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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


RIBERO MENESES PRINCIPAL Jorge Mª Ribero-Meneses

Música
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- LA DESTRUCCIÓN DEL MUNDO PRIMIGENIO -

Hace alrededor de cincuenta mil años, una civilización con centenares de miles de años a sus espaldas, se vino repentinamente
abajo. Responsable de ello, una catástrofe natural de colosales proporciones. Un terremoto y un diluvio aunados, presumiblemente
auxiliados en su labor destructora por un maremoto.

Lo que hacía diferente este último cataclismo padecido por el mundo primigenio, de todos aquellos que le habían precedido, era su
dimensión, su extraordinaria virulencia. Antes de él, los valles que circundaban a los montes "Asia", "Libia" y "Europa" -los tres macizos
montañosos o "continentes" que configuraban el mundo primigenio-, se veían periódicamente anegados por ingentes avenidas de agua
que devastaban cuanto hallaban a su paso, sembrando de muerte y de desolación aquellas tierras. Sin embargo, una vez remitía la furia
de las aguas y las corrientes de los ríos volvían a la ortodoxia que les señalaban sus pedregosos cauces, la vida en todos aquellos valles
renacía en todo su esplendor, espoleada, si cabe, por la extraordinaria humedad que la inundación pasada había dejado en las
esponjosas y mullidas praderas de ese feracísimo rincón de la geografía de nuestro planeta.

Así se explica el que el hombre, aplicando sabiamente la exactitud de ese aserto castellano que pretende que "después de la
tempestad viene la calma", olvidara en seguida las calamitosas consecuencias del revés que acababa de sufrir, y volviese de nuevo al
que ha sido y será siempre el principal motor de su comportamiento: la lucha por la subsistencia. La conservadora lucha por la
subsistencia.

De ahí el que la Humanidad, conservadora por naturaleza, olvidase pronto los estragos que regularmente le deparaba el solar ancestral
de sus antepasados, y se aprestara a reemprender la marcha, obteniendo el máximo provecho posible de aquellas tierras que los dioses
habían "seleccionado" cuidadosamente para ella.

Algunos individuos se marchaban, "desertaban" y no volvían jamás. Ciertamente. Pero eran los menos. Los más permanecían fieles a sus
raíces. Fieles a sus tradiciones. Fieles a sus dioses.

Y es que el Paraíso era mucho mas que una montaña. Era la divinidad misma. Una divinidad protectora qu e tutelaba a los hombres que
moraban en torno a ella y que velaba por su felicidad y supervivencia. Y también, claro está, una divinidad justiciera, una divinidad
enjuiciadora de los comportamientos humanos, dispuesta a castigarlos con todo rigor en el momento en que el hombre transgredía, de
manera grave, sus dictados y prescripciones. Los dictados de rectitud y de moralidad que la conciencia humana entendía habían sido
establecidos por Dios.

Las catástrofes que periódicamente asolaban las tierras del mundo primigenio, no podían ser motivo de una deserción generalizada por
parte de sus habitantes, en razón a que no tenían otro carácter que el de meros "ajustes de cuentas" de los dioses contra las
desviaciones de los hombres. Ajustes de cuentas que el hombre encajaba "religiosamente", plenamente convencido de que se había
hecho merecedor de ellos. Ahora bien, de ahí a que se rebelase contra la divinidad y a que llegase a renegar de ella y a buscar nuevas
tierras de asentamiento, había un enorme trecho. Trecho que sólo algunos osados o descreídos€ -que siempre los ha habido "en la viña
del Señor"- se atrevían a recorrer, con mejor o peor fortuna y convencidos, en cualquier caso, de que con ello se estaban haciendo
merecedores de la maldición divina o, lo que es lo mismo, de que al desertar del Paraíso, estaban renunciando a la protección y el
amparo que el cielo les procuraba en tanto permaneciesen en él.

Puede parecer infantil y hasta absurdo para la mentalidad del hombre contemporáneo, pero es un hecho que todo este "statu quo"
religioso, urdido a base de remotísimas creencias y supersticiones, ha sido -junto con el originario carácter insular del Paraíso- el que
ha determinado el que la Tierra haya permanecido virtualmente despoblada hasta épocas muy próximas a nosotros, habiéndose

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poblado tan sólo, de una manera definitiva, en el momento en que con la total destrucción del Edén, el hombre interpreta que su
montaña sagrada, su propio Dios, había muerto.

El Paraíso había perecido, como habían perecido buena parte de sus pobladores, en el momento en que toda la meseta, la acrópolis
que coronaba su cumbre -y que como documenta Platón custodiaban celosamente las milicias atenienses-, se vino literalmente abajo,
enterrando a cuantos moraban en ella.

El cambio cualitativo es, pues, importante. No se trataba ya de un castigo divino. Eran los propios dioses quienes demostraban su
fragilidad, al dejarse matar al mismo tiempo que los hombres. A partir de ese momento, ¿qué protección podía esperar el hombre de
unas divinidades que habían dado tan elocuentes pruebas de debilidad? ¿Qué dioses eran ésos que resultaban tan vulnerables como los
hombres?

Aquel era, incuestionablemente, ese "fin del mundo" que la Humanidad ha presentido siempre como algo próximo e inevitable.

Con ventaja sobre todos los diluvios y catástrofes conocidos y sufridos por el mundo primitivo, la destrucción de La Tierra originaria ha
sido, sin la menor duda, el episodio más trascendental de toda la historia de la Humanidad. De no habe r sido por ella, ¿quién sabe si
nuestro planeta no permanecería todavía despoblado, como de hecho lo ha estado prácticamente hasta ayer mismo y por espacio de
muchos millones de años?

Antes de la destrucción del mundo primigenio, la Humanidad fue una. Después de ella -tras el hundimiento de la "torre de Babel"-, la
Humanidad se hizo varia, dispersa... e inevitablemente antagónica. Conservar la unidad y hasta una relativa armonía, resultaba posible
en tanto que todos los hombres permanecían próximos unos a otros. Perpetuar esa unidad resultaba utópico, en el momento en que
cada pueblo se desperdigaba en una dirección determinada, sentando las bases, en un espacio geográfico concreto, de lo que había de
llegar a constituir la esencia de su identidad nacional, . de su singularidad ante y frente a todos los demás pueblos. Aquí y así nacían
los nacionalismos. Aquí y así nacían la violencia y la insolidaridad que, desde entonces, han presidido los destinos de la Humanidad.

Recuérdese que antes del hundimiento de la "torre" de Babel, todos los pobladores de la "Tierra" (el mundo primigenio) hablaban una
misma lengua. A raíz de esa catástrofe, sin embargo, los pueblos se escindieron, se dispersaron, y en ese mismo momento, al tiempo
que se modela ron las distintas lenguas, se consumó el fraccionamiento de la especie humana.

La lengua es el principal vehículo de unión y, al mismo tiempo, el más enconado motivo de discordia. Hasta que un pueblo no posee
una lengua propia, carece de verdadera identidad diferencial. Sin embargo, en el momento en que la posee, nace automáticamente en
él la conciencia de su singularidad y su reticente o nula disposición a fundirse a otros pueblos.

Se comprenden bien los móviles netamente moralizantes que indujeron a la invención del esperanto y al intento ingenuo y utópico de
llegar a implantado en todo el mundo. Sin embargo, una vez que la diferenciación se ha consagrado, una vez que la historia se ha
hecho, cualquier empeño que pretenda reconstruir el sentimiento de unidad que un día alentó entre todos los seres humanos, resultará
virtualmente imposible.
€
Nada de cuanto sucede, sucede en vano. y si la lengua se ha roto y la Humanidad se ha roto con ella, esa herida, supuesto que pueda
llegar a cicatrizar, no lo hará sino al cabo de muchísimo tiempo. Y ello, claro está, partiendo del principio de que la herida no siga
sangrando, abierta una y otra vez por nuevas disensiones, por renovados motivos de discordia y de distanciamiento.

Así se viene escribiendo la Historia, desde que un diluvio y un terremoto aunados, dieron al traste con una civilización portentosa, con
un mundo coherente y relativamente unido, que paradójicamente, estaba llamado a servir de germen, de imprevisto caldo de cultivo
para esa civilización beligerante y "crispada" que hemos heredado.

El Paraíso se rompió y la Humanidad se rompió con él. Sólo en ese sentido puede hablarse, en puridad, del hundimiento de la Atlántida.
Aquella Atlántida, aquel mundo, aquella Humanidad, se hundió para siempre. La otra, las tierras que la configuraban, renacerían
tiempo después, una vez que las aguas consiguieron abrirse paso a través de las rocas que impedían su normal discurrir y que
mantenían anegados, por ende, los valles del mundo primigenio.

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Pero cuando eso sucedía, ya era demasiado tarde. Cuando eso ocurría, el hombre, desde hacía varias generaciones, se había
establecido en otras montañas, en otras comarcas no demasiado distantes de su patria originaria. Había alumbrado nuevos mundos.

Facilitaba el "trasvase", la conciencia de que el mundo primigenio había desaparecido, de que la "Atlántida", "Sepharad"... el Paraíso,
se había hundido para siempre. De que era imposible retornar a un mundo que había dejado de existir.

Se perdió el mundo primigenio, pero no se perdió la conciencia de su existencia. De ahí las milenarias peregrinaciones al norte de
España por parte de todas las naciones europeas, tratando, en definitiva, de reencontrar la Historia perdida, el mundo y el tiempo
perdidos.

De ahí, también, el que la mayor parte de los pueblos de la antigüedad, en un momento u otro, decidieran establecerse en la Península
Ibérica, bien sea por vía de invasión, bien a través de una penetración pacífica. Y así, de esta guisa, la Península Ibérica volvería a
convertirse en el mosaico racial que originariamente fue, acogiendo en su geografía a pueblos europeos, asiáticos, africanos y, a. la
postre, incluso americanos, y recuperando de alguna manera la universalidad que perdiera un día.

El pueblo judío, dentro de ese universo racial que iba a llegar a modelar la Península Ibérica, se revelaría como el más apegado y fiel a
sus raíces ancestral es. Y es que, en definitiva, "hebreos" lo fueron todos aquellos pueblos de la diáspora que siguió a la destrucción del
mundo primigenio, que conservaron la conciencia de su ascendencia ibérica. Todas aquellas comunidades que, diseminadas por todo el
planeta, siguieron mostrándose fieles a la memoria y a las tradiciones de aquel mundo primigenio que floreciera en el ámbito del
Paraíso o Paradiso, de cierto macizo montañoso llamado Záfara o Zepharad.

Exactamente el mismo comportamiento mostrado por los sefardíes o "sepharadís", a raíz de la diáspora de 1492..

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RIBERO MENESES PRINCIPAL Jorge Mª Ribero-Meneses

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SEPHARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


RIBERO MENESES PRINCIPAL Jorge Mª Ribero-Meneses

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Capítulo I. EL APOCALIPSIS

El estudio en profundidad de la mitología y de los más remotos testimonios conservados, relacionados con los primeros tiempos del
mundo, nos han permitido reconstruir -en las líneas que sirven de introducción a este libro-, las que cabría considerar como líneas
maestras de la secuencia vivida por la Humanidad de sde su permanencia en el Paraíso, hasta su traumático alejamiento de éste a raíz
de la total devastación que siguiera al Diluvio "Universal" y a la más trascendental de sus consecuencias: la desaparición o
"hundimiento" de la Atlántida. En rigor, el anegamiento o inundación del mundo primigenio.

Una cosa es que una tierra se hunda y otra muy distinta que quede temporalmente anegada por las aguas, fenómeno este que parece
haber sido el responsable del despoblamiento del Paraíso y de la dispersión de sus gentes, por mucho que algunas de ellas, parecen
haber retornado, al cabo de no mucho tiempo, a sus lares originarios..., y llamo la atención del lector en cuanto a la enorme
importancia de este término, en orden a la identificación de nuestra primera morada.

Si el Paraíso hubiera quedado deshabitado por espacio de varias generaciones, su toponimia primitiva se habría perdido irremisible y
definitivamente, haciendo completamente imposible su ulterior identificación. No se pierda de vista, que el único camino fiable que
conduce a la localización de la primera morada de los seres humanos, pasa precisamente por el reconocimiento de un macizo
montañoso de una cierta envergadura, en el que confluyan todas las denominaciones con que el Jardín del Edén ha sido conocido por
los diferentes pueblos de la antigüedad, así como los propios nombres de las divinidades adoradas por estos pueblos, y de los ríos,
montes y poblaciones que consta existieron en ellos.

La búsqueda del Paraíso no es, pues, una tarea quimérica para la que se requiera ningún tipo de "iluminación" o inspiración especial. La
búsqueda del Paraíso es, simplemente, una cuestión de intuición y de estudio.
€
Nos consta, pues, que el Paraíso, el mundo primigenio, no llegó jamás a verse totalmente despoblado. Lo que quiere decir que la
inundación del Diluvio, aunque importante, no lo fue tanto como para que perecieran en ella la mayor parte de los seres humanos y,
mucho menos aún, para que las elevadísimas cumbres de aquella "isla" quedasen enteramente sumergidas bajo las aguas. Nada de todo
esto sucedió y, buena prueba de ello, el testimonio del Corán cuando afirma que el destierro de Adán del Paraíso fue sólo temporal y
que, transcurrido cierto tiempo, Dios le otorgó su perdón.

Adán volvió al Edén, como regresó Noé al monte "Negro", "Baris" o "Cardán" (nombres indistintos del Paraíso), tras retirarse las aguas
del Diluvio.

Para ser un hecho tan extraordinariamente importante y que tan decisivo papel había de jugar en el decurso de la historia de la
Humanidad, resulta sorprendente que los pormenores de aquella catástrofe no hayan quedado recogidos en ningún texto literario
importante, texto que, en buena ley, habría debido encontrar amplio eco entre las generaciones que siguieron a aquellos
acontecimientos.

Es cierto que en dos de los Diálogos de Platón se recogen noticias inapreciables en relación con la destrucción de la Atlántida, pero no
es menos cierto que los textos platónicos se limitan a hacerse eco de unos testimonios remotísimos, tutelados por los egipcios en sus
templos.

¿Cómo justificar que unos hechos que habían tenido al Occidente por escenario, no dejen recuerdo alguno en este ámbito geográfico,
perviviendo tan sólo su memoria en las lejanas tierras del oriente africano?
€

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¿Es admisible que los hijos de los supervivientes de la destrucción del mundo primigenio, que conocían por sus mayores todos los
pormenores de la misma y que en muchos casos la habrían padecido también, no reflejaran en ningún escrito todo cuanto sabían
respecto a aquel hito crucial de la historia del género humano?

No podemos conformamos con el pretexto de que la transmisión del conocimiento se efectuara en el pasado de forma
fundamentalmente oral, por cuanto nos consta -y vamos a referimos a ello precisamente en estas páginas que nuestros ancestros más
remotos tuvieron sumo cuidado en dejar plasmadas en piedras, todas aquellas noticias que consideraron verdaderamente importantes,
en relación con los primeros estadios del mundo.

Ha tenido que existir, pues, un relato de la destrucción del Paraíso que, consecuentemente con la universalidad de su temática, ha
debido gozar de enorme popularidad -desde tiempos remotísimos- entre los pueblos de la Península Ibérica y, en un plano más amplio,
del occidente de Europa. ¿Qué ha sido de ese relato? ¿En qué monumento literario conocido, puede rastrearse el contenido de aquella
valiosísima descripción -¿perdida?- del fin del mundo primigenio?
La respuesta a todas estas preguntas, se encuentra en el libro del Apocalipsis, identificado hasta la f echa con unos acontecimientos
vinculados al mundo futuro y cuyo enunciado no es, en realidad, sino uno de los más impresionantes registros históricos conservados
por la Humanidad.

De la comparación del texto del libro del Apocalipsis, con la descripción de la destrucción de la Atlántida que hace Platón en sus
Diálogos, se desprende de manera inequívoca e incontestable la evidencia de que se trata de dos Textos análogos, que hacen
referencia a unos mismos sucesos históricos.

El Apocalipsis describe en efecto, y como se viene pretendiendo, el fin del mundo. Pero no el fin de nuestro planeta, del mundo en el
sentido que hoy le otorgamos a este término, sino en un sentido mucho más arcaico y concreto: lo que el Apocalipsis refiere es la
crónica minuciosa y fehaciente de la destrucción del Paraíso, del fin del mundo primigenio.
€
El hecho de que los seres humanos hayamos vivido siempre bajo la amenaza de esa suerte de "espada de Damocles" que constituye el
temor a la destrucción de nuestro mundo, tiene muchísimo que ver con la circunstancia de que nuestros ancestros conocieran, en un
tiempo remoto, el aniquilamiento de su mundo respectivo, viéndose exterminados muchos de ellos y forzados los supervivientes a
establecerse en otros "mundos'" vecinos que les eran totalmente extraños. En otros "mundos"... o en otros "montes", desde el momento
en que uno y otro término fueron, en su origen, absolutamente afines.
€
El mundo primigenio, el Paraíso, feneció, y la memoria de aquella catástrofe, debió quedar plasmada en un "libro" cuya confección
parece haberse realizado en el ámbito de ese mismo mundo supuestamente perdido. Los primeros "ejemplares" de aquel texto,
debieron imprimirse sobre piedras, supuesto que para entonces, no se hubiera generalizado ya entre nuestros antepasados, la
costumbre de utilizar las Cortezas de los árboles -precedentes de los papiros para estos menesteres "literarios".

Sin embargo, y como ha sucedido con la Biblia y con casi todos los textos históricos de verdadera importancia, aquel libro eximio sobre
la destrucción del Paraíso o de la Atlántida, ha deb ido ser objeto de multitud de copias escritas por "cronistas" posteriores, que fueron
adaptando su contenido a la idiosincrasia y a la me ntalidad de las épocas en las que tales transcripci ones fueron gestándose.

En este sentido, no resulta difícil suponer que las sucesivas recreaciones que iban haciéndose del libro del Apocalipsis, eran cada vez
más elaboradas y "barrocas", ganando en hermetismo en la medida en que se distanciaban, cronológica y geográficamente, del texto
original.

La prueba de que las cosas no han debido suceder de forma muy distinta a como venimos suponiendo, la tenemos en el hecho de que el
libro del Apocalipsis haya tenido escasísimo arraigo entre los pueblos de Oriente, varios de los cuales han cuestionado, reiteradamente,
su autenticidad misma. No ha sucedido así, por el c ontrario, en Occidente, en donde este venerable y remotísimo texto ha gozado de
un predicamento que supera con creces al que hayan podido merecer la propia Biblia y los Evangelios.

A raíz de la penetración islámica y de la reinterpretación cultural y religiosa que los españoles del siglo VIII y sucesivos debieron, sin
duda, padecer, el libro del Apocalipsis cobra tal importancia que se convierte en el libro sagrado, por antonomasia, de los pueblos
cristianos, efectuándose tal cantidad de copias del mismo, que a pesar de lo severamente castigados que se han visto los fondos

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bibliográficos en nuestro país, nada menos que treinta y dos manuscritos distintos del Libro, han llegado más o menos completos hasta
nosotros. La mayor parte de esas obras fueron profusamente ilustradas, atribuyéndose a un monje de Liébana llamado "Beato", la
autoría sobre la más antigua de todas ellas.

Nos estamos refiriendo, por consiguiente, a los popularmente conocidos como "Beatos de Liébana", cuya vinculación con esta antigua
provincia cántabra no va más allá del hecho de que sus diferentes versiones, tengan como precedente próximo a los perdidos
"Comentarios al libro del Apocalipsis" escritos por ese enigmático monje del monasterio de Santo Toribio de Liébana.

"¿A qué se debe -se pregunta Henri Stierlin- que la reproducción e ilustración del Apocalipsis, cautivase de ese modo a las gentes del
tiempo de Beato y durante los siglos que siguieron? ¿Cómo es posible que entre finales del siglo VIII y el siglo XII, por no hablar de otras
versiones tardías, esta obra haya constituido el núcleo principal de las bibliotecas conventuales y el tesoro de las iglesias españolas?"

En otro punto de su estudio consagrado a los Beatos, Stierlin afirma:


"El libro del Apocalipsis estuvo considerado en la época de la Reconquista, como el más sagrado y venerable de los textos cristianos. Si
en el resto de Europa la obra más preciosa que podía tener un monasterio era el Evangelio, en España, en cambio, la preeminencia
correspondió siempre al Apocalipsis, hasta el punto de que los estatutos de la comunidad, se guardaban entre las páginas de los
manuscritos del Apocalipsis. y Beato escribía expresamente que el Apocalipsis es la clave de todos los libros".

Parece, pues, fuera de toda duda, que el Apocalipsis ha sido un libro español por antonomasia. O quizá deberíamos decir mejor, que ha
sido el libro español por antonomasia. ¿Habría tenido tal arraigo entre nosotros, de no ser porque, efectivamente, recogía noticias y
testimonios estrechamente vinculados a nuestro pasado?

No es casualidad que sea precisamente en España en donde se conservan los más importantes y valiosos manuscritos del Apocalipsis que
existen en el mundo, como no es casualidad que sea igualmente el norte de España, la única zona del planeta en la que el recuerdo del
fin del mundo primigenio, de la destrucción de la Atlántida, ha dejado una huella iconográfica imborrable.

Siendo como fue el denominado "Diluvio Universal", el responsable de la destrucción del Paraíso y de la Atlántida, ¿no resulta
significativo que un arca de Noé aparezca, bellísimamente reproducida, entre las ilustraciones de los Beatos españoles? Si nos
atenemos a la interpretación tradicional del libro del Apocalipsis, ¿qué tiene que ver el fin de nuestro planeta, de nuestro mundo, con
unos sucesos como los del Diluvio que pertenecen a los más remotos estadios de la Humanidad?

Si Noé aparece en las ilustraciones de los Apocalipsis españoles, no es por licencia arbitraria y gratuita de los autores de esas joyas
bibliográficas que llamamos "Beatos", sino porque la leyenda del patriarca forma parte indisociable del conjunto de acontecimientos
que precedieron y siguieron a la destrucción del Edén.

En algunas de las ilustraciones de los Beatos, vemos cómo los ángeles, actuando como meros instrumentos de la voluntad divina, lanzan
la tempestad sobre la Tierra, ocasionando una terrible mortandad que aquellos excepcionales artistas medievales representan,
mediante el dibujo de un buen número de hombres y de animales flotando o sumergidos bajo las aguas.

Más aún. En los propios Beatos, vemos reiteradamente reproducidos, esos tres montes principales o "continentes" que configuraban el
mundo originario y cuyos tres nombres, que conocemos merced al testimonio de Teopompo de Chios, eran precisamente "Europa",
"Libia" y "Asia". La coincidencia es impresionante y no tiene nada de casual, como vamos a conocer en seguida. Antes, sin embargo,
merece la pena que destaquemos el hecho de que los tres montes o continentes en cuestión, sean representados - en los Beatos, antes
y después del Diluvio. Antes de él, se nos muestran atestados de gente, extremo este que mal podría sorprendemos, cuando conocemos
el problema de superpoblación que padeció el mundo primigenio. Fenómeno inevitable cuando se mantiene confinada a una especie
determinada, en un espacio geográfico limitado.

Pues bien, después del Diluvio, las tres montañas antedichas aparecen desiertas y anegadas, además, por las aguas,
hasta una altura considerable.

Pero en la devastación de la Atlántida, confluyen, por lo menos, dos calamidades: un diluvio -que los Beatos registran reiteradamente,
como decíamos - y un terrible seísmo que "desgajó" la cumbre del Paraíso, aquella Acrópolis en la que, como veremos, moraban los

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descendientes de Set, antepasados de los atenienses. Antepasados que perecerían en su casi totalidad, como reconoce Platón en sus
Diálogos, fiel al testimonio de los egipcios.

No les pasó inadvertido a los autores de los Beatos, el detalle preciso respecto al desmoronamiento o "argayo" de la cumbre del Paraíso
o del Atica, y ahí está, en una de sus ilustraciones y como cortada de cuajo, la cumbre de una montaña desplomándose íntegra sobre
las tierras de su entorno y sobre sus pobladores. Entre estos últimos debieron encontrarse, sin duda, los míticos diez reyes de la
Atlántida que, como viéramos en "La España olvidada", tan relevante papel desempeñan en la iconografía románica del norte de España
y, sobre todo, en la de esa genealogía de la Corona de Castilla que aparece genialmente labrada en la portada del antiguo Colegio de
San Gregorio de Valladolid.

Tampoco los diez reyes atlantes han sido omitidos en las ilustraciones de los Beatos, apareciendo pintados en los mismos, con atributos
que no ofrecen lugar a dudas respecto a su condición regia.

Ningún detalle parece habérseles pasado por alto a aquellos prodigiosos miniaturistas medievales españoles, ni siquiera la
representación cartográfica de aquel mundo, de cuya ruina estaban ofreciendo testimonio con sus pinturas.

La prueba rotunda de que existió un mundo previo al nuestro, cuya situación e idiosincrasia geográfica nada tenía que ver con las del
mundo actual, nos la ofrecen las diversas versiones cartográficas de la Tierra originaria que encontramos entre los Beatos. La más
importante y valiosa de todas ellas -fechada en el año 1086- es la que se conserva en la catedral del Burgo de Osma, y no tardará en
llegar el día en que se conceptúe a esta obra, como a todos los Beatos en general, como uno de los más preciosos patrimonios de la
Humanidad.

En todos esos sorprendentes mapas, que reproducen un modelo común, se observa cómo los tres "continentes" originarios -Asia, Europa
y Libia- se encuentran situados, respectivamente, al norte, al suroeste y al sudeste, sin guardar relación alguna, por consiguiente, con
la ubicación actual de todos ellos.

La Tierra primigenia aparece reproducida en los Beatos como una isla circular, regada por varios ríos principales que sirven de
"fronteras" entre las tres regiones o "continentes" que la configuran. No existe, aparte de ellos, ningún tipo de divisoria entre las
distintas naciones, por lo mismo que no guarda relación alguna la fisonomía de éstas con sus rasgos geográficos actuales. Grecia, Italia,
Galia, Germania y "Spania" acaparan entre ellas el espacio geográfico europeo, confundidas unas con otras en el seno de ese ámbito
común.

Aparte de las efigies de seis de los doce apóstoles, completan el espacio europeo en este supuesto "mapa mundi" del Apocalipsis del
Burgo de Osma, las siluetas de cuatro catedrales y la de un faro. Por lo que se refiere a los templos, destaca con ventaja por sus
dimensiones, el de Santiago, correspondiendo los otros tres a Constantinopla, Roma y Toledo. En cuanto al faro, no es preciso decido,
es el gallego Faro de Hércules, al que vamos a referimos también en estas páginas.

Amén de las cuatro iglesias europeas, el autor del Beato del Burgo de Osma pinta otros dos grandes templos en Troya y en Antioquia,
olvidándose por completo de Jerusalén y de otras importantes poblaciones asiáticas. Lo que quiere decir que dos de las seis iglesias que
aparecen destacadas como las más importantes del orbe, son españolas, siendo la mayor de todas, como decíamos, la de Compostela.
Una evidencia más, de que fue Compostela -y no Roma ni Jerusalén- el verdadero núcleo espiritual del mundo antiguo, antes e incluso
después del Imperio Romano.

Podría aducirse que semejante forma de reproducir el mundo no tenía nada que ver con el recuerdo del mundo primigenio y sí, por el
contrario, con el hecho de que aquellos miniaturistas medievales españoles, no tuvieran la más leve noción respecto a cuál era y es el
diseño geográfico de nuestro planeta. Tal hipótesis carece, sin embargo, de toda virtualidad, cuando nada menos que en el siglo II de
nuestra era, Ptolomeo había elaborado un Atlas del mundo antiguo, en el que todas y cada una de las naciones asiáticas, europeas y
africanas, aparecen minuciosa y rigurosamente descritas y dibujadas. Inútil decir, a la vista de la ma gna obra acometida y de la
imposibilidad material de realizada en un mundo como el del principio de nuestra era, que Ptolomeo debió limitarse a compendiar o
calcar otras cartas geográficas previas, que sin duda debían circular por el mundo antiguo desde que determinados pueblos
protohistóricos se enseñoreasen del Mediterráneo y de todos los países de su entorno.

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Habiendo sido el Atlas de Ptolomeo (o el modelo en el que éste se inspirase) el punto de referencia de toda la cartografía que se ha
gestado en el mundo, prácticamente hasta el descubrimiento de América, parece claro que si los miniaturistas españoles se decantaron
en sus" mapa mundi" por la versión insular y "reducida" del planeta, no es porque no supieran representarlo de otra forma, sino
simplemente porque deseaban mantenerse fieles a una corriente cartográfica ajena totalmente a la visión moderna y realista del
mundo adoptada por Ptolomeo. Dicho con otras palabras, a lo largo del primer milenio de nuestra era, coexistieron dos tradiciones
cartográficas contrapuestas: la una, moderna, representaba el mundo tal cual es; la otra, arcaica, seguía representando el mundo
como había sido antes de que el Apocalipsis del mundo primigenio, consumara la escisión y dispersión de todos los seres humanos.

De ahí el que los autores de los Beatos, que bebían en fuentes españolísimas, a la hora de describir con sus pinceles la idiosincrasia del
Paraíso y los pormenores de su destrucción, no incurran en el despropósito de identificar ese mundo perdido con el mundo moderno y
se decanten por la representación del mundo "a la antigua usanza". Una representación que conocían bien, por ser "moneda corriente"
entre los españoles. No en vano era la plasmación de su primer mundo.
€
Así se comprende que sea precisamente en España en donde se han conservado las representaciones más valiosas, elaboradas y precisas
de la Tierra primitiva que existen en el mundo.

Si el sentido del libro del Apocalipsis no fuera el que venimos describiendo, ¿qué lógica tendría que las ilustraciones hispanas del libro
sagrado incluyeran una reproducción cartográfica del mundo, máxime cuando se trata de un mundo que no tiene nada que ver con el
actual y muchísimo menos aún con el futuro?

¿Qué tienen que ver estos sorprendentes mapas, con la profética destrucción del mundo contemporáneo que, tal y como se viene dando
por sentado, constituye la esencia del libro con el que, significativamente, se cierra la Biblia?

El significado del término griego "apocalipsis" es revelación. Sin embargo, ni éste es el valor originario de esta palabra, como vamos a
ver en seguida, ni mucho menos alude a esa supuesta revelación recibida por San Juan, en relación con el fin de nuestro mundo. La
mayor parte de los exégetas bíblicos parecen estar de acuerdo en que San Juan no tuvo nada que ver con la redacción de este texto.

