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El ‘Affaire’ Sokal, el Ataque Posmodernista a la Ciencia

y la Impostura Intelectual

por Edison Otero

[Publicado en Estudios Sociales [Chile], no. 100, Trimestre 2, 1999, pp. 9-38.]

Hace unos cuarenta y tantos años, el filósofo marxista Georgy Lukács se lamentaba de la
expansión de las tendencias irracionalistas en la filosofía de su tiempo (Lukács 1953). En un
texto titulado “El Asalto a la Razón”, denunciaba el irracionalismo filosófico (desde
Schelling a Heidegger, pasando por Nietszche, Dilthey, Jaspers o Max Weber) como la
estrategia ideológica reaccionaria de la burguesía en contra del marxismo y el avance
incontenible del comunismo soviético. Convencido de la verdad última e incuestionable del
marxismo concebía su denuncia como un esfuerzo en la tarea de derribar el sistema
capitalista. Pensado como un homenaje a Stalin, “El Asalto a la Razón” resultó ser un libro
militante y unilateral, una pieza de museo apologética de lo que terminó siendo una de las
experiencias criminales más chocantes del siglo. Si Lukács viviera hoy tendría razones de
sobra para aumentar su inquietud hasta el paroxismo. En muchos medios académicos
actuales, en Europa, Estados Unidos y Latinoamérica, un polifacético neomarxismo,
combinado con dosis variantes de constructivismo, relativismo, deconstruccionismo,
subjetivismo, orientalismo New Age, feminismo, ecologismo, o estudios culturales (en una
palabra, podríamos decir ‘postmodernismo’), hace gala de un acérrimo ataque a la razón y a
la ciencia. Muchas expresiones de esta expansiva tendencia tienen el claro perfil de moda
intelectual, con no poco frecuentes signos de impostura intelectual. Para ser precisos, este
irracionalismo de moda ha contagiado, en particular y principalmente, a las humanidades y
las ciencias sociales.

Luego de un par de décadas de este alegre contagio, se ha producido una creciente


reacción en diversos medios académicos, una de cuyas expresiones es la publicación de
diversos textos de evidente impacto (Gross and Levitt 1994, Gross, Levitt and Lewis 1996,
Koertge 1998, Sokal and Bricmont 1998). Esta literatura reciente, producida por figuras
destacadas de las ciencias apellidadas ‘duras’ (físicos, matemáticos, biólogos, etc.), ha sido
precedida por otra de carácter filosófico, característicamente anti-relavista y
anticonstructivista (Stove 1982, Kolakowski 1992, Gellner 1992, Bunge 1993, Holton 1994,
Popper 1994, Laudan 1996). En honor a la verdad, pueden rastrearse sus raíces en autores
tan diversos como Bertrand Russell o Karl Jaspers, Stanislav Andreski o Pitirim Sorokin.

A diferencia de otros abordajes, de difícil comienzo dada la sutileza conceptual de los


temas, el nuestro tiene una ventaja clara a su favor cual es la ocurrencia de un
acontecimiento que se ha convertido en un hito de la reacción contra las modas
postmodernistas en los medios intelectuales. Tal acontecimiento ha sido denominado, de un
modo un tanto sensacionalista, como el `affaire Sokal’, y ha sido capaz de generar un
abultado dossier de respuestas y contrarespuestas. En 1995, Alan Sokal, profesor de Física
de la New York University, envió un artículo a la revista Social Text. Esta revista gozaba a
la fecha de un evidente prestigio en el ámbito de los estudios culturales estadounidenses.
Con el título de “Trasgrediendo las Fronteras: hacia una Hermenéutica Transformacional de
la Gravitación Cuántica”, el artículo aceptado fue publicado al año siguiente, 1996, en el
número 46-47 de la revista. Lleno de sesudas y expertas consideraciones físicas, está
sazonado con enjundiosas citas de luminarias como Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Bruno
Latour, Julia Kristeva, o Jacques Lacan (Sokal 1998, 212-258).

Hasta aquí se trata de una historia común y silvestre. Pero pasa a convertirse en una
historia fuera de lo común cuando Sokal publica un segundo artículo denominado “Los
Experimentos de un Físico con los Estudios Culturales”, esta vez en la revista Lingua
Franca, revelando que el artículo anterior es una parodia, una pieza armada intencionalmente
con el propósito de poner a la vista algunos rasgos imposturales de la literatura habitual en
los estudios culturales. Sokal envía después un nuevo artículo a la revista Social Text , con el
título de “Trasgrediendo las Fronteras: una Post Data”. Como era previsible, dado el ridículo
implicado, los editores se negaron a la publicación de este trabajo. Fue incluído, sin
embargo, en el segundo semestre de 1996 en la revista Dissent Nº 43 (Sokal 1998, 268-280).
No hace falta mucha imaginación para inferir las reacciones que este episodio ha generado
en los últimos años. En muchísimo tiempo los medios académicos franceses y
estadounidenses no habían experimentado tal estremecimiento. Aunque Sokal ha producido
un sinnúmero de polémicos artículos, lo sustantivo se halla contenido en “Impostures
Intellectuelles”, un libro publicado en Francia en 1997, en coautoría con Jean Bricmont
-físico teórico de la Universidad de Lovaina, Bélgica. El año pasado, ha aparecido la versión
inglesa con el título de “Fashionable Nonsense. Postmodern Intellectuals’ Abuse of
Science”. Sokal y Bricmont dedican un capítulo distinto para cada uno de los autores citados
en la parodia original: Lacan, Kristeva, Irigaray, Latour, Baudrillard, Deleuze, Guattari,
Virilio, además de intermedios para Kuhn, Feyerabend, Bloor, Barnes, Lyotard, etc.

Sokal y Bricmont sostienen que su libro tiene dos propósitos. El primero de ellos es
denunciar el abuso de los conceptos científicos por parte de connotados autores: “Mostramos
que famosos intelectuales como Lacan, Kristeva, Irigaray, Baudrillard, y Deleuze, han
abusado repetidamente de los conceptos y la terminología científica: sea usando las ideas
2
científicas totalmente fuera de contexto, sin dar la más mínima justificación, ...sea
esparciendo jerga científica entre lectores no-científicos sin ninguna consideración de su
relevancia o incluso de su significado” (1998, x). En este caso, el dedo acusador apunta a
una serie de prácticas intelectuales, muy extendidas entre los autores postmodernistas:
“..mistificación, lenguaje deliberadamente oscuro, pensamiento confuso, y mal uso de
conceptos científicos” (1998, xi). El segundo propósito es enfrentar críticamente el
relativismo epistemológico, “a saber, la idea (...) de que la ciencia moderna no es más que un
‘mito’, una ‘narración’ o una ‘construcción social’ entre otras” (1998, x). A falta de un
término mejor, estas expresiones pueden ser consideradas como ‘postmodernismo’: “ una
corriente intelectual caracterizada por el rechazo más o menos explícito de la tradición
racionalista de la Ilustración, por discursos teóricos desconectados de todo test empírico, y
por un relativismo cognitivo y cultural que considera la ciencia como nada más que una
‘narración’, un ‘mito’ o una construcción social entre otras” (1998, 1).

Sokal y Bricmont ponen a la vista algunas de las tácticas usadas en este indesmentible
abuso de los conceptos científicos:

(a) uso de teorías científicas acerca de las cuales, en el mejor de los casos, se tiene una
vaga idea;
(b) importación de conceptos desde las ciencias naturales a las humanidades o las
ciencias sociales sin la más mínima justificación;
(c) despliegue de erudición superficial, manejando términos técnicos en contextos
completamente irrelevantes;
(d) manipulación de frases carentes de significado, con exhibición de una verdadera
intoxicación con palabras.

Estas tácticas conforman con frecuencia en la literatura postmodernista casos evidentes


de charlatanería. Por cierto, esta enumeración recuerda las mejores páginas de Sorokin y de
Andreski y actualizan otra vez el frágil límite en el que se mueven las humanidades y las
ciencias sociales1. De una parte, está la vulnerabilidad política, esa que intoxicó a las
ciencias sociales en los años ‘60 y que dio argumentos a Popper para afirmar que una
comprensión de la ciencia no podía fundarse en disciplinas con apego errático a las normas
de la competencia intelectual (Popper 1970). De la otra, está la vulnerabilidad linguística,
esa tentación de reemplazar la falta de profundidad con jerga y terminología vacías,

1
He examinado sumariamente los planteamientos clásicos de Sorokin y Andreski en mi artículo
“Materiales para una idea de impostura intelectual”, 1988. Además de estos autores, se examinan otros hitos
de la historia intelectual de occidente, cuyo centro es la denuncia de la impostura: Sócrates, Platón, Erasmo,
Rabelais, entre otros. Entre los hitos contemporáneos dignos de incluirse en una historia reciente de la
impostura, yo destacaría en particular la obra del filósofo ruso Alexandre Zinoviev. En el ámbito de la sátira
literaria del postmodernismo, recomiendo a A.A.. Berger, 1997.
3
merecedoras de una mirada nominalista2 (2). Resulta paradójico, cuando menos, observar
cómo un abierto cuestionamiento de la ciencia moderna (‘occidental’, ‘falocéntrica’,
‘autoritaria’, etc.) va acompañado de un frecuente uso, aunque impostural, de los conceptos
de esa misma ciencia.

Reproduzcamos, y sólo a modo de expediente, algunos detalles del cuestionamiento de


Sokal y Bricmont a algunas figuras postmodernistas, particularmente en lo que dice relación
con su uso abusivo y arbitrario de los conceptos científicos.. De Jacques Lacan dicen que
“...al mismo tiempo que proclama ser ‘preciso’, confunde los números racionales y los
números imaginarios. No tienen nada que ver los unos con los otros” (p.25). Acerca de
algunos despliegues algebráicos de Lacan, afirman: “Sus ‘cálculos’ son pura fantasía”
(p.26). Concluyen que resultan absolutamente arbitrarias las relaciones que Lacan intenta
establecer entre psicoanálisis y matemáticas. Y ello, esencialmente, porque en las páginas de
Lacan no hay intento alguno por contrastar empíricamente lo que se dice: todo se juega en
citas y análisis de textos y conceptos. A propósito de Julia Kristeva y sus reflexiones sobre el
Teorema de Gödel, sostienen: “Kristeva muestra que no entiende los conceptos matemáticos
que invoca....Gödel demostró exactamente lo opuesto de lo que Kristeva pretende” (p.49).
Sokal y Bricmont no tienen aprensiones para decir que Kristeva trata de impresionar a sus
lectores con palabras fascinantes que “..obviamente no comprende” (p.48). En lo sustantivo,
acusan a esta autora de no desarrollar esfuerzo alguno por justificar la relevancia que ciertos
conceptos matemáticos -según ella sostiene- tendrían en la lingüística, la crítica literaria, la
filosofía política o el psicoanálisis.

En cuanto a Luce Irigaray, esta autora recurre con frecuencia a conceptos de la teoría de
la relatividad de Einstein y a la física atómica. Para Sokal y Bricmont,
“...desafortunadamente, su conocimiento de la lógica matemática es tan superficial como su
conocimiento de la física” (p.117). Irigaray usa, en uno de su textos, la expresión
‘aceleraciones sin reequilibrios electromagnéticos’. Nuestros críticos comentan: “Esa
expresión no tiene ningún significado en física; es, enteramente, una invención de Irigaray”
(p.108). Por relación a Bruno Latour, reputado sociólogo de la ciencia, los disparos de Sokal
y Bricmont no son menos mordaces. El tratamiento que Latour hace de la teoría de la
relatividad de Einstein es una expresión de los problemas a los que se enfrenta un sociólogo
cuando intenta analizar el contenido de una teoría científica que no entiende muy bien. En
una palabra, Latour malentiende. Y lo central, no tiene ningún fundamento suponer que los
conceptos de la teoría de la relatividad tengan alguna implicación para la sociología.
Respecto de Braudillard, Sokal y Bricmont detectan una variedad de confusiones científicas,
particularmente en relación a la teoría del caos. Sus análisis caen en el terreno de lo absurdo.
Baudrillard usa un lenguaje “pomposo y carente de sentido” (p.153).

Gilles Deleuze y Félix Guattari, a su vez, emplean jerga pseudo-científica, llena de


afirmaciones sin sentido, banales y confusas. Más aún, desarrollan “..mistificaciones sobre
2
Para una excelente examen de los planteamientos nominalistas, ver Carré 1961.
4
objetos matemáticos que han sido bien comprendidos desde hace 150 años” (p.165). Sobre
Paul Virilio, Sokal y Bricmont aumentan el tono de sus denuncias: “..lo que presenta como
ciencia es una mezcla de confusiones monumentales y fantasías salvajes. Además, sus
analogías entre la física y las cuestiones sociales son de la mayor arbitrariedad imaginable,
cuando simplemente no se intoxica con sus propias palabras” (p.169). Les sorprende que
Virilio copie conscientemente una afirmación que manifiestamente no entiende, desarrolle
sobre ella comentarios del todo arbitrarios y, aún así, “...sea tomado en serio por los editores,
los comentaristas y los lectores” (p.172). Virilio es, según ellos, el ejemplo más perfecto de
diarrea de la escritura.

Como puede apreciarse, la denuncia es directa y precisa. No se refiere a cada uno de los
acusados en el total de su obra sino, exactamente, al uso negligente e incompetente de
conceptos y teorías científicas. Sobre el resto de la producción de cada autor, Sokal y
Bricmont no se pronuncian. Esta abstención es significativa: quiere decir que suspenden el
juicio porque no se autoconsideran competentes para pronunciarse. Sería una contradicción
si lo hicieran, pues ese defecto es precisamente el que ellos imputan a sus acusados: hablar
sobre lo que no saben y, en consecuencia, producir charlatanería. Por otra parte, resulta no
poco interesante advertir sobre la composición de la muestra de autores elegidos por Sokal y
Bricmont; ocurre que la mayor parte de ellos pertenece al mundo académico francés. No es
la primera vez que el dedo acusador apunta contra la producción intelectual gala,
particularmente en los ámbitos de las humanidades y las ciencias sociales, allí donde se
produce una ambigua zona de intersección de reflexión filosófica y literatura, lógica y
estética3. En 1993, Arthur Asa Berger había llamado ya la atención sobre la obsecuencia con
que la investigación estadounidense en comunicación de masas se dejaba impresionar por la
autores franceses y europeos en general (Berger 1993). En términos más ácidos aún, Mario
Bunge había dicho lo propio años antes, definiendo el postmodernismo: “Es, simplemente
ponerle nombre a esa gran fábrica de basura intelectual que hay en París, la mayor
exportadora de basura intelectual del mundo. Por eso ahí van, como moscas, todos los
amantes de basura” (Serroni-Copello 1989).

