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Retrato de un rebelde

No es difícil imaginárselo. Hubo muchos como él. Tendría la edad del sistema político mexicano. Habría nacido a mediados de los cuarenta, a
principios de la era de Alemán. No era sólo producto y beneficiario del sistema. Ser universitario de clase media equivalía a ser el hijo pródigo
de México.
Habría estudiado en la venerable Escuela Nacional Preparatoria. De allí provendrían sus primeros contactos con la política. ¡Un amigo le
habría regalado Escucha yanqui! de C. Wright Milis, diciendo:
«en Cuba la regla es todos pobres pero todos iguales». ¡Otro le habría recomendado la lectura de Lombardo Toledano en Siempre! Alguien
más traía bajo el brazo un explosivo número de Política. En las clases de filosofía, un profesor lo iniciaría en la obra de Sartre, que por
entonces transitaba (venturosamente, según el maestro) del asfixiante existencialismo a la esperanza marxista. Pero no dejaba de sentir
vergüenza de clase: ¿qué había hecho, qué haría en el futuro, por los desheredados de su país? De la preparatoria habría pasado a la UNAM,
tal vez a una facultad técnica. El rector era el doctor Chávez. Gustavo Díaz Ordaz acababa de tomar posesión del poder ejecutivo. A diferencia
de las facultades del área humanística, las escuelas técnicas se preciaban de ser «apolíticas». En realidad, muchos de sus maestros
profesaban opiniones de derecha en el espectro político universitario y algunos estudiantes pertenecían a una combativa organización
anticomunista: el MURO. Pero el ánimo estudiantil de aquellos años era menos político que festivo.
En 1965, aquel estudiante habría sido víctima de las tradicionales, crueles e inocentes «perradas», y en 1966 sería a su vez victimario de
varios «perros» indefensos. Era, todavía, la edad de la inocencia.
Un pequeño sector de su escuela mantenía contactos con las facultades políticas por excelencia: Ciencias Políticas, Economía, y Filosofía y
Letras. Por mediación de ellos, aquel joven tendría acceso a un nuevo universo intelectual. El marxismo estaba de moda. A diferencia de lo
que ocurría en los años treinta, no se trataba de una moda política o sindical sino académica. El auge del marxismo provenía de las
universidades, los periódicos, revistas, editoriales y cafés de París.
Para Sartre, ídolo intelectual de esos años, el marxismo era «el horizonte insuperable de nuestro tiempo». Los maestros de las facultades
humanísticas pertenecían a la generación de Medio Siglo: sartreanos y marxistas, habían estudiado en la Sorbona o en la Escuela de Altos
Estudios en París, habían ido a Cuba, habían escrito sobre Cuba y creían firmemente en un futuro socialista para México. El joven no estaría
muy de acuerdo con las pasiones intelectuales y políticas de aquellos revolucionarios de pizarrón. Se inclinaba más por la literatura de Camus
que por la de Sartre. No creía del todo en el paraíso socialista de Cuba.
Acababa de fundarse Siglo XXI Editores, que traducía al castellano el catálogo marxista de la editorial francesa Maspero. En la pequeña
biblioteca de aquel joven comenzarían a apilarse obras como la antología Los marxistas, de C. Wright Milis, publicada en la hermosa colección
de la editorial Era; los Manuscritos económico-filosóficos del joven Marx, editados en España por Alianza Editorial. Hasta las viejas ediciones
soviéticas de la obra temprana de Marx y algunas antologías de Lenin tendrían su nicho en aquel diván. Lo cierto, sin embargo, es que el
marxismo doctrinario le aburriría. Nunca pasaría de los primeros capítulos de El capital. Nunca leería los discursos de Fidel Castro ni soñaría
con viajar a Cuba. En cambio, le apasionarían los destinos de los revolucionarios rusos: la biografía de Trotski escrita por Isaac Deutscher
sería un libro de cabecera.
