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presentación

Q Que alguien haya logrado la doble maravilla de que “el sol arda en sus
manos” y de que “sepa repartirlo”, es mucho decir. No sabríamos cuál de
las dos hazañas es la más prodigiosa.

Cuando hablamos de que a alguien “le arde el sol en las manos”,


estamos diciendo que tiene vida llena y radiante, que sus años son
luminosos como ascuas, porque una gran ilusión da sentido a sus horas,
porque está herido de Vida, en suma. Una gran hazaña, lo repito. Las
historias que se cuentan en este nuevo número de “La Misión Claretiana”
brillan como el sol. Leedlas con detenimiento. Veréis que esas narraciones,
tan reales y normales, dejan rastro porque tienen luz. Están llenas y por
eso iluminan nuestros rincones oscuros.

¿Por qué tienen luz? No, desde luego, por rara excepcionalidad ni por
casualidad cromosomática. Sólo tiene luz el que ha ido recogiéndola,
cultivándola. La belleza de la luz se les dio a ellos, como a todos, con la
vocación. Pero tuvieron que recogerla, abriendo manos y alma. Esa luz en
sus manos fue regalo, pero también esfuerzo no publicable. Naturalmente
no la conquistaron en un solo día; la fueron acumulando despacio y a
trocitos. Esos retazos de vida brillan ahora después de años de recolecta
en sus palabras que reflejan, sólo tímidamente, aquella luz. ¡Qué milagro
vivir con el corazón encendido! ¡Qué sorpresa, además, verles tan iguales
a nosotros!

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El segundo milagro es que nos repartan humildemente esa luz. La
luz, por su propia naturaleza, es para compartirla. No se le da a nadie
para meterla bajo el celemín, sino para ponerla sobre el candelero y que
alumbre a todos. A nadie se le da la vocación para sí solo, aunque muchos
mueran sin haber llegado a descubrir esta enorme verdad. Hay “genios”
malogrados, doblemente más tristes que los que están apagados. Porque,
¿hay algo más absurdo que tener una vida llena y creerse que se posee para
chupetearla privadamente como
un helado? Los que son pobres de
vida y egoístas, son más pobres que
malos. Los ricos de vida y egoístas
padecen la misma esterilidad.

Debemos repetirlo hasta que


se entienda: compartir la propia
vocación no es obligación añadida
al misionero cabal. Es la sustancia
de su convocación. Un misionero solitario es un “misionero-bonsai”, a
medias, le falta algo importante. La luz de la vocación es luz cuando
se reparte y se comparte. Tillich, el gran teólogo, lo explicó muy bien:
«En el mundo sólo existimos en virtud de la comunidad de hombres. Y
sólo podemos descubrir nuestra alma mediante el espejo de quienes nos
observen. No existe ninguna profundidad en la vida sin la profundidad
del bien común».

Los mejores misioneros lo son no por lo que hacen, sino por lo que
proyectan, por lo que reparten. El mejor misionero no es aquel que tiene
más talentos, sino aquel de cuya vida se alimentan más. Los misioneros
que aquí hablan no se reservan para sí mismos, sino que nos entregan
algo de lo que palpita en su corazón. Agradezcamos que se hayan atrevido
a repartir su vida en rebanadas a lo largo y ancho de estas páginas.

P. Juan Carlos Martos Paredes, cmf

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Haití

De Nigeria a Haití

N Nací en una familia muy


cristiana pero yo no tenía nada
especial. Mi padre fue director del
coro parroquial desde 1970 hasta
su muerte en 2000. Casi toda la
familia formaba parte del coro
menos yo. Mi historia
vocacional comenzó en
el año 1980, justamente
cuando terminaba mis
estudios secundarios.
Empecé a frecuentar las
actividades religiosas
con mayor interés,
aunque sin ninguna idea
precisa de lo que eso supondría
para mi futuro. Al principio, pensé
ser abogado o periodista. En 1981,
ya terminado el High School, me fui
de vacaciones a mi casa esperando
los resultados de los exámenes.

La fuerza de las letanías Anistus Chima Onuoha, cmf

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Un día tenía programado hacer un viaje con mi hermano mayor, Raphael.
Llegado ese día, le dije que no pensaba ir porque había oído hablar de una
ordenación sacerdotal en un pueblo cercano y quería ir a ella. En efecto,
en Amucha, de la diocesis de Orlu, se ordenaba Eugene Dike, un joven
Espiritano. Nunca había asistido a una ordenación sacerdotal ni sabía lo que
era eso. Aquel día sentí una fuerza interior muy superior a los reclamos que
me hacía mi hermano. Él me decía: “Ya habrá más ocasiones de presenciar
ordenaciones sacerdotales”. Finalmente, él se marchó y yo me fui a la
ordenación.
Mi participación en ella no pasó de lo
normal, hasta que llegó el momento de las
letanías. El diácono Eugene se postró en el
suelo y empezaron a invocar a los santos.
Interiormente me estremecí y la impresión
afectó a todo mi cuerpo. Se me erizaba la
piel y me estallaba la cabeza. Era tanta
la emoción, que sentí ganas de llorar. En
ese momento habría sustituido al diácono
que yacía por tierra. Allí mismo tomé mi
decisión que nunca ha dado marcha atrás.
Al día siguiente lo comenté a mi párroco, el P. Anumudu, y a mi padrino
el P. Don Dei Ibekwe. Me facilitaron una entrevista con el Obispo, Gregory
Ochiagha, quien me envió a su seminario menor en Umuowa para hacer
un año de discernimiento. Allí estuve dando clases de Historia y Religión.
Cierto día el P. Christian Mary Ihedoro, el primer Claretiano nigeriano, vino
al seminario para presentar la vocación misionera de su congregación. Le
escuché atentamente y decidí ir con él. Fue el año 1981. En 1990 recibí la
ordenación sacerdotal.

