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El espíritu de Cádiz1

Rafael Morales Ramírez


Consideraciones críticas con motivo de los bicentenarios hispanoamericanos

Salvador Viniegra (1862-1915), La promulgación de la Constitución de 1812

El proceso que abre el bienio 1808-1810, con el que se alcanza la independencia de los
países americanos de España, sigue interpretándose el día de hoy como un hecho nacional y
americano. Así, las repúblicas hispanoamericanas se preparan para realizar grandes
celebraciones tratando de ensalzar aquello que les es más propio, sus héroes, himnos y todo
tipo de referentes patrioteros, las pertenencias que dan forma al carácter nacional de cada
país. Se organizan grandes comisiones, congresos, cátedras y publicaciones para revisar los
hechos de aquellos años; se develan monumentos y arrancan todo tipo de obras públicas
con la finalidad de rememorar las hazañas de nuestros ancestros. Los jefes de Estado se
apresuran a organizar los festejos para dar una imagen de renovación social o, incluso, para
relanzar sus gobiernos. Las celebraciones alcanzan casi para todo. No obstante los aprestos
por el Bicentenario de las Independencias no han suscitado un debate en torno al futuro
histórico de Hispanoamérica.

En efecto, este hecho da cuenta del surgimiento de la Nación política, que se alcanza por
holización, es decir, por la transformación de la sociedad política del Antiguo Régimen a
una Nación política compuesta de individuos iguales entre sí.{1} No obstante, el proceso
independentista que surge del bienio 1808-1810 no sólo forma el mito fundacional de cada
uno de los Estados nacionales de la región pues implica, sobre todo, la inserción de los
pueblos americanos en una plataforma continental histórica, vale decir, universal:
Iberoamérica. De ahí que los fastos del bicentenario de la independencia de la América
1
EL CATOBLEPAS Revista Crítica del Presente. No. 85 Marzo 2009. Pág.14.
española queden a la deriva, al reducirse a múltiples festejos, siempre que no se reflexione
sobre nuestra historia política dentro de un bloque continental más amplio, no estrictamente
nacional, que coloque a cada país frente a Hispanoamérica y a ésta frente a Iberoamérica.

El presente de nuestros países se define históricamente por este hecho: la transformación de


una totalidad heterogénea de colonias americanas en una totalidad homogénea de naciones
iberoamericanas, cuya mayor implicación fue la invención de las nacionalidades bajo la
igualdad política entre ambos mundos y no como una negación del pensamiento político
occidental, como se entiende hoy; igualdad plasmada en la Constitución de Cádiz, nuestro
puente jurídico con Europa.{2} La unidad hispanoamericana, como señala Carlos Monsiváis,
arranca con la disolución del lazo cohesionador que fue la corona española y se consigue a
lo largo del tiempo bajo la permanencia de una serie procesos e instituciones formativas,
como el idioma español, la familia protectora, la religión católica y el autoritarismo.{3} Lo
que resulta paradójico es que tal independencia terminaría por hacernos más afines, más
próximos: la holización iberoamericana sería no más que el resultado de la gran herencia
del primer liberalismo español, nuestra matriz ideológica, que hoy se expresa en un
conjunto de tradiciones de pensamiento fuertemente compartidas.

El bicentenario, como se bien se ha dicho, aparece como una oportunidad para plantear el
dilema de la unidad política, específicamente la relación de los Estados nacionales con el
todo hispanoamericano, en aquello que separa pero también en aquello que une. La
oportunidad es enorme y se aprovecharía si se rechaza la fórmula convencional de «se
celebra pero no se discute». Porque, efectivamente, si existe un momento para discutir
acerca de algo que pueda llamarse Hispanoamérica es precisamente en esta fecha. En
segundo lugar, es también la ocasión para revisar nuestra realidad hispanoamericana frente
a los Estados Unidos –y frente a otros imperios– en la americanización de la cultura, los
efectos perniciosos del modelo de desarrollo neoliberal así como en los siempre renovados
esfuerzos para relegar a ese país de los asuntos de la región, como se muestra en la recién
creada Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), así como en el activismo de las
Cumbres Iberoamericanas y en otros organismos pro-hispanos.

