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jotdown.es/2017/12/leonora-carrington-la-belleza-convulsa/
2017 ha visto varias reediciones de los textos de Carrington, así como nuevas
aproximaciones a su vida y obra. La periodista Joanna Moorhead ha publicado un libro a
partir de diferentes conversaciones con la pintora, tras descubrir en 2009 que eran primas
lejanas. En Una vida surrealista (Turner, 2017), se vuelven a relatar las peripecias de una
juventud llena de sobresaltos y el exilio en México, como madre de familia, artista y gurú
en su casa de la calle Chihuahua, donde recibía a visitantes del mundo entero, buscando
alguna clase de la iluminación que ella empleaba en sus obras. A la espera de tener una
versión en castellano que reúna sus relatos breves (por el momento están desperdigados
en varias antologías y libros difíciles de conseguir), la editorial especializada en literatura
femenina The Dorothy Project ha publicado para el mercado anglosajón The Complete
Stories Of Leonora Carrington, un volumen con todos sus cuentos, desde 1937 a los años
setenta, incluidos tres inéditos.
Solo falta la pequeña colección de nueve fábulas que escribió e ilustró para sus hijos,
Leche del sueño, publicada en castellano en fecha reciente (Fondo de Cultura Económica,
2013). Aviso para compradores que lo hayan asociado con un regalo para niños: esos
cuentos infantiles lo son en la misma medida que el resto de la obra escrita de Carrington;
es decir, producto de una imaginación anclada en la infancia, pero poblada por las
criaturas del sueño, extrañas y terribles. Todos los escritos llevan referencias implícitas a
su biografía, y continúan en palabras las imágenes que ella pintó y moldeó en esculturas.
Son las quimeras de Carrington, que se bifurcan en ramas donde crecen las ideas de
rebelión, deseo y muerte.
Los personajes son híbridos irreverentes de animales y plantas, niños con alas en lugar de
orejas que se alimentan de paredes, mujeres solas que viven en torres o caminan por
desiertos y relatan sus encuentros con apariciones, monstruos y esqueletos parlantes.
Todos sufren la persecución de un mundo que quiere atenazarlos y, en la mayor parte de
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los casos, comérselos en un festín de compleja elaboración; a veces, con ingredientes
repugnantes. Como en sus lienzos, Carrington acude a la figura del caballo para
autorrepresentarse (símbolo de lo salvaje) y utiliza, como hacía en la vida real, una batería
de recetas con especias exóticas y salsas de cocina para unir el mundo de la niñez y los
hechizos de la magia con el día a día de la mujer adulta. Pero una adulta que se niega a
serlo en los términos que se le exige, sin soluciones concretas o rígida dualidad moral. La
inocencia es tan cruel como el mundo de la experiencia.
Como hacen las artistas de las vanguardias, Carrington defiende un territorio, mitad
cerebro, mitad árbol, cuyas medidas cambian según la percepción y donde las fronteras de
género se diluyen. Solo permanece la mujer-narradora, con mente de planeta y cuerpo de
animal mágico. Carrington se transmuta en diferentes versiones de Alicia y demás figuras
creadas por los autores de la edad de oro del cuento victoriano, pero dadas la vuelta, más
sangrientas y burlonas si cabe (por ejemplo, los conejos son caníbales y las heroínas
tienen una hermana vampiro encerrada en el desván), y en esas reinas caprichosas que
quieren despedazar a las protagonistas muestra los conflictos con sus padres y la
determinación de ser independiente, aunque para ello tenga que vivir aislada o rechazada
por el resto del mundo. Son pasajes escritos a pinceladas (literalmente), con la frialdad
doliente de los versos bíblicos (la artista fue educada en la fe católica). Es comprensible
que la crítica literaria no apreciase valor en ellos, ni tampoco sus compañeros de
generación. No cabía en los clichés creados al efecto: demasiado para una chica menuda,
de pelo alborotado y voz grave.