El camino hasta llegar a ser sacerdote claretiano no fue fácil para mí.
En un principio no me creyeron mis compañeros y amigos porque no me
veían con el aire serio que creían propio de un seminarista. Pero yo no daba

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importancia a esto, sabía lo que quería y conocía el estilo de vida que llevaría
en la nueva comunidad. Pronto me di cuenta de que esta vocación es un don
que Dios ofrece gratuitamente, y que nadie te puede arrebatar.

Desde 1990 he procurado ser siempre fiel a ella. He tenido la suerte de


haber trabajado siempre en las misiones, algunas muy difíciles. Primeramente
en Guinea Ecuatorial, donde viví una experiencia única y maravillosa,
incluida la persecución por parte de algunas autoridades que me acusaban
de promover la oposición al gobierno con lo que decían que era un partido
político, la ONG Manos Unidas, cuyos miembros eran los monaguillos de 9 a
15 años.
Tengo que dar gracias a Dios que me permitió sobrevivir a todo tipo de
trampas.
Mi segunda misión es Haití, donde actualmente soy misionero. La dureza
de esta misión es suficientemente conocida por los medios de comunicación.
Violencia, desorden social, inestabilidad política, muerte. En esta zona de Puerto
Príncipe es donde viven y actúan jóvenes armados que atacan, secuestran y
matan por placer. Celebramos bajo el ruido de las balas. Aun cuando muchos
se han visto obligados a abandonar la zona, nosotros seguimos yendo todos
los domingos. Nos negamos a suspender las actividades pastorales, como
nos pedían, aunque en ocasiones sólo seamos 15 personas en la iglesia.
A esta situación se han sumado los desastres y muertes por inundaciones,
huracanes y un terremoto. Nunca decayó nuestro ánimo. Dios me quiere aquí
para servir al pueblo.
En medio de todo
también se puede experi-
mentar la felicidad de la
vocación al sentir que en
la querida Congregación
no hay fronteras.

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L La primera vez que visité
la comunidad claretiana fue
a los 11 años de la llegada
de los claretianos a Corea.
Yo acompañaba a un amigo
que quería ingresar en esta
congregación. Hasta entonces,
yo ni siquiera sabía que
existían.

Tras las huellas de los


Mártires de Barbastro
In Ho Agustín Jeong, cmf

Japón

De Corea del Sur a Japón


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Anteriormente, había estado trabajando en una mina durante tres
años. Dejé el trabajo y regresé con mis padres tremendamente cansado.
Lo que más me hizo sufrir fue tener que dejar un grupo de estudio que
había iniciado con los hijos de los trabajadores de la mina. Mi intención
era hacer algo para mitigar el sufrimiento de mis compañeros. Había
surgido entre nosotros una verdadera relación de amistad y esperanza,
pero tuve que dejarlo todo
por una serie de fricciones y
desencuentros. Durante esos
tres años encontré en ese
grupo felicidad y ganas de vivir,
pero, al final, las dificultades
del trabajo y los problemas,
me dejaron el corazón vacío.
Aquella tarde, cuando fui
con mi amigo a la comunidad
claretiana, tomé por casualidad
un libro que había en la
biblioteca. Era sobre los Mártires Claretianos de Barbastro. En el martirio
de esos seminaristas encontré un testimonio vivo de algo que a mí me
faltaba y que con tanto deseo venía buscando. Se apoderó de mí una gran
emoción como si tuviera fuego en mi pecho. Al día siguiente fui varias
veces a orar en la capilla y acabé pidiendo al encargado de las vocaciones
que me admitiera en la congregación. Me respondió diciendo que me
aceptaría si se lo volvía a pedir después de medio año. “Mientras tanto
piénsatelo con calma”, me dijo. Así lo hice, y, pasado el medio año, me
admitió como postulante. Durante año y medio estuve participando en
varias actividades apostólicas de la comunidad tratando, a mi manera, de
asimilar la espiritualidad de los Mártires. A cada momento me preguntaba
lo que harían esos seminaristas de Barbastro en esa situación.
Llegado el tercer año de teología, el director del seminario me dijo
que había visto en un portal de internet católico que unos jóvenes me
buscaban. Después supe que se trataba del grupo de muchachos con
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el que trabajé en la mina. Habíamos prometido vernos cuando pasaran
cinco años. Yo me había olvidado de la promesa, pero ellos no. Por fin,
nuestra reunión tuvo lugar en una estación de tren. Formaban un buen
grupo de jóvenes y, para mi sorpresa y alegría, todos ellos habían recibido
el bautismo.
En mi camino vocacional no faltaron obstáculos. Mi propia inmadurez y
las dificultades de la vida comunitaria me llevaron al borde de la pérdida
de la vocación. Durante un año estuve reflexionando sobre ello y llegué
a la conclusión de que lo que me faltaba era la experiencia espiritual del
Fundador. ¿Cómo podía yo entregar mi vida en una congregación si me
faltaba sintonía con el Fundador? Siguiendo el consejo de mi formador, fui
a hacer una semana de ejercicios espirituales.
El tercer día de ejercicios reflexioné sobre la frase del Evangelio: “El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido…” (Lc 4,18). Fue
un momento de gracia. Me pareció sentir y saborear lo mismo que el P.
Claret al leer ese pasaje. Me sentía lleno y como con una nueva vocación,
esta vez auténticamente claretiana. El formador aceptó con mucha alegría
mi experiencia vocacional. Desde entonces,
me esfuerzo por ver todo como lo haría san
Antonio M. Claret.
Hace ahora cinco años que llegué a
Japón y ha pasado un año desde que recibí
la ordenación sacerdotal. Me encuentro con
los problemas del idioma, la cultura, las
costumbres, etc., pero el interrogante “¿qué
harían en este momento el Padre Claret y los
Mártires de Barbastro?” sigue motivando mi vida. La comunidad me da el
aliento necesario para afrontar las dificultades.
Otra cosa que me enseñaron los chicos del grupo de la mina: El
sacrificio que se hace por alguien, no deja de fructificar, aunque uno no lo
vea con sus propios ojos. Es Dios quien regala el fruto.

