—Hace cinco días. Confío en partir a finales de esta semana. Cuanto antes, mejor. —Comprendo. —¿Es cuanto se te ocurre decir? —¿Qué puedo decirte, sino desearte suerte en todo lo que hagas? Lo dijo con tanta tranquilidad que ella dio un respingo. —Bueno, ¡gracias! — dijo, vivamente —. ¿No te alegras de que no pueda seguir dándote la lata? —No me das la lata, Justine — contestó él. Ella soltó a Natacha, cogió el atizador y empezó a hurgar furiosamente en los leños, que se habían quemado hasta convertirse en cortezas vacías; se hundieron hacia dentro, levantando un breve surtidor de chispas, y el calor del fuego decreció bruscamente. —Debe de ser el demonio destructor que llevamos dentro el que nos impulsa a destripar una fogata. Sólo sirve para acelerar el fin. Pero es un final hermoso, ¿verdad, Rain? Por lo visto, a él no le interesaba lo que le ocurría al fuego, porque se limitó a decir: —Este fin de semana, ¿eh? No pierdes el tiempo. —¿Para qué retrasarlo? —¿Y tu carrera? —Estoy harta de mi carrera. Y, después de Lady Macbeth, ¿qué me queda por hacer? —¡Oh, no seas niña, Justine! ¡Te sacudiría cuando me vienes con estas gansadas de colegiala! ¿Por qué no dices simplemente que el teatro ya no te interesa y que añoras tu casa? —Está bien, está bien, ¡está bien! ¡Tómalo como quieras! No fue más que una de mis acostumbradas impertinencias. ¡Perdona si te he ofendido! — Se levantó de un salto. — ¡Maldita sea! ¿Dónde están mis zapatos? ¿Dónde está mi abrigo? Fritz apareció con ambas prendas y la llevó a casa en el coche. Rain se excusó por no acompañarla, diciendo que tenía cosas que hacer; pero, cuando ella se hubo marchado, se sentó junto a la nueva fogata, con Natacha sobre sus rodillas y sin dar señales de tener trabajo alguno.
—Bueno —dijo Meggie a su madre—, confío en que hemos
hecho lo que debíamos. Fee la miró y asintió con la cabeza. —¡Oh, sí! Estoy segura de ello. Lo malo de Justine es que es incapaz de tomar una decisión como ésta; por consiguiente, era lo único que podíamos hacer: tomarla por ella. —No me gusta hacer de Providencia. Creo que sé lo que ella quiere realmente, pero, aunque pudiese decírselo cara a cara, ella no lo aceptaría. —El orgullo de los Cleary —dijo Fee, sonriendo débilmente—. Surge en las personas más inesperadas. —Vamos, ¡el orgullo de los Cleary no lo es todo! Siempre pensé que también el de los Armstrong tenía algo que ver. Fee movió la cabeza. —No. El orgullo nada tuvo que ver con lo que yo hice. Esto es cosa de la vejez, Meggie. Conseguir un poco de espacio para respirar antes de morir, en el que podamos ver por qué hicimos lo que hicimos. — Suponiendo que la senilidad no nos lo impida — dijo secamente Meggie —. Aunque tú no corres este peligro, y creo que yo tampoco. —Tal vez la senilidad es una merced que se otorga a los que no podrían enfrentarse con la retrospección. En todo caso, no eres lo bastante vieja para decir que has evitado la senilidad. Espera a ver dentro de veinte años. —¡Dentro de veinte años! — repitió Meggie, desalentada —. Es mucho tiempo, ¿no? —Bueno, podrías haber hecho que estos veinte años fuesen menos solitarios, ¿no crees? — preguntó Fee, continuando su labor de punto. —Sí, habría podido. Pero no habría valido la pena, mamá. —Golpeó la carta de Justine con la cabeza de una vieja aguja de hacer media, con sólo un ligerísimo matiz de duda en su tono —. Ya había vacilado bastante. Sentada aquí, desde que vino Rainer, esperando que no tendría necesidad de hacer nada en absoluto, confiando en que no sería yo quien tuviese que tornar la decisión. Pero él tenía razón. Al fin, yo he tenido que hacerlo. —Bueno, debes confesar que también yo he hecho algo —protestó Fee, amoscada —. Es decir, cuando doblegaste tu orgullo lo bastante para explicarme lo que pasaba. —Sí, me ayudaste — reconoció amablemente Meggie. El viejo reloj desgranaba su tictac; los dos pares de manos revoloteaban moviendo las agujas de concha. —Dime una cosa, mamá —dijo Meggie de pronto—. ¿Por qué