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Cuadros de una exposición:

comentarios sobre la escuela


como máquina estetizante1

Pablo PINEAU
UBA

La colección de cuadros “Cuerpos Dóciles (Imágenes sobre la


escuela)” 2 de Susana di Pietro se basa en un par de denuncias. La
primera, en una aplicación de la mirada foucaultiana, se desprende del
nombre elegido e inculpa a la escuela moderna de ser una máquina
disciplinadora de cuerpos. Pero junto a ese acercamiento ya un tanto
obvio, se encuentra otra acusación más sutil y sugerente: en esa obra la
escuela es imputada como una máquina estetizante, como un
dispositivo unificador de gustos en las poblaciones que le han sido
encomendadas.

Las pinturas son una recreación en óleo, acrílico y tinta china de


un conjunto de fotos de escuelas primarias de la Ciudad de Buenos Aires
y el conurbano bonaerense de los primeros años de la década de 1970
recopiladas por Di Pietro entre familiares y conocidos. Hay imágenes
“casuales” y otras producidas, con alumnos que juegan “atrapados” en
la cotidianeidad, y otros que posan con maestros y banderas; hay
miradas a cámara y rostros de perfil, hay modelos quietos y en
movimiento. Sobre esas fotos opera la artista: en sus reproducciones en
tela y papel agrega o quita objetos, cambia los fondos, exagera los
rasgos, ilustra lo sugerido, explora tamaños, recorta focos, trastoca los

1
PINEAU; (2007) “Cuadros de una exposición: comentarios sobre la
escuela como máquina estetizante”, en FRIGERIO, Graciela y DIKER,
Gabriela (comps.) Educar: (sobre) impresiones estéticas. Bs As, Del
estante editorial (Solo se permite su reproducción con expreso permiso del autor)
2
La serie puede ser vista en www.susanadipietro.com.ar
colores, etc. Esto es, grita a los cuatro vientos el doble juego de
intervenciones estéticas que se agazapan en esa fuente.

En primer lugar, cae la ilusión de que las fotos copian la realidad,


son “fieles retratos objetivos” de lo que está sucediendo.
Probablemente, eso creían los anónimos fotógrafos del otro lado de
modelos de cámaras que ya no existen, con obturadores que debían
presionarse fuerte y pasarse a mano para sacar la siguiente impresión
mientras sonaba ese ruido seco que produce la fuerza mecánica.. Quizá
como un homenaje a esos retratistas que, sin saberlo, eran artistas, Di
Pietro tampoco firma sus cuadros. Adhiere así a la idea de encontrar
arte en la realidad, volviendo representación lo que supuestamente no
lo es.

Y más atrás, la escuela es desarmada como maquina estetizante.


Estos cuadros pueden ser utilizados como prueba de los cargos que la
pedagogía crítica le ha presentado en los últimos cincuenta años al
desvelar la supuesta ingenuidad y universalidad de su “buen gusto” y
“sentido común”. Las formas de representación de objetos, personas y
lugares, reforzadas por las intervenciones en las pinturas, señalan que
valores como la pureza, la limpieza y el recato (nos) han sido impuestos.
Colores, vestuarios, disposiciones, gestos y posiciones de género no son
casuales, sino que responden a una campaña histórica de producción
estética: esas marcas son premiadas o sancionadas, permitidas o
prohibidas, de acuerdo a su grado de adaptación al modelo de belleza
impuesto por la institución educativa.
Por ser la estética una forma de apropiarse del mundo y actuar
sobre él, inevitablemente se desliza hacia la ética, y por añadidura a la
política. Lo que nos parece bello nos resulta, además, correcto. Y luego,
un ideal de lucha. En consecuencia, en este trabajo nos proponemos
revisar los efectos y consecuencias que tuvo la propuesta estética que
artìculó la escuela moderna en nuestras sociedades desde un
acercamiento histórico.

