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Miron Burgin (1960)

ASPECTOS ECONÓMICOS DEL FEDERALISMO ARGENTINO

Estudio Preliminar (Beatriz Bosch)

La gravitación del factor económico en la lucha contra la corona española, ha sido suficientemente aquilatada desde los comienzos mismos
de la historiografía argentina. Los estudios de Belgrano (1886) y de Vicente Fidel López (1891), indican el auge de la temática en el siglo
pasado. Miron Burgin relaciona el problema institucional originario a la defectuosa estructura económica del país. El factor económico es, a
su juicio, base e ingrediente primordial en el proceso histórico conducente a Caseros. Se alinea entre cuantos consideran el factor económico
uno de los determinantes de la caída del imperio español en América. Apunta Burgin el traspié del partido unitario al abandonar el ideal del
comercio libre, así como las deficiencias de su programa en orden a la agricultura y la industria. Niega objetivos de justicia social a la ley de
enfiteusis, a su entender mera fuente de ingresos fiscales. Según Burgin, si los unitarios formaban un núcleo compacto, culto y homogéneo,
los federales no constituían un partido propiamente dicho sino grupos parciales con intereses distintos y a menudo contrapuestos, pero con
una visión más clara y certera de las cuestiones. El autor centra todas sus consideraciones alrededor de Buenos Aires, dedicando someras
líneas a la política arancelaria de ciertas provincias. Sorprende en extremo que el nombre de “Protector de los Pueblos Libres” esté ausente,
omisión tanto más llamativa, cuanto que son notorias las raíces económicas en la prédica y en las campañas del introductor de las teorías
federales en el Río de la Plata. Tampoco se estudian aquí las repercusiones que tiene en las provincias medida de orden económico dictadas
por el Congreso Nacional, que funciona en Buenos Aires entre 1824 y 1827.; es decir, la controversia suscitada por las leyes sobre Banco
Nacional, aduanas, hipoteca de las tierras públicas, etc. En Entre Ríos, por ejemplo, entre 1826 y 1827 se dan manifestaciones subversivas de
neto origen: la resistencia a admitir el papel moneda emitido por el Banco Nacional. Expone el autor: “Las preferencias por uno de los
sistemas contra el otro eran determinadas menos por los principios abstractos de las teorías económicas que por las necesidades y
aspiraciones inmediatas de los que optaban. Porque las condiciones fundamentales del desarrollo económico del país habían sido firmemente
establecidas por la revolución misma. El problema era el de establecer hasta que punto tal o cual política económica reflejaba las necesidades
específicas y la potencialidad económica del país”. “Teóricamente el unitarismo era liberal y democrático, pero en la práctica se volvió
autoritario y aristocrático; autoritario porque el partido impuso su programa económico a pesar de la creciente resistencia popular en Buenos
Aires y otras provincias; aristocrático, porque se dirigía principalmente a las capas más altas de la sociedad argentina, sobre todo a los
comerciantes y a los intelectuales. En la Comisión Representativa de los gobiernos litorales, creada por el Pacto Federal del 4 de enero de
1831 se puso de resalto, la tesis de Burgin de la vinculación íntima entre la estructura económica y las formas constitucionales. El
proteccionismo, el prorrateo de las rentas de la aduana y la inmediata convocatoria del congreso constituyente exigidos por el diputado por
Corrientes se enfrentaron con el librecambismo a’outrance, el monopolio fiscal y el arreglo interino del problema institucional a través de
simples conveníos de alianza, preconizados por el representante de Buenos Aires. Inermes las provincias, sin fuerzas para sustentar su
programa, debieron resignarse momentáneamente a la frustración del pacto. Rosas personifica la doctrina política como el programa
económico del federalismo porteño. Era un programa de aislacionismo económico y dominación política del resto del país. El aporte más
novedoso del ensayo de Burgin es el capítulo relativo a la tarifa. “Los aranceles no eran solamente un instrumento de política económica,
sino también la más importante fuente de ingresos. Y por estar el comercio exterior del país en el puerto de Buenos Aires, las demás
provincias querían participar en la formación de la política arancelaria. La tarifa se convirtió de este modo en un problema simultáneamente
provincial y nacional, y en este sentido asumió los contornos políticos que el gobierno porteño no podía descuidar.” Proteccionismo llegó a
ser en las provincias sinónimo de federalismo. Rosas otorga medidas a favor de la agricultura y las industrias locales en leve escala, mas las
reformas de envergadura introducidas durante su primer gobierno tendieron a beneficiar a los productores de carne únicamente.
La ley de aduanas de 1835 representa la máxima concesión a la política proteccionista. Por primera vez el gobierno de Buenos Aires tiene en
vista los intereses de las provincias y el bienestar de las clases medias. Burgin le asigna amplias proyecciones políticas: “Rosas podía contar
ahora con el apoyo unánime de las clases medias de Buenos Aires y ver aumentado enormemente su prestigio más allá de las fronteras
provinciales.” El historiador Julio Irazusta lo corrobora con los términos de agradecimiento tributado por las provincias de Tucumán, Salta y
Catamarca, Burgin añade Mendoza. Otro es el juicio de enrique Barba: “Significaba la protección de los productos e industrias de todas las
provincias, aunque no libraba al interior de la tutela porteña.” En efecto, el sistema comercial seguía siendo el mismo. Sólo el puerto de
Buenos Aires era el habilitado para el comercio de ultramar, con lo que se obligaba a las provincias a sujetarse a la marcha económica de
Buenos Aires. Con todo, opina Barba y cita Bosch, significaba un avance estimulante en lo que se refiere a proteger la economía e industria
vernáculas. Observa el referido historiador que la ley fue mal acogida en Santa Fe y Corrientes, la segunda provincia nombrada fundaba sus
quejas en la necesidad de reprimir el contrabando de productos que competían con el tabaco y yerba mate. Mas el bloqueo interpuesto por
las naves francesas (23 de marzo de 1838 a 29 de octubre de 1839) evidencia la incapacidad de la industria nativa para abastecer al país. Juan
Manuel de Rosas desiste de sus modestas aspiraciones de independencia económica y reestablece los aranceles normales. La tarifa de 1836
había reducido el nivel de las clases medias, pues la inflación condujo a la menor demanda de los artículos de consumo. Burgin cree ver en
la cuestión de la tarifa el reflejo de un sentimiento antiextranjero, que en la legislatura tuvo un vocero en Nicolás de Anchorena.

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Desde el punto de vista del diputado Ferré no había mucha diferencia entre Rosas y Rivadavia, entre el federalismo porteño y el unitarismo.
Rosas se convirtió en el representante de Buenos Aires. Y para la clase media porteña se había revelado como el campeón de los odiosos
terratenientes, hacendados y productores de carne.
Otra omisión notable en esta obra es la relativa a los problemas económicos generados en el litoral por los sucesivos bloqueos franceses
(1838-1839) y anglo-franceses (1845-1849). Florencio Varela analizó las verdaderas causas del empecinamiento del déspota, sus artículos en
el “Comercio del Plata” están encaminados a demostrar, sobre la base de cuadros estadísticos, los beneficios obtenidos por los habitantes del
litoral con el comercio directo. En el capítulo “Aspectos económicos de la caída de Rosas”, el autor alude a los conflictos internos y externos
que obligaron al gobernador de Buenos Aires a asumir las funciones de un poder nacional y a olvidar momentáneamente los intereses de las
provincias; impuso, dice el autor, el concepto porteño de federalismo en todo el territorio argentino. “El federalismo arrastró al país en una
oleada de indignación contra el monopolio económico y financiero de Buenos Aires.” Fue un llamado a movilizarse contra la transformación
del interior y el litoral en plácidos cotos de caza para los especuladores extranjeros y los comerciantes capitalistas. Pero sobre todo era un
alegato en pro de una distribución más equitativa de la carga que imponía la adaptación del nuevo ambiente político y económico
posrevolucionario y una reclamación hacia la economía nacional equilibrada. En menos de dos líneas se hace referencia a la desaparición de
Rosas del escenario político rioplatense. Nada se nos dice de los móviles económicos que coadyuvaron en la cruzada constitucionalista
emprendida por su debelador. Sarmiento, en Facundo (1845) y en Argirópolis (1850) coloca el acento sobre el problema de la libre
navegación de los ríos. Del día que la tiranía desapareció en Caseros, un memorialista posterior recordó, por su parte, entre las causas, la
negativa de Rosas a permitir la salida de oro y la venta de pólvora necesaria en el trabajo de las canteras.

Prólogo
Las luchas políticas de la Argentina durante las primeras décadas de su independencia se concentraron principalmente en el problema
constitucional. Pasado el peligro español, la cuestión de la organización nacional y de la naturaleza y autoridad del gobierno central se
convirtió en un problema intensamente práctico, que tenía sus raíces en la estructura económica del país y cuya solución afectaba
profundamente los intereses en todas las clases sociales de la sociedad argentina y de todas las provincias de la Confederación. Si la
economía del país hubiese sido más homogénea o la interdependencia regional mejor equilibrada, la cuestión de la autonomía local, política
o económica habría podido resolverse dentro del recinto de la Asamblea Constituyente. Pero la organización económica que la Argentina
heredó de la época colonial no era homogénea ni bien equilibrada. Le faltaba la elasticidad para que el país se adaptara al nuevo ambiente
político y geográfico. La independencia no concilió las orientaciones divergentes que existían en el virreinato. El propósito del trabajo es
llamar la atención sobre el factor económico que fue la base y al mismo tiempo un ingrediente importante del proceso histórico que condujo
a la nación Argentina de los tormentosos días de la Asamblea Constituyente a Caseros, pasando por la suma del poder público.

Capítulo I - La economía de la independencia


I

Entre las variadas fuerzas que causaron la declinación y la caída del imperio colonial español en América ninguna se destaca tanto como al
económica. La incapacidad de España para adaptar el sistema a las cambiantes relaciones económicas de dentro y fuera del Imperio ocasionó
su desintegración. Al someter el intercambio económico entre la madre patria y las colonias de ultramar a una estricta fiscalización el
gobierno español perseguía un doble objetivo, 1- impedir el acceso de los extranjeros a las fuentes naturales de recursos; 2- reservar todo el
comercio con las colonias para los españoles. La limitación de los embarques, junto con otras restricciones, condujo al crecimiento de los
monopolios. La comunidad mercantil comprendía que si los mercados de las colonias y de la madre patria permanecían libres de la
ingerencia extranjera, el costo de las ordenanzas y los impuestos podrían ser fácilmente transferidos al consumidor. Cuando las colonias
vieron aumentar su población, y cuando su economía se hizo más diferenciada y desarrolló su capacidad productora, lograron librarse,
mediante el comercio internacional, de la tutela económica de los comerciantes españoles. Con el objeto de reservar los mercados coloniales
para la industria y el comercio nacionales, el gobierno español se vio forzado a adoptar una política restrictiva con respecto a la vida
económica interna de las colonias. Redujo al mínimo el comercio intercolonial, se desalentaba y a menudo se prohibía el establecimiento de
toda industria que pudiera competir con los productores de la madre patria. El desarrollo, por consiguiente, de la economía colonial, estaba
determinado por los intereses comerciales y fiscales de España. El comercio de ultramar, fundado en parte en la división geográfica del
trabajo y en parte en la superioridad industrial de la madre patria, parecía asegurar una expansión continua de todo el imperio. Sin embargo a
fines del siglo XVI el sistema comenzó a dar señales inequívocas de decadencia. En la segunda mitad del siglo XVII el sistema se convirtió,
de un instrumento efectivo de política económica, en un serio obstáculo para el desarrollo y la continua expansión de la sociedad colonial. En
definitiva, el sistema descansaba en la división geográfica del trabajo, de modo que con el inevitable crecimiento y diversificación de la
economía colonial su estabilidad dependía principalmente de un desarrollo de la madre patria. Pero a mediados del siglo XVI España entra
en un período de aguda decadencia económica. El país no solo no fue capaz de absorber la producción de las colonias, sino que se vio
frecuentemente obligado a reducir las exportaciones, para proteger la estabilidad interna de los precios, ya desmedidamente altos. Debido a la
afluencia de efectivo a España, los precios subieron mucho más rápidamente que en otros países de Europa. Con los últimos Habsburgos,
Sevilla dependía de la industria extranjera para las cinco sextas partes de sus exportaciones de ultramar, mientras en las colonias el

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contrabando excedía el comercio legal en valor y volumen. De este modo, desapareció prácticamente el comercio transatlántico español, y el
mercantilismo como principio básico de la política colonial se transformó en una cáscara vacía desprovista de todo contenido económico y
político. Con los Borbones, una serie de reformas económicas administrativas trató de ensanchar las relaciones con las colonias. Los
comerciantes de Sevilla fueron privados de sus monopolios; en 1718 la Casa de Contratación fue trasladada de Sevilla a Cádiz, en 1748 se
abolió el régimen de la flota, y en 1764 se extendió el privilegio del comercio trasatlántico a 9 puertos españoles, a los que se agregaron 13
más en 1778. En los dominios se permitió el comercio de ultramar y hasta cierto punto el internacional con varios puertos entre los que
figuraban Buenos Aires, Montevideo, Valparaíso y Guayaquil. Además en 1797, mientras España estaba envuelta en las guerras
napoleónicas, determinados buques neutrales fueron autorizados a comerciar con las colonias. Pero el liberalismo comercial de los Borbones
no se extendió al comercio entre las colonias y los países extranjeros (más allá de un pequeño privilegio transitorio de Franca, luego
transferido a Inglaterra, pero “su valor económico inmediato fue insignificante”). LO que las colonias necesitaban sobre todo era el contacto
directo con los mercados mundiales, porque la interposición de España en la correspondencia comercial entre la América española y el
mundo exterior obraba necesariamente en perjuicio de las colonias. Estimulado por la Revolución Industrial del oeste europeo el desarrollo
económico de las colonias sobrepasó holgadamente el mezquino liberalismo de los Borbones. La América española ya no podía satisfacerse
con simples concesiones comerciales. Lo que necesitaba y exigía era libertad económica y autonomía, y eso era lo único que podía asegurar
la expansión de su capacidad productiva y una utilización más racional de sus vastos recursos naturales. Para librarlas de los grilletes que
significaban los intereses fiscales y económicos de la madre patria había que abolir los viejos lazos sociales y políticos. De ahí que la lucha
por la libertad económica fuera al mismo tiempo una lucha política, la lucha por la independencia y por el dominio del poder sin los cuales la
reorganización de la sociedad colonial era imposible. Las condiciones sociales y políticas para esta reorganización ya estaban maduras a
fines del siglo XVIII, pero sólo cuando llegaron al continente las noticias de la revuelta de España fue cuando “el grito de libertad” lanzado
en Buenos Aires repercutió en los rincones más alejados del imperio español de ultramar.