Abordemos ahora el esfuerzo de Sokal y Bricmont destinado a identificar los recursos


que conforman la producción impostural de los autores seleccionados. En un apretado
resumen, estos son algunos de esos recursos:

1. Indiferencia, cuando no desdén, por los hechos.


2. Indiferencia, cuando no desdén, por la lógica.
3
Sobre el tema pueden consultarse, a modo de ejemplo, las consideraciones desarrolladas por J.G.
Melquior (1988, cap.I), quien utiliza el concepto de ‘literofilosofía’. Sin embargo, un retrato del estilo francés
de hacer filosofía está agudamente logrado por Jacques Bouveresse. El párrafo siguiente ilustra su juicio: “En
Francia, la filosofía es ante todo una disciplina literaria, en la que la calidad de la ‘escritura’ casi puede volver
secundarios tanto el contenido como la argumentación” (1989, 57).
5
3. Erudición científica excesivamente superficial e irrelevante.
4. Uso extendido de jerga aparentemente científica.
5. Uso indiscriminado y arbitrario de la metáfora y la analogía.
6. Estilo oscuro de exposición como signo de supuesta profundidad.
7. Despliegue de generalizaciones arbitrarias.

Dediquemos algunas consideraciones a estos recursos; por ejemplo, la indiferencia por


los hechos. Este rasgo caracteriza centralmente a la actitud llamada crítica, no en el sentido
popperiano de la expresión -que es sinónima de ‘racional’- sino aquella inspirada
principalmente en la teoría crítica de la sociedad, al estilo Adorno-Horkheimer. ‘Crítico’ es,
en este contexto, un pensamiento opositor que sobrevive como una expresión moral única en
el escenario de una sociedad totalitaria, hegemónica, que controla meticulosamente a todos
sus miembros. A tal grado opera esta dominación y está de tal manera introyectada que
cualquier intento por describirla y comprenderla vía testimonio de los sujetos miembros de
la sociedad en cuestión debe ser desautorizado por principio; este argumento constituyó la
base de la postura negativa de los teóricos críticos frente a la investigación empírica
prevalente en la sociología estadounidense hacia mediados de siglo. Pero esta
desautorización no es el resultado de la comprobación confiable de lo que se afirma sino de
una inferencia a partir de un supuesto: la sociedad totalitaria (sociedad de masas) es un
hecho y lo seguirá siendo. La consecuencia más inquietante de este procedimiento consiste
en la eximición que los teóricos críticos se autoaplican de tener que comprobar, demostrar o
someter a contrastación sus afirmaciones globales. Este autoestatuto ad hoc resulta aún más
arbitrario cuando se adosa a un cierto fundamentalismo moral de curioso perfil, manifestado
en una diversidad de adjetivos limítrofes: “empobrecimiento del espíritu, industria cultural
corrompida, medios de comunicación malignos, idolatría de lo vulgar, barbarie,
antihumanidad, depravación de la cultura, corrupción del proletariado, horrorosa realidad del
hombre masa, ciénaga de embrutecimiento espiritual, páramo destructor de conciencias..”
(Otero 1998, 92).

Por ningún lado es posible hallar en la argumentación ‘crítica’ el cumplimiento de esa


norma básica de cualquier elucidación científica: el sometimiento de las afirmaciones que se
hacen al contralor de los hechos, los datos, los antecedentes, las realidades. Con el propósito
de no ser objetos del mismo juicio a las afirmaciones generales abstractas de los teóricos
críticos, nuestro juicio general puede ser sometido a evaluación específica. Un área de
estudios en la que ha proliferado históricamente el estilo de los teóricos críticos, y su
consabida indiferencia por los hechos, es la investigación sobre los medios de comunicación;
diversos estudios consideran a la teoría crítica como una de las tradiciones que se ha
desarrollado en el área, junto con la ciencia social de corte empírica y los estudios
interpretativos. En un trabajo dedicado al tema, Fink y Gantz someten estas tradiciones a un
estudio de sus rasgos epistemológicos y metodológicos, considerando variables de análisis
como el tipo de hipótesis que se formulan, la estructuración de las muestras, la recolección
de datos, el análisis de los datos, la verificación o la generalización. Con este propósito,
6
examinan 253 artículos publicados en 10 revistas estadounidenses especializadas en
comunicación, con comité editorial. En relación a la variable ‘verificación’, los autores
concluyen: “En las tradiciones interpretativa y crítica, casi todos los artículos (97 y 98%,
respectivamente) no presentan verificación” (Fink y Gantz 1996, 9). Algunas páginas más
adelante, comentan: “No era de esperar que los estudiosos críticos utilizaran algún
procedimiento formal de verificación, y casi todos no lo hicieron. Esto encaja con la
tradición crítica porque la crítica, por su naturaleza, es difícil de verificar. Cuando se aplica
una perspectiva crítica con el intento de argumentar en pro del cambio, la verificación sólo
puede ser dejada a aquellos que están de acuerdo con esa perspectiva. (...)Aquellos que están
de acuerdo con la ideología del estudioso pueden verificar sus conclusiones, y aquellos que
no están de acuerdo no pueden” (1996, 12).

Como puede apreciarse, la indiferencia ante los hechos que es uno de los recursos de la
literatura postmodernista tiene, entre sus raíces, el estilo especulativo y abstracto de la
actitud crítica de la Escuela de Frankfurt4. La ninguna referencia a los hechos está también
expresada en el recurso a la utopía; puede decirse que es su correlato. La crítica a las
sociedades existentes no es hecha a partir de una experiencia social del pasado, o
contemporánea, sino desde el punto de vista de la perfección: la sociedad perfectamente
justa, perfectamente igualitaria, perfectamente solidaria. Lo importante a consignar aquí es
que, con ese punto referencial, ninguna sociedad presente o pasada resiste la comparación.

El desdén por los hechos tiene una implicación sustantiva que es necesario poner a la
vista: permite soslayar la norma de someter nuestras afirmaciones a los tests de la
observación y el experimento. En suma, es la pretensión de que existen juicios, postulados o
tesis que pueden eximirse de ser contrastadas frente a la evidencia empírica. El corolario de
esta pretensión es que, entonces, se puede decir cualquier cosa y se ha abierto el camino para
la más absoluta arbitrariedad. A falta de justificación imparcial y objetiva, valen el recurso a
la autoridad o a literatura que se reputa como sagrada, sobre todo cuando se ha proclamado
previamente la igualdad cognitiva de todos los discursos -incluyendo el científico.

Nuestra alusión a la teoría crítica de la sociedad como actitud inspiradora básica, puede
respaldarse todavía más si se considera que exhibe algunos otros de los rasgos identificados
por Sokal y Bricmont entre los postmodernistas. Uno de ellos es el consignado en el número
6 de la enumeración: estilo oscuro de exposición como signo de supuesta profundidad. Tal
es el juicio que diversos escritos de Theodor Adorno le merecieron a Karl Popper. Le
parecieron tan faltos de sencillez, claridad y modestia que simplemente abortaban la
posibilidad de discusión seria. En lo fundamental, los consideró ejercicios de trivialidad
acompañados de lenguaje grandilocuente (Popper 1997, 80). En un tono bastante más
polémico, Popper se refiere después a los escritos de Adorno sobre epistemología y filosofía:
“...podrían calificarse de mero charlatanismo” (1997, 84).
4
La relación entre posmodernismo y teoría crítica está sugerida por Ernest Gellner, aunque no
especificada como lo proponemos aquí (Gellner 1994, 48-53).
7
Continuando con nuestro comentario a la enumeración de Sokal y Bricmont, el recurso
de usar jerga aparentemente científica es la expresión de un hecho paradójico que linda
claramente con el procedimiento de desdeñar la lógica. A nuestro juicio, constituye una
paradoja que, al mismo tiempo que se elabora un ‘discurso’ anticiencia, se utilice
terminología y conceptualización científica para construir tipos de conocimiento
supuestamente alternativos. Esto es lisa y llanamente un argumento de autoridad, lo cual
expresa la tentación anti-intelectual a la que cede todo el tiempo el estilo posmodernista de
argumentación. Por otra parte, es notorio cómo este recurso reproduce una vez más el
complejo de imitación de las ciencias físicas, matemáticas y biológicas que caracteriza a
muchos especialistas de las humanidades y las ciencias sociales. Ni un solo ejemplo de
terminología científica es tomado de la sociología o de la antropología; los referentes
preferidos son la teoría del caos, la relatividad, la mecánica de fluídos, la topología, la
mecánica cuántica,. No obstante, esta es, al mismo tiempo, la ciencia desautorizada como
falocéntrica, patriarcal y autoritaria. Y en el caso del más recurrido de los autores para la
argumentación que reduce la ciencia a un discurso socialmente construído como cualquier
otro, a saber Thomas S. Kuhn, ni uno solo de sus ejemplos de ciencia normal o de
revolución científica es ubicable en el ámbito de las ciencias sociales (Otero 1998). Ni qué
decir que el propio Kuhn desautorizó el uso abusivo de sus tesis por parte del llamado
Programa Fuerte de Sociología de la Ciencia.

Según los autores de “Fashionable Nonsense”, el discurso oscuro del postmodernismo,


lleno de juegos de palabras, tiene consecuencias que no se pueden soslayar: genera
deshonestidad intelectual, envenena parte de la vida intelectual, fortalece el anti-
intelectualismo, produce una confusión cultural que favorece el oscurantismo. Más en lo
específico, provoca una tremenda “...pérdida de tiempo en las ciencias humanas” (1998,
206). Es perfectamente posible concentrar toda la denuncia de Sokal y Bricmont, en materia
de impostura, en un tema definitorio: el descenso de los estándares de calidad en el trabajo
intelectual en las universidades estadounidenses. Y, puede decirse sin peligro de
contradicción, en todas las instituciones académicas en las que el estilo postmodernista ha
encontrado eco en cualquier parte del mundo. Las universidades latinoamericanas, en
general, pueden ser integradas al mismo diagnóstico. Es un hecho que la subvaloración
arbitraria de la ciencia, las sospechas dirigidas a la racionalidad y la tesis de la equivalencia
cognitiva de todos los ‘discursos’ -la ciencia, la religión, el mito, la superstición, etc.- genera
a corto andar el desate de todas las normas de rigor y consistencia que se exigen de la
reflexión seria. El oficio intelectual queda así vulnerable a sus peores tentaciones, aquellas
que lo acercan peligrosamente a la charlatanería, de una parte, y su inconsciente inserción en
programas políticos contingentes, de la otra. Entre la impostura y su instrumentalización en
el chantaje de la táctica política, la actividad intelectual desfallece y pierde su capacidad de
esclarecimiento.

8
Una profunda inquietud sobre el fenómeno de la caída de los estándares de calidad del
trabajo académico informa los planteamientos de un libro precursor y antecedente directo del
texto de Sokal y Bricmont: “Higher Superstition. The Academic Left and Its Quarrels with
Science”, cuyos autores son el Profesor Emérito de Ciencias de la Vida, Paul R. Gross, y
Norman Levitt. Profesor de matemáticas de la Universidad Rutgers. Este libro data de 1994,
y ha sido reeditado recientemente (Gross and Levitt 1998). Formando parte de una amplia
comunidad intelectual adscrita al sistema académico estadounidense, los autores
experimentan gran inquietud por la proliferación de distorsiones y exageraciones acerca de
la ciencia, las que, según afirman, amenazan con envenenar la cohesión intelectual necesaria
para la sobrevencia de una universidad que se respete. Así, les ha ocurrido “..encontrarse con
libros que pontifican acerca de la crisis intelectual de la física contemporánea, cuyos autores
nunca se han complicado siquiera con un simple problema de estadística; ensayos que hacen
referencias de conocedores a la teoría del caos, de autores que no podrían reconocer, y
mucho menos resolver, una ecuación diferencial lineal de primer orden; andanadas sobre la
tiranía semiótica del ADN y de la biología molecular por parte de estudiosos que nunca han
estado en un laboratorio real, o preguntado cómo la droga que toman baja su presión
sanguínea” (1998, 6). Como podemos apreciar, está en juego aquí el problema de la
competencia intelectual. La acusación de Gross y Levitt está dirigida ante todo a autores que
revelan falta de idoneidad, puesto que hablan de lo que no saben. Esto los desautoriza. Sin
embargo, a Gross y Levitt les sorprende de sobremanera la expansión de este estilo
impostural en la literatura postmodernista, particularmente en los cientistas sociales teóricos
y en los críticos literarios profesionales y, todavía más específicamente, en sus ataques a la
ciencia y a los cánones de objetividad y evidencia empírica. Les llama la atención la
popularidad que este estilo engañoso llega a tener en las humanidades y las ciencias sociales
y el formato temático que adopta: “Cada practicante arma su arsenal con partes y piezas
polémicas favoritas -un poco de marxismo para enfatizar la estrecha alianza de la ciencia con
la explotación económica, un poco de feminismo para delatar el sexismo de la práctica
científica, un poco de deconstruccionismo para subvertir la lectura tradicional de la teoría
científica, tal vez un poco de afrocentrismo para socavar la noción de que los logros
científicos están inevitablemente ligados a los valores culturales Europeos. Las proporciones
y los énfasis varían de un texto a otro, pero, en tanto uno se familiariza con este cuerpo de
teoría, aparecen las unidades subyacentes” (1998, 11). A la hora de identificar a los adalides
de estos planteamientos anti-ciencia, Gross y Levitt distinguen a los constructivistas
culturales -en versión antropológica o sociológica-, los postmodernistas, las feministas
críticas y los ambientalistas radicales, la mayor parte de ellos ubicables en la izquierda
política del mundo académico, una mezcla que puede identificarse en conjunto como
‘estudios culturales’. Por cierto, Gross y Levitt enfrentan decididamente los planteamientos
temáticos de la postura anti-ciencia, al igual que Sokal y Bricmont. Como se trata de un
nivel de debate con su propia lógica, le dedicaremos espacio un poco más adelante en este
artículo; por ahora, deseamos respetar el tratamiento transversal del núcleo de análisis hasta
aquí: la impostura intelectual y la caída de los estándares de calidad del trabajo académico.
Bross y Levitt escriben: “Muchos humanistas, muchos historiadores, una buena fracción de
9
los sociólogos, un sorprendente número de filósofos -no saben virtualmente nada sobre la
física” (p. 127); sin embargo, ello no les exime de llevar y traer una variedad de
afirmaciones que se dan por hechos pero que no son más que generalizaciones vacías y
descontextualizadas. Por ejemplo, aquella tan recurrida de que la visión causal y
determinista de la naturaleza simplemente se ha evaporado; o aquella otra de que las
metáforas juegan un rol fundamental en la construcción de las matemáticas; en lo central, se
trata de autores incompetentes en materias científicas. Por ejemplo, Bruno Latour, de quien
Gross y Levitt afirman: “Su análisis...de la naturaleza matemática de las teorías científicas, y
la invocación de la matemática formal para expresarlas, es ingenuo y obtuso” (p.62). Un
fenómeno que se repite, pues, es la comisión de errores de amateurs, y el intento de hacer
pasar meros oropeles verbales como conocimiento matemático. Esta impostura va
acompañada, paradójicamente como hechos visto, de un virulento ataque a la ciencia
moderna, a la que se considera falocéntrica, y asociada a los mecanismos de la dominación
capitalista-racista-patriarcal; la alternativa es una actitud postmoderna (de la cual no hay
noticias) capaz de reiventar la ciencia y la teorización misma y, por cierto, subvertir el orden
social. Así, la crítica de la ciencia es un proyecto político. Sólo que, en muchos sentidos se
trata de una excusa. Gross y Levitt hacen ver la estrecha correlación entre un fuerte
compromiso político y un deficiente background científico (p.238). Lo decisivo es que el
argumento político procede a desautorizar de antemano el planteamiento opositor potencial
de los propios hombres de ciencia; como no son sino una comunidad comprensible por el
juego de los intereses que la mancomuna, sus opiniones no tienen valor cognitivo. Sólo que,
en tal caso, hay que probar que los proyectos políticos no se someten a la misma lógica
social. Lo que importa, en consecuencia, es que este socavamiento de la ciencia implica la
invitación a una política supersticiosa y fanática que, aplicada a las comunidades académicas
universitarias, amenazan con su destrucción ante todo porque eximen a quien quiera de
someterse a estándares comunes de seriedad intelectual.