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H Hola, soy Carlos Sánchez Miranda,
quiero compartirles mi historia
vocacional. Vivo en Perú, tengo
33 años de edad, 13 de misionero
claretiano y 8 de sacerdote. Estoy feliz
de haber sido llamado y espero que
compartir nuestras historias nos anime
en la respuesta de cada día.

Con una mochila y el


corazón encendido
Carlos Enrique Sánchez Miranda, cmf

Perú

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Un Amigo que se acerca
Yo nací en Chepén, un pueblo del norte del Perú; donde
crecí con mis hermanas en un ambiente familiar trabajador y
alegre. Mis padres nos llevaban todos los domingos a la Misa
y yo desde los siete años ayudaba al P. Fernando Rojas como
acólito. Me llamaba la atención verlo orar ante el Sagrario
antes de cada Misa. Un día le pregunté por qué se quedaba
tanto tiempo allí, y me dijo que gustaba de la compañía de
su mejor Amigo. Yo quedé impactado e inquieto por vivir lo
mismo.
Otra experiencia clave en mi niñez fue ver
que los demás acólitos comulgaban y yo no.
Un día le pregunté al Padre por qué no podía
comulgar y me dijo que no estaba bautizado.
Me explicó en qué consistía este sacramento y
la importancia de recibir a Jesús en la Eucaristía.
Después de varias semanas de catequesis fui
donde mis papás y, con mis diez años de edad,
les dije que había decidido bautizarme. Pese
a su resistencia porque esperaban que mis
padrinos vinieran de lejos, un 29 de noviembre de 1982 recibí estos dos
sacramentos; creo que este día fue el culmen de una etapa marcada por
la alegría de haber descubierto la amistad de Jesús y el fuerte deseo
de ser sacerdote como aquel que me ayudó a descubrir la cercanía de
Jesús.

Un Amigo que se oculta, pero permanece muy cerca


En búsqueda de una mejor educación, a los doce años, me trasladé a
Trujillo para estudiar en el colegio Claretiano. Los dos años de permanencia
en esta ciudad fueron difíciles para mi vida de adolescente porque sentía
el dolor de la separación de mi familia y mis amigos, pero a la vez también
fueron gozosos porque experimenté la acogida de mis tíos y la apertura a
nuevos amigos. En medio de todas estas necesidades y búsquedas ya no

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participaba de la Eucaristía con la misma frecuencia que antes, es más, se
volvió una obligación que el colegio controlaba. Poco a poco olvidé que
quería ser sacerdote y aparecieron otros sueños y proyectos. Pese a la
desgana espiritual y la rebeldía, no dejé de contar con la amistad de Jesús
que me fortalecía y animaba sin que yo me diera cuenta.

Un Señor que seduce y llama


Cuando yo tenía 14 años, mis padres fueron a vivir a Lima. Yo llegué
para cursar el tercer año de secundaria en el Colegio Claretiano. El primer
año fue difícil porque como familia tuvimos que adaptarnos a una ciudad
más grande y diferente. Mi experiencia de Dios seguía enfriándose,
aunque no dejaba de lado la Eucaristía dominical, que muchas veces tenía
que buscar lejos de mi casa.
Al año siguiente las cosas
cambiaron mucho. El P. Sigifredo
López, encargado de la pastoral del
Colegio, invitó a algunos alumnos
para que le ayudasen en las
jornadas con los niños. Respondí a
esa invitación, sin ser consciente
de que sería el inicio de una nueva
etapa en mi vida. Me gustó tanto lo
que hicimos en esa jornada que a
partir de allí, domingo tras domingo, dedicaba todas mis fuerzas y ganas
a esas tareas.
Como adolescente vivía dedicado a mi familia, a mis amigos y amigas
de barrio, a los estudios y al apostolado en el colegio. Poco a poco este
apostolado llenó mi corazón y a través de él fui recuperando la frescura
de mi amistad con Jesús en la oración y se fue reencendiendo la llama de
querer ser sacerdote. Pero este deseo era diferente al de mi niñez porque