Como hicieron otras figuras surrealistas, Carrington fundió el arte de vanguardia con el
ocultismo: los mitos del folclore anglosajón se mezclaron con los dioses de México, todo
ello sobre una experiencia vital declarada en rebeldía contra las convenciones sociales y
las relaciones autoritarias. Fue expulsada de varios y exclusivos colegios, no se ajustó a la
vida para la que la preparaban sus padres, una más que importante familia de la burguesía
británica. En Londres estaba aprendiendo las técnicas de la perspectiva con Amédée
Ozenfant, aquellas que aplicaría en las grandes habitaciones y espacios fantasmales de
sus cuadros, cuando el prestigioso profesor le presentó a Max Ernst. Los dos huyeron a
París. Carrington tenía veinte años y se integró en los surrealistas, pero no como la
prometedora artista que era, sino como apetecible novia de Ernst, quien le doblaba
ampliamente la edad. La chica rica y rebelde no le cayó simpática a André Breton, que
mantenía un control casi sectario sobre el grupo, y el poeta Paul Éluard sugirió a su
amigo Max que para evitar males mayores se buscaran un nido de amor en el campo. En
una destartalada granja medieval al norte de Aviñón la pareja cultivó vino, escribió cuentos
y pintó murales entre 1937 y 1939.
Down below
Fue una divina demencia / Deseo volver a experimentar el riesgo de estar cuerda / Ese
antídoto para releer los libros de genuina brujería / Aunque los magos duerman, ya que la
magia tiene un elemento de la divinidad que hay que cuidar. («Creo que estaba
hechizada», Emily Dickinson, en homenaje a Elizabeth Browning).
Carrington vivió una historia de amor cimentada por el arte y los anhelos de Max Ernst en
la estudiante inglesa (y pagada por la madre de Leonora), a quien veía como musa casi
adolescente y banco de sueños, pero la pareja fue separada por la II Guerra Mundial. El
pintor alemán, que ya había sido detenido en el 39, volvería a ser apresado por la policía
francesa en mayo del 40, y esta vez trasladado al campo de trabajo de Les Milles,
donde la Gestapo mantuvo confinados a los artistas «degenerados». Carrington huyó a
España acompañada por una pareja de amigos, tras conseguir los documentos necesarios
por medio de su padre, principal accionista de una de las empresas más poderosas de
Gran Bretaña, Imperial Chemical Industries. Y aquí empezó una etapa que marcó su
carácter y su obra. Y que casi acaba con ella. Tras un viaje muy accidentado, en el Madrid
de la recién inaugurada posguerra descubrió un mundo caótico, hambriento y aún
empapado de sangre (en sus propias palabras), que no ayudó a mejorar la situación de la
artista, quien, buscando la manera de aliviar la separación de su amante y un
salvoconducto para poder salir ambos de Europa, enfermó física y mentalmente.
Carrington somatizó estos desvelos por Max Ernst, pero también el sufrimiento de la
ciudad, el mundo bajo el hambre y el miedo, y se sumió en un estado de delirio. Las
autoridades españolas y las británicas no ven con buenos ojos su conducta, porque no
cesa de llamar a los consulados para denunciar conspiraciones y montar escándalos en el
antiguo Hotel Roma (ahora, el Hotel de las Letras, de Gran Vía). En agosto de ese mismo
año, y tras haber pasado varias semanas en estado psicótico, un grupo de soldados
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intenta violarla. Este hecho terrible termina por desconectarla de la realidad. Por orden de
sus padres y a través de los contactos en Madrid, es drogada y conducida al hospital
psiquiátrico del doctor Luis Morales en Santander, una de las pocas instituciones que
existían en España de esta clase, en la enorme finca de su propietario, donde se recluía a
los pacientes de clase muy acomodada.
Además de violentada por los carceleros, Carrington fue tratada con terapia de choque
químico: inyecciones de cardiazol, un fármaco que producía convulsiones tan graves que
en algunos casos llegaba a provocar daños en la columna vertebral. Los días que pasa allí
son espantosos. Ella los recordará —ya establecida en México, adonde llega huyendo de
su familia, que quería volver a recluirla en una residencia psiquiátrica en Sudáfrica— en la
crónica Memorias de abajo (Down Below, 1943) como una catarsis, también como ritual de
limpieza y camino de iniciación. En el texto, que escribió para cerrar de una vez la puerta a
esos recuerdos, se mezclan el colapso físico y el trauma con las visiones propias de la
mente de la artista, además de las tristes condiciones del encierro y el brutal tratamiento
de los psiquiatras, que a punto estuvieron de quebrar su cuerpo y mente. Este recuento de
los días inmediatamente posteriores a la detención de Max Ernst, la huida a España y la
estancia en el psiquiátrico se publicó en México en 1948 (en la revista Las Moradas,
traducido por el poeta César Moro) y no solo es uno de los documentos centrales del arte
surrealista, sino también una de las primeras denuncias sobre el abuso clínico y la peculiar
interpretación institucional de la enfermedad psíquica y sus tratamientos sobre las
mujeres.
