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Mariano F. Enguita
Universidad de Salamanca
Dpto. De Sociología
“La educación en una sociedad en cambio”, Forum Educatiu II, Ayuntamiento de Lleida, Lleida,
26 de abril de 1996.
“La educación en una sociedad en cambio”, Revista de Pastoral Juvenil 338, mayo de 1996, pp.
13-24.secundaria, pp. 59-67, Barcelona, Horsori, 1997.
“La educación en una sociedad en cambio”, en M.F. ENGUITA, coor., Sociología de las institu-
ciones de educación, Barcelona, Horsori, 1998, pp. 59-67.
Sin duda hay muchas opciones a la hora de resumir los procesos que han
llevado a la humanidad de la sociedad tradicional a la sociedad moderna, desde el
despliegue interminable de procesos sectoriales (en la población, la familia, la pro-
ducción, el consumo, la política, la propiedad, el uso de la información, la constitución
de los estados, el carácter de las guerras, etc.) hasta el intento de reducirlos todos a
uno al que se otorgaría la posición dominante (la racionalización, la industrialización,
la división del trabajo, el capitalismo…). Sin entrar en modo alguno a justificar mi
elección, voy a centrarme en cuatro aspectos: la industrialización, la formación de las
naciones, la constitución de la ciudadanía y la modernización de las actitudes. En
cada caso examinaré brevemente el papel desempeñado por la escuela en la transi-
ción habida y me permitiré especular un poco sobre su papel por venir en los proce-
sos en curso o previsibles.
1
Véanse, sobre la conformación de la escuela en el proceso de depliegue del capitalismo,
mi obra La cara oculta de la escuela: educació y trabajo en el capitalismo (Madrid, Siglo
XXI, 1990) y, sobre sus actuales problemas de adaptación, Educación, formación y em-
pleo (Madrid, Eudema, 1992).
pesas y medidas, lograr la adhesión al poder existente a través del adoctrinamiento
político e ideológico. Esto vale tanto para los regímenes dictatoriales o autoritarios
(fascismo, comunismo, monarquías tradicionales, dictaduras militares) como para los
democráticos: piénsese, si no, en el papel asignado en el siglo XIX francés a los
maestros como “sacerdotes de la República”, en el contenido de las campañas de
alfabetización de los regímenes revolucionarios o en el papanatismo patriotero de las
escuelas norteamericanas. Y vale también tanto para las naciones-estado (las nacio-
nes, en sentido estricto) como para las que no lo son (las nacionalidades), para las
que lo son como para las que aspiran a serlo: lo mismo que hizo el estado español
con su escuela hacen hoy los mesogobiernos autonómicos y los movimientos nacio-
nalistas con las suyas, aunque en una gama que va desde la nada regionalista, pa-
sando por la relativa suavidad de la “inmersión lingüística” catalana hasta la brutali-
dad ideológica, pasada y presente, de muchas ikastolas. El problema ahora es que
este uso, tan tradicional como vigente, puede compadecerse mal con la realidad, las
posibilidades y los riesgos de unas sociedades crecientemente multiculturales, en las
que los estados-nación incluyen en su seno a minorías inmigrantes cada vez más
amplias, las minorías autóctonas reclaman un mayor reconocimiento y los movimien-
tos migratorios interiores privan de homogeneidad a las comunidades territoriales de
alcance intermedio (por ejemplo, las comunidades autónomas).2
2
Véase mi Poder y participación en el sistema educativo (Barcelona, Paidós, 1992),
a quienes adquieren una serie de bienes y servicios esenciales en el mercado de
quienes los adquieren del estado, del sector público, y un ejemplo privilegiado sería la
educación (como teoría de las clases, esta afirmación tiene muy poco sentido, pero lo
destacable es que llegue a hacerse, con cierto grado de verosimilitud, a propósito de
un servicio público tan emblemático del estado del bienestar como es la escuela).
Finalmente, hay que señalar el mucho más vago pero no por ello menos indis-
cutible papel de la institución en lo que, de modo algo impreciso, podemos llamar la
modernización de las actitudes individuales. El paso por las aulas significó y significa
todavía para una parte muy importante de la humanidad su primera y tal vez su única
oportunidad de trascender los estrechos límites de las comunidades familiar y local.
Elementos aparentemente tan insustanciales como la presencia de un reloj en la pa-
red del aula implican por sí mismos, como señalan innumerables estudios sobre el
desarrollo económico y social, una actitud ante el tiempo —y, por consiguiente, ante
la actividad y el proyecto de vida propios— radicalmente distinta de la propia de las
sociedades campesinas y las economías de subsistencias. El manejo del conoci-
miento en sus formas abstractas, cualquiera que sea su contenido, representa el
distanciamiento de la propia experiencia que es condición necesaria, aunque no sufi-
ciente, para una visión crítica de uno mismo y de su entorno. El cultivo del saber
profano, aunque se aderece, como en el reciente pasado español, con sobredosis de
adoctrinamiento religioso, significa de por sí un paso decisivo hacia la secularización
de la vida material y espiritual. La búsqueda y la evaluación formalmente igual del
logro individual (las notas, la competencia) separan al individuo del grupo para so-
meterlo a la institución, pero también, se quiera o no, para abrirle nuevas perspecti-
vas en el desarrollo de sus capacidades. La escuela ha sido para unos colectivos y
es todavía para otros, sin lugar a dudas, un instrumento de apertura, de “ilustración” o
de “desasnamiento”, según se prefiera. La duda hoy es si, con su notable inercia,
sigue representando tal cosa o si, por el contrario, para muchos o para algunos —sin
duda no para todos— es ya más una rémora que un estímulo, en un mundo donde
las oportunidades de acceso a la cultura se han multiplicado.
