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Choque de teologías

LA manifestación convocada por el Arzobispado de Madrid en defensa de la familia ha


desencadenado dos procesos asimétricos. El Gobierno y el Partido Socialista
consideraron oportuno imputar la iniciativa a un PP emboscado, y se levantó un revuelo
que nos tuvo entretenidos durante un rato pero del que no quedará apenas memoria así
que pasen unas semanas. El segundo desarrollo es mucho más interesante. Hemos
presenciado el choque de dos teologías, la expresa y palmaria de la Iglesia, y la
implícita de la izquierda. Por «implícita», debe entenderse aquí «invisible», y no sólo
«invisible» sino, además, «reprimida», en la acepción freudiana del término. La
izquierda viene padeciendo una Verdrängung, una coerción interna, que le oculta las
raíces de su propio pensamiento. Como es usual en los episodios represivos, la idea
expulsada de la conciencia pervive en estratos más profundos y puja por dar señales de
sí a través de conductas y manifestaciones cuyo significado confunde al observador
casual e intriga al analista. Anticipo también que los obispos sufrieron un despiste
notable, al que me referiré más tarde. Pero conviene discutir el asunto por sus pasos
contados.
Sin asomo de duda, los prelados se echaron a la calle en nombre de la lex naturalis. La
doctrina de la Iglesia nos habla de un orden cósmico que la razón puede aprehender y
cuya autoridad ha de predominar sobre los decretos del soberano. Los vientos
conservadores que soplan desde Roma han acentuado esta visión, históricamente muy
asentada. Ahora bien, todavía la han acentuado más algunas acciones legislativas
concretas, verbigracia, la referida al matrimonio entre homosexuales. El punto
realmente contencioso no es si se debe o no tolerar la homosexualidad. Esto es
importante, aunque no es lo más importante. Lo grave, desde la perspectiva católica
ortodoxa, es que se hayan puesto en pie de igualdad un artificio institucional -la
consagración de uniones entre personas de un mismo sexo-, y un hecho, el matrimonio,
que la sociedad sanciona pero cuyo fin, la procreación, es anterior a las decisiones y
arbitrios del magistrado. La postura de la jerarquía, por tanto, es clara, y en absoluto
nueva. Cabría añadir que es clara, precisamente en la medida en que no es nueva.
El Partido Socialista contraatacó con un documento -Las cosas en su sitio- del que
entresaco la afirmación siguiente: «...es la sociedad la que tiene, a través de sus
representantes, la potestad de ordenar los principios de libertad y convivencia para todos
los ciudadanos». Permítanme que haga una apostilla a esta aseveración, y luego,
apoyándome en ella, una segunda apostilla. La fórmula usada en el documento abunda
en la tesis talismán del presidente: la de que el objetivo principal del Gobierno es la
multiplicación de los derechos. La tesis, no obstante, es incompleta, o mejor, equívoca.
¿Por qué? Porque no está claro en qué consiste ese objetivo. Podría ser el de reconocer
derechos que han asistido a los hombres desde siempre, pero que, en algunos casos, sólo
se pueden garantizar de modo efectivo dentro de un contexto político -en esta línea se
sitúa la lectura que Thomas Paine realiza de la Déclaration des Droits de l´homme et du
citoyen de 1789-; o pudiera ser que se nos estuviese hablando de la creación de
derechos, es decir, de títulos o franquías radicalmente inexistentes hasta su
alumbramiento mediante un acto de la voluntad democrática. La primera interpretación
coloca a los prelados en una posición cómoda respecto del Gobierno. La razón es
simple: los prelados estarían en grado de alegar que determinados derechos, verbigracia,
el de los homosexuales a contraer matrimonio, son una fantasía, puro flatus vocis, y
resultan, en consecuencia, irreconocibles por definición. La interpretación alternativa,
sin embargo, complica las cosas. Si los derechos son susceptibles de ser creados, será
fácil que la crítica a tal o cual derecho específico se perciba, no como una impugnación
del derecho en sí, sino de la legitimidad del soberano democrático para engendrarlo.
En mi opinión, el Partido Socialista ha emplazado la polémica en los términos que se
corresponden con la segunda interpretación. Lo revela su insistencia en hablar de una
irrupción de la Iglesia en terrenos que deberían ser monopolio del legislativo. Y lo
sugiere el lenguaje empleado. La voz «ordenar» -«la sociedad, a través de sus
representantes, tiene la potestad de ordenar los principios de la libertad», etc...-
significa, sí, «poner en orden». Pero se refiere, igualmente, a «imponer». Lo más
probable es que los autores del texto emanado de Ferraz hayan tenido presentes las dos
acepciones, o las hayan revuelto sin advertir que son distintas. Nos encontraríamos en
definitiva con que el pueblo, a través de mandatarios elegidos con arreglo a
procedimientos democráticos, está facultado para erigir derechos de nueva planta. Y que
esta potestad no debe ser contestada apelando a la autoridad de factores extrínsecos.
Comprendiendo entre los tales, no sólo agentes humanos -el Papa, monseñor Rouco-,
sino el propio Derecho Natural.
¿Entonces? Pues hemos rebotado en una teología rival de la tomista: la teología
hobbesiana. Para Hobbes, es el soberano, es decir, Leviatán, quien debe definir lo que es
un derecho o no lo es, o lo que es bueno o es malo. Resulta crucial apreciar dos
extremos. El primero, es que no importa qué forma constitucional revista Leviatán.
Leviatán puede ser el rey absoluto, pero también una aristocracia o una asamblea
democrática. El segundo, es que el hobbesianismo integra la transliteración directa, al
plano político, de las teologías voluntaristas que desde antiguo se han opuesto a la
tomista. Según los teólogos de cuño voluntarista, sólo tiene sentido hablar del bien o del
mal moral, cuando se presupone una ley que prohíbe ciertas cosas y ordena otras. La
ley, a su vez, presupone una fuente o instancia superior, que en este caso es Dios. Al
cabo, serán moralmente buenas las cosas que Dios quiere -y decreta- que sean buenas.
Leviatán es a sus súbditos lo que Dios a sus criaturas. Y la democracia es también a los
ciudadanos lo que Dios a sus criaturas, si se atiene uno a una lectura extrema, aunque de
ninguna manera outrée, de cierto pensamiento socialista. Cerremos el círculo. Hobbes
preconiza que la Iglesia quede sujeta a la autoridad secular. Y el PSOE, ídem de ídem.
Los liberales, dicho sea de paso, no admitirían que la Iglesia, atribuyéndose el papel de
intérprete de la lex naturalis, dispusiera qué entra o no entra en los derechos. La
diferencia, es que los liberales tampoco reconocen esa potestad a una asamblea
legislativa. Por eso son liberales, y no hobbesianos.
Vayamos al curioso acto fallido de uno de los prelados durante la manifestación del 30
de diciembre. El autor del desliz fue García-Gasco, quien dijo que las iniciativas del
Gobierno podrían conducir a la disolución de la democracia. García-Gasco olvidó que él
había acudido en defensa de un presunto orden natural y no de la democracia, la cual no
está menos expuesta a entrar en conflicto violento con dicho orden, que una dictadura
fascista o comunista. Tanto García-Gasco, como Zapatero, deberían leer a Hobbes.
Comprenderían mejor lo que piensan. Y al tiempo, lo que sienten.
ÁLVARO DELGADO-GAL

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