De las colonias españolas del Nuevo Mundo ninguna se adapta menos a la política comercial y económica del sistema colonial español, que
las provincias luego Virreinato del Río de la Plata. Integrando los últimos territorios agregados al imperio español, retirados de las rutas
establecidas del comercio trasatlántico pobres de minerales fácilmente exportables, los vastos territorios del Río de la Plata fueron
descuidados desde el principio por España. Fue precisamente para conservar intacto el sistema mercantil que el gobierno español sacrificó, y
lo considero justificado, los más fundamentales intereses económicos del territorio del Río de la Plata. Casi inmediatamente después de la
segunda fundación de Buenos Aires, en 1580, la provincia tuvo que afrontar serias dificultades para establecer un contacto comercial directo
con España o con el mudo exterior. Buenos Aires y toda la región del Río de la Plata estaban sometidas a la ley de 1561 que prohibía el
comercio de ultramar por otros puertos que no fueran los expresamente indicados para ello. Los intereses de los comerciantes de Lima, tanto
como las razones fiscales, determinaron la política española en las provincias del Río de la Plata. La apertura de un puerto en las costas del
Plata tendría una sola consecuencia: la de convertir a todo el territorio situado al este de los Andes en zona tributaria de Buenos Aires.
Luego, para reservarle al comarco de Lima los mercados de Córdoba, Tucumán, Salta y Jujuy era imprescindible evitar que Buenos Aires se
transformara en un punto de tránsito de las importaciones europeas. Los intereses peruanos y los del erario español combinaban
perfectamente. La corona prestaba oído atento a los comerciantes peruanos. Y cuando se descubrió que en los mercados de Córdoba y
Tucumán se introducían productos extranjeros se tomaron medidas, imponiendo gravámenes adicionales sobre las mercaderías en tránsito
hacia el oeste, restringiendo severamente la corriente de dinero del interior a Buenos Aires. En 1622 se estableció en Córdoba la llamada
“aduana seca”. Esta muralla arancelaria tenía por objeto aislar a Buenos Aires de los mercados internos. En 1623 se prohibió por ley la
importación al Río de la Plata de metales preciosos de cualquier forma. Sólo en 1661 se modificó, ligeramente, la ley de 1663, para aliviar la
aguda escasez de moneda del litoral. Pero al “aduana seca” de Córdoba se mantuvo hasta 1695 año en que se traslado a Jujuy. La solicitud de
España por el bienestar del comercio peruano a expensas de Buenos aires y su rígida adhesión a la doctrina mercantilista casi estrangularon
el desarrollo económico de la región del Plata. En las costas del Plata comenzó a florecer el contrabando. La mercadería extranjera cruzó
además el Paraná y el Río de la Plata. Eludió la “aduana seca” de Córdoba y penetró en los mercados interiores. Desafiando todas las
prohibiciones el oro y la plata siguió circulando hacia el este, en dirección a Buenos Aires. La colonia llegó a ocupar un lugar especial en la
organización imperial. Las prohibiciones con las cuales España trataba de reforzar el aislamiento económico de Buenos Aires fueron
rescindidas en el transcurso del siglo XVIII. España adoptó la práctica de conceder permisos especiales a los barcos destinados a pasar por el
puerto de Buenos Aires. En 1776 las provincias obtuvieron la autonomía administrativa con el establecimiento del Virreinato del Río de la
Plata. En 1778 se legalizó la importación por Buenos Aires para las provincias del interior, contra la enérgica oposición de los comerciantes
peruanos. Las reformas administrativas y comerciales de los Borbones constituyeron un poderoso estímulo para el desarrollo económico del
Río de la Plata, y especialmente de Buenos Aires. La derogación de las leyes que prohibían el comercio interprovincial dio como resultado
un rápido crecimiento del comercio basado en la división territorial del trabajo. Hubo una considerable rebaja en los precios de importación
y un simultáneo aumento de los artículos destinados a los mercados de ultramar. Sin embargo, a fines de siglo la economía de Buenos Aires
amenazaba con estancarse de nuevo. La prohibición de establecer transacciones directas con los países extranjeros era un obstáculo muy
serio para el desarrollo económico. El problema giraba una vez más alrededor de la capacidad de España para absorber toda la producción de
la colonia y para satisfacer las crecientes demandas de artículos a precios razonables. La única función que desempeñó España fue la de
servir de intermediaria entre el Río de la Plata y los países extranjeros. No era España sino Inglaterra la mayor consumidora de la producción

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de la colonia, como también la fuente más importante de los artículos que necesitaba. Como la explotación de las vastas riquezas ganaderas,
acumuladas en el período del aislamiento económico, requería una cantidad mínima de trabajo y prácticamente ningún capital, el país podía
afrontar sin dificultades el recargo de llegar a los mercados europeos por la vía de España. Pero cuando disminuyo el excedente de ganado, la
tierra se hizo relativamente escasa y aumentó el costo de producción, la colonia ya no se pudo permitir desprenderse de una parte de sus
ganancias. Era fundamental que los precios recibidos por los artículos exportados y los que se pagaban por las importaciones tuvieran en una
relación más estrecha, porque de ella dependía la continua expansión de la industria ganadera; columna vertebral de la economía de la
colonia. Lo cual a su vez implicaba la eliminación de la metrópoli como intermediaria de las relaciones comerciales. Si se hubiese podido
limitar el problema a sus aspectos económicos, se habría podido solucionarlo sin dañar seriamente la unidad política del imperio. Pero los
aspectos sociales y políticos del movimiento del “comercio libre” eran en realidad inseparables de los aspectos económicos. La apertura del
puerto, y por ende de la colonia para todo el comercio, era una amenaza directa a la seguridad económica y social de los que siempre habían
ocupado una posición privilegiada con respecto al comercio de ultramar. Los comerciantes monopolistas junto con los funcionarios de la
Corona formaban la capa superior de la sociedad colonial, y vieron en el comercio libre el fin de su poder. El “comercio libre” no sólo
eliminaría el lucro monopolista, sino que promovería el bienestar económico y con él, el prestigio social y político de los comerciantes no
monopolistas y de los terratenientes ganaderos. Afectaría a las industrias de Córdoba, Tucumán y las provincias de Cuyo. Además
significaría la muerte del comercio peruano en los mercados del noroeste del virreinato. “Comercio libre” se convirtió en sinónimo de
libertad en general, y su conservación, sinónimo de independencia política.

La proclamación del Cabildo Abierto el 22 de mayo de 1810 fue el comienzo de una serie de profundos cambios introducidos en al estructura
social y económica del virreinato. Algunos de estos fueron consecuencia de la misma revolución. La adaptación al nuevo ambiente
económico fue difícil; exigió la acomodación a un nuevo juego de factores geopolíticos, que podían ser favorables o no a la potencialidad
económica de la región. Pero la economía del virreinato no era uniforme ni simple. Estaba dividida en varias regiones desiguales, cada cual
con sus propias características de desarrollo. La unidad que podía tener la economía del interior se basaba en la división territorial del
trabajo. Los sectores de la economía que más se beneficiaron con la revolución de 1810 fueron los de la industria ganadera y los del
comercio de ultramar. Hubo una ampliación del mercado de cueros y otros subproductos de la industria. Aumento el valor de la tierra, los
hacendados y los productores de carne prosperaron. El comercio siguió a la ganadería. Aunque una buena parte de estos beneficios la
aprovechaba el consumidor, otra buena porción quedaba en manos de la clase mercantil. De este modo y en lo concerniente a las provincias
del litoral y la ciudad de Buenos Aires, las esperanzas de los protagonistas de la revolución de 1810 quedaron ampliamente justificadas. Allí,
la emancipación política consolida las conquistas de las décadas precedentes y preparó además el terreno para el progreso posterior. En las
provincias del interior, la ganadería, aunque importante, no era la única fuente de subsistencia. En parte por su mayor variedad de recursos
naturales y en parte por el aspecto altamente protector de la política comercial y administrativa de España, las provincias del interior habían
conseguido un grado más alto de integración económica y aptitud propia. Atrasadas como eran, lograron desarrollar algunas industrias que,
además de satisfacer las necesidades locales, producían excedentes para exportar a otras partes del imperio colonial español. Córdoba,
Catamarca, Corrientes, Mendoza, San Juan, La Rioja, Tucumán, estaban en estrecha relación con Buenos Aires y con Lima, actuando ambas
ciudades como puntos terminales y de tránsito del considerable comercio de mulas que se realizaba entre la región del Río de la Plata y el
Perú. Precisamente, porque el sistema colonial era mercantilista y proteccionista, las provincias del interior alcanzaron cierto grado de
prosperidad económica. El alejamiento de los principales puertos del comercio exterior, la presencia de numerosos obreros debido a la
incorporación de las tribus indias al sistema económico colonial y la abundancia de materias primas, más la disponibilidad de los mercados
internos, fueron factores que condujeron a la formación de una economía discretamente integrada. No obstante, dados los primitivos métodos
de producción, la industria tenía poca fuerza para sobrevivir; no podía sostener la competencia extranjera. El proceso de dislocación
económica había comenzado en el último cuarto del siglo XVIII, después de haber sido designada Buenos Aires como puerto de entrada para
los barcos españoles. Como consecuencia del Reglamento del Comercio Libre las provincias del interior se vieron obligadas a retirarse de los
mercados de Buenos Aires. La mercadería española y extranjera triunfan fácilmente en la competencia de los productos domésticos. La
economía del interior entra de este modo en un período de descomposición gradual. La revolución acelera el proceso. Las relaciones con
Perú, y con los territorios contiguos de Bolivia y Chile, quedaron totalmente interrumpidas durante las guerras de independencia o seriamente
perturbadas después. Las provincias recurrieron a las tarifas especiales, al impuesto sobre el tránsito, a los gravámenes diferenciales, y a la
legislación económica directa. Pronto se hizo evidente que una política económica con tantas reminiscencias del mercantilismo y tan
ofensiva para los intereses de Buenos Aires no podría sobrevivir más que con una bastante amplia autonomía política de cada provincia. De
ahí la tendencia de las provincias a circunscribir l poder político de Buenos Aires, su oposición a todas las tentativas de organización
nacional que diera a Buenos Aires la dirección política y económica del país. La defensa económica se convirtió en uno de los factores más
importantes de los que produjeron la aparición de la concepción federalista de la organización nacional. Alrededor de esta cuestión giraron
las luchas políticas y sociales durante las primeras cuatro décadas de la independencia argentina. En Buenos Aires el federalismo extrajo sus
fuerzas y su vitalidad del deseo de monopolizar los beneficios económicos de la revolución. El problema de la organización del Estado se
concentró en la lucha de dos tendencias, una de las cuales sostenía que el comercio era la fuente de la riqueza nacional y la base de la
prosperidad económica, mientras que la otra proyectaba la expansión de la industria ganadera en la provincia.

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Capítulo II - La economía de Buenos Aires de 1821 a 1829

En el país se discutía el tema de la organización política. Buenos Aires crecía rápidamente en riqueza e importancia. Ni siquiera la guerra con
España y Brasil ni las luchas político sociales pudieron detener la expansión económica. El cuero, la carne, el sebo y otros subproductos de la
industria ganadera encontraban fácilmente mercados en Europa, Brasil, Cuba y América del Norte. En esos mismos mercados obtenía la
provincia los artículos elaborados y alimentos que no podían producir. De este modo Buenos Aires era en cierta medida económicamente
independiente del resto del país. Buenos Aires gozaba de una posición semimonopolista. La provincia se fue acomodando rápidamente a los
requisitos de la economía europea. Buenos Aires formaba parte de la república; pero los intereses de la provincia no siempre coincidieron
con los de la nación, y a veces eran hasta contrarios. No hay duda de que el interior obtuvo beneficios con el crecimiento económico de
Buenos Aires; pero es igualmente cierto que esas ganancias eran indirectas y ligeras, y estaban subordinadas a la política diaria de Buenos
Aires. La provincia y sus relaciones con el país se convirtieron en un problema nacional. El problema llega a ser en definitiva el eje central
alrededor del cual se desarrollan las primeras etapas de la lucha entre unitarismo y federalismo. La cuestión era inevitable. Estaba en el
mismo proceso del desarrollo económico, desarrollo cuya irregularidad engendró fricciones y discordancias y originó la formación de grupos
antagónicos y de intereses regionales.

Durante el gobierno de Martín Rodríguez (1821-1824) el territorio de la provincia de Buenos Aires se extendió hacia el sur y el oeste, desde
las costas del Plata y la orilla del mar hasta donde se lo permitió la resistencia de las tribus indias. En 1823 la provincia se expandió hasta
más allá del río Salado, llegando por el sur hasta Tandil. Al término de la expedición de 1827-28 la superficie explotable se extendió aún
más. El proceso de expansión refleja la naturaleza de la economía provincial, también revela algunos aspectos de los antecedentes
económicos y sociales que promovieron las luchas políticas de la época. La adquisición de nuevas tierras era una manera de acrecentar el
capital del país, de incluir territorio en el sistema de las relaciones productivas capitalistas. También el gobierno estaba interesado en la
extensión del territorio de la provincia. El otro problema de primordial importancia era proteger el comercio interprovincial contra los
ataques de los indios. Las dificultades financieras unidas a las perdidas económicas por la guerra con Brasil suministraron nuevas razones
que indujeron al gobierno provincial a organizar y financiar expediciones contra los indios. La rehabilitación financiera y económica se
convirtió en uno de los mayores problemas. Y la solución, debía consistir en una mejor administración de los fondos públicos, pero
fundamentalmente en la ampliación de la base económica de la provincia. La Legislatura, compuesta en su mayoría por estancieros y
comerciantes, tenía conciencia de la magnitud de la tarea. Los estancieros, sabían que ellos serían los principales beneficiarios de las
campañas. De ahí la prontitud con que la Legislatura votó las sumas necesarias para costear las expediciones; de ahí también su conformidad
para votar impuestos especiales al ganado. Los agricultores desempeñaron un papel insignificante en el proceso de expansión territorial. Los
hacendados sabían que una agricultura fuerte y próspera podía tener una influencia adversa en los precios, ya que produciría una creciente
demanda de tierras.