Del segundo, que se identifica más frecuentemente con el “cambio social” (sin
duda porque la libertad se da ya por descontada, por una parte, y requiere un largo
proceso llegar a apreciarla, por otra, como lo muestra a veces su fragilidad), habre-
mos de decir algo más. De un lado, la educación es uno de los mecanismos que con
mayor fuerza influyen sobre las oportunidades vitales de las personas —sobre todo
de las personas que no heredan un capital suficiente, que son la inmensa mayoría, ni
un cargo, que son la práctica totalidad—; desaparecida la sociedad estamental y con-
centrada enormemente la propiedad de la riqueza y de los medios de producción, las
oportunidades de las personas dependen en gran medida de su desempeño escolar:
tanto de las capacidades reales adquiridas o consolidadas en la escuela como de las
credenciales formales obtenidas en ella. Por eso, la escuela ha estado siempre en el
centro de atención en la lucha contra las desigualdades sociales, y particularmente
contra sus formas más sangrantes, las desigualdades de clase, de género y étnicas.
Los resultados, como he explicado en otro lugar, han sido muy desiguales:
mediocres en la incorporación de los trabajadores, brillantes en la de las mujeres,
típicamente desastrosos en la de las minorías étnicas. Decenios de reformas com-
prehensivas —desde la Ley General de Educación de 1970 hasta la LOGSE, ahora
en proceso de implantación, en nuestro caso, pero al menos durante un decenio más
en otros— no han evitado que el origen de clase, tal como solemos medirlo por la
ocupación de los padres, siga presentando una fuerte influencia sobre las oportuni-
dades de éxito o fracaso escolar de los hijos. Sin embargo, una reforma mucho más
discreta y soterrada, la coeducativa, ha traído ya como resultado que las mujeres
aprueben, permanezcan, promocionen y terminen los estudios con mayor éxito que
los hombres —si bien es cierto que, de momento, todavía no los mismos tipos de es-
tudios—. En el otro extremo, la incorporación de las minorías étnicas se ha saldado
más a menudo que otra cosa con resultados desastrosos, como está siendo el caso
de los gitanos tradicionalistas en España o ha sido y es el de los negros y los hispa-
nos en los Estados Unidos (pero no el de los asiáticos, ni el de los judíos, entre otras
notables excepciones). No entraré aquí en posibles explicaciones de estas diferen-
cias.
Tan importante como el contenido del cambio social es, desde el punto de
vista de la educación, su ritmo. No se trata aquí de si la economía crece a tal o cual
porcentaje anual, ni de si las iglesias pierden o ganan fieles más o menos rápida-
mente, ni de ninguna otra forma convencional de medir la velocidad. La unidad de
medida del tiempo no puede ser aquí otra que la vida de las personas y el transcurso
de las generaciones. Durante milenios, la sociedad ha permanecido prácticamente
igual a si misma. Por supuesto que, si comparamos el neolítico con la Antigüedad
clásica, o la Edad Media con el Renacimiento, podemos observar cambios importan-
tes, pero la cuestión es hasta qué punto lo fueron para los contemporáneos. En pri-
mer lugar, la mayor parte de estos cambios transcurrieron durante muchas genera-
ciones, de modo que resultaron difícilmente perceptibles para ellos; fueron cambios
acumulativos, espectaculares desde la perspectiva de la historia pero insignificantes
en la experiencia individual. En segundo lugar, una gran parte de estos cambios tu-
vieron lugar, por así decirlo, en la superficie de la vida social de la humanidad. Por
muy llamativos que resulten para nosotros los avances de los griegos en la filosofía,
la astronomía o las matemáticas, sus efectos sobre el trabajo de los esclavos debie-
ron de ser prácticamente nulos, y otro tanto podría decirse sobre muchos cambios
científicos, políticos e incluso económicos que anunciaron trajeron la Europa moder-
na, pero que afectaron escasamente a la vida de millones de campesinos básica-
mente autosuficientes.
Pero así son las cosas. El cambio significa alternativas, opciones, libertad, pe-
ro también incertidumbre e inseguridad. Contaba Margaret Mead, en su celebrado
estudio sobre Samoa —Adolescencia, sexo y cultura en Samoa, celebrado, sobre
todo, en el mundo de la enseñanza—, que el niño que destacaba en su aprendizaje
por encima de lo típico no era felicitado y estimulado, sino reprendido y refrenado. La
sociedad se reproducía a sí misma, generación tras generación, de modo práctica-
mente idéntico, y eso, entre otras cosas, evitaba a los adolescentes samoanos las
tremendas crisis de sus coetáneos norteamericanos. En realidad, sabemos algo más
de Samoa —véase el desengañado libro de un incondicional, D. Freeman, Margaret
Mead and Samoa—: sabemos que en la idílica isla de Mead ya había por entonces
una imponente base militar norteamericana, que los lugareños todavía se ríen dece-
nios después de lo que le contaron a la cándida antropóloga, que ya entonces eran
especialmente dados a tener que comparecer ante los tribunales coloniales por actos
violentos y que el alcohol hacía estragos, como en todos los pueblos que se han visto
barridos repentinamente por una ola de cambio exógeno. La disyuntiva no se pre-
senta entre cambiar y permanecer, o entre reformar y conservar, sino entre ser parte
del cambio en curso o verse arrojado a sus márgenes. Ya no son tiempos de ho-
meostasis, sino de homeorresis: de nada serviría añorar o tratar de restablecer viejos
equilibrios, porque de lo que se trata es de buscar equilibrios nuevos.
LA ESCUELA EN LA TRANSICIÓN A LA SOCIEDAD MODERNA
Vida transcurre en Un mismo mundo conocido e Un mundo distinto del de los Un mundo en constante
invariante padres cambio