El problema de los estándares del trabajo intelectual es también el tema preeminente en


otro libro significativo: “The Flight from Science and Reason”, del que son editores Gross,
Levitt y Martin W. Lewis, y que reproduce las intervenciones recogidas en un encuentro del
mismo nombre auspiciado por la New York Academy of Sciences. En el texto aportan sus
reflexiones figuras como Gerald Holton, Susan Haack, Mario Bunge, Noretta Koertge,
Robin Fox, Stephen Cole, entre otros (1996). Un rasgo de este libro es la denuncia de la
anticiencia, realizada desde diversas disciplinas: física, matemáticas, medicina, antropología,
psicología, ciencia política, ambientalismo, etc. Estos enfoques específicos constituyen un
evidente enriquecimiento del debate a nivel de especificación. Hay casuística variada y
multifacética de la impostura académica, y hay también el ataque frontal a algunas tesis
posmodernistas características; por ejemplo, aquella que distingue entre la ‘gran’ ciencia, la
que es instrumento de las oligarquías, y la ‘pequeña’ ciencia, también denominada
‘alternativa’, ‘no-tradicional’, o ‘democrática’. Amén de preguntarnos inútilmente por los
logros y resultados sustantivos de la ‘pequeña’ ciencia, resulta risible, por decir lo menos,
hablar de una ciencia ‘democrática’. ¿Consistirá en que todos, sin excepción, somos
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científicos? ¿O que todos podemos votar para decidir si una teoría tiene mayor poder
explicativo que otra? ¿O que podemos acordar un plesbicito para elegir lo que es
conocimiento? Sin lugar a dudas, todo esto es demagogia sin más. En el ámbito de las
afirmaciones gratuitas, Dudley Hersbach, Premio Nobel de Química, pone a la vista la
arbitrariedad de la feminista Susan Harding para quien los Principia de Isaac Newton pueden
ser considerados como un ‘manual de violación’, puesto que el científico (hombre) obliga a
la naturaleza (mujer) a satisfacer sus deseos. Por su parte, Norman Levitt denuncia una de
las pretensiones básicas de la impostura posmodernista, consistente en sostener que, puesto
que la ciencia es un fenómeno sociológico o antropológico, para hablar de ella no hace falta
tener competencia en materias de metodología o de contenido de una ciencia en particular;
asi, pues, se requiere ser ignorante. El axioma podría formularse como sigue: cuanto menos
se sabe de una ciencia cualquiera en particular, tanto más se puede hablar de todas ellas en
general. Un corolario de este axioma sostendría, en consecuencia, que el que sabe menos es
el que sabe más, o que nadie sabe más que el ignorante. En fin, un planteamiento carente
absolutamente de seriedad, además de ser una puerta abierta a la charlatanería. Por su parte,
el profesor de filosofía Barry Gross identifica este tipo de impostura como uno de los rasgos
centrales de las que llama ‘brigadas anticiencia’ y lo caracteriza como la pretensión de poder
desarrollar juicios y análisis significativos acerca de un tema técnico aunque uno sea
completamente ignorante sobre el. Afirma textualmente: “El hecho es que las personas que
no han sido entrenadas en una u otra ciencia y no la han practicado son incompetentes para
saber cómo se la produce, como se la escribe, como se la anuncia en congresos o en revistas,
o qué es lo que cuenta como un éxito. En ausencia de este conocimiento técnico, estas
personas tenderán a centrarse en aquellos aspectos de la ciencia que creen entender -los
aspectos sociales” (1996, 83). Se trata de una afirmación contundente. Sostiene la existencia,
entre los autores postmodernos, de una correlación entre la ignorancia acerca de una ciencia
en particular y la tendencia a centrarse en las variables sociales como variables
fundamentales. Como lo ha señalado agudamente Susan Haack, sostener que el
conocimiento científico no es nada sino una construcción social significa, a corto andar,
pretender que las ciencias físicas (o naturales) han de subordinarse a las ciencias sociales
(1996, 264). La sociología sería, en consecuencia, la ciencia paradigmática. Obviamente,
siquiera por una consideración histórica, se trata de una pretensión carente de bases sólidas.

Por su parte, en el libro que comentamos solo someramente, Mario Bunge desarrolla un
descarnado diagnóstico de la situación: “Desde hace tres décadas o algo así, muchas
universidades han sido infiltradas, aunque no tomadas todavía, por los enemigos del
aprendizaje, el rigor, y la evidencia empírica: aquellos que proclaman que no hay verdad
objetiva, que todo vale, aquellos que hacen pasar opiniones políticas por ciencia y se
comprometen en una erudición postiza. No se trata de pensadores heterodoxos originales;
ignoran o incluso desdeñan el pensamiento riguroso así como la experimentación. Ni son
Galileos incomprendidos, castigados por los poderes a causa de proponer osadas verdades y
métodos. Por el contrario, por estos días mucha baba y fraudes intelectuales están
obteniendo empleo, se les permite enseñar basura en nombre de la libertad académica, y ven
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publicados sus detestables escritos en revistas y editoriales universitarias. Además, muchos
de ellos han adquirido suficiente poder para censurar el estudio genuino. Han instalado un
caballo de Troya en la ciudadela academia con la intención de destruir desde dentro la
cultura auténtica” (1996, 96). Bunge distingue dos tipos de enemigos de la verdadera razón
de ser de una universidad: los anticientíficos (‘postmodernistas’) y los pseudocientíficos.
Entre los anticientíficos, Bunge identifica a quienes hacen gala de existencialistas,
fenomenólogos, sociólogos fenomenólogos, etnometodólogos y feministas radicales. A estas
últimas, les enrostra la falta de seriedad de sus tesis de que la razón y la experimentación, los
argumentos racionales y la contrastación empírica de las hipótesis, constituyan ‘armas de la
dominación masculina’. En lo que a impostura académica se refiere, Bunge indentifica como
tal el uso de simbolismo pseudomatemático, el probabilismo subjetivo, el manejo negligente
de la teoría del caos, el estilo de la sociología postmertoniana de la ciencia, el racismo
‘científico’ y la tecnología feminista. Concluye su ácida denuncia formulando una Carta de
los Derechos y Deberes de la Academia Intelectual; entre sus artículos se incluye siguiente:
“Todo cuerpo académico tiene el deber de adoptar los más rigurosos estándares conocidos
de estudio y conocimiento” (1996, 111).

El tema es otra vez la columna vertebral de un libro publicado en 1998 bajo el título de
“A House Built on Sand. Exposing Postmodernist Myths About Science”, editado por
Noretta Koertge, especialista en filosofía de la ciencia. Se trata de una publicación colectiva,
que incluye entre otros a los ya conocidos Sokal, Bricmont, Gross y Levitt. Convencida de
que la solidaridad política de corto plazo no puede sustituir a la integridad académica,
Koertge concibe esta antología como un esfuerzo destinado a elevar el nivel de la discusión
crítica, nivel que toda una literatura ha contribuído a debilitar: “..verdadero carnaval de
abordajes y metodologías en el que encontramos a feministas y marxistas de todo tipo,
etnometodólogos, desconstruccionistas, sociólogos del conocimiento y teóricos críticos..”
(1998, 3). El profesor de filosofía Philip Kitcher, uno de los colaboradores de esta
publicación, ironiza con la mezcla de referencias a la que nos habitúan los autores
postmodernistas: “ Hay nuevas modas anunciadas en la alta costura Gálica. Mezclemos algo
de Lacan, algo de Lyotard, rociemos con Deleuze. Juguemos con Derrida. Tengamos redes
del actor, cortes de práctica, superficies dialécticas emergentes, discursos multivocalizados,
poligénericos, postfaloegocéntricos, transcategorialmente sensitivos...Tengamos soluciones a
los problemas de la ciencia que nadie ha pensado plantear antes; en verdad olvidémonos
enteramente de la ciencia, desprivilegiemos los textos canónicos y revaloremos el
contexto..”(1998, 44).

El profesor de filosofía de la U. de New York, Paul Boghossian, desarrolla sus


reflexiones a partir del caso Sokal y del hecho de que el grupo de estudiosos que edita la
revista Social Text haya podido aceptar la publicación de un artículo sin ser capaces de
juzgar su contenido manifiesto. Esto que, según Boghossian, pudiera ser a primera vista algo
simplemente anecdótico, ilustra a cabalidad la diseminación de un estilo impostural en el
trabajo académico: “Lo que está en el corazón del tema provocado por la parodia de Sokal,
12
me parece a mí, es esto: no la mera existencia de incompetencia en la academia sino, más
bien, esa específica forma suya que surge de permitir que los criterios ideológicos desplacen
tan completamente los estándares de conocimiento que ni siquiera las consideraciones de
inteligibilidad son vistas como algo relevante para la aceptabilidad de un argumento” (p. 26).
El cuestionamiento generalizado e incansablemente repetido de los conceptos de ‘realidad’,
‘objetividad’ y ‘verdad’, convertido de interrogación intelectual lícita en evidencia
inobjetable, ha revertido en la expansión incontrolada de licencias para no dar cuenta de la
coherencia, la consistencia, y la verificabilidad de lo que se afirma. Si nada es decididamente
real, nada es claramente objetivo y nada es categóricamente verdadero, entonces cualquier
cosa es de algún modo real, objetiva y verdadera para quien la formula. Eso es más que
suficiente. Pero, criterios de esta naturaleza, tan laxos y carentes de exigencia, son la puerta
abierta de la charlatanería la que oculta su incompetencia vistiéndose de proyecto político
democrático y multiétnico. Sólo que la introducción de categorías democráticas en materia
de conocimiento, amén de demagógica, puede convertirse en un recurso para ocultar la
incompetencia. Sin rodeos, la parodia de Sokal no tiene como centro una cuestión política:
su centro es el problema de los estándares del trabajo académico y la responsabilidad
intelectual.

Varios de los artículos contenidos en el volumen de Koertge apuntan, pues, a la denuncia


de la incompetencia intelectual. Así, el profesor de ingeniería aeroespacial y experto en
mecánica de fluídos Philip Sullivan denuncia las afirmaciones de la profesora de inglés
Katherine Hayles, para quien el desarrollo de la mecánica de fluídos está traspasado de
prejuicios característicamente machistas. Sullivan expresa que Hayles, como mal entiende
conceptos elementales de la física, distorsiona cada uno de los temas matemáticos y físicos
que aborda, volviendo carentes de sentido sus afirmaciones (p.72). Por su parte John Huth,
profesor de física de la Universidad de Harvard, pone a la vista una vez más el tratamiento
arbitrario que el sociólogo Bruno Latour hace de la teoría de la relatividad: “..un notorio
ejemplo de cómo las interpretaciones confusas de los detalles de una teoría pueden ser
usados para extraer bizarras conclusiones acerca de la naturaleza social de las ciencias
físicas”(p. 182). Bunge, Sokal y otros ya habían convertido en un caso paradigmático las
andanzas ‘relativistas’ de Latour, del que Huth sostiene que posee un pobre conocimiento.
Remata sus demoledores análisis de Latour con el siguiente párrafo: “ Este tipo de
interpretación equivocada de la teoría de la relatividad no es nada nuevo y ha aparecido casi
contínuamente desde la inception de la teoría. Dado el vasto cuerpo de trabajo acumulado
sobre Einstein, sus bases, sus inclinaciones filosóficos, su influencia (correcta o equivocada)
en algunos filósofos, los temas prácticos acerca de cómo los físicos trabajan con la
relatividad, etcétera, es sorprendente que el artículo de Latour pueda pasar incluso un muy
modesto umbral de discurso especializado en una revista dedicada a temas sociales en
ciencia” (p. 191). A su vez, la profesora de filosofía Cassandra Pinnick disecta un estudio
histórico de caso abordado por autores constructivistas, a saber la disputa Hobbes-Boyle
sobre el problema del conocimiento. Los autores, dice Pinnick, desconocen antecedentes
relevantes y, en consecuencia, inventan el tenor de un episodio intelectual. Su lacónica
13
conclusión es: “Ninguna nueva filosofía (o sociología) de la ciencia se obtiene de una mala
historia” (p. 237).

La crítica de autores de relevancia menor en el pensamiento contemporáneo puede


resultar eventualmente más convincente y menos irreverente que apuntar polémicamente
contra figuras cuya primacía en el debate epistemológico está fuera de toda discusión y que,
desde cierta perspectiva han sido los maestros fundadores, precursores o propulsores de las
posturas constructivistas y relativistas que hemos revisado someramente en los párrafos
anteriores. Sin embargo, excepción hecha del debate entre ellos mismos, no ha sido
frecuente conocer críticas hacia Kuhn, Feyerabend, Lakatos o el propio Popper desde
perspectivas que no resultan tan distantes respecto del estilo denunciatorio de los Sokal,
Gross o Koertge. Por esta razón, la producción intelectual del filósofo David Stove
constituye, sin lugar a dudas, una especie única5 (5). Stove no trepida en sostener que
Popper, Kuhn , Lakatos y Feyerabend son filósofos irracionalistas de la ciencia y,
ciertamente, relativistas. Pero, sea o no defendible esta tesis, Stove tiene bastante que decir
sobre el estilo de estos cuatro pensadores de la ciencia; por de pronto, señala que han tenido
la habilidad retórica de volver plausibles sus planteamientos irracionalistas disfrazándolos
apropiadamente. Entre los recursos o artificios literarios de los aludidos figuran el uso
neutralizado de palabras de éxito -como ‘conocimiento’, o ‘verificación’, por ejemplo- y el
sabotaje de las expresiones lógicas. En este segundo caso, el procedimiento característico es
el uso de enunciados lógico-fantasmales. Stove ejemplifica con el siguiente enunciado,
análogo del usado por sus criticados: ‘P entraña Q, según la mayoría de los lógicos antiguos,
medievales y modernos’. ‘P entraña Q’ es un enunciado lógico, pero la expresión ‘según la
mayoría de los lógicos..’ lo sabotea. Comenta Stove: “..pero las implicaciones lógicas están
tan arteramente combinadas con las históricas que produce la ilusión de que se ha formulado
un enunciado lógico. Pero sólo se trata de enunciado lógico-fantasmal” (1995, 54). Esta
confusión entre cuestiones lógicas y cuestiones históricas, con la sobredimensión de estas
últimas, genera una extrema carencia de rigor de los autores en materia de lógica deductiva.
Stove no trepida en calificarlos de superficiales. De Feyerabend dice que su falta de seriedad
es “grosera, abierta y palpable” (1995, 161). De Popper dice que es frívola su conversión de
la actitud crítica en una suerte de imperativo categórico de la actividad intelectual. En suma,
Popper, Kuhn, Lakatos y Feyerabend han vuelto plausible el irracionalismo mediante una
serie de artificios literarios. En pasajes de memorable ironía, Stove ‘actúa’ el estilo de cada
uno de estos pensadores para explicar la ocurrencia de un mismo suceso en la historia de la
ciencia. En lo sustantivo, Stove ha enfrentado un fenómeno que es bastante recurrente en la
historia intelectual, a saber la consagración y popularización de ciertas ideas y, más
específicamente, de cierta terminología que se expande de manera contaminante, induciendo

5
De nacionalidad australiana, fundador de la Asociación Australiana de Historia, Filosofía y Estudios
Sociales de la Ciencia, Stove falleció en 1994. Su competencia intelectual en materia de tradición filosófica,
su estilo crítico y su elaborada irreverencia le aseguran un lugar preeminente entre los pensadores polémicos
de la segunda mitad del siglo. Su libro El culto a Platón y otras locuras filosóficas es una pieza maestra del
género crítico.
14
además una suerte de impunidad de la que los divulgadores de estas ideas hacen uso.
Seguramente, un caso absolutamente típico es el uso indiscriminado de la expresión
kuhniana de ‘paradigma’, indiscriminación a la que le tiene sin cuidado reparar en la
ambigüedad de su formulación inicial, reconocida por el propio Kuhn y puesta a la vista por
Masterman (Lakatos & Musgrave 1970).