La revelación a la que alude el significado griego de este término, tiene un sentido mucho más arcaico y entronca, precisamente, con
la revelación con que supuestamente fuera distinguido Noé (por otros nombres "Jan o" o "Jauna")
con anterioridad al desencadenamiento del Diluvio Universal o "Apocalipsis". No se pierda de vista que fue precisamente "Calión" (Deu
Calión) el nombre griego de Noé, así como que en el término "apocalipsis" se han fundido dos palabras distintas: "apo" y "calipto". El
elocuente significado de esta última voz es, precisamente, ocultarse, desaparecer. Dos valores que entroncan con el vasco "kalitu",
matar y que nos ayudan a reconstruir la verdadera identidad de este término fundamental. (1)

"Apo Calipto" o "Apo Calipsis" significa sencillamente: el fin, la destrucción o la expulsión de Calipso. Léase del
Paraíso. O de la Atlántida. De aquella isla Ogigia o Calipso en la que recalase Ulises y cuyo trágico fin ha quedado tan fielmente
reflejado en el griego "kalipto" y en el vasco "kalitu".

Cuando sabemos -vamos a verlo en estas páginas- que las "Columnas" de Hércules fueron identificadas con el Paraíso o, si se prefiere,
con la isla de Calipso, no puede sorprendemos en absoluto el que los antiguos españoles conocieran a aquellas "columnas" o "piedrones
enhiestos" (Florián de Ocampo) con el nombre de calepas, tan afín a Calipso. De hecho, el nombre de una de aquellas míticas
"columnas", era precisamente Calpe, derivado de Calepe o Calipe.
Pero no termina todo aquí, porque de ese "Calipe" o "Calpe" se derivaría "Carpe" y el nombre de "Carpetanos" que algunos autores
documentan otorgó Túbal a los primeros pobladores de España, moradores de las riberas del Ebro.

Antepasados de aquellos españoles "Calipes" o "Carpes", fueron los míticos "cálibes" a los que se atribuye la muerte de Polifemo y a los
que Justino localiza en tierras de la Península Ibé rica...

La isla Calipso, la isla Atlántida, contiene en su p ropio nombre una de las claves principales que pueden llevarnos a desvelar el enigma
del continente "desaparecido". Nótese, en efecto, que "calipto" no significa hundirse, sumergirse, ni nada parecido. "Calipto" se
traduce, simplemente, por velar, ocultarse, cubrirse...
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Así nacería el término "eclipse" (originariamente "ecalipse"), referido no a la desaparición de un astro, sino a su ocultamiento.

Y es que la isla Calipso, por otros nombres "Asteria" o "Estrella", se había "esfumado", se había eclipsado como por ensalmo, ya que no
físicamente, sí por lo menos en la imaginación y en la memoria de los seres humanos que moraron en ella y que lograron sobrevivir a su
hecatombe, a su apocalíptica destrucción.

"Apocalipsis": el fin de Calipso. Simplemente.


"Calipso": la oculta, la velada.

Todavía lo está, cuando han transcurrido varias decenas de miles de años de su apocalipsis.

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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


RIBERO MENESES PRINCIPAL Jorge Mª Ribero-Meneses

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Capítulo II. SOBRE EL EMPLAZAMIENTO DE LA ATLÁNTIDA

"Atlántida" y "civilización" son conceptos virtualmente idénticos. Una larguísima tradición, que arranca ya desde el trascendental e
inapreciable "Critias" de Platón, tiende a identificar ambos conceptos, sentando las bases de una amplísima bibliografía en la que la
presunción de que la Atlántida fuera en realidad la cuna de la civilización occidental, emerge de continuo con sorprendente y, por
cierto, clarividente insistencia. Otra cosa es que esa insistencia se haya visto fecundada por un mínimo acuerdo o coincidencia en
cuanto a la identificación de la cuna de nuestra especie.

De esta suerte, el enigmático y escurridizo país de los Atlantes ha viajado, prácticamente sin tregua a lo largo de los últimos siglos, por
todas aquellas regiones del planeta en las que la imaginación de los autores respectivos ha querido situado, siendo identificado casi
siempre con los fondos del Océano Atlántico, muchas veces con las islas de Tera o de Creta, otras con las Canarias y las Azores, algunos
con Palestina, Marruecos y la Península Ibérica, no pocas con los países centro y sudamericanos y hasta en ocasiones, también, con
algunos de los países escandinavos.

No ha faltado, también, quien apuntase la posibilid ad de que, fuese cual fuese su emplazamiento, la Atlántida hubiese sido un día la
matriz de todos los pueblos del planeta, siendo las mitologías de todas las culturas de la antigüedad, meros trasuntos de la que un día
lejano alumbrase la llamada "civilización perdida".

Bien. Lo menos que puede decirse es que, sobre haber errado en cuanto a su localización, las pesquisas de todos los historiadores e
investigadores que nos han precedido en el estudio de este tema, han resultado extraordinariamente certeras, tanto en cuanto a la
concepción de la Atlántida como un verdadero microcosmos del que más tarde iban a desprenderse todas y cada una de las familias y
razas humanas, como en la identificación del pueblo atlante con el pueblo hebreo, el azteca, el cretense, el guanche o el celta.

Ninguna de estas parcelaciones o fragmentaciones de la idiosincrasia de los atlantes iba a revelarse mínimamente atinada y, sin
embargo, lo que no puede negarse es que todas ellas resultaban parcialmente certeras, desde el momento en que los atlantes, entre
otras muchas identidades, tuvieron la de palestinos, egipcios, persas, griegos, asirios, romanos, galos, celtas, sajones...

En efecto, el de "atlantes" no es sino un gentilicio más, extraordinariamente ambiguo por otra parte, que acoge en su significado a
todos los remotos moradores de ese prodigioso y tantas veces barruntado microcosmos, en el que tuviera su cuna la especie humana y
en el que, a lo largo de millones de años, fuesen configurándose, primero la especie humana y, más tarde, todos los pueblos de la
antigüedad. Todo ello antes de que el "hundimiento" de la Atlántida, diera con buena parte de sus moradores en las más contrapuestas
y distantes partes del planeta, desde Méjico a Australia, desde Islandia a Egipto, desde Siberia a Irlanda.

Si una mínima parte de los esfuerzos y de los medios que se han empleado hasta aquí en rastrear los fondos de casi todos los Océanos,
en busca del mal llamado "continente perdido", se hubieran encaminado a la realización de una profusa investigación que, sobre
identificar la etimología del nombre de la Atlántida, hubiese tratado de identificar el emplazamiento de poblaciones atlantes tales
como Cades, Cerne o Po, oceanógrafos, submarinistas, arqueólogos y antropólogos se habrían ahorrado muchísimo trabajo y hace
bastante tiempo que el mundo conocería, sin posibilidad alguna de equívoco, el lugar exacto en que nació, creció y murió aquella
legendaria civilización.

No se ha hecho así, sin embargo, y a ello le debemos en muy buena medida, el enorme escepticismo con el que hoy es acogida en los
medios intelectuales, cualquier nueva noticia o aportación sobre la localización de la Atlántida. Y ello, a partir de la convicción
aristotélica -que para algunos se ha convertido en dogma- de que el "octavo continente" sólo existió en la imaginación del gran filósofo
griego al que debemos las principales noticias respecto a su existencia.

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A la envidia de Aristóteles respecto a su maestro, se debe el que muchos intelectuales se pronuncien vehementemente en contra de la
existencia de la Atlántida, poniendo en tela de juicio, al manifestarse de esta suerte, la extraordinaria altura intelectual y humana de
la obra y de la personalidad de Platón.
"El conocimiento de Platón (sobre la Atlántida), por tratarse de un hombre honorable y de un espíritu ilustre, pesa más que la opinión
negativa de cien cerebros de mentalidad media que están más inclinados a pronunciar un no que un sí, expuestos a eventuales
riesgos".

Son palabras de Otto H. Muck en su obra "El mundo antes del Diluvio -La Atlántida-".

La Atlántida existió, y existió exactamente en ese punto en el que la mitología griega la sitúa con pertinaz e inequívoca insistencia, en
una región frontera a Libia, a Asia y al Atica, que en modo alguno puede guardar relación con el contexto geográfico en el que estos
nombres se producen hoy en el entorno de las riberas orientales del Mediterráneo.

Hace ya mucho tiempo que la Historiografía debería haberse percatado de la evidencia de que todas las noticias que poseemos
respecto a los míticos orígenes de nuestra especie, se habían sobre dimensionado al situarlas en un marco geográfico espurio,
totalmente falso, que no "casaba" en absoluto con las minuciosas referencias que poseemos con respecto a la configuración del mundo
primigenio. Y así, en el afán no poco simplista por identificar, a cualquier precio, los escenarios en que se desarrollaron los hechos de
los que nos da cumplida cuenta tanto la Biblia como la mitología de todos los países mediterráneos, se pasaron por alto, con una
pasmosa tolerancia, "detalles" aparentemente tan insignificantes como puedan ser, por ejemplo, el hecho de que la actual Acrópolis de
Atenas, no tenga absolutamente nada en común con la Atenas de la que nos habla la mitología y los propios Diálogos de Platón, o el de
que la superficie que la Biblia le atribuye a la Tierra Prometida, no coincida con la delimitación de la supuesta "Tierra Prometida" en la
actual Palestina, o, en fin, y para no resultar exhaustivos, el de que Grecia, África, Asia y Europa se encontrasen antaño como
encerradas en un puño, de tal suerte que los habitantes de tales regiones, pudieran desplazarse de un extremo a otro del "mundo
antiguo", con la misma facilidad con que podamos hacerlo los hombres del siglo XX por el ámbito del mundo moderno.

Una de dos, o se considera que todas las noticias que la antigüedad nos ha transmitido con respecto a su más remoto pasado, eran
producto exclusivo de la fantasía de nuestros antepasados, o bien, si se otorgaba alguna credibilidad a todo aquel cúmulo de
informaciones, debería haberse considerado la posibilidad de que los enclaves en los que éstas estaban siendo localizadas, no tuvieran
nada que ver con los lugares a los que en verdad hacían referencia.

Por mucha imaginación y buena voluntad que queramos derrochar, resulta un tanto difícil relacionar la idea innata que todos poseemos
respecto a cómo hubo de ser el Paraíso Terrenal, con la decepcionante realidad de esas tierras del llamado "Creciente fértil"
mesopotámico en las que el "Jardín del Edén" viene siendo tradicionalmente localizado.

El mismo conformismo con el que se ha estudiado y analizado el problema de la localización oriental del Paraíso bíblico, en un área en
la que no se localizan más allá de dos de los seis nombres geográficos aportados por el libro sagrado, es el que ha hecho posible que los
estudiosos de los textos platónicos no se hayan llevado las manos a la cabeza, al descubrir las precisas indicaciones que el filósofo
aporta en relación con la descripción orográfica del Atica... y trasladarlas a la minúscula realidad a ctual de la Acrópolis ateniense.

El rigor en la interpretación de las fuentes antiguas, no suele ser norma excesivamente respetada por la investigación histórica,
fenómeno que se pone particularmente de manifiesto en un caso como el de las indagaciones en torno al paradero real del "extraviado"
país de los atlantes.

De esta suerte, y al igual que viene sucediendo con la búsqueda del Paraíso Terrenal, en lo último que se ha pensado a la hora de tratar
de identificar el solar atlante, ha sido en las tres poblaciones que nos consta existieron en el mismo y que, por mucho que hubieran
podido desaparecer, difícilmente lo habrían hecho sin dejar rastro alguno de sus antiguos nombres, en el ámbito de la región en la que
un día florecieron.

De todos modos, y si negativo ha sido, en efecto, el desacierto que ha acompañado a la labor de persecución del emplazamiento de la
huidiza Atlántida, no ha sido menor el daño causado por aquellos que se han empeñado en convencerse y en convencernos de que la de
los atlantes fue una civilización tanto o más desar rollada que la presente, extinguida como consecuencia de una catástrofe nuclear de

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características similares a la que muchos vaticinan como fin irremediable del mundo contemporáneo...

Resulta evidente que el trasiego al que se halla sometida la fenecida isla Atlántida, tiene muchísimo q ue ver con esa querencia por lo
fantástico que es consustancial a nuestra propia especie y que nos induce casi siempre a conceder mayor crédito a lo inverosímil que a
lo plausible. ¿No es verdad que resulta mucho más apasionante pensar en una Atlántida sumergida, ocultándonos bajo las aguas del
Océano todos sus infinitos misterios y riquezas, que no tener que rendimos a la evidencia de que la otrora inundada Atlántida es hoy un
macizo montañoso semejante a tantos otros como jalonan la geografía de nuestro planeta?

En las representaciones cartográficas de la Tierra originaria que los miniaturistas medievales españole s incluyen, como hemos visto,
entre las ilustraciones del libro del Apocalipsis, el Paraíso Terrenal aparece invariablemente situado en el nordeste de aquel mundo,
hecho este que habría de determinar el que, por lo menos hasta el siglo Xv, toda la cartografía relacionase al Paraíso precisamente con
el norte.

Pero los mapamundis del siglo XV, hacen algo más que situar el Edén en el norte. Lo reproducen rodeado de murallas. Exactamente
igual que hiciera Fra Mauro al circundarlo de una muralla almenada y presumir la existencia de cuatro puertas en la misma.

Hemos llegado a un punto decisivo en el decurso de nuestro relato: el de la identificación del Paraíso Terrenal con un espacio
fortificado. O dicho de forma más simple y escueta, el de la identificación del Edén con un castillo.

El Paraíso, en cuanto que isla de carácter montañoso, fue, en rigor, un castillo inexpugnable. La presunción de que había estado
rodeado de murallas no era, por consiguiente, gratuita ni carente de un sólido fundamento. ¿Qué mejor manera de expresar el carácter
de aquel lugar que representarlo como una fortaleza insular?

Partiendo del principio de que los términos "Paraíso" y "Parnaso" son absolutamente análogos, no debe considerarse como casualidad, el
hecho de que la voz griega "parnaso" se haya formado a partir del griego "nasos", isla. Por otra parte, el carácter insular del mundo
primigenio, inevitablemente superpoblado, explica la afinidad que existe entre los términos "nasos" (isla) y "nassos", denso, apretado. O
entre "Paradiso" y el griego "parabisto": hacinado...

Si reparamos en la simbología que configura los más antiguos escudos del norte de España, veremos cómo en ellos se repiten, hasta la
saciedad, los siguientes motivos: una o dos columnas, un árbol, la flor de lis -identificada, como el árbol y la columna, con el mito de la
creación y, por fin, un castillo rodeado de ondas.

Todos estos símbolos, amén de otros en cuyo enunciado no entramos para no resultar reiterativos, hacen referencia muy expresa al
mundo primigenio, al "Paraíso Terrenal" del que se pretendían descendientes quienes los ostentaban.

Fray Gregorio de Argáiz nos ofrece un testimonio precioso respecto al significado de ese "castillo con ondas" que tanto se prodiga en los
escudos cántabros y en los de Castilla la Vieja.

Se refiere Argáiz a la reina Sapharad, madre de Iber y esposa de Túbal, el supuesto nieto de Noé del que desde Josefo se ha pretendido
hacemos descender a los españoles y cuya verdadera y sorprendente identidad iremos conociendo a lo largo de los sucesivos títulos de
esta colección.

Dice Argáiz en su "Población eclesiástica de España":


"También he visto monedas con el nombre de Sepharad en hebreo, y en el reverso un castillo rodeado de ondas. Descubrióse esta
moneda, que era de cobre, abriendo unos cimientos en el Monasterio de Santa María de Valvanera, el año 1658. Hallándome
presente".

El testimonio de Argáiz, amén de impresionante, tiene un valor y una importancia que el ilustre y docto fraile jamás hubiera podido
imaginar. Sin embargo, vamos a ignorar, por ahora, lo que de verdaderamente crucial se esconde tras las palabras de Argáiz y vamos a
quedamos con aquello que entronca con el hilo de nuestro argumento, a saber, el hecho de que el nombre hebreo de España,
"Sepharad", cuyo significado es, como sabemos, El Paraíso, se identificase con un castillo o fortaleza de carácter insular. Castillo que,
consecuentemente, aparece por doquier en la heráldica del norte de España, siendo el precedente -y no el hecho de que los castillos

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abunden en Castilla- del castillo que hoy blasona en el escudo de Castilla... y en el de España.

Aquel mítico y trascendental castillo, no es otro que las míticas fortalezas de Troya, Tebas o Tirinto, construidas por los dioses y tras
las que se oculta el recuerdo del también insular Paraíso Terrenal o, si se prefiere, de la isla Atlántida, "fortificada" por Hércules
mediante la erección de sendos macizos montañosos cuya función no era otra que la de preservarla de las intempestivas avenidas del
Océano. Cuando menos, tal era el sentir de quienes acuñaron la leyenda de las dos "columnas" (o "colinas") erigidas por Hércules ...

La Atlántida fue una isla, como islas fueron, en su origen, Creta, Troya, Castilla o el Paraíso. Denominaciones distintas para aludir a un
mismo enclave insular, aquél en el que la Humanidad tuviera su cuna y en el que se desarrollara esa larguísima secuencia de la historia
de nuestra especie a la que venimos definiendo con el nombre de "mundo primigenio". Mundo primigenio al que habrían de suceder
todavía diferentes "mundos", previos todos ellos a la configuración del llamado "mundo antiguo", primero de carácter netamente
histórico, formado en torno a las riberas del Mediterráneo.

Pero volvamos a preguntamos, ¿dónde estuvo situado el primero de aquellos mundos?, ¿dónde estuvo emplazado el Paraíso Terrenal o
Isla Atlántida?

La anhelada respuesta a esta pregunta, parece tener muchísimo que ver, no ya con la Península Ibérica, sino con cierto macizo
montañoso de la Península Ibérica conocido originariamente con el nombre de "Sepharad" y cuya denominación se hizo extensiva,
posteriormente, a todo el conjunto de la Península. De hecho, España no es una isla... pero se le parece mucho, y por lo que se refiere
al amurallamiento que le otorgaban sus montañas al Paraíso, ahí está el dédalo de cordilleras que jalonan toda la periferia ibérica,
configurando un bastión orográfico que nada tiene que envidiar al que "protegiera" las privilegiadas tierras de la isla Atlántica.
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Si habrá sido grande la confusión creada en torno a la identificación de España, en su conjunto, con aquella comarca española en la
que estuviera emplazada la Atlántida, que uno de los nombres con los que en el pasado se conoció a toda nuestra Península, fue
precisamente el de "Isla Atlántida" o "Atlántica"...
€
Pero "Atlántico" es, como sabemos, una denominación relativamente moderna de un mar cuyo nombre originario fue el de Océano, lo
que quiere significar que la mítica isla Atlántida hubo de llamarse a su vez, necesariamente, Isla de Océano. Y aquí sí que nos
aproximamos extraordinariamente al definitivo esclarecimiento de todo este asunto y a la identificación de la isla en cuestión. Isla que
hubo de estar situada, necesariamente también, en la Península Ibérica, en razón a haber sido precisamente Océano, otro de los
antiguos nombres de España.

Antes de seguir adelante, vamos a traer a la escena de nuestro relato, a un ilustre y lúcido autor francés de finales del siglo pasado. Me
refiero a Moreau de Jonnés, quien en su obra "Los tiempos mitológicos" dice cosas como éstas:

"En un notable paraje recogido por Eusebio ("Preparación evangélica ''), Teopompo afirmaba que los antepasados de los atenienses
formaban parte de una colonia de egipcios, cuando fueron sorprendidos por un diluvio, del que sólo escapó un pequeño número".

"Por los anales de Egipto se sabe que esta comarca no sufrió jamás ninguna catástrofe semejante. (...) Todo induce a creer que este
cataclismo es el mismo que abismó a la Atlántida, cuya dramática leyenda. nos ha narrado Platón. Según este filósofo, los padres de
los atenienses habitaron las islas Atlántidas, pereciendo gran parte en el desastre. Los de la Hélade, eran descendientes de algunas
familias que sobrevivieron".

Vamos a quedamos con dos conclusiones, a las que por otra parte ya habíamos llegado varios años antes de conocer este texto de
Moreau de Jonnés. Primera conclusión, que la Atlántida, al igual que Atenas o que la cuna de todos los pueblos de la antigüedad,
estuvo en Egipto. Y segunda conclusión, que el genuino Egipto no tuvo absolutamente nada que ver con el Egipto africano que hoy
conocemos.

¿Dónde estuvo situado ese Egipto?

La pregunta se contesta por sí sola cuando recordamos que España se denominó Océano y descubrimos que fue precisamente Océano el
primitivo nombre de Egipto. Lo que refrenda y "remacha" la filiación occidental de este pueblo cuya cuna se encontraba en Amenti

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(=occidente) y cuya divinidad máxima, Amón, recibía el título de "Señor de Occidente". Nótese, por cierto, que "Amón" sigue siendo,
todavía hoy, un apellido castellano. Valórese, también, el hecho de que en el norte de España existan nada menos que cuatro ríos Nilo:
Los Nela y Neila burgaleses, el Nalón o Nilon asturiano y el Nelos o Nil cántabro (el Nansa actual).

Si descendemos nuestra mirada hacia las tierras meridionales de la Península Ibérica, nos encontramos con una nueva e importante
réplica del Nilo africano ("Neila" para los griegos y "Nil" para los egipcios): el río Genil andaluz, cuyas fuentes por tierras de Jauja,
vienen a confirmar cuanto refieren autores antiguos sobre la primitiva denominación del río Nilo, Jijia o Gijón.

¿Es ello cierto?

Debe de serIo cuando sabemos que fue Ogigia otro de los antiguos nombres de Egipto, al tiempo que el de su primer rey, Ogiges, padre,
a su vez, de los pelasgos, atenienses o griegos.

Hemos venido a desembocar, siguiendo el curso histórico del nombre del río Nilo, en aquella isla Ogigia o Calipso a la que nos
referíamos en el capítulo precedente, y a la que identificábamos con la isla Atlántida y con el Paraíso. Isla Ogigia a la que también se
conoció con el nombre de Jauja, justificando el que todavía perviva en España el vivísimo recuerdo de un mundo remoto y feliz, al que
se designa con el nombre de "país de Jauja". "¡Esto es Jauja!", seguimos repitiendo coloquialmente los españoles, atinando plenamente
en la ubicación geográfica de Jauja, del Paraíso, aunque marrando un tanto en la pretensión de que esta castigada y vilipendiada tierra
nuestra siga siendo un Paraíso...

Los hebreos -y esto es algo obvio que reconocen todos los autores-, fueron, en su origen, un pueblo egipcio. O etíope, lo que, como
veremos en su día, resulta ser exactamente lo mismo. U no y otro pueblo, hebreos y egipcios ( o etíopes) eran, por consiguiente,
pueblos occidentales, perfectamente conscientes de su origen. Los egipcios se sabían emigrados de un país de Occidente cuyo nombre
era Ement o Amenti. Y los hebreos, a su vez, de "Sepharad", del Paraíso. De un Paraíso cuyo carácter occidental, obvio, era recordado
por los judíos "esenios".

Fue Benito Arias Montano quien, hace ya varios siglos, intuyó genialmente que los nombres de Sepharad y de Hesperia (España) eran
afines, y que ambos tenían su precedente en Hespérida o Vespérida, términos ambos que no sólo significan Occidente, sino que dan
nombre también a las mito lógicas Hespérides, denominadas por algunos autores "ninfas atlántidas".

"Ninfas atlántidas" a las que se otorga como morada lugares tales como Eritrea, Libia, el Océano o el "país de los hiperbóreos", nombres
indistintos para designar, en definitiva, al "Jardín de las Hespérides" de la mitología griega, al Paraíso de los helenos.
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"Sefarad" significa occidente y paraíso al propio tiempo, lo que explica el que en el pasado se relacionase al Paraíso con Occidente, con
el Océano y con Céfiro...

"Céfiro", como los "Sefirots" hebreos (los diez nombres del Eterno), no es sino una variante de "Zefara" o "Zefarad". De ahí que el Céfiro
sea un viento suave y agradable que sopla desde occidente. Un occidente -"Sefarad" o "Céfiro" - que dio nombre a los míticos Céfiros,
unos moradores de las aguas del Océano que honraron a Afrodita durante la permanencia de ésta en las aguas del Océano y que, a la
postre, la condujeron hasta las orillas de la isla Cizera.

Lo curioso del caso es que Cicera es un pueblo delicioso de esa sierra de Peña Sagra que tan firme candidata resulta entre los distintos
macizos montañosos españoles, susceptibles de haber tenido el privilegio de albergar a los primeros seres humanos y al Paraíso creado
por éstos.

Parece obvio que es a Safarad, a la mítica isla Cizera, a la que los Céfiros condujeron a la supuesta antepasada de todos los humanos. A
nuestra pretendida madre común, Afrodita "Vespérida", "Hespérida" o "Sephérida".

¿Qué tuvo que ver Hesperia (España) con la isla Atlántida? Mucho a juzgar por las palabras siguientes de Máximo de Tiro:
"El monte Atlas estaba situado en Hesperia, vasta tierra rodeada por el mar, cuyos habitantes profesan culto a Atlas. Es una montaña
altísima y horadada".
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¿Qué otro pueblo sino el ibérico podía rendir culto a Atlas, cuando es precisamente Atlante una de las principales divinidades o
"monarcas" de la España mítica?

Ténganse presentes todas las menciones a la gran altitud del Paraíso, a las que hacíamos referencia en "La España olvidada", y no se
pierda de vista, igualmente, que el hecho de que se localice el monte Atlas -el genuino y originario monte "Atlas" - en Hesperia,
equivale a reconocer formalmente que la isla Atlántida estuvo situada en la Península Ibérica, en Hesperia o Sepharad, desde el
momento en que ambos nombres no son sino registros distintos, etapas distintas en la evolución de un m ismo nombre geográfico.

Si a todo ello se suma el hecho de que "Paraíso" y "Sepharad" o "Sepharadis" sean nombres análogos, la conclusión inevitable a la que
vamos a desembocar, es la de que, efectivamente, Hesperia, Sefarad, el Paraíso y la isla Atlantida son exactamente el mismo enclave
geográfico, identificado con un espacio insular sobre el que se erguía una elevadísima montaña. Montaña que, además -y el testimonio
es realmente impresionante- estaba horadada...

Pero las cosas no concluyen aquí.

Decíamos hace un instante que Océano hubo de ser, necesariamente, el primer nombre de la isla Atlántida, por ser precisamente
"Océano" el nombre genuino del mar Atlántico. Nuestra deducción no era infundada, y buena prueba de ello, el testimonio de Diodoro
Sículo cuando afirma que Urano, primer rey de los atlantes, fue enterrado en la isla Océana. Lo que viene a confirmar que Egipto (=
"Océano"), España (= "Océano") y la Atlántida (="Océano"), fueron en su origen el mismo enclave geográfico.

¿Y aquella isla Calipso u Ogigia cuya destrucción diera nombre al Apocalipsis?

Por testimonio igualmente de Diodoro sabemos que el "cordón umbilical" de Zeus cayó en un lugar llamado Omfalos. Léase "ombligo",
una de las más elocuentes denominaciones de la primera morada de los humanos. De ahílos míticos Jardines del "Mes Omfale". O lo que
es lo mismo, los Jardines del Edén o del Paraíso.

Pero es el caso que Hornero documenta ser "Omfalos" uno de los nombres de la isla Ogigia, donde reside Calipso, hijo de Atlas o
Atlante.

Todo lo cual viene a traducirse en que siendo "Ogigia" uno de los primeros nombres de Egipto, Calipso, la Atlántida, Egipto y el mundo
primigenio u Omfalos, no son sino términos distintos para designar a un mismo lugar.

¿Cabe mayor evidencia respecto a la identidad de origen de todos los seres humanos?

Hemos omitido un pequeño detalle. Fueron las ninfas Hespérides las que criaron a Zeus en la isla Ogigia... o Hesperia.

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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


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Capítulo III. "SEFARAD, SEFARAD ..."

Uno de los autores que con más énfasis e insistencia han postulado la identidad de origen de todos los seres humanos, ha sido el francés
Moreau de Jonnés. Más clarividente, incluso, que ese otro genial intérprete de la mitología clásica que ha sido el inglés Robert Graves,
Moreau de Jonnés llegó a la clara convicción de que todos los países de la antigüedad -Egipto, Grecia, Judea, Persia, Caldea, habían
tenido un emplazamiento originario que nada tenía que ver con la ubicación que todos ellos ocupan hoy en el ámbito del mundo
moderno. Inevitablemente deduce Moreau-, los nombres de todas estas naciones tan estrechamente vinculadas al nacimiento de la
Historia, debieron corresponder en su origen a simples pueblos del mundo primigenio, de esa minúscula región del globo en la que el
ser humano ha vivido la mayor parte de su singladura sobre el suelo de nuestro planeta. Una parte que posiblemente se mida por
millones de años, en contraposición a esos ciento y pico mil años de antigüedad que cabe atribuir a la expansión del hombre de
Neanderthal por el ámbito de Europa y de su entorno más inmediato, o a los cuarenta mil años de que data la definitiva emigración del
hombre racional u hombre de Cro-Magnon, en dirección, esta vez, a todos y cada uno de los rincones del globo, incluido el continente
americano.

El hombre moderno, al igual que los "Zophasemin" de los fenicios -la raza inteligente cuya cuna se encontraba en Occidente-, posee la
profunda convicción de que él es el primer ser verdaderamente inteligente que puebla nuestro planeta, olvidándose de que a lo largo
de esos millones de años de ancianidad de nuestra especie, han existido generaciones infinitamente más lúcidas que la nuestra, por
mucho que su grado de desarrollo tecnológico haya sido menor.

Tecnología y sabiduría no son, en modo alguno, términos afines. De este modo, y a pesar de tener cavernas por morada, nuestros
antepasados de hace veinte o treinta mil años, poseyeron ya un altísimo nivel intelectual y cultural que nada indica que no haya sido
alcanzado por pueblos remotísimos cuya edad podría medirse por centenares o incluso millones de años.

No por el hecho de haber erigido unas pirámides colosales, los egipcios de hace cuatro o cinco mil años fueron más inteligentes que los
hombres que hace veinte, treinta o cuarenta mil años, cubrieron de pinturas las bóvedas de todas las cuevas del norte de España y del
sur de Francia.

