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Santiago Gujarro, Los cuatro evangelios

Comentario de Antonio Piñero


https://www.tendencias21.net/
Julio 2010
Comentaremos el libro del conocido biblista Santiago
Guijarro Oporto, profesor de la Universidad Pontificia de
Salamanca, publicado por Ediciones Sígueme, también de
Salamanca (colección “Biblioteca de estudios bíblicos,
130), 2010, 575 pp. PVP: 34 €. ISBN: 978-84-301-1730-7.
En conjunto, y lo adelanto ya, me parece un libro
totalmente oportuno y necesario, aunque tiene sus
limitaciones debidas sobre todo, como veremos, a que el
autor -que es un buen historiador, y filólogo, inteligente y
mesurado- no puede sobrepasar ciertos límites que
impone su aceptación de las fronteras del círculo
confesional.
El libro fue concebido en principio como un manual de
amplio espectro, que ha ido tomando a lo largo del
tiempo un aspecto más de monografía especializada, pero
sin perder las virtudes que caracterizan a los buenos
manuales: visión de conjunto de la opinión de los especialistas, orden en la disposición de
los materiales, claridad en la exposición gracias a un estilo sencillo, abundante
información bibliográfica y opinión propia bien argumentada.
“Los cuatro evangelios” parte del supuesto de que a finales del siglo II la Iglesia reconoció
como sagrado el evangelio “tetramorfo”, es decir, lo que se definió como un “único”
evangelio, predicado desde el principio, en “cuatro versiones” o perspectivas, en las
cuales los seguidores de Jesús vieron reflejada plenamente la “buena nueva” de su
Maestro. Desde esta realidad, la obra de Guijarro se construye a partir de la convicción de
que los cuatro evangelios reclaman ser leídos y estudiados conjuntamente.
La estructura del libro es la siguiente: una extensa introducción que sitúa a los evangelios
en el contexto de la producción escrita sobre Jesús en la última mitad del siglo I, junto con
la explicación de la historia del canon: por qué fueron seleccionados estos cuatro y no
otros; es decir, qué criterios actuaron en su elección.
Luego se aborda el tema del uso del término “evangelio” para designar los libros sobre
Jesús y cómo se pasó del evangelio proclamado al evangelio escrito, junto con un breve
tratamiento de los títulos de los Evangelios: ¿eran originales? ¿Cuándo nacieron y por
qué? No podía faltar tampoco en este apartado la exposición de la problemática en torno
al “género literario” al que pueden adscribirse los Evangelios. Tras estudiar los rasgos
comunes a los cuatro y presentar su proclamación como un “kerigma cerrado”, Guijarro se

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decanta por situar los evangelios en el amplio marco de las biografías de época
helenístico-romana, con algunas peculiaridades.
Después de esta amplia introducción general viene una primera parte del libro que es
como una continuación de los temas introductorios, aunque ya referidos a la problemática
estricta de los cuatro evangelios canónicos concretos:
A. Esta primera sección aborda las relaciones entre los cuatro Evangelios, comenzando por
el problema de cómo ha llegado su texto hasta nosotros:
• La crítica textual y sus limitaciones.
• ¿Cómo abordar hoy el problema sinóptico?, es decir, qué relaciones mantienen entre sí
los tres primeros evangelios? Aquí se decanta claramente Guijarro por la prioridad del
Evangelio de Marcos y por la admisión de la “Teoría de las dos fuentes” o documentos:
acepta como muy probable la existencia de la Fuente “Q”, como hipótesis más probable
que su contraria.
• La relación del sorprendente Evangelio de Juan con sus tres antecesores.
B. Otro apartado importante está dedicado a dilucidar los antecedentes orales y escritos a
los cuatro Evangelios. Guijarro destaca más que otros autores la importancia vital de la
tradición oral en la formación de los Evangelios, en consonancia con el interés dedicado a
este tema en artículos científicos suyos sobre este tema. Distingue aquí entre tres tipos de
tradición oral, que empezó a formarse en tiempos de Jesús –tema discutible, como
veremos-, la de la generación apostólica, tras la muerte del Maestro, y la postapostólica,
tras el fallecimientos de los testigos oculares.
Luego estudia la cristalización de la tradición oral sobre Jesús en las primeras “hojas
volantes”, primeras composiciones, normalmente muy breves, sobre dichos de Jesús y
luego grupos de relatos y también de dichos: de milagros o de parábolas. Esta sección
concluye con una pregunta sustancial: por qué y para quién se escribieron los Evangelios.
C. En la tercera sección de este apartado Guijarro presenta los rasgos generales y el
balance de la investigación actual sobre los tres posibles documentos escritos anteriores
a los Evangelios actuales, de los que podemos tener noticia deductiva:
• El Relato de la pasión previo a Marcos y a Juan;
• El Documento “Q”, las pruebas de su existencia, reconstrucción, su contenido y
contexto vital: qué comunidad, o comunidades había detrás de este documento
perdido.
• Y por último lo que desde R. Bultmann –en su comentario al Evangelio de Juan (en
la famosa serie alemana Kritisch-exegetischer Kommentar über das Neue
Testament)- se ha llamado “La fuente de los signos”, una posible composición que
contenía no sólo un relato de milagros de Jesús, sino que quedó asociada
posteriormente con un relato de la pasión, parecido al que tuvo ante sus ojos
Marcos para finalizar su evangelio.
La segunda parte del libro, un tercio más voluminosa que la primera, está dedicada a
explicar cada uno de los cuatro evangelios, según el esquema siguiente:

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A. Transmisión textual; tradiciones previas; redacción y composición.
B. Lectura del Evangelio: división en partes y una suerte de breve exégesis y
comentario destacando lo más importante para la comprensión global del
Evangelio.
C. El contexto vital: autor, fecha y lugar de composición: situación en la que nació el
Evangelio en cuestión; sus destinatarios y el lugar de cada Evangelio dentro del
contexto del cristianismo primitivo.
La síntesis final del autor, o “Conclusión”, no muy amplia, pero importante, recoge las
ideas y perspectivas más sustanciales desgranadas a lo largo del libro. Al estar titulada tal
conclusión “La memoria de Jesús” recuerda un tanto la línea del libro de J. S. G. Dunn,
Jesús recordado (Verbo Divino), que hemos comentado anteriormente en estas páginas.
El volumen se completa con una transcripción de las tres composiciones anteriores,
escritas, a los Evangelios, todas ellas científicamente reconstruidas:
a) “El Relato premarcano de la pasión”;
b) El Documento “Q” y
c) “La fuente de los signos”. Este apéndice es un buen servicio al lector.
Me parece que la transcripción del último párrafo del libro merece la pena, porque indica
la mentalidad con la que está compuesto el libro:
« “El reconocimiento de los cuatro evangelios ponía de manifiesto que ninguna visión (es
decir, concepción) de Jesús podía reflejar completamente el misterio de su identidad. La
afirmación de que los cuatro constituían un único evangelio en cuatro formas situaba el
‘evangelio’ más allá de todos ellos, porque al ser necesarios los cuatro para manifestarlo
se reconocía que ninguno de ellos lo contenía plenamente. El reconocimiento Dios que los
cuatro eran necesarios muestra también que la pluralidad de visiones de (es decir, de
concepciones sobre) Jesús es imprescindible para entrar en un misterio que está más allá
de cada una de ellas. En última instancia la decisión de la Iglesia al proponer los cuatro
evangelios como vía de acceso a Jesús expresaba una doble convicción: no hay un solo
camino para llegar a él, y que él está más allá de todos los caminos” (subrayados míos) (p.
239). »
El lector de este blog sabe de “qué pie cojeo”, y comprende también –creo- que no es
necesario más que el subrayado en el texto transcrito, que es obra mía, para saber qué es
lo que pienso al respecto.
En las próximas notas ampliaremos aspectos que me parecen importantes en este libro y
haremos nuestras modestas apostillas o comentarios.
Sobre el Prólogo y la conclusión.
Voy a adelantar como base a mi comentario sobre la obra de Santiago Guijarro que desde
mi punto de vista -que intenta por todos los medios ser objetivo y atenerse a las normas, a
veces no escritas, de lo que es un estudio histórico-, el Prólogo del libro me parece que
apunta a una intención loable, pero que tal intención es ya más bien irénica (en el sentido
de difuminadora de contrastes y diferencias) y concordista.