Batallas estéticas

La existencia de diferentes formas estéticas en un mismo espacio


social da lugar a situaciones complejas. Si bien no debería haber una que
se imponga sobre las otras, en la práctica se verifica la existencia de una
arena de lucha en la que cada versión trata de volverse la “forma más
valiosa” del colectivo en un momento histórico. Generalmente, las formas
estéticas de quienes detentan alguna forma de poder tienden a ubicarse
en su cúspide, y en lugares menos consagrados tienden a hacerlo las
formas de los demás grupos. La estética de los sectores económicos
poderosos ha valido más que la de los sectores económicos
desfavorecidos, la de los hombres más que la de las mujeres, la de los
adultos más que la de los niños, la de los urbanos más que la de los
campesinos, la de las poblaciones letradas más que la de las poblaciones
orales, etc.

Como señala Pierre Bourdieu en La distinción. Criterio y Bases


sociales del gusto:

“Las luchas por la apropiación de los bienes económicos o


culturales son, inseparablemente, luchas simbólicas por la
apropiación de esos signos distintivos que son los bienes y las
prácticas enclasadas o enclasantes, o por la conservación o la
subversión de los principios de enclasamiento de las propiedades
distintivas. En consecuencia, el espacio de los estilos de vida, esto
es, el universo de las propiedades por las que se diferencian, con
o sin intención de distinción, los ocupantes de las diferentes
posiciones en el espacio social, no es otra cosa que el balance, en
un momento dado, de las luchas simbólicas que tiene como
apuesta la imposición del estilo de vida legítimo y que encuentra
una realización ejemplar en la lucha por la tenencia de los
emblemas de clase, bienes de lujo, bienes de cultura legitima o
modo de apropiación legítima de los bienes (15)”

Esta situación no es sólo consecuencia de las diferencias en la


distribución del capital económico, sino que es también un espacio
específico de lucha por la legitimación en las sociedades que suponen la
existencia de la movilidad social. Los distintos grupos buscan imponer
sus pautas culturales al resto e incorporar las prácticas de los poderosos.
Junto a esto, la tenencia de capital cultural alto les permite a ciertos
grupos y sujetos compensar diferencias económicas y sociales y ocupar
mejores lugares en la pirámide social.

Esa distribución diferencial del capital cultural configura una


especial jerarquía cultural. En forma un tanto esquemática, puede
decirse que se produce una diferencia entre una “cultura culta o alta,
distinguida, de ”buen gusto”, “que tiene clase” –que, como
presentaremos más adelante, en las sociedades escolarizadas es
monopolizada y distribuida por el sistema educativo- y una “cultura baja,
vulgar, plebeya, chabacana o bárbara, que ocupa puestos subordinados
en la escala cultural y que, en las sociedades escolarizadas, circula por
espacios educativos de menor prestigio y reconocimiento3.

Desde fines del siglo XIX, la lucha por la jerarquía cultural se ha


dado principalmente en el seno del Estado, en tanto metainstitución
dadora de sentido (LEWKOWICZ, 2004). Así, los distintos sectores
sociales pugnaron para que sus formas culturales se volvieran “cultura
de Estado”, “cultura pública”, o “cultura oficial”. En términos artísticos,
por ejemplo, la pelea se dio por obtener, espacios, fondos e instituciones
para su sostenimiento. En términos educativos, los lugares donde más
claramente se llevó cabo la contienda tuvieron que ver con el proceso de
determinación curricular, con la imposición de las pautas de conducta
“correctas”, con el disciplinamento de los cuerpos y con la cultura
material de las escuelas.

La obra de Norbert Elias tambièn puede ayudarnos en esta


indagación. En El proceso de la civilización. Investigaciones
sociogenéticas y psicogenéticas, analiza cómo “las buenas costumbres” se
expandieron a la par del triunfo de la modernidad, demostrando que su
supuesto carácter “natural” es en realidad resultado de lentos y largos
aprendizajes. A partir del siglo XVIII, y con mayor intensidad en el siglo
XX, la burguesía triunfante buscó imponer sus códigos de vida al resto de
los grupos sociales mediante lo que dicho autor denomina el proceso
“civilizatorio”. Hasta entonces, cada grupo social tenía una cierta moral
práctica propia con bastante autonomía respecto de las otras. En muchos
casos, por la fuerza de las costumbres, lo que estaba “bien visto” para

3
Por supuesto, este proceso no está exento de conflictos y efectos no
deseados. Nos hemos ocupado de ellos en PINEAU (2006)
algunos estaba “mal visto” para otros. La tolerancia moral variaba con los
distintos grupos4.