La historia de la Humanidad vendría a ser, en este sentido, como el proceso de construcción de una escalera o de un zigurat babilónico
(del vasco "zurgu", escalera). Cada generación consigue subir más alto, merced, las "piedras" que han colocado a sus pies las
generaciones precedentes.
€
Sin ellas, sin el legado intelectual que hemos recibido del pasado, el hombre contemporáneo no habría llegado a la Luna, ni podría
disfrutar hoy de innovaciones tales como la electricidad o la informática.

El hombre es, pues, consecuencia del hombre ... Simplemente. Somos distintas personas, pero en el fondo somos las mismas, desde el
momento en que cada generación no es sino una fiel réplica genética de las precedentes. Y de ahí que pueda afirmarse que a pesar de
los millones de años transcurridos, los hombres actuales, aunque más numerosos, no somos sino los mismos seres que hace millones de
años optaron por establecer su morada en las costas de cierta isla montañosa en la que, con el andar del tiempo, llegaron a modelar su
Paraíso. Isla a la que, a lo largo de su dilatadísima historia, se ha venido conociendo con una considerable variedad de nombres, entre
los que destacan los de "Egipto", "Eskitia", "Creta", "Bizcaya", "Troya", "Atlántida", "Colcos", "Roma", "Alba", "Castilla", "Cantabria",
"Asteria", "Etiopía", "Eritia" o... "Bericia".

"Según nuestro juicio, la noción más importante que se deriva de la comparación de las varias mitologías, es la identidad del principio
en que se sustentan. En efecto, ofrecen semejanzas tan palmarias en cuanto al fondo, a la composición y aun a los términos

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empleados en idéntico sentido, que necesariamente se llega a la conclusión de que ha debido existir originariamente un tema único
que sirviese de base a esos documentos en que el genio de cada pueblo imprimió después un carácter distinto".

«Un estudio comparado -durante más de veinte años de las leyendas que se refieren a la infancia de las sociedades, nos ha comunicado
esta doble convicción: 1º que las cosmogonías, las teogonías, las fábulas mitológicas de las diferentes naciones proceden de un fondo
común; 2º que el Génesis, el Avesta, las teogonías de Sanchoniazón y de Hesíodo, indican los períodos sucesivos de una misma historia;
la de la infancia de estos pueblos, y que esos poemas han tenido una misma región por teatro".

¿Cuál es esa región?

Moreau de Jonnés, autor de las palabras precedentes, se lleva a Asia la cuna de nuestros antepasados, localizando en el ámbito de los
mares Negro y Caspio, en torno a ti Iberia del Cáucaso, su primer asentamiento. Sin embargo, lo que este ilustre autor francés no llegó
a entrever, es que si bien había sido Asia, en efecto, nuestra primera morada, esa Asia no había tenido nada en común con aquélla a la
que hoy designamos con este nombre, y que no es sino una copia a enorme escala del Asia primitiva. Esa misma Asia que diera nombre
a la región germana de Hassia o Hessen, a las comarcas pirenáicas de Assua y de Aisa o al valle cántabro de Asón, Asia o Lasia, e
interrumpo aquí, en este término clave, la historia inorfológica de este topónimo fundamental, relacionado, sin ningún género de
dudas, con la morada originaria de los seres humanos.
"Los descubrimientos de la epigrafía suelen revelar el descubrimiento de un Egipto, de una Etiopía y de una Libia que no pueden
situarse como los países así nombrados que hoy conocemos. Por ejemplo, ¿es admisible que los hebreos, que procedían
manifiestamente del norte de Asia, hubiesen sido una familia etíope, originaria de Libia, como dice Tácito? ¿Que Danao y sus
cincuenta hijas, antepasadas de los helenos, salieron de Egipto para establecerse en Argos? ¿Que los etíopes, tan citados por Homero,
habitasen como en tiempos de los romanos al sur de Egipto?"

"Estas proposiciones son tan contrarias a toda verosimilitud, que se ha renunciado a explicarlas..."

Hay muchas noticias históricas que no han casado jamás con la explicación convencional que de ellas se ofrece. Sin embargo, y para no
tener que replantearse algunos principios conceptuados como fundamentales, se ha preferido obviar toda esta auténtica legión de
"pequeños detalles", tirando por la borda las piezas del rompecabezas que no se ajustan a la idea preconcebida que la ciencia moderna
tiene de cómo quiere que sea ese rompecabezas.

De ahí el que, por ejemplo, y en relación con la supuesta y ya dogmatizada africanidad del ser humano, determinadas antropólogos
modernos se atrevan a descartar al hombre de Neanderthal como antepasado nuestro, a pesar de su obvia y rotunda racionalidad y de
su cráneo, incluso mayor que el nuestro. Y todo porque el susodicho hombre de Neanderthal brilla por su ausencia en África, excepción
hecha de las riberas mediterráneas de este continente... que limitan precisamente con España.

Nada puede sorprendemos el que con procedimientos científicos tan rigurosos como éste, el hombre contemporáneo siga sin tener la
más remota noción respecto a cuál ha sido, en realidad, nuestra primera morada.

Pero leamos de nuevo la introducción de "Los tiempos mitológicos" de Moreau de Jonnés:


"La idea de eternidad e inmortalidad lo mismo se aplica a los dioses egipcios que al Jehovah de los judíos, y un infierno, lugar de
castigo, así como una mansión de los bienaventurados, forman el fondo de todas las religiones. Resulta, pues, de estas analogías que
los antepasados de esas naciones, separadas hoy por considerables distancias y por profundas diferencias de lenguaje y de costumbres,
necesariamente han tenido que vivir en su origen en localidades vecinas, hacer un género de existencia análoga, recibir la misma
educación social, participar de las mismas vicisitudes y calamidades; en efecto, esto es lo que la interpretación de las mitologías
demuestra de una manera irrecusable".

Resulta incontestable que todos los pueblos de este planeta compartimos en otro tiempo una tierra común, de dimensiones además
muy reducidas, como resulta claro, asimismo, que la identificación de esa tierra matriz (no se pierda de vista cierto topónimo ibérico,
harto extendido por España, y que se presenta bajo las formas "Madrid" y "Madriz") sólo puede ser posible a través de un rastreo
"cultural" que contemple el estudio de la mitología, del lenguaje, de la toponimia, de las tradiciones y las costumbres y, por supuesto,
del clima y de la geografía. En una palabra, de ese "río cultural" al que en bella y precisa metáfora aludía José María de Areilza en uno
de nuestros frecuentes intercambios de opinión en relación con toda esta materia.

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No es a través de la búsqueda de huesos fosilizados como llegará a localizarse la cuna de nuestra especie, y menos aún si los
antropólogos contemporáneos se empecinan en seguir buscando el solar originario de los humanos en las históricas y cultural mente
yermas tierras del África central y meridional.

No. La clave para descifrar el enigma de nuestro origen, pasa por la identificación de ese primer río -tanto el metafórico como el
físico- en torno a cuyas orillas se "hacinaron" originariamente los seres humanos, dejando en ellas el "sedimento" de centenares de
miles de años de historia y de cultura. Una cultura que si en algunas regiones del planeta es sólo arroyo o torrente, debido a la
modernidad de la presencia humana en ellas, en otras, y particularmente en la tierra primigenia, configura un río enormemente
caudaloso, perfectamente reconocible y cuya no identificación se justifica, sobre todo, por la referencia de la Biblia a la localización
oriental del Paraíso. Referencia absolutamente fidedigna, por mucho que ese "Oriente" del que la Biblia nos habla, no tenga mucho que
ver con el oriente que hoy conocemos y concebimos.

Siempre han existido el oriente y el occidente. Pero su localización ha estado condicionada al punto de mira desde el que estos valores
geográficos han sido contemplados. Para los moradores de Asiana, de la actual Turquía, el occidente no pasaba de Grecia. Para los
griegos, por el contrario, su occidente acababa en Italia, por mucho que tuvieran clara conciencia de la existencia de un occidente
mucho más remoto, que no era otro que la Península Ibérica. Pues bien, con el oriente ha sucedido algo semejante. Un pueblo del
occidente de Cantabria, se llamó "Oriente" (hoy "Ruente"), estando situado, de hecho, en el oriente de ese auténtico mundo que se
configuró un día en torno a los Picos de Europa y las Sierras de Peña Sagra y de Peña Labra.

Pero hay más.

No se pierda de vista que así como la palabra "occidente" hace referencia inequívoca al mar, al Océano en el que siempre se ha situado
la primera morada de nuestros antepasados, detrás del término "Oriente" se oculta, por una parte, la alusión al Sol, por otro nombre
"Orón" y, por otra, a la montaña originaria configurada tras la supuesta caída a la Tierra de los genitales del astro rey. Y de ahí que el
término "montaña" se exprese en griego con la voz "oros". Exactamente la misma palabra que define a ese metal precioso que tanto se
prodigara en la Tierra primigenia y en donde tiene su origen el mito respecto a las formidables riquezas minerales de la Península
Ibérica.

La clave se encuentra, pues, en esa palabra - "oro"- y en estos conceptos: sol, montaña, oro y ... origen. ¿Por qué "origen"?
Precisamente porque el ser humano era descendiente del Sol -"Oro" - y de la montaña modelada por éste: el Paraíso Terrenal o "Monte
de Oro".

Si se quiere identificar el Paraíso Terrenal, localícese un macizo montañoso en cuya toponimia se conserve esta última denominación:
"Monte de Oro", y del que fluya algún río vinculado a este término. Un río de nombre semejante, por ejemplo, al "Orontes" fenicio.

"Oriente" es, pues, un término que no tuvo en su origen, absolutamente nada que ver con el valor geográfico que hoy le otorgamos.
"Oriente" era, simplemente, una montaña, el Paraíso Terrenal, la misma montaña en la que tuvieran su origen nuestros más remotos
ancestros.

La mención de la Biblia a que Dios situó en Oriente el Jardín del Edén, debe leerse e interpretarse en el sentido estricto y literal de tal
aserto. El Paraíso estaba en Oriente. El Paraíso era Oriente. Cierto monte, cierta isla llamada "Oriente". La misma Oriente que diera
nombre a la ciudad española de "Orense", situada precisamente en el extremo más occidental de la Península Ibérica. Mejor prueba de
la occidentalidad del primitivo Oriente, del Paraíso, no puede aducirse. Recuérdese que el Paraíso se encontraba a orillas del Océano.
Del Atlántico. (2)

A partir de cuanto acabamos de ver, se comprende la referencia al carácter oriental, no sólo del Paraíso, sino de ese enigmático
"Monte Sephar", morada de los descendientes de Heber, léase de los "hebreos", al que invariablemente se califica, al igual que al
Paraíso, como monte "oriental". De hecho, tal calificativo no es sino una mera redundancia, una simple repetición de otro de los
nombres con que se conoció al Paraíso Terrenal, a ese Monte "Oriente", "Sephar"... o "Sepharad" en el que tuvieron su cuna los primeros
seres humanos. Seres a los que se denominó después "Sepharadís", como un título honorífico que acreditaba su condición de
descendientes directísimos del Paraíso -"Se Pharadis"- o Jardín del Edén, ese mismo jardín mítico al que los persas conocían con el

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nombre de Pharadí o Faradí y los hebreos con el de Fardes... o Farades. Y de ahí el nombre de los "Sefaradís" o "Sefardíes".

"Sefarad... Sefarad...". Aquella altísima montaña horadada... Farades (Paraíso) = Forado (agujero)

En su "Historia de Montserrat" dice Anselmo M. Albareda:


"Una hipótesis supone el Montserrat hueco por dentro y profetiza su destrucción por hundimiento"

Una premonición algo desfasada: el "apocalipsis" del Paraíso se produjo hace varias decenas de miles de años, ...y no fue precisamente
a Montserrat o "Monte Zerrate" a quien afectó...
También del macizo de Peña Sagra se pretende hallarse hueco por dentro... La misma idea que sin duda existe en relación con otras
muchas montañas de la Península Ibérica.

No son solamente los nombres geográficos del Paraíso los que han viajado a todos los confines del globo. También las noticias respecto
a su singular idiosincrasia...

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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


RIBERO MENESES PRINCIPAL Jorge Mª Ribero-Meneses

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Capítulo IV. LOS HIJOS DE LOS DIOSES.

La historia de la Humanidad, ya desde sus más remotos orígenes, dio en enredarse como un auténtico ovillo de lana. Un ovillo cuyo
principio hace muchísimo tiempo que perdimos de vista, sumergido como se encuentra en esa infinita maraña de recuerdos y de olvidos
que constituye la memoria de nuestro pasado. Una memoria, más que perdida, fragmentada, atomizada, dispersa, celosamente
escondida detrás de un cúmulo casi inagotable de crónicas y de testimonios históricos, de palabras y de leyendas, de nombres
geográficos y de toda suerte de vestigios cuyo rastreo y cuya interpretación constituyen, amén de un imperativo histórico, una de las
más arduas y apasionantes empresas a acometer por el hombre contemporáneo.

El pasado existe, como existe, felizmente, la nítida huella dejada por ese pasado. Un pasado unitario y común para todos los seres
humanos, cuyo esclarecimiento adquiere una incuestionable dimensión ética. Y es que no se trata ya de satisfacer esa curiosidad
intelectual, lógica en todos los individuos de nuestra especie, por conocer todos y cada uno de los entresijos de nuestro pasado. Lo que
en verdad hace inaplazable e imperiosa la búsqueda de ese cabo de ovillo que debe conducimos al desentrañamiento de nuestros
orígenes es, a partes iguales, la necesidad de profundizar en el conocimiento del hombre, así como la de proporcionar el más sólido
cimiento a la siempre inestable causa de la paz y de la armonía entre los seres humanos.

Conocer el pasado del hombre, equivale a comprender su presente y a presentir su futuro. Demostrar el origen común de todos los
hombres, sus estrechos vínculos de fraternidad, equivale a sentar las únicas bases consistentes y duraderas para su concordia. Una
concordia a la que la especie humana no puede permitirse el lujo de renunciar.

¿Cómo hubiera reaccionado lo más granado de la intelectualidad nazi, si hubiera llegado a vislumbrar que ese pueblo hebreo al que tan
enconadamente perseguía, compartía su cuna y su origen con el mismísimo pueblo germano? ¿No resultaba ya suficientemente
significativo el hecho de que, por ejemplo, la diosa por antonomasia de la mitología aria -Palas Atenea-, hubiese plasmado su nombre
en uno de los asentamientos fundamentales del pueblo judío, Palestina?

Palestina aparece hermanada, pues, desde el punto de vista onomástica, con el Palatinado alemán. No es una excepción. Alba fue el
primitivo nombre de la que fuese ciudad sagrada del pueblo hebreo: Hebrón. Pues bien, Alba hoy Elba- es el nombre del río central de
Alemania, país al que la antigüedad conoció con el nombre de Albania Magna... Ergo hebreos y germanos comparten exactamente la
misma cuna.

Ciertamente, si los componentes de la "Sociedad Thule" creada por los nazis para profundizar en las raíces del germanismo y, en última
instancia, para mitificar y enaltecer los orígenes de la raza "aria", hubieran impulsado los estudios de filología en lugar de propiciar
toda suerte de indagaciones y hasta de excavaciones por diversas comarcas asiáticas, es más que probable que el mundo se hubiera
ahorrado buena parte de las calamidades que ha conocido a lo largo del segundo tercio de este siglo.

No. No estaban en Afganistán ni en la India las raíc es de la raza aria, como no lo están, tampoco, las de ninguna de las razas que
configuran el mosaico humano de nuestro planeta. Un auténtico fenómeno de "amnesia histórica", propiciado a partes iguales por la
erosión del tiempo y por la no menos inevitable acción censara del ser humano, justifica el olvido al que nuestra especie ha llegado
tras su larga y accidentada singladura a lo largo y ancho de la corteza del globo.

¿Tiene el hombre su cuna en África?


¿Acaso en Asia?
¿Tal vez en Europa?

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Seguimos especulando sobre la existencia de prodigiosas civilizaciones desaparecidas... Seguimos cifrando el origen de la vida humana
en la llegada de seres extraterrestres a nuestro planeta... Seguimos postulando la idea, en fin, de que el ser humano no ha tenido una,
sino múltiples cunas.

Nuestra desorientación es tal, que nada puede extrañarnos el hecho de que en el umbral mismo del siglo XXI, la mayor parte de los
individuos que pueblan este planeta, sigan estando convencidos de que negros, amarillos, rubios o morenos, son brotes humanos de
árboles distintos, en lugar de ser -como por otra parte es lógico y obvio-, simples razas desgajadas de un mismo tronco.

Así se entiende el encono con el que en el pasado -y no tan en el pasado- se han vivido y sentido los nacionalismos, en cuanto que
meras erupciones o brotes de soberbia provocados por la conciencia fanatizada de una singularidad que sólo existía en la mente de
quienes la postulaban.

Por incomprensible que resulte, la mayor parte de los pueblos prefieren seguir ignorando su origen, a tener que reconocer que son
originarios de otra nación. Reacción esta que entronca con cuanto veíamos en los primeros capítulos de "La España olvidada", en
relación con el empeño de todas las naciones por ser más antiguas que las demás, sentimiento este que -sin ningún género de dudas
justifica la ignorancia en la que la Humanidad ha vivido y vive a propósito de su ascendencia.

En el fondo, el hecho de que no se haya identificado la cuna de nuestra especie, ha venido a resultar providencial para alimentar la
soberbia de determinados pueblos. Por decirlo de alguna forma, en tanto no se resolvía el enigma de la primogenitura, todos podían
reivindicarla con el mismo derecho. No interesaba en absoluto, por consiguiente, y sigue sin interesar, el que se esclareciera este
"espinoso" asunto.

Respetemos, pues, que algunos prefieran seguir cifrando su orgullo en la ignorancia y prescindiendo de que esa primogenitura histórica
le haya correspondido a la Península Ibérica -pondríamos el mismo empeño y el mismo énfasis en todo este asunto, si se tratase de
cualquier otra región del planeta-, tratemos de seguir avanzando, hasta donde sea posible, en el conocimiento del mundo primigenio.
Conocimiento que habrá de deparar muchas sorpresas al hombre contemporáneo, despejando, al propio tiempo, infinitos enigmas que
muchos, también, no tienen el menor interés en que se despejen.

Lo que define a la racionalidad, y al ser humano por consiguiente, no son este tipo de actitudes. Por el contrario, si algo caracteriza a
nuestra especie es precisamente su irrenunciable afán por perseguir -y alcanzar- la verdad. Incluso cuando esa verdad a la que aspira,
puede llegar a volverse contra ella. Triste dicha la del que cierra los ojos para no ver y fundamenta su felicidad en la ignorancia.

Buena parte de las desventuras de la Humanidad, comenzaron el día en que unos hombres se otorgaron a sí mismos el título de "Hijos
de los dioses" conceptuando a los demás mortales como simples y elementales "hijos de los hombres".

¿Qué razón objetiva podía haber determinado esa artificial distinción entre seres humanos de origen divino e individuos apegados a la
tierra y huérfanos de ese hálito sobrenatural?
€
Todos los lectores de la Biblia se han enfrentado perplejos con ese episodio del libro sagrado en el que se afirma que "los hijos de los
dioses tomaron por esposas a las hijas de los hombres". ¿Quiénes eran unos y otros?
€
Tratemos de reconstruir el origen de este mito, recurriendo para ello a los testimonios de Josefa, del Sincello, del "Libro de Henoch" y
de otras fuentes hebreas recuperadas por Graves y Pathai en "Los mitos hebreos":

Los hombres vivían antes del Diluvio, en una comarca situada entre el Paraíso y el Océano. Allí moraban los descendientes de
Set y de Caín, desde que tras la muerte de Abel sin descendencia, la humanidad quedase escindida en estas dos únicas ramas.

Los descendientes de Caín habitaban en la tierra de Nod, por otro nombre "Trémula", denominaciones ambas de determinado valle
situado al oeste del Paraíso.

Por lo que se refiere a la progenie de Set, fiel al precepto de Adán, quien en su lecho de muerte le ordenó a su hijo predilecto que
mantuviese alejada a su estirpe del linaje maldito de Caín, ocupaba las tierras altas del Edén, sin ningún tipo de contacto con los

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cainitas y controlando, por consiguiente, las cumbres de la Montaña Sagrada. Montaña enclavada "en el lejano norte, cerca de la Cueva
del Tesoro".

Era la estatura, el rasgo que de una forma más ostensible distinguía a los "setitas" de los "cainitas" . Estos eran pequeños de cuerpo y de
aspecto deprimido, en tanto que aquéllos, y al igual que su antepasado Set, eran extraordinariamente altos, notables tanto por la
elegancia de sus proporciones como por la belleza de su rostro.

Debido precisamente a la nobleza de su configuración física y al hecho de que vivieran en el entorno de la "Puerta del Paraíso", estos
setitas fueron conocidos con el nombre de "Hijos de los Dioses" -otros autores los llaman "Gigantes" (de "Ogigia...), "Barones",
"Faraones", "Angeles", "Egregoros" (de donde "griegos" o "egregios") o, simplemente, "Poderosos de la Tierra" -, habiéndose otorgado a
los cainitas, en contraposición a la dignidad de los "inquilinos" del Paraíso, el epíteto de "hijos de los hombres".

Entre los setitas, era común el hacer voto de celibato, siguiendo el ejemplo de Enoc. Vivían como anacoretas por las cumbres y laderas
más elevadas del Paraíso, practicando la virtud que había caracterizado a su patriarca, Set. Como él, también, cultivaron la paz y la
armonía, consagrándose al estudio de la astronomía y registrando sus descubrimientos en dos columnas, de piedra una y de ladrillo la
otra. Una de ellas, suponemos que esta última, sería derribada por el Diluvio, en tanto que la otra sería trasladada a Syria (Suria o
Soria).

Si a los setitas se les presenta como "completamente justos", a los cainitas, por el contrario, se les define como "esencialmente malos",
entregados al libertinaje y consagrados, fundamentalmente, a las actividades agrícolas, artesanales y mercantiles.

Cada cainita tenía, por lo menos, dos esposas. Una, la legítima, para que le diera hijos y otra, la concubina, para que colmase su
lujuria. La primera, la que engendraba a sus hijos, vivía pobre y solitaria, como una viuda. La segunda, su barragana, no tenía más
ocupación que complacer a su marido, empleando todo su tiempo en cultivar la belleza de su cuerpo y en procurarse adornos y vestidos
seductivos. Para evitar que pudiese llegar a concebir algún hijo, se le obligaba a beber una pócima que la hacía estéril.

Posiblemente por el escaso comercio carnal que mantenían con sus esposas, en contraposición a la intensidad de sus acercamientos a
sus concubinas y no, como se pretende, porque pesase una maldición en este sentido sobre los cainitas, sucedió que las esposas de
éstos dejaron prácticamente de parir hijos varones, lo que al cabo de algunos años habría de plantearles un ingrato y acuciante
problema a las numerosísimas mujeres de aquella tribu. En efecto, el grado de crispación y deseo de éstas, parece haber llegado a tal
extremo, que muchas de ellas iban a acabar irrumpiendo en las casas de los hombres, dispuestas a llevárselos consigo de fuerza o de
grado.

Mientras en los valles que se extendían por el occidente del Paraíso, se vivía esta angustiosa situación demográfica, con un
considerable número de mujeres desesperadas por la falta de un marido, la situación en las cumbres del Edén parece haber sido
sustancialmente distinta, con unos hombres pletóricos de energía y de virilidad, a los que no siempre debieron cuadrar lo bastante, ni
su supuesta condición de "Ángeles", ni el desairado celibato al que les abocaba el ejercicio de sus vivencias eremíticas. En este sentido,
el escaso número de mujeres disponibles y su desangelada femineidad, inevitable en unas hembras que debían afrontar unas durísimas
condiciones de vida, viviendo en cavernas y a alturas que debían oscilar entre los mil y los dos mil metros, debieron terminar causando
estragos en el ánimo y en la entereza de aquellos piadosos y estudiosos Barones, haciendo anidar, en la trastienda de su virtud, el
deseo de conocer a aquellas espléndidas féminas que, en los valles próximos, ardían y se consumían en deseos de poseer y ser poseídas
por un hombre.

Las condiciones no podían ser más propicias, para que acabas e sucediendo lo que inevitablemente tenía que suceder y en este punto,
no existe acuerdo entre las diferentes fuentes en las que bebemos. Porque si unas les atribuyen la iniciativa, y por consiguiente la
culpa, a los setitas, otras, por el contrario, cargan toda la responsabilidad del desaguisado a las ar dientes cainitas. ¿Qué ocurrió en
realidad? ¿Quién encendió la mecha de la que iba a resultarse el "incendio" que vamos a describir a continuación y cuya virulencia y
desmesura iban a acabar siendo "sofocadas" por el Diluvio?

Como en todos los asuntos humanos, las culpas no acostumbran a mostrar predilección por una facción determinada, sino que, amantes
del equilibrio, suelen distribuirse, por lo común, entre todas las partes. No hay que pensar, pues, en que las perversas cainitas fueran
las únicas culpables de la degeneración en la que acabaron cayendo los "hijos de los dioses", ni tampoco en que éstos fueran tan

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pusilánimes como para no ser capaces de poner coto a la desbocada pasión de las "hijas de los hombres", de las mujeres del valle.

Fuego había en ellas, y fuego había en ellos y lo que sucedió no fue sino una quema anhelada y propiciada por ambas partes.

Dice el "Libro de Henoch" que cuando los ángeles o "egregoros" conocieron a las cainitas y pudieron percatarse de sus encantos y
carácter seductor, concibieron por ellas una ardiente pasión, provocando el que uno de ellos se dirigiese a sus compañeros en estos
términos: "Vamos a ver a las hijas de los hombres y escojamos esposas entre ellas". Sólo un tal Semiaxas parece haberse mostrado
reacio a tan sugestiva iniciativa, que venía a transgredir, de hecho, las instrucciones de "segregación" ("Egregoros"...) dadas a Set por
Adán en el momento de su muerte. Normas de distanciamiento con respecto a los cainitas, que los inquilinos del Paraíso habían seguido
escrupulosamente a lo largo, por lo menos, de siete generaciones.

Pero como quiera que la carne -incluso la de aquellos supuestos ángeles- es flaca, veinte de los principales Egregoros parecen haberse
hartado de su mortificante celibato, optando por dirigirse hacia la tierra de las cainitas y por contraer matrimonio con aquellas que
mejor cuadraron a su gusto y condición.

Animadas, seguramente, por este precedente y por la demostración de vulnerabilidad dada por los setitas, aquellas mujeres del valle
que no habían tenido la fortuna de interesar a ninguno de los veinte "griegos" o "montañeses" que habían roto con el precepto de sus
antepasados, parecen haber decidido tomar ellas la iniciativa, sin esperar a que la desesperación de sus vecinos de las alturas, les
forzase a imitar y secundar el ejemplo de sus compañeros. Por consiguiente y ni cortas ni perezosas, las cainitas, las "hijas de los
hombres", concibieron cuidadosamente un plan de asalto del Paraíso y de seducción de todos sus moradores masculinos, dispuestas a
zanjar para siempre, el problema de celibato que ellos más o menos de grado y ellas completamente de fuerza venían padeciendo.

Los preparativos fueron minuciosos y laboriosos. El "plato fuerte" de la estrategia, no es preciso decido, consistía en el realce, hasta
donde fuera posible, de la belleza y encantos de las decididas cainitas, atractivos que iban a potenciar merced al generoso concurso de
polvos y coloretes. Además, pintaron "sus ojos con antimonio y las plantas de los pies con escarlata, se tiñeron el cabello y se pusieron
pendientes y ajorcas de oro, collares de joyas, brazaletes y vestidos de los más variopintos colores".

En la escena siguiente de esta auténtica tragicomedia protagonizada un día por las gentes del mundo primigenio, vemos a las cainitas
ascendiendo al Paraíso y armonizando su marcha con el redoble de tambores, el punteo de arpas y el toque de trompetas. Todo ello
acompañado de los inevitables cantos y danzas, al más fiel estilo de las romerías que en algunos puntos de España, todavía siguen
ascendiendo a los santuarios y ermitas enclavados en las montañas.
Aunque las fuentes más piadosas aseguran que aquellas atractivas mujeres, tan pronto llegaron a la acrópolis de la Montaña Sagrada, se
apoderaron de los quinientos veinte anacoretas que vivían en ella, más cierto parece que la presencia de aquellas hembras debió ser
considerada por los setitas como una auténtica bendición enviada por el cielo, no haciéndose necesario, por consiguiente, que ellas
hubieran de apelar a su fuerza (sic) para reducir a aquellos fornidos montañeses...

Esas mismas fuentes piadosas que hasta aquí venían disculpando a los setitas, se vuelven bruscamente contra ellos a partir de este
punto y tras reconocer su sumisión a los requiebros y encantos de las "hijas de los hombres", dicen de ellos que "se volvieron más sucios
que los perros y olvidaron por completo las leyes divinas".

Parece, pues, que los "bienaventurados" dejaron de ser bienaventurados y que los veinte Egregoros ya casados con las cainitas, se
ocuparon de distribuir las mujeres que fomaban la comitiva, entre sus compañeros. A partir de ese momento, dice el "Libro de
Henoch", todos vivieron en el desorden hasta el Diluvio.

De la unión de los "ángeles" con las "hijas de los hombres", iban a derivarse tres generaciones sucesivas: los gigantes, los nefelim y los
eliud. El denominador común de todas ellas fue la perversidad. Los "hijos de los dioses" negligieron sus prácticas virtuosas y, de exceso
en exceso, acabaron dando en la antropofagia. Las víctimas de ella, no es preciso decirlo, serían los cainitas, cuyo número descendió
vertiginosamente, hasta el extremo de que, al borde del exterminio, decidieron elevar sus preces a Dios, reconciliándose con él y
recabando su auxilio en forma de castigo contra los moradores del Paraíso.