En 1967 comenzó a circular con el pie de imprenta de Era la obra de un filósofo de la Escuela de Frankfurt que predicaba una suerte de
mesianismo social mediante una síntesis de marxismo y psicoanálisis: Herbert Marcuse. El joven habría devorado literalmente El hombre
unidimensional de Marcuse (traducido por Juan García Ponce). Lo llenaría de notas y apostillas, tomaría apuntes, vería en esas páginas una
profecía de inminente cumplimiento que cabía en una frase del propio Marcuse, tomada de su antiguo colega y amigo, Walter Benjamín:
«Sólo gracias a aquellos que no tienen esperanza nos es dada la esperanza». Si México y América Latina parecían no tener esperanza, esa
sola condición los convertía en la tierra prometida de una futura liberación.
Construir el futuro, redescubrir al indio, liberar al obrero. Esas frases expresaban la ilusión juvenil de la época, un idealismo vago y sentimental
que sólo en casos excepcionales se traducía en actos prácticos. El mundo era blanco y negro. De un lado los explotados, los «condenados de
la tierra» (en la frase de Franz Fanón); del oteo los explotadores, los patrones, lacayos todos del imperialismo yanqui. Cuando el «Che»
Guevara murió en Bolivia y Siglo XXI publicó su diario, todos los jóvenes querían emularlo. Era el icono de todas las paredes , el símbolo del
hombre nuevo, incorruptible. Entonces se pusieron de moda las canciones de protesta latinoamericanas. Todos repudiaban la guerra en
Vietnam y a los «gorilas» de Centroamérica. (Al margen de esos fervores de la imaginación, aquel joven hallaría un verdadero placer
intelectual en la lectura de la literatura mexicana y el boom latinoamericano. Leería con devoción El laberinto de la soledad de Octavio Paz,
disfrutaría intensamente La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, y se deslumbraría con las misteriosas páginas de Juan Rulfo. Cuando
«Zavalita», el personaje central de Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa, se pregunta «¿Cuándo se jodio el Perú?», el joven
transferiría la pregunta a México para responder de inmediato: con la corrupción alemanista. Ahí estaba la obra de Oscar Lewis para
demostrarlo, o la película Los olvidados de Luis Buñuel. Un amigo le habría dicho: «Cárdenas fue el último presidente que gobernó para los
pobres». Entonces pensaría que desde 1940 la Revolución mexicana había sido traicionada.
Cotidianamente leería El Día, periódico de izquierda, el único relativamente independiente de la capital. Semana a semana comenzaría a leer
el suplemento cultural de Siempre!: La Cultura en México. Allí escribía el joven escritor que todos admiraban: Carlos Monsiváis. Sus textos y
sus programas en Radio Universidad no sólo eran críticos sino regocijantemente iconoclastas, verdaderos «pitorreos» de la verdad y el
lenguaje oficiales. En la precoz Autobiografía que escribió a sus veintiocho años (1966), Monsiváis calificaba la Revolución mexicana de
fenómeno no histórico sino cinematográfico. En cuanto a los héroes revolucionarios, agregaba Monsiváis: «no niego su grandeza ... pero los
siento irremediablemente en poder del lenguaje oficial, sacros, resguardados de mi admiración por un regimiento de historiadores o de
granaderos. En todo caso me quedan demasiado lejos, en plenos llanos de la abstracción».
Aquel joven tendría más que ver con sus coetáneos de París, Varsovia, Berlín o California que con la generación de sus padres. En cada
canción de los Beatles se vería retratado. «Mis viejos son unos asnos y mis maestros también», decían algunos. En todo caso, los padres eran
«la momiza» que no entendía nada y se escandalizaba con las «melenas» o las «greñas» de los hombres y las minifaldas de las mujeres. La
píldora había provocado una revolución sexual. En los cincuenta, el ideal amoroso entre los jóvenes era la pareja formada por Rock Hudson y
Doris Day En los sesenta, los besitos candorosos y las manos sudadas en el cine pasaron a la historia. Lo nuevo era el «faje con la novia» y
algo que provocaba el horror de los «rucos [viejos]»: el sexo prematrimonial. Algunos exploraron zonas en verdad peligrosas: las drogas en
grandes happenings o pequeños grupos, los hongos alucinógenos de Huautla. La Zona Rosa de la ciudad de México parecía una sucursal de
los cafés existencialistas de París.