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ahora quería ser sacerdote Misionero. Recuerdo que un día, el P. Victorio
Robles me regaló la Autobiografía del P. Claret. La “devoré” en un par de
días. Me impactó tanto que, a mis 16 años, me preguntaba qué hacer
para dedicarme como Claret a que todos conozcan y amen a Dios.

Una respuesta que compromete la vida entera


Sin darme cuenta, al finalizar
el colegio estaba en una encru-
cijada: o dedicarme a los proyectos
soñados con mis papás para el
futuro o hacerle caso a ese fuego
que brotaba de mi interior al
contacto con Dios y el apostolado.
Felizmente no faltaron Claretianos
que se mostraron cercanos y me
ayudaron a discernir la voluntad
de Dios y me animaron a respon-
derle con valentía y alegría. Fue un tiempo intenso y decisivo. Un día 3 de
enero de 1989, con una mochila y el corazón encendido en un fuego que
quería abrasar al mundo entero, ingresé en el postulantado de Magdalena
del Mar.
Esta respuesta ilusionada y llena de expectativas, con el paso de los años
ganó más solidez. Los estudios, la oración, el apostolado, la fraternidad…
me ayudaron a madurarla. El contacto con la realidad de nuestra gente
necesitada la desafió y la llenó de inquietudes. Las dificultades y las caídas
no la apagaron; al contrario, la hicieron más humana, más confiada y la
encendieron más en el amor fiel y gratuito de Dios. Estoy agradecido por
este amor y quiero que mi vida entera, con sus riquezas y sus límites, esté
comprometida de lleno en seguir a Jesús misionero con mis hermanos, al
estilo de Claret.

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L La vocación es como la “denominación de origen”, la
señal de identificación y la marca de calidad.
Lo claretiano es mi vida. Mi vida es claretiana. Mi
forma de ser hombre, cristiano, religioso, presbítero y
obispo se ha modelado siendo claretiano.
Y entiendo por “claretiano” un carisma peculiar del
Espíritu Santo, una comunión de personas concretas, una
vida, una misión y un cuerpo organizado.

Lo claretiano es mi vida
+ Ángel Garachana Pérez, cmf.
Obispo de San Pedro Sula

Honduras

De España a Honduras

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Debo confesar, sin vanagloria porque es gracia, que he vivido una
profunda sintonía entre fidelidad a mí mismo y fidelidad al espíritu
claretiano. Dios me dio el mismo espíritu que aquel del que San Antonio
María Claret se sentía animado (Aut. 489). Las disonancias han sido fallo
o debilidad mía.
Afirma el Directorio que la palabra “misionero”, entendida desde
la experiencia espiritual de San Antonio María Claret, define nuestra
identidad carismática. El título del “misionero apostólico” que él recibió,
sintetiza su manera de vivir al estilo de los apóstoles.
El hilo conductor de mi vida ha sido esto: llamarme y ser en verdad
misionero apostólico. Desde niño rechacé otras formas de ser sacerdote
o religioso porque quería ser misionero. En el noviciado, cuando nos
preguntaban qué queríamos ser, yo siempre respondí: misionero. Cuando
el Sr. Nuncio en España me llamó para decirme que había sido nombrado
obispo de San Pedro Sula puse
la misma objeción que el Padre
Claret: “soy misionero y mi
corazón es para todo el mundo”.
Y ser obispo me hace participar,
en unidad de vida personal,
sacramentalmente de la sucesión
apostólica y existencialmente del
modo de vida de los apóstoles en
el seguimiento de Jesús.
En cuanto claretiano como “personas en comunión carismática”, repito
lo que escribí a los miembros de la Provincia de Castilla al ser nombrado
obispo: “ahora que, sin dejar de ser claretiano, debo organizar mi vida fuera
del marco institucional de la Congregación, quiero compartir contigo un
sentimiento del que, sin duda, me habrás oído hablar otras veces, porque
me acompaña desde los primeros años de postulante. Me refiero al amor,
agradecimiento y entrega a la Congregación. Me vida está entrelazada
con nombres de claretianos, desde el claretiano que me llevó al seminario
de Beire hasta el último postulante que, como Superior Provincial, he

