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El hombre tranquilo Gabriel Cisneros es el arquetipo español del buen político: un

Mirabeau, pero generoso y honrado Ignacio Sánchez Cámara


Yo sabía que estaba enfermo, muy enfermo. En una reciente comida entre amigos, lo
encontré tan animoso como decaído.

Después, apenas pude soportar verlo en silla de ruedas ante los Reyes, en el aniversario
de las primeras elecciones democráticas, a cuya celebración tanto contribuyó. Y pensaba
yo escribir hoy un artículo como éste, glosando una entrevista con Gabriel Cisneros que
publicaba hace unos días La Razón; en especial, su defensa de la necesidad de reformar
a fondo la Constitución, en cierto sentido, la obra, compartida, de su vida, completa y
generosa.

Me entero de que ha muerto y siento una triste alegría o una alegre tristeza. Gabriel nos
ha dejado tristes porque le hemos perdido, no sólo sus amigos sino todos los españoles,
pero alegres, pues vive ya para siempre en el foro eterno del cielo, sin duda, a la derecha
del Padre, pero reconciliado con el otro lado, el de la izquierda, en perfecta y eterna
concordia.

Ha sido, lo sigue siendo, tan denigrada la palabra político que cuesta aplicársela a
hombre tan cabal. Tengo para mí que Gabriel Cisneros es el arquetipo español del buen
político: un Mirabeau, pero generoso y honrado. En su célebre ensayo, Ortega y Gasset
esbozaba la tipología del político y la contraponía, aunque sólo en parte, al intelectual.
Y sólo en parte, ya que, según él, todo gran político, como César, Napoleón o Mirabeau,
posee un ingrediente intelectual, y debe reunir en sí caracteres de los tipos humanos más
opuestos que existen: el contemplativo y el hombre de acción. Y el gran filósofo
exponía su tesis sobre la política como imperio de la mentira, y sobre el político como
persona de menguada condición moral, y cuyos vicios privados venían a ser algo así
como el precio social que había que pagar por sus beneficios públicos. Gabriel Cisneros
venía a desmentir este dictamen: el gran político podía ser, sin dejar de serlo, hombre
virtuoso y ejemplar, y exhibir las virtudes de Mirabeau sin sus aborrecibles defectos.

Muchos glosarán mejor que yo su acción política. Ha sido uno de los más perfectos
ejemplos de la tercera y mejor España, de la verdadera. Venía de la derecha, y no la
abandonó, pero salió al encuentro de la otra España, la de la izquierda. Hombre de
concordia, desmintió la falacia de las dos Españas irreconciliables.

Gracias a hombres (pocos) como él y a la adhesión de la inmensa mayoría de los


españoles, fue posible la Transición. Ocupó cargos públicos en los Ministerios de
Sanidad e Interior, fue diputado desde 1971, y era en el momento de su muerte,
vicepresidente tercero del Congreso. Su gran momento político fue su contribución
como Ponente a la redacción de la Constitución actual. Atrás quedaba el atentado de
ETA, que enfrentó como sólo saben hacerlo los valientes. En la reciente entrevista que
mencionaba antes, se refería al envilecimiento padecido por la clase política y a la
ausencia del trato cordial y de las buenas maneras entre los políticos. Virtudes de las que
siempre se adornó y que le reconocen también sus adversarios.

Pero acaso no muchos sepan que este gran político fue además un extraordinario
escritor. El poso de sus muchas lecturas le ha permitido ser no sólo uno de los mejores
parlamentarios, sino también uno de los más egregios escritores. No encuentro a nadie
que haya sido tan seguro administrador de la adjetivación como él. Se derramaba en
cada párrafo que escribía, aunque fuera bajo la forma anónima del editorialista. Amaba
a España por encima de casi todo. Soriano y aragonés, español ejemplar, gustaba de la
luz del atardecer de Castilla y del olor de la tierra castellana mojada. Pero ofensa a su
memoria sería atribuirle ninguna forma de nacionalismo, ni siquiera el españolista, pues
es sólo español, un español entero. Nada de esto hubiera sido posible si no fuera un
hombre cabal, uno de los mejores que he conocido. Si digo que es mi amigo (no puedo
hablar en pasado porque sé que sigue viviendo una vida eterna y mejor), no es sino para
testimoniar mi gratitud por su generosidad. Es además un hombre profundamente
religioso. Luchó hasta el último día contra su enfermedad y en defensa de la vida.
Seguro que hoy ve ya la cara del Dios en el que siempre creyó.

Al saber que nos ha dejado, y con la esperanza del reencuentro, recuerdo lo que alguien
dejó dicho sobre un amigo ausente: Amicus certus in re incerta. Sólo me queda hacer
una pequeña corrección. Si inciertas son las convicciones políticas, que, en general,
comparto con él, mucho más ciertas son las convicciones religiosas y morales, que
comparto plenamente. Por eso puedo decir que es amicus certus in re certa. Su película
favorita era la genial obra maestra de Ford, Un hombre tranquilo. Así lo recuerdo ahora,
como un hombre sabio y tranquilo, sereno, feliz y, ya definitivamente, en paz.

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