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aprendizaje
Juan Miguel Batalloso Navas1
Dice Edgar Morín en su conocida obra "Los siete saberes necesarios de la educación
para el futuro" (1999), que dos de los saberes que la educación debe incorporar a la teoría y a
la práctica de nuestras escuelas e instituciones académicas, son en primer lugar, el de los
límites del conocimiento, desvelando sus errores, cegueras e ilusiones y en segundo lugar, el
descubrimiento y utilización de los principios de globalidad, contextualización, complejidad y
multidimensionalidad del conocimiento pertinente.
Es verdad que en gran parte de los foros y eventos de educación en todo el mundo, se
habla y escribe profusamente sobre las valiosas aportaciones de Edgar Morin al conocimiento
educativo, sin embargo en el terreno de la práctica, sus propuestas no acaban de aterrizar y
tomar cuerpo en la vida diaria de nuestras instituciones educativas. Existe pues una especie de
divorcio, entre lo que por un lado proclaman los teóricos y epistemólogos y lo que por otro
lado se vive cada día mediante las políticas educativas que se adoptan, o las prácticas que se
desarrollan en las aulas. Es como si nos hubiésemos quedado irremisible y permanentemente
anclados a criterios, formas, procedimientos y metodologías curriculares del pasado, que
hemos interiorizado como consecuencia o efecto no previsto, de haber reducido la educación
a una escolarización marcadamente impersonal, economicista, nacionalista, patriarcal,
ideologizada y burocratizada. O como si en la apariencia de una percepción supuestamente
objetiva e imparcial, existiesen manchas o defectos en nuestra retina de los que no somos
conscientes, que nos impiden una visión auténticamente nítida y luminosa del paisaje que
tenemos delante.
De la misma forma que existen cegueras e ilusiones del conocimiento como dice Edgar
Morín, sombras en nuestra personalidad como nos enseñó Carl Jung, o zonas oscuras en la
forma de relacionarnos con nosotros mismos, con los demás y con la Naturaleza, existen
también cegueras en lo que hasta ahora hemos venido considerando como procesos de
enseñanza y aprendizaje. Cegueras, que es necesario identificar y tratar adecuadamente con el
fin, no tanto de ganar eficacia en los procesos de aprendizaje y del conocer, que también, sino
de hacer posible lo que me gusta nombrar como coherencia estratégica, es decir, la armonía
entre lo que proclamamos en los discursos como necesidades educativas y lo que hacemos
realmente en la práctica escolar y académica para satisfacerlas.
Una primera zona borrosa o de sombra, pienso que es de naturaleza ontológica, en el
sentido de que los humanos no somos todavía capaces de centrar las finalidades, objetivos y
actividades de la educación en una concepción del nosotros mismos más ajustada a su
Universidad de Sevilla, España–. Ha ejercido la profesión docente durante 35 años, impartido numerosos cursos
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de Formación del Profesorado, dictado Conferencias en España, Brasil, México, Perú y Portugal, publicado varios
libros y numerosos artículos sobre temas de educación. Es Miembro del Consejo Académico Internacional de
UNIVERSITAS NUEVA CIVILIZACIÓN, donde ofrece el Curso e-learning: ‘Orientación Educativa y Vocacional’.
complejidad y a las contradictorias características de nuestra condición, siempre vinculada a
nuestros semejantes y siempre también arraigada en la naturaleza y en la Pachamama común
de la que formamos parte. De hecho cuanto más confundido, desorientado y vacío se
encuentra el ser humano de nuestro tiempo, más sin sentido poseen aquellas instituciones
escolares, exclusivamente dedicadas a asuntos menores, utilitarios y mercantiles.
En el mismo sentido, existe también una ceguera epistemológica, porque aun no
hemos sabido determinar y asumir coherentemente en nuestras instituciones educativas que
tipo de conocimiento es el que vale realmente la pena ser aprendido y enseñado, pero sobre
todo, cuales son los criterios para determinar la validez del conocimiento educativo y
pedagógico. En el fondo la acción docente y educativa de las instituciones se realiza y
desarrolla a partir de supuestos y creencias que tienen más que ver con la reproducción del
orden social dado y heredado de antemano y el paradigma civilizatorio dominante, que con las
necesidades más auténticas del individuo, la sociedad y la naturaleza.