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admitido en Los Negrales. Mis ilusiones de predicar la Palabra de Dios,
de amar a los demás, especialmente a los más sencillos y pobres, de
entregar mi vida a Dios, han crecido, se han purificado y han madurado al
abrigo, al cuidado y al ejemplo de las comunidades claretianas. Me gozo
de que mi nombre esté en el Catálogo de la Congregación y de poder
decir a boca llena “mi Congregación”.
En consecuencia, al aceptar mi nombramiento episcopal sentí que
no era yo solo quien respondía afirmativamente sino que era la misma
Congregación, a través de la Provincia de Castilla, quien ponía su carisma
y mi persona al servicio del pueblo de Dios en el gobierno de una iglesia
particular.
Mi ministerio episcopal está como marcado por los rasgos de la
misión claretiana: sentido de intuición para captar lo más evangélico
y evangelizador. Sentido de disponibilidad para no instalarme en lo ya
logrado o en la vida interna de las comunidades sino salir a los alejados e
indiferentes, ir siempre más allá. Sentido de catolicidad para no aislarme
en mi iglesia, sino comunicar, desde “las honduras”, con todas las iglesia,
especialmente de América Latina. Y para no encerrarme en mi propio
ministerio sino ser multiplicador de agentes de evangelización. Una de
mis preocupaciones ha sido el aumento de seminaristas, de sacerdotes y
de religiosas/os.
Doy gracias a Dios por
la vocación recibida y le
pido la gracia de ser a
ella fiel toda mi vida.

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China continental
S Soy el Hermano Daniel, nacido en
Chile el 12 de septiembre de 1968.
Desde abril de 2005, fecha en la que
me encontraba realizando un trabajo
misionero en la comunidad que los
De Chile a China
Claretianos del Reino Unido e Irlanda
animan en Belice, he sido destinado
por nuestro Superior General a formar
parte de la Delegación de Asia
Oriental que, entre otras actividades
apostólicas, trabaja preparando camino
para re-ingresar misioneramente a
China Continental.

China en el horizonte
Daniel Ortiz, cmf
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Nací en Curanilahue, pequeño pueblo minero y forestal ubicado en la zona
centro-sur de mi patria. Mis padres son Daniel (61) y Eliana (59), mis hermanos
Bruno (34) y Andrea (28). Mi infancia y adolescencia las viví al alero de una
familia con larga trayectoria en la fe evangélica, de la que recibí mi bautizo
siendo un adolescente. En esta iglesia tuve activa participación. Entre otras
plazas, ocupé la de predicador oficial en el púlpito una vez por semana. Mis
estudios primarios y secundarios los hice en mi pueblo natal. Después de unos
años trabajando en algunas empresas carboníferas asentadas en mi región,
realicé estudios de Química Analítica y Química y Farmacia en la Universidad de
Concepción (estudios que no concluí).
En 1990 conocí y establecí estrecha
relación con los misioneros claretianos
que trabajaban en mi pueblo. Desde ese
momento mi vida se dirigió hacia una
profunda incorporación a la fe católica.
El año 1993, tras haber participado en
entusiastas experiencias misioneras, mi
corazón se inquietó ante la urgencia de
encontrar respuesta a la pregunta que un
misionero me hizo una fría mañana de invierno, pregunta que por diversas
circunstancias quedó congelada en la memoria de aquella temporada:
¿Te gustaría ser misionero claretiano? Y así fue como, al cabo de un par de
años sumergido en meditaciones personales, di el paso hacia la etapa del
acompañamiento vocacional. Tiempo después pude ver abiertas las puertas de
la etapa de formación en la casa de los Misioneros Claretianos de Chile.
Después de cumplir satisfactoriamente mis estudios de Filosofía y Teología
profesé perpetuamente como Misionero Hijo del Inmaculado Corazón de María
el día 6 de noviembre del año 2004.
Durante mi vida misionera he estado en países de América Central y
América del Sur. En ellos he encontrado y establecido fraternas relaciones con
hombres y mujeres que comparten nuestra vocación misionera. He conocido,
además, el modo ejemplar de vida y trabajo que algunos misioneros llevan en
estos países.
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Dejé Chile el 15 de Junio del año 2005. En estos momentos vivo en la
comunidad claretiana de Buckden (Cambridgeshire, Inglaterra). El estudio y
aprendizaje de la lengua inglesa se han transformado en mi principal labor
misionera. Siento que la universalidad de nuestra misión se hace carne y desafío
dentro de mí mismo: conocer y hablar más de un idioma. Los resultados que he
ido obteniendo los considero un don de Dios, llenan mi corazón de confianza y
me impulsan a enfrentar las tareas venideras, pues sé que éste es sólo un paso
preliminar antes de abrazar las difíciles aventuras de mi futura misión en Asia.
Algunas personas me han preguntado cómo surgió este destino y cuál
es mi sentimiento ante lo que se
avecina. Dibujar la respuesta me
resulta simple. Me formé para la
vida misionera claretiana, y aunque
siempre tuve claro que en mi patria
tendría trabajo misionero a raudales,
nunca dejé de abrigar la esperanza
de ser enviado a vivir la misión Ad
Gentes. Un Domingo de Resurrección
recibí el mensaje del Padre General
en el que me comunicaba su intención de enviarme a la misión China y al
mismo tiempo me preguntaba si me sentía disponible para tal empresa.
Después de un minuto de pánico y perplejidad, respondí afirmativamente.
Este destino asiático, que llevo no sólo sobre los hombros sino también en
mi oración cotidiana, me llena de orgullo y confirma que mi vocación claretiana
es un don que he recibido por gracia de Dios. Gracias a este don estoy poniendo
mi vida en aras de un trabajo misionero enmarcado en la espiritualidad que
fluye por las venas de nuestra congregación: anunciar la Buena Noticia a los
hombres y mujeres de todo el mundo, especialmente a aquellos y aquellas
que se encuentran en los espacios más distantes a nuestra cotidianeidad.
Por tal motivo, hoy en día, y sin la intención de desmerecer el trabajo fiel
y sacrificado de tantos hermanos míos, me pregunto: ¿Puede un misionero
claretiano ir más lejos que China?