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Está bien señalar que la disociación que en ocasiones se establece entre unos y otro
evangelios (Sinópticos/Juan), por lo cual se tratan por separado “no tiene en cuenta la
importancia de los rasgos y elementos que poseen en común” (por ejemplo, incluyen la
tradición sobre Jesús en un relato de carácter biográfico que concluye con un extenso
relato de la pasión; o que Marcos y Juan tienen una actitud muy parecida hacia las
palabras de Jesús, pues ambos insisten de diversas formas en la necesidad de
interpretarlas)…, pero no me resulta evidente que se trate simplemente de dos formas
distintas de conservar y transmitir la memoria de Jesús” (p. 11). Así dicho, me parece
impreciso.
Creo que hay una enorme diferencia entre “Marcos”, que interpreta a Jesús ciertamente y
a veces modifica sus palabras, pero de cuya obra logramos extraer la mayoría de los datos
que tenemos sobre el Jesús de la historia, y “Juan”, de cuya obra extraemos algunos datos
externos, históricos, sobre Jesús, pero casi ninguno de sus discursos y diálogos.
El primero, "Marcos", conserva, transmite y a veces recrea, interpreta y añade; el
segundo, "Juan", apenas si conserva o transmite en la mayoría de los casos (en las
escenas ideales, por ejemplo, al pie de la cruz; la conversación con Nicodemo y con la
samaritana; la aparición de Jesús a María Magdalena), sino que recrea pura y
simplemente palabras y situaciones para expresar lo que cree que era la identidad
profunda y el pensamiento de Jesús.
Para mí el peligro que ha sufrido, sobre todo hasta el siglo XIX, el pueblo cristiano –
respecto a la valoración histórica de los Evangelios- ha consistido en que, al tener el
Evangelio de Juan una estructura biográfica semi similar a la de los Sinópticos, y un relato
de la pasión bastante parecido, no ha caído en la cuenta, en su inmensa mayoría, de que
la presunta transmisión de la memoria de Jesús por parte de Juan podría calificarse
como “apócrifa” si se compara a fondo ya con la de Marcos. Y si “apócrifo” es un término
muy duro (la expresión no la he inventado yo), habría que decir “totalmente otra” e
“incompatible”. Sobre este tema debemos volver cuando tratemos de la cristología
expresada en los Evangelios.
Y si algún lector cree que exagero, que pregunte a un cristiano normal de hoy día a ver si
percibe las inmensas diferencias y contradicciones que hay entre las dos imágenes de
Jesús –las de Marcos y Juan- comenzando por su identidad sustancial… Para Marcos, Jesús
es un hombre normal que es “hijo de Dios” por adopción en el bautismo, acción divina
complementada por la resurrección”… para Marcos no hay encarnación ni posibilidad de
Trinidad alguna; y para Juan Jesús, es el Hijo de Dios desde toda la eternidad,
preexistente, el Logos, la base para ser interpretada más tarde como una segunda persona
de la Trinidad, y sí hay encarnación.
Seguro que ese cristiano normal hasta se extrañará de la pregunta sobre las diferencias, a
veces extremas, entre los evangelistas. Para él los dos evangelios, Marcos y Juan, son
simplemente complementarios. O quizás ni siquiera caiga en la cuenta de esa
complementariedad. Los verá quizá “un poquito distintos” sin más.

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Y empalmando con lo que decía en la nota de ayer, hacia el final: esta perspectiva del
“Prólogo” del libro de Guijarro casa muy bien con la de la “Conclusión” o epílogo acerca
del “misterio de la identidad de Jesús”, un misterio que está “más allá de las concepciones
de los evangelistas” y “más allá de todos los caminos”… Creo que la interpretación de los
datos textuales evangélicos se ve condicionada por la teología previa que estas frases
expresan.
Probablemente, sin embargo, esta postura no sea criticable, ya que el libro pretende ser
no sólo un estudio histórico, sino una introducción confesional a unos textos de la
antigüedad, los evangelios, que se aceptan como testimonios de fe. Yo lo admito. Pero los
términos deberían estar más claros, porque el lector sencillo se cree que lo que le ofrece
el autor de esta introducción a los Evangelios es pura historia.
La radical novedad, la inventiva teológica, de Juan queda dulcificada basándose, pues, en
una cierta concordancia entre los evangelistas, concordancia real, pero en la que no se
destacan cuando se hace un resumen conclusivo en el libro. El “prólogo” (¡que se escribe
al final, incluso después de la conclusión!, por tanto es en cierto modo conclusivo) no
destaca debidamente las radicales novedades johánicas que impiden considerar al Cuarto
Evangelio como histórico en su conjunto. Y si este evangelio se aleja radicalmente del
Jesús de la historia, como admitiría el mismo Guijarro, ¿de qué me vale ponderar su
excelsa teología? En el trasfondo estoy diciendo que esa teología carece de base histórica
fidedigna. Este es un problema sustancial que debe abordarse con absoluta nitidez.
Sin embargo, otras perspectivas del libro me parecen interesantes y algunas novedosas.
Los libros sobre Jesús en el cristianismo naciente.
En la primera parte del libro de S. Guijarro se expone convenientemente el entorno del
nacimiento de los evangelios por medio de una catálogo –muy buen sistema, para
empezar el tratamiento- bastante completo de los Evangelios, o fragmentos, conservados
hasta hoy, cuya composición puede considerarse en torno aproximadamente al 150 d.C.,
con los testigos que nos transmiten el texto (papiros) y los autores cristianos primitivos
que dan testimonio de esos escritos evangélicos.
La observación minuciosa de este catálogo revela rápidamente que ya hacia el 180/200 los
evangelios mejor atestiguados son los atribuidos a un apóstol (incluidos el Evangelio de
Pedro y el de Tomás, aunque mucho más débilmente), y revela también la “variedad de
formas en las que cristalizó la tradición sobre Jesús”.
Afirma con toda razón Guijarro una doble realidad que explica el estado fluido de lo que a
finales del siglo II sería ya literatura cristiana “canónica”:
A. Por un lado, la minuciosa crítica de la redacción de los Evangelios canónicos actuales
revela con bastante nitidez que antes de que ellos circularan, hubo pequeñas colecciones
escritas, temáticas, de dichos y hechos de Jesús que ellos, los evangelistas, utilizaron e
incorporaron en sus obras: colecciones de dichos, de milagros, de parábolas y de breves
discursos y diálogos de Jesús. Lo importante es que tales colecciones –por un lado-