Recordemos que el texto referencial de Sokal y Bricmont se bifurca en dos direcciones:


una, dirigida a la denuncia de la impostura intelectual en sus diversas manifestaciones y
estilos; la otra, apunta a defender la ciencia de los ataques de una variedad de autores
postmodernistas. Nuestro artículo ha expuesto muy suscintamente el primero de estos
propósitos que, como puede apreciarse, cruza como uno de los motivos centrales del
conjunto de la literatura similar. Nos proponemos ahora bosquejar la discusión del
argumento anti-ciencia en el pensamiento postmodernista; se trata de un tema que
igualmente se desplaza de manera transversal en una variedad de publicaciones. Dediquemos
algún espacio, ante todo, a reproducir las tesis centrales del argumento anti-ciencia
-identificable como constructivismo social, como relativismo o como programa fuerte de
sociología de la ciencia- susceptibles de ser extraídas del escenario polémico pertinente.

Ante todo, el constructivismo social o cultural afirma que la ciencia es una narración
producida por una cultura particular, la occidental, así como hay otras narraciones
producidas en otras culturas. La pretensión de la ciencia occidental de ser conocimiento
superior acerca de la naturaleza y la realidad no se funda en nada sólido. Se trata,
principalmente, de convenciones acordadas por los hombres de ciencia como expresión de
sus intereses profesionales, políticos y sociales en general. El ‘conocimiento’ es la ideología
de los hombres de ciencia. En sus afirmaciones acerca de la realidad, la realidad misma no
interviene en absoluto. El conocimiento científico, más bien, manifiesta el carácter situado y
culturalmente determinado de sus productores. En consecuencia, y desde el punto de vista
cognitivo, la narración científica no es superior a otra cualquiera elaborada por otra cultura,
se trate del vudú, el budismo zen, la astrología o la mitología chilota. La ciencia es
fundamentalmente un hecho social, no un fenómeno cognitivo. Y es, además, un hecho cuyo
significado solo vale para las condiciones específicas bajo las cuales ha sido producido. No
existe ‘el’ conocimiento. Lo que hay son narraciones relativas a culturas determinadas.
Ninguna afirmación puede tener, en consecuencia, valor cognitivo (o de verdad)
transcultural, más allá de los límites de sus condiciones de surgimiento y producción.
Desplazado el concepto de verdad, el lugar es ocupado por el concepto de significado. La
versión más extrema de este planteamiento es el llamado ‘Programa Fuerte’ en sociología de
la ciencia, una ácida reacción contra la sociología de la ciencia de R. Merton y sus
seguidores, quienes, reconociendo la dimensión social e institucional de la ciencia, sostenían
la importancia central de su dimensión cognitiva; incluso más, sostuvieron el apego de los
hombres de ciencia a valores como el universalismo, el carácter público y disponible del
15
saber científico y el escepticismo organizado, conformando un ‘ethos’ peculiar, distinto de
cualquier otra institución. Rechazando los planteamientos de Merton, los sociólogos del
programa fuerte dan al conocimiento científico el carácter de una construcción social en la
que no juegan un papel relevante ni la racionalidad, ni la crítica, ni la contrastación con la
realidad. De hecho, la realidad misma es una invención, un constructo generado por la
operación de eludir las variables sociales.

Aunque el programa fuerte pretende ser una ‘ciencia’ de la ciencia, esto es una narración
superior, ello conduce a una contradicción en los términos. En efecto, ¿cómo puede una
narración particular autoconsiderarse superior a otra? ¿Cómo puede una narración pretender
tener la explicación sobre otra narración? Si ello no es así, el programa fuerte escapa a la
condición de narración. ¿Qué es entonces? ¿Acaso la meta-narración de todas las
narraciones particulares? ¿Por qué habríamos de creerle a una narración más que a otra? Si
así fuera, entonces hay un tipo de criterio que es superior a las narraciones particulares y que
permite leerlas desde fuera. Si aceptamos esto, entonces es la debacle del constructivismo. Si
no lo aceptamos, el constructivismo es sólo una narración entre otras , ni mejor ni peor. Y en
el caso de la sociología de la ciencia en versión fuerte, su pretensión de ser ‘la ciencia de la
ciencia’ no pasa de ser una ocurrencia arbitraria y antojadiza. Y no hay modo de impedir
esta otra debacle. En cualquier de ambos casos, se trata de un fraude. ¿Y que es esta
pretensión sino, también, otra expresión más de esas posturas radicales que aseguran
constituir la palabra final y que florecen cada cierto tiempo en la escena filosófica,
sosteniendo la inutilidad de todo el conocimiento anterior y proclamando el nuevo
‘organon’, la explicación universal definitiva? A esta tentación cedieron en su tiempo la
escolástica medieval, la nueva lógica baconiana, el cartesianismo, el positivismo lógico y el
heideggerianismo, entre otras tendencias de omnipotencia autoproclamada6. El filósofo
australiano David Stove enfrenta la pretensión autoreferencial del constructivismo y de la
sociología de la ciencia en los siguientes términos: “Los autodenominados ‘sociólogos del
conocimiento’ son gente que ha tenido tal éxito en trascender las limitaciones cognitivas de
su propia ‘situación de clase’ como para estar en posición de informar al resto de nosotros
que nadie puede nunca trascender las limitaciones de su situación de clase” (1991, 62). Sokal
ha puesto esto también a la vista; su argumento es que, en los hechos, pese a la tesis de la
equivalencia cognitiva de todas las narraciones y del sin fundamento de la petición de status
privilegiado para cualquier de ellas, los sociólogos de la ciencia pretenden que su
comprensión del conocimiento y la cognición es superior, por ejemplo, a la de los
racionalistas o de los positivistas a los que critican. Para ser atendida, la narración de los
6
A estas tentaciones les viene como anillo al dedo la célebre admonición hegeliana; “Se da, es verdad, el
caso de que aparezca, a veces, una nueva filosofía afirmando que todas las demás no valen nada; y, en el
fondo, toda filosofía surge con la pretensión, no sólo de refutar a las que la preceden, sino también de corregir
sus faltas y de haber descubierto, por fin, la verdad. Pero la experiencia anterior indica más bien que a estas
filosofías les son aplicables otras palabras del evangelio, las que el apóstol Pedro le dice a Safira, mujer de
Ananías: “Los pies de quienes han de sacarte de aquí están ya a la puerta”. La filosofía que ha de refutar y
desplazar a la tuya no tardará en presentarse, lo mismo que les ha ocurrido a las otras”(1955, 22-23). En tono
sarcástico, le viene igualmente a la mismísima filosofía hegeliana, por cierto.
16
sociólogos de la ciencia en su versión fuerte con respecto a la ciencia debe pretender
superioridad. Si no la tiene, entonces no hay que dedicarles más atención; pero, si la tiene,
entonces caen en la misma pretensión que critican. Y hay todavía otra implicación de la
postura de los sociólogos de la ciencia en su versión fuerte que es necesario enfrentar: si la
comprensión efectiva y superior de lo que la ciencia es sólo puede provenir de la sociología
-como, de hecho, se pretende- eso significa, lisa y llanamente, convertir a esta disciplina en
la suma del saber, en la ciencia de las ciencias. A Karl Popper esto le pareció del todo
disparatado; hasta el más mínimo sentido de las proporciones invita a pensar que la
sociología no tiene ni el peso específico disciplinario, ni la capacidad predictiva, ni las
elaboraciones teóricas, de cualquiera de las ciencias físicas, biológicas y matemáticas que el
programa fuerte pretende explicar (Popper 1970). Se trata de un monismo epistemológico
difícil de sustentar, una versión alegre de aquella otra , de corte positivista, que creía poder
reducir todas las ciencias al modelo de la física. Larry Laudan se ha expresado en los
mismos términos al respecto al afirmar que la ciencia es un proceso multifacético y que, por
tanto, puede ser estudiado desde distintos puntos de vista. Lo contrario sería inadmisible:
“Argumentar que porque la ciencia es una actividad social debiéramos ver a la sociología
como la herramienta primaria para su investigación, es como argumentar que dado que la
sífilis es una enfermedad social sólo o principalmente el sociólogo puede tener un
conocimiento científico de ella” (1996, 202).

Consideremos otra vez, con ánimo de especificación, la tesis de que el conocimiento


científico no es más que una convención producto de los intereses de los hombres de ciencia.
Estos intereses tienen que ver con su clase social, con su asociación con el poder político,
con la hegemonía. Sin más rodeos, esto es mecanicismo marxista disfrazado. Gato por
lievre. No es más que la vieja teoría marxista de la ideología, que concibe una relación
mecánica y determinista entre la base económica y los productos superestructurales. La
ciencia es, pues, otro engendro alienado, conciencia invertida, un producto ideológico
destinado a enmascarar la lucha de clases, un servicio sofisticado -pero servicio, al fin de
cuentas- a la clase dominante. Así, pues, la teoría de la evolución, la mecánica newtoniana,
la teoría de la relatividad, la física cuántica, la tectónica de placas o la teoría del código
genético, resultan ser nada sino una maniobra política disfrazada de conocimiento. La
denuncia de la ciencia es, en consecuencia, parte de la tarea de agitación social destinada a
provocar el cambio social. Newton, Darwin, Einstein, o Planck no son expresiones de
creatividad e imaginación intelectuales sino comparsas en la gran conspiración destinada a
extender un velo sobre la cruda realidad del choque de las clases sociales. La ciencia no es,
pues, sino otra versión de la misma melodía: el poder. Pero, vueltas más vueltas menos, esto
es simplemente marxismo y del peor: obtuso, simplón y mediocre.

En un sentido bastante definitorio, el programa fuerte en sociología de la ciencia es una


postura extrema que responde a otra postura extrema, aquella del internalismo extremo que
reclama la irrelevancia absoluta de las variables sociales en el contenido y la forma del
conocimiento científico. A la tesis de que la realidad natural es el contralor único del
17
conocimiento científico, el externalismo radical que es el programa fuerte responde con la
tesis antípoda de que la naturaleza juega un rol mínimo, si es que juega alguno. En este
debate, la reflexión está atascada y atrapada en una situación de maniqueismo intelectual, un
abusivo ‘todo o nada’, una apuesta que no acepta matices ni especificaciones, otro ejemplo
de esas antinomias que, según Hegel, caracterizan cierto tipo de pensar que renuncia a la
razón7. Estamos en un callejón sin salida, del que se sale solamente rechazando el tipo de
apuesta que implica. La ciencia real, de hecho, ha de estar a medio camino entre uno y otro
extremo, y de formas que hay que especificar en cada caso. Como lo asegura Stephen Cole
-que se llama a sí mismo ‘realista-constructivista’ : “En vez de decir que la naturaleza no
tiene influencia alguna en el contenido cognitivo de la ciencia, un realista-constructivista
dice que la naturaleza tiene cierta influencia, y que la importancia relativa de esta influencia,
comparada con los procesos sociales, es una variable que debe ser estudiada empíricamente”
(1992, x). Kitcher ha plateando, a su vez, la necesidad de hacer justicia tanto al enfoque
realista-racionalista como al enfoque socio-histórico (Kitcher 1998)8 (8), respecto de los
cuales desarrolla el siguiente contrapunto:

Enfoque Realista-Racionalista:

1. En las áreas más prominentes de la ciencia, la investigación es progresiva, y este


caracter progresivo se manifiesta en crecientes poderes de predicción e intervención.

2. Estos crecientes poderes de predicción e intervención nos dan el derecho de pretender


que los tipos de entidades descritos en la investigación científica existen independientemente
de nuestra teorización sobre ellos y que muchas de nuestras descripciones son
aproximadamente correctas.

3. Sin embargo, nuestras pretensiones son vulnerables a la refutación futura. Tenemos el


derecho de pretender que nuestras representaciones de la naturaleza son en lo grueso
correctas, al tiempo que reconocemos que pudiéramos tener que revisarlas mañana.

4. Característicamente, nuestras concepciones en las áreas más prominentes de la ciencia


descansan en evidencia, y las disputas se establecen apelando a cánones de razón y
evidencia.

7
Hegel denomina ‘entendimiento reflexivo’ al estilo de pensamiento que se caracteriza por establecer
antítesis y que se ve llevado por ellas a dilemas insalvables. Ver Hegel 1956, particularmente la Introducción.

8
Similar planteamiento es seguido por el español Carlos Solís, reconociendo la necesidad de atender
tanto a los abordajes en términos de razones como a los abordajes en términos de intereses (Solís 1994, 91).
Merton, distinguía entre la identidad cognitiva de una disciplina y su identidad social (1977, 5); otras veces,
se refiere a lo mismo con los conceptos de estructura cognitiva y estructura social (1977, 21).
18
5. Estos cánones de razón y evidencia también progresan con el tiempo, tal como lo
descubrimos no sólo más acerca del mundo sino también acerca de cómo aprendemos acerca
del mundo.

Enfoque Socio-Histórico:

1’. La ciencia es hecha por seres humanos, o sea, por seres cognitivamente limitados que
viven en grupos sociales de complicadas estructuras y largas historias.

2’. Ningún científico llega al laboratorio o a terreno sin categorías y preconcepciones que
han sido formadas por la historia previa del grupo al que él o ella pertenecen.

3’. Las estructuras sociales presentes en la ciencia afectan los modos cómo la
investigación es transmitida y recibida, y esto puede tener un impacto en los debates
intrateóricos.

4’. Las estructuras sociales en las que la ciencia está incorporada afectan los tipos de
cuestiones que se consideran más significativas y, a veces, las respuestas que se proponen y
aceptan.