El proceso desatado en el bienio 1808-1810, con su generación y todos sus arrestos, pende
sobre nuestras sociedades que se muestran el día de hoy nimias ante los enormes retos que
se les presentan. Porque el hecho fundamental de este periodo de la historia, que nos define
en la actualidad, es el del surgimiento de una moral, de una voluntad de ser, primero como
naciones, en lo que cada una de ellas encuentra de universal, como señala Miguel de
Unamuno, en aquello que hace al argentino argentino o peruano al peruano, pero también
en aquella fisonomía moral que hace al americano americano, con su mentalidad, ética,
estética y religiosa.{4} Alcanzando esta ruta, dentro de una perspectiva de larga duración,
secular, es posible hacer un balance de aquello que nos vincula como hispanoamericanos,
sobre todo en lo que toca a las tradiciones de pensamiento político, a saber: quijotismo,
bolivarismo, americanismo e iberoamericanismo, a partir de las cuales se plasman
doctrinas, ideologías, planes y programas políticos. De avanzar en un ejercicio así sería
posible también apuntar los elementos que en un horizonte futuro puedan construir y
robustecer algo que podría llamarse la Unión Iberoamericana.
Cuando se piensa en independencia la primer asociación que salta a la vista es la de
separación, lejanía. Pero la revolución que dio origen a ésta produjo, más que reducir,
muchísimos puentes de comunión entre ambos mundos, como la secularización (vía la
narrativa, las constituciones republicanas y la lucha por los derechos civiles y políticos) y el
mestizaje (una manera de reparar el genocidio imperial por la vía sexual, según Abel Posse,
pues los españoles no despreciaron los cuerpos, a diferencia de otros imperios).{5} Hay otro
puente, arcano, pero más largo y transitado, el que da origen a toda nuestra cultura política,
un tipo particular de romanticismo situado en la figura del Quijote de la Mancha. Toda
nuestra idea sobre el heroísmo político, sobre las gestas gloriosas basadas en el Alto Ideal y
el ímpetu que unge a las empresas más descabelladas cuyo desenlace es absolutamente
incierto, es un legado cervantino, español. El quijotismo es nuestro hecho iberoamericano.
La quijotada creadora de nuestros padres fundadores es el romanticismo político que nos
vincula, muy a pesar de que hoy sea reducido a un misticismo-individualista. Y es que esa
empresa histórica tan descomunal puede parecer inexplicable, casi misteriosa, por una
determinación que hoy en día no se alcanza a ver en toda la clase política. Pero eso que se
ve como algo místico no fue otra cosa que la conciencia de la necesidad por cambiar el
estado de cosas: acabar con la desigualdad social. Eso fue lo que llevo a las elites criollas a
fundar las naciones hispanas y no la rebeldía revolucionaria revelada por un «yo» genial, –
en su versión psicologista, como se sigue interpretando tercamente, por ejemplo, con el
Che Guevara.

El gran libertador de América, Simón Bolívar, se consideraba asimismo un fiel adepto del
quijotismo. Según cuenta Unamuno: «Y no es acaso quijotesco aquello que cuentan, dijo
Bolívar, a raíz del terremoto de Caracas, en 26 de marzo de 1812, cuando atribuyéndolo un
fraile a azote de Dios irritado por haberse desconocido a Fernando VII, el ungido del Señor,
el futuro libertador, que se hallaba en la turba entre las ruinas, desenvainando la espada y
obligando a bajar de la mesa que le servía de púlpito al fraile predicador, gritó: ‘¡Si se
opone la naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca!’»{6} Con nuestro
primer Quijote americano se origina la segunda gran tradición: el bolivarismo, que postuló
la unión de los pueblos americanos formando «de todo el Nuevo Mundo una sola nación
con un solo vínculo que ligue a sus partes entre sí y con el todo», a través de una gran
federación{7} y que para pensadores como José Vasconcelos tuvo su mayor plenitud en el
Congreso de Tacubaya, donde Lucas Alamán lo opuso contra el monroísmo, ese ideal
anglosajón que busca incorporar a las naciones hispánicas al Imperio norteamericano, a
través de la política del panamericanismo.{8} La tradición renacería no mucho después
impulsada por socialistas, con la primer Campaña Hispanoamericana encabezada por el
argentino Manuel Ugarte{9} y el también olvidado, pero impresionante, Plan de realización
del supremo sueño de Bolívar, de Augusto César Sandino.{10}

Esa presencia monroísta que empezaba a descollar en el siglo XIX en la región, que atizó
un sentimiento antiespañol como uno de sus principales medios, habría de catalizarse en un
nuevo movimiento de unidad continental que urgía a distinguir el hispanismo del mundo
anglosajón. El americanismo surge como una fuerza capaz de reconocer lo que les propio a
la hispanidad en América pero también la americanidad de España o, dicho de otra forma,
el reconocimiento de la obra de España en América.{11} Pero tuvo que luchar en contra de
una tendencia que asociaba lo español al fanatismo, la regresión, la rapacidad producto
también de una lectura tergiversada de la historia que, como ya se ha comentado aquí,
asienta la excepcionalidad nacionalista de la independencia abjurando de aquellos héroes
que, como Francisco Javier Mina, lucharon en contra del Trono y del Altar en ambos lados
del atlántico. El americanismo, nos dice Monsiváis, busca desligarnos de Estados Unidos y
en su lugar situar a la América como una totalidad exaltada para abrir paso así a una nueva
utopía sobre la unidad de su historia, de su vida política e intelectual que la hacen, en
palabras de Pedro Henríquez Ureña, una magna patria.{12}

