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EUCARISTÍA:

“OTRO MUNDO
ES POSIBLE”
3

José M. Castillo
3. LAS COMIDAS DE JESÚS: LA VIDA COMPARTIDA

La última cena y las comidas de Jesús

Empiezo aquí haciendo una advertencia que, sin duda, es


determinante. Como dijo, hace algunos años, uno de los mejores
estudiosos de los evangelios, el profesor Joachim Jeremias, no hay
manera de enterarse y comprender bien la última cena, y todo lo que
aquella cena nos tiene que enseñar, si tomamos como punto de partida, y
como única idea, lo del pan y el vino con las palabras que Jesús dijo en
aquel momento. Cuando hacemos eso, lo que pasa es que aislamos esa
última cena de lo que fue la vida entera de Jesús. Y entonces, con ese
aislamiento, lo único que se consigue es poner una enorme dificultad
para poder comprender lo que es la eucaristía. ¿Por qué tal dificultad?
Porque, en realidad, la “última” cena no es otra cosa que un eslabón más
en la larga cadena de comidas y cenas de Jesús durante su vida pública,
cosa de la que nos informan abundantemente los cuatro evangelios.
Ahora bien, esto quiere decir que la eucaristía es lógicamente, como toda
comida y toda cena, una experiencia humana. La experiencia que supone
el hecho de compartir la misma mesa, el mismo pan y la misma copa.
Todo esto, en el contexto de las comidas y cenas de Jesús, tal como de
ellas nos hablan los evangelios. Y comprendiendo los criterios y valores
que, con ese motivo, nos presentan los mismos evangelios.

Comida y sociedad en el siglo primero

Supuesto lo que he dicho, lo primero que se ha de hacer, si


queremos estudiar en serio el significado de la eucaristía, es caer en la
cuenta de que el tema de la comida aparece constantemente en los
evangelios, mucho más de lo que algunos quizá se pueden imaginar.
Porque, con una frecuencia que llama la atención, los relatos evangélicos
nos informan ampliamente de las comidas y de las cenas de Jesús. O en
esos relatos se hacen alusiones muy diversas a situaciones y
circunstancias relacionadas con la comida o que tienen que ver con
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problemas de alimentación.

Esto es comprensible porque, en las culturas del Mediterráneo del


siglo primero, existía una relación muy fuerte, y presente a todas horas,
entre el status (situación de una persona en la vida y en la sociedad) y la
dieta alimentaria. Para aquellas gentes, el poder era el poder comer. Las
divisiones en la sociedad coincidían, de manera transparente, con el
grado o la posibilidad que cada cual tenía de alimentarse. Es decir, más
comida, más variada y mejor preparada, eso era lo propio de la gente
que estaba en la cima, en lo más alto de la escala social; y, por el
contrario, menos comida y menos variada, era lo que caracterizaba a la
gente a medida que se descendía hacia la base, o sea hacia los que
estaban más abajo en la sociedad. Y es que aquel tiempo era una época
en la que la reflexión sobre el comer resultaba, inevitablemente, una
forma de pensamiento sobre la sociedad y sus divisiones, como ha dicho
muy bien el sabio historiador Peter Brown.

Por eso, este mismo autor dice, con toda razón, que seguramente
uno de los cambios de mentalidad más profundos que trajo consigo la
aparición del cristianismo en el mundo mediterráneo fue la enorme
importancia que se le concedió a un determinado banquete, la eucaristía.
Un banquete que, como se ha dicho muy bien, era una comida completa
y normal. Pero no sólo eso. Porque, además de eso, era también una
comida compartida, comunitaria, en la que los participantes tenían el
convencimiento de que Dios se hacía presente. Un Dios que compartía lo
que fue la vida y la muerte de Jesús (John D. Crossan).

Por esto, insisto en que, para comprender lo que nos quiere decir
esta comida (la eucaristía), hay que recordar lo que fueron las comidas
de Jesús. Cosa que, por otra parte, parece enteramente razonable. Si
Jesús tuvo, durante su vida, unos determinados criterios, una forma de
pensar, en lo que se refería a la comida compartida con otras personas,
es evidente que eso lo tuvo que tener en cuenta y se tuvo que poner de
manifiesto en la última de las comidas que compartió con sus más
íntimos amigos, precisamente en la comida más importante que celebró
con aquel grupo de hombres.

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Una información abundante

He dicho que los cuatro evangelios hablan con frecuencia de


comidas y cenas, bastantes de ellas referidas a Jesús. Concretamente,
relatos, palabras o expresiones referentes a la comida aparecen 137
veces en los evangelios. Y se reparten de esta forma: 28 veces en el
evangelio de Mateo 1, 22 en el de Marcos 2, 56 en el de Lucas 3 y 31 en el
de Juan 4. Es evidente, por tanto, que el asunto de la comida tiene mucha
importancia en el Evangelio. Esto ya, por sí solo, es un dato de interés.
Porque confirma lo que ya he dicho antes, al hablar de la importancia
capital que tenía el tema de la comida en las culturas del siglo primero,
concretamente en los países y culturas que estaban junto al
Mediterráneo. Dicho de otra manera, esto nos viene a indicar que la
comida fue un asunto importante en la vida de Jesús y en el mensaje que
él vio que tenía que dar a la gente. ¿Por qué?