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dejaron de generarse (y de copiarse en manuscritos aparte) porque fueron integradas en
los evangelios. Por eso se perdieron.
B. Pero a la vez, en grupos marginales del cristianismo, se siguieron produciendo nuevas
colecciones sobre Jesús, o ampliando las ya existentes. La prueba está en el Evangelio
gnóstico de Tomás, de Nag Hammadi, y de otras obras como el Diálogo del Salvador,
también de Nag Hammadi. Éstas amplían dichos y discursos -o comentan- de Jesús en
tono gnóstico, ya en pleno siglo II (¡más de cien años después de la muerte de Jesús!). Así,
una colección de sentencias de Jesús, como pudo ser algo parecido al Documento Q, pudo
ser ampliado una centuria después de haber aparecido ante el público cristiano. Hay que
dudar del valor histórico de tales ampliaciones.
En la sección dedicada expresamente a la “recepción” eclesial de los libros sobre Jesús, es
decir, a la formación del canon, Guijarro hace una distinción interesante a la vez que se
muestra poco concreto. Explico las dos impresiones que tengo como lector.
Es fina la distinción porque resulta interesante separar entre “la valoración de un texto
como Escritura” y “su reconocimiento como canónico”. Valorar un texto sobre Jesús como
Escritura significa “reconocer que posee cierto estatus o importancia debido a su valor
sagrado o a su autoridad”. Equivale a decir “Este texto posee autoridad sagrada”. Pero, al
decir “canónico” se afirma: “Estos textos y no otros poseen autoridad normativa”.
Y es poco concreta y poco práctica porque es más bien una distinción intelectual: no
conduce luego en el libro de S. Guijarro a mostrar al lector claramente una historia de la
formación del canon al menos en sus líneas generales. Esta historia sintética del proceso
de formación está casi ausente del libro que comentamos, aparte de afirmaciones y
noticias de tipo muy general.
En la práctica de las iglesias del siglo II “valorar un texto como Escritura” y “reconocerlo
como canónico” fue una misma cosa, fue algo más que un “proceso simultáneo y
complementario por lo general”. ¿Por qué? Porque el signo externo de ese
reconocimiento era el mismo, a saber iniciar una cita de una palabra de Jesús o de un
apóstol con la frase “está escrito”, o “como dice el Espíritu santo”, o frases parecidas,
cuando se leían en grupo, los domingos, en las “iglesias” cristianas.
Lo que –creo- que ocurrió fue que ese proceso expreso de canonización casi explícita se
comenzó a dar por separado en las diversas iglesias importantes del siglo II: Roma,
Alejandría, Antioquía, Éfeso, quizás Cartago, o Corinto, etc. por medio del uso y lectura
como texto litúrgico de los escritos evangélicos. Y luego hubo un momento claro y preciso
–aunque no quede de ello un documento expreso- en el que por decisión de las iglesias en
común, y por un acto formal y expreso de política eclesiástica, de entre lo que se
consideraba ya “Escritura” en esas iglesias principales de la cristiandad se hizo una lista
consensuada –también expresa y formal- de lo que debía tenerse por “Escritura
normativa”.
¿Por qué afirmo que hubo de haber una suerte de pacto entre las iglesias principales, y
añado que entre el 150 y el 170/180?

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En primer lugar porque a finales del siglo II tenemos ya una suerte de lista clarísima de lo
que es canónico y de lo que no lo es en la obra de Ireneo de Lyon, la Refutación de todas
las herejías; la tenemos también un poco más tarde (hacia el 200) en la obra de
Tertuliano, y también hacia el 200 en el Documento llamado “Canon de Muratori”. Pero a
la vez hay que afirmar que hacia el 150, época del florecimiento de la obra de Justino
Mártir, esa lista aún no existía.
En segundo lugar: porque el resultado de la canonización ofrece todas las pistas de ser un
pacto armonizador de tendencias teológicas entre las diversas iglesias, y un pacto que
tuvo mucho de filigrana y de juego con números que se consideraba sagrado: el siete.
Tercero: porque en la iglesia principal de la cristiandad, Roma, se produjo un hecho que
fue observado atentamente por las autoridades eclesiásticas y que significó un revulsivo o
impulso decisivo: una iglesia herética y competidora de la gran iglesia, el grupo de los
marcionitas, que tenía también su sede principal en Roma, había dado el paso de efectuar
una declaración formal de un canon de las Escrituras cristianas: éstas “Escrituras”
constaban de 1 evangelio, el de Lucas, y de 1 apóstol, Pablo. La gran comunidad cristiana
de Roma, con sus dirigentes a la cabeza hubieron de observar atentamente lo que había
ocurrido, algo novedoso e importante que contribuía notablemente a formar la identidad
de grupo de la iglesia marcionita, aunque tardaron años en reaccionar ante él.
La formación del canon.
Sigo explicando lo que creo que fue el inicio formal del proceso de formación del canon
del Nuevo Testamento en lo que se ha denominado la Gran Iglesia o grupo mayoritario de
cristianos del siglo II y III, proceso que terminó de cristalizar mucho más tarde. En el caso
de alguna obra, como el Apocalipsis, tardó siglos. Hubo de ser un pacto expreso porque:
• Se escogieron 4 evangelios, ni más ni menos, porque representaban los cuatro puntos
cardinales de la tierra, la representación de toda la humanidad. Y Adán, en griego, es un
acróstico –pretendido por Dios según los creyentes en la época- de los cuatro puntos
cardinales:
• Arkton (“Osa” mayor) = norte;
• Dýsis: poniente, occidente, oeste;
• Anatolé, naciente, oriente, este;
• Mesembría, mediodía, sur
• = A-D-A-M.
El evangelio tetramorfo debía estar compuesto de 4 y no de más evangelios. Esto implica
una decisión expresa.
Segundo, porque representaba también lo que debía afirmarse como sagrado del segundo
y nuevo Adán que es Jesús, que representa también a la humanidad entera.
• Se hizo, del conjunto de las cartas de “Pablo” que se tenían en la época (unas 13 o
14 que hoy consideramos auténticas, conservadas fragmentarias o completas) un
grupo compacto de 7 + 7.

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• Hubo dudas al principio, hasta el siglo IV acerca de cuál completaba el número 14.
Sabemos que circularon al menos: una carta complementaria a los Corintios
(conservada en el corpus de los Hechos apócrifos de Pablo); una carta a los
cristianos de Laodicea; una carta a los cristianos “hebreos” (la “Epístola a los
hebreos”). La que “ganó” fue esta última.
• Del resto de los apóstoles se formó otro grupo de 7: 3 de Juan; 2 de Pedro; 1 de
Santiago; 1 de Judas.
• De entre los apocalipsis existentes se escogió sólo uno (el que hoy llamamos
“Apocalipsis de Juan”, entre otras razones porque contenía en su seno 7 cartas a 7
iglesias de Asia Menor (cf. 1,20: “Las siete estrellas son los ángeles de las siete
iglesias, y los siete candelabros son las siete iglesias”; y las siete cartas en los
capítulos 2 y 3).
• Insisto en estos hechos desde otra perspectiva levemente distinta para recalcar
que este proceso, que no pudo suceder por casualidad ni por un dejarse llevar por
las circunstancias de que esas obras se leían ya como “sagradas” en las iglesias
principales de la cristiandad, puede verse también desde el punto de vista de que
hubo ciertos actos de "fuerza" o "imposición" (para ello tomo ahora material de la
“Guía para entender el Nuevo Testamento, Trotta, Madrid, 3ª ed., 2008, pp. 51-52.
Así pues, la formación del canon en su resultado deja entrever varios “actos
explícitos de elección y de fuerza”:
• Se forzó un canon complicado de cuatro Evangelios en vez de uno solo; se
eliminaron otros muchos evangelios que podían tener a priori fundamentos para
ser aceptados como el Evangelio de Pedro, el de Tomás o el los Nazarenos (no en
su estado actual, manipulado después de la formación del canon, sino en el que
suponemos primitivo); se dividió en dos partes una obra única: Evangelio de Lucas
y Hechos de los apóstoles; quedaron barridos todos los escritos de talante
claramente gnóstico.
• La formación de la lista deja entrever también un proceso de negociación
eclesiástico para admitir en ella obras de tendencias muy diversas dentro de la
Gran Iglesia: cartas de Pablo y sus discípulos; escritos judeocristianos de
tendencias muy opuestas al Apóstol como el Evangelio de Mateo, la Epístola de
Santiago o el Apocalipsis; un Evangelio, el de Juan, que pretende positivamente
superar a los otros tres. Fue, por tanto, una obra de consenso y una aceptación
explícita de la pluralidad dentro de la Gran iglesia.
• Además se intentó con el canon un cierto equilibrio entre las tendencias: frente al
gran bloque de cartas paulinas se admitieron otros bloques de cartas que
compensaran su influencia (tres cartas “católicas” atribuidas a las tres columnas de
la Iglesia de Jerusalén: Santiago, Pedro y Juan, y un cierto número de cartas
johánicas [tres de Juan más las siete del Apocalipsis] en contrapeso a las cartas
paulinas); frente al bloque de los Evangelios Sinópticos se admitió el Evangelio
espiritual o místico de Juan.
¿Dónde se dio este paso tan trascendental de política eclesiástica? Tampoco se sabe. Se
sospecha que pudo ser en la misma Roma, donde ejerció Marción su ministerio y en