La expansión territorial no estuvo acompañada por un crecimiento de población proporcional. En conjunto la corriente inmigratoria fue
insuficiente para satisfacer la creciente demanda de hombres. El fracaso de la política colonizadora del gobierno se debió, a la tendencia de
los inmigrantes a establecerse en la ciudad de Buenos Aires. El campo y la ciudad se disputaban la mano de obra disponible. Y como la
ciudad estaba en condiciones de ofrecer mejores salarios y un nivel de vida superior, no es raro que los inmigrantes prefirieran quedarse en la
capital. La simultánea expansión de la actividad económica en la ciudad y el campo originaron el problema de la falta de trabajadores. En
1821 y 1822 se aprobaron las leyes que reglamentaban el empleo de aprendices y peones. Tenían por objeto impedir que los obreros
abandonaran el empleo antes de que expirara el contrato y también para reducir la competencia de los empleadores. En 1822 el gobierno
decretó que los obreros procedentes de otras provincias no serían enlistados en Buenos Aires para el servicio militar mientras durasen en sus
empleos. Por otra parte se sometió a la mendicidad a una estricta reglamentación y prohibición para todo aquel que pudiera mantenerse
trabajando. Los años que siguieron al gobierno de Martín Rodríguez fueron años de inquietud política y social, y no hubo tiempo ni ocasión
para realizar una amplia y consecuente política obrera. Es probable que ni la existente hubiera tenido eficacia. Los factores que provocaban la
escasez de trabajadores no estaban al alcance de la legislación. Las guerras, realizaron una constante succión en las reservas disponibles de
hombres de trabajo. La conquista de nuevas tierras a expensas de los indios no significó que estos fueran integrados al mundo del trabajo. Y
como la expansión económica se distribuyó con bastante uniformidad en todos los sectores de la economía, la escasez de mano de obra fue
general.

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El proceso transformador de la economía de Buenos Aires precedió a la revolución de 1810. Los acontecimientos de 1810 y la consiguiente
declaración de independencia dieron amplia sanción política, y proporcionaron un poderoso estímulo a la posterior modernización de la vida

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económica de la provincia. En el campo o la campaña, el desenvolvimiento económico encontró su expresión en la transformación de las
estancias en empresas capitalistas. La cría de vacunos se prosiguió con dirección y fiscalización industriales. La imposición del derecho de
propiedad de tierras y animales se fue haciendo cada vez más estricta. El engrandecimiento de las estancias significó mayores inversiones de
capital. Durante los años que siguieron a la revolución de 1810, cuando el país abrió sus puertas al comercio exterior, la cría de ganado y sus
industrias anexas entraron en un período de expansión sin precedentes. Así en 1813 entran los primeros merinos, pero su explotación masiva
se llevará a cabo más adelante. La agricultura progresa poco durante las primeras décadas posteriores a la revolución. La falta de caminos y
el transporte impedían que las actividades agrícolas se extendieran más allá de un radio relativamente corto, alrededor de las ciudades y los
pueblos, donde la tierra era bastante cara. Expuestos a la competencia extranjera, los agricultores porteños se veían frecuentemente obligados
a vender el grano a un precio que apenas cubría el costo de producción. Ansiosos por mantener ese costo al nivel más bajo posible, los
agricultores vacilaban en hacer inversiones complementarias para adquirir herramientas más eficaces o mejorar los métodos de cultivo. El
gobierno proclamó un ambicioso programa de colonización. Esas ilusiones no pudieron ser mantenidas después de la guerra de 1825-1828.
Sería un error atribuir el fracaso del programa gubernativo de colonización únicamente a la falta de recursos monetarios. Dependió de la
incapacidad de formular una política agrícola coherente. Lo cual dependía de la existencia de un mercado interno amplio y estable, que no
existía en ese momento. Los aranceles eran suficientemente altos para dar protección a los mercados de cereales y harinas locales, pero sus
efectos quedaban anulados por los frecuentes cambios y las revocaciones totales de las tasas establecidas. El hecho es que en las luchas
políticas de este período el precio del pan se convirtió en una cuestión política, y el amplio proyecto de protección agrícola se perdió en la
maraña de los problemas políticos inmediatos.

La expansión de la industria ganadera tuvo su contraparte en el incremento del comercio exterior e interprovincial, el crecimiento de la
población, la mayor especialización y el surgimiento de las industrias artesanas. Las dos últimas circunstancias estimularon el desarrollo de
la ciudad de Buenos Aires y apresuraron su transformación en el centro financiero y comercial de la nación. Grandes cantidades de
mercaderías exportables afluían constantemente desde la pampa hasta el puerto, para ser despachados al exterior; y era también la Pampa la
que proveía mercados disponibles para una gran parte de los artículos importados. Por su naturaleza unilateral la economía de la provincia
necesitaba importar no sólo mercaderías sino también comestibles, parte de los cuales eran producidos o cultivados en el interior.
Comerciantes, capitalistas y todos aquellos cuyo bienestar estaba relacionado con el comercio aprendieron pronto a pensar en función de la
economía nacional. En este punto sus intereses entraron en conflicto con los intereses de los ganaderos, cuyas actividades económicas rara
vez traspasaron los límites provinciales. Entre los años 1820 y 1830 el valor de las exportaciones aumenta. Todos los productos de la
industria ganadera formaban el grueso de las exportaciones. Debido a las fluctuaciones de los precios el importe de las exportaciones no
siempre revela cambios significativos del desarrollo económico en períodos de años. Las cifras disponibles indican que durante la década la
provincia fue un importador equilibrado. Pero esas cifras, es muy probable que no reflejen la situación real. El hecho de que en la segunda
mitad del decenio la provincia hubiese quedado completamente agotada de dinero, pese a la constante afluencia de numerario del interior,
hace presumir que la salida de metales preciosos era bastante copiosa. La provincia importaba para su consumo interno los productos
agrícolas e industriales del interior, remitiéndole en pago artículos extranjeros, los que a su vez obtenía a cambio de cueros, carne y otros
subproductos de la industria ganadera. Esta parte del comercio era triangular, ocupando el centro Buenos Aires, ciudad y provincia. Las
relaciones comerciales con las provincias del litoral eran algo diferentes. La división del trabajo, aunque base del comercio de Buenos Aires
con el interior, desempeñó un papel secundario en las relaciones con el litoral. Las provincias de la ribera del Paraná eran competidoras tanto
como complementarias, y su dependencia de Buenos Aires estaba subordinada a su necesidad de usar el puerto de la ciudad como punto de
contacto con los mercados extranjeros.

El aumento de la riqueza y el crecimiento de la población fundamentaban la división del trabajo en el terreno de la actividad industrial (El
incremento del comercio creó la demanda de servicios especializados y abrió campos para la inversión de capital). Por un lado hubo un
aumento en el número de empresas industriales; por el otro, un crecimiento de nuevas empresas para responder a la constante expansión del
mercado interno. Mientras en muchos casos la técnica y la organización industriales nunca pasaron de la etapa artesana, en otros comenzó a
hacer su aparición el método de producción de fábrica. Más importante que el crecimiento numérico de los establecimientos industriales y de
artesanías fue el proceso de la estratificación social, fomentado por el desarrollo de las fábricas. Los artesanos formaron el eje de una clase
media cuyos intereses económicos y cuya ideología política comenzaron a cristalizar hacia el final del decenio.

Capítulo III – Las reformas financieras de Buenos Aires de 1821 a 1829


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El problema de la reorganización económica no era puramente económico. En ausencia de estabilidad, las políticas fiscal y comercial eran
algo más que simples reflejos de relaciones económicas y sociales establecidas; actuaban también como factores de cambios, capaces de

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influir en la producción y en la dirección del desarrollo económico. Para hacer frente a las exigencias de la guerra, se adoptaron medidas. El
resultado fue la formación de un complejo sistema de impuestos y ordenanzas administrativas que se fue haciendo cada vez más ineficaz. El
antiguo sistema de gravámenes y administración fiscales era oneroso y pesado; y no estaba en consonancia con las nuevas necesidades
administrativas. Durante el gobierno de Martín Rodríguez (1821-24) se encaró seriamente la reforma financiera. Dos nombres son de
primordial importancia: Bernardino Rivadavia, Ministro de Gobierno y José Manuel García, Ministro de Hacienda. Se introdujo la práctica
de presuponer las rentas y los gastos de la provincia. En el término de dos años, estabilizados los réditos de aduana y afirmado el buen éxito
de las reformas financieras, el gobierno abolió algunos de los impuestos, como el de la contribución de comercio, la alcabala de venta, la
sisa, la media anata de oficios, el tributo extraordinario a ciertos establecimientos comerciales, y varias contribuciones extraordinarias.
Derechos aduaneros y portuarios, estampillado fiscal, patentes y un impuesto moderado sobre la propiedad y el capital (contribución directa)
fueron las fuentes de las que el gobierno obtenía la mayor parte de las rentas. Estos impuestos, en 1821 se distribuían como sigue: comercio
0.08%, la industria 0.06%, ganadería 0.02%, agricultura 0.01%, todas las actividades no especificadas pagaban el 0.02%. Por regla general
los impuestos eran administrados directamente por el gobierno, pero en los casos en que el gobierno carecía de experiencia los arrendaba ya
sea por una suma fija o a porcentaje. La mayor parte de las rentas gubernativas provenía de los derechos arancelarios. El arrendamiento de
tierras (enfiteusis) aportó probablemente la mayor parte de los ingresos de las fuentes que no eran las impositivas, aunque a veces pudo haber
sido sobrepasado por el producto de la venta de tierras públicas. El primer año fiscal de M. Rodríguez fue el de 1822, que económicamente
constituyó uno de los años de sostenida prosperidad; la provincia había recuperado gran parte del terreno perdido en los años anteriores de
guerras civiles. Políticamente la provincia estaba en paz dentro y fuera de su territorio. Pero desde el punto de vista de las finanzas públicas
fue un año de transición. Las grandes reformas de Rivadavia y García todavía no se habían completado. El último año de administración de
Martín Rodríguez (1824) reflejó más cabalmente las reformas financieras comenzadas en 1821. El período 1825-1828 fue anormal. La
ciudad de Buenos Aires fue transformada en capital federal, y la aduana, fuente más importante de ingresos, quedó nacionalizada. La guerra
con Brasil: dada la imposibilidad de costear la guerra con los ingresos ordinarios, llevó al gobierno nacional a recurrir a un empréstito interno
que terminó por minar la estabilidad monetaria de la provincia. La llamada “aventura presidencial” concluyó a mediados de 1827, la paz con
Brasil no se hizo hasta septiembre del año siguiente. Políticamente la situación era sumamente precaria. La lucha por la supremacía entre
unitarios y federales se hizo más intensa que nunca, culminando en una franca rebelión de los unitarios, con la elección de Manuel Dorrego
y la asunción del poder, en diciembre de 1829, por Juan Manuel de Rosas. Entretanto la provincia se vio obligada a asumir la responsabilidad
de los billetes emitidos por el Banco Nacional. Para contrarrestar el proceso de depreciación el gobierno anunció el retiro gradual de los
billetes en circulación. Esta medida sería cumplida mediante fondos obtenidos con el “impuesto nuevo” aplicado a las importaciones. La
mayor parte de los gastos del gobierno fueron durante esta época consumidos por el ministerio de guerra. Entre 1822 y 1824 rondaba el 40%,
en 1829 alcanzó al 77% de todos los ingresos.

La reforma fiscal no hubiera sido suficiente sin ese otro elemento importante a tener en cuenta que es la reorganización de la deuda pública
de la provincia. Cuando M. Rodríguez se hizo cargo del gobierno la deuda de la provincia consistía en billetes de tesorería emitidos a cuenta
de futuros ingresos, bonos de la Caja Nacional de Fondos Públicos de Sud América, obligaciones emergentes de empréstitos forzosos y
varias otras reclamaciones. La estructura de la deuda pública de la provincia era muy inconveniente. De la suma total una pequeñísima parte
era a largo plazo. El resto formaba un nutrido montón de letras negociables, que entorpecía seriamente las operaciones de crédito monetario.
Además, como las letras y otras obligaciones de corto plazo volvieron a la tesorería en pago de derechos de aduana y otros gravámenes, el
gobierno se vio obligado a emitir de nuevo las letras. De este modo la deuda flotante de la provincia se transformó virtualmente en una deuda
de largo plazo, pero sin las ventajas de esta última forma de debito. Las obligaciones del gobierno, al crecer en número y variedad, se
hicieron objeto de especulación, en la que tanto el gobierno como los tenedores sufrieron pérdidas considerables. La solución estaba en la
consolidación de la deuda total y su conversión en una deuda de largo plazo. La conversión se realizó hacía fines de 1821. Durante el proceso
de conversión se comprobó que la emisión de bonos de 1821 no era suficiente para cubrir todos los títulos pendientes de pago. La legislatura
autorizó la emisión de los nuevos empréstitos. Con estas emisiones se completó la consolidación. Pero antes de que terminara el decenio la
deuda consolidada de la provincia aumentó nuevamente en $ 6260000. Hacia el final de la década la deuda consolidada pendiente de pago
alcanzaba $ 10817541. El dinero obtenido por el del empréstito de Londres, iba a ser empleado por el gobierno en el establecimiento de
nuevas colonias junto a la frontera india, y la instalación de aguas corrientes en la capital, así como la construcción de un nuevo puerto. El
monto del empréstito fue de 5000000 de pesos oro, y el gobierno quedó autorizado para celebrar convenios con Baring Brothers, de Londres,
con la condición de que la provincia recibiera no menos del 70% del valor de paridad de los títulos, de que la tasa de interés no excediera el
6% anual, y de que la amortización se estableciera a razón del ½ % anual. El empréstito se realizó en 1824. La progresiva declinación de la
situación financiera de la provincia en la segunda mitad del decenio obligó al gobierno a postergar los pagos del servicio de interés y
amortización. Sólo hacia el año 1844 se reanudó parcialmente el servicio del empréstito, pero únicamente para ser suspendido de nuevo en
1845, y vuelto a reanudar en 1849.

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Para satisfacer las necesidades financieras y facilitar sus propias operaciones de crédito, el gobierno estimuló la fundación de un banco de
descuentos. El proyecto fue aprobado en junio de 1822. El banco de descuentos fue conocido como Banco de Buenos Aires. . El Banco se

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convirtió en objeto de especulación desenfrenada con una emisión de billetes que en 3 años se multiplicó por diez, en tanto el depósito de
numerario caía en un 10%. Asimismo, fue centro de enconadas controversias políticas. El Banco nunca pudo asumir una posición dominante
en el mercado financiero, y debido a la estructura endeble de su capital se vio frecuentemente tentado a la emisión de billetes. Como
otorgador de crédito barato tuvo un éxito sólo parcial, por lo que en lugar de ser un elemento estabilizador y dinamizador de la producción,
fue un elemento que favoreció la especulación. A principios de 1826 el Banco de Buenos Aires dejó de existir.