La consecuencia, el castigo, ya lo conocemos: el Diluvio Universal. El mismo Diluvio que Zeus decretó contra el rey de los pelasgos,
Licaón, por alimentarse con carne humana.€

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Pero la reprimenda no parece haber terminado aquí: los Egregoros iban a ser atados y encerrados por los arcángeles en el fondo de la
tierra: un dato enigmático y sorprendente que parece esconder algo más que una simple metáfora.
Algo más que una metáfora, se esconde también detrás de toda esta curiosa leyenda sobre los amores de los "hijos de los dioses" con
las "hijas de los hombres". Una leyenda que tiene enormes visos de verosimilitud y que al margen de lo anecdótico, contiene
informaciones de gran importancia en relación con la idiosincrasia del mundo primigenio y de sus moradores. Noticias que incluyen
también la mención a la intensa actividad intelectual desarrollada por los setitas, por los pobladores de las tierras altas del Paraíso, a
raíz de su unión con las cainitas. Una actividad que abarca desde la invención de la escritura a la utilización de los metales, pasando
por el pulimento de las piedras, la decoración pictórica, la invención de los instrumentos musicales, el progreso en los conocimientos
astrológicos...
€
Ciertamente, y a juzgar por lo que precede, no todo parece haber sido desenfreno y depravación en la existencia de los setitas, a
partir de su fusión con la sangre "maldita" de los cainitas. Resulta obvio que de la unión de ambas razas, no sólo se derivaron
calamidades para la Humanidad, sino también enormes beneficios. Una vez más, la historia "oficial" se divorcia de la historia "real",
para ofrecemos una versión tendenciosa y parcial de los hechos. Una versión que carga las tintas en los vicios de aquella generación, y
se olvida de destacar sus virtudes. Una versión, en fin, que empeñada en buscar a cualquier precio una justificación al
desencadenamiento del Diluvio, no duda en violentar la realidad, tiñéndola con tonos repulsivos y escandalosos.

¿Antropofagia?

¿Cuándo no la ha habido en la historia remota de la Humanidad?


€
Ciertamente que no debió existir en nuestros más remotos orígenes, pero ello fue así solamente hasta que los moradores del Paraíso
conocieron y padecieron las consecuencias de su primera gran sequía. Sequía que ante la amenaza de la muerte por hambre, les
llevaría a aquellos seres a violar uno de sus más sagrados principios, obligándoles a nutrirse con carne animal. Carne animal a la que,
en un momento u otro, se sumó la de esos linajes menos favorecidos que, como el de los cainitas, existieron ya en el ámbito mismo del
mundo primigenio. Y existieron, precisamente, porque ya desde nuestros orígenes más remotos, los seres humanos gustamos de
considerarnos superiores los unos a los otros y, obrando en consecuencia, dimos en esa obsesión segregadora que, como acabamos de
ver, alentaba ya en los "hijos de los dioses" o "Egregoros". Obsesión que anteponía al propio bienestar, el odio contra una raza y el
rechazo ancestral a fundirse con ella.

La leyenda, interesada y parcial, había propuesto a los descendientes de Set como gentes virtuosas y ejemplares, en contraposición a
los libidinosos cainitas, y el tópico acabó, una vez más, consagrándose. A partir de aquí, la Humanidad se escindirá en dos bandos
antagónicos e irreconciliables: el de la virtud, representado por los setitas, y el de la bajeza y la maldad, configurado por los cainitas.
Por los descendientes de Caín. Por la "canalla".

¿Cuál era ese "canalla"? ¿Quiénes descendían de Set y quiénes de Caín?

Aquí radica la clave de todo este asunto, porque puede que en los albores de la Humanidad, cuando todos los seres humanos vivían en
un ámbito geográfico muy reducido, en torno a la "Montaña Sagrada" o Paraíso, los linajes y las genealogías estuvieran muy claros. Pero
lo cierto es que una vez que el hombre -en varias oleadas sucesivas a las que nos referiremos en otra ocasión- dio en expandirse por el
mundo, las cosas dejaron de estar tan claras y no habría de transcurrir mucho tiempo antes de que los cainitas, abjurando de su
prosapia, pretendiesen ser tan legítimos descendientes de Set como los otrora virtuosos setitas. Todo ello en el supuesto improbable de
que, para entonces, quedase algún individuo de linaje "limpio", que no se hubiera derivado de la fusión de setitas y cainitas, de
"cromagnones" y "neanderthales"...

A partir de aquí, va a comenzar a desatarse una lucha sorda entre unas naciones y otras, entre unos continentes y otros, tratando todos
los pueblos de atribuirse unos orígenes más nobles que los otros, y aun dentro de los pueblos, configurándose unas castas o linajes que
a su vez pretendían diferenciarse de las clases "inferiores", populares, sobre la base de reivindicar su condición de descendientes
directos del elegido Set.

Aquí nace la obsesión por la genealogía y por los linajes que tanto ha caracterizado a la sociedad española de todos los tiempos. Había

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que demostrar a toda costa que se descendía de un linaje "limpio". Que la sangre de Caín no había "contaminado" en lo más mínimo la
impecable trayectoria de las familias y de los apellidos más preclaros.

Aquí, también, el origen de los blasones y de los escudos. De esos blasones y escudos que inundan la arquitectura de todo el norte de
España, y de forma muy particular la de las comarcas del occidente de Cantabria. Hasta las casas más modestas ostentan su escudo,
léase su título público de nobleza, de limpieza de sangre y de origen. Porque se podía ser pobre, pero la pobreza no estaba reñida con
la hidalguía. Se podía ser pobre, pero limpio de sangre..., con honra.

La honra, otro concepto fundamental y españolísimo. Porque la honra sólo podía fundamentarse en la virtud, aquella misma virtud que
había distinguido y caracterizado un día a los "hijos de los dioses", a los hijos de Set.

¿Cómo una persona no virtuosa y de vida licenciosa podía ser descendiente del hijo predilecto de Adán?

Lo lógico, lo inevitable, es que por sus venas corriera la sangre maldita de Caín.

De ahí el que el lema de la sociedad española, seguramente que a lo largo de toda nuestra historia, haya sido el de "pobres pero
honrados", pobres "pero limpios", con honra, con un linaje esclarecido. La pobreza no era una vergüenza. La deshonra, sí. Y la peor de
todas.

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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


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Capítulo V. LA ACRÓPOLIS DE ATENAS.

Pocos textos tan conocidos y tan estudiados como aquél en el que Platón describe la naturaleza de la primitiva Atlántida y de sus
habitantes. Pocos autores, empero, han reparado en la enorme importancia de la narración platónica que en el mismo "Diálogo" -el
Critias- y sirviendo de preámbulo a la descripción de la Atlántida, nos refiere con todo tipo de pormenores las características de la
primitiva Acrópolis de Atenas. Características que, como vamos a conocer en seguida, no guardan la más leve relación con la Acrópolis
que conociera Platón, obligándole al filósofo griego a efectuar verdaderas "acrobacias" intelectuales para tratar de demostrar que el
causante de tan formidable mudanza... había sido un devastador diluvio.

Seguramente que un diluvio es capaz de muchas cosas, pero no de convertir una elevada sierra... en una modestísima colina como es la
que acoge hoya la Acrópolis ateniense. De la narración de Platón, se deduce que la región del Ática era en otro tiempo una cadena de
montañas y altas colinas rodeadas de fértiles valles... Compárese con la realidad física del Ática actual y se comprenderá en seguida
que ni todos los diluvios y cataclismos unidos, podrían haber convertido aquella paradisíaca cordillera a la que se refiere Platón, en el
insípido montículo, ocupado por la actual Atenas.

¿Dónde se encuentra, pues, el origen de semejante equívoco?

Para comprender el disculpable error en que incurre Platón, hay que partir del principio de que el relato que él hace de la Acrópolis de
Atenas, no se había gestado en Grecia, sino que, por el contrario, bebía en las tradiciones egipcias. Eran los egipcios, en efecto, los
que conservaban el recuerdo de aquella Acrópolis primigenia, ubicada en un país del que los propios egipcios descendían a su vez. Y de
ahí que conservasen tan fiel memoria de ella.

Egipcios y griegos, distanciados de su cuna común, perderían -los primeros sólo parcialmente- la conciencia de ser originarios de un
remoto país occidental. De ahí el que cuando los griegos escuchan de los labios de los sacerdotes egipcios el relato del que se hace eco
Platón, no duden ni un momento en interpretar que esas preciosas y remotísimas noticias, aluden de forma expresa a la Grecia
mediterránea. ¿Qué griego de aquella época -y no digamos de la presente- hubiera podido concebir que su venerada Acrópolis fuera
una modestísima réplica de la Acrópolis primitiva, ubicada encima en un país "bárbaro", extranjero?

He dicho que los egipcios conservaban alguna conciencia de ser originarios de un país occidental, y buena prueba de ello el que a su
dios Os iris le conocieran como el "Señor de Occidente". De todos modos, y a mayor abundamiento, por un papiro del reinado del faraón
Sent de la II dinastía, se ha podido saber que por aquella época organizaron los egipcios una expedición a Occidente, cuyo fin era
precisamente el de llegar a localizar los restos del país de la Atlántida.

¿Por qué tanto interés por la Atlántida, por parte de un pueblo africano como el egipcio? Pues precisamente porque habían conservado
clara memoria de ser originarios de aquella isla, constándoles incluso que su alejamiento de ella se había producido hacía 3.500 años.

¿Alguien concibe que en la actual Acrópolis de Atenas hubieran podido vivir veinte mil personas, con sus respectivas familias, casas,
jardines, templos y gimnasios? El mero planteamiento de semejante hipótesis ya resulta descabellado por sí mismo. A duras penas la
actual Acrópolis podría acoger a cincuenta familias en las condiciones referidas:
"La Acrópolis (...) estaba cubierta de tierra por todas partes, a excepción de algunos sitios, y la meseta que la coronaba
estaba perfectamente unida. En sus laderas habíanse establecido los artesanos y aquellos de los labradores cuyos campos
estaban en las inmediaciones. La clase de los guerreros residía sola en la parte superior, todo en torno a los santuarios de
Atenea y de Hefaistos, tras haber aislado su recinto mediante una única cerca, tal cual el jardín de una sola familia. Hacia el
norte habían construido sus casas que les eran comunes, con salas en las cuales, durante el invierno, comían todos juntos. (...)

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Alejados tanto del fausto como de la pobreza, sus moradas eran gratamente amables, y en ellas envejecían, así como sus hijos
y nietos, pues se las transmitían sucesivamente unos a otros, de modo semejante a como ellos las habían recibido. Durante el
verano, dejaban sus jardines, sus gimnasios y sus refectorios, todo lo cual ocupaba entonces la parte sur de la Acrópolis. Y en
el sitio que hoy se encuentra la ciudadela, había una fuente que los temblores de tierra hicieron desaparecer, no dejando sino
algunos hilos de agua aquí y allá, pero que entonces suministraba agua abundante y salutífera, tanto en invierno como en
verano. Así vivían aquellos defensores de sus ciudadanos y jefes, libremente aceptados por los demás griegos. En cuanto a su
número, ponían el mayor cuidado posible en tener siempre a su disposición la misma cantidad de hombres y mujeres capaces
de empuñar las armas, o llevándolas ya; es decir, unos veinte mil".

"Tales eran aquellos hombres y así gobernaban continuamente, con justicia, su ciudad y la Grecia entera. Hombres admirados
por Europa y Asia a causa de la hermosura de sus cuerpos y de las virtudes de sus almas, por lo que eran, sin disputa, los
mejores y más afamados de su época".
€
Hasta aquí el relato de Platón, relato en el que el filósofo griego, sin ser consciente de ello, nos está ofreciendo una inapreciable
relación de pormenores y de datos, referidos a los primitivos moradores del Paraíso, a cuyo abrigo vivían los cainitas, consagrados
fundamentalmente a la agricultura y al comercio... y ancestralmente sometidos a la fuerza de las armas y a la superioridad física y
moral de la clase, entre sacerdotal y guerrera, que moraba en la cumbre de la vecina Acrópolis... o cumbre del Edén.

No se precisa de mucha imaginación para comprender que los virtuosos descendientes de Set -léase los atenienses-, podían llevar la
existencia que llevaban, merced a los tributos que imponían a todos esos pueblos del valle a los que tenían sometidos: los libertinos -y
sufridos cainitas.

La historia tiene siempre una doble lectura, y una ciudad de veinte a treinta mil habitantes consagrados al estudio, a la oración y a la
guerra, presupone una población de muchos miles de personas más que cultive la tierra, que cuide el ganado y que se consagre a las
labores artesanales. Quizás ahora estemos en condiciones de comprender mejor, por qué los "atlantes" -las gentes del valle, que vivían
a orillas del mar-, acabaron rebelándose contra los atenienses, contra los setitas, y emprendieron una desigual guerra contra ellos en la
que la cantidad de los cainitas, difícilmente podía compensar la calidad de sus adversarios. Los atlantes, a merced de sus enemigos que
dominaban la situación desde lo alto, tenían siempre todas las de perder.

Sin embargo, un terremoto y un diluvio aunados, iban a rubricar este antagonismo, acabando para siempre con un mundo cuya
antigüedad debía medirse, sin duda, por centenares de miles de años. Toda la cumbre de la Acrópolis se desplomó, pereciendo,
presumiblemente, todos sus moradores. De ahí que los sacerdotes egipcios le refieran a Solón que los griegos no conservaban el
recuerdo de todos estos hechos, por haber perecido prácticamente todos en aquella catástrofe.
€
No así los egipcios, pueblos del llano, pueblos ribereños que aunque diezmados... lograron ponerse a salvo de la inundación que anegó
y sumergió durante algún tiempo su país.

La palabra vasca "ergoyen", acrópolis, da fe de cuanto acabamos de referir. De "ergoyen" se ha derivado "argayo": desplome,
derrumbamiento, desprendimiento de tierras.
En relación con el desplome, con el hundimiento o desmoronamiento de la cumbre o "acrópolis" del Paraíso, poseemos varios
testimonios preciosos recogidos por el Doctor Martín Carrillo, abad de Montearagón, en sus "Memorias cronológicas". Dice lo siguiente,
referido obviamente al mundo primigenio:
"Después del Diluvio, el mundo se dividió en cuatro monarquías: Assirios, Persas, Griegos y Romanos, las cuales fueron deshechas por
una piedra que cayó del monte".

y añade:
"El profeta Daniel refiere que cayó del monte una piedra no cortada por mano de nadie, hirió la estatua y la convirtió en polvo,
esparciéndola por todo el mundo".

Más claro no se puede aludir a la causa que originó el abandono por el hombre de su mundo primigenio, viéndose forzado, a partir de
ese momento, a diseminarse por un mundo extraño que hasta ese momento había desdeñado. Lo que quiere decir que, tal y como
venimos afirmando desde el principio de estas páginas, asirios, persas, griegos y romanos, al igual que hebreos, atlantes o egipcios,

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eran pueblos dotados de plena personalidad, ya en el ámbito del mundo originario, habiéndose "proyectado" más tarde, a gran escala,
en las distintas regiones que circundan el mar Mediterráneo.

En lo que parece una clara alusión los "hijos de los hombres" o "cainitas", a los pobladores de las tierras bajas del Paraíso, insiste el
Doctor Carrillo:
€€€€€€€€€ "Caín dice alguien le cayó la casa encima, por no poder sufrir tan ruin huésped"

No existiendo todavía las casas por aquellas calendas, no resulta muy difícil deducir que fue la montaña junto a la que moraban, la que
se les vino encima a los descendientes de Caín.

Entre las impresionantes ilustraciones de los Beatos de Liébana (siglo VIII), llama particularísimamente nuestra atención una de ellas en
la que se observa cómo la cumbre de una montaña, seccionada como por un cuchillo, se desploma sobre los habitantes del valle vecino,
provocando la consiguiente mortandad.

Pues bien, en la propia Liébana, existe la tradición arraigadísima de que un monte contiguo al río Deva se desplomó al paso de los
"moros", enterrando a buena parte de su ejército. Semejante tradición, que indudablemente data de épocas muy anteriores a la
llegada de los árabes a la Península Ibérica, resulta curiosamente afín a las revelaciones de los sacerdotes egipcios a Salón, al
informarle de que "temblores de tierra espantosos habían tragado a cuantos guerreros había entre los atenienses".
€
En su "Población General de España", Rodriga Méndez Silva dice de la antigua provincia de Liébana:
€€€€€€€€€ "Su primer origen es muy antiguo. No consta que los moros la ocupasen, por inexpugnable, conservándose los habitantes sin
mezcla de tan mala semilla".

Cuando Méndez Silva escribe estas palabras, la herida de la ocupación árabe estaba todavía abierta. La alusión, sin embargo, a la "mala
semilla", está inspirada en resquemores mucho más añejos y parte de la tradicional identificación de los africanos con los
descendientes de Caín, con la "canalla" de los cainitas.
€
Ignoro cuántos montes debe haber en el planeta que se hayan venido literalmente abajo, que hayan "argayado" prácticamente enteros.
Seguramente que deben de ser muy pocos. En Liébana existe uno de ellos. La Sierra de Peña Sagra (2.040 mts.) -el antiguo monte Labiá
o Libia.- se desplomó íntegra, basculando hacia su vertiente oriental y provocando una verdadera hecatombe que puede constatarse
todavía, recorriendo las cumbres y las laderas de este extenso macizo, literalmente sembrado de inmensos bloques de piedra que
rodaron un día por ellas.

La destrucción del Paraíso, ha quedado reflejada, asimismo, en el episodio bíblico que refiere los pormenores del hundimiento de la
"torre" de Babel, origen, no se olvide, de la disgregación y diferenciación de las diversas familias humanas que configuraban el mundo
primigenio. La confusión de las lenguas no fue previa, sino posterior a la destrucción de Babel, derivada precisamente de la dispersión
de los pobladores del Paraíso.

Que Babel estuvo situada en la cumbre de una montaña, y no en un llano como ingenuamente se ha venido pretendiendo, lo confirma,
entre otras cosas, uno de los antiguos nombres de este supuesto zigurat del Babilonia: Penafum. ¿A quién se le ocurre que el hombre de
la Prehistoria podía ser tan insensato como para pretender alcanzar el cielo desde una llanura? Lo lógico es que para consumar tal
intento, eligiese el punto más elevado de la montaña más alta que tuviera a su alcance. Así parece haberlo hecho, en efecto,
habiéndose visto abortado su empeño por causa del desmoronamiento del macizo montañoso escogido para tal propósito. Téngase en
cuenta, a este respecto, que "Babel", que significa muerte y destrucción, fue nombre otorgado "a posteriori" a ese enigmático monte
"Penafum", calcado en el soberbio castillo roquero de Peñafiel y en la antigua e importantísima población cántabra de Peña flor, citada
en toda la cartografía antigua, y hoy desaparecida.

Un descalabro similar al de Babel -el mismo con nombres distintos- tuvo por escenario al monte Pamaso. Nos lo refiere el Padre Sota,
traduciendo al griego Pausanias e interpretando, como él, que el relato que sigue hacía alusión a la Grecia mediterránea y a los
actuales galos o franceses, siendo así que las noticias recogidas por Pausanias, perpetúan el recuerdo del hundimiento de la Acrópolis o
Paraíso, coincidiendo con el momento en que se dirimía la guerra entre atlantes y atenienses documentada por Platón. Nótese que en
el texto de Pausanias, como en el de Platon, se atribuye la derrota de los Galos a un terremoto y un diluvio aunados. Las mismas

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circunstancias que iban a provocar el aniquilamiento de los atlantes, en ocasión de su levantamiento contra sus sojuzgadores los
atenienses o "Galos" y "Atlantes" son epítetos distintos de un mismo pueblo. Precisamente en recuerdo de Atala (Atlante), los hunos o
húngaros llamaron Atila al más importante de sus reyes. "Hungría" es nombre afín a "Hungaria" o "Hungalia", y buena prueba de ello el
nombre de la antigua Galizia, extensa región del centro de Europa compartida por Polonia, Hungría y Checoslovaquia.

No son solamente los nombres geográficos del mundo primigenio los que se han extrapolado. También los principales acontecimientos
de aquel mundo, se han acabado relacionando con el mundo posterior, con el mundo antiguo. Pero leamos al Padre Sota:
"No por esto se enmendó Brenno, porque con el resto de su Ejército se fue a Delfos con intento de profanar el Templo del Dios
Apollo, y robar todas sus riquezas, en cuya invasión sucedieron horribles prodigios: tembló la tierra muchas veces en sola la
parte donde estaban los Galos y hubo espantosos truenos, relámpagos y rayos que mataron a muchos dellos y a los demás
dejaban aturdidos. Y viéndolos así los Etholos les acometieron, y mataron muchísimos; además desto cayó en su campo
infinidad de granizo y piedra y el Monte Parnaso se desgajó súbitamente sobre ellos".
€
El mismo Monte Parnaso que enterró a los "moros" en Liébana, a los "galos" o "atlantes". Y que los dispersó por el mundo:

Hungalia = Hungría
Burgalia = Bulgaria
Mongalia = Mongolia
Bengala (India)
Angala = Angola
Portugalia = Portugal
Cornugalia = Cornualles
Westgalia = Westfalia
Ingalaterra = Inglaterra
Gales
Galia = Francia
Galicia
Galizia (Europa Central)
Galacia (Asia Menor)
Galilea
Galaad (antiguo país de Palestina)
€
Añádase a todos estos países el nombre de Grecia, derivado precisamente de Galacia, primero y de Garacia o Gracia, después. Con
razón a los gallegos españoles se les denominaba "galogriegos". Con razón Galicia está inundada de toponimia griega. Con razón, en fin,
se pretende que Galicia fue colonizada por griegos, según unos, y por galos, según otros. Las dos filiaciones son idénticas, desde el
momento en que galos y griegos son el mismo pueblo. Pero un pueblo que nunca tuvo que trasponer los Pirineos o cruzar el
Mediterráneo para lleva a Galicia. Un pueblo que tenía muchísimo que ver con cierta comarca española denominada "Gala", "Galarcia" o
"Biz Gallia". De donde Bizcaya...
€€€€€€€€€ "cayó del monte una piedra hirió la estatua y la convirtió en polvo, esparciéndola por todo el mundo"

La misma "piedra" que destruiría -destruyó- a Babilonia, por otro nombre "Roma", al decir del libro del Apocalipsis:
€€€€€€€€€ "Un ángel vigoroso tomó una piedra, una piedra de molino inmensa, y la arrojó al mar, diciendo: Así, con igual violencia, será
arrojada Babilonia, la gran ciudad, y no se encontrará nunca jamás"

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RIBERO MENESES PRINCIPAL Jorge Mª Ribero-Meneses

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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


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Capítulo VI . LIBIOS, LIGURES Y CELTAS

Uno de los autores que, a mi juicio, ha estado más cerca de desvelar por completo el enigma de la Atlántida -y excluyo, por supuesto,
a Pellicer-, ha sido el español Evaristo Correa Calderón.

Correa Calderón habla, con muy buen sentido, de los megalitos, palafitos, castros, vaso campaniforme y pintura rupestre, como del
"ámbito cultural atlántico", reseñando la existencia de cinco mil ochocientos castros en Galicia. Cita a José Verea y Aguiar, autor de la
"Historia de Galicia":

"Todo está inclinando la imaginación a buscar el origen de los celtas en esa desaparecida Atlántida"
y se pregunta a continuación:

''¿Podría pensarse que los celtas (...) fuesen los descendientes de los Atlantes?"

La única respuesta cabal que cabe otorgar a este interrogante planteado por Correa Calderón en su "Teoría de la Atlántida", es la de
que, efectivamente, no sólo podría sino que debe pensarse que los celtas, como los "cimbrios" citados por Estrabón (Cantabria =
"Cambria"), son pueblos desperdigados por causa de la hecatombe que destruyó la primitiva civilización del norte de la Península
Ibérica.

¿Dónde tiene su origen el gentilicio "celta"? Tengamos aquí un caso muy parecido al del pueblo hebreo, el único del planeta, junto con
el celta, del que no puede predicarse un topónimo, un nombre geográfico que haya servido para acuñar su nombre.

Celtas y hebreos fueron pueblos nacidos en el ámbito del río Ebro. En la cordillera de Peña Labra, en las fuentes mismas de este río,
nos encontramos con un monte importante llamado "Peña Cildá", reproducido en la sierra gemela de Peña Sagra en el desaparecido
pueblo de Cilda.

La etimología de "Cilda", como la de "Celta", no es otra que Diosa Celo Cil, la misma que ha dado nombre, en todo el norte de España, a
los cientos de poblaciones y de lugares conocidos con nombres tales como Celis, Cilla, Cela, Celada, Celorio, Celaya, Celas, Celanova,
Cellers, Cellera, Cella, Cillorigo, Cellorigo...

El propio nombre de "Castilla" se encuentra estrechísimamente relacionado con esta misma Diosa Cilla, epónima de los celtas. De ahí
que en la cuna burgalesa de Castilla, a orillas precisamente del río Ebro, aparezca una importante y antiquísima comarca denominada
precisamente Cilla, origen de los nombres de "Cilla Perlata" y de "Tartalés de Cilla".

¿Fueron fundadas por los celtas todas estas poblaciones? Sin la menor duda, pero por los celtas que jamás habían abandonado la
Península Ibérica y a los que no hicieron sino sumarse los que más tarde volvieron procedentes de los países del norte de Europa.

Cuando a España se la ha conocido en la antigüedad con el nombre de "Celtiberia", es por algo, y lo mismo cabe decir del hecho de que
"celtíberos" fuera sinónimo de aragoneses, pueblos asentados, precisamente, en torno al río Ebro.

A los pueblos ribereños del Ebro se les llamó "Celtíberos". Pero antes se les había llamado "Celtúbales" o "Cetúbales" y aquí radica la
clave de la cuestión, porque Celtiberia y Setubalia, dos antiguas denominaciones de España, son exactamente el mismo nombre,
deformado por la misma mudanza de la radical "Celt-" en "Set-" que ha hecho que al hijo predilecto de Adán se le conozca hoy con el
nombre de Seth, cuando su primitivo nombre fue el de Zelto, Celto o Ceto.

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Celto y Ceto son dos personajes de la mitología griega tras los que se oculta el recuerdo de una divinidad acuática (de ahí el nombre de
los mamíferos marinos o cetáceos) madre de las Grayas o Gorgonas, léase de las Hespérides que moraban en Hesperia y custodiaban las
manzanas del Jardín del Paraíso.

De donde resulta que esos descendientes de Set que vivían en las cumbres del Paraíso y a los que posteriormente se conocería con el
nombre de "setitas", no son otros que los mismísimos Celtas o Cetas, inquilinos como las, Hespérides de las cumbres del Edén y
supuestos descendientes como ellas (y los cetáceos...) de la diosa Afrodita "Cel"... o "Celda".

Se han acercado bastante al esclarecimiento de este asunto, quienes han relacionado el gentilicio "celta" con el vasco "zelai", pradera.
Sólo les ha faltado una cosa: saber que jamás un gentilicio o un nombre geográfico importante -sobremanera si se trata de un país- se
ha derivado de una simple palabra, sea ésta de la lengua que sea. Todos los nombres de países son nombres de divinidades de la
antigüedad. O, para ser más exactos, son nombres distintos, epítetos de una misma divinidad: la "Diosa Blanca" de Robert Graves, la
supuesta madre de la Humanidad: lo, Cilla, Breta, Francia, Gala, Palas, Grecia, Vindia, India, Venus, Persia, China, Libia, Europa...

Sencillamente genial la intuición de Robert Graves al resumir todos los miles de epítetos de Venus Afrodita en torno a un solo nombre,
el de la "Diosa Blanca".
€
"Casi es seguro que Europa fue colonizada desde nuestra Península".
Afirmaba, no sin una cierta timidez, Francisco Jorda en "La España de los tiempos paleolíticos".

¿Solamente Europa?

Más de un autor se ha interrogado perplejo sobre el porqué de que el sol helicoidal, la estela ibérica por antonomasia, aparezca en
Méjico, en Bolivia, en Creta, Grecia, Mesopotamia, China, Sumeria, Tibet o Egipto.

¿Casualidad?

Puestos a cargar sobre las anchas y sufridas espaldas de la "casualidad", todo cuanto no entendemos o no nos conviene entender, no
faltará quien atribuya a ésta el hecho de que la más pura y genuina topo nimia ligur del planeta -tal y como sucede con la celta-
aparezca precisamente en el norte de España y de modo muy especial -una vez más- en las fuentes del Ebro.

Aunque no tanto como los atlantes y los celtas, también los célebres ligures han hecho correr no pocos ríos de tinta en los últimos
decenios. Y buena parte de la responsabilidad de ello la tiene Hesíodo, quien en su Teogonía asegura que los ligures son los pueblos
más antiguos de Occidente.
€
"Sierra Ligoria", "Pico Liguardi" o "Ligüerzana" son algunas de las reliquias ligures que se conservan en la toponimia del escueto ámbito
de la sierra de Peña Labra. Más tarde encontraremos a los ligures poblando amplias zonas de Galicia con el nombre de "ligores": lo
documenta Andrés de Poça en su obra "De la antigua lengua, poblaciones y comarcas de las Españas", publicada en Bilbao el año 1587.

El enigma de los ligures deja de ser tal cuando descubrimos que su nombre no es sino una mera variante del nombre de los libios o
"libores", pobladores originariamente de aquel monte Lebiá o Libia en el que a decir de determinadas fuentes hebreas estuviera
enclavado el Paraíso Terrenal.
€
Monte "Lebiá" que estaba situado en Occidente, lo que demuestra hasta qué punto fue certero Hesíodo al considerar a los ligures como
los "decanos" de todos los pueblos de Occidente.
€
Ptolomeo reconoce la existencia de "una Libia propiamente dicha y de otra Libia mayor". ¿Cómo dudar de que esa primera versión
reducida de Libia estuvo situada en España, cuando sabemos por Máximo de Tiro que "Libia era la tierra de los espéridos"?

Lo que quiere decir que Libia y Hesperia (España) eran la misma cosa. Y, por ende, el "país de los Hiperbóreos", que estaba en
Hesperia. Y, exactamente lo mismo, el "país de las Amazonas", que estaba junto a los anteriores. Y, otro tanto, la cuna de los Escitas,

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compartida con Libios y Amazonas... y con todos los pueblos de la antigüedad, como demostraremos en su momento. Y, en fin, y para
no resultar exhaustivos, el propio solar de los Atlantes, cuyo mítico monte Atlas, que estaba horadado, se encontraba en Hesperia,
léase en la Península Ibérica o Espérida...

Por algo existió, junto a la Sierra de la Demanda, la antiquísima ciudad de Libia. Por algo toda Cataluña fue conocida con el nombre de
Libia, mudado en Julia Líbica por los romanos...

Sabemos por Eratóstenes de Cirene (s. III a. C.) que a España se la conoció con el nombre de Ligustike. Y volvemos a lo mismo. Nadie
sabe cuál era la cuna de los hebreos, a pesar de que el "Ebro" es el río más importante, al tiempo que el que da nombre a la Península
Ibérica. Nadie se atreve a señalar cuál es el país originario de los celtas, a pesar de que España es el único país del planeta que ha
llevado su nombre por partida doble:"Celtiberia" y "Celtubalia". Nombres del Ebro de donde se derivó "Salduba", antiguo nombre de
Zaragoza ("'Saldubalia"). Nadie osa identificar el solar de los ligures, pero España es el único país que ha llevado su nombre: "Ligustike".
O lo que es lo mismo, Libia o Libustike.

