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El autor de Lolita quiso quemar El original de Laura , su última e inconclusa nouvelle que acaba de ser
publicada. Uno de sus grandes admiradores, Martin Amis, despedaza ese texto póstumo y aprovecha
para criticar puntos oscuros en la obra de este verdadero genio. Una clase magistral de literatura
Nabokov había compuesto The Original of Laura, o lo que tenemos del libro, contra el reloj que
marcaba su sentencia (una serie de espantosas caídas, después infecciones hospitalarias,
después un colapso bronquial). No es "una novela en fragmentos", tal como afirma la cubierta: es
inmediatamente reconocible como un cuento largo que se debate por convertirse en novela corta.
En esta suntuosa edición, cada página par está en blanco y cada página impar reproduce el
manuscrito de Nabokov, con su letra vigorosa y su frágil ortografía ("bycyle", "stomack", "surprize"
por bicycle, stomach, surprise), más el texto tipográfico (e infestado de corchetes). Me atrevo a
decir que es lindo ver de cerca esas fichas mundialmente famosas, pero en realidad hay muy
pocas cosas en Laura... que quedan resonando en la mente. "Los sordos ruidos y estallidos de la
aurora habían empezado a sobresaltar la fría ciudad brumosa": en esto escuchamos un eco de la
música nabokoviana. Y en lo que sigue atisbamos el cómico e intrépido desdén nabokoviano por
nuestra "abyecta corporalidad":
1 Nabokov según Amis
Aborrezco mi vientre, ese baúl lleno de tripas que tengo que cargar conmigo, y todo lo relacionado
con él... la comida equivocada, la acidez, el peso plomizo de la constipación, o si no la indigestión
con una primera cuota de caliente inmundicia que mana de mí en un baño público...
Por lo demás y en general, Laura... se encuentra a mitad de camino entre la larva y la crisálida (por
emplear una metáfora lepidopterológica), y muy lejos de su imago final.
Aparte de una celebratoria acogida de interés en la obra, lo único que conseguirá esto, me temo,
es una leve exacerbación de algo que ya es un problema infernal. Es infernal, para mí, porque no
cedo ante nadie en mi amor por este enorme genio, extraordinariamente inspirador. Y sin embargo,
Nabokov, en su decadencia, obliga incluso a su lector más entusiasta a encarnar el tipo de crítico
que él mismo más despreciaba: el vulgar piadoso, "el maligno hurón interesado en lo humano", es
decir, el filisteo. No hay casi nada en Laura... que califique como un tema (es decir, como un motivo
estructural o al menos recurrente). Pero sí advertimos la aparición de un cierto Hubert H. Hubert
(un maloliente inglés que se babea sobre la cama de una preadolescente), advertimos a la
vampiresa de 24 años con pechos de 12 años ("el guiño de pálidos pezones y formas firmes"), y
también advertimos el febril sueño sobre un amor juvenil ("su pequeño trasero, tan terso, tan luz de
luna"). En otras palabras, Laura... se une a El hechicero (1939), Lolita (1955), Ada o el ardor
(1970), Cosas transparentes (1972) y ¡Mira los arlequines! (1974) porque resulta imposible ignorar
que se vincula con la expoliación sexual de chicas muy jóvenes.
Seis obras narrativas: seis obras narrativas, dos o tal vez tres de las cuales son espectaculares
obras maestras. Ustedes admitirán, espero, que el problema infernal es al menos nabokoviano en
su complejidad y su cualidad de espinoso. Porque ningún ser humano de la historia del mundo ha
hecho tantos para recrear la crueldad, la violencia y la funesta sordidez de este crimen particular.
El problema, que acaba por ser estético y no del todo moral, tiene que ver con la íntima malicia de
la edad.