Los americanistas, Pedro Henríquez Ureña, José Enrique Rodó, José Vasconcelos y
Octavio Paz entre otros, fueron en realidad los precursores de la idea del
iberoamericanismo. De la necesidad de desprendernos de lo anglosajón abrieron paso con
claridad a la recuperación de lo hispano, desde Oviedo hasta Tierra del Fuego.
Amplificaron el espíritu de Bolívar hasta llevarlo al viejo continente. Rodó pensaba que la
base de la unidad y grandeza de la América Hispana se fincaba en el mantenimiento de la
continuidad de su historia y de la originalidad de la raza. Pero el nuevo iberoamericanismo
no resulta exclusivamente de esa continuidad ni tampoco de la biopolítica, como lo planteó
Vasconcelos, al situar la idiosincrasia del iberoamericanismo en la fusión de estirpes.{13} La
sola unidad de su historia no basta para extraer de ella una unidad de propósito en la vida
política continental. ¿Qué es entonces lo que permitiría preparar un programa de reformas
constructoras de la Unión Iberoamericana?

Podría pensarse que esa unidad de propósito se ha encontrado ya y que se manifiesta en las
Cumbres Iberoamericanas. Nada más lejos. Las cumbres, bajo sus proyectos
cooperacionistas se han convertido en el espacio idóneo para promover la política exterior
de España hacia Hispanoamérica. A través de las cumbres se ofrecen los subsidios para
atenuar los efectos políticos de la pobreza de un modelo económico al que no se cuestiona,
donde buena parte de la agenda que se discute termina homologándose con los intereses de
los Estados Unidos.{14} Si se acuerda que el hecho más importante de las independencias fue
la de obtener la igualdad política entre ambos mundos, las cumbres demuestran que persiste
en la cultura política de las elites un sedimento de minusvalía según el cual seguimos
siendo parte del régimen colonial y no iberoamericanos en pie de igualdad. En su más pura
simpleza se encuentra la explicación que dio el Presidente de Venezuela por el altercado
con el Rey de España, unos días después de la 17 Cumbre Iberoamericana, al decir que la
expresión de éste reflejaba «500 años de prepotencia» para acallar a «indios» como él y que
muestra cuán frágil pueden ser el futuro las relaciones entre los Estados cuando los
resentimientos, supuestos o inventados, de un sector social son atizados o se reciclan al
fragor de coyunturas políticas o en nombre de ideologías neofeudales.

Si después de doscientos años de historia independiente resulta que España sigue siendo el
imperio colonialista que nos subyuga y explota como indios, ahora bajo la versión de una
España imperial-capitalista, entonces se habrá vaciado al episodio de la independencia de
todo su significado histórico, es decir, se le habrá despojado de las consecuencias históricas
que ese hecho ya produjo,{15} como el mestizaje, el desarrollo del idioma español, las
tradiciones de pensamiento, &c. El saldo será negativo si se niega el reconocimiento de la
obra de España en América y sobre todo de la criollidad de nuestros libertadores. Por el
contrario, si se supera la discusión sobre los «quinientos años de explotación» se estará en
condiciones para poder plantear una nueva relación en la que se defina el curso histórico
para conformar un bloque ideológico iberoamericano. La ambigüedad podría persistir pero
a riesgo de encontrarnos para siempre bajo la sentencia sarmientina, entre civilización y
barbarie, entre la imitación ante las naciones prósperas y el sabotaje ante la posibilidad de
olvidarnos de una parte de lo nuestro por alcanzarlas.

El nuevo iberoamericanismo parte de otro


punto. Hereda las tradiciones de pensamiento
que buscan la unidad del mundo Hispano y
recupera de las revoluciones de independencia
una filosofía, una voluntad de ser. Se trata del
espíritu con el que se fundaron las naciones
americanas, pero no como un hecho aislado o
una obra exclusivamente nuestra, sino como
parte de una misma lucha dentro de esferas de
acción ínter atlánticas hasta entonces no
politizadas. Es el espíritu que se llevó a Cádiz
donde un puñado de diputados americanos, de
muy diversa procedencia, llegaron a compartir
con la metrópoli el gobierno y la dirección de
todo el imperio español. Después de que la
Junta de Sevilla decretó la convocatoria a las
Cortes, el Consejo de Regencia de España e
Indias citó a las diputaciones de América y
Asia, el 14 de febrero de 1811, a representar a
las provincias de ultramar elevando a los
españoles americanos a hombres libres, con
los mismos derechos que a la metrópoli.{16}
Las Cortes de Cádiz reunieron por vez primera
a toda la América española para «pensar juntos los grandes problemas americanos en
términos continentales»,{17} lo que habría de borrar la diferencia entre territorios
metropolitanos y territorios coloniales, desapareciendo cualquier diferencia de estatuto
jurídico entre los habitantes de unos territorios y otros.{18}