Pero la modernidad se propuso expandir la “civilización” –a la que


Elias entiende como “una red de restricciones que tienden a la atenuación
de los excesos y a un control cada vez más individualizado”, una ética de
raíz protestante característica de la burguesía triunfante- y aplicarla a
todos los habitantes.. Este proceso buscó homogeneizar a la totalidad de
la población, a la vez que construía dispositivos de distinción para los
distintos sectores. Libertades y disciplinas fueron el basamento del
proceso de construcción de los sujetos civilizados.

Dice el propio autor:

“La última oleada de la expansión de Occidente (implicó) la


integración de las clases inferiores, urbanas y rurales, en las pautas
del comportamiento civilizado, la continua habituación de esas
clases a una previsión a más largo plazo, a una contención
homogénea y a una regulación más estricta de las emociones: la
solidificación cada vez mayor de un aparato de autocoacción (28).”

Desde entonces, cada sujeto es sometido a una unificación ética y


estética modulada por la lógica estatal, por lo que comparte un “gusto
medio” que lo iguala con el resto y le garantiza el goce de sus derechos.
Esta unificación permitió la construcción de una serie de colectivos
necesarios para la generación de los modelos expansivos basados en la

4
Por ejemplo, el matrimonio fue durante mucho tiempo una práctica de
“la gente decente” con la que los sectores bajos podían no cumplir. Es
recién con el establecimiento del matrimonio civil a fines del siglo XIX
cuando su práctica se extendió en los grupos populares (MIGUEZ, 1999).
oferta típicos del siglo XX (PINEAU, 2007) y el despliegue de los Estados
modernos de los que eran producto y productores. Esto dio lugar, por un
lado, a la creación de las nacionalidades como imaginario compartidos
por sectores diversos y a la imposición de patrones simbólicos
“nacionales” a todos los habitantes. Por otro, condujo a la creación de
mercados homogéneos y expansivos, cuyo mejor ejemplo es la sociedad
de consumo de posgruerra. Esa unificación estimuló la producción
masiva del mismo bien mediante la generación de la demanda intensiva
de un producto realizado en cintas de montaje previamente a largarlo a
la venta. Como decía Henry Ford, uno de sus creadores, en 1920: “el
cliente puede tener el modelo T que quiera con tal de que sea negro”
(en SENNET, 2006: 127).

Esta necesidad de crecimiento y expansión continua y planificada


como condición de existencia de las sociedades responde, a su vez, a la
consolidación de estrategias y dispositivos biopolìticos, en los cuales la
escuela ocupó un lugar central. En los últimos ciento cincuenta años, las
sociedades modernas convirtieron a la escuela en una de las formas
privilegiadas para llevar a cabo estos procesos de unificación de
costumbres, prácticas y valores, gracias a su condición de obligatoriedad
y de responsabilización del cuidado de la infancia.

La estética que la escuela moderna propone se asocia al pasaje de


una autoridad externa a la creación de dispositivos de autodisciplina e
individualización, de internalización de normas de conducta por parte de
los sujetos involucrados, que –al decir de Elias- “atenuaran sus excesos”.
Por eso, todo tipo de ornato fue comprendido como derroche innecesario,
como un lujo superfluo que alejaba a los hombres de la búsqueda de los
fines correctos. De apoco, las rectas y los puntos medios fueron
sustituyendo a las curvas y al equilibro por compensación cíclica.
Como demuestra Marcelo CARUSO (2006) al analizar el caso bávaro,
las escuelas populares de esa región sufrieron hacia fines del siglo XIX
una serie de modificaciones en su cotidianeidad –las visitas de inspección,
las prácticas concretas de enseñanza., la materialidad de las aulas- que
impusieron nuevas formas de gobierno y conducción pedagógica y las
orientaron en las nuevas estrategias de regulación –eficazmente
interiorizadas por los sujetos en su infancia- basadas en el crecimiento
controlado mediante pautas homogeneizantes. Como analizaremos en el
apartado siguiente, fenómenos comparables se llevaron a cabo en
nuestro país para la misma època y con recursos similares.