La palabra que queremos no es el término legal "pedofilia", que de todas maneras se traduce
engañosamente como "cariño por los niños". La palabra que queremos es "ninfolepsia", que no
significa exactamente lo que uno cree. Significa "frenesí causado por el deseo de lo inalcanzable" y
mi Concise Oxford Dictionary la cataloga correctamente como literaria. Como tal, la ninfolepsia es
un tema legítimo y de hecho, casi inevitable para este talento tan singular. "El estilo de Nabokov es
en realidad amoroso -observó lúcidamente John Updike-, anhela aferrar una diáfana exactitud
entre sus brazos velludos." Sin embargo, en la última etapa de Nabokov, la ninfolepsia se
derrumba en su etimología: "del griego numpholeptos, ´secuestrado por ninfas´, a la manera de la
epilepsia"; "del griego epilepsia, de epilambanein, ´acceso, ataque´".
Imaginada en la Berlín de la década de 1930 (con la voz de Hitler restallando desde los
altoparlantes de las terrazas) y escrita en París (post Kristallnacht, al principio de la frenética huida
de Europa de Nabokov), El hechicero es un triunfo despiadado, brillante y casi osmóticamente
traducido del ruso por Dmitri Nabokov en 1987, 10 años después de la muerte de su padre. Como
relato es logísticamente idéntico a la primera mitad de Lolita: el violador se casará -y quizás
asesinará- a la madre y después negociará quedarse con la hija. A diferencia de la imponente
Charlotte Haze ("la del noble pezón y enorme muslo"), la viuda sin nombre de El hechicero ya es
promisoriamente frágil, con su gran cuerpo deformado por la asimetría causada por las
hospitalizaciones y el bisturí de los cirujanos. Y es por eso que su pretendiente rechaza con
reticencia la idea de envenenarla: "Además, inevitablemente la abrirán, por pura fuerza de la
costumbre".
Se lleva a cabo la boda y también la noche de bodas: "... y resultó perfectamente claro que él
(pequeño Gulliver)" sería físicamente incapaz de abordar "esas múltiples cavernas" y "la
conformación repulsivamente escorada de su pesada pelvis". Pero "en medio de sus discursos de
despedida sobre su migraña", las cosas toman un giro inesperado, "de manera que, después del
Pronto la madre está verdaderamente muerta y el hechicero queda solo con su chica de 12 años.
"El lobo solitario se preparaba para calzarse la gorra de dormir de la abuelita."
En Lolita, Humbert tiene "extenuantes relaciones sexuales" con su nínfula al menos dos veces al
día durante dos años. En El hechicero hay un único deleite... no invasivo, voyeurístico,
masturbatorio. En la habitación de hotel, la niña está dormida y desnuda: "él empezó a pasar su
varita mágica sobre el cuerpo de ella", midiéndola con "una regla encantada". Ella se despierta, ve
"su empinada desnudez" y grita. Con su obsesión reducida ahora a una mancha que se enfría en el
impermeable con el que acaba de cubrirse, nuestro hechicero sale huyendo a la calle, tratando de
librarse, por cualquier medio, de un mundo "ya visto" y "ya no más necesario". Un tranvía aparece
a la vista, chirriando, y bajo
esta creciente, sonriente, megarrugiente masa, este cine instantáneo del descuartizamiento... -eso
es, arrástrame, desgarra mi flaqueza- viajo aplanado, sobre mi cara abofeteada... no me hagas
pedazos... me estás haciendo jirones, ya basta... Gimnasia en zigzag del relámpago,
espectrograma de una fracción de segundo de un trueno... y la película de la vida había reventado.
... ella acosaba mi sueño pero aparecía allí con disfraces extraños y absurdos como Valeria o
Charlotte [sus ex esposas], o una mezcla de las dos. Ese fantasma complejo venía a mí,
despojándose de sus prendas una tras otra, en una atmósfera de gran melancolía y repugnancia, y
se reclinaba en torpe actitud invitante en algún anaquel estrecho o duro sofá, con sus carnes
entreabiertas como la válvula de goma de la cámara de una pelota de fútbol. Me encontraba, con
la dentadura postiza rota o perdida sin esperanzas, en horribles piezas amuebladas, donde me
recibían con tediosas fiestas de vivisección que generalmente terminaban con Charlotte o Valeria
llorando entre mis brazos sangrantes y tiernamente besadas por mis labios fraternos en un confuso
sueño de baratijas vienesas subastadas, lástima, impotencia y las pelucas marrones de trágicas
ancianas que acababan de morir en la cámara de gas.