Para poner un broche aún más siniestro, el especialista que trató a Carrington en
Santander reconocía al cabo de los años y sin ningún bochorno que «su caso» fue un
ejemplo de conducta desviada, cuya solución requería tratamiento químico y hospitalario
para corregir y canalizar, pero admitía al mismo tiempo que la paciente no tenía ningún
trastorno. Solo había que volver a integrarla en el orden y la corriente establecidas, como
mujer y luego como creadora, si eso era lo que deseaba (estamos hablando de una mujer
perteneciente a una clase social privilegiada, por lo tanto, estas frivolidades podían ser
toleradas; siempre, claro, dentro de ese orden). Logra sortearlo, escapándose en el viaje a
Lisboa de la acompañante que mandó su familia ¡en un submarino! Pide asilo en la
embajada de México y, para que no la echen del país, se casa con un amigo, el
diplomático, extorero y poeta Renato Leduc. Ya separada y establecida dentro de la
comunidad de artistas exiliados, se volvería a casar con el fotógrafo Chiki Weisz. Pero
tendría que volver a huir una vez más en 1968, y esta vez con sus dos hijos, cuando se
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produjeron las manifestaciones en la universidad y la dura represión del ejército, al ser
declarada sospechosa (y amenazada de muerte) de inducir a los estudiantes a las
algaradas.
Detrás de esta delación estuvo la escritora Elena Garro, en un acto inexplicable que
arruinó su vida y apagó una obra brillantísima. Pero esa es otra historia, que corre a la
inversa del calvario de Leonora Carrington por España y México. También es otra historia
la de Max Ernst, pero esta es más bien en plan cadáver exquisito: por fin lograría salir de
Francia con sus cuadros, de la mano de otra rica heredera, Peggy Guggenheim. Antes de
embarcar, la pareja se encontrará por azar con Leonora y su marido en la capital
portuguesa, en un momento digno de acción mágica surrealista, que continuará en Nueva
York las semanas que precedieron al exilio mexicano. Ricas mecenas del arte como
Manka Rubinstein solo tienen ojos y cheques para los pintores, aunque Guggenheim,
también hay que reconocerlo, la incluye en su primera exposición de artistas femeninas,
titulada The Exhibition by 31 Women (1943), para su famosa galería The Art of This
Century, en 1943, formada en su mayor parte por las parejas de los pintores y creadores
masculinos: acompañan a Leonora Frida Kahlo, Xenia Cage o Jacqueline Lamba
Breton. Pero, por muy recomendada que Carrington vaya, todos y todas coinciden en una
misma idea: Leonora está realmente trastornada y no ha superado la ruptura con su
amante-mentor. Nadie habla de la obsesión de Max Ernst por su alumna-amante y los
infructuosos intentos para que no lo abandone en Estados Unidos y marche a México. Se
le pasó pronto. Dejó a su flamante y rica esposa para casarse en cuartas nupcias con la
joven pintora Dorothea Tanning, una artista talentosa cuya imagen y trabajo recuerdan
mucho en sus inicios al de Carrington.
Del lado de las autoridades, esta posición sobre la locura y lo femenino no debe
extrañarnos. Sin embargo, el mismísimo André Breton, en su segunda novela, Nadja
(1924), trataba la relación con una mujer que tenía un desorden psíquico, historia
supuestamente autobiográfica sobre su idilio con Léona Delcourt, pero a medida que ella
avanzaba en su locura, nos hacía partícipes de su alejamiento de la protagonista. De
hecho, el libro termina con ella internada en un manicomio. Para redondear el acto
provocativo, Breton incluyó las Memorias de abajo de Carrington en su Antología del
humor negro, que entenderíamos como una peculiar broma absurda, sobre todo si
tenemos en cuenta la deriva de su pensamiento político. Con las herramientas desatadas
de la poética, el surrealismo fue testigo de la destrucción de Europa como idea y territorio,
pero seguía preso de las relaciones de poder a causa de las diferencias de género.
Figuras como Antonin Artaud experimentaron esta contradicción por caminar lejos del
pensamiento único. Como les sucedió a otras creadoras de su tiempo (Maruja Mallo,
Leonor Fini, Unica Zürn), Leonora Carrington cayó hasta el fondo de los juicios sociales y
farmacológicos por ser mujer fuera de la norma.
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