El Espíritu de Cádiz es el contenido del nuevo iberoamericanismo. ¿Cómo se plasmaría el


día de hoy? De esta forma: asumiendo la igualdad política con el viejo continente y
adoptando un renovado interés y activismo en los asuntos españoles, como si nos fuesen
propios, buscando cambiar el curso de los acontecimientos dentro de un nuevo ciclo
histórico. No podemos ser Hispanoamericanos sino reconocemos los enormes puentes que
nos comunican entre nosotros como hispanos así como los retos que se nos presentan con la
península, continentalmente. De la misma forma, el destino de España frente a la América
Hispana no podrá depender de la dinámica interna de las cumbres sino de una política en la
que defienda el crecimiento de la región con base en la independencia política de
Hispanoamérica frente a los Estados Unidos. El sentido del Iberoamericanismo es que
España se alíe a lado de las democracias de la región en la defensa de todo aquello que nos
hace universal, como un bloque histórico. Eso es lo que nos daría la unidad de propósito en
la vida política, como una Magna Patria Bolivariana, con su raza cósmica, la totalidad
exaltada que nos llevaría a la Unión Iberoamericana.

Plaza de la Constitución, en la ciudad de México.


El nombre remite a la Constitución de Cádiz

Notas

{1} Enciclopedia filosófica Symploké: Holización.

{2} Lorenzo Peña, «Un puente jurídico entre Iberoamérica y Europa: la Constitución
Española de 1812». Se trata, como señala el autor, de una igualdad total entre los habitantes
del territorio español originario (ubicados en la península Ibérica) y los de los territorios
bajo soberanía española en Ultramar, hecho inédito y que ningún otro imperio ultramarino
ensayó.

{3} Carlos Monsiváis, Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina, Anagrama,
México 2000.

{4} Miguel de Unamuno, «Sobre la argentinidad» en Americanidad, Biblioteca Ayacucho,


Venezuela 2002.

{5} Abel Posse, La santa locura de los argentinos, Emecé, Buenos Aires 2006.

{6} Unamuno, «Don Quijote y Bolívar», en Americanidad, ed. cit.

{7} Simón Bolívar. «Carta a un caballero que tomaba gran interés en la causa republicana
de la América del sur» en José Gaos (comp.) Antología del pensamiento de la lengua
española en la edad contemporánea, Universidad Autónoma de Sinaloa, México 1982,
págs. 35-59.

{8} José Vasconcelos, «Bolivarismo y monroísmo». (Temas iberoamericanos.) Cap. 1.


Hispanoamericanismo y panamericanismo» en Obras completas, Libreros mexicanos
unidos, México 1958, págs. 1305-1335.

{9} Manuel Ugarte, «México, Nicaragua y Panamá: en el corazón de América Latina», en


Manuel Ugarte, La patria grande. Mi campaña hispanoamericana, Ediciones de la Patria
Grande, Casa Argentina de Cultura/México, 1990, 1ª edición

{10} Augusto C. Sandino, «Plan de realización del supremo sueño de Bolívar» en Augusto
C. Sandino, El pensamiento vivo, T. 1. Introducción, selección y notas de Sergio Ramírez,
Editorial Nueva Nicaragua, Nicaragua 1981, págs. 341-355.

{11} Octavio Paz, «Americanidad de España», (1938) en Danubio Torres Fierro (antología
y prólogo), Octavio Paz en España, 1937, FCE, México 2007, 1ª edición, págs. 69-74.

{12} Pedro Henríquez Ureña, «La utopía de América», en Pedro Henríquez Ureña, La
utopía de América, Biblioteca Ayacucho, Venezuela 1978.

{13} José Vasconcelos, «La raza cósmica», en José Gaos (comp.) Antología del
pensamiento de la lengua española en la edad contemporánea, México, Universidad
Autónoma de Sinaloa, 1982, págs. 1197-1207.

{14} Marcos Roitman Rosenmann, «PSOE: 2004-2008, una política exterior hacia América
Latina», La Jornada, 8 de marzo de 2008, 11 de mayo de 2008 y 25 de mayo de 2008.

{15} Gustavo Bueno, «Oviedo en la revolución política de mayo de 1808», El Catoblepas,


75:2, 2008.

{16} Martín Luis Guzmán, México en las Cortés de Cádiz: documentos, Empresas
editoriales, México 1949.

{17} Marie-Laure Rieu-Millán, «Los diputados americanos en las Cortés de Cádiz:


elecciones y representatividad», Quinto centenario, núm. 14, 1988, págs. 53-72.

{18} Lorenzo Peña, «Un puente jurídico entre Iberoamérica y Europa: la Constitución
Española de 1812».

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