Esa frase final, con su clara alusión, nos recuerda la dolorosa y tierna vacilación con la que
Nabokov escribió sobre el crimen definitivo del siglo. Su padre, el distinguido estadista liberal (a
quien Trotsky detestaba), fue asesinado de un balazo en Berlín por un matón fascista y el hermano
Hasta donde sé, en su obra de ficción Nabokov escribió sobre el Holocausto tan sólo un párrafo...
en el incomparable Pnin (1957). Otras referencias, como la de Lolita, son sesgadas.
Tomemos, por ejemplo, esta demostración de genio en una sola oración del cuento de seis
páginas, de descabellada inspiración, llamado "Signos y símbolos" (es una descripción de una
matriarca judía):
La tía Rosa, una anciana maniática, angulosa, de ojos desorbitados y temerosos, que había vivido
en un trémulo mundo de malas noticias, quiebras, accidentes ferroviarios, tumores cancerosos...
hasta que los alemanes la mataron junto con todas las personas por las que se había preocupado.
Pnin va más lejos. Durante una fiesta de emigrados en una casa rural estadounidense, una
madame Shpolyanski menciona a su prima, Mira, y le pregunta a Timofey Pnin si se ha enterado
de su terrible fin. "Por cierto que sí", responde Pnin. El discreto Timofey se queda sentado solo en
la penumbra. Y después Nabokov nos da esto:
Lo que la charlatana madame Shpolyanski había mencionado conjuró la imagen de Mira con
inusual potencia. Era perturbador. Sólo en el aislamiento de una dolencia incurable, en la cordura
de la proximidad de la muerte, uno podía soportar esto un momento. Para poder existir
racionalmente, Pnin se había obligado... a no recordar nunca a Mira Belochkin, no porque... la
evocación de un romance juvenil, banal y breve, amenazara su paz mental... sino porque, si uno
era sincero con uno mismo, no podía esperarse que subsistiera alguna clase de conciencia, y por
lo tanto de razón, en un mundo en el que eran posibles cosas como la muerte de Mira. Uno debía
olvidar... porque no podía vivir con la idea de que esta graciosa, frágil, tierna joven, con esos ojos,
esa sonrisa, esos jardines y esa nieve como fondo, había sido transportada en un vagón de
ganado y ejecutada con una inyección de fenol en el corazón, en ese dulce corazón que uno había
escuchado latir bajo sus labios en el crepúsculo del pasado.
Cómo resuena este pasaje con la crucial observación de Primo Levi cuando dice que no podemos,
no debemos "entender lo ocurrido", porque "entenderlo" sería "incorporarlo". "Lo ocurrido" fue "no-
humano" o "contrahumano", y sigue siendo incomprensible para los seres humanos.
Al relacionar el crimen de Humbert Humbert con la Shoah, y con "aquellos a quienes el viento de la
muerte ha dispersado" (Paul Celan), Nabokov nos empuja hasta los límites del universo moral.
Como El hechicero, Lolita no tiene fisuras, está intacta y entera. El frenesí del deseo inalcanzable
es enfrentado y enmarcado, con estupendo coraje e ingenio. Y allí podría haber quedado el asunto.
Pero después vino la crisis del autodominio artístico, tumultuosamente anunciado, en 1970, por la
aparición de Ada. Cuando un escritor empieza a descarrilarse, uno espera derrapes y vidrios rotos;
en el caso de Nabokov, naturalmente, la erupción tiene la escala de un accidente nuclear.
He leído al menos media docena de novelas de Nabokov al menos media docena de veces. Y al
menos media docena de veces he intentado leer Ada (o el ardor: una crónica familiar) y fracasado
rápidamente. Mi primer intento fue hace unas tres décadas. Lo dejé después del primer capítulo,
con una curiosa sensación, una suerte de hormigueo negativo. Más o menos cada cinco años (eso
se convirtió en un esquema regular), volvía a intentar leerla, y al cabo de un tiempo empecé a
razonar la dificultad: "Pero esto está muerto", me dije. La curiosa sensación, el cosquilleo negativo,
En 1939, cuando apareció Finnegans Wake, fue recibido con cauteloso respeto... o con "elogios
suscitados por el pánico", según palabras de Jorge Luis Borges. Ada cosechó muchos elogios
suscitados por el terror y de hecho, las semejanzas entre las dos óperas magnas son profundas.