El caso argentino

Bajo la égida sarmientina, en la Argentina la escuela fue concebida


como una maquinaria ideal de modernización e inclusión de las
poblaciones nativas e inmigrantes para lograr el “progreso” del país,
mediante su asociación con conceptos como civilización, república,
ciudadanía, cosmopolitismo, decencia, trabajo, ahorro, autocontrol e
higiene, a la que oponían un enemigo –resumido en el término
“barbarie”, asociada al atraso- que reinaba fuera de ella. La opción
político-pedagógica fue la “inclusión por homogeneización”. Esto es, la
garantía del ejercicio de derechos sancionados en la Constitución
Nacional de 1853 para todos los habitantes del país –nativos y
extranjeros- mediante la aceptación de un molde cultural único
resumido en la noción de “civilización”. Se produjo entonces una
combinación bastante estable de posiciones democratizadoras -mediante
la inclusión- y autoritarias –mediante la homogenización- que anidó en
la escuela argentina y marcó su historia educativa. Esta condición
paradójica de origen le otorgó gran movilidad y productividad.
De a poco, la modernización cosmopolita fue imponiendo pautas
estéticas que fortalecían los procesos de individualización, asociados a la
civilización y al progreso, en oposición a los modelos estéticos previos
asociados al atraso, a la barbarie y a los resabios coloniales (LIERNUR y
SILVESTRI, 1993). En la arquitectura escolar, por ejemplo, los edificios
monumentales del siglo XIX, con estructura templar, peristilos y
fachadas profusamente decoradas, fueron dando paso a comienzos del
XX a la construcción con moldes estándar más funcionales, a escala
humana, y en cuya decoración la austeridad y el ascetismo fueron
patrones estéticos a seguir (ZARANKIN, 2001). En las definiciones del
espacio escolar, la curva debió ceder su lugar a la recta.

La maquinaria escolar procesaba –muchas veces mediante la


negación y la persecución- las diferencias de origen de sus alumnos y
docentes, e imponía un imaginario común de cuño ilustrado, con fuertes
elementos positivistas, republicanos y burgueses. Debían formarse
sujetos que amaran la cultura escrita, tuvieran al higienismo, el decoro y
el “buen gusto” como sus símbolos culturales más distinguidos, y se
opusieran al lujo y derroche aristocrático y a la sensualidad y
“brusquedad” de los sectores populares. El ejército normalista fue el
encargado de llevar a cabo esta empresa. Quizá uno de sus mejores
símbolos sea el guardapolvo blanco, elemento que condensa posiciones
estéticas, éticas y políticas, que los escolares y maestros argentinos
utilizan desde comienzos de siglo, y que –como demuestra DUSSEL
(2003)- no fue una imposición del funcionariato sino un invento de los
propios maestros en sus campañas civilizatorias.

Los relatos de sus protagonistas, adalides de este proceso, son un


buen ejemplo para comprender estas operaciones de imposición estética.
Por ejemplo, Juan P. Ramos, en su “Historia de la Instrucción Pública en
Argentina (1810-1910)”, construye una versión en tono claramente
laudatorio de la gesta escolar. Uno de sus principales argumentaciones
es la presentación de los avances de su contemporaneidad en oposición
a los “horrores” previos. Salvo excepciones, las escuelas del pasado son
descriptas como oscuras, húmedas, sucias, frías y mal ventiladas, con
maestros ineptos y despojadas de elementos pedagógicos, en las que –
acorde con dicho entorno- los castigos corporales eran la práctica
cotidiana más común.