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El niño del milagro
Jaume Vergés i Espinàs, cmf

M Mi camino vocacional está


muy ligado a la dura experiencia
España
de mi niñez, cuando Dios me
invitó a poner toda mi vida a su
servicio.

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El niño del milagro
Desde muy pronto, siendo aún muy pequeño, tenía el deseo de ser
sacerdote y de seguir a Jesús.
Por desgracia, la triste guerra civil de 1936 conllevó situaciones muy
amargas para mi familia. Cuatro miembros fueron asesinados: uno de
ellos, mi padre; mi madre, muy maltratada; y yo, que tenía entonces tres
años, fui arrojado tan fuertemente al suelo, que la columna vertebral se
me rompió por dos sitios.
Inmóvil y sin fuerzas, me ingresaron en un hospital. Tuve que estar diez
años en una camilla de madera, cubierto por una sábana,
sin poder mover ningún miembro. No me podía girar, atado
con grandes vendas. Ahora, siempre que veo el crucifijo, doy
gracias a Jesús por haber podido sufrir con Él en la cruz.
En lugar de mejorar, empeoraba día a día. Los médicos
desconfiaban de mi curación, y mi muerte ya estaba
sentenciada. Pero Dios me seguía
llamando para que algún día
le siguiera y por el bien de mis
hermanos. Los planes de Dios no
son los de los hombres. Los médicos
observaban cómo mi columna
vertebral se deshacía de arriba
abajo; tenían claro que mi última
hora se acercaba.
Pero todos confiábamos, sobre
todo mi querida madre, en que
Dios me destinaba para misionero, amando a la Madre del cielo y a San
Antonio Mª Claret, el santo al que toda la familia tenía gran devoción y
confianza, y al que rezábamos llenos de fe.
Los médicos no sabían qué hacerme. Así, con mucho cuidado, se
decidieron a sacarme de la litera para sentarme. Me pusieron de pie. Y
vieron que no me caía al suelo como temían. Quedaron mudos y sorprendidos
ante el hecho; gritaron de alegría, y uno de ellos, muy creyente, exclamó

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con voz fuerte: “¡Esto es un verdadero milagro!” Todos
asintieron y comentaron: “Este niño, tal como estaba, no
podía curarse de ninguna manera”.
Los ocho médicos que me asistían observaban que,
aunque me faltaban cuatro vértebras, iba mejorando de día
en día. Cuando empecé a andar me dejaron ir a casa. Allí mi
madre me cuidó y me recuperé.

Mi vida en la Congregación
Entonces me dediqué de lleno a estudiar para entrar en la Congregación.
En enero de 1953 entré en el Postulantado de Hermanos misioneros.
Empecé con mucha alegría y propósitos de perseverar hasta la muerte con
la ayuda de Dios, de la Virgen Santísima, y de San Antonio Mª Claret. El
16 de julio de 1955 hice mi primera Profesión como Hijo del Inmaculado
Corazón de María, o Claretiano.
Cuando entré en el postulantado tenía dieciséis años, y ahora, cuando
escribo estas líneas, estoy para cumplir setenta y he
superado los cincuenta de la profesión religiosa. En todos
estos años nunca tuve complicaciones en la espalda y sí
muy buena salud para cumplir mis cargos y destinos.
Siempre me he sentido muy animado. El Señor siempre ha
sido mi mayor alegría.
Considero parte de mi vocación el hecho de que, cuando
hice mi primera profesión, mi querida madre, que tenía
entonces 45 años, entró como religiosa Misionera Claretiana
de Vic, donde vivió como santa religiosa consagrada a Dios,
a la Virgen y a San Antonio Mª Claret, durante los cuarenta
años restantes de su vida. Cuando a los 87 años entregó
con mucha paz su alma a Dios, yo estuve a su lado.

Mi vida ha sido sencilla: la oración diaria, la devoción


especial a la Santa Eucaristía y a la Virgen nuestra madre.

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Esto me ha permitido mantenerme en la llamada del buen Dios. Así lo
siento.
Nuestro Santo Fundador nos dice que nos valgamos de todos los medios
para procurar la gloria de Dios y salvación de las almas. Yo lo he intentado
en mis servicios comunitarios y en los diversos trabajos pastorales. He
trabajado como sastre, portero y sacristán durante toda mi vida. Fundé y
dirigí durante treinta años corales infantiles y juveniles; fui formador de
monitores para campamentos y colonias de verano. Ahora, a mi edad,
participo en encuentros y actividades de personas mayores y, sobre todo,
acompaño a enfermos, los visito cuando me es posible y, cuando tengo
oportunidad, voy con ellos a la peregrinación anual a Lourdes.
Quiero dar las gracias al buen Dios, al Corazón Inmaculado de María,
nuestra Madre y a nuestro santo Fundador, San Antonio Mª Claret. Y que
un día nos encontremos en el cielo.