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donde todas las corrientes confluían. Si había algún sitio donde pudieran guardarse copias
de los textos que las iglesias principales de la cristiandad leían los domingos, en sus oficios
litúrgicos, como sagrados… ¡era Roma!
Roma era ya la iglesia principal de la cristiandad y su lengua oficial era el griego, no el
latín, a pesar de ser la capital del Imperio; por tanto estaba abierta a otras iglesias. Es
verosímil que, debido a los múltiples contactos de los miembros de otras iglesias con la
capital del Imperio, en las alacenas de la iglesia de Roma se hubieran almacenado esas
copias aludidas de los principales escritos que circulaban sobre el Señor y sus apóstoles.
Roma estaba en la mejor disposición para saber cuál podría ser el consenso común con
otras iglesias y escoger entre los escritos cuáles le ofrecían la mejor confianza. Por tanto,
es verosímil también que este proceso positivo –si se dio, como creemos— lo
emprendiera la iglesia de Roma.
Las circunstancias históricas de mediados del siglo II hasta el comienzo del III vinieron a
ayudar en la toma de esta decisión por parte de la Gran Iglesia: durante sus primeros
decenios de vida los grupos cristianos, sobre todo los de procedencia judía, se habían
amparado bajo el manto legal del judaísmo para gozar libremente de los derechos de
reunión y asociación que no tenían otros grupos religiosos en el Imperio. A partir de las
revueltas de los judíos contra Roma en Chipre, Libia y Egipto, en época de Trajano (117
d.C.), estos privilegios fueron recortados. Con el triste final de la segunda revolución
contra Roma en tiempos de Adriano (130-135 d.C.) tales privilegios fueron prácticamente
anulados.
A la vez fue una época en la los judíos se estaban replegando en sí mismos y no querían ya
tener nada que ver con los que consideraban ya herejes redomados, los cristianos (minim:
¡que consideraban divino a Jesús!). En esos momentos los grupos cristianos no
necesitaban seguir amparándose bajo el manto legal del judaísmo porque les reportaba
más molestias que beneficios. Se siguió unido a Israel porque se tenía el mismo libro, la
Biblia hebrea; pero la separación definitiva del judaísmo era ya un hecho.
La circunstancia histórica estaba madura para que los cristianos, que tenían ya gran
cantidad de literatura propia y que estaba en la práctica al mismo nivel de “sacralidad”
que el Antiguo Testamento, hicieran que esta literatura se añadiera definitiva y
legalmente a los textos del pasado de Israel con la misma consideración y respeto.
Al adjuntarse al Antiguo Testamento los escritos cristianos considerados de igual valor
como inspirados y como normativos se formó un nuevo canon de Escrituras y con ello
pudo decirse también que la secta judía que fue en un principio los “nazarenos” y luego
cristianos se convirtió plenamente en una nueva religión: el cristianismo.
Para terminar una breve nota bibliográfica:
Opino –y es mera opinión y debe ser modesta porque estoy implicado en lo que voy a
decir- que nuestro autor, Santiago Guijarro, debería de haber tenido en cuenta más la
bibliografía española, producto de la historiografía universitaria, en principio no
confesional. Toda la historia del canon cristiano está expuesta con bastante detalle en dos
libros de colaboración (aparte de la “Guía para entender el Nuevo Testamento”, por

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supuesto, donde está tratado con suficiente amplitud), ambos publicados por El
Almendro, Córdoba, que el autor, S. Guijarro, no ha tenido en cuenta, pero que han tenido
amplia difusión en España:
• Orígenes del cristianismo, con múltiples reediciones desde 1991 hasta el presente,
capítulo: “Cómo y por qué se formó el Nuevo Testamento, pp. 339-400”;
• Libros sagrados en las grandes religiones: judaísmo, cristianismo, islam, hinduismo
y budismo. Los fundamentalismos del 2007, capítulo “Cómo y porqué se formó el
canon del Nuevo Testamento”, pp. 177-210.
• El tema de los “evangelios apócrifos” y otros como el uso del vocablo evangelio y la
cuestión del genero literario de los evangelios cristianos fue tratado ampliamente
y al día en su momento en largos capítulos de la obra colectiva, también editada
por El Almendro:
• Fuentes del cristianismo. Tradiciones primitivas sobre Jesús, de 1995. Cap. II:
"Evangelio y Evangelios. Observaciones sobre el término y el género literario"; cap.
8: "El evangelio paulino y los restantes 'evangelios' del Nuevo Testamento"; cap. 9:
"Los Evangelios apócrifos" (de cerca de 100 pp.).
Al haber en este país tan poco bibliografía científica sobre estos temas, pienso que debían
haber sido citadas estas aportaciones, al menos la del 2007, por parte de Guijarro.
Tradición oral y formación de los Evangelios
Gran parte de la sección introductoria del libro de S. Guijarro está dedicada a la tradición
oral. Y con razón, puesto que ello atiende a una percepción que hasta no hace muchos
años se había descuidado un poco y que en los tiempos recientes ha pasado a un plano
mucho más prominente.
Guijarro presenta un pequeño estado de la cuestión destacando cómo hace un siglo la
crítica de fuentes de los Evangelios, que trataba de determinar las relaciones de
dependencia entre estos escritos, partía de un supuesto erróneo: pensaba prácticamente
sólo en el carácter literario de la tradición sobre Jesús y se imaginaba que la composición
de los evangelios era sólo el resultado de un proceso de copia y corrección/edición de
documentos escritos.
Luego vino la época del dominio omnímodo en la exégesis técnica de la escuela alemana
de la “Historia de las formas”. Esta técnica de análisis suponía ciertamente que al principio
de todo existía sólo la tradición oral sobre Jesús, pero que muy pronto, en tres contextos
vitales, centrados en la vida de las iglesias primitivas, la predicación, el culto litúrgico y la
catequesis, pasaron a repetirse primero y luego a ser puestas por escrito como pequeñas
unidades literarias independientes. Luego vinieron los evangelistas, quienes como meros
coleccionistas o compiladores, y luego transmisores de tales unidades las ensamblaron sin
más en un marco narrativo creado por ellos.
El rasgo más característico de este panorama esta que se concebían las diversas etapas de
la formación del texto evangélico como estratos sucesivos que se iban superponiendo.
Hoy, con una mayor insistencia en la importancia de la tradición oral, se concibe el