Sokal y Bricmont, considerando un caso histórico de ciencia, sostiene que imposible


soslayar el rol que los hechos juegan en el conocimiento científico: “En orden a entender el
rol de la Naturaleza, consideremos en siguiente ejemplo: ¿Por qué la comunidad científica
europea llegó a convencerse de la verdad de la mecánica newtoniana, en algún momento
entre 1700 y 1750? Indudablemente una variedad de factores históricos, sociológicos,
ideológicos y políticos deben jugar un papel en esta explicación -uno debe explicar, por
ejemplo, por qué la mecánica newtoniana fue aceptada rápidamente en Inglaterra pero más
lentamente en Francia- pero ciertamente alguna parte de la explicación (y una parte más bien
importante) debe estar en el hecho de que los planetas y los cometas efectivamente se
mueven (en un muy alto grado de aproximación, aunque no exacto) como lo predijo la
mecánica newtoniana” (1998, 90). Sokal y Bricmont afirman que en los planteamientos
constructivistas hay una confusión básica entre la realidad, o la naturaleza, y nuestras
concepciones acerca de la realidad o la naturaleza. Estas últimas, por cierto, tiene una
indesmentible dimensión de construcción. Pero no puede llevarse el argumento hasta el
límite de sostener que la realidad ella misma está construida. Conocemos, por ejemplo, el
dramático cambio en nuestras concepciones del universo y de la posición de la Tierra en él,
acaecido en lo que llamamos la ‘revolución copernicana’, el paso de una visión geocentrista
a otra de carácter heliocéntrica; en esta segunda, la Tierra deja de ser el centro del universo y
pasa a convertirse en un planeta entre otros en el sistema solar; además, pasa de estar quieta
a girar en torno de su propio eje y a trasladarse alrededor del sol. Es a partir de Copérnico

19
que sabemos de esta condición de la Tierra en movimiento; lo que no puede sostenerse
seriamente es que antes de Copérnico la Tierra no se movía. Ciertamente, no lo sabíamos,
pero se movía. En consecuencia, Copérnico no ha construido una Tierra en movimiento. Y,
por cierto, desde el punto de vista de los contenidos de las afirmaciones científicas, no puede
argumentarse seriamente que Ptolomeo y Copérnico constituyan narraciones con idéntico
valor cognitivo y que el movimiento de la Tierra sea una convención acordada por los
hombres de ciencia en el laboratorio. Sokal y Bricmont preguntan: “¿No es ‘realmente
racional’ creer que la Tierra es (aproximadamente) redonda, al menos para aquellos que
tienen acceso a los aviones y a las fotos satelitales? ¿Es meramente una creencia
‘localmente’ aceptada?” (1998, 88-9).

Parece haber consenso que el relativismo constructivista anti-ciencia adviene con la


revolución provocada en la filosofía y la historia de la ciencia a partir de la publicación, en
1962 de “La Estructura de las Revoluciones Científicas”, de Thomas S. Kuhn y la obra
complementaria de otros autores, entre los que destaca Paul Feyerabend9 (9). Esta revolución
representa una reacción contra la visión tradicional de la ciencia, aquella que
sobredimensiona el rol de la racionalidad en el desarrollo del conocimiento científico; hay
cierto consenso, también, en que esta visión tradicional de la ciencia alcanza su formulación
más lograda en el positivismo y, más espececíficamente, en las tesis del Círculo de Viena.
La crítica del positivismo ha sido, en consecuencia, un rasgo predominante de la revolución
epistemológica iniciada por Kuhn aunque, en justicia, tal crítica se había iniciado antes. Es
con Kuhn que la crítica alcanza la forma de una revolución epistemológica pero cabe decir
que el propio Kuhn no simpatizó con algunos desarrollos cuya paternidad o inspiración le
fue atribuída; específicamente, tal fue su reacción frente el programa fuerte en sociología de
la ciencia: “Los intereses permanecen como el factor dominante que los practicantes del
nuevo campo emplean en su explicación, y los intereses que despliegan siguen siendo
predominantemente socio-económicos. A mí, con frecuencia el resultado me parece un
desastre” (Gross 1998, 115). No se trata de una reflexión pasajera. Kuhn reiteró estos
conceptos en varios artículos y trabajos. En 1992, sostuvo estar entre aquellos que
encontraban absurdas las pretensiones explicativas de los sociólogos del programa fuerte; las
calificó de “..un ejemplo de deconstrucción insensata” (Cole 1996). Poco antes de su muerte,
el propio Feyerabend enfiló su conocido estilo polémico contra las posturas constructivistas
por relación a la ciencia que él mismo contribuyó a alentar décadas antes; en 1992, sostuvo
que se requería una mejor respuesta para explicar cómo una empresa (la científica) tan
dependiente y determinada por la cultura, podía pese a ello producir resultados tan sólidos.
Rechazó explícitamente los argumentos constructivistas como cosa incompleta e
incoherente, e impugnó su olvido de instancias como la predicción y la tecnología. Identificó
incluso entre los anticientistas a movimientos místicos, profetas de la Nueva Era y
relativistas de todas las layas (1992, 28-32). En la última edición de su emblemático libro
9
A propósito de detalladas y bien elaboradas críticas contra el relativismo, en sus versiones
epistemológica o ética, ver Jarvie 1983, Rescher 1993 (cap. 9), Bunge 1993, Gellner 1994, Popper 1994,
Kolakowski 1996, Laudan 1996, Kincaid 1996.
20
Contra el Método, afirmó: “No es suficiente socavar la autoridad de las ciencias mediante
argumentos históricos: ¿Por qué habría de ser mayor la autoridad de la historia que la de, por
decir algo, la física?” (1993, 271).

El tema de la supuesta superioridad de ciertas ciencias apropiadas para el abordaje


postmodernista de la ciencia, en particular de la sociología, conduce decididamente a toda
suerte de paradojas. Por de pronto es sumamente llamativo que prácticamente la totalidad de
los estudios de caso desarrollados por autores constructivistas tienen que ver con las ciencias
físicas, biológicas y matemáticas; la cuestión obvia a preguntarse es por qué no se realizan
estudios de casos tomados de las ciencias sociales. Una respuesta consistiría en afirmar que
el constructivismo no se aplica a las ciencias sociales, pero esa es una postura insostenible.
Si se aplica a toda ciencia, ¿por qué eximir a las ciencias sociales? Otra respuesta posible es
que las disciplinas sociales no son ciencias. En tal caso, el constructivismo -que eleva las
variables sociales a la condición de categoría central- queda suspendido en el vacío. Una
tercera salida al entuerto es que se trataría de ciencias especiales, puesto que ellas son el
fundamento del programa constructivista. Pero, como sabemos, esto contradice la tesis de la
igualdad de todas las narraciones. Con todo el aprecio que los constructivistas del programa
fuerte tienen por Kuhn, sólo una lectura negligente de la obra kuhniana podría volverlos
ciegos a un planteamiento sumamente dislocante contenido en ella; en efecto, Kuhn sugiere
abiertamente una clasificación de las ciencias que incluye a las inmaduras -que no han
alcanzado la fase consensual paradigmática- y las maduras, que ya la han alcanzado; en
algunos casos, las llama preparadigmáticas y paradigmáticas. En otros, las llama
subdesarrolladas y desarrolladas. Asegura también que las ciencias maduras son menos
vulnerables a las influencias externas, lo que sí caracteriza a las disciplinas más
rudimentarias. Sin duda de ninguna especie, incluye entre estas últimas a las ciencias
sociales (Kuhn 1982, Hoyningen-Huene 1993). Si es así, esta clasificación de las ciencias
desautoriza de plano la pretensión de que la sociología de la ciencia pueda erigirse en la
‘ciencia’ de las ciencias.

Asumiendo la importancia de esta linea de análisis y queriendo, a la vez, hacer algún


grado de justicia a los planteamientos constructivistas, Stephen Cole ha sostenido más
recientemente: “Mi trabajo en la sociología de la ciencia me ha llevado a rechazar
fuertemente la conclusión de que las ciencias naturales estén del todo construídas
socialmente; pero mi vida en las ciencias sociales me ha vuelto más sensible a la posibilidad
de que estas ciencias sean las que estén, en verdad, del todo construídas socialmente. La
ideología, el poder, y las redes vinculares parecen determinar lo que los cientistas sociales
creen; la evidencia es con frecuencia completamente ignorada. He comenzado recientemente
a dedicarme a este problema en un artículo titulado ‘Por qué la Sociología No Progresa
como las Ciencias Naturales’. El que la ciencia social esté del todo o casi del todo
socialmente construída ayuda a explicar cómo la visión constructivista social de la ciencia
pudo llegar a ser tan poderosa faltándole evidencia bien respaldada..”(1996, 284-285).

21
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Edison Otero Bello es Profesor en la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de


Chile.

Ciencia Hoy Volumen 8 - Nº43 -Nov/Dic 1997

ENSAYO

Sokal Ataca de Nuevo

Miguel de Asúa

24
Ce defaut est celui des esprits cultivés, mais stériles; ils ont des mots en abondance, point
d’idées; ils travaillent donc sur les mots, et s’imagjnent avoir combiné des idées parce qu’ils
ont arrangé desphrases, et avoir épuré le langage quand ils l’ont corrompu en détournant les
acceptions.

Este defecto es propio de los espíritus cultivados pero estériles; ellos tienen palabras en
abundancia, pero no ideas: ellos trabajan, pues, con palabras y se imaginan haber combinado ideas
cuando han ordenado frases y haber depurado el lenguaje cuando lo han corrompido alterando las
acepciones.

Buffon, Discours sur le style

¿Esto es
otro embeleco francés?
Este Bergson es un tuno;
¿verdad, maestro Unamuno?
Antonio Machado,
“Poema de un día”

¡Marianne había sido injuriada por un yankee! Las noticias del escándalo me llegaron por
los buenos oficios de varios amigos. Y gracias a Pablo, gentil Mercurio, tuvimos el “panfleto
llegado de América” [a París] en el Comité editorial de Ciencia Hoy a la semana de su
aparición en la Ciudad Luz. ¿Qué pasó? Alan Sokal, el físico norteamericano que alcanzó
notoriedad por su broma pesada contra el establishment deconstruccionista y posmoderno de
los campuses norteamericanos (ver “Experimento peligroso”, en Ciencia Hoy, 36:12-15,
1996), ahora se agenció un compinche belga para arrojar, junto con él, una bomba de
estruendosa crítica científica a las barbas de los mismísimos mandarines literarios de la rive
gauche. ¿Presenciamos la inauguración de una nueva querelle des sciences et des lettres?,
25
¿las protestas de la razón científica ante la ola irracionalista que parece sumergir el fin del
milenio?, ¿un episodio de oportunismo editorial?, ¿la expresión de una pelea por recursos
universitarios cada vez más escasos?, ¿un cisma dentro de la proclamada crisis de la
izquierda? Quizás, haya un poco de todo esto y de algo más. Pero empecemos por partes.

Alan Sokal (profesor de física de la New York University) y Jean Bricmont (profesor de
física teórica de la Université de Louvain), acaban de publicar un libro que ostenta un
desafiante título: Impostures intellectuelles (Paris, Editions Odile Jacob, octubre de 1997).

¿Quiénes son los “impostores”? Bueno, los autores franceses que, al menos en los
Estados Unidos y en otros países, reciben el título de “posmodernos”.

Resulta que un gran número de estos escritores utilizan en su discurso concepto y/o
términos científicos que pertenecen a los campos más novedosos o rutilantes de la ciencia o
que lindan con cuestiones de fundamentación teórica: la teoría de conjuntos y la lógica
matemática (en particular, el teorema de Gödel), la topología, la relatividad, la mecánica
cuántica, la teoría del caos, los fractales. Sokal y Bricmont declaran que aspiran a mostrar
cómo estos pensadores “posmodernos”:

a) hablan de teorías científicas de las que sólo poseen una vaga idea,
26
b) importan a las ciencias humanas nociones de las ciencias exactas sin justificación
empírica,

c) exhiben una erudición superficial para abrumar e impresionar al lector con términos
científicos,

d) manipulan frases desprovistas de sentido y se entregan a vacíos juegos de palabras.

En síntesis, Sokal y Bricmont se ven a sí mismos como los que desenmascaran la mentira
de los filósofos posmodernos y gritan a voz de cuello que “el rey está desnudo”, para así
“dar coraje a los que trabajan seriamente en estos dominios [ciencias humanas y filosofía]
criticando los ejemplos manifiestos de charlatanismo” (Bricmont y Sokal, “Que se passe-t-
il?”, Libération, 18 de octubre de 1997). Pero esto no es todo. Como los autores no se cansan
de repetir, su blanco es doble. El segundo objetivo es lo que ellos llaman el “relativismo
cognitivo”, que constituye un ingrediente epistemológico esencial de gran parte del discurso
generado en los programas de cultural studies y de sciences studies de las universidades
norteamericanas.

La obra consta de una introducción, una serie de capítulos, un epílogo y un apéndice en


dos partes. La introducción es significativa. En ella los autores enuncian sus intenciones y se
defienden de las posibles objeciones, que enumeran: haber salido a la caza de pequeños
fragmentos textuales con inexactitudes poco relevantes a la hora de juzgar una obra de
pensamiento; ser científicos “limitados” incapaces de captar el carácter profundo de lo que
quieren decir los pensadores; interpretar a los autores literalmente sin tener en cuenta el
carácter poético, metafórico o analógico de las expresiones y términos científicos utilizados
o impedir a los filósofos hablar de ciencia por el mero hecho de que estos no poseen el
diploma correspondiente.

Lo más sustantivo del libro son los capítulos dedicados a cada uno de los autores
elegidos: el psicoanalista Jacques Lacan, la teórica de la literatura Julia Kristeva (que se
ocupó asimismo del psicoanálisis y de la teoría política), la crítica feminista Luce Irigaray
(que escribió sobre psicoanálisis, filosofía de la ciencia y lingüística), el sociólogo de la
ciencia Bruno Latour, el sociólogo y filósofo Jean Baudrillard, el filósofo Gilles Deleuze y el
psicoanalista Félix Guattari (que colaboraron en varias obras de gran difusión), y el teórico
de la técnica y las comunicaciones Paul Virilio. Ocasionalmente, a pie de página, aparecen
otros nombres de la constelación parisina, como el filósofo François Lyotard o el historiador
y filósofo de la ciencia Michel Serres. En cada capítulo, Sokal y Bricmont seleccionan un
número de textos del autor correspondiente y los someten a una crítica minuciosa, desde el
punto de vista de la significación y del uso adecuado (o no) de los términos y conceptos
científicos que en ellos aparecen –algo que podría titularse “análisis del discurso efectuado
por un científico” –. Así, desfilan en las páginas de Impostures intellectuelles la topología y
la lógica matemática de Lacan; la aplicación del axioma de elección y la hipótesis del

27
continuo al análisis del discurso poético efectuada por Kristeva; la incorporación de los
atractores extraños y los espacios no euclidianos en una reflexión sobre la historia debida a
Baudrillard; la proliferación logorreica de neologismos pseudocientíficos como
“teletopología” o “espacio dromosférico” en los libros de Paul Virilio; el uso (y abuso) de la
geometría de Riemann y la mecánica cuántica por Deleuze y Guattari; la condena de la
mecánica de fluidos como ciencia masculina en Irigaray; la caracterización de Lyotard de
una cierta “ciencia posmoderna” (constituída –según se nos dice– por la geometria fractal, la
teoría de catástrofes, el teorema de Gödel, la indeterminación cuántica y otros desarrollos
científicos novedosos y seductores).