Otro caso interesante es el de Jennie E. Howard, una de las


maestras norteamericanas que Sarmiento convocó a la Argentina para
dirigir las Escuelas Normales en el siglo XIX. Llegó en 1883 a los treinta
y nueve años, y falleció en Buenos Aires en 1933. Trabajó en Corrientes,
Córdoba y San Nicolás (Pcia. de Bs. As.). En 1931, ya retirada, publicó
sus memorias en inglés In distant climes and other years, que en 1951
fue traducido al español con el título de En otros años y climas
distantes”. En esa obra marca los efectos de la intervención
modernizadora que venimos presentando, con un hincapié especial en el
lugar que en ella ocupó el proyecto escolarizador.

Al comenzar el libro, Howard describe el Buenos Aires que


encuentra al llegar en 1883 como una ciudad sucia, desagradable, con
mucha presencia de animales y sobre todo maloliente. En sus palabras:

“El caminar por las calles fue excitante, si no regocijador, pues era
preciso andar con cuidado para no caer desde veredas altas e
irregulares a la calzada, pavimentada a trechos con guijarros y
generosamente sembradas de restos de animales y otros desechos.
(..) De todas partes emanaban olores indescriptibles” (18)
Y así se refiere más adelante a las escuelas de Corrientes –en una
descripción que por extensión da cuenta de toda la república-:

“La Escuela Normal de Corrientes fue instalada en su propio


edificio, hecho más bien desusado, ya que la mayoría de las
escuelas comunes funcionaba en una, dos o tres casas particulares
(..). (En ese entonces) Pocas de las escuelas eran de más de un
piso; tenían aulas oscuras y mal ventiladas, carentes por lo
general de ventanas y provistas sólo de puertas que daba a un
patio o a una galería. Las directoras de las escuelas comunes, con
sus familias, solían vivir en los mismos edificios ya que por ser
casadas muchas de ellas, les resultaba cómodo salir de la clase en
cualquier momento para amamantar a un hijo o preparar una
comida” (54)

A lo largo de la obra, se destaca tanto la amabilidad, generosidad


y hospitalidad de los nativos como su tendencia a la holgazanería, y se
brega por un mayor grado de libertad para las mujeres. Los varones
argentinos son mostrados, además, como galantes, corteses y
propensos a adquirir tempranamente “todos los vicios sociales” –como
fumar dentro de las escuelas desde temprana edad-, ya que gozan de
“demasiada libertad”.

Las maestras norteamericanas se propusieron establecer una


estética y una ética en debate con dichas marcas. En sintonía con sus
propias pautas, los extremos en exceso -como la liberalidad de los
varones y el control sobre las mujeres- son mal vistos en aras de la
búsqueda continua de un camino de puntos medios. Para eso se
enfrentaron a la Iglesia católica y propugnaron medidas como la
coeducación, la enseñanza de la educación física y el uso de vestimenta
más suelta e higiénica, e inculcaron en sus alumnos hábitos de conducta
de cuño protestante como la puntualidad y la autoresponsabilidad.

Todo esto tuvo claras articulaciones estéticas. Por ejemplo, dice


Howard sobre el cuerpo femenino:

“Por entonces, los argentinos consideraban a la gordura de las


mujeres como un signo de belleza. Juzgadas por ese patrón, ellas
se sentían de lo más encantadoras cuando, pasados los veinticinco
años, engrosaban enormemente a consecuencia de su afición a los
dulces y a su aversión por cualquier ejercicio. El nuevo régimen, o
sea la introducción de la gimnasia en las escuelas de niñas, unido
a caminatas, remo, esgrima y otros juegos, han producido un
efecto sobre las mujeres de hoy, que lucen una silueta mas
graciosa y menos cargada de carne superfluas”. (55)