El Banco Nacional fue un proyecto mucho más ambiciosos. Su acta de habilitación corresponde al 28 de enero de 1826. Las actividades del
Banco quedaban definidas así: descuento de documentos comerciales, operaciones de cambio exterior y letras de crédito, aceptación de
depósitos en moneda nacional o extranjera, cobranzas por cuenta de terceros, acuñación de moneda, emisión de billetes de Banco
convertibles en oro a la vista. A cambio de su franquicia el Banco se comprometió a actuar sin remuneración como agente financiero del
gobierno. El Banco comenzó sin fondos. Entretanto se vio obligado a abrir al gobierno un crédito de 2000000 (condición estatutaria). Los
crecientes gastos de la guerra impedían al gobierno equilibrar el presupuesto. Además el bloqueo hacia serias irrupciones en las rentas de la
provincia, y la tesorería recurría a los préstamos de corto plazo. Privado el Banco de haber en efectivo y transformados los billetes de banco
en papel moneda inconvertible, moneda sólo de nombre, el Banco mismo se convirtió virtualmente en una institución gubernamental. Y
como el Banco no tenía fondos reales, el problema de la falta de reservas, desarrolló el de la convertibilidad, con sus continuas emisiones de
billetes sin respaldo, el resultado fue una elevada inflación. El banco no consiguió convertirse en una parte orgánica de la economía
provincial y nacional. La oposición al Banco fue enconada; en esta provincia, más que en ninguna otra, el Banco Nacional llegó a ser
símbolo de unitarismo. El gobierno continuó con la práctica de solicitar préstamos al Banco Nacional aún después de la guerra con Brasil.

El proceso de la inflación comenzó en febrero de 1826 y continuó casi ininterrumpidamente hasta mediados de la década de 1830. En 1828 el
peso recupera casi todo el terreno que había perdido el año anterior. El espectacular retorno, tan repentino como efímero se debió
principalmente a la cautelosa política de Dorrego de contención y economía. Pero la rebelión de Lavalle y la ejecución de Dorrego socavaron
totalmente la situación financiera de la provincia, volviendo a la depreciación del peso hasta el advenimiento de Rosas. Luego, en parte por la
estabilización política y en parte también por la política de estricta economía de Rosas, el valor del peso subió lentamente. La depreciación
del dinero circulante fue mucho más que un síntoma de desajuste financiero. Desembocó finalmente en un proceso de desajuste de todo el
dispositivo de las relaciones económicas del período anterior a la inflación. Este proceso, que en última instancia involucró cambios en la
distribución de las rentas nacionales, fue provocado por una serie de modificaciones de los precios de los artículos de consumo, los sueldos y
las ganancias. Los cambios que se dieron en los valores del dinero beneficiaron de manera absoluta y relativa a los ganaderos, respecto de los
demás sectores sociales.

La tendencia hacia el comercio libre fue mitigada por consideraciones fiscales. El país era demasiado débil, financieramente, para prescindir
del comercio exterior como fuente de ingreso. El primer arancel general entró en vigor en enero de 1822. Estipulaba una tasa básica del 15%
ad valorem sobre todas las importaciones de ultramar, exceptuándose una considerable serie de artículos. Mercurio, herramientas agrícolas,
maquinarias de minería, lana y pieles semifacturadas, yeso, materiales de construcción, carbón, seda, relojes, libros, objetos de arte, cal,
ladrillos, salitre y joyas abonarían un impuesto único del 15% ad valorem. Pólvora, pedernales, armas, alquitrán, pertrechos navales, arroz y
seda cruda, pagaban el 10%. Por otro lado se impuso una taza del 20% sobre azúcar, café, cacao, yerba mate, te y substancias alimenticias.
Muebles, relojes de pared, coches, calzado, vinagre, sidra, espejos, sillas de montar, ropa, vino, cerveza y tabaco tenían una carga del 25%.
El 30% tributaban coñac, licores y la caña. Había cuatro artículos que figuraban con un impuesto especial. Los sombreros importados debían
abonar el importante gravamen de 3$ cada uno. En cuanto a la sal, el trigo y la harina se les aplicaba el principio de la escala móvil. El
comercio interprovincial se estipuló por separado. El derecho básico para las importaciones de otras provincias de la Confederación se fija en
el 4% ad valorem. Las excepciones eran pocas. La yerba mate de Corrientes, Misiones y Paraguay, y el tabaco, estaban sujetos a un tributo
del 10%, y los cigarros abonaban 20% en tanto que otros artículos como la madera, la carne salada, el arroz, la lana, el algodón, las cerdas, el
coñac y los vinos no pagaban tasa de importación. Las exportaciones marítimas estaban sujetas a una tasa general ad valorem del 4%. Las
excepciones comprendían los cueros, los metales preciosos y ciertos otros artículos. Tampoco había impuestos que gravaran las
exportaciones a otras provincias de la Confederación. La tarifa de 1822 se hizo con la mira de afrontar las necesidades reales y potenciales
tanto de la provincia como del país. La tarifa tenía que ser forzosamente un término medio. Loa aranceles contemplaban una amplia y
continua afluencia de capitales extranjeros, pero alentaban a la industria pesada en gran escala, como la minería, y dejaban al mismo tiempo
de suministrar una protección adecuada a las industrias locales o de asegurar un mercado estable a los cereales y la manufactura del país.
Había no obstante importantes excepciones. Con ciertas modificaciones limitadas, la tarifa de 1822 se conservó durante el resto del decenio.
En la tarifa de 1824 se hicieron nuevas reformas, contemplando las necesidades de la provincia de Buenos Aires. En el arancel de las
importaciones terrestres se introdujo un cambio completo. Con excepción de la yerba mate, el tabaco y los cigarros, la importación de otras

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provincias fue declarada libre de todo gravamen. Después la lista fue renovada anualmente hasta 1829, año en que se le hicieron importantes
modificaciones. Los cambios introducidos durante los años 1823-25 fueron casi todos dictados por el deseo de ajustar mejor la tarifa a las
exigencias económicas de la provincia. La depreciación del dinero circulante era por si misma una barrera impuesta a la importación de los
artículos que competían con los productos de fabricación local. Debido a que los precios locales subían con más lentitud que los
internacionales. Y como los impuestos ad valorem eran en realidad impuestos de oro dieron como resultado ensanchar la separación entre los
precios internacionales y locales. Pero cualquiera que hayan sido los planes financieros del gobierno las consecuencias económicas de los
impuestos fueron las de acentuar los aspectos protectores de la tarifa en su conjunto.

Capítulo IV – El experimento unitario

El Congreso de Tucumán proclamó la independencia del país, pero no resolvió el problema de la organización nacional. La Constitución de
1819 impuso al país un sistema político que, aunque republicano en la forma, se parecía mucho al régimen colonial. Reafirmaba la
supremacía de Buenos Aires, cercenaba la autonomía política y fiscal de las provincias, excluía al pueblo de la vida política nacional y
aseguraba el dominio a un grupo de hombres cuyas convicciones e inclinaciones monárquicas eran ampliamente conocidas. Las provincias
del litoral, fueron las primeras en desafiar la autoridad del Congreso y la dirección de Buenos Aires. Los jefes de la oposición eran Estanislao
López y Francisco Ramírez. En Buenos Aires, la derrota de Cepeda señaló el comienzo de un período de confusión política. La situación
política de Buenos Aires comenzó a mostrar signos de estabilidad sólo después de la elección de Martín Rodríguez, quién logró asegurarse el
apoyo de los terratenientes y la benévola neutralidad de Estanislao López. La crisis de 1820, lejos de resolver el problema de la organización
nacional, lo hizo más complejo. Se veía ahora que la cuestión de la organización nacional no podría ser formulada, hasta que la economía
hubiese alcanzado cierto gradeo de estabilidad; que cualquiera que fuese la solución que se lograse, debería tener en cuenta los intereses de
las clases que hasta entonces habían sido excluidas de la vida política del país. En este aspecto la crisis inició una nueva fase en la historia del
país. Por primera vez entraban en la escena política la población rural, los gauchos y los chacareros, así como las clases medias y baja de la
ciudad. Esas clases dieron decidido apoyo a jefes como Ramírez, López, Quiroga y otros cuyos ideales políticos y programas económicos
estaban más cerca de la realidad. Se coincidía en general en que el país debía continuar siendo una república. Pero todavía quedaba por
definir más detalladamente la forma específica que tendría el gobierno nacional, esto era crucial porque definirlo implicaba diferentes
reacomodamientos.

Cuando Bernardino Rivadavia invita a las provincias a que enviaran representantes para integrar una asamblea constituyente, los aspectos
políticos del problema de la organización nacional habían cristalizado lo suficiente como para permitir el surgimiento de partidos políticos
basados más bien en doctrinas que en influencias personales. Los unitarios sostenían que para dar al país estabilidad política, era fundamental
establecer un gobierno nacional investido de amplios poderes políticos y económicos. Las provincias quedarían reducidas a distritos
administrativos cuya autonomía, si se la permitían, sería estrechamente vigilada y fiscalizada por el gobierno central. El regionalismo,
económico y/o político, era peligroso, porque incluía intereses opuestos a los de la nación y porque perjudicaba la eficiencia y el pacífico
funcionamiento de la administración nacional. Aunque la doctrina federalista no negaba la necesidad ni la utilidad de una autoridad política
central, defendía la más amplia autonomía, política, económica y fiscal para cada provincia. Ni uno ni otro contenían un cuerpo de la
doctrina económica claramente definido y sólido. Al esforzarse por detener el flujo de riquezas hacia el litoral y conservar los recursos que
todavía les quedaban, las provincias entraron en una corriente de aislamiento político. Con respecto de la propuesta del unitarismo de
nacionalizar los ingresos derivados del comercio interior y exterior, la actitud de las provincias era uniformemente unitaria. Pero se oponían a
toda acción destinada a cercenar la autonomía fiscal de las provincias. La Constitución de 1826 negaba a las provincias el derecho de obtener
réditos de contribuciones indirectas. El regionalismo económico y la rivalidad interprovincial eran demasiado intensos para permitir una
solución fácil. Las provincias se empeñaron en tratar de proteger sus industrias y comercio contra la competencia foránea desde el mismo
momento en que se abrió el país al comercio exterior. Los chacareros, los artesanos y los comerciantes locales estaban todos
fundamentalmente interesados en que continuara con buen éxito la política de exclusivismo económico. Estos grupos, cuando tuvieron que
elegir entre unitarismo y federalismo, optaron por este último, por que les ofrecía mayor seguridad económica y era más probable que
eliminara los peligros de la competencia extranjera e interprovincial. Los unitarios aunque eran minoría eran un sector más compacto y
homogéneo.

En Buenos Aires los efectos de la batalla de Cepeda y la consiguiente serie de violentos cambios políticos que culminaron con la elección de
Martín Rodríguez, no fueron totalmente adversos. El gobierno quedo privado de su carácter nacional. Pero esto se compensó con al
estabilización política del país. Por la amplitud con que el Tratado de Pilar dejaba al gobierno al manejo del puerto. La provincia en realidad
obtenía la mejor tajada del arreglo. La derrota política y militar se convirtió en una victoria económica y financiera. Se admitía generalmente

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que mientras las condiciones políticas siguieran siendo inseguras no se podría organizar ninguna asamblea nacional auténticamente
representativa. Fueron inútiles los frenéticos esfuerzos de Córdoba (Bustos) para evitar el fracaso del Congreso, el cual recibió el golpe final
a principios de 1822, con la firma del Tratado del Cuadrilátero, cuyo artículo 13 impedía alas provincias signatarias participar del “diminuto
Congreso reunido en Córdoba” . Los unitarios, que dirigían y fiscalizaban el gobierno provincial, consideraron prematura la convocatoria de
Bustos, no tanto porque creyeran que el país se hallaba incapacitado para encarar el problema de la organización política como porque el
partido no estaba todavía en condiciones de asegurar la victoria de su programa económico y político. Lo que el gobierno de Buenos Aires
quería era no solamente la postergación, sino que el Congreso Nacional se reuniese en la ciudad de Buenos Aires. El Tratado del
Cuadrilátero era, desde el punto de vista unitario y dado que tendía a invalidar el Congreso de Córdoba, una señalada victoria política. El
gobierno de Martín Rodríguez suele señalarse como el más notable de la historia nacional. Casi no hubo un solo sector de la economía que
no haya sido reformado. Estas reformas no se hicieron al azar; cada una de ellas formaba parte de un sistema económico-social trazado sobre
el modelo de Europa occidental. Sus creadores eran hijos espirituales de los filósofos sociales y económicos de Inglaterra y Francia. El
bienestar del Estado dependía del bienestar del individuo, que lo determinaba. De ahí que este último debía interferir lo menos posible en las
actividades económicas del individuo. El mercantilismo daba paso al laissez faire. Con estas premisas generales construyó el gobierno de
Martín Rodríguez su programa y política económica. Pensando en el porvenir, el gobierno impuso a la economía reformas de las que no
había inmediata necesidad y que ocasionaron, no poco desconcierto en el mecanismo existente de las relaciones económicas y sociales.
Teóricamente el unitarismo era liberal y democrático, pero en la práctica se volvió aristocrático y autoritario. Los unitarios creían que era
incumbencia de ellos ilustrar al país, por la fuerza si fuera necesario. Comprendían que no sería posible avanzar hacia la integración
económica mientras el país no tuviera capital abundante, mano de obra y la necesaria capacidad técnica. Y como no podían obtener ni capital
ni capacidad técnica de origen nacional en cantidad suficiente, había que buscarlos en el exterior. Se argüía que había que abrir ampliamente
al país al comercio exterior y a las inversiones extranjeras, y alentar la colonización y la inmigración. Pero incluso con respecto al comercio
exterior los unitarios se vieron obligados a transigir casi desde el principio. La impracticabilidad del programa unitario se hizo evidente en su
política de industrialización y colonización. La propensión de exagerar la capacidad económica de la economía argentina se manifestó una
vez más en su política financiera, especialmente en el establecimiento de un Banco Central provincial y luego nacional. En una economía de
rápida expansión, el mecanismo financiero del régimen colonial ya no era adecuado. El crédito era esencial; aliviaría la escasez crónica de
capital e impondría una baja en la tasa de intereses, habitualmente alto. El buen éxito del programa de reorganización fiscal y de
consolidación de la deuda pública de la provincia dependió en gran parte del grado de liquidez del mercado de capitales de Buenos Aires.
Para el Ministro de Gobierno la alternativa era aumentar los impuestos o aumentar la producción mediante la expansión del crédito. Otra
consideración que desde el punto de vista unitario favorecía el establecimiento de un Banco Central era que ese Banco, con sucursales en
todas las provincias, sería un factor para la unificación política del país. El Banco fue concebido también como un medio de fiscalización
política. Desde el punto de vista unitario, el Banco se convertiría en la fuerza motriz del crecimiento industrial de la nación. Ni el Banco de la
Provincia de Buenos Aires ni el Nacional tuvieron la oportunidad de probar o refutar la tesis unitaria. Ninguno de los dos logró movilizar
grandes porciones de los recursos capitalistas del país. El hecho de que no hubiese cumplido otra finalidad que la de proveer fondos a la
tesorería convirtió en insignificante su utilidad como factor del desarrollo económico. Por otra parte las operaciones de crédito del Banco
estaban limitadas por ley a noventa días con pagaré. No podía ofrecer créditos a las industrias cuyo período de producción excedía los tres
meses, como la industria ganadera y la agricultura. Según la concepción unitaria del desarrollo económico el papel preponderante lo
desempeñaba el comercio, y no la agricultura. La importancia de la industria ganadera era indiscutible. El sistema de enfiteusis reposaba en
el principio de la posesión pública de toda la tierra que no fuera de propiedad privada, no permitiéndose por lo tanto la venta de tierras
públicas, salvo con autorización especial de la legislatura. Esas tierras podían ser arrendadas a personas o corporaciones por un número
determinado de años y por un arrendamiento fijo. Se supone que el propósito de Rivadavia y los unitarios era el de instituir un sistema de
impuesto único de las finanzas públicas basado en los arrendamientos y el incremento del valor de la tierra. Estos creían que el alquiler de la
tierra junto con la contribución directa haría que la tesorería no dependiera tanto de los derechos de aduana. Estas esperanzas no se
materializaron. Por otra parte no hay razón para creer que los unitarios adjudicaran a la enfiteusis un significado social tan profundo como el
que suele asociarse con la ideología del impuesto único. Al gobierno le estaba prohibido por ley vender las tierras públicas, que eran
mantenidas como garantía de los empréstitos externos e internos, lo que dio como resultado que se acumularan grandes extensiones de tierras
improductivas. Para resolver este problema de la acumulación se proyectó la ley de enfiteusis. Tampoco prohibía la ley la venta a terceras
personas de los derechos de arrendamiento. El gobierno no desconocía la posibilidad de que le ley de enfiteusis estimulara el desarrollo de
los latifundios, pero no tenía ninguna objeción mientras las tierras fueran explotadas. El propósito era impedir que las grandes extensiones de
tierra fueran objeto de especulación; y estaba convencido de que el requisito del pago de un arrendamiento refrenaría cualquier tendencia que
pudiera surgir hacia el monopolio de la tierra. El programa económico unitario tenía objetivos nacionales. La nacionalización de los derechos
de aduana de la provincia de Buenos Aires presagiaba una acción similar con respecto a Mendoza, Tucumán, Catamarca y otros sitios. Con la
aprobación de la ley que federalizaba la ciudad y el puerto de Buenos Aires, el proceso de unificación quedó prácticamente completado.