Sokal y Bricmont acusan a los “posmodernos” no sólo de utilizar términos científicos sin
preocuparse por su significado, de emplear en sus textos analogías científicas no justificadas,
de cometer errores matemáticos o de utilizar palabras técnicas para impresionar al auditorio,
sino también de escribir sobre la base de frases absurdas y de hablar sin saber qué se está
diciendo (lo cual va más allá de cuestiones científicas en sentido estricto).

Los desenmascaradores de las “imposturas” explican abundantemente en el texto y en


notas a pie de página los conceptos de matemáticas y ciencias que, a su juicio, sufren abuso
(esto constituye un aporte colateral a la difusión científica –en particular, están muy logradas
las notas dedicadas a la teoría de conjuntos y las páginas sobre la relatividad–.)

El libro incluye dos intermezzos de distinto peso: uno, muy significativo (y discutible,
como veremos) sobre el relativismo cognitivo en filosofía de la ciencia y otro, más
ocasional, sobre el abuso del teorema de Gödel y la teoría de conjuntos (considerando en
particular la obra del reciclado Régis Debray, Critique de la raison politique, de 1981). La
serie de capítulos se cierra con el dedicado a la conocida polémica sobre la relatividad entre
el filósofo Henri Bergson y Albert Einstein. Sokal y Bricmont defienden la tesis de que uno
de los orígenes de los abusos de los términos científicos por los filósofos debería buscarse en
las confusiones sobre la relatividad que Bergson propagó en su libro Durée et simultanéité
(1922).

El epílogo sintetiza las principales acusaciones que los autores de Impostures levantan
contra los “posmos”: deleite en el discurso oscuro, subjetivismo, escepticismo, relativismo
cognitivo y preferir el lenguaje a los hechos referidos por este.

La primera parte del apéndice contiene una versión francesa del artículo “Transgressing
the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity”, que Sokal
envió y logró publicar en SociaI Text y el cual constituye una parodia de los artículos de
aquellos “lit. crits.” (Iiterary critics) que abusan de la jerga científica vacía de contenido. La
segunda parte del apéndice explica cada uno de los “trucos” utilizados para engañar a los
editores del Social Text, quienes (según piensa Sokal) se habrían sentido halagados por el
hecho de que un científico “duro” se hubiese sumado a su empresa intelectual.

28
El libro incluye dos intermezzos de distinto peso: uno, muy significativo (y discutible,
como veremos) sobre el relativismo cognitivo en filosofía de la ciencia, y otro, más
ocasional, sobre el abuso del teorema de Gödel y la teoría de conjuntos.

Sí, pero...

Este libro es, en realidad, dos libros. El primero de ellos critica el empleo de términos y
nociones científicas en lo que los autores llaman el discurso “posmoderno”. El segundo es
un análisis de lo que Sokal y Bricmont denominan “relativismo cognitivo”. Ellos reconocen
que estas son dos líneas diferentes, aunque las suponen ligadas y afirman que se “refuerzan
mutuamente” (p. 206) -lo cual es cierto sólo en parte-. La fusión de estas dos empresas de
crítica analítica podría, si se quiere, estar justificada pragmáticamente por el hecho de que el
verdadero blanco del libro es el medio universitario norteamericano, único donde convergen
los resultados de la filosofía francesa contemporánea (cultivada en departamentos de
literatura y humanidades) y una interpretación relativista de la ciencia (cultivada en muchos
programas de estudios de la ciencia), de un modo muy peculiar y reconocible en cierta
retórica caracterizable como sincrética, exhuberante, agresiva, minuciosa y acumuladora de
citas procedentes de campos del saber muy alejados entre sí. Pero entonces, ¿por qué se
publica el libro en París? Aceptamos que lo que los autores llaman “la actitud desenvuelta
respecto del discurso científico” (p. 206) y el relativismo cognitivo son dos ingredientes del
complejo retórico-conceptual-institucional propio de las universidades norteamericanas que
Sokal tiene en mente. Pero esto no debería hacernos perder de vista el hecho de que se trata
de cosas que pertenecen a órdenes diferentes. La primera es más bien una cuestión de un
discurso particular (el de los mandarines parisinos y sus turiferarios); la segunda toca
algunos de los problemas más complejos que viene tratando la filosofía desde la antigüedad.

Aunque a cada rato los autores se muestran como físicos curiosos, en realidad, van
bastante más allá de lo que declaran ir. De hecho, en varias ocasiones actúan como
científicos sociales. Sin ir muy lejos, no sólo el epilogo del libro propone líneas
metodológicas para un diálogo verdadero entre las dos culturas” (pp. 186-192) –bastante
lógicas–, sino que Sokal y Bricmont se dedican a especular “¿Cómo se llega a este estado de
cosas?” (pp. 192-197) o resuelven (a su satisfacción) el problema de por qué la izquierda se
volvió irracionalista (pp. 198-204). Más aún y como vimos, todo el capítulo 11 defiende la
idea de que una de la raíces del abuso de la terminología científica por parte de los filósofos
estaría en Bergson. El tono ligero de la argumentación no da demasiado pie para el análisis
menudo y los autores se atajan subrayando su carácter provisorio y conjetural.

29
Pero no por eso pierde uno el derecho a preguntarse qué quiere decir exactamente “el
olvido de lo empírico” o como es que el “cientismo en ciencias humanas” y (a la vez,
parece) “la formación filosófico-literaria tradicional” pudieron provocar el posmodernismo y
el relativismo cultural (pp. 192-197).

Si analizamos el capitulo sobre el relativismo cognitivo, vemos que Sokal y Bricmont


parten de una discusión sobre el solipsismo y el escepticismo para llegar a afirmar la tesis de
que la epistemología del siglo XX separó a la ciencia de la realidad cotidiana y que esto, a la
larga, condujo a un escepticismo no racional (p. 61). El camino elegido incluye resúmenes y
someras discusiones de la filosofía de la ciencia de Popper, de la tesis de Duhem-Quine, de
las filosofías de la ciencia de Kuhn y de Feyerabend, del “programa fuerte” de sociología de
la ciencia, y culmina con una crítica de los estudios sociológicos sobre la ciencia de Bruno
Latour. Los autores enhebran con hilvanes no siempre resistentes una serie de cuestiones que
están lejos de poder encadenarse como los pasos de un teorema. Sokal y Bricmont
identifican (al menos por la vía de la filiación) el escepticismo de Hume, el
convencionalismo (no mencionado, pero discutido), el problema de la carga teórica de los
términos observacionales, las críticas a Kuhn, la sociología de la ciencia de Edimburgo y la
de Bruno Latour. Es cierto que todas estas posiciones filosóficas y sociológicas tienen un
ligero aire de familia y se puede argumentar que, en mayor o menor medida, muchas de ellas
son afines a algún tipo de relativismo cognitivo. Pero el argumento no deja de padecer
problemas “técnicos” –aquí los autores tienen que pagar el precio de sus propias
convicciones–. Veamos algunos ejemplos. La idea de Quine de la subdeterminación de las
teorías (dicho fácil: teorías lógicamente incompatibles pueden encajar con la evidencia
disponible) es considerada una “nueva versión del escepticismo radical de Hume” (p. 69); la
idea (original de Sellars y Hanson, y difundida por Kuhn) de la carga teórica de los términos
empíricos de una teoría (es decir, que todo enunciado empírico contiene más o menos
30
hipotecas teóricas) es asimilada al relativismo sin más; las polémicas levantadas por Quine y
Kuhn, y que ya llevan tres décadas, parecen solucionarse en tres renglones con una cita de
Tim Maudlin (p. 75). Todo esto me parece bastante discutible y hace pensar que Philip
Kircher -un importante filósofo de la ciencia- quizás no se equivoca mucho cuando afirma
que, enfrentados a los estudios de los filósofos e historiadores de la ciencia, muchos
científicos “fantasean que ellos podrían hacerlo mejor, si pudieran disponer de un par de
fines de semana libres” (“A Plea for Science Studies”, La Recherche, junio de 1997).

Sokal y Bricmont despotrican contra la noción de “carga teórica” de los términos


empíricos y, a la vez, contra la idea de la subdeterminación de las teorías, pues consideran
ambas asociadas al escepticismo cognitivo. Admitido: una cierta interpretación podría
concluir esto. Pero creo que, de hecho, el asunto es bastante más complicado. Los autores
partidarios del “realismo científico” sostienen la “carga teórica” de los términos empíricos
sin ser relativistas (muy por el contrario). Y son los autores partidarios del “empirismo
constructivista” (convencionalistas y, si se quiere, relativistas) los que niegan la “carga
teórica” de los enunciados empíricos, defendiendo a capa y espada la posibilidad de la
distinción “teórico-observacional”. Los que niegan la subdeterminación de teorías y la
“carga teórica” a la vez (como lo hacen Sokal y Bricmont) son los pocos defensores de las
corrientes de la filosofía de la ciencia que estuvieron vigentes en la década del 50
(incluyendo la variante posterior de Popper). Uno hubiera deseado una apreciación más justa
de la complejidad del estado de la cuestión por parte de autores que la exigen del prójimo
(para el “realismo científico” ver, por ejemplo, Jarrett Leplin, ed., Scientific Realism,
University of California Press, 1984 y -para citar otro caso de colaboración belga-
norteamericana- los trabajos en Igor Douven y Leon Horsten, eds., Realism in the Sciences,
Leuven University Press, 1996; para el “empirismo constructivista” ver Bas van Fraassen,
The Scientific Image, Oxford University Press, 1980 y la serie de artículos en P. Churchland
y C. Hooker, eds., Images of Science, University of Chicago Press, 1984). Para concluir -y
dirigién- dome a aquellos que prefieren los argumentos históricos a los filosóficos- hay que
mencionar que el historiador de la astronomía Norriss Hetherington ha mostrado claramente,
a través de minuciosos estudios de casos históricos coleccionados en un libro que alcanzó
bastante repercusión, la “carga teórica” de muchas observaciones científicas (Science and
Objectivity: Episodes in the History of Astronomy, Iowa State University Press, 1988).

Los autores de Impostures intellectuelles despliegan todos estos problemáticos


argumentos para cimentar su tesis, nada inocente y de gran alcance, según la cual una de las
causas del relativismo cognitivo en ciencia habría sido que la filosofía de la ciencia se separó
de la razón común. Para oponer a estas vacías abstracciones de la filosofía de la ciencia un
modelo correcto, Sokal y Bricmont se dedican a asimilar la metodología de la ciencia a una
investigación detectivesca y al sentido común (p. 88 y pp. 94-96). Ahora bien, uno no puede
dejar de preguntarse: ¿por qué debe la metodología científica necesariamente asimilarse al
“sentido común”? De hecho, Sokal y Bricmont acusan vivamente a algunos de los escritores
que critican por utilizar los términos científicos (que poseen un significado especifico y
31
definido como tal) como palabras corrientes con el significado del “sentido común” (ver
ejemplos en página 100 y en página 180, nota 232). De nuevo, parece que aquí los médicos
deberían tomar una dosis mayor del remedio que recomiendan.

La recepción del libro

Impostures intellectuelles tuvo una curiosa recepción en su país de origen. Muchos


medios periodísticos reaccionaron con un rasgo muy oscuro de la sociedad francesa: el
chauvinismo. La serie de artículos que Le nouvelle observateur dedicó al tema (número del
25 de septiembre al 1 de octubre) se titula: “¿Nuestros filósofos son impostores?”. Sokal y
Bricmont son acusados por Kristeva de “francofobia” debida al miedo a la colonización
cultural de las universidades norteamericanas por el pensamiento francés. Asimismo, la
autora insinúa “intereses” vinculados a la “nueva partición del mundo” que pudieran estar
detrás del ataque de Sokal y Bricmont. Sugestiones del mismo tenor habían sido deslizadas
por Bruno Latour en un artículo que publicó antes de la aparición del libro (“Y a-t-il une
science aprés la guerre froid?”, Le Monde, 18 de enero de 1997). Da pena leer que un autor
original y respetado (aún por los que disentimos de él), compara a Sokal con una “mélange
de Voltaire et de McCarthy” y al revuelo provocado por el paper publicado en Social Text,
con una nueva “guerra fría” desatada por físicos que no tienen nada en qué ocuparse ahora
que se acabó la contienda con el Este. Fleury y Limet insisten con la acusación de
“francofobia” y no ahorran calificativos para lo que ellos consideran un “delito de
deshonestidad” del que no estaría ausente alguna “bajeza” -Fleury, editor de Hachette, había
rechazado publicar una versión previa del libro que le fue enviada confidencialmente a su
pedido, lo cual no fue obstáculo para que reprodujera en su artículo pasajes de ella que
fueron suprimidos en la versión publicada por Odile Jacob (ver Vincent Fleury y Yun Sun
Limet, “L’escroquerie Sokal-Bricmont”, Libération, 6 de octubre y Sokal, “Réponse á
Vincent Fleury et Yun Sun Limet”, Libération, 18 de octubre).

Pascal Bruckner, quien asume la defensa de Baudrillard, argumenta que existiría una
cultura anglosajona “del hecho y la información” y una cultura francesa “de la interpretación
y del estilo” cuyo modo de expresión natural sería el ensayo, rico en sugestiones (no
sabemos si esto es cierto, pero nos permitimos dudar de que a los eruditos franceses, que
están editando los textos de las tablillas de la biblioteca de Mari, los haga demasiado felices
ser llamados “ensayistas”).

Entre las respuestas a Impostures intellectuelles, la más articulada parece haber sido la
del físico Jean-Marc Lévy-Blond, profesor de Niza, quien argumenta sobre la base del
carácter metafórico de los términos científicos utilizados por los “posmos” (ver Lévy-Blond,
“La paille des philosophes et la poutre des physiciens”, La recherche de noviembre y la
respuesta de Sokal, “Du bon usage des métaphores”, idem). Lévy-Blond también trae a
colación varios casos de físicos que afirmaron muy sueltos de cuerpo barbaridades
filosóficas, manifestando así una creencia en la hegemonía metodológica y epistemológica

32
de la física a la vez que un supino desconocimiento de otras áreas del saber humano. Sokal y
Bricmont, en su libro, admiten que “los problemas tratados por las ciencias humanas son
enteramente complejos” (p. 194) y afirman que, aunque alguna vez se reduzca el estudio de
lo humano a las bases biológicas de nuestro comportamiento, eso no quiere decir que estas
pierdan independencia, como no la perdió la química cuando fue reducida a la teoría
cuántica (p. 187). Estas afirmaciones -dejando de lado a) su tono implícitamente paternalista
y b) el problema, filosóficamente no trivial, de cuán reducida está la química a la cuántica-
pueden (o no) ser consistentes con la innegable simpatía con que los autores citan a menudo
los argumentos (muy discutidos) del destacado científico Steven Weinberg, popularizados en
el capitulo 2 de Dreams of a Final Theory (New York, Pantheon, 1992), a favor de un
reduccionismo fisicalista que Sokal califica como “sofisticado” (ver Sokal, “Du bon usage
des métaphores”; ver asimismo S. Weinberg, “Sokal’s Hoax”, The New York Review of
Books, 8 de agosto, 1996, vol. 43, n° 6 y las respuestas del distinguido historiador de la
física de Princeton Norton Wise y de Michael Holquist y Robert Shuman, profesores de
literatura comparada y de biofísica y bioquímica molecular de Yale, New York Review of
Books, 3 de octubre de 1996, vol. 43, n° 5; ver también el meduloso y extenso artículo en
defensa de los estudios de historia, filosofía y sociología de la ciencia dentro de un marco de
racionalidad, de Philip Kitcher en La recherche, citado más arriba).

