectual y libertario como autoritario y
narcisista, dispuestos a hacer lo que fuese necesario, incluso matar. Los viejos defendían el
poder con un espíritu autoritario y ciego, sabían que no podían ser derrotados militarmente.
En el límite, sus pulsiones inconscientes les daban una potestad ancestral e incondicionada
sobre sus desafiantes. En los años 60 hubo generales que más que matar querían entender lo
que ocurría, el límite no había sido alcanzado. Pero en los 70 la realidad fue otra, y también
otros los generales.
Héctor Jouvé, uno de los tenientes de la fracasada tentativa del Ejército Guerrillero
del Pueblo –guerrilla rural guevarista que actuó en el noroeste de Argentina, a mediados de
los 60, durante el gobierno democrático de Illía– dio una entrevista reveladora del espíritu
militar de la represión en aquel momento, cuatro décadas después de los acontecimientos.
La entrevista se hizo famosa por haber provocado un extenso debate intelectual en
la Argentina sobre el derecho de matar, a propósito del fusilamiento por motivos banales de
dos guerrilleros por la conducción del grupo. Interesa aquí destacar otro aspecto, quizás de
menor dramaticidad, pero de alta intensidad heurística si lo ponemos en perspectiva
histórica. La entrevista permite afirmar que en 1964 existían militares preocupados por los
peligros de un futuro golpeado por la lucha armada revolucionaria, cuyo sentido último se
les escapaba confusamente. La entrevista muestra que no todos eran iguales a los militares
que acompañaron a la dictadura de Videla.
Jouvé relata que después de su detención se encuentra con el general Julio
Alsogaray, comandante de las fuerzas militares que lo derrotaron (y que sería más tarde
Comandante en Jefe del Ejército.
“¿Y cómo estás?” me dice el General. Yo estaba azul, no había piel que no tuviera
un color azul, violeta. “No quiero saber nada de las actividades –me dice–, no me interesa
eso. Usted, Jouvé, tiene un perfil muy parecido al de mis hijos. Hemos hablado con sus
profesores de la secundaria, y sabemos que usted era muy buen alumno, muy buena
persona, que terminó el bachillerato a los 16 años. Fuimos a la universidad, también
sabemos que hizo una carrera impresionante hasta que entró al servicio militar y ahí paró,
que su papá era un tipo muy respetado en su pueblo, un tipo recto, laburante, muy
estimado, honesto. No me diga que esto es porque su mamá lava ropa”. No, no es por eso –
le digo–, no es por ninguna de esas cosas. “Bueno – me dice – pero a mí me interesa saber
por qué entró a la guerrilla, porque mi hijo se parece mucho a usted.”
El montonero Juan Carlos Alsogaray, hijo del este General, murió luego en un
enfrentamiento con el ejército, en 1976, a los 29 años de edad.
Sé que mi texto llega demorado. Necesitaba una señal para escribir finalmente
llegó. Cerca de mis 70 años la inercia se transmutó en la urgencia de escribir mis
memorias. Pretendo concluirlas en breve, pero la urgencia fue tal que fui obligado a
escribir primero este ensayo sobre los años 70.
En mi vida no creo haber hecho nada con intención perversa o egoísta, pero hace
tiempo descubrí que fui parte activa de una dinámica histórica que podría haber evitado,
si hubiese encontrado dentro de mí reservas morales e intelectuales suficientes para
enfrentar el lado oscuro del espíritu del tiempo de mi generación. Sin embargo, ser más
sabio me exigía no aceptar en aquel momento el desafío de la revolución y, al final de
cuentas, haber participado me dio una oportunidad de sabiduría mayor.
Solo aquellos que se equivocan tienen la oportunidad de alcanzar 83 una verdadera
sabiduría, enseñó Platón en el albor de la cultura occidental. No existe sabiduría innata
que ayude evitar los males de este mundo, los seres humanos nacen apenas con una chispa
de la luz universal, que por ser tan reducida solo puede ser usada a posteriori, nunca a
priori.
Si algún factor me hubiese impedido participar en la principal jugada histórica de
mi generación, no por eso la tragedia hubiera dejado de ocurrir. Y, habiendo ocurrido, mi
participación me permitió mirar hacia atrás y reconocer que todos —y cuando digo todos
quiero decir todos— hicimos cosas que nunca imaginamos que haríamos. Comprender eso
me dio fuerzas para mirar hacia el futuro y criticar la mentira y la falta de compasión de
las memorias vigentes en la Argentina, que rechazan la confesión y el perdón, dos términos
que en el vocabulario político vigente equivalen a malas palabras.
Concluyo entonces mi texto confesando que contribuí al sufrimiento argentino con
acciones y pensamientos luminosamente ciegos.
Pido perdón a las víctimas de los hechos donde mi participación fue directa, como
en José León Suarez hace casi cuarenta años.
Pido también perdón a los inocentes y a las generaciones posteriores a la mía, que
aun sin ser responsables por los acontecimientos de la reciente historia argentina
continúan siendo castigadas con la ignorancia de su verdadero sentido, impidiéndoles así
de parar el yira-yira del karma nacional.
Epilogo
La tarea que falta para reparar la memoria
“El desierto crece: van aumentando los anillos pálidos y estériles. Ahora
desaparecen las zonas avanza-das que estaban llenas de sentidos: los jardines de cuyos
frutos nos nutríamos despreocupadamente, los espacios pertrechados con instrumentos bien
probados. Ahora las leyes se vuelven dudosas, los utensilios adquieren un doble filo. Ay de
aquél que alberga desiertos: ay de aquel que no lleva consigo, aunque sólo sea en una de
sus células, un poco de aquella sustancia primordial que una y otra vez es garantía de
fecundidad.”
ERNST JÜNGER
1895-1998