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proceso como una continuidad simultánea de la acción de poner por escrito lo que se
recordaba sobre Jesús a la vez que se defiende que la tradición oral sigue manteniéndose
y que uno y otro proceso interaccionan entre sí. Esta nueva idea se basa en la percepción
de que la cultura del siglo I d.C. era fundamentalmente oral. Pocos sabían leer y escribir, e
incluso los libros se leían primero entre amigos y más tarde, corregidos con sus
sugerencias se plasmaban por escrito. E incluso en esta fase los libros se leían siempre en
alta voz, incluso cuando uno leía solo, en la intimidad.
S. Guijarro insiste en que la comunicación oral se caracteriza por compaginar fidelidad y
flexibilidad. Esta tradición sobre Jesús se origina, en cuanto tradición misma, según
nuestro autor, ya en vida del mismo Jesús. Éste tenía discípulos y seguidores
“sedentarios”, que no iban con él a todas partes, pero que le eran fieles. En casa o en
círculos de amigos comenzaron allí a contarse y a conservar dichos y hechos de Jesús,
sobre todo en las casas de familia con las que Jesús había tenido un contacto especial.
Guijarro, con otros autores, mantiene que la tradición oral tenía sus tipos y clases según el
grado de control que la comunidad ejercía sobre su fidelidad histórica, y según el
momento en el que se producía: en vida de Jesús, en la primera generación, y en la
generación postapostólica
A. Había tradición oral descontrolada: consistía sobre todo en hechos de Jesús:
milagros sobre todo, que eran narraciones populares, de la gentes a habían oído a
Jesús alguna vez o presenciado sus exorcismos o sus sanaciones.
B. Había una tradición controlada con dos grados: informal o formalmente
controlada. La formalmente controlada –que es la más fidedigna e importante-
suelen ser 1) tradiciones comunitarias, de grupos sobre todo que se reunían en
casas. Ejemplos, en la época después de la muerte de Jesús, pueden ser: la Última
cena y las tradiciones sobre la pasión; o bien 2) tradiciones discipulares, recogidas
por los Doce u otros más o menos íntimos de Jesús: son la mayoría de los dichos y
algunas acciones.
Guijarro sostiene que esta tradición formalmente controlada por antiguos testigos
oculares, o por los inmediatos seguidores a éstos une fidelidad con creatividad, incluso
aquella transmitida y adaptada por los profetas cristianos que hablaban/profetizaban
adaptando los dichos de Jesús, pero con plena conciencia de ser fieles a su pensamiento.
Los cristianos, además, sabían distinguir entre lo que decían los profetas y las palabras
auténticas de Jesús.
VALORACIÓN:
Creo que Guijarro es muy optimista cuando insiste tanto en la fidelidad de la tradición oral
sobre Jesús. Aunque el autor hable de creatividad y adaptación de las palabras de Jesús,
pienso que el lector no cae en la cuenta al leer su libro de cuán grande pudo ser esa
creatividad y cuánto pudo apartarse de lo que pudo ser el Jesús de la historia.
La opinión, que se convierte casi en certeza en el libro, de que hubo una “tradición
formalmente controlada” porque el grupo social de habría encargado de que fuera así es
una mera conclusión sociológica a priori que no puede probarse en modo alguno. Además,

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Guijarro insiste demasiado poco en cuánto cambia la tradición sobre Jesús cuando la toma
un evangelista y la sitúa, con muy diversísimos acentos e interpretaciones sutiles, en su
obra final, que es lo que el lector de hoy lee.
Tampoco creo que esté probado que existiera ya una tradición prepascual, en vida de
Jesús. Creo que en vida de éste, lo que existían, naturalmente, eran recuerdos. Opino que
Guijarro confunde "recuerdos" con “tradición”. Ésta exige formalmente, por su definición
misma, que se transmita de unos a otros cuando el actor, héroe, garante o causante de la
tradición ya no está vivo. Mientras Jesús estuvo vivo, no había necesidad de “tradición"
estricta alguna, entre otras cosas porque era innecesaria, ya que todos los seguidores de
Jesús esperaban un final del mundo inmediato y la irrupción del reino de Dios. Así que no
creo probado, ni mucho menos, que existiera una auténtica tradición prepascual, sino sólo
la mera base de los recuerdos, como en todas las personas.
Pero cuando esos recuerdos se hacen tradición, es en la época postpascual, cuando se
cree ya que Dios lo ha resucitado y que ocupa un lugar especial en el cielo. Desde ese
momento la creencia en el nuevo estatus de Jesús determina esencialmente la tradición
que pasa a ser tradición ciertamente + testimonio de una fe previa,.
Tampoco veo claro el que la gente cristiana distinguiera entre palabras de los profetas
proferidas en nombre de Jesús y las de Jesús mismo, cuando ya estaban puestas por
escrito en los Evangelios. Es posible que así fuera en el momento mismo del acto litúrgico
o comunitario en el que se producían las tales profecías. Pero, en la corriente de la
tradición que nosotros podemos percibir y estudiar, las palabras de los profetas primitivos
entran en el cauce de la tradición sin marca alguna. No se decía “Esto dijo un profeta que
dijo Jesús”, sino “Esto dijo Jesús”. Y así las hemos recibido. Y los antiguos no tenían los
instrumentos de análisis que nosotros tenemos. De modo que en último cuarto del siglo I,
50 años después de la muerte de Jesús, se confunden las dos tradiciones, la del Jesús
auténtico y la de sus profetas. Nosotros sabemos distinguirlas; los cristianos, no.
Por último, Guijarro, inmune a las críticas y repitiendo la posición de Joachim Jeremias
(casi diría, en plan analógico, que es posición “casi canónica”), sostiene que siempre en
Pablo, en donde aparecen en el texto de sus cartas las palabras “recibir” y “transmitir” (y
escribe varias veces que ello es así en 1 Cor 11,23, institución de la eucaristía) se trata de
una tradición comunitaria… y a partir de los grupos judeocristianos primitivos… Hemos ya
sostenido con muy buenos argumentos que no siempre es así. Además, si se examina con
lupa la tradición judeocristiana que transmite Pablo, ésta es muy escasa: se reduce a la
cruz, la resurrección y a la afirmación vaga e imprecisa de que estos dos eventos y su
significado se prueban “por la Escrituras”, sin citar nunca pasaje alguno (1 Cor 15,3-5 y
Rom 1,1-4).
En fin, que leyendo pausadamente el libro de Guijarro, y sin consultar otros autores, creo
que el lector obtiene una perspectiva demasiado tranquilizante: Guijarro parece
transmitir que prácticamente, menos algunas historias de milagros, toda la tradición sobre
Jesús, tal como la leemos en los Evangelios es esencialmente fidedigna. Repito, es la
impresión obtenida por mí de la lectura e su libro. Pero yo opino que la realidad histórica
no fue tan bella como se pinta en su libro.

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El caso especial del Evangelio de Juan
El resto sustancial del libro de Guijarro, más de la mitad es un breve comentario, claro,
ordenado, sintético, para entender qué dicen en verdad los evangelistas sobre Jesús.
Creo que está bien hecho y que es muy útil, pues desgraciadamente los lectores de hoy
necesitan bastantes explicaciones para entender qué dicen realmente los evangelistas,
autores muchos más alambicados y sutiles que lo que se cree. Así que bienvenida esta
parte.
Me ha interesado especialmente la relación del Evangelio de Juan con los otros tres, los
Sinópticos, porque he trabajado y publicado sobre ello. Dicho sea también, la sección
dedicada al problema sinóptico es muy buena en este libro de Guijarro: sintética, clara,
pedagógica y completa, con abundantes ejemplos. Recomendable.
Aparte del último capítulo, en la segunda parte (análisis y comentario del Evangelio de
Juan; cuestiones introductorias de autoría, fecha y contexto vital, etc.; pp. 411-528),
Guijarro dedica una sección entera en la primera parte de su libro a la “relación entre el
Evangelio de Juan con los sinópticos” (pp. 90-103). Muestra el autor diversas
posibilidades, una vez estudiadas las divergencias y coincidencias entre Juan y sus
antecesores (Guijarro señala, siguiendo el consenso entre los investigadores, hacia una
fecha tardía para la composición o edición final del Evangelio, incluido el capítulo 21). Las
posibilidades son tres:
A. Juan conoció y utilizó los Sinópticos
B. Juan conoció tradiciones comunes a los Sinópticos
C. Juan conoció los Sinópticos, pero no los utilizó en la composición de su Evangelio.
Con buenas razones, y estoy de acuerdo con él, se inclina Guijarro por la tercera opción, C.
Y especifica que Juan conoció el Evangelio de Marcos y probablemente también el de
Lucas. A la pregunta de por qué no los utilizó, responde nuestro autor con Clemente de
Alejandría (citado por Eusebio, Historia eclesiástica Vi 14,7) porque quiso componer un
evangelio espiritual para complementar la visión corporal de estos últimos, demasiado
“material”. Y está de acuerdo en que, probablemente, escribió Juan su evangelio para
aquellos lectores que ya conocían el trazado general de la vida de Jesús gracias a haber
leído el Evangelio de Marcos.
Finalmente, en las últimas páginas del cap. 7 expone una historia plausible de la
complicada composición de este Evangelio.
1. El desconocido autor utilizó como base:
• Lo que conocía de memoria de la tradición sinóptica (a través de Marcos, Lucas o la
tradición oral en sí misma),
• Lo que él, o su comunidad, sabía de otras tradiciones que los Sinópticos
desconocían o no tuvieron en cuenta, pero que se conservaban en su memoria o
en la de su comunidad (por cierto, marginal, siro-palestina),
• Más “La fuente de los signos” (relación de 7 milagros de Jesús: de nuevo el número
7),