Relacionado con Libia y con ese monte Lebiá al que acabamos de referimos y en el que estuviera ubicado el Paraíso, dice San Epifanio:

"Después del Diluvio, habiendo descansado el Arca de Noé en el monte llamado Lubar, allí fue la primera habitación de los hombres
después del Diluvio. Allí el profeta Noé plantó la Viña y fue morador de aquel sitio".

Por supuesto, ni rastro en Palestina, en Mesopotamia o Armenia de ese tal "Monte Lubar"..., macizo cuyo verdadero nombre no fue otro
que Olubar y que es exactamente el mismo macizo montañoso -el Paraíso- en el que la diosa Azinai o Atenea plantase su mítico olivo.
Ya tuvimos ocasión de conocer en "La España olvidada" lo que se oculta tras esta enigmática referencia mitológica a la plantación de un
olivo en la cumbre de la primitiva Acrópolis de Atenas...

El "olivo" de Atenea y la "viña" de Noé son exactamente el mismo símbolo, relacionado precisamente con el alumbramiento de la vida,
en la cumbre de la primera morada de los humanos.

Bueno será recordar aquí que a Noé se le conoció, entre otros infinitos nombres, con el de Olibana, claramente relacionado tanto con
el olivo de Atenea como con ese monte Olybar o Lubar en el que supuestamente desembarcara. Aún más. Noé fundó una población en
ese mismo monte... y la bautizó precisamente con su propio nombre: Olibana; población que efectivamente ha existido -y existe- en
torno a determinado macizo montañoso del norte de España...

Pero el asunto llega más lejos, porque resulta que el verdadero y primitivo nombre de ese árbol españolísimo que algunos, frisando el
despropósito, pretenden fuera introducido en nuestro país por griegos y romanos, no fue "olivo" sino olimbo, siendo precisamente de
este nombre del que habría de derivarse tanto el nombre del Limbo (lugar puro e ideal), como el de ese monte Olimpo en el que los
dioses tuvieran su morada... y en el que la divina Azinai plantase su mítico y crucial "olimbo". Y de ahí, precisamente, el que los
españoles conozcamos a su delicioso fruto con los nombres indistintos de "oliva" (de "olimba") y de "aceituna" (del nombre de su
creadora, la diosa Azizena o Azenai.

San Epifanio sitúa el Monte Lubar (que tanto nos recuerda a la comarca soriana de Lubia) en los "Montes de Armenia", topónimo cuya
filiación ibérica -que demostraremos en una obra posterior-, aparece refrendada por el hecho de haber sido "Armenia" una de las
antiguas denominaciones de la Sierra de la Tesla, en las tierras altas del Ebro...

También junto al Ebro, y en este caso en sus fuentes mismas, se encuentra la comarca de Liébana o Libania (originariamente
"Olibania"), literalmente sembrada de topónimos de nítido cuño libio (Lebanes, Lubayo, Libia, Labiá, Lebeña, Liébenes, Lebanza,
Lebanes...). El dato es importante y revelador, no sólo pensando en ese monte Lubar al que se refiere San Epifanio, sino considerando
que a tenor de lo que aseguran antiguas fuentes hebreas, el Paraíso Terrenal estuvo situado en ese monte Lebiá al que reiteradamente
venimos refiriéndonos. Monte cuya identificación pasa -como en todos los casos semejantes- por el propio esclarecimiento de su
etimología. De las formas previas de las que este nombre se ha derivado.

La referencia al monte "Lebiá" es extraordinariamente importante, cuando sabemos por Tácito que los judíos moraron originariamente
en la "finitima" Lebia. Que no Libia. Y hago esta salvedad porque antes de conocerse a África con el nombre genérico de "Libia", tanto

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Europa como España fueron denominadas de esta misma guisa. Bueno, "fueron" y son, desde el momento en que "Libia" y "Europa" son
nombres gemelos derivados de una raíz común "finitima Lebia" no significa otra cosa que "Lebia occidental", la Libia situada en el
extremo de la Tierra. Precisamente el mismo significado -occidente- que tiene el nombre de Europa. Significado que conserva la
palabra hebrea "ereb", tan afín al nombre de "Europa".

El "Erebo" aparece relacionado en el Sanchoniazón fenicio con el principio mismo del mundo, con esa génesis de la vida que por haber
tenido por escenario a cierta región del occidente de Europa, iba a determinar la denominación de este continente... y del primogénito
de sus ríos: el Ebro. Y de ahí que al río Ebro se le haya denominado también "Erebo" o "Erbo", resultándose de ello que los hebreos,
como los iberos, no son otros que los pueblos de occidente. De donde se deduce lo disparatado que resulta localizar en Palestina la
cuna de los hebreos, o en la Iberia del Cáucaso, en Georgia, la de los españoles o iberos.

Con razón existían sectas judías como la de los esenios, que recordando su filiación occidental, situaban el emplazamiento del Paraíso
Terrenal en Occidente... "Esanos" es, por cierto, el nombre de una aldea situada en la falda del antiguo monte Labiá, hoy Sierra de
Peña Sagra. Junto a las fuentes mismas del Ebro...

Pocos españoles conocen el dato de que el río Ebro, que aflora precisamente junto a la comarca de Olea, se denominó en otro tiempo
río "Olea" u "Oleum"..., con lo que volvemos al ámbito semántico del monte "Olimpo" y del simbólico "olivo" que arraigase un día sobre
sus cumbres, así como a esa Libia u "Olibia" que, decíamos, comparte su etimología con los nombres de Europa, del Erebo, del Ebro, de
Alava, de Arabia, del Orbe, el Limbo o el Olimpo...:

A partir del esquema precedente, llegamos a comprender el porqué de que la cordillera de los Picos de Europa se yerga al occidente de
la antigua provincia cántabra de Liébana u Olibania, provincia en la que tiene sus fuentes el río Ebro o río Oleum. También se
comprende que los Picos de Europa miren a Liébana a través de los llamados "Puertos de Aliba", situados frente por frente de la Sierra
de Alba y del antiguo monte Labiá o Sierra de Peña Sagra.
€
Y por si todo ello fuera poco y para enriquecer todavía más este cúmulo de nombres geográficos afines, una de las cumbres de los Picos
de Europa se denomina "Canto Olimpó". Por lo mismo que Oliba fue una antiquísima ciudad situada al pie de la cordillera de Alba o
Labra.

Para quienes no conceden valor arqueológico a la toponimia y cuestionan abiertamente su ancianidad, el esquema precedente y su
apabullante refrendo en el ámbito del actual valle de Liébana, constituirá sin duda un serio motivo de reflexión. Y es que no se trata ya
de que Liébana se encuentre sembrada de topónimos vinculados a esta "familia" de nombres geográficos cruciales. Lo verdaderamente
impresionante es que en el seno de esta familia nos encontremos con los nombres de:

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Alba: cuna del pueblo romano y primitivo nombre de Roma, ciudad a la que también se conoció con el nombre de Urbe.
Arba: variante de "Alba", cuna del pueblo hebreo y primitivo nombre de Hebrón.
Orbe: una de las denominaciones del mundo.
Alaba: provincia vasca, en euskera "Araba". Araba o Arabia.
Amén de: Erebo, Ebro, Europa, Olimpo, Libia...
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Hebreos, árabes o libios eran los pueblos de Occidente. Un Occidente cuya devastación habría de obligarles a recrear un nuevo
"occidente" en las riberas de Asia y del norte de África. Y es que todo se pierde, menos la idiosincrasia y los nombres de los pueblos. De
ahí el que los hebreos, a pesar de vivir en Oriente, siguieran llamándose "occidentales". Exactamente igual que los europeos... o los
iberos que moraban en torno a las riberas del río Ebro, en el ámbito del primitivo monte Olimpo. O monte "Alamba". Algún día
hablaremos sobre el origen de este enigmático nombre, tan estrechamente relacionado con ese monte "Aliba" al que se identificase con
una de las dos columnas erigidas por Hércules...

No fue precisamente gratuito el denodado empeño mostrado por los árabes, por "recuperar" las tierras del Occidente pobladas un día
remoto por sus antepasados, por los primitivos y genuinos "libios" o "lebianos".

Un viajero francés del siglo XVII, Thevenot, publicó un mapa en el que relacionaba el Paraíso Terrenal con el país de los Lubianos,
sumándose así al criterio expresado por muchos doctores de la antigüedad en este sentido. Por otra parte, un geógrafo anónimo autor
de un tratado sobre los cuatro ríos del Paraíso, coloca el Jardín del Edén junto al país de las Amazonas, en el entorno de las riberas del
río Tanais. En Libia.

Por algo el de las Amazonas fue un pueblo libio, cuyo solar matriz se encontraba en el norte..., en Occidente... Exactamente la misma
ubicación que se les atribuye al Paraíso y a la Atlántida.

Curiosa la presencia en Occidente y en el norte de España, de ese valle de Lamazón que formando parte de la antigua provincia de
Libania, se extiende, hermosísimo, a los pies del monte Labiá o Sierra de Peña Sagra. Sierra presidida por el Pico Paraíso y en la que,
como ya demostramos en obras anteriores, se localiza el rastro intacto de los seis topónimos que la Biblia aporta como claves
fundamentales para la identificación del Paraíso.

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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


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Capítulo VII. Los Fenicios y la escritura Ibérica

Sobre la escritura y el lenguaje

El pueblo fenicio llegó a configurar uno de los principales imperios marítimos y comerciales de la antigüedad. Su importancia por lo que
a nuestras pesquisas se refiere, se cifra en el hecho de que fueran precisamente los fenicios quienes más frecuentaron los puertos de la
Península Ibérica, comerciando amplia y presumimos que ventajosamente con los primitivos españoles e "impregnándose"
convenientemente de las creencias, costumbres y tradiciones de éstos.

Los fenicios han sido, en este sentido, quienes junto con los griegos, mayor partido han sabido sacar del antiquísimo acervo cultural de
la Península Ibérica, habiendo adoptado como propia buena parte de nuestra mitología y habiéndose atribuido, por lo mismo, la
autoría de esa modalidad de escritura a la que universalmente se conoce como "alfabeto fenicio" y que no es, en rigor, sino una de las
distintas modalidades de escritura que desde tiempos remotísimos han existido entre los diferentes pueblos de Iberia.

Si los antiguos españoles hubiesen tenido la precaución de datar muchas de las inscripciones que hoy se conservan en nuestro país y que
vienen atribuyéndose a fenicios, griegos o romanos, las sorpresas que íbamos a llevamos habrían de ser sublimes. Y quien dice las
inscripciones, dice las esculturas, los enterramientos y todo tipo de vestigios arqueológicos. Vestigios que en muchísimos casos,
resultarían ser mucho más antiguos que la existencia mismade esos pueblos mediterráneos a los que vienen atribuyéndose.

Lo que nos recuerda lo sucedido con determinadas tumbas del yacimiento almeriense de Los Millares, tumbas cuya elaborada
ejecución había hecho que se diera por sentado que eran obra de egipcios, persas o fenicios, siendo así que un estudio más riguroso de
las mismas, acabó por demostrar que las tumbas en cuestión eran muy anteriores a sus supuestos "modelos" del Mediterráneo oriental.

Algo parecido a lo que ha sucedido, por ejemplo, con toda esa arquitectura megalítica que jalona la geografía del mundo antiguo y
entre cuyos impresionantes monumentos pétreos, han resultado ser los ibéricos los de mayor ancianidad.

Pero volvamos al tema, sugestivo donde los haya, del origen de la escritura y de la paternidad que a los fenicios se les reconoce sobre
la invención de ese alfabeto por el que nos regimos hoy todos los pueblos de Occidente. Curiosa paradoja que la modalidad de escritura
utilizada por la viejísima Europa, tenga su raíz en un alfabeto supuestamente ingeniado por un pueblo tan joven como el fenicio...,
establecido además en Oriente, en las riberas del Mediterráneo más distantes de Europa y de Occidente.

Se aducirá que los fenicios comerciaron intensamente con los pueblos del Mediterráneo occidental, pero ¿acaso no lo hicieron también
los griegos, sin que ello haya determinado el que el alfabeto heleno haya sido adoptado por ninguno de los pueblos de Occidente?

La complejidad y dificultad de datar las obras antiguas, sigue siendo -a pesar de los modernos y cada vez más sofisticados sistemas de
datación- el verdadero talón de Aquiles de la arqueología, al tiempo que la causa de que errores descomunales hayan llegado a
consagrarse como verdades incuestionables e inamovibles. Sospecho que no ha llegado el momento todavía en que los métodos de
datación cronológica utilizados por la arqueología, merezcan la credibilidad que hoy se les concede.

Cuando una persona se ha enfrentado con epigramas como los de la asturiana iglesia románica de San Vicente de Serrapio, en los que
los caracteres griegos y fenicios se funden y se confunden en una amalgama sorprendente, reuniendo palabras castellanas, griegas y
latinas, resulta difícil no llegar a la conclusión de que todas estas lenguas se han gestado en la propia Península Ibérica, siendo los
llamados alfabetos griego y fenicio meras ramificaciones de un tronco común, al que incuestionablemente se muestra más fiel la

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escritura griega que la "fenicia".

No se precisa de mucha perspicacia para deducir que la "b" fenicia se ha derivado de la beta griega. Y lo mismo cabría decir de la letra
delta y la "d". O la gamma y la "g". O la zeta y la "z", y así sucesivamente...

La pesquisa siguiente debería llevamos a interrogamos sobre la lengua en la que pueda tener su origen esta curiosa e importantísima
palabra ("garabos"), con la que en tiempos remotísimos se conoció a la escritura. ¿Cuál fue esa lengua?

Por sorprendente que pueda parecer, esa lengua es la castellana, la única que a nosotros nos conste en la que se conserva plenamente
vigente el término "garabato", referido a un tipo de signos o de escritura más o menos ininteligible. Y es que, para la inmensa mayoría
de los mortales y prácticamente hasta ayer mismo, cualquier modalidad posible de escritura no eran sino simples y elementales
"garabatos". No en vano, el conocimiento de la escritura quedaba circunscrito a un reducidísimo número de individuos -sacerdotes, por
lo común- que ponían sumo cuidado en evitar que la "plebe" pudiera compartir los enigmas del conocimiento que sus predecesores les
habían confiado, con la explícita recomendación de que los mantuvieran "fuera del alcance" del rebaño, de la "grey". Una forma como
otra cualquiera de mantener a la sociedad en la más supina de las ignorancias, impidiendo así que los individuos ajenos al estamento
sacerdotal dieran en pensar libremente, convirtiéndose al hacerlo en una seria amenaza para las ambiciones del clero.

En cuanto a las vocales, son idénticas. De los números hablaremos en una obra posterior.

Ya en 1984, cuando redacto mi primera obra sobre la génesis de la civilización, me pronuncio de forma inequívoca respecto al origen
ibérico de la escritura, otorgando el mismo origen al alfabeto y a la lengua griega y poniendo de relieve el hecho de que en el término
latino "scribere" aparezca nítido el marchamo que acredita la paternidad de esta crucial invención humana.

El hecho es, sin embargo, que si ibérico es el nombre latino de la escritura, no lo es menos el término con el que la lengua griega
designa a este concepto: "grafos". ¿Cuál es la etimología de esta palabra? ¿De dónde se ha derivado "grafos"?

Siempre que dos consonantes aparecen unidas, como sucede en el caso de la palabra "grafos", es porque se ha perdido una vocal
intermedia que hacía las funciones de vínculo entre ellas, vocal que, por lo común, no ha sido otra que la primogénita de todas ellas, la
"a". Antes de "grafos", pues, existió la palabra "garafos" y, antes que ésta y siendo la "f" una variante moderna de la "p" y de la "b",
vamos a desembocar en el término original- "garabos" del que se ha derivado esta palabra griega.

Hasta épocas muy próximas a nosotros, ninguna clase sacerdotal se ha mostrado dispuesta a divulgar y popularizar el conocimiento,
plenamente consciente de que es precisamente la del conocimiento la más sustantiva de las arterias de que se nutre el poder. El poder
digno de tal nombre y no aquel que algunos creen poder sustentar sobre pilares tan endebles y efímeros como el dominio político,
militar o económico. Las instituciones civiles miden su existencia por lustros, decenios o, como máximo, por siglos. La historia de las
religiones acostumbra a contarse por milenios...

Huelga decir que el monopolio del conocimiento, pasa necesariamente por el propio dominio exclusivo de la escritura. No es ninguna
casualidad que "escrito" y "secreto" sean en realidad la misma palabra, mudado simplemente el orden de sus dos primeras letras.

Tal vez así se comprenda el peculiar significado del término castellano "garabato". Y es que, a ojos de una sociedad que se reconocía
absolutamente incapaz de descifrarla, ¿que fue en definitiva la escritura en su origen, sino meros esbozos lineales o garabatos?

Garabatos que sin duda ejecutaban -grababan-, aquellos "garabantes" o "carabantes" que en calidad de sacerdotes vivían consagrados al
culto de la diosa Gala o Gálaba, uno de los más viejos epítetos de la "Madre de los dioses".

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La trascendencia de cuanto antecede se comenta por sí sola, ilustrándonos mejor que cualquier otro argumento, respecto a la
extraordinaria antigüedad de la lengua castellana. Lengua a la que la colonización sufrida por parte del latín, no ha restado un ápice de
su valor y de su indiscutible personalidad, en tanto que forma evolucionada de aquella remotísima lengua hablada por las gentes de los
valles altos del río Ebro. Idioma aquel cuyo más fiel reflejo, venturosamente conservado, es el actual "euskera", a la sazón una suerte
de forma fosilizada del habla primitiva de las gentes del norte de España.

La lengua vasca, en su forma actual, no es en modo alguno el primer lenguaje hablado por los españoles. Sin embargo, sería absurdo
dudar de que es el que más próximo se encuentra de él, habiendo conservado prácticamente intactas algunas de sus raíces
fundamentales. Raíces que resulta fácil reconocer y reconstruir mediante el concurso de las lenguas griega y castellana.

Las primeras hablas de los españoles, con las deformaciones y mutilaciones inevitables, quedaron fosilizadas en la lengua hablada por
las gentes que vivían en las regiones más septentrionales de la antigua Cantabria, país cuya delimitación geográfica no tenía
absolutamente nada que ver con la que hoy se le atribuye. Ello contribuiría, entre otras cosas, a consagrar el equívoco de que la raíz
de Cantabria, y por ende de España, se encontraba y se encuentra a orillas del Cantábrico.

Las cosas, sin embargo, están muy lejos de haber sucedido de esta guisa, resultando mucho más cierto que si bien las gentes del norte
de Cantabria, en el ámbito de la actual Euskadi, se obstinaron en mantener su lengua incorruptible a despecho de todas las leyes por
las que se rige la evolución del lenguaje, sus compatriotas de las tierras del sur y del occidente de Cantabria, posiblemente por haber
estado mucho más abiertos al contacto y a la fusión con otros pueblos, fueron modelando una lengua cuya principal obsesión, en
contraste con el euskera, parece haber sido la de mantenerse siempre acorde con cada momento histórico, no rechazando, por el
hecho de ser extraña, cualquier aportación foránea que pudiera enriquecerla. Muy especialmente en lo que se refiere a su vocabulario.

El mapa lingüístico de la España remota, quedaría definido, así, por una lengua -el euskera- que ha vivido al margen y a espaldas del
tiempo, confinada entre las montañas de Euskadi y por una segunda lengua cantábrica, hablada por las gentes que vivían en los valles
altos del Ebro, desde su nacimiento en Peña Labra hasta las tierras de los Berones o riojanos.

Pues bien, es a esta segunda lengua a la que cabe considerar como el precedente más directo del actual castellano, así como del
griego, del latín y de los restantes idiomas de la Península Ibérica y de su entorno inmediato. Y obvio es decir que, por razones de
proximidad geográfica ya pesar de los préstamos e influencias del latín (mucho menores de lo que se piensa), es el castellano la lengua
que se ha mantenido más fiel al vocabulario y a la estructura de aquel idioma hablado por los pobladores de las riberas del Ebro, en lo
que más tarde habría de ser la cuna misma de Castilla.

En este sentido, como en tantos otros, cabe considerar al río Ebro como el verdadero artífice de la difusión y de la dispersión de las
lenguas, lenguas que a través de sus aguas iban a llegar a configurar los diferentes idiomas hablados en el entorno del Mediterráneo.

Si el capricho de la peculiar orografía del norte de España no hubiese encauzado a las aguas del Ebro, contra toda lógica, hacia el
Mediterráneo, la historia de la Humanidad habría sido, en sus orígenes, sustancialmente distinta...

A partir de cuanto precede, mal podemos sorprendernos de que sea precisamente un término castellano el que aparece como único
precedente de la voz griega con la que se designa a un concepto tan crucial como la escritura. Por lo mismo, tampoco pueden
extrañamos las impresionantes afinidades que existen entre el griego y el castellano, así como el supuesto cuño heleno de buena parte

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de la toponimia de la Península Ibérica.

Y por lo que toca al latín, bien nítido se muestra el origen de una semejanza, que está muy lejos de explicarse, como se ha venido
haciendo hasta la fecha, por el hecho de que el castellano, como todas las mal llamadas lenguas "románicas", sea hijo del latín. ¿Cómo
justifican, quienes a despecho de toda lógica postulan tan pintoresca tesis, el
hecho de que la lengua hablada por los españoles, antes de producirse la invasión romana, fuera muy semejante al
latín, hasta el extremo de resultar familiar y perfectamente comprensible para las milicias romanas que perpetraron la conquista de la
Península Ibérica?

El gallego, el catalán, el francés, el castellano..., son lenguas previas a la conquista por Roma de todas estas regiones cruciales del
occidente europeo, resultando igualmente claro que era una lengua muy afín al castellano la que hablaban mayoritariamente los
españoles antes de la irrupción en nuestro suelo de las huestes de Roma. Y buena ocasión esta para traer a colación aquella frase de
Ennio, escrita en sus "Annales" nada menos que dos siglos antes de nuestra era, cuando España estaba muy lejos todavía de ser romana:

"Hispane non Romane memoreris loqui me"


''Acuérdate de que yo hablo Hispano, no Romano"
€

Luego existía una lengua lo suficientemente extendida por la Península Ibérica como para merecer el calificativo de lengua "española",
"hispana"...

Lengua que, desde luego, no era el euskera, desde el momento en que los autores latinos testimonian el carácter extraño y totalmente
incomprensible para ellos, de la lengua hablada por los cántabros, en contraste con el idioma hablado por el resto de los hispanos que,
por el contrario, sí les resultaba familiar y hasta parece que perfectamente comprensible.

Pocas cosas existen hacia las que el ser humano manifieste mayor apego que a su propia lengua, pudiendo presumirse que no sea ésta,
en modo alguno, una peculiaridad de nuestra época y resultando por tanto harto probable, que esa querencia por el idioma haya
acompañado siempre a la especie humana desde que puede conceptuarse como tal. Y es que a la postre, la lengua es -con la salvedad
de la vida- la única cosa de la que al hombre no se le puede privar.

¿Cómo justificar, a partir de aquí, esa opinión que el devenir de los siglos ha convertido en dogma y que hace derivar del latín las
lenguas de la mayor parte de los países del occidente europeo, un tanto como si Europa hubiera vivido antes de Roma, sumida en la
más recalcitrante barbarie e incapaz, por consiguiente, de configurar un conjunto de lenguas que pudieran oponerse al latín y frenar -y
hasta malograr- el avance de la lengua del Imperio?

Bien sabido es que la historia la escriben los vencedores, haciéndose particularmente veraz este axioma en el caso de esa supuesta y
jamás materializada colonización del occidente europeo por parte del latín. ¿Cómo hubiera podido conseguir un puñado de legiones -
integradas fundamentalmente por extranjeros- que en el decurso de tres siglos no quedara ni rastro de las hablas ancestrales de varios
países europeos, hablas que sometidas a las evoluciones y mudanzas de rigor, contaban con miles de años de antigüedad?

En qué cabeza humana cabe que las gentes de Andalucía, de Tartessos, renunciasen a una lengua que habían hablado a lo largo de seis
mil años, para aceptar sumisamente la que trataban de imponerles las legiones de Roma?

El mero planteamiento de semejante hipótesis resulta peregrino, sobre todo si tenemos en cuenta la enorme dificultad que entonces
entrañaba, no ya la penetración de una lengua en todos los rincones, por recónditos que fueran, de un país, sino la simple penetración
física de los portadores de dicha lengua. Que una cosa es conquistar y colonizar un país apenas habitado, y otra muy distinta acceder a
toda esa infinidad de pequeños reductos de población que existían -y siguen existiendo- en la Península Ibérica.
€
¿Acaso iban a ser capaces los romanos de conseguir en tres siglos lo que los godos en un período similar y los árabes en ocho siglos de
dominación, fueron absolutamente incapaces de lograr?

Otra cosa es que los romanos, como los germanos o los sarracenos, llegasen a introducir una serie de palabras en las hablas primigenias

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de iberos o galos. Pero poco más. Las gentes de las viejísimas tierras del occidente de Europa, particularmente en las zonas rurales en
donde se concentraba la inmensa mayoría de la población, siguieron hablando tras la llegada de los romanos, exactamente igual a
como lo hacían cuando Roma no había emprendido todavía su aventura imperial.

Para comprender cuál ha sido el comportamiento de las lenguas en el pasado, basta con verificar lo que está sucediendo actualmente,
en un momento en el que la Humanidad está conociendo y padeciendo la más arrolladora colonización lingüística de su historia. ¿Qué
pueblos, qué culturas son las que ceden al avance incontenible de la lengua inglesa, convertida por mor de la hegemonía de los Estados
Unidos, en la primera de las lenguas del planeta?

¿Es concebible que al igual que está sucediendo en no pocos países asiáticos y africanos, carentes de un profundo sustrato cultural, las
gentes de Italia, de Alemania, de Francia o de España -los pueblos más antiguos del planeta lleguen a abjurar de sus propios idiomas
para adoptar el inglés como principal o único cauce de expresión?

Sin duda, muchas palabras inglesas pasarán a engrosar los diccionarios de las lenguas europeas, de la misma manera que el inglés se
forjó en el pasado a expensas de éstas, pero de ahí a que las viejas hablas de Europa lleguen a sucumbir ante el asedio de un habla
foránea, llámese ésta "inglés", "latín"... o "chino", media un enorme, inabarcable
trecho...

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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


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Capítulo VIII . De los nombres de Cibeles

Sigamos hablando de aquellos remotísimos "carabantes" del norte de España, estrechamente vinculados a las más antiguas prácticas de
la escritura, al tiempo que antepasados de los "garamantes" libios y de aquellos sacerdotes o "coribantes" frigios que vivían consagrados
al culto de la diosa ibérica por antonomasia, la "Madre de los dioses" Cibeles.

Algún día caeremos en la cuenta los españoles, de que todas esas prodigiosas y bellísimas "Damas" ibéricas a las que se atribuye un
origen o una inspiración helénica, no son sino representaciones españolísimas de la Madre de los dioses, Cibeles, adorada por las gentes
de Iberia a lo largo de decenas de miles de años, bien es verdad que bajo advocaciones distintas, vinculadas o no a la misma raíz
filológica de la que se ha derivado el nombre de Cibeles. Uno de esos epítetos es Sevilla. O Sibila, como se prefiera.

Otra ciudad estrechísimamente relacionada con el nombre de la diosa Cibeles, es Ávila, originariamente Chabila, topónimo que se ha
conservado a pocos kilómetros de esta población, en el lugar de Robledo de Chabela. "Chabila" (de donde el castellano "chavala") fue
uno de los nombres de Eva, así como de una enigmática región del planeta en la que estuvo enclavado el Paraíso Terrenal y a la que se
refiere la Biblia con el nombre de Ávila o Evila.

Algo más al sur de Avila y de Chabela, nos topamos con otra población española emparentada muy de cerca con la Madre de los dioses.
Con Cibeles. Nos referimos a Madrid, topónimo al que se pretende otorgar una etimología árabe, cuando en realidad no es sino la
transcripción fidelísima de uno de los diferentes nombres de Cibeles: Matriz o Amatriz. De aquí el nombre de las ninfas arbóreas de la
mitología griega, las pintorescas Hamadríades.

Madrid y matriz son la misma palabra. Una palabra que en su origen sirvió para designar a la supuesta madre de todos los humanos, así
como a la Tierra, al Paraíso Terrenal en el que nuestra especie tuviera su primera morada, su cuna. La pervivencia del topónimo
"Madriz" constituye, de hecho, una de las claves principales para identificar el primer solar de los humanos, conocido indistintamente
con nombres tales como: "Madrices", "Lamadriz", "Madruédano", "Madrazo"...

No fue capricho de los madrileños el consagrar a la diosa Cibeles uno de los puntos neurálgicos de su urbe. Puede que resulte difícil o
imposible documentarlo, pero es harto probable que en el lugar en el que hoy se yergue la celebérrima fuente madrileña de "La
Cibeles", se alzara un día remoto un templo consagrado a esta misma divinidad, templo que posteriormente se transformaría en ermita
o santuario y que a la postre habría transmitido su nombre a las bellas praderas que antaño cubrían los actuales Paseos del Prado y de
Recoletos. Paseos que en lugar de enamorados, devotos, beatas y romeros, acogen hoya ringleras interminables de automóviles.

Tal es, en efecto, la secuencia seguida por nuestra civilización. Los hábitos se alteran y mudan permanentemente. Las tradiciones se
pierden. Las romerías y procesiones se convierten en desfiles de automóviles. El murmullo de la naturaleza se ve relegado por el fragor
del tráfico... y, sin embargo, nada consigue acabar con los nombres de los lugares en los que esos trasiegas y mudanzas se desarrollan.
¿Cuántos miles de años hará que Madrid se llama Madrid, o que la diosa Cibeles, con este nombre o con el de "Sevilla" o "Chabila", es
venerada en torno al nacimiento de la madrileñísima calle de Alcalá? Recuérdese que el arranque de la calle de Alcalá, a tiro de piedra
de "La Cibeles", es conocido, todavía hoy, con el nombre de Sevilla.

Cambian los hombres, pero no cambian los nombres. Todo lo más, se alteran levísimamente. Donde hoy decimos "Madrid", ayer dijeron
"Madriz", antes "Matriz" y, algo más atrás todavía, "Amatriz". Nada ha cambiado.