La oposición federalista cristalizó rápidamente. Ahora los federales estaban obligados a examinar los postulados principales del programa
unitario y formular objeciones específicas, tanto en el Congreso Constituyente como en las provincias. Estaba de acuerdo en dejar la
solución de los problemas económicos al Congreso Constituyente. La cuestión constitucional dominaba a todas las demás, y era inútil,

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aducían los federales definir más detalladamente el método de las relaciones económicas interprovinciales antes de haber resuelto los
problemas políticos fundamentales. Establecida la Constitución, el principio de la autonomía provincial determinaría ipso facto la estructura
económica del país. Este razonamiento habría sido correcto si el Congreso se hubiese dedicado exclusivamente a redactar la Constitución.
Pero el gobierno estableció en cambio un gobierno nacional que procedió a desarrollar un programa claramente unitario. El partido federal se
abstuvo de defender cualquier política económica que supusiera uniformidad de desarrollo económico en todo el país. En puridad de verdad
no había uno sino varios partidos federalistas unidos en su oposición al sistema unitario. La política federalista parecía la única capaz de
suministrar una base adecuada para la solución de las diferencias interregionales. En Buenos Aires la oposición al programa unitario era
fuerte en los distritos rurales, entre los ganaderos y los agricultores tanto como entre los gauchos. En la ciudad entre la clase baja y media.
Para Buenos Aires significaba la renuncia a las ventajas económicas y financieras logradas después de la revolución; y para las provincias
equivalía a abandonar toda esperanza de mejorar la situación económica. En general los hacendados y los chacareros estaban convencidos de
que con los gobiernos de Rodríguez y Rivadavia los distritos rurales no habían recibido la atención que les correspondía. Como voceros de
los intereses comerciales de la capital, los unitarios veían poca ventaja en la adquisición de tierras despobladas, y por ende comercialmente
sin valor más allá de la frontera india. El interés principal de los unitarios consistía más bien en extender los mercados internos y conectarlos
con Buenos Aires y otros puertos. El programa federal de desarrollo económico, aunque mucho menos espectacular, no dejaba de ser
suficientemente serio. Postulaba la extensión territorial hacia el sur, la incorporación de nuevas tierras a la economía. Prometía la expansión
del comercio exterior, y de que sus beneficios quedarían en la provincia en lugar de engrosar la economía nacional. Tampoco se
desinteresaba de las condiciones en que se hallaban la agricultura y la industria locales.

Dieciséis meses después de promulgada la ley de federalización el Congreso Constituyente se encontró a un país hostil y se negaron en su
mayoría a aceptar la Constitución redactada por el Congreso. Rivadavia renunció, y el Congreso, después de poner la presidencia en manos
de Vicente López, declaró su disolución. López en cuatro días, convencido del derrumbe del régimen unitario, pidió a Dorrego, jefe
parlamentario del partido federal, que asumiera las funciones de gobernador de la reconstituida provincia de Buenos Aires. Fue la primera
gran victoria del federalismo porteño. La autonomía provincial, como la aduana, eran el motor principal contra el programa unitario, de
posibles progresos a largo plazo. La federalización de la ciudad implicaba la pérdida de una importante parte de las riquezas de la provincia,
con más del 50% de la fuerza de trabajo, sus instituciones y sus ingresos públicos. A las demás provincias en tanto, el programa unitario
tampoco les atraía demasiado, por la liberalización económica que proponía, lo que no ajustaba a las diferentes realidades y necesidades
provinciales. En su puja por el poder público los federales apelaron principalmente a los intereses inmediatos del pueblo. En la capital, el
partido federal levanto la bandera de la democracia, y con se demanda de gobierno popular elegido por sufragio universal masculino logró
reclutar numerosos partidarios entre las clases bajas. En opinión de Dorrego la organización federal del Estado era la única que podía
asegurar el pleno desarrollo de las posibilidades económicas del país con la más amplia democracia. Dorrego ocupó el cargo, durante 17
meses, lapso en el que los problemas económicos y financieros y la guerra con Brasil hicieron pasar a segundo término la cuestión de la
organización nacional. Logró perfeccionar la ley de enfiteusis de las tierras pastoriles y poner las tierras agrícolas bajo un sistema similar.
Logró superar algunas de las dificultades financieras: pero no tuvo ni la oportunidad ni los medios para poner a prueba sus planes de
reconstrucción política y económica. La revuelta de los unitarios encabezada por Lavalle, a la que siguió la ejecución de Dorrego, hizo
imposible la reconciliación y cooperación de los dos partidos. Dentro del partido la dirección paso a Juan Manuel de Rosas, quien como jefe
de las milicias rurales, dirigió las operaciones militares y políticas contra los unitarios. El partido federal obtuvo de ese modo la segunda gran
victoria. La solución del problema de la organización nacional se hizo más difícil, porque el federalismo porteño aumentó su poder y se
sintió menos inclinado a entenderse con las demás provincias de la Confederación.

Capítulo V - Las provincias


1

Los historiadores argentinos suelen atribuir el buen éxito del federalismo a diversos factores que tuvieron al parecer por efecto intensificar el
aislamiento económico de las provincias que integraban la Confederación. De acuerdo con el argumento, la independencia económica
engendraba aislamiento político. Y la expresión ideológica de este aislamiento era el federalismo. Con este concepto, el federalismo
argentino, enraizado en la pobreza y en la ignorancia de la multitud, no era ni un sistema ni un programa, sino más bien un instrumento de
opresión política en beneficio de los caudillos y sus satélites. Si bien el programa federal reclamaba autonomía política y económica para las
provincias, defendía también la integridad política del país como nación. Las provincias se volvieron hacia la solución federalista del
problema constitucional precisamente para evitar las consecuencias económicas del aislamiento. Al mismo tiempo que afirmaba la necesidad
de la unidad nacional, la doctrina federal reconocía la existencia de intereses provinciales específicos, complementarios de los intereses de la
nación como tal y compatibles con ellos (esto demuestra una visión del federalismo que termina siendo más clara respecto de la compleja
estructura que caracterizaba la economía argentina). El rápido progreso de la emancipación política tuvo poco efecto en la economía del
interior. Las formas y modos de producción y distribución desarrollados durante el régimen colonial continuaron dominando, prácticamente
sin cambios, la vida económica de las provincias. Porque el crecimiento y desarrollo de la economía del interior dependía precisamente de

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que se mantuviera intacto el régimen político y administrativo prerrevolucionario. La adaptación al nuevo ambiente político podría haber
sido menos difícil si el interior hubiese podido igualar la industria de Europa Occidental. El problema económico que afrontaban las
provincias era fundamentalmente diferente de que encaraba Buenos Aires. La abolición del régimen colonial ya era un paso adelante en el
desarrollo económico de la provincia. El problema del interior era el de conservar el status quo prerrevolucionario. La adopción de una
política de protección, presentaba para Buenos Aires la perspectiva de restablecer las condiciones que regían antes de la revolución. Las
provincias del interior abordaron el problema de la protección más bien sobre la base de los intereses provinciales y regionales que de los
nacionales. El aislamiento, lejos de vigorizar la situación económica de las provincias, intensificó su dependencia de Buenos Aires. Quizás
por esta razón más que por ninguna otra querían las provincias terminar la organización nacional de un modo que les garantizara la
autonomía económica y política y estabilizara al mismo tiempo las relaciones económicas interprovinciales. Para las provincias del litoral, la
revolución en tanto no había avanzado lo suficiente, ya que no se había alcanzado la libertad de comercio, estas provincias buscaban la libre
navegación de los ríos, esto estaba en relación con los costos de transporte, cargas y descargas, derechos de tránsito, pero fundamentalmente
porque con acceso directo a los mercados europeos, a través de los ríos Paraná y Uruguay, las provincias litorales podrían ejercer su
influencia más allá de sus límites provinciales. Para las provincias del interior la revolución en cambio había ido demasiado lejos; éstas eran
perjudicadas en sus actividades industriales con la concurrencia de las mercancías europeas, producidas con mayor desarrollo tecnológico, y
también las actividades del transporte, ya que en carretas era más costoso que el transporte marítimo o fluvial.

Tan importante como la protección y la navegación fluvial era la cuestión de las finanzas públicas. El problema tenía dos aspectos: por un
lado era necesario realizar una revisión más extensa de los principios que regían el régimen fiscal antes de la revolución. Por otro lado cada
provincia trató de establecer un régimen fiscal apropiado a sus necesidades económicas. La reforma financiera era una necesidad
universalmente admitida en todas las provincias. Lo que había sido posible en Buenos Aires, con su creciente comercio exterior y su
expansión económica, no daba la pauta de lo que era practicable en las provincias económicamente estancadas. Y las provincias cuyos
recursos eran relativamente abundantes pero las guerras civiles y otras emergencias trastornaban continuamente los planes de reforma
financiera. El problema no era economizar, porque los gastos ya habían sido reducidos al mínimo, sino la de obtener las rentas suficientes
para evitar el derrumbe total de la maquinaria administrativa. La mayor parte de los ingresos de las provincias provenía de los derechos de
aduana, los que eran cruciales a la hora de la definición de las políticas económicas de las provincias. En las provincias del interior los
ingresos del comercio interior y exterior tenían un papel menos importante como fuente de ingresos. A los derechos de aduana les seguían
en importancia los derechos de sellado y patentes. En casi todas las provincias se conservaron algunos de los impuestos coloniales como el
diezmo y la sisa. En todas las provincias había ciertos ingresos procedentes de las ventas de tierras públicas, de las multas por las
trasgresiones a las ordenanzas policiales, del arrendamiento de propiedades públicas, etc. Las guerras civiles e interprovinciales, que se
habían hecho rutinarias, agotaban los erarios provinciales. Las crisis financieras se sucedían, y los gobiernos adoptaban medidas
extraordinarias. Los gobiernos provinciales comprendían que la estabilidad financiera dependía en última instancia del aumento continuo de
la riqueza imponible; de ahí sus esfuerzos para estimular la producción y el comercio y para defender la industria local. A falta de una
legislación nacional, la regulación de las relaciones económicas interprovinciales se hacia por lo general arbitrariamente. Las guerras
económicas eran frecuentes, quedando luego mitigadas, mediante contratos bilaterales y multilaterales. Al acentuarse las diferencias políticas
y económicas del país la rivalidad interprovincial se agudizó.

Después del rechazo de la Constitución de 1819 las provincias vieron cada vez con más claridad que la cuestión constitucional era un
problema tanto económico como político. La Constitución de 1819 demostró que mientras el gobierno central siguiera bajo la influencia de
Buenos Aires, los postulados económicos del interior serían probablemente desatendidos. Hacia 1824 se reúne un nuevo Congreso
Constituyente, los unitarios como grupo buscaban la centralización política, pero no tuvieron demasiado eco, más aún se encontraron con la
desconfianza de las provincias frente a los avances del poder central con al federalización de Buenos aires, y temían más a un poder central,
con un gobierno fuerte que a una provincia fuerte. Esta oposición de las provincias no era una mera cuestión ideológica, de hecho en esto las
actitudes fueron bastante eclécticas y las posiciones a veces tomadas fueron contradictorias. Finalmente hacia 1826 Rivadavia, exige que se
avance en la sanción de la constitución nacional, la que se aprueba en el Congreso Nacional, pero que debía ser luego sometida a la
aprobación de las provincias, las que fueron negándose a hacerlo una tras otra. Esta negativa significó la derrota del programa unitario, con la
posterior renuncia de Rivadavia, y el fin del ensayo unitario. La negativa de las provincias tenía también, claro está, un trasfondo económico,
ay que si bien Rivadavia había avanzad en la nacionalización de los ingresos de la aduana de Buenos Aires, no había dado ni daría el
segundo paso que era la distribución a prorrata a las provincias, de los recursos nacionales; esto para las provincias era central ya que la
situación de las finanzas públicas fue de ahogo durante todo el período, al puno tal que en ocasiones algunas provincias no podían siquiera
hacerse cargo de los gastos que implicaba el mantenimiento de sus representantes al Congreso Constituyente.