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• Junto con una historia de la pasión de Jesús diferente a la de Marcos, pero
relativamente parecida, que quizás iba unida ya a la “Fuente de los signos”, o
milagros, formando una suerte de “Evangelio (anterior al de Juan y también
probablemente a los Sinópticos) de los signos de Jesús” que databa de una época
similar a la “Fuente Q” (hacia el 50).
2. Lo primero que se compuso (por el autor principal, desconocido, quizá un discípulo
amado de Jesús, no perteneciente a los Doce, ligado a su vez con Juan Zebedeo) fueron los
capítulos 1-14 + 18-20.
Del capítulo 1 habría que exceptuar el Prólogo 1,1,-18, que se fue añadido,
probablemente por la misma mano que compuso el grueso del Evangelio, pero después.
3. A este bloque inicial se añadieron, quizás por este orden, y por la mano de un redactor,
los capítulos 15-17, que forman bloques de reflexión de diversos grupos johánicos sobre
el Evangelio mismo y que se añadieron para lograr la unidad del grupo, y finalmente el
cap. 21, con el que el redactor quiso unir formal y conscientemente el Evangelio de Juan
con la tradición petrina (primado de Pedro), aceptada comúnmente y base de la Gran
Iglesia.
4. Finalmente en este mismo proceso de edición –después- el redactor hizo algunos
retoques editoriales al cuerpo principal del Evangelio.
De este modo se afirma que la composición del Cuarto Evangelio fue larga y laboriosa, que
pudo empezarse pronto, es decir, cuando se conocía bien el Evangelio de Marcos,
utilizando materiales previos como dijimos, -algunos del año 50- y que participaron en su
composición varias manos, en especial dos: el autor del gran bloque primitivo y el
redactor final.
Guijarro concluye (pp. 527-528):
• La aportación teológica del Evangelio de Juan es independiente y original. Fue
determinante, por su cristología elevada, para la formulación definitiva de la fe
católica (p. 527).
• El Evangelio de Juan es una interpretación creativa de la tradición sobre Jesús.
Aunque buena parte de la tradición de sus dichos y hechos y los acontecimientos
de la pasión es común a los Sinópticos, la interpretación que se hace de ellos en el
Cuarto Evangelio es original.
Esta interpretación se caracteriza por la búsqueda del sentido profundo de las acciones y
enseñanzas de Jesús, desde la convicción de que éste era el Logos encarnado. Desde esta
perspectiva, los discípulos vinculados a la tradición joánica veían en todo lo que Jesús
había dicho y hecho un reflejo de su condición divina preexistente. Habían descubierto el
sentido oculto de sus palabras y acciones después de que él resucitara de entre los
muertos, gracias a un recuerdo impulsado y asistido por el Paráclito, el Espíritu de la
Verdad que el Padre había enviado en nombre de Jesús (Jn 14,26)” (p. 527).

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• El “Evangelio de Juan, lo mismo que los otros tres evangelios canónicos es una
biografía de Jesús en la que el relato de la pasión ocupa un lugar importante” (p.
528).
• El Evangelio de Juan es un “evangelio espiritual” escrito para completar la visión de
Jesús expandida por los Sinópticos (p. 528).
Valoración de la perspectiva sobre el evangelio de Juan
Estoy profundamente de acuerdo con Guijarro en que Clemente de Alejandría ofrece la
pista certera para entender el propósito del Evangelio de Juan. He aquí el texto:
“Juan, el último [de los evangelistas], viendo que en los [otros] evangelios se
mostraba [sólo la interpretación] corpórea de Jesús, impulsado por algunos
conocidos e inspirado por el Espíritu [Santo], compuso un evangelio espiritual”
(citado por Eusebio en su Historia Eclesiástica VI 14,7)
Desde hace muchos años vengo defendiendo esta interpretación por escrito.
Disiento de Guijarro, también profundamente en la interpretación del Evangelio.
El Evangelio de Juan no completa la concepción de Jesús expandida por los Sinópticos,
sino que la corrige profundamente y la sustituye. No completa, sino que la enmienda y la
cambia.
El cuarto Evangelio muestra claramente en toda su tesitura que su contenido pretende
superar el punto de vista anterior sobre Jesús y se presenta como una interpretación
profunda y normativa de Jesús. No es un “plus” añadido, sino algo diferente, pues la
naturaleza de Jesús presentada por “Juan” es diferente, ya que su esencia es diferente.
¿Qué “corrige” o añade Juan al Jesús de los evangelios sinópticos, gracias a su superior
sabiduría?
Las ideas más importantes son:
1. En Jesús se ha encarnado un ser preexistente (1,1). Jesús no pertenece al ámbito de lo
divino desde su bautismo (Evangelio de Marcos), o desde su muerte y resurrección
(discurso de Pedro en Hch 2), ni tampoco desde su nacimiento (Evangelios de Lucas y
Mateo), sino antes, desde toda la eternidad. Jesús es el Logos de Dios, es el Hijo esencial y
óntico, incluso antes de su concepción maravillosa (mateo y Lucas). Por ello Juan no
necesita presentar anunciación ninguna, ni virginidad de María. El proceso de
presentación del Logos en el mundo es diferente: por encarnación en un ser humano, con
todas sus consecuencias. Implícitamente, por tanto, concebido como otro ser humano,
pero se sobreentiende con una naturaleza humana, en cuanto humana, perfecta. Para un
cristiano johánico, Jesús en cuanto ser humano sería –expresado en lenguaje vulgar de
hoy como la cápsula de la divinidad.
2. Hay unidad sustancial entre el Padre y el Hijo: “El Padre y yo somos una sola cosa”
(10,30; 17,22). El Cuarto Evangelio no presenta aún una doctrina clara de la Trinidad tal
como se expresará en siglos posteriores (véase p. ej., la afirmación de Jesús en 10,29: el
Padre es más que todos, incluido el mismo Jesús; algo parecido en 3,35), pero pone los