Alguien pretenderá que "Madrid" es nombre moderno y que el primitivo nombre de esta villa puede coincidir con el de la remota
"Mantua" registrada por Ptolomeo en torno a la actual capital de España. Sin embargo, resulta que Mantua o Amantia (de ahí "Amenti",

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el Paraíso o tierra originaria de los egipcios) no es sino otro de los epítetos de la Madre de los dioses.

Si poco ha cambiado el nombre de "Madrid", menos aún se ha alterado el de ciudades como "Zaragoza", inmutable desde hace milenios
por mucho que los romanos tratasen de imponer a esta ciudad el espúrio y coyuntural "Cesar Augusta". Si será remoto el nombre de
Zaragoza, que los antiguos germanos utilizaban el término " taragoza " para designar a sus ciudades. "Taragoza" era, pues, sinónimo de
"ciudad", para unos pueblos como los germanos cuyo parentesco con los maños o aragoneses va mucho más lejos de la mera semejanza
que existe entre ambos gentilicios. No se pierda de vista que si el río Iber o Ebro es el principal de los ríos que fluyen por Aragón,
también el río Iber o Rhin es el primero de los ríos de Alemania...

En la linde de la provincia de Zaragoza con la de Soria, en la fachada occidental del Moncayo, se encuentra un pueblo -Carabantes-
cuyo nombre nos devuelve al recuerdo de aquellos Carabantes o Coribantes que consagraban sus vidas a la celebración de los cultos
orgiásticos en honor de la Madre de los dioses. Una de las actividades a las que, sin duda, se dedicaban aquellos hombres, debía
consistir en la elaboración de loas, cantos e himnos consagrados a la diosa, así como a la redacción de textos sagrados más o menos
afines a los que, desde siempre, se han pergeñado en todos los recintos monásticos.

Tanto el uso de la escritura, como toda la actividad intelectual en su conjunto, fueron parcelas que estuvieron reservadas antaño a la
clase sacerdotal. Para la gente común, y por consiguiente iletrada, analfabeta, lo bien visto, lo varonil, era hacer la guerra, en tanto
que escribir o saber no dejaba de ser una forma como otra cualquiera de perder el tiempo, muy en consonancia, por otra parte, con el
carácter contemplativo de las personas que optaban por enclaustrarse en los cenobios.

Esta concepción de la actividad intelectual, ha tenido consecuencias funestas para el progreso de la ciencia y del conocimiento, y por
ende de la sociedad, aun cuando se haya revelado utilísima para la conservación de las más remotas tradiciones humanas.
Precisamente porque el carácter exacerbadamente conservador de aquellos primeros "hombres de letras", les hacía idóneos para las
labores de recopilación y transcripción de textos y testimonios antiguos, resultando absolutamente incapaces de acometer cualquier
empresa intelectual que conllevase la más mínima desviación o transgresión de los dictámenes o dogmas tenidos por sagrados e
incuestionables.

El hecho de pensar libremente entraña siempre un riesgo y ese riesgo, a lo largo de la Historia, ha sido tanto o más temido que el
mismísimo diablo. Lo que no ha sido óbice para que, de tiempo en tiempo, surgieran hombres lúcidos e independientes que dieran en
pensar libremente y cuya peripecia intelectual, convertida en heterodoxia, acababa conduciéndoles a una hoguera o, en el mejor de
los casos, a una de esas "recoletas" mazmorras de las que siempre estuvieron bien surtidos los recintos monásticos.

Una de las más trascendentales revoluciones de la historia de la Humanidad, se produjo en el momento en que las puertas de los
lugares de oración dieron en abrirse, para acoger en su interior a laicos ávidos de compartir con el clero el tesoro del conocimiento. Un
fenómeno de esta naturaleza, se produjo en el curso de la Edad Media, dando lugar a la creación de esos "Estudios Generales" o
Universidades que habrían de acabar casi totalmente desvinculados de las gentes de religión. De ahí, precisamente, una de las claves
principales del progreso que las ciencias humanas han experimentado en el curso de los últimos siglos, haciendo posible el que la
Humanidad haya avanzado más en doscientos o trescientos años de historia... que en los varios millones de años que la especie humana
acarrea ya sobre sus espaldas.

Sin embargo, existen poderosas razones que inducen a pensar que un proceso semejante a éste ya se había desarrollado en la Península
Ibérica en una antigüedad harto remota, previa por descontado a la colonización romana que conocimos hace una veintena de siglos.
Díganlo, si no, los testimonios de todos aquellos autores que se refieren al importante y selecto número de escritores y pensadores
griegos que visitaron las tierras de España e incluso estudiaron en ellas. Juan Antonio de Estrada, en su "Población General de España",
publicada en Madrid en 1748, menciona a este respecto los nombres de "algunos antiguos españoles ilustres u hombres ilustres que
estudiaron en España" y entre ellos, a: Orfeo, Hornero, Licurgo, Hesíodo, Hercio, Plinio, Apolonio, Mirliano, Arternidoro, Posidonio... Y
recuérdese que el propio Plinio, así como Juan de Mena siglos después, proclamarían la naturaleza hispana de Aristóteles, reivindicando
su nacimiento en la ciudad de Córdoba. El mismísimo Homero parece haber sido hijo de madre española...

Es indudable que todos estos autores, y otros muchos de los que no tenemos noticia, debieron visitar y conocer Andalucía, en un
momento en el que esta región conservaba aún una parte importante del riquísimo acervo heredado de la cultura tartéssica. Cultura
que por el hecho de beber a su vez en fuentes mucho más remotas, relacionadas en este caso con el norte de España, habría de

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permitir a determinados autores clásicos, el poder acceder al conocimiento de datos inapreciables relacionados con el mundo
primigenio. Tal sería el caso de Homero, del que se afirma haber escrito la "Iliada" a lo largo de su permanencia de la Península
Ibérica...

Andalucía conservaría todavía, a lo largo de la colonización romana, su preponderancia cultural en el contexto de las diferentes
regiones ibéricas, con clara ventaja, incluso, sobre la mayor parte de las restantes provincias del Imperio. Todo ello hasta que, a la
postre y coincidiendo con el crepúsculo del mundo romano, se consumara la total postración de nuestra cultura, floreciendo de nuevo
la vida rural y refugiándose otra vez el conocimiento cabe los muros de los recintos monacales. Muros de los que ya no habría de salir
hasta bastantes siglos después, haciendo posible, una vez más, el que a lo largo de ese período, la ciencia y la cultura retrocedieran
varias centurias, conociendo la sociedad occidental durante el mismo, uno de los momentos más oscuros de su historia. (Por mucho que
resulte extraordinariamente sugestivo y evocador para espíritus románticos y poetas. El amor que personalmente profeso hacia
nuestros monasterios medievales, a la salvación de varios de los cuales he consagrado una parte de mi vida, no me impide distinguir lo
que tuvieron de beneficioso y de pernicioso para una sociedad como la medieval que, en buena medida, les estuvo sometida. Y es que
no fue sólo el conocimiento lo que los monasterios medievales monopolizaron durante la Edad Media. También era suya la tierra, y, por
ende, el poder económico, el político y hasta el militar... La "desamortización" de Mendizábal de 1835, resultó uno de los mayores
despropósitos de la historia de España, lo que no impide el que haya sido una de nuestras acciones políticas más justificadas. Lo trágico
no fue que se decretara, sino que no se supiera ejecutar sabiamente, en beneficio de esa misma sociedad rural que había padecido
secularmente el poder omnímodo de los monasterios y no de una nobleza cuyas ambiciones no eran otras que las de suplantar a la
Iglesia en su condición de principal latifundista de nuestro país).

Como es bien sabido, la historia experimenta una marcada tendencia a repetirse. Y en seguida vamos a conocer un caso que lo
corrobora. Un caso que tiene que ver, precisamente, con el momento en que la Iglesia, a lo largo de la Edad Media, decide facilitar el
acceso a la cultura de las clases dirigentes, creando para ellas los primeros embriones de lo que tiempo después habrían de convertirse
en las grandes Universidades europeas.

Pues bien, la primera de todas aquellas Universidades o esbozo de tales -y éste es un dato que generalmente se ignora- iba a ser la de
Palencia, convertida, por consiguiente; en adelantada de la cultura española y europea.

Rodrigo Méndez Silva, en su "Población General de España", publicada en Madrid el año 1675, afirma los siguiente:

"Tenemos al presente treinta y dos Universidades de Letras y cuatro mil escuelas de Gramática; y así se debe gloriar España que
excede a todas en la profesión desta ilustre virtud, pues Africa no tuvo más Universidad que a Medauro, Grecia a Atenas, Italia a
Bolonia, Padua y Pavía, Francia a París y Tolosa, Flandes a Lobayna, Inglaterra a Oxonia y Cantabrigia y Alemania a Colonia, aunque en
nuestros tiempos vemos multiplicado el número en algunas de las dichas Provincias".

En Palencia se fundaría, pues, la primera Universidad española del medievo, reproduciéndose así una circunstancia que no le era
extraña en absoluto a esta vieja población castellana, por mucho que el primitivo emplazamiento de Palencia no coincidiera con el que
esta ciudad ocupa en la actualidad a orillas de río Carrión, sino con el del cercano pueblo de Palenzuela, villorrio burgalés en el que se
hallara ubicada la remota Pallantia, metrópoli de los antiguos palentinos o pelendones, conocidos por otros nombres con los de
duracos, bracos o lusones...

Si sostenemos que Palencia ha sido siempre ciudad de acrisolada solera cultural, no es tanto por el hecho de que el escudo de esta
ciudad rece como sigue: "Palencia, armas y ciencia", cuanto por la circunstancia de que tal "declaración de principios" venga a coincidir
con la propia idiosincrasia que se le atribuía a la divinidad que ha otorgado su nombre a esta ciudad castellana. Y se da la circunstancia
de que esa divinidad no es otra que la propia Cibeles, conocida también con el nombre de Palas o Palancia.

Vésta fue otro de los epítetos de la diosa Cibeles, lo que justifica la remota existencia en Palencia de un monasterio femenino puesto
bajo la advocación de "San Pedro de las Véstales". El nombre de "Vestales" -recuérdese- se otorgaba a las doncellas que se consagraban
al culto de la diosa Vesta (Hestia o Esta) conceptuada como diosa del hogar.

Del remotísimo culto rendido por los antiguos palentinos o pelendones a la diosa Cibeles, da fe el ara hallada en Duratón, consagrada a
Cibeles "Termegista" y a la que se refiere Ambrosio de Morales allá por el año 1575.

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A la diosa Palas se la conceptuaba, en efecto, como diosa de la guerra y de la sabiduría, lo que justifica el que nuestros antepasados
más remotos le confiriesen el mismo carácter ("armas y ciencia") a la ciudad -Palencia- que habían puesto bajo su advocación. La
versatilidad de la diosa Palas constituye, en rigor, el más añoso precedente de nuestro "mitad monje, mitad soldado". Mitad hombres
de rezo y de estudio, mitad hombres de acción y de armas.

Sirva lo precedente como confirmación, no sólo de que las poblaciones a las que hoy atribuimos mil o dos mil años de antigüedad,
tienen ya decenas de miles de años a sus espaldas, sino también como prueba de que las denominaciones de las urbes "imprimen
carácter". En Palencia tenemos un ejemplo, aunque no el único.

A Cádiz la llamamos "la tacita de plata", olvidando que el griego "kadis" significa jarra o copa y que la Antigüedad conoció a esta
población con este nombre y con el de Cáliz. Y ello en razón a que se identificaba la isla gaditana con aquella mítica isla -el Paraíso-,
en la que se había derramado la sangre del Sol, a raíz de la castración sufrida por éste a manos de Saturno. Aquella isla, nuestra
primera morada, tenía, pues, el carácter de cáliz o copa sagrada, lo que justifica el hecho de que algunas lenguas eslavas empleen la
palabra "casa" para designar a la copa, al cáliz. El mismo vínculo semántico que se esconde tras el curioso y nada casual fenómeno de
homonimia que se produce entre el castellano "escanciar" (llenar una copa) y el nombre de la mítica isla Escancia en la que los pueblos
escitas tenían su cuna. Isla Escancia, que como demostraremos en su momento, no resulta ser otra que la propia isla que acogiera al
Paraíso Terrenal, a la sazón, primera "estancia" o morada de los seres humanos.

El mito medieval del Grial tiene, como vemos, profundas y remotísimas raíces. Antiquísimos precedentes que se ponen harto de
manifiesto en determinada región de España en la que nos encontramos con topónimos tales como Griales o Criales y Graial,
produciéndose junto a otros tales como Escancia, Esconcia o Escanzana, Todo ello en torno a las riberas de cierto río ibérico al que en
otro tiempo se conociera con el nombre de Calibs o Cáliz. El mismo río junto al que -al decir de Justino- moraran los cálibes, esos
pueblos de la más lejana antigüedad que dieran nombre a la isla Calipso o Atlántida, destruida por mor de una devastadora inundación.

¡Cuántas sorpresas habrán de depararnos esos enigmáticos cálibes, descubridores de los metales y perforadores de aquel mítico monte
Atlas que se erguía -y se yergue- sobre las tierras de Hesperia o Hispania...!

Palencia, Cádiz o Cáliz..., hablando de imprimir carácter, ¿cómo no mencionar el nombre de esa ciudad -Madrid-, cuyo significado -
matriz- viene a coincidir con la ubicación de esta población en el centro geográfico mismo de la Península Ibérica? Resulta claro que
Madrid nació con vocación de capitalidad, siendo su designación como tal por Felipe II, uno de los más sonados aciertos del reinado de
este monarca singular. (Y lo reconoce y confiesa un vallisoletano al que, como a Felipe II que también nació en Valladolid, no le duelen
prendas en admitir que la vieja Pucela posee uno de los climas y paisajes menos favorecidos de la Península Ibérica, absolutamente
inadecuado para acoger dignamente a la capital de una nación; y no digamos ya de un imperio).

Cuando nuestros antepasados consagraban una ciudad a una divinidad determinada, acostumbraban a otorgar los, diferentes epítetos
con que ésta era conocida, a los barrios y enclaves principales de la nueva villa. De ahí el que, como acabamos de ver, "Madrid" y
"Mantua" ( o "Amantua") fueran nombres indistintos de esta vieja ciudad carpetana. Vieja, sí, aunque no tanto como Rodrigo Méndez
Silva pretendiera en un "Diálogo" publicado el año 1637 y en el que asegura que Madrid fue fundada a raíz del Diluvio Universal. Y no
mentía Méndez Silva, lo que sucede es que ese "Madrid" al que este autor hacía referencia, se encuentra situado en una provincia
española que se extiende al norte de la Sierra de Guadarrama, a algunos centenares de kilómetros de la actual capital de España.
Capital a la que, como asegura Ricardo Sepúlveda en su "Antiguallas, crónicas, descripciones y costumbres españolas en los siglos
pasados", sí hemos de reconocerle, por lo menos, el hecho de ser más antigua que Roma.

Entre los barrios de Madrid cuyos nombres están estrechamente relacionados con algunos de los epítetos de la diosa Cibeles,
mencionemos en primer lugar el de las Vistillas, término este que nada tiene que ver con unas "vistas" diminutivas y minúsculas y
mucho, por el contrario, con aquellas "vestales" consagradas al culto de Cibeles y que acabamos de encontrarnos dando nombre a un
antiquísimo monasterio palentino.

A Cibeles "Antigua" o "Antioca" (recordada todavía, sin saberlo, en tantas iglesias "de la Antigua" como existen en España) se hallaba
dedicado el madrileñísimo barrio de Atocha, conocido antaño, como documenta Fray Gaspar de Jesús María, con el nombre de Antiocha
o Antiochía.

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Y es precisamente este mismo autor el que nos informa sobre la existencia de un antiguo templo consagrado al dios Serapis, en el
mismo lugar que después ocuparía la catedral de la Almudena. Sin duda ignoraba este eruditísimo fraile, que detrás de este nombre y
de todos los derivados de "Alma", se esconde también la identidad de la Madre de los dioses, Cibeles, divinidad a la que estuvo
consagrado ese antiguo templo madrileño, estratégicamente situado en el enclave más privilegiado de la Villa.

Y por fin Carabanchel, otro nombre peculiar que sin duda habrá de resultamos familiar, por remitimos una vez más a aquellos
carabantes o curetes que vivían consagrados al culto de la diosa Cibeles y que resultan ser los mismos que tutelaron la crianza de Zeus,
el "Padre de los dioses", conocido también con el nombre de Serapis...

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RIBERO MENESES PRINCIPAL Jorge Mª Ribero-Meneses

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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


RIBERO MENESES PRINCIPAL Jorge Mª Ribero-Meneses

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Capítulo IX. Sefarad y las raíces del saber

Son varios los autores que aluden al hecho de que Felipe II, en el momento de decidir la construcción del monasterio de El Escorial,
hubiera dado instrucciones para que el diseño de este monumento colosal fuera concebido a imagen y semejanza del templo de
Jerusalén, edificado durante el reinado de Salomón. Es éste un dato al que no parece concederse toda la importancia que merece.
¿Acaso quiso Felipe II hacer de la capital de España y del Imperio, una segunda Jerusalén? ¿Trataba de devolverle este monarca a
nuestro país, algo que le constaba nos había sido usurpado en tiempos remotos? ¿Tuvo que ver esa usurpación con esa guerra que
parecen haber dirimido los españoles contra Jerusalén en tiempos de Nabucodonosor?

Es Salomón Ben Berga, un sefardí ilustre, quien ha dejado testimonio de una remota expedición efectuada por los monarcas españoles
"Hispano" y "Pyrro" contra la capital judía, expedición cuyo objetivo debió tener muchísimo que ver con el que en tiempos mucho más
lejanos todavía, indujo al rey Terón de Cataluña a declarar la guerra a los andaluces y a fletar una importante armada para tratar de
destruir el templo que las gentes de la Bética habían erigido en torno al estrecho y en el que se veneraba la supuesta sepultura de
Hércules. Recuérdese que también en Barcelona existían un templo y una tumba de Hércules que hacían de esta bellísima ciudad
mediterránea uno de los principales focos de peregrinaciones de la antigüedad. "Foco" cuya irradiación acabó tornándose mortecina,
por culpa de la "desleal" competencia hecha por los andaluces, en tiempos en que las tierras del sur de España ostentaban la
hegemonía absoluta en el ámbito de la Península Ibérica, convirtiéndose por ende en el principal foco de "atracción turística", en
detrimento de las regiones situadas allende el Guadarrama (por otro nombre Monte Sarrat, gemelo en su denominación de la montaña
sagrada de los catalanes, Montserrat).

La expedición del rey Terón contra Tartesos, se saldaría con un estrepitoso fracaso. Un curioso y remoto precedente de la "Invencible".
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La clave de la modernidad de la Jerusalén de Palestina, está en su nombre. La crucial "Salén" o "Solima" tiene una larguísima historia
tras de sí, historia que algún día llenará de estupor a los salmantinos o salamantinos. Recuérdese que es solimetano el nombre con el
que se conoce a los habitantes de Jerusalén. Un gentilicio, por cierto, curiosamente afín al de los olimetanos, nombre con el que se
conociera antaño a los pobladores de esa Olmedo castellana universalizada por Lope de Vega en '''El Caballero de Olmedo".

"Salamanca", "Salomón", "Salén" y "Solima" son el mismo nombre conservado en estadios distintos. Estadios cuyas fases previas debemos
callamos por ahora.

De lo que no puede dudarse, en cualquier caso, es de que también a Salamanca, ciudad universitaria por antonomasia, su nombre le ha
impreso carácter. Algo parecido a lo que ha sucedido con la británica Oxford, cuyo primitivo nombre -"Oxonia"- hace referencia a otro
de los epítetos de la diosa Palas, divinidad de las ciencias y de la guerra a la que también se conociera como "Azina", "Oxina" u "Oxona".
Otra vez la "ambivalente" Palas Atenea otorgando su talante a una ciudad universitaria. Algo parecido a lo que iba a suceder con
"Cantabrigia" (Cambridge) y "Canterbury" o "Canterberia", dos poblaciones que proclaman a voces su ascendencia cantábrica, ibérica,
vinculadas en este caso a otro nombre harto más remoto de la propia Cibeles...

Y puesto que hablamos de ciudades de cultura, de antiguos centros de estudio, bueno será recordar aquí cómo las tradiciones hebreas
localizan en la población de "Kariat Sefer", el emplazamiento de los más antiguos "Estudios Generales" o "Universidad" del planeta, allá
por los tiempos remotísimos que precedieron al desencadenamiento del Diluvio Universal. Luego, pretenden estas tradiciones, el ser
humano estableció lugares de estudio ya desde sus más remotos orígenes, en el ámbito del Paraíso Terrenal. Son datos a tener en
cuenta, sobre todo cuando la primera de esas "escuelas" (un término mucho más importante de lo que imaginamos) estuvo situada en
Kariat Sefer. Léase "Sefar". O "Sefarad", puesto que son el mismo nombre.
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Por lo que respecta a "Kariat", bueno será recordar que los "Kariates" fueron unos antiguos pueblos de España, documentados por Plinio
y cuyo solar no se encontraba muy distante del de los Pelendones... o Palantianos. De estos Kariates o Carietes fueron descendientes
los "Caristios" que Ptolomeo documenta poblando una parte de Euskadi, así como los "Caritas" o "Corizos" que colonizasen los Picos de
Europa y su entorno inmediato. Más lejos aún y emparentados con todos estos pueblos, se encuentran los "Ceretes" o "Cerretanos" que
poblaron buena parte de los valles del Pirineo catalanoaragonés.

Al sur del Sistema Central o "Monte Sarrat", volveremos a encontrarnos a estos mismos pueblos, citados en las Tablas de Ptolomeo con
el nombre de "Cretanos" o "Ceretanos". Gentilicio en el que aparece ya, nítido, el parentesco de estas importantes familias "carietas"
con los pobladores de la isla de Creta, con aquellos "Cretenses" que, fieles a las tradiciones de sus ancestros ibéricos, acabarían
localizando en aquella isla mediterránea el lugar del nacimiento e incluso de la muerte de Zeus, atribuyendo una filiación cretense a
los "curetes" o "coribantes" que supuestamente cuidaron del divino infante durante su permanencia en el monte Dicte de Creta o
"Cereta".
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Como algunos autores grecolatinos testimonian, los "curetes" fueron pueblos de la Península Ibérica que en su desplazamiento hacia el
sur de España, acabaron poblando una parte de Andalucía. Antepasados de ellos fueron, sin embargo -y las leyes de la filología no
admiten duda al respecto-, tanto los "ceretes" catalanes, como los "caritas" asturianos, los "caristios" vascos o los "carietas" de los valles
altos del Ebro, antepasados también de los "cerratos" castellanos.

El lector sabrá disculpar mi insistencia en cuanto se refiere al origen y distribución de todos estos pueblos de estirpe "curete",
verdaderamente cruciales para determinar el lugar en el que la especie humana, como su reflejo divinizado el infante Zeus, tuvo su
cuna. Tal es, en efecto, el valor de la mitología clásica. Zeus no es más que una idea, una abstracción, como abstracciones son los
nombres de "Eva" y "Adán". Sin embargo, y por mucho que estos seres no hayan existido jamás como resulta obvio, lo que sí han
existido, y ello desde hace centenares de miles de años, son sus nombres y sus leyendas. Nombres y leyendas tras los que se esconden
todas las claves relacionadas con los más remotos orígenes del ser humano. Hablar del nacimiento de Zeus, equivale por consiguiente a
entrar en contacto con toda la información conservada por la Humanidad respecto a las circunstancias que rodearon al alumbramiento
de los primeros seres humanos, conocidos, entre otros nombres, con los de "curetes" o "carabantes". Referirse al primer ser humano
resultaría un tanto pintoresco, cuando sabemos que nuestra especie se ha forjado en las aguas del mar. A saber cuántos millones de
años de existencia conocieron los sirénidos de los que descendemos en aquel medio. Muchos, sin duda, cuando todavía hoy (Murcia,
siete de Febrero de 1989), siguen naciendo seres humanos con las piernas fundidas, sexo indeterminado y aspecto de sirénidos...

La criatura a la que nos referimos, conocida con el nombre de "niño-sirena", murió a las once horas de nacer. Desde 1984 y en solitario
frente al nuevo dogma establecido por las tesis darwinistas, vengo defendiendo en todas mis obras la ascendencia marina próxima del
ser humano y su muy cercano parentesco, no con los simios africanos, sino con una especie concreta de sirénidos, incuestionablemente
dotados, ya en su medio marino, de visos ciertos de racionalidad. Amén del sentido común, una larga tradición conservada por la
Humanidad a lo largo de centenares de miles de años avala esta hipótesis. El propio Darwin llegó a la conclusión de que todos los
homínidos del planeta descendemos de sirénidos. Lo que no pensó o no quiso admitir es que para llegar a ser hombres, no hemos tenido
por que ser antes, necesariamente, monos.

El nombre de los "sirenos" se forja en determinado monte llamado Cileno en el que se localiza el nacimiento de Hermes o Mercurio,
otros de los epítetos de Zeus tras los que se oculta una nítida referencia a la génesis de la especie humana. Son datos importantes,
porque vienen a abundar en esa filiación marina de nuestros más remotos ancestros, que resulta absolutamente incontrovertible y que
sitúa en una difícil tesitura a las tesis africanistas y "simiescas" del darwinismo.

Los "Cilenios" fueron, por cierto, unos antiquísimos pueblos ibéricos localizados por Florián de acampo en torno a la Sierra de la
Demanda, conocida por otros nombres con los de Monte Cilla o Cilene. Otra de las denominaciones de este mismo macizo montañoso -
"Monte Distercio" -, nos recuerda inevitablemente al mítico monte Dicte en el que naciera Zeus, el "Padre de los dioses".

Pero volvamos a "Kariat Sefer", emplazamiento de la primera escuela o "Estudio General" creada por el ser humano. De aquel remoto
lugar, claramente relacionado con "Sefarad", iba a derivarse el término hebreo "sefer" con el que se designa a las obras escritas y, por
ende, al conocimiento. Sin embargo, y como sucediera en el caso del término griego "grafos" con el que esta lengua conoce a la
escritura, el hebreo "sefer" es la consecuencia de un proceso de evolución filológica cuyo último peldaño nos conduce, otra vez, hasta
un término castellano: saber

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saber (castellano)

sapere (latín)

saphere (griego "safes", cierto, evidente)

sapher

€I

sefer (hebreo: libro, ciencia)

Como dudo mucho de que exista ningún filólogo en el planeta, por recalcitrante que sea, que se atreva a defender que las consonantes
"p" y "f" son anteriores a la "b", vamos a ver cómo se explica que una lengua supuestamente moderna como la castellana, posea la raíz
de un término que aparece con formas muy posteriores en lenguas tan antiguas como el griego, el latín o el hebreo... Defender esto
sería como pretender que un recién nacido es el progenitor de un anciano de cien años... Dicho sea sin exageración alguna, puesto que
entre el término castellano "saber" y el hebreo "sefer", no median siglos, sino milenios.

Tomemos el camino que tomemos, en todo cuanto tiene que ver con el origen de la ciencia y con la transmisión del conocimiento a
través de la escritura, vamos a desembocar inevitablemente en el ámbito cultural ibérico y, de forma más precisa, en el de
determinada región española vinculada a partes iguales a cierta montaña llamada "Sefarad" y a cierto río conocido con los nombres de
"Cálibe" o "Escálibe", epónimo de esos "cálibes", pobladores de la isla Calipso, a los que tantas veces hemos venido refiriéndonos a lo
largo de estas páginas.

Que esos "escalibes", "calibes" o "carabantes" fueron os creadores de la escritura, así como de la primera "escola" creada en Cariat
Sefer, resulta claro cuando analizamos la evolución seguida por las palabras "escribir" y "esculpir", dos términos cuyos significados
fueron idénticos antaño, al ser la escritura algo que se esculpía en la piedra. Escribir y esculpir eran, en definitiva, la misma actividad.

En este mismo esquema tendría cabida el término castellano "escolio" que significa, precisamente, escrito, así como otros términos en
los que aparece una clara referencia a herramientas o útiles empleados para tallar, cortar o esculpir. (Como la mítica espada
"Escalibur" de las leyendas de Britania). Tal fue, por ejemplo, el sentido originario del término "escalar" y de su derivado "escalera".
Precisamente porque las ascensiones se efectuaban, como ahora por otra parte, a base de efectuar muescas y hendiduras en la roca o

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de introducir clavos (antaño "escálabos") en ella.

La escritura, ciencia cuyo conocimiento estaba reservado a un número reducidísimo de personas, se forjaba, pues, originariamente, a
base de tallar, de esculpir en la piedra los símbolos o ideogramas que constituyen el precedente de nuestras "letras". Por algo el
castellano "letra", como el latín "littera", están emparentados con el griego "litos": piedra.

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Nuevamente la piedra determinando el origen de la literatura y de la escritura, actividades ambas monopolizadas antaño por la élite
sacerdotal. Y el fenómeno de homonimia no es casual: élite..., litos (piedra)..., literatura...

El origen de estas sorprendentes afinidades, se encuentra en la lengua vasca, en términos tales como "eliz" (iglesia) y "elesti" o
"elerti" (letras, grafía, literatura).

Para empezar, las "iglesias" fueron en sus orígenes simples piedrones (dolmenes, menhires, estelas circulares...) a los que se rendía
culto, en tanto que representaciones del Sol y de la Luna. Lo que justifica que del euskera "eliz" -ermita o iglesia- se haya derivado el
griego "lizas" o "litos" (piedra). Por lo demás, y como quiera que se escribía precisamente sobre esos piedrones o "calepas" (las
"columnas escritas" de los antiguos españoles) que constituyeron , en rigor, los primeros libros de texto, al tiempo que el germen de los
templos e iglesias posteriores, se comprende bien que sea de "eliz" de donde se ha derivado el nombre vasco de las letras y de la
literatura, así como ese término "élite" que viene a corroborar cuanto venimos sosteniendo respecto al monopolio que unos pocos han
ejercido siempre sobre el conocimiento, sobre el saber, en detrimento cierto del progreso de la Humanidad.