Capítulo VI - El primer gobierno federal de Buenos Aires

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1

Cuando asumió el cargo de gobernador, el 6 de diciembre de 1829, Juan Manuel de Rosas tuvo que afrontar una tarea dura y complicada. A
pesar de su derrota en Buenos aires los unitarios seguían siendo poderosos y, lejos de concederle la victoria a Rosas, se preparaban para una
campaña política y militar destinada a desalojar al partido federal de su nueva posición de supremacía. Juan Lavalle estaba preparado para
encabezar a las fuerzas antifederales del litoral, mientras que José María Paz, estaba consolidando su posición en Córdoba y el interior. La
guerra civil era inminente. Concluida la guerra, quedaba la tarea de la reorganización económica y política del país. A menos que Buenos
Aires fuera puesta bajo jurisdicción federal, las provincias no podían abrigar ninguna esperanza de mejorar su situación económica y
financiera. La cooperación de Buenos Aires, voluntaria o impuesta, era fundamental para las provincias. Sin ella, el programa económico del
federalismo era irrealizable, y la doctrina política federal perdía sentido y significado. Pero los intereses de Buenos Aires y las provincias no
eran idénticos. En 1830, en la conferencia de los representantes de Buenos Aires y las provincias del litoral, reunida en Santa Fe, se había
visto que el problema constitucional no era una cuestión puramente política, sino también económica. Allí fue cuando Pedro Ferré planteó,
en nombre de Corrientes, la cuestión de la nacionalización de los derechos aduaneros, y reclamó que se diera voz a las provincias en la
política comercial del país. Las cuestiones presentadas por Ferré volvieron a surgir a principios de 1832, cuando la comisión representativa
invitó a las provincias a adherirse al Pacto del Litoral y enviar representantes a Santa Fe. El programa del proyectado Congreso Federal
quedó definido en el pacto en el artículo 16, inciso 5º, y comprendía problemas tales como ser el de reglamentación del comercio exterior y
local, la percepción y distribución de las rentas nacionales, la navegación fluvial y la deuda nacional. En 1832 las fuerzas militares del
partido unitario habían sido poco menos que aniquiladas, la guerra civil como instrumento de acción política parecía haber sido descartada, y
las provincias aceptaban gradualmente el Pacto del Litoral y la autoridad de la comisión representativa. De este modo los problemas
económicos expuestos en el artículo 16, inciso 5º, del Pacto del Litoral fueron en lo sucesivo problemas de todo el país, más que de una sola
región. Además se reconoció oficialmente que la cuestión económica y la cuestión de la organización del Estado eran inseparables. La
decisión de la comisión representativa de convocar un congreso nacional fue un duro golpe para Buenos Aires Los federalistas porteños no
eran contrarios a la unificación política del país, pero insistían en que esa unificación no debía cumplirse a expensas de Buenos Aires.
Decidido a desbaratar la iniciativa de la comisión representativa, Rosas resolvió llamar al delegado porteño, quien se retiró de la comisión en
junio de 1832. Olavarrieta aclaró con una declaración que su retiro no implicaba su renuncia al Pacto Federal de 1831. Los dos jefes
federales más prominentes del país, aparte de Buenos aires, Estanislao López en el litoral y Juan Facundo Quiroga en el interior, se negaron a
apoyar la campaña antiporteña de Pedro Ferré; esto lo hicieron porque en ese momento un enfrentamiento con el poder de Buenos Aires
implicaba una guerra no sólo contra el gobierno, sino contra toda la provincia, de eso lo más que se podía esperar como resultado era
inseguro.

El problema constitucional no era el único, y quizás el más inmediato era el de consolidar el régimen federal y rehacer el sistema económico
y financiero de la provincia de Buenos Aires. La estabilización política se cumplió con relativa rapidez. Cinco días después de la elección de
Rosas la legislatura provincial le acordó poderes extraordinarios. La legislatura respondía a la demanda generalizada de un gobierno fuerte.
La provincia necesitaba paz, necesitaba un respiro para restaurar la economía. La suspensión temporaria de las libertades políticas sería un
sacrificio relativamente pequeño. Había otra razón más para inducir a Rosas y sus partidarios a pedir poderes extraordinarios. El partido
federal no tenía opinión unánime en muchos de los problemas políticos y económicos que agitaban la provincia. Juan Ramón Balcarce
sucedió a Rosas, trató insistentemente de reprimir la influencia de Rosas en la vida política de la provincia. En 1833, menos de un año
después, fue obligado a renunciar. La dimisión de Balcarce puso una vez más a Rosas en la posición de jefe indiscutido. Tratando de impedir
la dictadura, la legislatura designó gobernador provisional a Juan José Viamonte. Pero éste no pudo afrontar la situación política y presentó la
renuncia en junio de 1834. La legislatura volvió hacia Rosas. Después de prolongadas negociaciones Rosas convino en aceptar el cargo con
la condición de que la legislatura le diera poderes dictatoriales, o sea la suma del poder público. La asamblea aprobó la ley el 7 de marzo de
1835 lo cual señaló la victoria definitiva del federalismo porteño. En adelante su preocupación fundamental fue la de asegurar la
continuación del status quo. Contrariamente a lo que se esperaba la conclusión de las hostilidades con Brasil no fue seguida por la
recuperación económica. Durante los tres años de su primer gobierno Rosas no logró operar la total recuperación económica y financiera. No
pudo reducir la deuda pública de la provincia ni equilibrar el presupuesto. Pero consiguió detener el proceso de la ruina financiera. Además
logró estabilizar el valor del papel moneda.

Capítulo VII - Las finanzas federales de Buenos Aires, de 1829 a 1835


1

Cuando Viamonte asumió la gobernación (1829), la provincia se encaminaba hacia la bancarrota. En su opinión, la situación se debía a la
inflación, que socavaba el crédito público. La estabilización de la moneda era una condición fundamental para la recuperación. El
mecanismo que Viamonte proponía quedó trazado en varios decretos. Uno establecía una caja de amortización de Billetes de Banco, a la que
se confiaba la dirección de la política monetaria. Asignaba a la caja los siguientes fondos: ingresos de los impuestos especiales al ganado,

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impuestos adicionales a las importaciones, la mitad del importe de las patentes y del sellado, y l producto del derecho de pregonería. El
gobierno se comprometía además a transferir a la Caja todos los dividendos que recibiera del Banco Nacional. A la caja se le prohibía
emplear sus fondos para otros fines que los del retiro de los billetes del banco. El dinero para retirar sería distribuido públicamente todos los
meses. Sin embargo, la Caja siguió acumulando hasta fines de 1832. El programa de Viamonte de rehabilitación financiera por medio de la
deflación estaba condenado al fracaso desde el comienzo. Los planes de largo alcance en ese momento eran un lujo que el gobierno no podía
permitirse. La tesorería necesitaba un alivio inmediato, y eso era lo que el plan de Viamonte no podía ofrecer. Rosas prefirió abandonar el
plan de Viamonte. La deflación, con sus secuelas de la baja de precios, el aumento de los salarios reales y la escasez de dinero era peligrosa.
La depreciación de la moneda había estimulado grandemente todas las actividades productivas relacionadas con el comercio de exportación.
Los grupos económicos de Buenos Aires que más perderían con la deflación serían los hacendados y los saladeristas. Había otra
consideración que hacia inaceptable la deflación para el partido federal. La deflación fortalecería la posición del Banco Nacional. Esta
institución había sido considerada simpatizante de la causa unitaria. El repudio del programa de Viamonte no implicaba el retorno a la
emisión de billetes de Banco. La depreciación monetaria engendraba especulación y despilfarro. Las clases que más sufrían la inflación
(asalariados, tenderos, artesanos y funcionarios) eran los que menos podían soportar la carga, de modo que si el gobierno no lograba
estabilizar el peso perdería seguramente todo apoyo popular. Durante su primer gobierno no publicaron nunca, ni Rosas ni su Ministro de
Hacienda José Manuel García, ningún informe detallado sobre la política monetaria. Si presentamos la política monetaria como política de
estabilización es porque el valor del peso papel permaneció relativamente estable durante toda la mitad del decenio del 30.

La política declarada de Rosas era la de mantener intacta las garantías acordadas al medio circulante, y se abstuvo prudentemente de
intervenir en el Banco Nacional. Cada vez se hacía más evidente que los empréstitos no podían ofrecer una solución permanente a las
dificultades financieras. La solución debía ser buscada dentro de los límites del presupuesto, aumentando los ingresos o reduciendo los
gastos, o ambas cosas. El primer programa detallado de la reorganización financiera lo hizo Manuel José García, Ministro de Hacienda del
segundo gobierno de Viamonte. La piedra angular del programa de García era la deflación monetaria, seguía lineamientos similares a los
trazados cuatro años atrás por Viamonte. Lo que García proponía no era la estabilización del peso, sino un retorno al patrón metálico del
período de Rivadavia. Sobre esta base el plan implicaba el pago de los intereses y las amortizaciones atrasados del préstamo de Londres, el
retiro de los Billetes de Banco, y suprimir la deuda flotante de la provincia. El problema era el cómo y dónde obtener la suma de dinero que
se necesitaba. El programa de García no despertó entusiasmo. El retorno al dinero metálico no atraía a nadie, salvo quizás a los accionistas
del Banco Nacional y a los tenedores de títulos del empréstito londinense. El plan era impracticable sobre todo porque no traía alivio
inmediato a la tesorería. La legislatura desechó el proyecto de García y aprobó una nueva emisión. No hizo más que postergar la crisis final.
Dos o tres meses después la tesorería se hallaba sin fondos nuevamente. Manuel V. Maza, que sucedió a Viamonte, se limitó a la tarea de
reducir la enorme deuda flotante a proporciones manejables. El procedimiento que pensaba seguir lo delineó en tres proyectos de ley.
Disponía la emisión de $4000000 en títulos de largo plazo. Proponía usar los réditos del empréstito para retirar bonos de tesorería. Se
comprometía a vender los bonos a no menos del 50% de la par. Y disponía el establecimiento de un Consejo de Hacienda que fiscalizaría la
venta de títulos y la emisión de bonos de la tesorería y otras obligaciones de corto plazo, dictaminaría sobre todas las obligaciones de la
tesorería, y tendría derecho a aprobar o rechazar cualquier transacción que involucrara enajenación de tierras o bienes raíces públicos. Otro
proyecto de ley establecía la forma de retirar la deuda a corto plazo. La legislatura aprobó la emisión de $5000000, 1 millón más de lo
pedido, y la tesorería pudo evitar la suspensión de pagos y reducir en algo la deuda de corto plazo. Pero el problema de la reorganización
financiera quedó sin resolver.

Durante los años que siguieron a la derrota de Lavalle, el papel que desempeñó el Banco Nacional en la vida financiera y económica fue
decreciendo continuamente. Poco después de asumir Dorrego la legislatura provincial prohibió que se hicieran nuevas emisiones de billetes.
El Banco quedó privado de una de sus más importantes atribuciones. En mayo de 1832 Rosas definió la actitud del gobierno acerca del
Banco: mantenimiento de la garantía acordada con respecto al dinero circulante, continúa abstención del gobierno de intervenir en la
administración del dinero, detenido examen de las justas reclamaciones de los accionistas. El Banco, se había transformado en una agencia
del gobierno, aunque sin obtener ninguno de los beneficios que suelen implicar esas relaciones. Sobre la cuestión de la deuda al Banco se
guardaba un funesto silencio. Balcarce (sucesor de Rosas) prometió que no introduciría cambios en la política del gobierno. Los accionistas
del Banco en asamblea general (agosto de 1833) aprobaron la disolución del Banco. Los directores buscando salvar la situación ofrecieron al
gobierno una serie de sugestiones destinadas a resolver las dificultades del Banco. El elemento esencial era la amortización de los billetes de
banco. El gobierno de la provincia no aceptó ni rechazo el plan del Banco. Balcarce se vio obligado a renunciar a consecuencia de la
revolución de los restauradores, y la posición de su sucesor, Viamonte, era demasiado insegura como para que se pudiera tomar una medida
decisiva. Los directores del Banco decidieron abandonar los planes para la liquidación inmediata de la institución, hasta mejor oportunidad.
En los primeros meses de 1836 Rosas encomendó a José María Rojas que preparara un informe sobre el Banco Nacional. El informe era
inequívocamente hostil al Banco. Comenzaba su exposición declarando que aún persistían los principales factores causantes de las guerras
civiles, e insinuaba que las pocas personas culpables habían recibido apoyo moral y monetario del Banco Nacional. Recordaba que el Banco

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destinado a ser una institución nacional, nunca había podido alcanzar esa posición. En las provincias no se aceptaban billetes el Banco
Nacional. La existencia del Banco resultaba incompatible con los superiores intereses de la provincia de Buenos Aires. El 30 de mayo de
1836 Rosas anunció por decreto la disolución del Banco Nacional. Esto marcó el fin de un período agitado de las finanzas públicas
argentinas. Los planes destinados a resolver los trastornos financieros se diferenciaban en los detalles pero tenían todos un objetivo común, la
restauración del patrón oro y el equilibrio del presupuesto. El ala extrema del partido federal se oponía al restablecimiento del patrón oro, y
estaba respaldada por todos aquellos grupos que habían subido al tope de la escala económica y social durante el período inflacionista.
Tampoco la clase media quería el retorno al patrón oro, empobrecida por las guerras, sequías y depresiones no podía cargar con el peso de la
reconstrucción financiera. El partido gobernante prefirió abandonar el peso antes que arriesgarse a perder popularidad. Existiendo el Banco
Nacional aparecían siempre planes para la restauración del peso. Y por esa razón la disolución del Banco llegó a ser una necesidad tanto
económica como política. Al dar este paso, Rosas suprimió la última fuente de agitación política y económica, y descargó un poderoso golpe
sobre las fuerzas unitarias de la provincia. Los ganaderos dominaban ahora tanto en el campo económico como en el político.