Aquellas desordenadas lecturas marxistas no habrían convertido a aquel joven en un militante, menos en un creyente, ni siquiera en un
«compañero de viaje». Participar de la cultura de izquierda predominante en el mundo occidental, era algo muy distinto a pertenecer a la
izquierda política o partidaria. Un libro de Octavio Paz publicado en 1967, Corriente alterna, contribuiría a fijar la actitud de ese joven. Paz
distinguía entre tres tipos históricos: revuelta, rebelión y revolución. La revuelta, decía Paz, es popular, instintiva, vive «en el subsuelo del
idioma» y de las sociedades, surge de pronto con violencia telúrica, como el zapatismo en México; la rebelión es «individualista, solitaria,
minoritaria», el rebelde se levanta contra la autoridad, es desobediente e indócil; la revolución «es palabra intelectual y alude a sacudimientos
de los pueblos y las leyes de la historia Ungida por la luz de la idea, es filosofía en acción, crítica convertida en acto, violencia lúcida». El perfil
de nuestro joven, correspondería, claramente, al segundo, al rebelde.
La rebeldía era la marca distintiva de aquella generación. Quizás aquel joven habría sido más libresco que el promedio de sus amigos y
conocidos, pero tenía en común con ellos una misma vocación parricida. Lo importante era negar, no afirmar; criticar más que proponer. Había
que ser «contestatario» y atacar al establishment, aunque cada uno interpretara esas palabras como mejor le conviniera.
La rebeldía juvenil tenía un blanco preferido: el sistema político mexicano. Pese a que la información sobre los movimientos ferrocarrilero,
magisterial, estudiantil y médico era tal vez pobre y esquemática, los jóvenes sabían que el gobierno de México, y en particular el presidente
Díaz Ordaz, era represor. Del PRI sólo conocían la omnipresente propaganda, y les provocaba una náusea peor que la sartreana. El lenguaje
oficial les merecía todos los adjetivos derogatorios del diccionario: intragable, falso, solemne, anacrónico, autocomplaciente, demagógico,
vacío. Para cada protagonista colectivo del sistema, los jóvenes de los sesenta tenían un adjetivo definitorio:
ejército, miedo; obreros, «charrismo»; campesinos, explotados; diputados, peleles; gobernadores, impuestos; presidentes municipales,
inexistentes; prensa, vendida; empresarios, explotadores; Iglesia, fanática; PPS, gobiernista; PAN, reaccionario. Sobre sí mismos, los
estudiantes tenían una opinión, si no mesiánica, al menos elevada. Una canción de protesta latinoamericana que se puso de moda en 1968
los describía bien: «Que vivan los estudiantes porque son la levadura/ del pan que saldrá del horno con toda su sabrosura...» Capitalismo,
imperialismo, colonialismo eran las palabras malditas. Socialismo y revolución, las sagradas. Libertad y democracia conservaban su
naturaleza noble y pura, pero carecían de un peso tangible. Los acontecimientos mundiales y nacionales de 1968 cambiarían los términos: la
invasión soviética a Praga, apoyada por Fidel Castro, no vindicaría al capitalismo, pero sí devaluaría ante muchos jóvenes el prestigio de las
voces «revolución» y «socialismo». Sólo quedarían la democracia y la libertad, precisamente los valores que el movimiento estudiantil
mexicano impregnaría de significación.
Cuando llegaron a México las primeras noticias de la rebelión estudiantil en Europa y los Estados Unidos, decenas o quizá cen tenas de miles
de jóvenes mexicanos semejantes al personaje imaginario pero típico antes descrito presintieron que se acercaba su hora. Una minoría entre
ellos, la de los líderes con formación y militancia comunista, soñaba con la «filosofía en acción», la «violencia lúcida», la revolución. En un
apasionante folleto de Carlos Fuentes (París, 1968), algunos anticiparon el estallido de libertad que vendría.
Un fantasma de rebeldía recorría el mundo. ¡Estudiantes de todos los países, uníos! ¡No tenéis nada que perder salvo el tedio! Aquellos
jóvenes unidos por la misma formación y aspiraciones estaban a punto de convertirse en los protagonistas anónimos de una experiencia
luminosa y terrible: el 68 mexicano.
Enrique Krauze, La Presidencia Imperial.

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