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La herejía totalitaria; por Wolfgang Gil Lugo


Wolfgang Gil Lugo · Wednesday, November 15th, 2017

La victoria de la Verdad sobre la Herejía (1625), de Rubens

“Hereje no es el que arde en la hoguera. Hereje es el que la enciende”


William Shakespeare

¿De qué manera se pueden conectar los conceptos de providencialismo histórico y de


tecnocracia? ¿De qué manera esa conexión puede arrojar luz sobre las fuerzas
políticas que amenazan la democracia?

El providencialismo es la creencia en que Dios es el verdadero protagonista y sujeto


de la Historia. El hombre es solo su objeto, un instrumento en las manos de Dios. El
providencialismo tiene su fundamento en la presentación del suceder histórico como
un proceso lineal desde un origen hasta una meta futura. Esta idea procede de la

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Biblia y posee un fuerte contenido teológico.

Por otra parte, la tecnocracia es un sistema de gobierno dirigido por técnicos. Para
decirlo en una forma más simple: la tecnocracia es el gobierno de los tecnócratas. Los
funcionarios de este tipo de regencia apelan al método científico para brindar
soluciones a la población. De esta manera, las decisiones están orientadas a los
medios y no hacia los fines. Esta idea proviene del positivismo y está cargada de
alusiones gerenciales.

Ambos conceptos se originan en contextos diferentes y poseen connotaciones muy


distintas, pero una herejía de la antigüedad nos podrá ayudar a entender sus
relaciones ocultas.

La herejía de Pelagio

Por medio del libro Los enemigos íntimos de la democracia de Tzvetan Todorov
(2012), descubrimos la influencia del pelagianismo en la cultura occidental. Esta
tendencia de pensamiento tiene su origen en Pelagio (en latín Pelagius), un monje
britano, ascético y acusado de heresiarca, que vivió entre los siglos IV y V d. C. Sufrió
una dura persecución por parte de la iglesia de Roma tras enseñar ideas consideradas
heréticas, tales como su negación del llamado “dogma del Pecado Original”.

Según la doctrina pelagiana el hombre puede ser libre gracias a su voluntad. Su


herejía resulta muy atractiva tras declarar la absoluta independencia del hombre. La
otra cara de la moneda es la tentación del hombre a desafiar a lo divino. San Agustín
de Hipona postuló que la doctrina de Pelagio contenía una idea muy peligrosa: la
absoluta autonomía del sujeto se podía convertir en un acto de soberbia.

En la manera en que lo enuncia Todorov, se hace fácil identificar muchos rasgos


pelagianos en el pensamiento contemporáneo. Viene a la mente Nietzsche, con su
declaración de la muerte de Dios para instaurar el reino del superhombre, así como
Sartre con su libertad individual llevada al extremo. Tanto así que ni siquiera tiene un
bien que la oriente. Al final es un puro arbitrio abandonado a su propia suerte. Todos
los pensadores que siguen este camino terminan en resultados pesimistas. Nietzsche
enfrenta al ser humano a la ausencia del significado de la vida, lo cual expresa
mediante la poderosa metáfora del eterno retorno. De la misma manera, Sartre
declara que la vida es una pasión inútil.

Todorov no se detiene en los problemas de la existencia individual. Utiliza la herejía


pelagiana para explicar muchos movimientos mesiánicos en la política contemporánea.
Así somos testigos del paso del voluntarismo teológico al voluntarismo político.

Del voluntarismo a la guillotina

Todorov nos explica que el voluntarismo está implícito en los movimientos


milenaristas y mesiánicos. El carácter común a todos estos movimientos es que
prometen la transformación radical del mundo. Con el surgimiento del mundo
moderno, tales movimientos religiosos vieron su decadencia. No obstante, el
voluntarismo mesiánico logró mutarse en una forma política secular. Ahora el mesías
no es un individuo enviado por Dios, sino un personaje colectivo: el pueblo. El

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concepto de pueblo es una abstracción que sirve para todo, especialmente para que
algunos individuos se presenten como su encarnación. La renuncia de la modernidad a
lo sobrenatural para evitar la manipulación del poder, crea una nueva estrategia de
dominación. Surge una nueva esperanza. Los humanos fantasean con que el mundo
puede modelarse de acuerdo a sus deseos. Se abre una nueva época donde todo está
permitido y todo es posible.

Como los pelagianos, los revolucionarios piensan que no debe ponerse la


menor traba a la progresión infinita de la humanidad. El pecado original es
una superstición de la que hay que librarse. (Los enemigos íntimos de la
democracia, p. 37).

La primera etapa de esta orientación ideológica se hace evidente en la Revolución


Francesa. Los jacobinos consideran que las personas son una materia informe que el
esfuerzo de voluntad puede moldear hasta darle una forma perfecta. La tarea es
convertir a los hombres en virtuosos y felices, aunque se resistan. Para tal fin, hay que
dotarse de una buena legislación. Así tiene lugar una catarata de leyes que pretenden
imponer el paraíso terrenal. Frente a esa tarea, cualquier sacrificio es poco, aunque
paradójicamente la realidad degenere en terror.