Capítulo VII - Las finanzas porteñas con Rosas, de 1835 a 1851


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Cuando se decretó la liquidación del Banco Nacional, hacia más de un año que Rosas se hallaba, nuevamente, en el poder. Había heredado
un déficit enorme, una moneda muy depreciada y una gran deuda pública. Rosas no trató de restablecer el valor oro del peso. Estricta
economía en los gastos, eficiencia en la administración y percepción de las rentas, fueron los principios sobre los cuales Rosas basó su
programa de rehabilitación financiera. En ningún momento de sus 17 años de gobierno se desvió de esos principios. El conservadurismo de
Rosas en materia de finanzas públicas fue bien recibido. No ahorró esfuerzos en perfeccionar la administración y percepción de los derechos
aduaneros. En parte para asegurar una mayor eficiencia en la administración del arancel, y en parte como prevención del contrabando, Rosas
se inclinó hacia la restricción del comercio de ultramar con Buenos Aires. El derecho de puerto era impuesto a todos los barcos que entraban
en los puertos de la provincia. La contribución directa, creada en 1822, durante el gobierno de M. Rodríguez, se esperaba que llegara a ser la
columna vertebral del sistema fiscal de la provincia. Se creía que, al aumentar la riqueza nacional, las rentas de la contribución directa serían
suficientes para hacer a la tesorería provincial relativamente independiente del comercio exterior. Estas esperanzas no se cumpllieron por un
lado porque las tasas eran demasiado moderadas y por otra parte porque las valuaciones fiscales se hacían en oro pero la contribución se
pagaba en papel moneda (depreciado). Por si eso fuera poco, tampoco había un censo acabado de propiedades, para determinar
fehacientemente las bases imponibles. La legislatura provincial tenía que seguir la iniciativa de Rosas y aumentar las tasas, o crear otro
sistema más eficaz para el cumplimiento y la administración del impuesto. La junta, optó por el segundo recurso. A principios de 1839
aprobó una nueva ley de contribución directa. Las disposiciones más importantes se referían al método de valuación de las propiedades
imponibles. La innovación más importante fue, el establecimiento de las comisiones reguladoras de los capitales. La dificultad estaba en que
las comisiones no siempre eran aptas para determinar el valor de la propiedad sujeto a impuesto. Pero la legislatura no creyó necesario
encomendar esta tarea a expertos. Dejando la tasación en manos de los funcionarios locales la legislatura eliminaba la amenaza de una
administración efectiva del impuesto, porque se podía confiar en que tanto los jueces de paz como los alcaldes tuvieran especiales
consideraciones con los intereses de la clase de los estancieros. De este modo hicieron ineficaz a la ley del 2 de abril de 1839, pero esta vez
con el disfraz de reforma. El partido federal perdió una excelente oportunidad para demostrar su sentido gobernante. Rosas no tuvo mayor
éxito que sus predecesores en el intento de hacer de la contribución directa el eje principal del sistema fiscal de la provincia. Con las tierras
públicas el gobierno provincial obtenía ingresos de dos maneras. Una de ellas era entregando en enfiteusis las tierras de propiedad del
gobierno, y percibiendo las rentas correspondientes. Estos ingresos eran relativamente modestos. Estas entradas se redujeron drásticamente
en 1837, principalmente porque muchos enfiteutas aprovecharon la oportunidad para comprar las tierras. En lugar de extender el sistema de
enfiteusis y perfeccionar su administración. Rosas prefirió vender las tierras públicas. La primera venta de tierras de importancia fue
sancionada por la legislatura el 10 de mayo de 1836. Daba prioridad a la enfiteusis y disponía que el producto de la venta se empleara en el
retiro de la deuda flotante.

Después de la caída del régimen de Rivadavia, la preparación del presupuesto se convirtió en una función muerta. Cuando Rosas comenzó su
segundo período la legislatura no trató de recuperar la inspección de los gastos públicos. Investido con la suma del poder publico, Rosas tenía
plena autoridad para conducir las finanzas de la provincia sin tener que consultar a la asamblea. Los cálculos de gastos que Rosas incluía en
su mensaje anual a la Junta no eran verdaderos presupuestos. Los gastos se dividían en 5 grupos:
• Junta de Representantes. Esto incluía todo lo relativo a los gastos administrativos y de funcionamiento de la legislatura provincial;
consumían el 0,18% del presupuesto.
• El Ministerio de Relaciones Exteriores, que hacia 1839 consumía el 3,6% del total de gastos.
• El Ministerio de Gobierno, seguía en gastos e incluía a la policía con la mayor parte de los gastos de este ministerio. También abarca la
acción social, salud y educación, estos fueron los sectores más recortados. Rosas cerró la Universidad de Buenos Aires y cercenó o eliminó

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totalmente los subsidios de otros establecimientos educacionales, lo mismo que los correspondientes a los hospitales y a la Sociedad de
Beneficencia.
• El porcentaje enormemente mayor de los expendios del gobierno correspondía al Ministerio de Guerra. Era inevitable que el régimen
establecido por Rosas, intransigente y absolutista, hubiese provocado violentas reacciones dentro y fuera de la provincia. El conflicto con
Francia, la revolución del sur de la provincia, la guerra con Santa Cruz, el dictador de Bolivia, la intervención en el Uruguay y el bloqueo
anglo francés, fueron conflictos que impusieron pesadas cargas a la tesorería provincial. Rosas se vio obligado a mantener un ejército
permanente bastante grande, y a enviar ayuda, en hombres, dinero y materiales a sus aliados de otras provincias y el exterior. Nunca estos
gastos bajaron del 49% del presupuesto, alcanzando en 1840, el 71%.
• Finalmente lo restante del presupuesto lo consumía el Ministerio de Hacienda, con la mayor porción dentro de este ministerio consumida
en los servicios de la deuda pública.
A pesar de todos sus esfuerzos, Rosas no pudo cubrir los gastos con las entradas corrientes. Mediante una estricta economía y cuidadosa
contabilidad logró reducirlos en algunos departamentos, pero eran economías demasiado pequeñas para que influyeran en el balance de la
tesorería. Los gastos de los ministerios de Guerra y Hacienda no se podían reducir. Los ingresos provenientes de otras fuentes distintas de los
derechos aduaneros eran escasos. Rosas se resistía singularmente a aumentar los impuestos. En tales condiciones los déficit eran inevitables.

El precio de los bonos mejoró sostenidamente durante los años 1835 y 1836, reflejando la confianza del mercado en la estabilidad del
régimen de Rosas. A fines de 1840 la deuda estaba siendo rápidamente reducida. Las razones que indujeron a Rosas a evitar el recurso de los
empréstitos a largo plazo, no son bien claras. Quizás hubiese considerado los empréstitos demasiado caros. O bien tuvo que ver con que la
actitud de la poderosa clase de los estancieros no podía ser desechada. Por medio de la Comisión de Hacienda provenía al gobierno que no
habría más préstamos y que era preferible la inflación al empréstito, ya que esta era la clase que según Garridos de la Comisión de Hacienda
era la única que apoyaba al gobierno de todas las formas posibles. Hasta 1846 Rosas no se vio obligado a recurrir de nuevo a las prensas. El
bloqueo anglo francés suprimió la mayor parte de las entradas provinciales, y en enero del año siguiente la legislatura recibió el pedido de
aprobar una nueva emisión de papel moneda. Ningún comentario sobre la política monetaria de Rosas es más elocuente que el de la
comparación de las sumas de dinero que circulaban antes y después del régimen federal.; 1836: $ 15283540 y 1851: 125264194. Este es el
secreto de la habilidad de Rosas para evitar la bancarrota financiera. Este último método -o sea la expansión monetaria- era mucho más
efectivo, y encontraba menos oposición. El dinero sin respaldo no imponía a la tesorería ninguna carga adicional en forma de intereses y
amortización, y posibilitaba la reducción de la deuda pública, lo cual hubiese sido imposible con dinero estable. Y permitía a Rosas
mantener su gobierno sin extender la carga de los impuestos al sector rural de la economía de la provincia. Es indudable que afectó
adversamente los precios, lo cual a su vez exigía emisiones siempre mayores de papel moneda. Pero también es cierto que este proceso no
era completamente desventajoso para la tesorería. Primero, porque gran parte de los gastos de tesorería la constituían los sueldos y salarios,
los que habitualmente iban a la zaga del nivel general de los precios. Y segundo, porque la expansión monetaria coincidía con períodos de
estancamiento económico en los que respondían muy lentamente los precios de los artículos al crecimiento de la cantidad de dinero en
circulación.

Capítulo IX - Aranceles: emisiones y política


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Quizás ninguna otra cuestión de la política económica haya presentado mayores dificultades que la de los aranceles. La política arancelaria
formulada durante los años que siguieron al de 1820 no satisfizo a nadie. Los aranceles no eran solamente un instrumento de política
económica, sino también la más importante fuente de ingresos. Con la mirada puesta en la tesorería el gobierno se oponía tanto al comercio
libre como a la decidida protección. La oposición al comercio “libre” de Rivadavia se concentraba principalmente en el partido federal, el
único que abogaba por la causa de la industria y la agricultura del país. Pero el grado de disposición de los dirigentes federales para defender
el proteccionismo variaba grandemente de una provincia a la otra. En Buenos Aires no había unanimidad en las filas federales acerca de la
cuestión. Los impuestos bajos favorecían el bajo costo de la vida, el cual a su vez contribuía a mantener los costos de producción. La disputa
de los hacendados con los unitarios sobre la política comercial no se refería al principio del comercio “libre”, sino más bien a la forma de
aplicarlo. Se creó la impresión de que el partido federal favorecía la política comercial proteccionista. En algunas provincias proteccionismo
era sinónimo de federalismo. El proteccionismo de Buenos Aires era mucho más moderado, su alcance más reducido y si objetivo más
específico. Los cambios introducidos por Rosas durante su primer gobierno estaban destinados exclusivamente a beneficiar a los ganaderos y
los productores de carne. El gobierno de Juan J. Viamonte no modificó mayormente los aranceles. Lo fundamental era la consolidación del
régimen federal. Los aranceles podían esperar. Sólo en octubre de 1831 la Junta de Representantes sancionó las disposiciones arancelarias; se
referían únicamente a la harina cuyos gravámenes quedaron virtualmente anulados por la depreciación del peso. Las nuevas tasas no eran
más protectoras. El gobierno no hizo nada con respecto a la importación de trigo y otros granos. Las industrias del cuero, la carne y la de
fabricación de sombreros, fueron tratadas con mayor consideración. De todos los aumentos arancelarios promulgados por Viamonte en 1829,
el que afectaba a la sal fue el único que Rosas pudo abolir. La Comisión de Hacienda de la Junta instó a la aprobación del proyecto

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gubernativo con el fundamento de que los productores de carne de Buenos Aires sufrían la severa competencia de Montevideo y Río Grande
do Sur, Brasil. La Comisión arguyó también que la reducción del impuesto a la sal estimularía la expansión de la industria salinera en
Patagones. La demanda de que se extendiera la protección a otras industrias locales no fue atendida. No obstante, a principios de 1833 el
gobierno propuso ciertas modificaciones en la tarifa de aranceles. Los cambios se referían a la exportación de cueros de nonato y a la sal
importada de la Patagonia. En los aranceles de 1834 se aprobaron cambios importantes. Uno se refería al impuesto sobre el traspaso de carga
de los buques de alta mar a los barcos de río. Este impuesto quedo abolido. La nueva ley arancelaria abolía el impuesto al cuero, las plumas
de avestruz, astas y puntas de cuernos, lana, cebo en rama y limpio, cuerdas y tasajo, siempre que fueran conducidos por agua. Lo que se
quería era estimular la importación de los nombrados productos desde las provincias ribereñas. La medida iba dirigida contra Montevideo,
que competía con Buenos Aires por el comercio fluvial a través del Paraná y el Uruguay. Con el objeto de estimular a los barcos del país, la
legislatura aprobó un impuesto del 15% con un adicional del 2% a la madera importada en embarcaciones extranjeras. En 1835 a legislatura
provincial votó varias enmiendas de la tarifa general de aranceles. En primer lugar se revisó el antiguo impuesto al trigo. Es dudoso que estas
tasas hayan proporcionado una adecuada protección a los cultivadores de trigo.

Al iniciarse el debate sobre la tarifa de 1835, Nicolás de Anchorena, jefe del partido federal, opinó que al comercio exterior debía dársele el
mayor estímulo posible, no solamente porque suministraba la mayor parte de las entradas provinciales, sino también porque la prosperidad
del país dependía principalmente del libre acceso a los mercados extranjeros. La política que defendía Anchorena y la mayoría de la
legislatura no era la más adecuada para las necesidades del país. Decir, que la tarifa de 1835 servía a los intereses de la provincia y el país era
identificar el bienestar de reducidos grupos locales con el de la nación. La cuestión arancelaria era un problema nacional íntimamente
relacionado con el de la organización nacional. Esta discusión puso en descubierto el carácter específico del federalismo porteño, su
naturaleza esencialmente aislacionista y su propensión a la dominación política de las provincias hermanas. Los productores de vino y
aguardiente de San Juan y Mendoza, no tenían motivos de queja frente al impuesto del 40% que pagaban estos artículos importados de
España. El aguardiente español de 25 grados se vendía en Buenos Aires a $620 la pipa. El impuesto alcanzaba $248. El aguardiente de San
Juan de la misma graduación alcohólica se vendía en Buenos Aires a $450 la pipa, pero no pagaba ningún impuesto de importación. Rendirse
ante Ferré sería renunciar a muchas de las ventajas que los hacendados y los productores de carne habían obtenido después de la revolución.
Sería la perdida de una gran parte del comercio exterior, significaría asimismo el encarecimiento de la vida y el alza de los costos de
producción. Implicaba además una nueva distribución de los dividendos nacionales. De ahí la oposición a cualquier revisión de la política
arancelaria. El incidente de Leiva y la discusión que provocó contribuyeron a concretar opiniones en Buenos Aires, y los proteccionistas
porteños no fueron lentos para sacar ventaja de la situación. La cuestión de las tarifas se unió más o menos estrechamente con un sentimiento
antiextranjero. Al respecto fueron características las propuestas de que toda empresa establecida en Buenos Aires estuviera obligada a
emplear a por lo menos dos argentinos, y de que las profesiones como la de cartillero, repartidor de pan y aguador estuvieran reservadas para
los nativos. Las fábricas nacionales pidieron privilegios especiales e instaron al gobierno a que siguiera el ejemplo de Estados Unidos. Los
representantes del comercio libre libraron una batalla desesperada. Son los debates entre Pedro Ferré y Rojas y Patrón y más tarde por el
representante más elocuente del grupo librecambista, Pedro de Angelis. Las discusiones a tener en cuenta son las publicadas en la Gazeta
Mercantil, firmadas por el cosmopolita y un artículo publicado en El Lucero. La exactitud teórica de la posición de Angelis, totalmente de
acuerdo con la escuela liberal de la economía política, no fue suficiente para detener la marea de proteccionismo. El partido federal
necesitaba otra vez el apoyo popular, y estaba dispuesto a pagarlo. Así se sacrificaron los principios liberales a las necesidades políticas del
momento. Es la ley de aduana de 1835.