Nabokov designó al Ulises como su novela del siglo, pero describió a Finnegans Wake como,
según la oportunidad, "informe y aburrida", "un libro frío como un pescado", "un trágico fracaso" y
"un ladrillo espantoso". Ambas novelas procuran hacer una virtud de la autoindulgencia irrestricta;
nos dan la espalda, por así decirlo, y se repliegan en sí mismas. El talento literario tiene diversas
maneras de morir. Tanto en el caso de Joyce como en el de Nabokov, vemos una decisiva pérdida
de interés por el lector... una pérdida del sentimiento de reciprocidad, de la cortesía. Los placeres
de escribir, dijo Nabokov, "corresponden exactamente a los placeres de leer", y las dos actividades
son en cierto sentido indivisibles. En Ada, ese lazo se afloja y se debilita.
En Nabokov hay cierta debilidad por lo "patricio", tal como lo denominó Saul Bellow (Nabokov el
émigré clásico, Bellow el clásico inmigrante). En las novelas puramente "rusas" del primero (me
refiero a las novelas escritos en ruso que no tradujo el propio Nabokov), los personajes masculinos,
en particular, tienen una tendencia a magnificarse a sí mismos: son más grandes y más audibles
que la vida. No caminan, sino que "marchan" o "dan grandes zancadas"; no comen ni beben, sino
que "mastican" y "trasiegan"; no se ríen, sino que "rugen de risa". Están muy lejos de ser los
furtivos y vacilantes neurasténicos típicos de la corriente principal de la narrativa anglófona: son
musculosos (y dotados) galanes, que ganan todas las peleas y enamoran a todas las chicas. Para
ellos, el orgullo no es un pecado capital sino una virtud cardinal. Por supuesto, no podemos
prescindir de esta vena de Nabokov: nos da, en otras obras, su magnífica prepotencia cómica. En
Lolita, se pretende que esta soberbia cualidad sea divertida, en otras obras, es un rasgo que la
ironía no alcanza a proteger.
Al igual que Finnegans Wake, Ada probablemente "funcione" y "esté a la altura": el decodificador
multilingüe, si le dedica tiempo suficiente y no tiene nada mejor que hacer, podría llegar a
desenmarañar sus complejos sistemas y simetrías, sus solitarios y engorrosos laberintos, y sus
nostalgias pegajosas. Sin embargo, lo que ambas novelas indican claramente es que carecen de
cualquier atisbo de tracción narrativa: patinan y se desbarrancan, simplemente no pueden seguir el
camino. Y además, en el caso de Ada, hay algo totalmente ajeno, una sensación de monstruosa
autorización, de señorío irrestricto y delirante. Moralmente, ése es el mundo que anhelaba el
tortuoso Humbert: un mundo en el que "nada importa" y "todo está permitido".
Todavía estaba delirantemente feliz, sin ver aún nada malo o peligroso, o absurdo o directamente
anormal, en la relación entre mi hija y yo. Salvo por unos pocos e insignificantes errores -unas
pocas gotas calientes de ternura rebalsada, un jadeo disfrazado por la tos y cosas por el estilo-, mi
relación con ella siguió siendo esencialmente inocente.
Bien, la deprimente respuesta es que este hilo narrativo no nos lleva a ninguna parte. La única
repercusión, temática o no, es que Vadim termina casándose con una de las condiscípulas de Bel,
43 años menor que él. Y eso es todo.
Entre la histérica Ada y la tambaleante ¡Mira los arlequines! llega la siniestra y bellamente
melancólica novela breve Cosas transparentes: la redención de Nabokov. Nuestro héroe, Hugh
Person, un editor estadounidense que no se graduó en la universidad, es un adorable inadaptado y
perdedor sexual, como Timofey Pnin (Pnin cena regularmente en un restaurante llamado El huevo
y nosotros, que frecuenta exclusivamente por "simpatía con el fracaso"). Cuatro visitas a Suiza
proporcionan los pilares de esta experta narrativa breve, mientras Hugh corteja tímidamente a una
coqueta exasperante, Armande, y también vigila a un envejecido, corpulento, decadente y adusto
novelista erudito llamado "Mr. R".