Nuestros antepasados escribieron, pues, sobre piedras o, lo que es lo mismo, sobre "tablas" o losas de piedra. De ahí las "Tablas de la
ley", que fueron escritas en piedra y no en madera, como es obvio. Todo lo cual explica la enorme importancia que el término "Tabla"
tiene en la toponimia ibérica, dando nombre a tantas montañas, ermitas o monasterios. Es el caso de "Tabliega", al norte de Burgos y
muy cerca del río Ebro. Tiene su porqué. "Tabla" es una contracción de "Tabala", término que nos pone en contacto con uno de los
nombres más remotos del río Ebro: Zábala o Tábala. De ahí el nombre del valle de Tobalina, regado por el Ebro y en el que se
encuentra Tabliega. De ahí los Montes Obarenes o Tobarenes que configuran el valle de Tobalina. De ahí el antiguo nombre del río

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Nervión: Zabal o del Tigris: Zab. De ahí, en fin, el que a los españoles, antes de conocérsenos con el nombre de iberos, se nos designara
con el gentilicio "tobelianos".

No pierda de vista el lector el término "Zábala", germen del nombre del supuesto primer poblador de la Península Ibérica: Tábalo,
Tóbal. No pierda de vista este término, porque es precisamente de "zábala" de donde se han derivado dos términos tan cruciales para
la historia de nuestra civilización como son el hebreo cábala y el castellano saber:

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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES

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Capítulo X. Las columnas de Hércules

¿Cuál es la antigüedad de la escritura?

¿Es la escritura una adquisición tan reciente como viene presumiéndose, surgida en las tierras del Asia Menor en el umbral
mismo de la Historia?

¿Desconocían la escritura los hombres que hace veinte o treinta mil años decoraban las bóvedas de sus santuarios rupestres con
las representaciones de los animales a los que rendían culto?

Todas éstas son preguntas a las que, hoy por hoy, resulta imposible poder ofrecer una contestación. Y ello, no porque no existan
grabados e inscripciones a las que pueda conceptuarse como auténticos barruntos de escritura, sino porque hasta la fecha,
nadie ha sido capaz de descifrados.

Que el hombre escribe desde tiempos remotísimos, es algo que se nos antoja del más elemental sentido común, con
independencia de que existen referencias documentales que así lo corroboran de forma taxativa. Una de ellas, la de Alexandro
Polihistor, que se expresa en estos términos:

"Saturno, apareciéndosele en sueños (a Noé), le anunció que habían de perecer todos los hombres anegados en el Diluvio.
Mandole que sepultase debajo de tierra, en la ciudad del Sol, en Hisparis, todo cuanto estaba escrito del Principio, el Medio y
lo último de todas las cosas".

Y siempre Pellicer, transcribiendo esta vez a Abideno Assirio:

"Hisutro (Noé), Saturno le mandó, al anunciarle la grande inundación futura, que ocultase todas las escrituras en Heliópolis de
los Hisparos".

Resulta bastante claro que "Hisparis" es un topónimo que se encuentra a medio camino de Hesperia y de Hispania, dos antiguas
denominaciones de la Península Ibérica. Precisamente de "Hesperia" (España) tomaría su nombre el mítico "Jardín de las
Hespérides", versión helénica del bíblico Paraíso Terrenal. "Hesperia", "Hisparis", "Hispalis" e "Hispania" no son, en definitiva,
sino estadios distintos en la evolución de un mismo nombre geográfico, inequívocamente referido a la Península Ibérica,
identificada, a la sazón, como el extremo occidental -"esperos" del mundo antiguo. Extremo en el que el esperma de Vrano
había fecundado las aguas del mar, dando origen a la configuración del primer ser vivo.

Pero detengámonos por un instante en ese texto de Abideno al que acabamos de referirnos.

También Beroso de Babilonia refiere la historia del Noé caldeo -él le llama "Xixuthro" - al que Saturno previene de la inminente
destrucción del mundo. La reacción de Xixuthro, como la de Noé, no será otra que la de construir un navío en el que acoger a
sus familiares y amigos. Tan pronto como remitiera la virulencia de la inundación. Xixuthro desembarcaría con su hija en una
montaña elevada, erigiendo un altar y adorando a la Tierra. Posteriormente desaparecerían.

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Los que siguieron en el navío, sin embargo, se dirigirían hacia Babilonia, vivamente interesados en recuperar los escritos en que
se había reflejado la historia del principio del mundo, y que Xixuthro, de acuerdo con las instrucciones de Saturno, había
enterrado -y aquí viene el dato capital- en Sippara o Siphara.

Si Noé entierra los documentos en los que se recoge la primera historia del mundo, en un lugar denominado Siphara o Hisparis,
ello quiere decir que el lugar en cuestión fue, precisamente, el escenario en el que se desarrolló esa primera etapa de la
trayectoria humana, previa al Diluvio. Previa y posterior, puesto que los ocupantes del "arca" desembarcan en esa misma
Siphara después de la inundación.

La conclusión es, pues, inevitable. "Sifara" o "Hisparis" fue el primer lugar poblado de nuestro planeta, la cuna de nuestros más
remotos ancestros, el Paraíso Terrenal.

Pues bien, ¿no es "Siphara" una simple variante del nombre hebreo de España -"Sepharad"-, cuya etimología es, como sabemos,
El Paraíso?

Aún más, ¿no es "Hisparis" una simple deformación de esa "Hesperia" en la que los griegos localizasen su "Jardín del Edén"?
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La pretensión de que la escritura tuvo su cuna en la Península Ibérica, cuenta, como se ve, con los más sólidos argumentos. Lo
confirma la filología y lo refrendan testimonios documentales tan extraordinariamente antiguos como los que acabamos de
reproducir. Porque si el poblamiento del mundo se produjo con posterioridad al Diluvio que desolase e inundase las tierras del
mundo primigenio, de la isla Atlántida, y antes de semejante catástrofe ya existían registros históricos escritos sobre los
orígenes del mundo y de nuestra propia especie, entonces tenemos necesariamente que deducir que la invención de la escritura
data nada menos que de aquellos estadios remotísimas en los que el ser humano vivía "confinado" en el Paraíso.

Recordemos cómo el historiador hebreo Josepho, refiere cómo los descendientes de Set erigieron, antes del Diluvio, sendas
columnas de piedra y ladrillo "en las que grabaron las noticias de sus artes y ciencias". En aquellas columnas se contenía, por
consiguiente, la esencia misma del conocimiento humano, lo que justifica la enorme importancia que la heráldica hispana le ha
concedido, desde tiempos remotísimos, a este símbolo crucial. Precisamente porque lo que esas dos columnas que flanquean el
escudo de España representan, más allá de su referencia a una supuesta proeza de Hércules, es el hecho de que España haya
sido depositaria de lo que, en rigor, cabe conceptuar como el precedente más remoto de la 'Biblia: aquellas antiquísimas
noticias en las que se conservaba el recuerdo de los orígenes del mundo.

En una moneda de bronce encontrada en Clunia en el primer tercio del siglo XIX, se representaba a un delfín, flanqueado por
sendas columnas. La presencia de este cetáceo, tan afín en tantos aspectos al ser humano, ya resulta por demás sorprendente,
como sorprendente es que a los herederos de la corona francesa se les otorgase el nombre de "delfines". No se pierda de vista
que los reyes eran la encarnación de Dios, del Sol, siendo por consiguiente sus herederos, los que asumían el papel del primer
ser humano, gestado -a partir del semen del Sol- en el seno de las aguas del Océano. Dicho con otras palabras, el primer
descendiente del Sol... no fue otra cosa que un pez. Pez antepasado del hombre con el que se identificó al delfín, en razón,
como decíamos, a su marcada semejanza con nuestra especie.

Pero si importante es la presencia de este delfín, en la moneda de la viejísima Clunia que se yergue todavía sobre un cerro de
las estribaciones de la Sierra de la Demanda, no lo es menos el hecho de que la etimología no descifrada del nombre de esta
ciudad de la España antigua, sea precisamente "Colonia" o "Colunia", términos afines cuyo significado es, al propio tiempo,
columna y colina.

Al pie de Clunia se encuentra el pueblo de "Coruña del Conde", topónimo que no es sino una variante moderna del propio
nombre de Clunia:
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Colonia..., Colunia..., Corunia..., Coruña.

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He aquí, por consiguiente, el origen del nombre de la ciudad gallega de "La Coruña". Léase "Colonia". O "La Columna". En un
mapa de España que poseo, y que sin duda y a juzgar por su toponimia tiene un buen número de siglos a sus espaldas, La Coruña
aparece mencionada con el nombre de Colonia, exactamente igual que el nombre vigente de su homónima germana. O que esta
Clunia o Coruña castellana en la que ambas tienen su precedente.

Pero lo verdaderamente sorprendente del caso y lo que confirma todas nuestras afirmaciones en relación con la relativa
modernidad de la identificación de las Columnas de Hércules con el Estrecho de Gibraltar, es el hecho de que en La Coruña no
sólo haya pervivido el nombre de uno de aquellos míticos pilares, sino que todavía hoy, a decenas de miles de años de distancia,
siga existiendo una reproducción suya a la que se otorga el nombre inequívoco de "Faro de Hércules". "Faro", o si se prefiere,
para ser más rigurosos al sentido originario del mito; "Falo de Hércules". Y no es un juego de palabras, porque la "r" es hija de la
"l" y es, por tanto, de "falo", de donde se ha derivado "faro". En razón, precisamente, a su silueta fálica.

Que nadie dude de que la enorme importancia que Clunia tuvo en la antigüedad, antes, por supuesto, de que los romanos
llegaran a España, estaba relacionada con la presencia en esta ciudad, de aquella mítica columna -el falo de Hércules o falo del
Sol-, caído un día sobre la Tierra y al que se atribuía la generación de la vida sobre nuestro planeta.

No muy lejos de Clunia, perdidos entre los centenares de casas que se han construido con sus piedras en el entorno de la
vetusta ciudad, se encontrarán, sin duda, los fragmentos de aquella o aquellas columnas que un día remoto fueron veneradas en
ella, y en las que aparecerán registradas aquellas trascendentales noticias que los descendientes de Set o Celto, tutelaban en la
cumbre del Paraíso...

Como conspicuos descendientes y herederos principalísimas de la progenie de Celto, los antiguos españoles flanquearon su
escudo con sendas columnas, columnas que en épocas posteriores iban a ser identificadas con las "Columnas de Hércules" y con
el mítico "Non plus ultra", a pesar de tener un origen, y sobre todo un significado, infinitamente más lejano.

Recuérdese a Ocampo hablando de "las dos columnas de oro y plata que los españoles pusieron junto a la sepultura de
Hércules", así como de "las pizarras o piedrones enhiestos" que también levantaron "en el contorno del monumento".

Aunque la tradición -recogida por Lorenzo de Padilla y transmitida por Florián de Ocampo-, veía en los menhires que rodeaban a
la tumba de Hércules, una mera representación de los adversarios vencidos por el dios en sus infinitas y justicieras pendencias,
lo cierto es que resulta harto más plausible que esas moles de piedra simbolizasen los distintos fragmentos -nueve, diez y seis o
veintiséis, según las versiones- en que fue seccionado el cuerpo de Osiris por los Titanes. Mal podían nuestros antepasados erigir
un monumento único y rendir culto en él al cuerpo sepulto de su dios, cuando les constaba por la tradición que ese cuerpo había
sido "tronchado" en un buen número de pedazos. La consecuencia era inevitable: en cada uno de los supuestos emplazamientos
de la tumba de Hércules, se erigieron tantos menhires -o columnas en un estadio posterior- como fragmentos configuraban el
seccionado cuerpo del dios. De ahí el origen de los cromlechs, considerados hasta el presente como templos solares y lo son,
ciertamente, pero sólo en cuanto que réplicas del primitivo templo en el que se veneraban los restos del dios Sol.

¿Dónde estuvo el primer emplazamiento de ese templo?

Sumidas en el abandono y en el olvido en el que se encuentran las más viejas reliquias arqueológicas de nuestro país, y de forma
muy particular nuestros monumentos megalíticos, no dudo de que el lector se sorprenderá de saber que en la Cordillera
cántabro-palentina de Peña Labra, frontera a Liébana, a Peña Sagra y a los Picos de Europa, y más concretamente en el collado
llamado de "Sejos", se conservan los restos de un cromlech o templo solar que no es, en definitiva, sino una de las primeras
versiones de la tumba de Hércules, localizada precisamente en el centro geográfico de ese litoral cantábrico español que tan
formidables sorpresas de carácter histórico y arqueológico habrá de depararles a las generaciones futuras.

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Pero es un hecho que nuestros antepasados no sólo se limitaron a erigir "pizarras, piedrones y columnas", sino que también
escribieron en ellas -recuérdese las "Tablas de la ley" -, otorgándoles el carácter de auténticos libros sagrados. En ellas
reflejaban sus descubrimientos astrológicos, sus leyes, su historia... y hasta sus profecías. En el "Beroso" de Fray Juan A. de
Viterbo, puede leerse cómo los "gigantes" que dominaban el orbe antes del diluvio léase los descendientes de Set que moraban
en la cumbre del Paraíso- "predicaban y profetizaban y esculpían en piedras la ruina futura del Mundo". Del mundo primigenio,
obviamente.

El historiador hebreo Josepho nos habla, por su parte, de "las dos Columnas de piedra y ladrillo que erigieron los descendientes
de Set antes del Diluvio, donde grabaron las noticias de sus artes y ciencias".

Sendas columnas parecen haber servido a los tartesios, descendientes y herederos directísimos del mundo primigenio, como
depositarias de esas leyes y tradiciones a las que Estrabón, en los albores de nuestra era, atribuía nada menos que seis mil años.
Y otro tanto sucede con los egipcios, quienes, como sabemos, conocían su historia remota -"nuestra" historia remota- por
haberla copiado de las Columnas de la "Tierra Seriadi". Dato revelador, no solamente, como hemos visto, por este topónimo de
tan hondas resonancias cantábricas, sino sobre todo por el hecho de que España haya sido el único país de la antigüedad
identificado con las "Columnas". No ya el Estrecho de Gibraltar, sino toda España fue conocida con el nombre de "Columnas de
Hércules".

¿En qué otro escudo, que no sea en el de España, han quedado plasmadas las dos míticas columnas?
€
Por eso, ¿cómo no dirigir la mirada hacia España cuando leemos en el "Critias" de Platón, noticias relacionadas con la civilización
de los atlantes, tan esclarecedoras como éstas?:

"En lo que respecta al gobierno general de la isla y a las relaciones entre los diversos reyes, la regla era la voluntad de
Poseidón, conservada en una ley, grabada por los primeros reyes en una columna de orichalkos que se hallaba en medio de la
isla, en el templo de este dios. Allí se reunían los reyes sucesivamente, cada cinco años una vez y cada seis otra, con objeto de
hace,- alternar los años pares y los impares, y en tal asamblea deliberaban sobre los asuntos públicos, examinando si alguno de
entre ellos había violado la ley, y juzgándole si tal había ocurrido. Y cuando tenían que hacer justicia, he aquí cómo se
aseguraban de su fe mutua. Dejaban sueltos dos toros en el recinto sagrado de Poseidón, y los diez reyes, tras haberle rogado
que escogiese la víctima más de su agrado, se lanzaban solos a su caza, sin otras armas que estacas y redes. Y cuando habían
cogido a uno de los toros le llevaban hasta la columna, le colocaban sobre ella y le degollaban según las leyes prescritas por las
inscripciones".

"Ahora bien, la columna tenía, además de las leyes, un juramento e imprecaciones terribles contra quien las violase. Cuando
habían acabado el sacrificio y consagrado, según los ritos, todos los miembros de la víctima, llenaban una copa con la sangre
vertida, teniendo cuidado de derramar una gota en nombre de cada uno de los reyes. El resto lo echaban al fuego, tras lo cual
purificaban la columna. Luego, apurando la sangre de la crátera mediante copas de oro, y echando una parte sobre el fuego,
juraban juzgar según las leyes escritas en la columna, castigar a aquel que las hubiese violado, no apartarse jamás de sus
prescripciones y no gobernar ellos mismos ni obedecer sino a aquel que gobernase de acuerdo con las órdenes de su padre".
€

Cuestionar que este prodigioso relato relacionado con la legislación de los atlantes, perpetúa el recuerdo de las más remotas
tradiciones jurídicas de los españoles, entrañaría no ya miopía sino auténtica ceguera. ¿Acaso no reaparece una vez más la
columna, y vinculada nada menos que al más antiguo testimonio que poseemos de la práctica del toreo? ¿Acaso no perviven en
poblaciones españolas como Teruel ("Dios Toro"), monumentos como el célebre "Torico" en el que se representa a un toro
erigido sobre una columna?

Las evidencias son infinitas, como vemos, lo que no será óbice, sin embargo, para que tengamos que seguir escuchando con

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estupor, seguramente que por espacio de muchos años, que los restos de la Atlántida están siendo buscados en el entorno
submarino de las Canarias... o de la mediterránea isla de Tera.

Resulta evidente que los recalcitrantes buscadores de la Atlántida, o bien no han leído a Platón... o si lo han hecho le han
prestado todavía menos crédito del que le concediera su alumno y émulo el "cordobés" Aristóteles.

¿Cómo justificar, si no, el que se sigan sondeando los fondos del Océano, cuando Platón ha dejado escritas frases tan taxativas
como éstas:

"Los del otro lado eran mandados por los reyes de la isla Atlántida. Isla que, como ya hemos dicho, era más grande que la Libia y
el Asia reunidas. Esta isla, sumergida hoy en las aguas a causa de temblores de tierra, ha dejado en el lugar que ocupaba, un
limo espeso que haciendo el mar impracticable, detiene a los navegantes".

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Esto por lo que se refiere al "Critias" pero es el caso que en el "Timeo", insiste Platón en la misma idea, ofreciéndonos datos
reveladores en relación con la verdadera naturaleza del cataclismo que anegó temporalmente el mundo primigenio de la
Atlántida, provocando la dispersión de aquellos de sus pobladores que lograron zafarse del desastre:

"En los tiempos que siguieron, temblores de tierra espantosos y grandes inundaciones, tragaron, en el breve espacio de un día y
una noche fatales, a cuantos guerreros había entre vosotros (los atenienses), y la misma Atlantis se abismó y desapareció en el
mar. He aquí por qué aún, actualmente, aquel océano sigue siendo inaccesible y difícil de navegar, a causa de la cantidad
de limo que la isla desaparecida dejó en su lugar".

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Platón, como buen intelectual, trata de dar respuesta al enigma de la localización de la Atlántida y nos transmite una serie de
noticias que él creía relacionadas con su propio mundo, y que, sin embargo, hacían referencia muy expresa al mundo
primigenio. De ahí que la Atlántida fuera mayor que "la Libia y el Asia unidas", en razón a ser Libia y Asia dos meras regiones del
mundo primigenio. De ahí que los atenienses fueran vecinos de los atlantes y víctimas también de la propia destrucción de la
Atlántida. De ahí que más allá de la Atlántida hubiera otro continente desconocido, continente que un tanto ingenuamente se
ha identificado con América... y que no era, en realidad, sino el tercero de los tres macizos montañosos que, junto con Libia y
Asia, configuraban el mundo primigenio, separado de éstos por un valle en el que moraban los atlantes... y que fue, en rigor, el
que resultó inundado por el crecimiento aunado de las aguas fluviales y marinas, al tiempo que por el obturamiento -debido a
los temblores de tierra a los que se refiere Platón- de aquel tajo o estrecho por el que desaguaban al mar los ríos de la
Atlántida.
€
Si se cegara hoy el Desfiladero de la Hermida, cosa nada difícil en el supuesto de que se produjera un terremoto, toda la
comarca de Liébana quedaría automáticamente sumergida bajo las aguas. "Hundida". ¿Hasta cuando? Sencillamente, hasta que
las mismas aguas que a fuerza de hendir las rocas perforaron el desfiladero, volvieran a abrirse paso a través de él.
€
Así se comprende que la navegación resultase impracticable por la zona en la que la Atlántida yacía sumergida. Precisamente
porque aquella inundación, aunque duradera por la causa que acabamos de desvelar, fue en realidad muy leve, y el propio
Platón lo reconoce así. Si sería insignificante el calado de aquella inundación, que las naves de aquella época -que no eran
precisamente transatlánticos- rozaban con los fondos del anegado valle de los atlantes. ¿Sabe alguien de alguna zona del
Atlántico en la que las barcas rocen los lechos del Océano?

A fuer de sinceros, no puede culparse a nadie de la terrible confusión que se ha creado en relación con la interpretación de los

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"enigmáticos" textos contenidos en los "Diálogos" platónicos. Y es que todo habría resultado extraordinariamente claro y sencillo
si Platón hubiera sabido -y nos lo hubiera hecho saber- que todos los preciosos testimonios ofrecidos por los sacerdotes egipcios
a su antepasado Salón, tenían que ver, no con el mundo mediterráneo conocido por el inmortal filósofo griego, sino con ese otro
remoto y perdido mundo atlántico, ibérico, que sirvió de escenario a los primeros balbuceos de la civilización.

De este modo, la referencia a Gades y a las columnas de Hércules, ha desorientado a todos los "rastreadores" de la Atlántida, de
la misma manera que la mención bíblica a los ríos Tigris y Eufrates ha sumido en la más profunda de las confusiones a los
buscadores del Paraíso Terrenal. ¿Quién podía imaginar que todos estos nombres no eran sino simples "duplicados" de los
originales?

Las columnas de Hércules tenían sendos nombres: Abila y Calpe, que forzando más o menos las cosas tratan de identificarse con
sendos montes situados a ambas márgenes del estrecho de Gibraltar. Es el caso, sin embargo, que estos nombres son
relativamente modernos, siendo Aliba y Abena sus primitivas y genuinas denominaciones. ¿Dónde aparecen ambos topónimas en
el ámbito de Gibraltar?

En parte alguna.
€
¿Cuál es el único punto del planeta en el que ambos nombres geográficos se producen juntos, conservándose vigentes además en
la toponimia actual?

El Valle de Liébana es ese lugar, denominándose "Puertos de Aliba" y "Cumbres de Abenas" a dos macizos contiguos que se
yerguen sobre las fuentes mismas del río Deva, en la fachada oriental de los Picos de Europa.

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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES

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Capítulo XI. El mar Atlántico... o "Rojo"

A raíz del desplazamiento de la hegemonía política y cultural del norte al sur de España, el Estrecho de Gibraltar comienza a
desempeñar un papel de primera magnitud en el seno del nuevo "mundo" que va a gestarse en seguida en torno a Andalucía y las
ciudades ribereñas del norte de África. Pronto, y al igual que más tarde sucedería tras la eclosión del "mundo" ya histórico del
Mediterráneo oriental, la remotísima civilización del norte de España se sume en el más absoluto de los olvidos, y los andaluces
de antaño, como los egipcios, los griegos o los fenicios habrían de hacer más tarde, se atribuyen la paternidad sobre todo ese
enorme legado cultural que habían recibido de sus "compatriotas" del norte de la Península Ibérica.

Resulta inevitable.

Nadie quiere ser menos que nadie y, sobre todo, nadie se resigna a aceptar el papel, siempre deslucido y gris, de mero y simple
segundón. Son éstas, esencias muy propias de la naturaleza humana, y resultaría absurdo llamarse a escándalo por ellas. Es muy
difícil encontrar a un pueblo que pudiendo apropiarse de algo valioso -y no digamos ya si ese algo es la primogenitura sobre
todos los pueblos del planeta-, renuncie a hacer lo. Tales demostraciones de desinterés son propias solamente de aquellos
pueblos que, precisamente por tener este talante, no han pasado a la
Historia...

Pues bien, exactamente lo mismo que ha sucedido con las naciones, ha venido a suceder con los mares que bañaban a esas
naciones, mares que invariablemente han venido usurpando la identidad de aquellos que les han precedido en la secuencia de la
Historia.
€
Tal es lo que ha sucedido con el Océano Atlántico, absolutamente relegado por el Mediterráneo y por los mares lacustres de su
entorno y reducido al nada brillante papel de simple morada de todos los monstruos y demonios imaginables. Una curiosa
lectura histórica, que desde luego no tiene virtualidad alguna y que demuestra, una vez más, hasta qué punto pueden llegar,
tanto la credulidad humana, como, en el extremo opuesto, su capacidad para embaucar.

Pero dejemos por un momento al "decano" de los Océanos y hagamos una incursión en la mitología fenicia:
"Mot, semejante a un huevo, engendró a todas las generaciones", leemos en el "Sanchoniazón" fenicio, registro de los primeros
tiempos del mundo; cuyo título revela una nada disimulada filiación ibérica. "Mot" no es otra que la propia Venus Afrodita,
recordada en la toponimia castellana en lugares como "La Mota del Marqués" o el célebre castillo de "La Mota", en Medina del
Campo.

Pero conozcamos las consecuencias que habían de derivarse de esa solitaria generación de Venus "Mota":

€
"Entre los seres nacidos de Mot, los ha habido desprovistos de inteligencia que engendraron a otros seres llenos de
saber, llamados Zophasemin (raza de Occidente), y hechos a semejanza de Chemán; luego, empezaron a moverse los
hombres, varones y hembras".
€

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Difícilmente se podría expresar de una manera más clara, cuál es la filiación del hombre racional u "homo sapiens" del que
descendemos, así como la existencia de un hombre previo, menos inteligente, pero cuya racionalidad se encuentra también
fuera de toda duda. ¿Cómo, si sus antepasados no hubieran estado dotados de razón, habrían llegado a saber los "Zophasemin"
de quienes eran descendientes?

Alguna conciencia debían tener los propios fenicios de su filiación occidental -como descendientes, en definitiva, de los
"Zophasemin" - cuando Estrabón, siguiendo a autores más antiguos, señala que tanto los fenicios como los sidonios eran
descendientes de un pueblo que vivía a orillas del Océano. Léase del Atlántico. Que ese país no era otro que España, se deduce
sin dificultad cuando el propio Estrabón añade que el nombre de este pueblo, supuestamente asiático, se ha derivado de
"foiniké", rojo, la misma denominación del mar Eritreo o "rojo" a cuyas orillas se configurase el pueblo fenicio.

Eritrea o Eritea fue una de las primitivas denominaciones de la Península Ibérica, de España. Posteriormente, y al igual que
sucediera con "Hispalis", referida específicamente a Sevilla, "Eritrea" se convirtió en uno de los nombres de Cádiz, resultándose
de ello que no fueron los fenicios los fundadores de Cádiz, como absurdamente se viene pretendiendo, sino los pobladores de
Cádiz los que se señalan como antepasados directísimos de los fenicios. Y de ahí que éstos reprodujeran en su nuevo
asentamiento del Mediterráneo oriental, el mismo templo de Hércules que los gaditanos habían erigido en el ámbito del
Estrecho.

¿Cuál fue el verdadero y primitivo mar Eritreo o Rojo, cuna del pueblo fenicio así como del caldeo, asirio, griego, persa o medo?

El genuino mar Rojo no podía ser otro que el mar Occidental, cuya situación en el Poniente justifica el enrojecimiento de sus
aguas en el momento del crepúsculo. Que esto es así, no sólo lo confirma el sentido común, sino también el testimonio de
autores clásicos como Herodoto que se refieren al Océano o mar Atlántico con los nombres de Atlántico o Eritreo. Léase "Rojo".
Enrojecido por el Sol y, también, por la sangre de Urano, del propio Sol, supuestamente caída sobre el Océano. Sobre el
Atlántico.

Y el caso es que al mar Rojo se le denominó Rubrum, término cuya forma originaria no es otra que Ruberum o, si se prefiere, Ru
(río) Berum o Yberum. O, lo que es lo mismo, río Ebro. Río Ibero.

¿Ha sido Rojo otra de las denominaciones de un río como el Ebro que discurre, no se olvide, por tierras de la Rioja?

Así es, en efecto, y de ahí el nombre de la comarca de Rojo, regada por el Ebro y en la que nos encontramos con la "Sierra del
Rojo" y con pueblos como el de San Martín del Rojo que posee, por cierto, una bellísima iglesia románica.

Todo ello por tierras de la Tesla, el primitivo monte Armenia... No lejos de un pueblo de antiquísimo y nobilísimo origen: Rosío.

Mas no es esto todo, porque a pocos kilómetros de la comarca de Rojo, aguas abajo del río Ebro o Rojo, vamos a encontramos
con su vecina comarca de Urna, que debe su nombre al vasco "Gurre" (rojo, purpúreo), del que se ha derivado "Urre", con los
mismos significados.

Algunos kilómetros más al sur de estas bellas, singulares -y castigadas- tierras burgalesas ribereñas del Ebro y casualmente en el
Occidente de la Sierra de la Demanda, se encuentra una nueva tierra Roja, frontera a la Rioja y primitivamente sumergida bajo
las aguas. Nos referimos a la comarca de Juarros, relacionada también con el euskera "Gurre" o "Urre", como demuestra la
presencia en ella del pueblo de Urrez. Léase "Rojo".

Es importante destacar que de esta forma "urre" (rojo) se ha derivado el primitivo nombre de Asiria: Ur o Urre. Assur aparece en
un pueblo de Juarros, junto a Urrez: Villasur. El mismo Asur que se repite en la toponimia de Liébana.

No estamos muy distantes de las tierras de Soria y tómese buena nota de que Asyria, Asur, Syria, Suria y Soria son nombres

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geográficos idénticos en estadios de evolución diversos.

Es el propio Herodoto quien, junto con Beroso, relaciona la cuna de babilonios, asirios, medos, persas o coleas (moradores de
esa Cólquida mítica que tantas sorpresas habrá de deparamos) con el mar Eritreo o Atlántido... que diera nombre a la isla
Atlántida, Eritrea o Roja, matriz no solamente de esos pueblos sino de todos los seres humanos.

Lo que no nos indican los autores antiguos, aunque sí las leyes rigurosas y matemáticas de la filología, es que esa Eritea o
Eritrea en la que tuvieran su cuna tanto los fenicios como los demás pueblos del Mediterráneo oriental, se denominó
originariamente Beritea o Bericia, lo que explica el que fuera "Berite", hoy "Beyrut" (capital del Líbano), una de las principales
capitales fenicias (3).

Por si pudiera cabemos alguna duda respecto a la identificación de la isla Eritia (Atlántida o Roja) con la Península Ibérica..., o,
para ser más exactos, con determinada comarca, otrora insular, de la Península Ibérica, el propio Merodoto nos aclara que el
rey Gerión reinaba en Eritia. Lo que nos devuelve a este mítico monarca hispano que tan destacado papel desempeña en toda
nuestra mitología y tras cuya personalidad no se oculta otra cosa que la identidad del dios Iberión o Ierión "Sol".