La ley arancelaria de 1835 (diciembre) marcó un punto crítico de la política bonaerense sobre comercio exterior. Por primera vez después de
1821 Buenos Aires desafiaba abiertamente la tradición de Rivadavia. En esta ley de carácter mucho más proteccionista, se preveían además
las formas de la recaudación, como también las tarifas referidas al tráfico terrestre. Aunque la ley no satisfacía todas las demandas del partido
proteccionista, suprimía no obstante algunas de las fuentes más importantes de fricción. La tasa básica del 17% seguía invariable. El derecho
máximo se elevó al 50%. Más significativo fue el establecimiento de dos nuevas categorías. Los artículos que no pagaban derecho de
importación y los productos cuya importación quedaba completamente prohibida. La libertad de importación se aplicaba solamente a los
artículos en cuya producción sobresalía la provincia. Por primera vez se reconocía oficialmente que la expansión del comercio exterior no
necesariamente siempre coincidiría con los intereses económicos de la nación. Por primera vez el gobierno mostraba una preocupación
directa por el bienestar de las clases medias. Pareciera que Rosas si creía en la capacidad de desarrollo de una industria nacional, a pesar de la
modestia del plan proteccionista. La nueva tarifa ofrecía ventajas inmediatas de orden tanto económico como político. La agricultura, tenía
ahora asegurada una utilidad razonable. Los agricultores se apresuraron a demostrar su satisfacción apoyando con entusiasmo al gobierno de
Rosas. En el interior la competencia extranjera era menos severa debido al costo de los transportes terrestres. La existencia de un mercado
libre en Buenos Aires hacía bajar los precios en las provincias. No es extraño, que las provincias más alejadas del puerto, como Mendoza,
recibieran calurosamente la tarifa de 1835. Ni tampoco que desearan la continuidad de Rosas en el poder. Un año después de promulgada la
nueva ley arancelaria, Rosas llamó la atención de la legislatura provincial, sobre la rápida expansión de los cultivos de cereales en la

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provincia y una mayor diversificación en la explotación agrícola. La industria manual de Buenos Aires recibió un grado de protección que
nunca había tenido anteriormente. Lo mismo ocurrió con las industrias vitícola y licorera de Cuyo y Tucumán, y con los tejidos de Córdoba y
Santiago del Estero. Liberalizando las reglamentaciones sobre el uso del puerto de Buenos Aires, Rosas estimuló las relaciones comerciales
entre Buenos Aires y los puertos fluviales y mejoró con ello la posición de las provincias litorales en los mercados extranjeros. El gobierno
de Buenos Aires, se había revelado como un gobierno nacional, y Rosas se transformó en el jefe reconocido de la nación. ¿Podría Rosas
continuar su política de nacionalismo económico? A medida que fueron pasando los años la respuesta se fue haciendo más claramente
negativa.

El gobierno de Rosas, en 1837 subió en algunos puntos más los aranceles forzado por la necesidad de fondos a que estaba sometido por la
guerra con Bolivia. Pero luego se vio obligado a revocar su política de impuestos elevados. La causa inmediata fue el bloqueo iniciado por la
flota francesa el 23 de marzo de 1838. Rosas introdujo cambios importantes, se referían al trigo y la harina: quedó prohibida la exportación,
de esos dos productos y cuatro semanas después se redujeron en una tercera parte los derechos de todas las importaciones. La flota francesa
levantó el bloqueo en 1839, restableciéndose el intercambio normal. No obstante se vio que ya no sería posible volver a la política económica
y comercial del período anterior a la guerra. El país resistió el bloqueo no por la capacidad de la industria para reemplazar a los fabricantes
extranjeros, sino sobre todo por que la demanda del país de productos industriales era sumamente elástica. Con todo, Rosas no tuvo más
remedio que renunciar a sus modestas aspiraciones de independencia económica. En diciembre de 1841, el gobierno ordenó al recaudador
general que permitiera la importación de artículos cuya entrada al país no estaba autorizada por la ley arancelaria de 1835. Esto significó la
vuelta atrás en los avances que se habían hecho en dirección hacia una política de alcance nacional; con lo que se sacrificó el futuro en pro de
las necesidades más inmediatas. Rosas se convirtió, como Rivadavia, en el campeón de la defensa de los intereses de los grandes hacendados,
terratenientes y productores de carnes de la provincia de Buenos Aires, que eran los verdaderos beneficiarios del régimen federal. El
conflicto se reavivo en 1845, pero esta vez a Francia se había unido Inglaterra. El bloqueo duró hasta 1848, se restablecieron las tarifas
normales, pero ya la naciente industria nacional no se recuperaría, ni siquiera con un proteccionismo más duro. Buenos Aires una vez más
sacrificaba los intereses nacionales a los de su provincia, con esto la retórica federal ya no engañaba a nadie; y las cuestiones económicas
volvían a tomar su real dimensión en los conflictos relativos a las formas de organización nacional.
Capítulo X – La economía de la dictadura
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Al trazar la política económica de su gobierno, muy pocas veces se aventuró Rosas a pasar de los límites relativamente estrechos que el
señalaban los intereses de la provincia y la clase que representaba. Mariano Moreno formuló las aspiraciones económicas de Buenos Aires
sobre la base del comercio directo con los países de ultramar. Rivadavia y su partido conocían perfectamente el atraso económico de la
república, pero confiaban en que con la ayuda de capitales y empresas extranjeras la estructura económica del país podría ser rápidamente
modernizada. Y parecía axiomático que revitalizada la economía nacional Buenos Aires debía ocupar el papel principal. En opinión de los
federales los unitarios no demostraban interés por el bienestar de la industria pastoril. No obstante sin ella Buenos Aires no podría mantener
su posición dirigente. Los federalistas porteños no repitieron el error de sus adversarios. Proclamaron la autonomía económica y política de
sus provincias, pero al mismo tiempo insistieron en reclamar la más completa libertad para organizar el destino económico de Buenos Aires.
Y nadie lo entendió mejor que Rosas. El problema central en 1830 era la creciente escasez de tierras libres. En 1833 Rosas organizó la
famosa campaña contra los indios. Obtuvo la colaboración de Córdoba y de las provincias de Cuyo e indujo a Quiroga a que asumiera el
mando de la expedición. La campaña puso fin al poderío militar de numerosas tribus indias. La ley de mayo de 1836 de un solo golpe
entregaba a la explotación económica grandes extensiones de tierras de pastoreo. Al mismo tiempo anticipaba la eventual abolición de la
enfiteusis. En 1837 el gobierno tomó nuevas medidas para restringir el sistema. Decretó que las tierras que volvieran al Estado por falta de
pago del arrendamiento serían retiradas de la enfiteusis y ofrecidas en venta. En 1838 fueron declarados perdidos los derechos de ciertas
categorías de enfiteuta y la tierra ofrecida en venta al mejor postor. El paso a la propiedad privada de la tierra fue motivado tanto por razones
financieras como por consideraciones de orden económico. La legislatura provincial y el gobierno esperaban restaurar el equilibrio financiero
de la provincia con lo que produjera la venta de las tierras públicas. El acceso a los mercados del exterior desempeñaba por fuerza un papel
importante en la suerte de la industria. Por eso cuando en 1838 y 1839 la flota francesa cerró el puerto de Buenos Aires, la demanda de
tierras descendió al mínimo. Como no podía vender la tierra, el gobierno decidió regalarla. El motín de Dolores y Monsalvo ocurrido el 29 de
octubre de 1839 suministró la ocasión para una trasferencia de tierras a la propiedad privada (permitió donar tierras a las tropas leales).

La política agrícola del gobierno rosista reveló la imposibilidad del partido federal de salir de los reducidos límites de los intereses de clase.
Ni siquiera el gobierno de Martín Rodríguez, logró elevar la agricultura doméstica a un nivel económico de mediana importancia. Primero, la
agricultura requería una mano de obra proporcionalmente mayor, y ésta era escasa y cara. Segundo, se empleaban métodos de cultivo
primitivos, y el rendimiento era bajo a pesar de la excelente calidad del suelo. Tercero, el alto costo del transporte obligaba al chacarero a

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trasladarse a lugares más próximos a las ciudades, dónde, lógicamente, la tierra costaba más. Y finalmente, los agricultores, a diferencia de
los ganaderos, tenían que luchar con la competencia, que era a menudo ruinosa. El problema que debía encarar el gobierno era el de un
programa que diera a la agricultura una rentabilidad razonable. Ni M. Rodríguez ni sus sucesores enfocaban el problema bajo este aspecto.
La protección como instrumento de política económica era inaceptable en términos generales. Resultaba particularmente desagradable con
respecto a la agricultura, porque una política orientada hacia el aumento de precios del trigo y la harina sería una política impopular. No es
extraño que en la lucha por el poder de unitarios y federales, los chacareros se alistaran sin vacilación en el campo federal, ya que
previamente se habían desengañado de los beneficios del liberalismo económico, y veían en el régimen federal una promesa de tiempos
mejores. Pero como la agricultura no dio señales de potencia económica los dirigentes federales no se sintieron inclinados a sacrificar
recursos y prestigio político por lo que ellos consideraban un espejismo económico. Después de todo, los chacareros no eran más que una
parte insignificante de la sociedad provincial, una parte económicamente débil y políticamente desarticulada.
En lo que respecta a la industria, la tarifa de 1835 evidenciaba que el gobierno de Rosas reconoció los apuros de los productores locales, y
accedió a la reclamación general de protección efectiva. Pero las referencias a la industria y la política industrial eran algo más que
observaciones de rutina. Los jefes federales no tenían interés suficiente para reclamar una definición precisa de la posición del gobierno
acerca de la expansión industrial, para lo que aparentemente no había un programa claro. Había otro factor que viciaba la doctrina económica
federal. La dictadura política, que se había instaurado en marzo de 1835, propició la intervención del gobierno en aquellos campos que de
actividad que en condiciones normales quedarían fuera de la fiscalización gubernativa. El absolutismo político engendró el paternalismo
económico. Es muy posible que en los últimos años de su gobierno Rosas hubiese dejado de creer en la eficacia de la protección absoluta
como instrumento de política económica. Si después de varios años de estricto proteccionismo la industria local no pudo superar su
desventaja inicial parece inevitable la conclusión de que las fábricas extranjeras estaban mejor equipadas para satisfacer las necesidades de la
provincia. La insuficiencia de mano de obra representó otro obstáculo para el desarrollo industrial. La solución estaba en abrir el país a
inmigración extranjera. Rosas se negó a acordarla.

Las críticas frente a las debilidades de su política industrial no preocuparon mucho a Rosas ni al partido federal, ya que consideraban que lo
importante residía en la economía pastoril. Fue en el campo donde la revolución estaba destinada a continuar su obra de transformación
social y económica. En este sentido Rosas y los federales fueron los guardianes de la tradición revolucionaria. En realidad, poco cambió la
economía del país durante los veintidós años de casi ininterrumpido gobierno federal. Desde la exportación de cueros, dos cambios sufrió el
cuadro de las exportaciones bonaerenses. Uno de ellos fue el crecimiento relativamente importante del sebo y la lana. Lo cual reflejaba la
expansión de la cría de ovejas en Buenos Aires y las provincias del litoral, y por otra el acelerado perfeccionamiento de los métodos de
producción. El segundo cambio es la desaparición del grano y la harina de la lista de artículos exportables. El plan de importaciones
bonaerense cambió poco durante el gobierno de Rosas. Lo mismo que en los primeros años de la independencia lo que más importaba la
provincia eran artículos manufacturados, licores, tabaco y ciertos productos alimenticios. Al igual que en los años anteriores, Buenos Aires
siguió siendo con Rosas la intermediaria entre los mercados de ultramar y las provincias del interior. Y si bien en su estructura, el comercio
de Buenos Aires varió muy poco, durante el régimen rosista creció en valor y volumen. La economía de Buenos Aires se expandió durante
esos 20 años, pero esto está en relación más que nada con la excelente capacidad de recuperación de la economía bonaerense, que se vio
frecuentemente visitada por recesos y crisis.

Capítulo XI – Aspectos económicos de la caída de Rosas


El tratado Tripartito del 4 de enero de 1831 ofrecía a las provincias la promesa de paz interna y estabilidad y progreso económico. Nada de
eso se cumplió, porque Buenos Aires no estaba preparado para renunciar a la posición de preeminencia económica y política que tenía en la
Confederación. La Comisión había demostrado casi desde el principio un grado de independencia tal que amenazaba socavar la hegemonía
porteña. Había revelado también que muchas provincias tomaban el federalismo muy en serio. Rosas sostuvo que no tenía intenciones de
repudiar el Tratado de 1831, pero adujo asimismo que el Tratado no podía ser puesto en práctica mientras el país no gozara de “plena
tranquilidad y orden”. Imponiendo la disolución de la Comisión Representativa Rosas eliminó de un solo golpe el problema constitucional
del campo de la política, pero sembró la semilla del descontento que veinte años después florecería en la rebelión. Buenos Aires quería
cargar con las responsabilidades de dirigir las relaciones exteriores del país y lo concerniente a la guerra y la paz; pero se negó a
responsabilizarse por el bienestar económico y social del país. Ahí residía la trágica inconsecuencia del sistema que Rosas construyó. La
iniquidad del sistema económico instituido y defendido por Buenos Aires se volvió particularmente opresiva durante los bloqueos. Las
luchas contra Francia en la década del 30 y contra Francia e Inglaterra en la del 40 fueron luchas nacionales. Pero las provincias no ganaron
nada. Pues en lo económico no había mayores ventajas entre el monopolio porteño y el de alguna potencia extranjera. La autonomía
económica, piedra angular de la doctrina federal, era un lema sin sentido. Para Buenos Aires federalismo significaba algo parecido a librarse
del lastre de los sectores de la economía y de las zonas más atrasadas de la joven Confederación. El mantenimiento del orden político implicó
un alto costo por al cantidad de conflictos. Así, llegó un momento en que el costo del mantenimiento del régimen de Rosas superaba las
ventajas que ofrecía. Cuando el gobierno de Buenos Aires tuvo que asumir, por la fuerza de las circunstancias, las funciones de un gobierno
nacional, no solo se renegó de los intereses provinciales sino que avivó las llamas del enconado resentimiento que ardía en el interior y el

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litoral. Éste fue precisamente el trágico error de Rosas. El federalismo propuesto por Buenos Aires atrajo a las provincias del interior como
alternativa a un sistema unitario, peor al no extender ese federalismo, de lo político a lo económico, las resistencias y el encono fueron
aumentando en el interior hasta que finalmente en Caseros, el federalismo de Rosas fue eliminado por el federalismo de Urquiza. Rosas fue
calificado por Vicente López, a la sazón gobernador provisorio de Buenos Aires, como salvaje unitario, título no tan injustificado, ya que el
verdadero federalismo y el régimen rosista se habían divorciado bastante antes de Caseros.

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