Se dice que Mr. R. ha seducido a su hijastra (una amiga de Armande) cuando era pequeña, o en
cualquier caso, menor de edad. Así, el tema ninfoléptico planea sobre el relato y está reforzado, en
una escena extraordinaria, por la revelación de los anhelos latentes de Hugh. Un inepto penoso,
con una libido traicionera (falta de erección y eyaculaciones precoces caracterizan su "mediocre
potencia"), Hugh va de visita a la residencia de Armande y la madre de ella lo distrae, mientras
espera, con algunas fotos familiares. Se topa con una foto de Armande desnuda, a los 10 años:
El visitante construyó una pila de álbums para ocultar la llama de su interés... y volvió varias veces
a las fotos de la pequeña Armande en el baño, apretando contra su reluciente estómago un
juguete probóscide de goma, o de pie, mostrando los hoyuelos del trasero, para que la
enjabonaran. Otra revelación de suavidad impúber (su línea media apenas discernible de las
brizna de hierba menos vertical que la flanqueaba) fue proporcionada por una foto en la que ella
aparecía sentada en cueros sobre el césped, peinándose su cabello desteñido por el sol y
abriendo ampliamente, en falso perspectiva, las adorables piernas de una giganta.
Escuchó en la planta alta el ruido de la descarga de un inodoro y con una mueca culpable cerró de
un manotazo el gordo álbum. Su retráctil corazón se retiró de mala gana, sus latidos se
aquietaron...
Al principio este fragmento parece escandalosamente anómalo. Pero luego recordamos que los
pensamientos inconscientes de Hugh, sus sueños, sus insomnios ("la noche es siempre un
gigante") están saturados de temores inexpresables:
Hugh se casa con Armande y después, años más tarde, la estrangula mientras está dormido. De
manera que es posible que Nabokov identifique el impulso pedófilo con una incitación a la violencia
y a la autoaniquilación. La agitación subliminal de Hugh Person produce una venganza terrible, en
su decurso patético y en aislamiento (la cárcel, el manicomio), y exige la purgación final: se quema
hasta morir en uno de los incendios más deslumbrantes de toda la literatura. El hotel en llamas:
Ahora las llamas subían por la escalera, en pares, en tríos, en fila de pieles rojas, de la mano,
lengua tras lengua, conversando y canturreando alegremente. No fue, sin embargo, el calor de su
crepitación, sino el acre humo oscuro lo que hizo que Person volviera a entrar en su habitación;
perdóname, dijo una cortés llamita que mantuvo abierta la puerta que él pugnaba vanamente por
cerrar. La ventana se golpeó con tal fuerza que sus vidrios se astillaron en un torrente de rubíes...
Finalmente la sofocación lo hizo intentar salir para bajar escalando la pared, pero no había
cornisas ni balcones de ese lado de la casa ardiente. Cuando llegó a la ventana, una larga llama
rematada por una punta de color lavanda danzó ante él para detenerlo con un gracioso gesto de su
mano enguantada. Los tabiques divisorios de yeso y madera, al derrumbarse, permitieron que los
gritos humanos llegaran hasta él, y una de sus últimas ideas equivocadas fue que eran los gritos
de las personas ansiosas de ayudarlo y no los alaridos de sus compañeros de infortunio.
Por sí solas, El hechicero, Lolita y Cosas transparentes podrían haber constituido una luminosa y
desconcertante trilogía. Pero no quedaron solas; por el puro peso numérico, por la pura repetición,
las novelas sobre la ninfolepsia empiezan a contagiarse entre sí... sufren de contaminación
cruzada. Con gratitud tomamos de ellas todo lo que podemos, pero... ¿En qué otro lugar del canon
encontramos una fijación tan rebelde? ¿En la espantosa comezón de Lawrence, tal vez, o en las
turbias transposiciones sexuales de Proust? No, uno debe aventurarse hasta los márgenes de la
literatura -Lewis Carroll, William Burroughs, el marqués de Sade- para encontrar un énfasis
equivalente: un énfasis puesto sobre actividades que correcta y eternamente consideramos
imperdonables.