Muchos de los que nos dedicamos a las ciencias humanas abogamos con energía a favor
de la racionalidad, el rigor y la transparencia discursivas, en la creencia de que existe la
realidad y que el mundo es, en principio, inteligible. Pero, por supuesto, no estaríamos
dispuestos a restringir dicha racionalidad a la de las matemáticas ni consideramos
suficientemente fundamentados o dignos de demasiada atención los intentos de
reduccionismo fisicalista.

Algunas reflexiones

El chiste y el libro de Sokal constituyen, a mi entender, un soplo de brisa fresca y


vivificante en las asfixiantes y clausuradas coteries de ciertos sectores de las ciencias
humanas y sociales. Fue un filósofo francés de la rive gauche –Foucault– el primero en
llamar la atención sobre los vínculos entre discurso y poder. Como señalamos en otra
oportunidad (“El dudoso encanto de ser un scholar”, en Ciencia Hoy, 28:12-16, 1995), todo
discurso hermético se constituye en fuente de poder, ya que siempre hay alguien que se
arroga la exclusividad de su interpretación, la cual es dispensada en función de algún tipo de
intercambio de valor (simbólico o de otro tipo). Es cierto que el discurso de las ciencias
“duras”, en tanto técnico y arduo, también fue y es blandido ante los no iniciados como
espantapájaros para inspirar terror y aumentar el prestigio de estas disciplinas. Pero aquí uno
puede defenderse, recurriendo al sencillo expediente de conseguir un libro tipo “apréndalo
Ud. mismo”, memorizar la jerga y los símbolos, sacarle punta al lápiz y ya está. Lo inefable

33
puede ser legítimo en algunos aspectos de la experiencia humana (la poesía o la literatura
mística), pero decididamente no lo es en el ámbito de las ciencias humanas y sociales.

Cualquiera que haya tenido que transitar el desierto de palabras huecas del discurso
“posmo” y soportar la retórica manipuladora y soberbia de sus autores, agradecerá a
Sokal y Bricmont por haber efectuado un trabajo saludable y necesario.

Pero detrás del sutil asunto del discurso está el asimismo complejo y delicado tema de la
racionalidad. Muchos de los que nos dedicamos a las ciencias humanas abogamos con
energía a favor de la racionalidad, el rigor y la transparencia discursivas, en la creencia de
que existe la realidad y de que el mundo es, en principio, inteligible. Pero, por supuesto, no
estaríamos dispuestos a restringir dicha racionalidad a la de las matemáticas ni consideramos
suficientemente fundamentados o dignos de demasiada atención los intentos de
reduccionismo fisicalista. Ahora bien, no está del todo claro dónde están parados los autores
en este asunto.

La crítica al sistema académico y literario francés tiene antecedentes de peso. El famoso


sociólogo Pierre Bordieu dedicó un libro a la descripción, en términos de teoría social, de la
estructura y de la dinámica del establishrnent académico francés (Homo academicus,
Stanford University Press, 1988, traducido por P. Collier -cito la versión inglesa pues
contiene un interesante prólogo del autor ausente en el original-). Al sociólogo de Chicago
Terry Clark también debemos otro estudio: Prophets and Patrons (Harvard University Press,
1973); hay también muchos estudios históricos sobre el mundillo literario de la rive gauche
(por ejemplo, el del historiador de Camus, Herbert Lottman, The Left Bank: Writers, Artists
and Politics frorn the Popular Front to the CoId War, New York, Halo Books, 1991). Sin
embargo, no debería identificarse toda la actividad académica francesa con los sectores mas
hábiles para ganar espacios de poder, publicitarse en los medios o exportar sus ideas al otro
lado del Atlántico.

Francia fue una de las cunas de los instrumentos del trabajo erudito y del método
histórico-critico, y el cultivo de las “humanidades duras” continúa floreciendo en dicho país
hoy tanto como en los siglos pasados.

Hay un punto que no aparece en el libro, pero que si es tema central de dos artículos de
Sokal en los cuales declara que su preocupación es “explícitamente política” (Sokal,
“Transgressing the Boundaries: An Afterword”, Philosophy and Literature 20 (2): 338-346,
octubre de 1996) y que las cuestiones de verdad, razón y objetividad son “cruciales para el
futuro de la izquierda” (Bricmont y Sokal, “What is the Fuss all about?”, Times Literarv
Supplement, del 17 de octubre de 1997). Es importante tener esto en cuenta para no perder
de vista el origen de la discusión, la cual -según dice su autor- fue motivada por su
preocupación porque el discurso progresista norteamericano habría asumido como

34
fundamento argumentos irracionales que, posteriormente, atentarían contra su propia
capacidad de reinvindicación.

Esto podría ayudar a explicar, además, por qué Sokal eligió concentrarse, en el libro,
sobre la difusión del discurso parisino entre la elites universitarias liberales (en el sentido
norteamericano del término) y dejó de lado otro fenómeno más masivo y de mucha mayor
significación social, como es el de la New Age, con su particular blend de ciencia y
pseudociencia y un curioso poder de convocatoria en vastos sectores de la sociedad y hasta
en algunos ambientes científicos.

Pero, por lo menos en un caso (Latour) su análisis se restringió a señalar los errores
científicos de un artículo en particular. A menos que uno desee correr el riesgo de asumir
que la lectura de algunos fragmentos textuales con errores puede sustituir el conocimiento in
extenso de las obras (y no creo que ningún humanista serio vaya a estar de acuerdo con este
pecado de esa scholarship), habría que ser cauteloso con lo que es lícito (o ilícito) inferir de
la empresa sokaliana. Es cierto que la “topología lacaniana” se aproxima asintóticamente a la
charlatanería y que su discurso, en ocasiones, es asimilable a los delirios sistematizados que
el mismo Lacan estudia; también es cierto que, buscando con paciencia, uno puede encontrar
en sus textos brillantes intuiciones de psicopatología. Las ideas de Latour y del “programa
de Edimburgo” merecen análisis y consideración, independientemente del juicio final que se
pueda emitir sobre ellas. Lo mismo puede decirse, a fortiori, de la obra filosófica de Derrida
o de Foucault, quienes han signado, para bien o para mal, gran parte del pensamiento de la

35
segunda mitad de nuestro siglo –Sokal y Bricmont no incluyen a estos dos filósofos, pero
consideran al último de ellos como el “cheerleader” de los autores que caen bajo la crítica
(ver Bricmont y Sokal, “What is the Fuss all about?”, citado más arriba) –. Separar la paja
del trigo es trabajo árido, pero quizás no podamos ahorrárnoslo. Reducir una obra a sus
defectos es como juzgar una vida por sus equivocaciones. Sokal recuerda –para justificar su
procedimiento (pp. 16-17) – que Bertrand Russell dejó de leer a Hegel cuando se dio cuenta
de los errores matemáticos de este. El argumento es bueno, pero cuestionable: Russell
afirma, en uno de sus muchos libros, que “la filosofía debería darnos a conocer el fin de la
vida” y, en el mismo párrafo, que “la filosofía no puede, por sí misma, darnos a conocer el
fin de la vida” (An Outline of Philosophy, Londres, Allen and Unwin, 1927, p. 312).
¿Dejaríamos por eso a este autor fundamental? Más aún, si fuéramos a juzgar a los
científicos por la profundidad o pertinencia de sus enunciados filosóficos, temo que
leeríamos muy poca ciencia. Y aunque la dimensión de este problema no sea tan grave como
la que Sokal y Bricmont acaban de revelar, tampoco es insignificante.

Otra cuestión es la ya señalada, respecto de la doble intención del libro. Este doble frente
de ataque es causa de que caigan en la misma bolsa una serie de autores que tienen poco en
común, excepto servir como citas bibliográficas a los “posmos” norteamericanos. Si el
affaire Sokal sigue el camino del exceso (esperemos que no), no seria raro que algunos
comenzasen a ver asomar sobre el horizonte de la academia universal de fin de siglo una
amenazante hidra textual, sobre cuyas múltiples cabezas (la solipsista, la deconstructivista, la
relativista, la posmodernista, la convencionalista, la posestructuralista, la irracionalista, la
construccionista social y la próxima “ (x)-ista” que surja a la orilla del Sena) los Robespierre
de la razón descargarán su ira justiciera, sin jamás terminar de aniquilarla. Crear monstruos
mediante el procedimiento de unir partes aisladas de animales conocidos es un proceso que
se emparenta más con la imaginación medieval (o con la propaganda fundamentalista) que
con el análisis de las ideas -debe quedar bien claro que no estoy afirmando que Sokal y
Bricmont hayan tenido estas intenciones, sino especulando sobre cómo sus posturas podrían
llegar a ser desfiguradas-.

La “broma” de Sokal ha levantado maremotos de tinta fresca porque, directamente o


por alusión, toca puntos sensitivos donde se entrecruzan cuestiones filosóficas de fondo (la
posibilidad del conocimiento, la naturaleza de la ciencia, la relaciones entre ciencias
humanas y naturales), asuntos sociológicos (la organización académica, el presupuesto de
la investigación, la existencia de “estilos nacionales” de saber), y cuestiones ideológico-
políticas –Sokal insiste en que su obra tiene como meta la toma de conciencia de los
sectores progresistas y sus detractores insisten en denunciarlo como un personaje al
servicio de los intereses establecidos-.

O sea, un complejo de problemas sobre los cuales cada uno de nosotros puede sentirse
tentado a autoconsiderarse el “dueño” del tema. Hay que resistir esa vana ilusión con fervor.
Piénsese lo que se piense de Sokal y de su amigo belga, no es poco mérito el habernos
36
abierto los posibles caminos de un debate que hasta ahora había permanecido cerrado.
Espero que estos comentarios no hayan traicionado demasiado el espíritu de la convocatoria.

Agradecimientos: a Gerardo, Lilia, Marcelo, Pencha y Pablo, quienes contribuyeron con bibliografía para
este ensayo.

Ciencia Hoy Volumen 6 - Nº36 - 1997

Experimento peligroso
MIGUEL DE ASÚA

Los ojitos irónicos de Ernan McMullin brillaban como nunca en la semipenumbra del
Faculty Club de Notre Dame mientras me contaba, con su musical pronunciación hibérnica,
los ecos del escándalo que acababa de sacudir al mundo académico norteamericano. A la
semana de regresar a Buenos Aires, me encontré con un artículo periodístico de Mario
Bunge, que hacía alusión al episodio (Clarín, domingo 7 de julio). Dado que el asunto es
uno de esos que, una vez oídos, invitan a que se los difunda y comente, y no me siento con
fuerzas para resistir la tentación, aquí va la historia.

La revista Social Text, editada por Duke University Press, dedicó el número de
primavera/verano de este año (volumen 14, números 46/47 ‘Science Wers’) a los estudios
sociales y culturales de la ciencia. El físico Alan Sokal, de la New York University, había
enviado para su publicación (y la revista aceptado publicar) un artículo denominado
‘Transgressing the Boundaries. Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum
Gravity’ (pp. 217-251 del citado número). La revista es un exponente representativo del
movimiento de los cultural studies. La tesis del artículo es que la ciencia de fines del siglo
XX (que el autor llama ciencia postmoderna) finalmente ha superado el paradigma
cartesiano-newtoniano, demostrado que la realidad física es una construcción social y
lingüística, que el conocimiento científico es un mero reflejo de las ideologías dominantes y
de las relaciones de poder inherentes a la cultura que lo produce y que el discurso científico
no puede aspirar a una posición epistemológica privilegiada respecto de los saberes de las
comunidades marginales. El argumento se centra en el desarrollo de las teorías de gravedad
cuántica y se desenvuelve en varias etapas.

37
Albert Sokal

En primer lugar, Sokal asocia la interpretación estándar de la teoría cuántica con la


epistemología postmoderna; vinculando el principio de complementariedad de Bohr, la idea
de discontinuidad y el teorema de Bell, respectivamente, con las nociones de ‘dialecticismo’,
‘ruptura’ e ‘interconexión y holismo’. En la segunda sección, que titula Hermenéutica de la
relatividad general clásica, subraya que la relatividad nos proporciona intuiciones
‘radicalmente nuevas y antiintuitivas’ del espacio, el tiempo y la causalidad y cita un
comentario de Derrida sobre la relatividad general clásica, que traduce a la jerga de la teoría,
para concluir en la ‘ineluctable historicidad’ de las constantes Pi y G. En una sección sobre
la interpretación postmoderna de la gravedad cuántica insiste en la no-linealidad de las
ecuaciones de Einstein y en la solución aportada por una teoría de campo morfogenético,
presentada como la contrapartida cuántica del campo gravitatorio einsteiniano.

La próxima sección pone en paralelo el uso de la topología en física con su utilización


por Lacan, cita a Althusser y sugiere que el psicoanálisis ha sido confirmado por la teoría de
campo cuántico, Después, comenta la crítica de la intelectual francesa Luce Irigaray a la
teoría de conjuntos, que habría dejado de lado, por un prejuicio masculino, las
investigaciones sobre conjuntos flous y el análisis del problema de fronteras, Concluye el
artículo enumerando las características de la ciencia postmoderna, a saber.

• (i) el acento puesto en la no-linealidad y la discontinuidad,


• (ii) la deconstrucción del dualismo metafísico y la eliminación de
la distinción entre sujeto y objeto,
• (iii) el abandono de las categorías ontológicas estáticas y las
jerarquías propias de la . ciencia moderna y el surgimiento de un
paradigma ecológico, y
• (iv) el énfasis en el simbolismo y la representación.

El contenido y la metodología de la ciencia postmoderna –dice Sokal– proporciona un


apoyo intelectual poderoso al proyecto político progresista, entendido en su sentido más
38
amplio: la transgresión de los limites, la ruptura de las barreras, la democratización radical
de todos los aspectos de la vida social, económica, política y cultural (p. 229). En los
párrafos finales del artículo afirma que podemos encontrar indicios de una matemática
emancipadora [...] en la lógica multidimensional y no-lineal de la teoría de sistemas fuzzy;
pero este enfoque está gravemente marcado por haberse originado en la crisis de las
relaciones de producción del capitalismo tardío (p. 23 I), también señala que la teoría de
catástrofes, con su énfasis dialéctico en la continuidad –discontinuidad y metamorfosis–
despliegue, desempeñará un papel importante, indudablemente, en las matemáticas del
futuro; pero queda aún mucho trabajo teórico por hacerse antes de que este enfoque se
convierta en una herramienta de la praxis política progresista (p. 231). El artículo, cuya
retórica es la habitual en este tipo de trabajos, tiene 55 notas textuales y 213 referencias
bibliográficas.