Al mismo tiempo, nos encontramos con una tercera ceguera de carácter sociopolítico,
porque si asumimos plenamente que la educación es un derecho humano universal, como así
se reconoce el artículo 26 de la Declaración de los Derechos Humanos, y se comprende que la
educación es además una herramienta-proceso permanente de transformación y
mejoramiento personal y social, necesariamente su ejercicio y su garantía son de naturaleza
política. Al mismo tiempo, hacer o contribuir al desarrollo de individuos más libres, más
responsables, autónomos, interdependientes, solidarios, más justos, más iguales en dignidad y
derechos, es sin duda una tarea de carácter ético y político. Si “aprender a ser” incluye la
dimensión de ser social, de ser político, “aprender a conocer”, obviamente incluye también la
exigencia de determinar qué tipo de conocimientos y de estrategias son necesarias para
aprender y enseñar en coherencia con la naturaleza social y política de la condición humana.
A estas tres cegueras o zonas borrosas de la educación y los procesos de enseñanza-
aprendizaje, habría que añadir todas las paradojas, contradicciones y mitos que la
escolarización burocratizada ha contribuido a crear, algo que ya nos enseñó Iván Illich a
principios de los años setenta del pasado siglo. La Escuela pues no puede seguir siendo ese
lugar de almacenamiento o aparcamiento de determinados grupos de edad con el fin de
someterlos a disciplinas dirigidas a interiorizar el valor de la obediencia, la sumisión o el
sometimiento. La Escuela por el contrario, debe ser un lugar para el aprendizaje y la enseñanza
de la libertad, la autonomía y la responsabilidad.
En el mismo sentido, la Escuela no puede consistir ya en la gran maquinaria dirigida a
seleccionar socialmente a los individuos supuestamente más capaces, especialmente porque
bajo esta supuesta neutralidad del conocimiento y las habilidades escolares, se ocultan las
diferencias sociales de origen, unas diferencias que es necesario compensar bajo el
tratamiento más adecuado a la diversidad. Ya no podemos continuar creyendo que todos los
alumnos deben obtener los mismos resultados expresados en las mismas escalas competitivas
y selectivas, sino que por el contrario, debemos aspirar a que todos los individuos sin
excepción, educadores y educandos miembros y agentes de una comunidad educativa y
educadora, tengan una plena igualdad de satisfacciones en el desarrollo de su proceso
educativo. Y esto necesariamente conlleva la exigencia de cuestionarse y plantearse muy
seriamente todo ese aparato de control mediante pruebas, exámenes y procedimientos de
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profesorado. 12) Escasa aplicación de estrategias para el ejercicio y desarrollo del pensamiento
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divergente y creativo, así como de procedimientos para aprender por sí mismo. Énfasis casi
exclusivo en las estrategias cognitivas dirigidas a superar exámenes y pruebas. 13) Estructura
curricular rígida y burocrática. Objetivos, contenidos, métodos y criterios de evaluación
centralizados y prefijados de antemano, concebidos como producto y como fines en sí mismos.
14) Contenidos basados en una concepción de la inteligencia básicamente verbal y numérica
aplicada a objetos externos con los que el alumnado no se siente implicado ni motivado
internamente. 15) Evaluación meritocrática, credencialista, unidimensional (sólo se evalúa el
alumnado), selectiva y antidemocrática sin participación de los afectados.
Me parece obvio entonces, que tras el desvelamiento de estas sombras y cegueras,
tengamos que emprender la necesaria, apasionante, aunque siempre compleja y permanente
tarea de repensar y transformar nuestras visiones, intentando alumbrar una nueva forma de
concebir y desarrollar los procesos de enseñanza-aprendizaje y una nueva forma de pensar,
sentir y hacer educación. Una tarea, que por cierto, no es responsabilidad exclusiva de
expertos y especialistas, sino de toda la sociedad y especialmente de ese conjunto de
profesores y profesoras, muy a menudo olvidado, discriminado y marginado por las
administraciones y los políticos de turno y que son, las Maestras y Maestros de Educación
Infantil y Primaria. Urge pues iniciar un nuevo camino, cuyo primer paso considero que debe
realizarse a partir de la dignificación, estímulo, formación, participación y protagonismo del
profesorado de Educación Infantil, Primaria y Secundaria que diariamente afronta la noble
tarea de enseñar y educar a la ciudadanía y la enorme responsabilidad de velar por la
formación integral de la infancia y la juventud.
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