En la ficción, por supuesto, nadie sufre daño alguno; la falla, como dije, no es moral sino estética. Y
no pretendo insinuar nada al señalar que la obsesión de Nabokov con las nínfulas tiene un
paralelo: la repetitiva indiscreción de su obsesión con Freud ("el vulgar mundo, raído,
fundamentalmente medieval" del "charlatán de Viena", con "sus resentidos embrioncitos espiando,
desde sus recovecos naturales, la vida amorosa de sus padres"). Nabokov atesoraba la anarquía
de la vida interior y Freud es vilipendiado porque procuró sistematizarla. ¿Hay algo de rivalidad en
este odio? Bueno, a fin de cuentas es Nabokov, y no Freud, quien emerge como nuestro poeta
supremo de los sueños (junto con Kafka) y como nuestro supremo poeta de la locura. Pero persiste
un reparo producto del sentido común, pese a toda nuestra imparcialidad literaria y crítica: a los
escritores les gusta escribir sobre las cosas en las que les gusta pensar. Y, para decirlo de la
manera más dura, la mente de Nabokov, durante la última etapa de su vida, no honró
suficientemente la inocencia -no honró suficientemente el honor- de las chicas de 12 años. En las
tres novelas que acabamos de mencionar defiende con prepotencia su énfasis; en Ada (ese
derroche incontinente), en ¡Mira los arlequines! y ahora en The Original of Laura, no lo defiende.
Eso deja una leve pero visible cicatriz sobre el leviatán de su obra.
"Bien, soyons raisonnable", dice Quilty, mirando fijo el caño del revólver de Humbert. "Sólo me
infligirá una horrible herida y después se pudrirá en la cárcel mientras yo me recupero en algún
lugar tropical." Muy bien, seamos razonables. En su libro sobre Updike, Nicholson Baker alude a un
orden de logro literario que denomina "Prousto-Nabokoviano". Sí, Prousto-Nabokoviano o Joyceo-
Lolita, Pnin, Desesperación (traducida por el autor al inglés en 1966), y cuatro o cinco cuentos son
inmortales. Rey, dama, valet (1928, 1968), Risa en la oscuridad (1932, 1936), El hechicero, El ojo
(1930), Barra siniestra (1947), Pálido fuego (1962) y Cosas transparentes son libros ferozmente
logrados; y Mashenka (1925), su primera novela, es una pequeña belleza.
Curso de literatura europea (1980), Curso de literatura rusa (1981) y Curso sobre el Quijote (1983),
junto con Opiniones contundentes (1973) constituyen un brillante registro de un preeminente
artista-crítico. Y las Selected Letters (1989), la correspondencia Nabokov-Wilson (1979) y ese
fuego fatuo que es su autobiografía, Habla, memoria (1967) nos ofrecen un retrato en cuatro
dimensiones de un hombre encantador y honorable. El vicio que Nabokov denostaba con mayor
frecuencia era la "crueldad". Y su naturaleza amable queda claramente plasmada en la amorosa
atención con la que escribe, en su ficción, sobre los animales. En un minuto se me ocurre nombrar
el gato de Rey, dama, valet (que se lava con una pata trasera levantada como un garrote al
hombro), los encantadores perros y monos de Lolita, la ardilla de cola oscura y la inolvidable
hormiga de Pnin, y el murciélago enfermo de Pálido fuego... que se arrastra como "un inválido con
un paraguas roto".
Nous connûmes los diversos tipos de conserjes de moteles, el criminal reformado, el maestro
retirado, el empresario fracasado, entre los hombres; y las variantes maternal, dama y madama
entre las mujeres. Y a veces los trenes pitaban en la noche monstruosamente calurosa y húmeda
con un desgarrador y ominoso sonido plañidero, que mezclaba el poder y la histeria en un único
aullido desesperado.