Hasta aquí vamos bien –o, al menos, así creían haberlo entendido los editores de Social
Text –, Porque resulta que el paper de Sokal fue escrito en broma. A poco de salir
‘Transgressing the Boundaries’, su autor publicó en la revista Lingua Franca (órgano que se
ocupa de difundir chismes, criticas y novedades entre los profesores de humanidades y
ciencias sociales de los EE.UU.) otro artículo en el cual dio cuenta de su monumental y nada
inocente ‘cargada’ (‘Experiment with Cultural Studies’, Lingua Franca, 6, 4.62-64).
Confesándose un mero físico, Sokal se preguntó cómo es posible que los editores de Social
Text no hayan advertido la parodia. A continuación va explicando detalladamente todas las
falacias argumentativas que usó, la obvia falta de seriedad en el manejo de conceptos físicos
y matemáticos y las homologías disparatas (por ejemplo, que el axioma de equivalencia de la
teoría de conjuntos es análogo a las tesis feministas). Luego explica que su preocupación por
la proliferación de los enfoques subjetivistas, a la vez intelectual y política, se funda en que –
en su opinión– hay un mundo real cuyas propiedades no son construcciones sociales (p. 62).
La indignación del autor con publicaciones como Social Text proviene de su compromiso
político (fue profesor de matemáticas en la Universidad Nacional de Nicaragua durante el
gobierno sandinista). ¿Cómo puede ser –se pregunta– que la izquierda, que tradicionalmente
combatía el oscurantismo del lado de la ciencia, se comprometa ahora con el relativismo
epistemológico, que barre con las débiles esperanzas de una critica social progresista? Al
final, Sokal mete el dedo en lo más profundo de la llaga: ¿cómo es posible que los editores
hayan encontrado sus argumentos científicos convincentes y no se hayan preocupado por
someterlos al arbitraje de un ‘experto’? ¿será porque las conclusiones les eran agradables?
¿o porque, aunque críticos de ellas, miran con disimulada reverencia los misteriosos
símbolos de las ciencias duras y saltan de alegría cuando un representante de estas cruza las
fronteras y viene en su auxilio?’. Con el orgullo de haber tenido el coraje de gritar que el
emperador está desnudo, Sokal finalmente se pregunta: ¿por qué el autocomplaciente
sinsentido –cualquiera sea su orientación política– habrán de ser alabados como la cima del
logro intelectual? (p, 6d).

39
El fraude (o la hazaña) de Sokal tuvo inmediata repercusión. El New York Times le
dedicó un artículo en primera plana (mayo 18), seguido, tres días después, por una nota (Op-
Ed) de Stanley Fish, profesor de literatura y derecho en Duke, conocido portavoz del
political correctness y director ejecutivo de la editorial de esa universidad (que publica
Social Text). Fish defendió a la revista y acusó a Sokal de fraude y trampa intencional, y
afirmó, entre otras cosas, que las categorías conceptuales fundamentales –entre ellas la
misma existencia– se vuelven problemas relativizados por la ‘Teoría’. EI 23 de mayo, el
diario publicó ocho carillas de lectores sobre e asunto, cinco que defendían a Sokal y
criticaban a Fish, dos a favor de este último y una contemporizadora. El domingo 26 de
mayo, el diario sacó un tercer artículo, firmado por Edward Rothstein, a favor del acusado.
La revista Newsweek de 3 de junio también dedicó un articulo al terna (S. Begley y A.
Rogers, ‘Morphogenic Field Day’, p. 2.6), con una cita del matemático Norman Leavitt, de
Rutgers, quien afirma que ‘... la izquierda se ha perdido a sí misma en un montón de teorías
inconsistentes y mala filosofía. El campo de los estudios de la ciencia no es el único en el
que ello ocurre, pero es el elegido con predilección por aquellos que quieren pasar por
tontos’.

¿Cuál es e contexto teórico de estas violentas ‘guerras científicas’. Sin duda, se trata de
un enfrentamiento entre una concepción relativista del conocimiento científico para la cual la
realidad es una construcción social dependiente de los grupos de poder en cada cultura y a
comprensión de la ciencia que suelen tener los científicos, quienes tienden a pensar que
existe una realidad y que la ciencia proporciona una imagen más o menos adecuada de ella.
Desenmarañar los componentes de la producción intelectual que florece en los
departamentos norteamericanos de literatura, historia, sociología, estudios culturales, estudio
de género y estudios de la ciencia no es tarea fácil; haremos, sin embargo, el intento, pero
admitimos desde ya que nuestras caracterizaciones simplifican y no hacen justicia a la
complejidad del asunto. En primer lugar está el deconstruccionismo, un enfoque vinculado
con la crítica y la teoría literarias, que reconoce sus fuentes en filósofos como Jacques
Derrida y Paul de Man; argumenta que el texto es una fuente inagotable de interpretaciones,
producidas por el propio lector, y que a empresa de encontrar un ‘sentido’ está condenada de
antemano al fracaso, pues el discurso no se refiere sino a sí mismo o a otros discursos. Una
perspectiva complementaria es la del ya bien conocido estructuralismo francés, representado
por autores como Louis Althusser y Michel Foucault, para quienes el sentido de los términos
del discurso proviene de la estructura global de este y no de su referencia a algo ajeno a la
estructura sintáctica. En tercer lugar, hay que mencionar a los teóricos de la postmodernidad,
como Jean-Franpois Lyotard o J. Baudrillard, quienes describen, en términos de crítica
cultural, la superación en este fin de siglo de la edad moderna y de uno de sus ingredientes
fundamentales, la ciencia moderna. En los EE.UU., estos estudios se asocian muchas veces
con las reflexiones del filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas, sin duda uno de los
más importantes pensadores de nuestro siglo, y con la hermenéutica de otro importante
filósofo alemán, Hans-Georg Gadamer, y dan lugar a la denominada teoría critica (los
alemanes no acostumbran mezclarse con los deconstruccionistas franceses y dejan el
40
ejercicio de unir las dos orillas del Rin a los norteamericanos). Los críticos culturales
asentados en los departamentos de cultural studies, dialogan muy bien con Richard Rorty,
uno de los filósofos norteamericanos más significativos del momento, cuya posición,
conocida como pragmaticismo hermenéutico, es una interpretación del pragmaticismo
norteamericano en términos de relativismo multicultural. Otro de los autores más estudiados
y citados a este respecto es el bien conocido psicoanalista Jacques Lacan, de amplia difusión
en Buenos Aires. Entre los historiadores, el líder del relativismo es Hayden White, quien –
dicho muy esquemáticamente– afirma que la historia es una narración sin mayor valor
testimonial, apenas distinguible de la de cualquier otro estilo literario. En cuanto a la ciencia,
la crítica proviene de varios lugares, más o menos asociados a los desarrollos de la ‘Teoría’.
Los partidarios de la sociología del conocimiento científico y la mayor parte de los
representantes de los estudios sociales de la ciencia, cuyos autores más originales son
ingleses y franceses, defienden una interpretación del conocimiento científico denominada
constructivismo, es decir, la idea de que este es una construcción, un resultado más o menos
inmediato de la sociedad o de las distintas comunidades científicas (según, respectivamente,
se adopte un punto de vista macro o micro) y no tiene mayor sentido hablar de objetividad
de la ciencia, pues esta está herida de un incurable relativismo. El constructivismo debe
diferenciarse del empirismo constructivista, una importante corriente de la filosofía de la
ciencia, que concibe a las teorías como aparatos simbólicos de predicción, sin mayor valor
para proporcionar una imagen del mundo, pero que no toma en cuenta las dimensiones
sociales en la generación de teorías. Entre los estudios de crítica de la ciencia es muy fuerte,
asimismo, la impronta del movimiento multiculturalista, reflejo de la actual constitución de
la sociedad norteamericana, que promueve la revalorización de concepciones científicas no
occidentales y aspira a substituir la historia del pensamiento y el canon de la literatura de
Occidente por las producciones de distintas culturas (africana, asiática, ‘hispánica’), puestas
en pie de igualdad. Finalmente, la mayor parte de la crítica feminista y algunas vertientes del
movimiento ecologista también aportan sus contribuciones, como son la denuncia del
sexismo y de la destrucción del ambiente, característicos de las sociedades avanzadas de fin
de siglo.

De hecho, en los últimos años se registró un notable aumento de los journals dedicados a
los estudios críticos y culturales de la ciencia: Science as Culture, Science in Context, que
dedicó un número a la ciencia postmoderna, (8, 4, l995), Metascience y la ya tradicional
Social Studies of Science. Los estudios de Prigogine sobre no-linealidad, teoría del caos y
termodinámica son a menudo considerados ingredientes de la ciencia postmoderna,
caracterizada –se afirma– por el holismo, el indeterminismo, el relativismo y la
problematicidad de la existencia de una realidad objetiva.

Como se ve, la constelación es bastante compleja y quien la describe cae fácilmente en la


culpa de juntar cosas que, en muchos aspectos, son distintas. No pueden ponerse en el
mismo plano el curioso fenómeno del culto a los mandarines de la rive gauche francesa por
parte de los departamentos de letras norteamericanos (que ya ha sido objeto de varios
41
estudios), los justos reclamos reivindicativos de minorías marginadas, muchos aspectos de la
crítica feminista o la valiosa preocupación por los efectos ambientales de la energía nuclear.

El escenario institucional en el que se desenvuelve este drama académico puede ayudar a


entender su origen y sus alcances. El hecho es que la teoría crítica, considerada politically
correct en los departamentos de humanidades y ciencias sociales de las grandes
universidades, es utilizada con frecuencia como criba para promover a sus adherentes o
eliminar a sus detractores de la carrera académica. Ello resulta sospechoso de oportunismo
en universidades duramente castigadas por las amenazas de eliminación del tenure, los
recortes presupuestarios que sufren las estatales, la dificultad de crear nuevos cargos de
profesor en las no estatales y la eliminación del requisito de jubilación a los 65 años, que
automáticamente bloquea la posibilidad de avance de las nuevas generaciones y origina una
autoperpetuada gerontocracia, la cual deteriora gravemente el sistema académico.

Por otro lado, y desde la Argentina, quizás deberíamos preguntamos sobre la validez de
una crítica a la ciencia que se efectúa desde los amplios rooms de Cambridge, sherry de por
medio, o camino a cobrar los jugosos subsidios que los progresistas graduados de la Ivy
League reciben por sus servicios, mientras que aquí los científicos trabajamos duramente
para poder mantener el sistema científico en pie, pensando que la ciencia es una actividad
que debe ser promovida, tanto por su valor intrínseco de conocimiento valioso, como por sus
efectos de promoción social.

ALGUNOS PASAJES DE SOKAL, A TÍTULO DE EJEMPLO

1. Tomados de Social Text, 14, 46/47, 1996.

...la relatividad general nos obliga a aceptar nociones antiintuitivas y radicalmente nuevas
de espacio, tiempo y causalidad; no es entonces sorprendente que hoya tenido un profundo
impacto no sólo en las ciencias naturales sino, también, en lo filosofía, la crítica literaria y
las ciencias humanas. Por ejemplo, en un celebrado simposio llevado a cabo hace tres
décadas sobre Les langages critiques et les sciences de l’homme, Jean Hyppolite planteó una
incisiva pregunta sobre la teoría de Jacques Derrida acerca de lo estructura y el signo en el
discurso científico. [...] La perspicaz respuesta de Derrida llegó hasta el corazón de la
relatividad general clásico: La constante de Einstein no es una constante, no es un centro. Es
el mismo concepto de variabilidad –es, finalmente, el concepto del juego–. En otras
palabras, no es el concepto de alguna cosa – de un centro o partir del cual un observador
podría dominar el campo –sino el mismo concepto del juego.

En términos matemáticos, la observación de Derrida se vinculó con la invariancia de la


ecuación de campo de Einstein Guv y 8pGTuv en condiciones de difeomorfismos no lineales

42
de espacio-tiempo (automapeos de la variedad diferencial espacio-temporal que son
infinitamente derivables pero no necesariamente analíticos). El punto central es que este
grupo de invariancia ‘actúa transitivamente’: esto significa que cualquier punto del espacio-
tiempo, si es que existe, puede ser transformado en cualquier otro. De este modo el grupo de
invariancia de dimensión infinita borra la distinción entre observador y observado; la Pi de
Euclides y la G de Newton, que antiguamente eran consideradas como constantes
universales, son ahora percibidas en su ineluctable historicidad; y el supuesto observador
fatalmente se des-centra, desconectado de cualquier vínculo epistémico con un punto
espacio-temporal que ya no puede ser definido sólo por la geometría (pp. 221-222).

...Más aún, como sospechaba Lacan, hay una íntima conexión entre la estructura externa
del mundo físico y su representación psicológica interna en tanto teoría de nudos: esta
hipótesis ha sido recientemente confirmada por la derivación de Witten de las invariantes de
nudo (en particular, el polinomio de Jones para la teoría de campo cuántico tridimensional
de Chern-Simons) (p. 225).

2. Tomados de Lingua Franca, 6, 4, 1996.

No se me escapan las cuestiones éticas relacionadas con mi poco ortodoxo experimento.


Las comunidades profesionales actúan sobre la base de la confianza; el engaño mina esa
confianza. Pero es importante entender exactamente lo que hice. Mi artículo es un ensayo
teórico en un todo basado en fuentes públicamente accesibles, todas las cuales fueron
minuciosamente citadas en notas de pie de página. Todas las fuentes son reales y todas las
citas rigurosamente exactas; ninguno es inventada. Ahora, es cierto que el autor no cree en
su propia argumentación. Pero, ¿por qué habría ello de importar? El deber de los editores,
como académicos, es juzgar la validez y el interés de las ideas, sin tomar en cuenta de dónde
provengan (por eso, muchas revistas académicos utilizan el arbitraje ciego). Si los editores
de Social Text encontraron mis argumentos convincentes, ¿por qué habrían de
desconcertarse simplemente porque yo no lo hago? ¿O es que son más sumisos o lo
‘autoridad cultural de la tecno-ciencia’ que lo que les gustaría admitir?

En última instancia, recurrí a una parodia por una simple razón pragmática. Los blancos
de mi crítica, a esta altura, se han transformado en una subcultura académico
autoperpetuante, que típicamente ignora (o desprecia) a la crítica razonada externa. En tal
situación, se requería una demostración más directa de los estándares intelectuales de dicha
subcultura. Pero, ¿cómo puede demostrar uno que el emperador está desnudo? La sátira es,
de lejos, la mejor arma; y el golpe que nunca puede desviarse es el que uno se inflige o si
mismo. Ofrecí a los editores de Social Text una oportunidad para demostrar su rigor
intelectual. ¿Pasaron la prueba? No lo creo (p. 64).

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