15
fundamentos al distinguir en la divinidad entre Padre e Hijo y un Espíritu transmitido por
ellos. No queda claro aún qué es exactamente el Espíritu. Sí que procede del Padre
(15,26), que es una fuerza iluminadora y ayudadora enviada por el Padre (14,26), o por el
Hijo mismo (15,26), o por los dos (14,26: “en nombre del Hijo”).
3. El ser divino preexistente se encarna (1,14), es enviado por el Padre al mundo (3,17;
17,3, etc.; la idea de envío aparece 37 veces en el EvJn), revela por medio de sus palabras
(7,16; 17,8, etc.) y retorna al cielo, de donde procede (6,62; 16,5, etc.).
4. La revelación que trae Jesús no consta de simples conocimientos, sino que toda la
existencia misma de la persona y la realidad de aquél es revelación. El que acepta a Jesús,
y tiene fe en él como Enviado, se salva.
Como Lucas, el autor del Cuarto Evangelio no cree necesario insistir demasiado en el
efecto salvador del sacrificio expiatorio en la cruz. Los ojos de la fe ven en este episodio,
una humillación aparente, el momento supremo de la exaltación, de la glorificación, a
partir de la cual la gloria del Enviado se hace evidente.
5. Jesús no es sólo rabino, profeta, mesías, Elías, hacedor de milagros, sanador, sabio
experto en la Ley, etc., como dicen los Sinópticos, sino ante todo Luz, Camino, Verdad,
Vida, Pastor, Revelador. Ese Revelador inhabita dentro del que cree en él. La cruz y la
resurrección ceden en importancia ante la autorrevelación de Jesús.
6. No hay que esperar a la muerte, a la resurrección y al juicio final para completar el
ciclo de la salvación. El que cree experimenta la salvación y la resurrección ya en este
mundo (3,18.36). El que no cree está ya condenado, antes de morir (5,24s). La
“escatología de presente” es la conclusión lógica de la cristología johánica: la “hora” de
Jesús ha venido ya (12,23); el Diablo ha sido derrotado ya (12,31; 16,11); Cristo ha vencido
ya al mundo (14,30: 16,33).
Esta escatología realizada es una superación del problema del retraso de la parusía. Puede
aparecer como una novedad del Cuarto Evangelio, pero no lo es en realidad: ya en la
doctrina de los esenios de Qumrán se enseñaba que los “hijos de la luz” estaban ya
salvados, que los ángeles vivían en medio de ellos y que la comunidad participaba incluso
de la liturgia angélica en los cielos.
7. Hay una velada crítica a la teología de los Sinópticos concretizada en una nueva visión
de los sacramentos, en especial el bautismo y la eucaristía. Esta crítica se manifiesta, en
primer lugar, en un prudente silencio: el Evangelio no relata el bautismo de Jesús ni la
institución de la eucaristía.
Es, segundo, en una interpretación diferente de esos “sacramentos”: es posible que para
el autor del Cuarto Evangelio el bautismo traído por el Revelador celestial sea un nuevo
nacimiento a una nueva existencia que participa ya, ahora en esta vida, del cielo.
Y es posible también que la eucaristía sea para él un símbolo y recuerdo de que Jesús es la
“vida y la vid” verdaderas, de modo que participar en el pan y el vino eucarísticos no sea
otra cosa que una participación en las palabras y el mensaje de Jesús que dan vida.

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8. Esta teología novedosa y profunda no es más que el producto de una lectura a fondo
de las Sagradas Escrituras, con un prisma o punto de vista muy particular del autor del
bloque principal del Evangelio, que opinaba también que bien leídas las Escritura
contienen los elementos para superar ideas anteriores. Según Clemente de Alejandría esta
visión de Jesús es el producto de una revelación especial de Dios al autor del Cuarto
Evangelio.
La obra de Jesús está integrada en la de Moisés (5,45-47), sólo que la sobrepasa y
sustituye. La Biblia misma, al entenderla bien, junto con las palabras de Jesús, así lo
indican (2,22: “Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron los discípulos de lo
que Jesús había dicho y creyeron en la Escritura y en la palabra que Jesús había dicho”).
(Material tomado de la Guía para entender el Nuevo Testamento, Trotta, 3ª ed., 2008, pp.
392-393.
Me pregunto ahora por una razón que pueda explicar las profundas divergencias entre el
Evangelio de Juan y los Sinópticos.
A. Pienso, como S. Guijarro, que el desconocido autor del IV Evangelio conoce el Evangelio
de Marcos y posiblemente también el de Lucas, aunque haya muchos autores que nieguen
este extremo.
A modo de hipótesis puede argumentarse, para partir desde la posición más
condescendiente con los defensores de la independencia del autor del Cuarto Evangelio:
Juan conoce ciertamente si no los evangelios anteriores, sí al menos la tradición sinóptica
que está detrás de ellos y forma su base; pero no la utiliza tal cual, sino que la repiensa, la
reinterpreta, la reelabora y la reescribe. Si no se admite este mínimo, no puede
entenderse el Cuarto Evangelio, cuyo "lector implícito" -como luego diremos- se supone
que sabe ya de Jesús.
El carácter simbólico y místico de este evangelio indica de modo indirecto al lector que
Juan no deseaba reproducir simplemente la tradición que sobre Jesús le había llegado, con
algunos complementos. No me parece que sea así. Medita sobre ella, se siente receptor
de una revelación divina sobre ella, y la presenta de manera que la figura de Jesús
aparezca como él –el autor de un evangelio nuevo— cree que en realidad fue. En algunos
casos esta reescritura se apoya en una interpretación alegórica de la tradición sinóptica e
incluso de pasajes del Antiguo Testamento.
Expliquemos los dos pasos de esta propuesta:
A. Juan conoce la tradición sinóptica. Esta afirmación puede sustentarse con los
argumentos presentados por Guijarro en las pp. 96-102 de su obra, con la que estoy de
acuerdo. Preciso mi pensamiento, utilizando de nuevo material de la “Guía para entender
el Nuevo Testamento”:
Esta afirmación se sustenta en las razones siguientes:
1. Coincide con ella en la secuencia u orden de los acontecimientos principales.
2. Tiene muchas semejanzas con los Sinópticos en el vocabulario, en motivos,
esquemas, estructuras mentales y combinaciones de ideas. Muestra también

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notables similitudes en la presentación de los mismos escenarios y los mismos
personajes.
3. Los temas, alusiones y el conjunto de ideas particulares del EvJn no pueden ser
entendidos correctamente por un lector que no tenga ya un conocimiento directo
de los otros evangelios anteriores. El Cuarto Evangelio presupone a un lector
implícito “enterado”.
Este fenómeno literario se conoce como “intertextualidad”, a saber un texto escrito sólo
se comprende bien presuponiendo otro anterior al que de algún modo alude.
B. Juan presenta la tradición sinóptica con otra luz. Si la conoce (punto A), es evidente
que no la reproduce tal cual, sino que Juan la reescribe y reinterpreta.
Este proceso de “reescritura” no es un fenómeno extraño en el ámbito judío, ni mucho
menos. En la tradición de la literatura que llamamos “Apócrifos del Antiguo Testamento”
hay obras que reescriben el texto del Antiguo Testamento totalmente a su aire, p. ej., la
Vida de Adán y Eva, el Libro de los Jubileos (que reescribe y reinterpreta el libro del
Génesis y parte del Éxodo) o el llamado Pseudo Filón, en sus Antigüedades Bíblicas (que
reescribe y reinterpreta la historia bíblica desde la creación hasta la muerte del rey Saúl).
En la Biblia hebrea misma, los Libros de las Crónicas, reescriben los de Samuel y Reyes.
Igual ocurre con muchos pasajes de los profetas. Basándonos en estos ejemplos de la
tradición judía, se puede con todo derecho suponer que el EvJn es un caso semejante.
Por tanto, el autor conoce la tradición anterior, pero no la transmite tal cual, sino que la
repiensa, reinterpreta y reescribe, mezclándola con elementos de otras tradiciones o con
aportaciones propias, porque así lo cree conveniente para que resalte mejor el sentido
que, en su opinión, tal tradición tiene.
Con ello disiento también de Guijarro; “Juan”, el anónimo autor, sea quien fuere, ofrece
un nuevo Jesús, no un Jesús meramente complementario.
Este Jesús es incompatible con el Jesús sinóptico; no es complementario. Si se acepta
este Jesús, el de los Sinópticos no es verdadero, sería apócrifo, como sostuvimos. Y a la
inversa, si se acepta el Jesús de los Sinópticos, el del Cuarto evangelio sería apócrifo.
La razón sustancial la expone el mismo Guijarro, en la p. 538, aunque, naturalmente, sin
obtener las consecuencias. Y es: la cristología del IV Evangelio es incompatible con la
Marcos y con la de Mateo/Lucas y con la que Lucas dibuja en el Discurso de Pedro en
Pentecostés en Hechos de los apóstoles 2 (recogida también por Pablo en Rom 1, 3-5).
Son cuatro cristologías diferentes, no complementarias, que conviene sintetizar de nuevo
aunque sus ideas sean ya conocidas, a saber:
A. La de la comunidad primitiva: Jesús es un mero hombre en su generación y en toda
su vida en la tierra. Sólo tras su resurrección por obra de se hace divino de algún
modo, sentado a la diestra del Poder (Hch 2, 29-36 que se fundamenta en Salmo
132,11; 2 Samuel 7,12s; Salmo 16,10; Salmo 110,1). No hay encarnación.
B. La representada por el Evangelio de Marcos. Jesús es un mero hombre en su
gestación y vida en la tierra hasta el bautismo: ahí es adoptado por Dios como Hijo.