Dice más Herodoto, localizando la isla Eritia en Eskitia, denominación genérica del norte de España que tan clara huella ha
dejado en Eskadi (que no "Euskadi") y en "Eska" (y no "Huesca" ni "Osca"). En este mismo norte de España nos encontraremos con
el pueblo y el apellido vasco "Erice", así como con el cántabro río "Erecia", tan afines ambos al nombre de Eritia. Isla Eritia que
no es otra que la propia isla Aretia de la que eran originarias las Amazonas; o la "nebulosa" Aria de la que descendían los
egipcios... y los germanos.

Pocos autores recuerdan, por otra parte, que a determinados pueblos escitas se les conoció con el nombre de "Espalos". Léase
"Hispalos"... o "Hispanos".

Todo esto es importante, porque el nombre de Escitia aparece indefectiblemente relacionado con la primera morada de los
seres humanos y con pueblos tales como los griegos, los arameos o los egipcios, pobladores todos ellos del mundo primigenio. O
con los fenicios o "penos", así llamados por su parentesco con los "panos" o "hispanos".

"Fenicio" significa rojo, en opinión de Estrabón. Y es cierto. Como cierto es que "Fenicia" se ha derivado de "Phenicia" o
"Penicia", siendo Benecia ("Diosa Bene"), su nombre originario. De ahí la Vénecia italiana, de obvia filiación fenicia. O la leonesa
"La Bañeza".

El caso es que el primitivo nombre, documentado, de La Bañeza, fue precisamente Vénecia o Benecia. La ibérica y
omnipresente diosa Bene ("buena", "bendita", "venerable", "venturosa"...), universalizada por los romanos con el nombre de
"Venus".

Ya vemos a qué queda reducida la supuesta orientalidad del pueblo fenicio, universalmente ponderado por su condición de
"creador" de la escritura que nos es común a todos los pueblos de Occidente...

Así se ha escrito la Historia. Una Historia que casi nadie tiene interés en remover, por temor, en realidad, a que se nos venga
toda encima. Tal es la solidez y consistencia de sus cimientos.

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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


RIBERO MENESES PRINCIPAL Jorge Mª Ribero-Meneses

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Capítulo XII. El enigma de Túbal

"Túbal", "Jaban", "Tharsis" o "Elisa" son algunos de los nombres con los que la tradición conoce al primer poblador de España, siendo el
primero de ellos, conceptuado como nieto de Noé, el que más reiteradamente aparece identificado con el más remoto origen de los
españoles.

Como Noé, Osiris o Saturno, Túbal es una suerte de dios colonizador, cuya misión había de consistir en atrancar a los pobladores de la
Península Ibérica de la barbarie en la que vivían, introduciendo entre ellos una serie de medidas civilizadoras que abarcaban desde su
adiestramiento en determinadas prácticas agrícolas, al establecimiento de una serie de normas básicas de convivencia.

"Túbal", por otros nombres "Iúbal" o "Bal", supuesto progenitor de los españoles, no es sino el propio dios asiático "Bel", personificación
del Sol al igual que su paralelo egipcio Os iris "Foroneo" o "Faraón", primer legislador de la Humanidad.

Confirmando la identificación que existe entre Túbal y Osiris y desvelándonos al propio tiempo el origen de aquellas célebres leyes en
verso reverenciadas por los tartesios a lo largo de seis mil años, Rodrigo Méndez Silva, en su "Catálogo Real y Genealógico de España",
nos proporciona el dato precioso de que "Túbal estableció leyes en verso". Pues bien, aquella remota jurisprudencia, plasmada en
doce leyes que, con mayores o menores vaiiantes habían de ser acatadas por tartesios y egipcios, llegaría a inspirar más tarde la
propia ley romana de las Doce Tablas. Lo veremos en una obra posterior.

Fray Gregorio de Argáiz localiza en Reinosa la primitiva capital de España, coincidiendo con el "reinado" de Túbal y de su esposa
Sapharad. Otro dato importante, si tenemos en cuenta que, en cuanto que idealización del Sol, el matrimonio de Túbal sólo podía
haberse materializado con la Luna o con la Tierra. "Tierra" es, de hecho, uno de los nombres de la esposa del Sol, conocida con este
nombre y con el de "Titea", lo que explica el que a sus diez primeros hijos se les denominase "Titanes" o "Tirrenos"...

El matrimonio del Sol con la Tierra se había consumado -pensaban nuestros antepasados-, a raíz de la caída sobre las aguas del mar de
los genitales del "padre de los dioses". De aquella cópula, del contacto del semen con las aguas del mar, se derivaría el nacimiento de
Venus Afrodita.

La Tierra asume, pues, en esta versi6n del mito de la creación, el papel de madre común de todos los humanos, lo que explica que los
primitivos españoles considerasen a

"Sapharad" como esposa de Túbal, del Sol. Y es que "Sa Pharad" era la Tierra originaria, el Paraíso, la primera morada y el primer
"regazo" de los seres humanos.

Hauberto Hispalense, por su parte, nos habla de la ciudad de Tubalia que estaba situada "sobre las fuentes del Ebro" y en la que se
suponía enterrada la Sibila Eritrea, madre de Túbal. Sibila que, por cierto, habría de dar nombre a Sevilla y al Estrecho de Gibraltar,
conocido también antaño con el nombre de "Estrecho de la Sibila" (4).

No aparece, por parte alguna, el rastro de aquella remota "Tubalia" situada "sobre las fuentes del Ebro". ¿Se equivocaba Hauberto
Hispalense? ¿Acaso existieron para nuestros antepasados unas fuentes del río Ebro distintas a las que hoy identificamos y conocemos?

Arduos fueron antaño los malabarismos intelectuales que hubieron de hacer nuestros más conspicuos cronistas, para justificar y
justificarse el porqué de que un supuesto colonizador que llegaba a la Península Ibérica procedente del extremo oriental del
Mediterráneo, desembarcando por consiguiente en la costa catalana o levantina, comenzase el poblamiento de España nada menos

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que en el "cabo" opuesto del río Ebro, a orillas del Cantábrico.

Nada de particular tiene que el maestro Esquivelle hiciera ver a Esteban de Garibay lo absurdo que resultaba que Túbal no se hubiera
afincado en Cataluña, Aragón o Navarra, poseyendo esta regiones como poseen, zonas tan fértiles y hermosas como puedan serlo las
tierras de la cabecera del Ebro.

Las armas de Esquivel en su polémica con Garibay, eran la lógica y la razón. Garibay, por su parte, sólo podía esgrimir un arma: la
tradición. Y es que, por muy disparatado que pareciera, todos nuestros más antiguos cronistas se mostraban unánimes a la hora de
identificar a las fuentes del río Ebro como el primer lugar poblado de la Península Ibérica:
€
"¡Oh montaña Cantabriana,
academia de guerreros,
origen de caballeros
de do toda España mana¡"
€
exclamaría don Diego de Carbajal, señor de Jódar, fiel a esa arraigadísima tradición que localizaba en determinada montaña llamada
"Cantabria" o "Cantabriana" el solar originario de Túbal, primer poblador de España. Se señala, inclusive, los productos vegetales
merced a los cuales aseguraba su sustento: frutos, raíces, zarzamoras, uvas, nabos, setas, coincidiendo con todos los testimonios que
otorgan un estricto carácter vegetariano a los primeros pobladores de nuestro planeta, atribuyéndose a ello su longevidad. Garibay,
hace de ello varios siglos, se expresaba ya en estos términos:
€
€€€€€€ "...el vicioso siglo nuestro, lleno de diversidad de viandas, para abreviar la vida de los hombres".

La localización "sobre el Ebro" de la primera población de España, avalada por la tradición y por un cúmulo de evidencias de toda
índole entre las que cabría destacar las de carácter arqueológico, lingüístico (la lengua vasca) y toponímico, pone verdaderamente
difíciles las cosas a quienes contradicen el carácter autóctono de los primeros pobladores de la Península Ibérica. ¿Quién sería tan
osado como para pretender que nuestros antepasados, en el supuesto de que hubieran arribado a España a través del Mediterráneo o
de los Pirineos, hubieran sido tan insensatos como para recorrer buena parte de su geografía, desechando regiones feracísimas, no
dejando rastro humano alguno en ellas y optando a la postre por unas montañas inhóspitas, perdidas en un extremo de la Península?

La hipótesis resulta sencillamente aberrante. Tan aberrante como sería suponer que los primeros pobladores de España habían
desembarcado en Cantabria procedentes de las gélidas y despobladas tierras del norte de Europa...

Otro tanto cabría decir de la tesis darwinista, inclinada a buscar las raíces de nuestra especie en el continente africano y forzada, por
consiguiente, a "imaginar" una jamás efectuada emigración de gentes de dicho continente en dirección a Europa y a través, como
hubiera sido inevitable, del ayer istmo y hoy estrecho de Gibraltar. A saber cómo se justificaría, si las cosas hubieran sucedido de esta
guisa, el hecho de que estas supuestas hordas africanas hubieran atravesado la Península Ibérica como sobre "ascuas, para ir a
establecerse justamente en el extremo opuesto a la región -Andalucía- que primero habrían encontrado a su paso.

Descartadas todas estas hipótesis como impresentables y huérfanas de toda virtualidad, no nos quedaría sino concluir que, salvo una
no menos improbable llegada de nuestros primeros antepasados a través del espacio, la única explicación cabal que podemos otorgar a
la presencia en las montañas "de la cabecera del Ebro", de los primeros pobladores de España, es la de que, efectivamente, y tal y
como la tradición asevera, el Paraíso Terrenal -"Se Pharad" tuvo su asiento en la Península Ibérica, habiéndose configurado la especie
humana sobre nuestro suelo.

No se alejaba mucho de la verdad Moisés Barcepha cuando escribía:


€
"Otros juzgan (...) que fuera de la última carta del Océano -occidental- se conserva aquella tierra en que estuvo plantado el
Paraíso. Por cuyo sentir pretenden llevarle muchos a nuestras Indias Occidentales".
€
Tal era el criterio de Cristóbal Colón, quien fuertemente influido por estas tradiciones y por los textos platónicos, estaba firmemente
convencido de que avanzando a través del Océano Atlántico, llegaría a toparse inevitablemente con el Paraíso Terrenal y con la

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perdida Atlántida. Como judeoespañol que era, Colón conocía perfectamente los centenares de textos medievales españoles en los
que se conservaban este tipo de noticias, transmitidas con particular predilección por nuestros judíos. Noticias rigurosamente ciertas,
referidas, eso sí, al mundo primigenio y que al sobredimensionarse y proyectarse al mundo del siglo XV, resultaban sencillamente
disparatadas. En este sentido, el descubrimiento de América por Colón fue el producto de un inconmensurable error de interpretación.
Buscando el Paraíso de las Indias Occidentales, Colón se topó con un continente desconocido que, ciertamente, no era el Paraíso
Terrenal... pero se le parecía mucho.

Giacomo Filippo de Bergamo en su "Suplementum Cronicorum" o "Suma de todas las Crónicas del mundo" hace balance de los siete
Paraísos Terrestres aspirantes a erigirse en matriz y cuna de la Humanidad, mencionando uno de ellos en Occidente, "hacia Céfiro" y
otro, cuya situación no precisa y del que dice:

€€€€ "Hállase aún en el Occidente otro Paraíso Terrestre de placeres y de delicias".

Mucho más concreto y clarividente había de mostrarse un eminente teólogo de principios del siglo XVII. Nos habla de él Gaspar Ibáñez
de Segovia, marqués de Mondéjar, en su "Cádiz Phenicia", réplica tardía y endeble al "Aparato a la Monarquía antigua" de José
Pellicer:
€
"Uno de los más célebres Várones de este siglo, se mueve a defender estuvo en España el Paraíso".

"Esta opinión, aunque tan extraña y contraria al sentir de antiguos y modernos, tiene por defensor a Fray Juan Caramuel,
obispo de Vegeben, que la expresa con tal seguridad, como se contiene en la cláusula siguiente suya: ''Me consta que el
primer hombre fue criado en España y que en ella fue el Paraíso Terrenal".
€
Las palabras del Maestro Juan de Caramuel y Lobkowitz en su "Declaración mística de las armas de España", publicada en Bruselas el
año 1636, no son exactamente las que refiere Ibáñez de Segovia, lo que nos obliga a pensar que, o bien este autor "exageró la nota"
como hace al refutar a Pellicer, o bien la Inquisición, sorprendida ante las palabras de Caramuel, le aconsejó "suavizarlas" en alguna
medida.

Caramuel dice textualmente lo siguiente:


€
''Llámase Castilla en hebreo Adamuz. Era Metrópolis la que conserva hoy el nombre y está junto a Córdoba (...) En esta
provincia es muy probable que formó Dios al primer hombre; en ella consistió lo más ilustre de todo el Paraíso. De ella salen
aquellos cuatro ríos que pintó Moisés y explican con curiosidad muchos autores. Pruébolo muy despacio en otra parte".

€
Por desgracia, las "pruebas" de Caramuel no han llegado hasta nosotros. Su libro consagrado al Paraíso, que tanta luz podría haber
arrojado respecto a su identificación con la Península Ibérica, o bien se ha perdido, o bien se ha hurtado a las pesquisas de Ibáñez de
Segovia... y del autor de estas páginas.

Resulta extraordinariamente significativo que fuera "Adamuz", un derivado obvio de "Adán", el nombre hebreo de Castilla,
sobremanera si consideramos que la cuna de Castilla coincide precisamente con las comarcas de la cabecera del Ebro.
Llamar "Adamuz" a Castilla equivalía a declarar que en ella había tenido Adán su cuna, pretensión esta que aparece confirmada -el
dato es impresionante- por el hecho de que "adamaz" signifique Tierra primitiva.

Dígalo, si no, la toponimia del "Rincón de Ademuz", a la vera de los "Montes Universales", uno de los topónimas más prodigiosos y
menos estudiados del planeta, en los que nos encontramos con lugares sorprendentes tales como "Val de Meca", "Griegos", río "Ebtón",
río "Guada Laviar" ("Lebiá" = Paraíso) o los pueblos de "Paraíso Alto" y "Paraíso Bajo".

Fray Juan de Pineda, en su "Historia Universal del Mundo", publicada en Barcelona en 1606, dice respecto al Paraíso:
€
"Eugubino sostiene que el sitio del Paraíso fuera pequeño. Otros añadieron que los hombres estuvieron en el Paraíso hasta el
Diluvio".

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€
Nuevos testimonios, pues, verdaderamente trascendentales, que vienen a abundar en esa idea que venimos reiterando desde el
principio de estas páginas, en relación con la identificación del Paraíso con el mundo primigenio... y con la Atlántida. Nombres
distintos para hacer referencia a un mismo lugar, aquella montaña de la que dice Fray Thoma Malvenda en su "De Paradiso
voluptatis" (Roma, 1605):

€€€€ €€€ "Paradiso, in altissimo loco sito".

Partiendo del remoto carácter marino de nuestro planeta y de la relativa "modernidad" de la corteza terrestre, el sentido común
indica que el Paraíso, la cuna de nuestra especie, hubo de ser inevitablemente una montaña... circundada por el mar. De ahí que se
representase a "Sepharad" como un castillo rodeado por el mar. Y en cuanto a que Sepharad fuera una montaña, Giacomo F. de
Bergamo, en su obra anteriormente citada, se refiere al "Monte Sephar, morada de los nietos de Heber".

Otro testimonio inapreciable, que confirma en esta ocasión la identidad de "Sepharad" con alguna montaña importante situada en
torno al río Ebro. Montaña en la que estuviera enterrada la madre de Túbal...

La importancia del nombre de Túbal es infinita, en razón a que las diferentes etimologías que la antigüedad otorgaba al nombre de
nuestro supuesto primer poblador, eran nada menos que las siguientes:
€
1) "nido del mundo"
2) "universo"
3) "todas las cosas"
€
Ocasión inmejorable ésta para recordar a Fray Juan de la Puente en su "Conveniencia de las dos Monarquías":
€
"Pania -antiguo nombre de España- significa en griego lo mismo que ''omnia'' en latín: todas las cosas. Ser esta opinión de los
Antiquísimos Gentiles, consta de Eusebio, de su ''Preparación Evangélica".

A partir de los tres significados antedichos -"nido del mundo", "universo" y "todas las cosas" -, puede que ahora estemos en condiciones
de comprender la enorme importancia que reviste el hecho de que se considere a Túbal cuyo reino estaba, recuérdese, en los valles
ahos del Ebro como el primer poblador de España. Como importante es el que a Túbal se le denominara indistintamente "Iubal" o
"Iobel", origen del nombre de los "Montes Iubaldas" que desde la Sierra de la Demanda se extendían, paralelos al Ebro, hasta la Sierra
de Peña Labra en la que éste tiene su nacimiento.

Al decir de Marco Catón, los primeros hombres "vivieron en la Scitia Saga y de estos, multiplicados por generación, se pobló el mundo".

"Escitia" fue una de las denominaciones del norte de España, lo que justifica la antigua presencia en Asturias de un promontorio
llamado precisamente "Escítico" (5). En cuanto a "Saga", el parentesco de este nombre con el del extenso macizo de Saja que se
desprende de Peña Labra, resulta bastante claro. Por el propio Fray Juan de Pineda sabemos que "tras el sacrificio de Noé, la tierra de
Armenia pasó a llamarse Saga". "Saja" y "Sagra" son dos de las sierras que nacen en Peña Labra, siendo precisamente "Armenao" el
nombre de la comarca que a guisa de cordón umbilical une Peña Labra con Peña Sagra.

Que Noé "plantase su viña en una montaña de Armenia llamada Lubano", tal y como asegura Pineda, resulta un tremendo
contrasentido si relacionamos esta afirmación con la Armenia asiática, situada a enorme distancia del Líbano. No se produce
semejante distorsión si, por el contrario, pensamos en ese Valle de Libanw o Liébana en el que se encuentra la mencionada comarca
de Armenao...

La clarividencia que le atribuimos a Ignatius Donnelly al haber sido el primero en intuir que el mito de la Atlántida no era otra cosa
que el recuerdo del mundo primigenio, tendríamos que cuestionarla seriamente en el supuesto de que el escritor americano hubiera
leído a los autores antiguos y conociese, por consiguiente, noticias como éstas a las que hace referencia Gaspar Ibáñez de Segovia en
su "Cádiz Fenicia":
€

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"A decir de Calcidio, en el relato del Timeo de Platón se contenía la narración de las cosas sucedidas antes y la relación de la
Historia antigua".
€
E insiste Ibáñez de Segovia:
€
''En la historia de la Atlántida está expresada la del primer mundo hasta el Diluvio, en sentir de algunos. La historia de la
Atlántida es la historia de los primeros patriarcas que precedieron al Diluvio, a cuya universal inundación pretenden aludiese
Platón cuando asegura pereció anegada su dilatadísima Isla, entendiendo con ese nombre de Atlántida el orbe todo, que
quedó sumergido. Sentir que siguen: Agustino Stheuco, Henrique Salmut, Gerardo Juan Vósio, Juan de Laet, Marcilio Fiscino y
Juan Serrano. También podría coincidir este sentir con el de Eupolemo, que refiere Eusebio Cesariense, copiado de Alexandro
Comelio Polistor, el cual asegura enseñó Abraham a los Egipcios que había sido Enoch el que primero enseñó la Astrología (...)
y que era Atlante el mismo que Enoch".
€
En seguida vamos a comentar esta información trascendental de Eupolemo, que viene a confirmarnos que Atlante, Enoch y el
astrólogo Set -hijo predilecto de Adán y patriarca de los setitas que morara en la cumbre del Paraíso "O Acrópolis consagrado al
estudio de la Astrología-, son en realidad la misma persona. Antes, sin embargo, vamos a conocer el parecer de Juan Serrano en
relación con el "Timeo" de Platón:
€
''Esta parte es la más principal del proemio, en que trata de la Historia del mundo primitivo, que precedió al Diluvio, y se
acerca más a su origen y creación. Con que no parece se pueda dudar, pertenecen al tiempo que decimos los sucesos de la
Atlántida".
€
Siendo Atlante, Enoch y Set el mismo personaje, se confirma algo tan obvio como es el que la historia de atlantes, hebreos, setitas o
atenienses y españoles, es, en sus orígenes, la misma historia. Vayamos por partes.

Atlante fue el patriarca de los atlantes. Enoch, por su parte, es uno de los patriarcas, principalísimos, de los hebreos. En cuanto a Set
fue patriarca de los atenienses y de ahí el que la región del Atica se denominase igualmente Setina...

Pero es el caso que a este mismo Set, hijo preferentísimo de Adán, se le conoció con el nombre de "Vatica", lo que resulta
absolutamente lógico cuando sabemos que es precisamente de "Bática" de donde se ha derivado el nombre del "Ática".

"Bática" y posteriormente "Atica" fue una de las denominaciones del mundo primigenio, del Paraíso Terrenal, lo que justifica el nombre
de "Bética" con el que se designase a la Península Ibérica en su conjunto, y posteriormente a Andalucía. Nombre que trasladado a la
geografía italiana, tomaría la forma de "Nueva Bática"... o Váticano. De ahí que a Roma se la conceptúe como la "ciudad eterna"... y
es que el vasco "betika" significa precisamente eterno, en una clara alusión a la genuina Bática: el mundo originario".

Tal vez convenga recordar aquí que "Ática" fue una montaña del norte de España, de la que tenemos referencia por testimonios
romanos.

Ese infrecuente prefijo "At-" denuncia la identidad de origen del Atica, de Atenas y de la Atlántida... así como del mítico monte Ate en
el que estuviera emplazada Troya. De ahí el que, aunque refuerce nuestra opinión, no podamos sorprendemos del hecho de que Enoch
y Atlante sean la misma persona, lo que -como veíamos- equivale a proclamar la identidad, no sólo de atlantes, hebreos, atenienses y
españoles, sino también de los egipcios. Y es que el hebreo Enoch no es otro que Inaco "Sol", padre del supuesto primer ser humano:
Foroneo, primer rey de los griegos... y de los egipcios que en memoria suya denominaron "Faraones" a sus reyes.
€
"Casó Osiris con Isis (a quien otros llamanlo), hija de Inaco, primer rey de los Griegos que reinó en Acaya antes de Cam, y por
eso los Argivos se suelen llamar Inaquides".
€
Son palabras de Juan de Caramuel que se complementan con las de Malvenda cuando nos habla de que Anak fue el verdadero nombre
de Enoch o Enac, fundador de la primera ciudad creada por el hombre en Arba o Hebrón.

El nombre de Anak, fundido a otro de los epítetos del Sol -Curete-, produciría el término anacoreta, referido a aquellos setitas o

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celtas que vivían en la cumbre del Paraíso y que resultan ser los mismos que los Curetes o Cretenses, que los Coribantes o Frigios y
que los Garamantes o Libios. Por no citar a los Corizos o Asturianos, Ceretes o Catalanes, Caristios o Váscos, Carietas o Castellanos,
Curetes o Andaluces...
€
La referencia a España de todas estas noticias resulta obvia, si pensamos en que el nombre más antiguo de la Península Ibérica que se
conoce, derivado manifiesto de Anak, es precisamente Anakuki. Precisamente porque la muerte de Anak o Inaco "Sol" por su hijo y
sucesor Hércules léase la leyenda de la castración del Sol por Atenea "Luna" -, iba a producirse sobre el territorio de la Península
Ibérica. ¿En qué punto en concreto?

Martín Fernández de Enciso en su "Suma de Geografía" que viera la luz en Zaragoza el año 1518, asegura que "Hércules fundó Mérida
en el lugar en el que combatió y decapitó al gigante Gedeón". Está claro que Gedeón no es otro que Gerión, monarca español tras el
que se esconde otro de los epítetos del Sol: "Iberión", "Ierión" o "Gerión", conocido por los griegos como Hiperión.
€
El tirano Gerión, destronado y muerto por Hércules, no es otro que el propio Osiris "Sol", brutalmente descuartizado por Tifón.
Consecuentemente se considera a Gerión como uno de los primeros monarcas de España (epónimo de Gerona y de Fuen Girona o
Fuengirola) y, recordando el remoto carácter trinitaria del astro rey, se le representa como un gigante de cuerpo triple. De aquí,
precisamente, nacerá el equívoco de los tres Geriones o Lominios, los supuestos hijos y sucesores de Gerión que teóricamente le
sucedieron en el trono de España.

El hecho de que se relacione a Mérida con el lugar en el que se produjo la muerte de Gerión, resulta lógico si pensamos en que
"Mélida" fue el primitivo nombre de esta ciudad española, referido a las gotas de sangre vertidas por el Sol tras ser mutilado por
Hércules, gotas de las que habían de nacer las "Melíades" o "ninfas de los fresnos", identificadas a la sazón como los primeros seres
vivos, hijas por consiguiente del Sol.

Llegados a este punto, nos faltaría solamente por añadir que "Túbal" no es otro que los propios Anak, Gerión, Iberión, Inaco, Atlante,
Enoch o Bel, nombres indistintos del Sol (6).

Cuando se pretende que la Atlántida fue la cuna de todos los dioses de la antigüedad, se está señalando sin saberIo a la propia
Península Ibérica. Dígalo, si no, el testimonio de Estrabón, citado en esta ocasión por el Padre Francisco Sota:
€
''Estrabón deja dicho que España fue el Paraíso de los Dioses, según la Teología Gentílica y los Poetas griegos".
€
Como español, podía haber desmesura en las palabras de Sota. No así en las del griego Estrabón.

E insiste Sota, apoyándose siempre en el testimonio de los autores grecolatinos:


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"No necesita de comprobación que España es el fin de la Tierra y que los Campos Elíseos fueron en ella".
€
Confundiendo a Afrodita "Isa" o "Elisa" con un hombre, dice Juan Goropio Becano que "Elisa, hijo de Jaban, fue el primer poblador y
Príncipe de España, habiendo dado nombre a los Campos Elíseos españoles".

¿No resulta por demás evidente que "Campos Elíseos" y "Paraíso" son dos nombres distintos para aludir a un mismo concepto?

Dice San Gregorio Nacianceno:

€€€€€€€€€ ''En el Campo Elysio de Homero está trasladado el Paraíso que pinta Moisén".

y Christiano Bechmano rubrica:

€€€€€€€€€ ''El Elysio de los Gentiles no fue otra cosa que el Paraíso, aunque expresado debajo de alguna sombra o niebla ".

Ergo si los Campos Elíseos estaban en España, el Paraíso Terrenal, como intuyera Caramuel, ¿no había de estarlo también?

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Qui vult verum temprere, falsum venerari-Nimis est odibilis celo, terri, mari.
(Alabanza del Instituto de Caridad de Roncesvalles, S. XII o XIII)
"Quien la verdad entierra y el error venera, al cielo, la tierra y el mar vulnera".
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SEFARAD O LA MORADA DE LOS HIJOS DE LOS DIOSES


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Notas:

(1) En el nombre de "Calipso" confluyen también significados lógicos, tratándose como se trata del Paraíso, tales como belleza (kalos),
morada (kalia y kalibe), arca (kalos)...

El prefijo "apo" que aparece en la voz "apocalipsis", tiene su origen en la lengua vasca y está relacionado con términos tales como
"apakin" (cieno, lodo), "apurkatu" (despedazar, romper), "apoñu" (borrasca), "apotx" (error)...

En cuanto al griego "apo", tiene el sentido de fin, de alejamiento, de expulsión, perdición y ruina...

(2) Le hago notar al lector que la madrileña Plaza de Oriente, con su Palacio del mismo nombre, se encuentra situada en el lugar más
abrupto y elevado de Madrid, al tiempo que en el extremo más occidental de la antigua Villa.

En otro orden de cosas, el término "oriente", como todos cuantos tienen una vocal por inicial, tuvo una consonante previa, suave, que
ha desaparecido por causa de la erosión del lenguaje. ¿Cuál fue esa consonante?

El lector sabrá disculparme el que le oculte, por el momento, este dato crucial, permitiéndole seguir elaborando sus propias
conclusiones en relación con la ubicación del Edén.

(3) Puede que arroje alguna luz, en orden a la identificación del verdadero emplazamiento de la primitiva isla Eritea o Atlántida, el
hecho de que en torno a la Sierra de la Demanda y fundadas nada menos que por Túbal o Iúbal, primer poblador supuesto de España,
existieran las ciudades de Berito y Biricia. Recuérdese y no se desdeñe este dato, que la Sierra de la Demanda se encuentra enclavada
en plena comarca de la Rioja.€ O, lo que es equivalente, de la Roja, así denominada por el hecho de ser regada por el río Oja. Algo ha
tenido que ver este río y e! acendrado color rojizo de las tierras de la Rioja, con la configuración dé la propia palabra "roja" y el
nombre de! río Ebro o... Rojo.

La mención sobre la fundación de Berito y Biricia, aparece recogida en el denostado y cuestionado "Chronicón" de Hauberto
Hispalense. Buena prueba del rigor y autenticidad de este decisivo registro histórico, la ofrece el hecho de que en e! término de
Pazuengos, en plena Sierra de la Demanda, se conserve todavía e! nombre de un lugar denominado Bereciñas, no lejos, por cierto, de
Berceo, otro topónimo crucial, precedente de Perseo y de Persia. No por casualidad, los persas tenían su cuna junto al mar Eritreo,
Junto a Bericia.

"Parsas" fue el primitivo gentilicio de los persas. Resulta claro el parentesco de este nombre con e! término "Paraíso"...

(4) Varios de nuestros antiguos cronistas, demostrando tener un finísimo "olfato filológico", relacionan e! nombre de Esa crucial
"Tubalia", fundada por Túbal, con las poblaciones españolas de Tudela y Tafalla, lo que resulta incontestable. Detrás de todos estos
nombres geográficos, se encuentra el recuerdo del primogénito de los ríos ibéricos: el Ebro, Zabala o Tabala.

(5) Está todavía por esclarecer cuál fue el origen y cuna del pueblo escita. Es tema de enorme magnitud y trascendencia sobre el que
habremos de volver en un ensayo específicamente consagrado a este tema.

(6) De "Bel" -Sol- se derivaría el adjetivo "bello", así como el nombre del dios Belenos, adorado por los celtas.

Bel, asimismo, daría nombre al dios Hel adorado por los fenicios. Nos lo refiere Pellicer:

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€€€€ "Hel, cuya voz usurparon los Fenicios dando este nombre al Sol".

Pero no iban a ser solamente Hel y Belenos las divinidades que nacieran a imagen y semejanza del dios Bal o "Túbal" ibérico. También
asirio el Bel o Baal€ se inscribe en esta nómina, al igual que el griego Helios, el hebreo El o el latino Eli, epónimo de los Campos
Eliseos. Recuérdese el vasco "eliz", iglesia, lugar sagrado.

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