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Perú y Bolivia
De India a Perú y Bolivia

“E “El Señor ha hecho en mí cosas grandes”. Estas palabras


de María, nuestra madre y formadora, serían mi repuesta y
actitud después de un año de vida aquí en Perú, en una etapa
diferente de mi formación, en un lugar desconocido antes
para mí. Cuando Jesús me llamó a una tierra ajena y a una
parte desconocida de mi familia claretiana, no me detuve, dí
un salto en el vacío, y me dejé llevar por el Maestro.

El Señor ha hecho en mí
cosas grandes
Joseph Kalakkal, cmf

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Hoy, después de un año aquí en Perú, me siento contento,
satisfecho de mi opción. Ante el nuevo desafío de responder
nuevamente a la llamada de Jesús, quiero redefinir mi propia
vocación y mi disponibilidad como claretiano.
Me sigue costando vivir en otro ambiente, aprender un nuevo
idioma, asimilar una nueva cultura. Ha habido choques y crisis,
pero gracias a ellos he podido madurar, crecer como persona
y ver nuevos horizontes de la vida misionera. Encontré nuevas
formas de vida y nuevos desafíos, lo que supuso esfuerzo para
acoger una cultura tan diferente a la que yo vivía en la India.
A veces llegué a dudar de la presencia y del apoyo del Señor
que me llamó. En algunos momentos le decía: “No entiendo tus
planes”. Sin embargo, como siempre, aparecía su rostro, y Él me decía:
“Yo estoy contigo, no temas”. Quizás estaba en la Fracción del Pan o en
mis hermanos u otras personas.

La formación es distinta de antes. En un primer momento me encontré


con mayor libertad, pero pronto comprendí que más libertad requiere
mayor responsabilidad y transparencia. Decidí profundizar en mis
convicciones y redescubrir mis actitudes en
una realidad nueva.
La experiencia misionera en Atalaya
(pueblo alejado y pobre en la Selva) y
mis visitas a otros centros misioneros de
Perú y Bolivia han sido experiencias muy
impactantes en mi vida. Las realidades que
allí he visto me han ayudado a valorar mi
vocación y renovar mis responsabilidades
como misionero claretiano en América
Latina. Me hizo preocuparme por tantas personas que sufren la pobreza,
espiritual y material, quienes, además, no tienen a menudo acceso a
personas o medios que les ayuden a conocer a Jesús y su Buena Nueva.
Veía ahí nuevas fronteras para mi vida misionera. Esto me impulsó a amar

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a este pueblo como si fuera el mío. Para esto tenía que abrirme con
apertura universal. Miro al fututo y quiero vivir esta convicción en mi vida
misionera.
Me siento orgulloso de haber sido misionero en otra cultura, de haber
estado abierto a nuevos pensamientos, nuevas corrientes teológicas.
También me siento agradecido por haber podido incorporarme a nuevas
situaciones, vivir en una familia claretiana creando y celebrando la
fraternidad. Igual que ha habido momentos de gozos y alegrías también
ha habido fracasos y tristezas. También sentí momentos de rechazo y
discriminación. Sin embargo, los he podido superar con ayuda del
Señor y gozar en ellos como nuestro Fundador. Agradezco al P. Mathew
Vattamattam su apoyo personal y su ánimo. Estas experiencias me
hicieron aumentar mi fe en Él. Así, puedo construir fraternidad y aceptar
a los demás en mi vida.
Si hoy puedo superar los desafíos y choques, y compartir una nueva
misión con hermanos de otra cultura, es por dos razones: primero, porque
me siento amado por Dios y Él me llamó para amar a los demás; segundo,
por la fe y formación recibidas de mi tradición y de la Congregación
en la India. Estoy muy agradecido a la Provincia de Santo Tomás, que
generosamente me permitió venir aquí, y también a las Delegaciones de
Bolivia y Perú, que me han acogido con tanto cariño. Agradezco a Dios,
sobre todo, la fuerza que me da para seguirle a pesar de mis debilidades.
Hoy sé que Él nos abre nuevos horizontes de vida, y hace nacer en mí el
“Hágase” como María, aunque no entienda totalmente sus planes.

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C Cierto día de 1975, me sorprendió
en casa la presencia de un extranjero.
Un hombre charlaba con mis padres.
Vestía una limpia sotana blanca.
Apenas se le veían los zapatos. Sentí
curiosidad. Había cumplido cinco años,
la edad de las preguntas.
Me llamó mi madre: ¡Jean,
saluda al Padre Bernard
Nkiambi! Quise saber quién
era, «azali Nganga Nzambe»,
me dijo mi madre, es decir,
un sacerdote del Señor.
“¿Dónde trabaja?”, “Trabaja
en la comunidad de Dios”.
Yo quiero ser como él.