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La resurrección confirma el hecho, no lo crea (Mc 1,11 que se fundamenta en que
el hecho había sido profetizado por David en Salmo 2,7. No hay encarnación.
C. Jesús nunca fue un mero hombre. Su gestación fue ya milagrosamente divina: nace
de una mortal, virgen, y de la inseminación espiritual del Espíritu divino. Al nacer
es ya Dios y hombre. Pero no hay propiamente encarnación. Jesús no es
preexistente. Esta doctrina se fundamenta en diversos pasajes de la Escritura, en
especial Isaías 7,14 y en genealogías especiales. Es ésta la cristología de Mateo y de
Lucas.
D. En Jesús se encarna un ser divino preexistente, el Logos. Hay un descenso,
encarnación en un cuerpo humano –no se dice como- y un ascenso e la entidad
celeste que ha ocupado temporalmente un cuerpo humano para revelar al Padre.
“Este proceso continuó en la reflexión de los siglos posteriores y desembocó en la
formulación del Concilio de Nicea que recurrir a términos no bíblicos para
expresar, en una nueva situación, su visión de Jesús (san Atanasio de Alejandría, De
Decretis)” (Guijarro p. 538).
Debo concluir también:
El IV Evangelio consiguientemente no es una “biografía de Jesús como los Sinópticos”, sino
otra cosa, otro género literario. Quizá lo mejor para definirlo es los siguiente: El IV
Evangelio es un “Diálogo de revelación” (protognóstico imperfecto) inserto en un marco
biográfico tomado de fuera.
Por último, creo que las reconstrucciones del Jesús histórico desde hace más de 200 años,
en cuyos puntos básicos el mismo Guijarro estaría de acuerdo, si se obtienen las
consecuencias, impiden afirmar que la “identidad de Jesús es un misterio”, que la
“pluralidad de visiones de Jesús es imprescindible para entrar en un misterio que está mas
allá de cada una de ellas” (p. 539).
Creo que cualquier historiador de la antigüedad no acepta misterio alguno (salvo en el
sentido vulgar, del que no hablamos aquí, según el cual nosotros mismos somos un tanto
misteriosos para los demás que no nos comprenden del todo) y diría que esta afirmación
de la “personalidad misteriosa” en el sentido pretendido por el autor de “Los Cuatro
Evangelios”- respetable sin duda- pertenece al ámbito de la teología, pero no al de la
filología y la historia.
A pesar de mis críticas, el libro de Santiago Guijarro es una mina de información, y en
conjunto, con mis reservas, utilísimo por todo lo que enseña y por el modo tan
pedagógico como lo hace. Yo recomiendo su lectura, teniendo en cuenta que ofrece una
perspectiva de historia mezclada sutilmente con la fe.
APÉNDICE
Escribe Santiago Guijarro en la p. 18 del libro que comentamos que “Rafael Aguirre aceptó
mi invitación a detenerse unos días en Salamanca para leer y discutir algunos capítulos”.
Igualmente afirma que “Esther Miquel leyó pacientemente la mayor parte del
manuscrito”. Son buenos amigos los que la practican y es una cosa buena y mucho de
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agradecer. Estando de acuerdo con ello, naturalmente… pienso que quizás hubiese sido
bueno también consultar a otros que no son ideológicamente de la misma tendencia. Y
consultar… puede hacerse de muchos modos, por ejemplo, teniendo en cuenta otras
opiniones no afines, y… citándolas.
Y dije en una postal anteriores que El Almendro había publicado unos libros, Orígenes del
cristianismo, Fuentes del cristianismo, Libros sagrados de las grandes religiones, que opino
que son tan científicos y tan buenos, regulares o malos, como la obra editada por S.
Guijarro, Los Comienzos del cristianismo (a la que dediqué una muy larga recensión en la
revista de Ilu, de Ciencias de las Religiones de la Universidad Complutense, creo) de 2006.
Por ello teniendo en cuenta lo escaso de la producción española en este ámbito, ¿no sería
bueno el haber citado estas obras –insisto que no son mías solo, sino de grupo-?
Otro ejemplo, sobre el Evangelio de Juan se ha escrito muchísimo, pero respecto a la
comprensión del Evangelio a fondo, y a un comentario a lo dicho por Clemente de
Alejandría al respecto, creo que muy poco en España. Guijarro destaca lo importante de
este punto de vista del Padre de la Iglesia alejandrino. ¿No hubiese sido conveniente
informar a los lectores que en España se ha escrito sobre eso?
Doy una pista de aquello en lo que he intervenido yo mismo, la mayoría de las veces en
obras colectivas:
• “El cristianismo entre las religiones de su tiempo. Judaísmo y helenismo en la
plasmación de la teología cristiana naciente (Jesús de Nazaret, Pablo y Juan), en Biblia y
Helenismo. El pensamiento griego y la formación del cristianismo. El Almendro, Córdoba,
2006. 702 páginas. No es una obra leve para ser pasada por alto.
• Literatura judía de época helenística en lengua griega. Desde la versión de la Biblia en
griego hasta el Nuevo Testamento. Editorial Síntesis (Serie: Historia Universal de la
literatura griega. Volumen 26. En Historia de la Literatura Universal vol. 70), Madrid, 2006,
300 pp. Esta obra es única en el mercado de lengua española.
• "Inspiración, canonicidad y Cuarto evangelio. Reflexiones en torno al encuadre
ideológico del evangelio de Juan", en III Simposio Bíblico Español. (I Luso-Espanhol) .
Valencia- Lisboa 1991 (Ed. por J. Carreira das Neves, V. Collado Bertomeu, V. Vilar Hueso
(Fundación Bíblica Española), 279-298.
• “Interaction of Judaism and Hellenism in the Gospel of John”, in A. Ovadiah (ed.),
Hellenic and Jewish Arts (The Howard Gilman International Conferences I). Tel Aviv (Tel
Aviv University) 1998, 93-122.
Aparte de lo escrito sobre los cuatro evangelios y su interpretación en
• El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos
(Piñero-Peláez, El Almendro 1995), sobre crítica textual, lengua, estilo, género literario de
los evangelios, historia de las formas, historia de la redacción, etc. Libro traducido al
inglés, con el título The Study of the New Testament, A Comprehensive Introduction,
Leiden 2003.
• La “Guía para entender el Nuevo Testamento” pp. 151-252; 305-406.

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Teniendo en cuenta que en la bibliografía se cita (p. 55) un artículo de 4 páginas de C. H.
Dodd sobre el “Marco de la narración evangélica”…, de 1931… debo confesar
públicamente (y siento una cierta vergüenza en estar hablando sobre lo que yo mismo he
escrito) que, por mí y mis compañeros de los libros editados en común, siento de veras
que no aparezcamos en absoluto en la abundante bibliografía citada. Hispanicum est non
legitur…, de nuevo. Una cierta tristeza…

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