Esto es lo que Camus llamó el “asesinato lógico”. Cuando el pensamiento se encuentra


ante el absurdo, es decir, que no hay un sentido de la vida, tiene dos opciones: o el
suicidio individual o la destrucción de los demás para justificar la dictadura que
realizará la utopía.

De la guillotina al genocidio

La segunda etapa del voluntarismo político se hace evidente en la revolución soviética.


El marxismo interpreta la historia humana como una inevitable y despiadada lucha de
clases que dará por resultado la sociedad sin clases y la felicidad universal. Todo esto
está inscrito en las leyes de la historia. El marxismo había predicho que la revolución
tendría lugar mediante un proceso histórico determinista, es decir, por medio de unos
mecanismos donde la voluntad humana no tiene lugar.

Aquí tiene lugar la innovación de Lenin. El líder comunista afirma que una élite
ilustrada de revolucionarios profesionales puede identificar el curso de la historia y
acelerar su ritmo. Lenin no se atreve a confesarlo abiertamente, pero ha puesto patas
arriba la doctrina marxista. En el marxismo clásico la existencia determina la
conciencia. Ahora es a la inversa: la conciencia determina la existencia. Para decirlo
de otra manera, el voluntarismo es más importante que el determinismo. El marxismo
clásico había predicho que la revolución tendría lugar en los países industrializados,
debido a sus amplias poblaciones proletarias. La voluntad de los dirigentes comunistas
rusos cambia ese esquema. La revolución ha tenido lugar en un país campesino. La
diferencia la hace el partido comunista ruso.

En adelante la lucha será liderada ya no por los proletarios, sino por el


partido, formado por revolucionarios profesionales surgidos de la burguesía y
del ámbito intelectual, dedicados a la causa en cuerpo y alma. La dictadura
del proletariado será indispensable para transformar la sociedad en función

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del programa preestablecido. Este cambio radical de la doctrina permitirá


dejar de tener en cuenta el estado real del país y sustituirlo por toda una serie
de ficciones, según la necesidad del partido en cada etapa de la historia.
(IBIDEM p. 42-43).

Todorov explica que el proyecto totalitario lleva implícito el genocidio. Supone un


ideal de transformación absoluta de la sociedad, pero sobre todo un método para
imponerla: control absoluto de la sociedad y eliminación de sectores completos de la
población. Esta ansia de control absoluto es la que diferencia al mesianismo totalitario
de cualquier mesianismo anterior.

El final de los radicalismos

Con mucha penetración interpretativa, Todorov devela cómo la quiebra de las


religiones tradicionales ha dado lugar a la nueva forma de religiosidad totalitaria.

En su búsqueda de una salvación temporal, esta doctrina no reserva un lugar


a Dios, pero conserva otros rasgos de la antigua religión, como la fe ciega en
los nuevos dogmas, el fervor en sus acciones y en el proselitismo de sus fieles,
y la conversión de sus partidarios caídos en la lucha en mártires, en figuras a
adorar como santos. (IBIDEM p. 38).

Los totalitarismos encarnan una cosmovisión providencialista de la historia. Ellos


radicalizan la voluntad colectiva contra las libertades individuales. Por eso hay que
permitir que la voluntad general se imponga sin ningún límite. Todorov nota que la
doctrina neoliberal es la postura radical inversa. Toma partido por las libertades
individuales en contra de la voluntad general. Por eso propone que no exista ninguna
limitación a esas libertades, especialmente la libertad del mercado, la cual debe
conformar a la sociedad por sí sola. Las libertades, dejadas por su cuenta, permitirán
que se realice el fin de la historia. Por tanto, el neoliberalismo también es una
cosmovisión providencialista de la historia.

La radicalización neoliberal no puede ser la solución a los problemas políticos y


sociales. Con mucha prudencia, Todorov conjetura que debe haber una solución que
no sea extremista.

Si dejamos de lado estas visiones providencialistas de la historia, podemos


fomentar la libertad de las voluntades, como quería Pelagio, pero poniéndoles
un límite, como hacía Agustín, con la salvedad de que ese límite ya no es
consecuencia de la fatalidad del pecado original, sino del interés común, que
corresponde a la sociedad en la que vivimos. Ha llegado el momento de dejar
atrás la alternativa estéril del todo o nada. (IBIDEM, p. 137-8).

Lo dicho por Todorov resuena positivamente con Isaiah Berlín, quien, en Dos
conceptos de libertad, nos alerta contra las doctrinas políticas que consideran al bien
común con un solo significado. Tales doctrinas dan el bien por supuesto y consideran
que basta con encontrar los métodos para realizarla. No hay una discusión sobre los
fines, los cuales parecen evidentes, solo sobre los medios. Es una concepción
tecnocrática de la vida política. Eso estaría presente las concepciones
providencialistas de la historia, tanto en los totalitarismos como en el neoliberalismo.

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En consecuencia, una saludable democracia debe considerar al bien como multívoco,


con varios significados, pues solo mediante el diálogo podemos reducir esos
significados para encontrar un acuerdo que haga posible la vida en común. En tal
sentido, afirma Ernesto Sábato:

“La vida del espíritu es un diálogo, en el que la verdad va saliendo


tortuosamente, a menudo con violencia, en una larga y complicada
contraposición de opiniones”.

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