Filipinas

De República Democrática del Congo a Filipinas

Yo quiero ser como él


Jean Baptiste Makilandi Mambanzikisa, cmf

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Cuando sea mayor, también trabajaré en la “comunidad de Dios”. “Bien,
comienza a amar a todos y luego debes rezar mucho, porque un sacerdote es
un hombre que se consagra a Dios para los demás y vive de la oración”, me
dijo mi madre. Efectivamente, yo había admirado y apreciado de tal manera
a ese sacerdote que comencé a imitarle (mímicamente), y a “celebrar misas”
con mis amigos. Comencé a reconocerle en las celebraciones eucarísticas.
Además, estaba casi siempre rodeado de gente.

De la difícil adolescencia a la consolidación de un deseo


Enseguida vino el período borrascoso de la adolescencia con sus crisis.
Los sueños infantiles desaparecieron. La idea de hacerme cura se evaporó.
Seguramente permaneció en el inconsciente y afloró con fuerza durante los dos
últimos años de la escuela secundaria en el Liceo Lamba Ntumua. En ese período
yo era monaguillo. Además, acompañaba a los Padres (redentoristas belgas)
en sus campañas. Eso reavivó mi deseo de servir al Señor en el sacerdocio.
Les comentaba mi vivo
deseo de ser sacerdote.
El superior me lanzó
una lluvia de preguntas:
¿Por qué quieres ser
sacerdote?, ¿Te gusta la
vida de oración? Dime
algo de tu familia... Le
dije que era el único
varón de la familia y
que me atraía la vida en
comunidad. La guerra
me había golpeado: también las injusticias, las divisiones y la falta de amor
entre las personas; la indiferencia religiosa de algunos compatriotas y la
degeneración de las costumbres. El padre Superior no parecía tomarse en
serio mi exposición. Yo no le dejaba en paz. Siempre le repetía la misma
cosa. Finalmente decidió instruirme sobre la vocación. Me fue orientando de
forma progresiva hacia la vida consagrada. Un día me dijo: “Jean Baptiste,
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si quieres ser sacerdote y vivir en comunidad debes hacerte religioso”. Yo
esperaba aún los resultados del examen de estado (bachillerato secundario).
Aspiraba, sin dudarlo, a ser aspirante con los Padres Redentoristas.

¿Cómo llegué a claretiano?


Sólo Dios lo sabe.
Los caminos de Dios son
misteriosos. Nos encontra-
mos en julio de 1989, acabo
de conseguir mi Bachilerato
de secundaria. Es momento
de decidir. El Padre Superior,
mi guía y orientador, con
quien he hablado de mi
vocación acababa de marchar
a Bélgica para un período
largo. Al Padre Vicario no le interesaba mucho mi proceso vocacional.
Yo tenía sentimientos de desorientación y de perplejidad. Fue entonces
cuando la providencia me hizo encontrar a mi amigo Claude Nsimba que
acababa de terminar su postulantado con los redentoristas, mientras que
su hermano gemelo terminaba el suyo con los Claretianos. Conocía mi
perplejidad y me sugirió que escribiera mi solicitud. Y cuando nos íbamos
a despedir me dijo: “ Oye, Jean Baptiste, te hago una propuesta. Habla
con mi hermano y ponte en contacto con los Claretianos. Son misioneros
que trabajan en Bandundu, tienen el escolasticado en Mont Ngafula /
Kimbondo. Mi hermano acaba de terminar su postulantado.” La palabra
claretiano resonó en mí de forma extraordinaria. Me evocaba algo así
cono “claridad”, así que los claretianos son los que “iluminan”. Como se
puede adivinar, comencé por esta segunda sugerencia.

Efectivamente, fui a hablar con Elie Nzuzi (hermano de mi amigo


Claude). Me habló de los Claretianos y me entregó una propaganda titulada
“La Fuerza del Evangelio” que me leí con atención. Admiraba la exigente

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“definición del Claretiano”: “... una persona que arde en caridad y abrasa
por donde pasa... no piensa sino como seguirá e imitará a Cristo...”. Hablé
de ello con mis padres y con Don Nkiambi (el sacerdote al que me he
referido). Éste se alegró al saber que, después de los años turbulentos
de mi adolescencia, volvía al sueño del principio: ser sacerdote. Él no
conocía personalmente a los Claretianos, pero me animó a que fuera a
conocerlos y me dejase guiar por el Espíritu Santo. La respuesta a mi
solicitud no se hizo esperar. Fui inmediatamente invitado al cursillo de
prueba en agosto de 1989. Los 16 aspirantes llegamos el día 3 a Mont
Ngafula. La primera charla giró en torno a la definición del Claretiano.
Comencé entonces a relacionar la definición de sacerdote que me había
dado mi madre cuando yo era niño y lo que era ser Claretiano. Al final del
cursillo ya se me consideraba aspirante. Fue un tiempo de observación y
de descubrimiento. Un año después me admitían al noviciado claretiano
de África Central y el 29 de septiembre de 1991 emitía mis votos.

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La Misión Claretiana 2006
Experiencias
Vocacionales

2 l Presentación

4 l La fuerza de las letanías

7 l Tras las huellas de los Mártires de Barbastro

10 l Con una mochila y el corazón encendido

14 l Lo claretiano es mi vida

17 l China en el horizonte

20 l El niño del milagro

24 l El Señor ha hecho en mi cosas grandes

27 l Yo quiero ser como él

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