Al final del libro, en un capítulo llamado “Un despertar de Rip Van


Winkle”, -el protagonista del cuento de Washington Irving que regresa a
su aldea después de haber dormido veinte años en el bosque sin
saberlo-, la autora usa esa metáfora para señalar los cambios positivos
realizados en sólo cincuenta años. En el Buenos Aires de 1930 hay
hoteles cómodos e higiénicos y las calles están limpias, pavimentadas e
iluminadas con luz eléctrica. Automóviles, trenes y aviones la unen con
el resto del país. Se han realizado importantes obras de saneamiento
urbano que han llevado a la desaparición de los insectos y los olores
nauseabundos. Las mujeres han alcanzado mayores grados de libertad y
participación, y los varones deben acatar ciertas normas de respeto y
urbanidad, como la penalización de la ”molesta costumbre de
estacionarse en las esquinas y grandes avenidas para dirigir expresiones
galantes –y de las otras- a las jóvenes que pasaban”. Los edificios
escolares cuentan con “hermosos locales excelentemente equipados” y
docentes preparados profesionalmente.

Pero el cambio más notable no está en lo que se describe, sino en


el dispositivo que se usa para hacerlo. Para 1930, Buenos Aires ya no es
una realidad que se huele, sino una realidad que se contempla. Las
sensaciones que produce llegan a la conciencia por vía de los ojos y no
de la nariz. Este pasaje del predominio del sentido del olfato al
predominio del sentido de la vista marca los cambios en las experiencias
estéticas hegemónicas. La modernización ha desplazado un sentido
“plebeyo”, que pone en contacto corporal al sujeto y al objeto, para
permitir el despliegue de un sentido “culto”, que establece una distancia
aséptica entre ambos. Los sudores han sido cambiados por los colores
suaves, la humedad por la claridad, y los derroches por la higiene.

La sensibilidad bárbara presente en el Río de La Plata en el siglo


XIX ha sido derrotada por la sensibilidad civilizada 5 . Por eso, en una
anticipación de los trabajos bajtinianos, Howard cierra su descripción de
la Argentina contemporánea a su escritura remarcando la decadencia de
las fiestas de carnaval, en la que ya sólo participaban las “personas de
recursos limitados”, propensas a “arrojar baldes de agua desde las
terrazas a los transeúntes” y a “chacotear entre ellas mismas”. Como
dice Josè P. Barrán al analizar el caso uruguayo: "El Novecientos, que
descubrió las libertades, inventó también las disciplinas. El obrero
obtuvo la jornada de 8 horas, pero dejó de jugar". (1990: 265).

5
Véase BARRAN (1989 y 1990) para el caso uruguayo, y SALESSI
(1999), para el caso argentino.
A modo de cierre

Para concluir estas reflexiones, volvamos a los cuadros de Di


Pietro. En ellos, las intervenciones de la artista –que acercan la
representación de la escuela más a las ilustraciones de Hermegildo
Sabat que al “realismo social” de Antonio Berni- denuncian que los
cuerpos de esos niños y adultos han sido docilitados para volverlos
alumnos y maestros.

Rip van Winkle ha vuelto a despertarse en esas pinturas. Pero en


este caso, su mirada no se detiene en destacar el progreso, sino en
señalar que una misma modulación estética unifica las experiencias
escolares. Cuerpos erguidos y en cierta tensión, mobiliario unificado y
ascético, vestuario limpio, ámbitos inodoros, presencia de la cultura
letrada. Nada de eso es ingenuo: como hemos tratado de demostrar en
este trabajo, esas opciones condensaron luchas sociales de larga duración
que han tenido importantes consecuencias políticas.

Tal vez ése sea uno de los grandes triunfos de la escuela: haber
fraguado el futuro mediante la inculcación en grandes masas de
población de pautas de comportamiento colectivo basadas en los
cánones civilizados de la belleza y la fealdad. La dimensión política de
esta operación se torna evidente, por lo que esperamos que sus efectos
sean objeto de estudio de nuevas investigaciones.
Bibliografía citada

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Uruguay, Tomo I. La cultura Bárbara (1800-1860), Montevideo,
Ediciones Banda Oriental.

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