Jesús rompe con las costumbres de su tiempo

Hay una cosa evidente: si la comida, como he dicho, era un

1
Mt 3, 4; 4, 2; 4, 3; 5, 6; 6, 16-18; 6, 25; 6, 31-32; 7, 9-10; 8, 15; 9, 10-11;
9, 14; 11, 18-19; 12, 1; 12, 3; 14, 13-21; 15, 2; 15, 10-20; 15, 32-38; 16, 7; 22, 1-
10; 24, 49; 25, 10; 25, 31-46; 26, 6; 26, 17-19; 26, 20; 26, 23; 26, 26-29.
2
Mc 1, 6; 1, 31; 2, 15; 2, 18; 2, 23-26; 3, 20-21; 5, 43; 6, 21; 6, 31; 6, 35-
44; 7, 1-2; 7, 15; 7, 19; 8, 1-9; 8, 16; 8, 17-20; 11, 12; 12, 39; 14, 3; 14, 12; 14, 20;
14, 22-25.
3
Lc 1, 53; 3, 11; 4, 2; 4, 25-26; 5, 29-32; 5, 33-35; 6, 1; 6, 3-4; 6, 21; 6,
25; 7, 33-34; 7, 36; 7, 44-46; 9, 10; 10, 7; 10, 8; 10, 40; 11, 5-6; 11, 11-12; 11, 37;
11, 39; 12, 19; 12, 22; 12, 24; 12, 29; 12, 37; 12, 45; 13, 26; 14, 1; 14, 7-10; 14, 12-
13; 14, 15-23; 15, 2; 15, 14; 15, 16; 15, 17; 15, 23; 15, 24; 15, 27; 15, 29-30; 16,
19-31; 17, 7-8; 17, 26-27; 20, 46; 21, 11; 21, 34; 22, 10-13; 22, 14-20; 22, 21; 22,
24; 22, 27; 22, 30; 22, 35; ; 24, 30; 24, 41-42.
4
Jn 2, 1-11; 4, 7; 4, 8; 4, 13; 4, 31; 4, 33; 4, 46; 6, 5; 6, 5-13; 6, 26; 6, 31;
6, 32; 6, 34; 6, 35; 6, 41; 6, 48; 6, 49; 6, 50; 6, 51; 6, 52; 6, 53; 6, 54; 6, 55; 6, 56;
6, 57; 6, 58; 12, 2; 13, 2; 13, 18; 13, 26-30; 21, 12-13.
4
indicador muy claro de la situación social de cada persona o de cada
familia, los evangelios nos dicen que Jesús rompió por completo con los
criterios que todo el mundo tenía entonces en relación a las comidas.
Esto, ante todo. Pero no sólo eso. Además, la comida era también un
indicador de la situación religiosa de los individuos o de los grupos. Y
sabemos que Jesús también rompió con esta creencia y con los usos y
costumbres que eso llevaba consigo. Es decir, Jesús no se acomodó a los
criterios, a las creencias y a los valores que se imponían entre la gente
de entonces. Estos criterios, creencias y valores se manifestaban, de
forma muy destacada, con motivo de las comidas. Pues bien, Jesús
rompió con todo aquello. Y, por tanto, expresó de esa manera que no
estaba de acuerdo con aquella sociedad, con aquel mundo. Jesús quería
decididamente otro mundo. Jesús vio que otro mundo es posible. Y lo
manifestó, entre otras cosas, mediante sus ideas y comportamientos en
cuanto se refiere a la alimentación y a los principios que en eso salen a
relucir entre las personas. Vamos a ver todo esto más de cerca.

Los criterios sociales de Jesús

Empezamos por los criterios sociales de Jesús. Ya antes de su


nacimiento, el evangelio de Lucas pone en boca de María, su madre, un
criterio subversivo. Dios tiene el proyecto de cambiar la situación hasta el
extremo de que a los “hambrientos” los piensa colmar de bienes,
mientras que a los “ricos” los va a despedir con las manos vacías (Lc 1,
53). Estas palabras de María han tenido siempre una actualidad
apasionante. Pero ahora, seguramente, más que nunca. Por una razón
que se comprende enseguida. En ningún momento de la historia de la
humanidad ha ocurrido lo que ocurre en este momento. Todos sabemos
que siempre ha habido ricos y pobres. Pero, en el pasado, los ricos no
podían ver en la pantalla de su televisión cómo morían los pobres.
Mientras que, por el contrario, un número cada vez mayor de pobres
puede también contemplar en un vídeo, en una película o en la televisión,
cómo viven los ricos.

Pues bien, precisamente cuando el mundo tiene los más grandes


recursos, derivados del crecimiento económico, para acabar con el
hambre de los humanos, precisamente ahora es cuando la distancia entre
ricos y pobres se ha hecho más grande. Se calcula que en 1820 la
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diferencia en los ingresos de los cinco países más ricos y los cinco más
pobres era de 3 a 1; en 1913, era de 11 a 1; en 1992, de 72 a 1. Esto es
lo que dice el Informe sobre Desarrollo Humano 1999, de la ONU.
Además, se sabe con seguridad que ahora mismo hay más de dos mil
millones de hombres, mujeres y niños que tienen que ir tirando de la vida
con menos de un dólar al día. Lo que significa que esa enorme cantidad
de personas se alimentan por debajo de la cantidad mínima de calorías
que necesitamos los seres humanos para seguir viviendo. O sea, se trata
de criaturas condenadas inevitablemente a una muerte cercana. Porque
el hambre no espera. El hambre mata. Y mata pronto.

Esto resulta más indignante cuando sabemos que en el mundo se


produce un diez por ciento más de los alimentos que necesita toda la
humanidad para vivir. Y vivir bien. Es más, sabemos que Europa, sin ir
más lejos, se gasta cada año miles de millones de euros en pagar a los
agricultores para que no produzcan más alimentos. Por eso ahora, más
que nunca, pedimos a gritos que se organicen las cosas de otra manera.
Porque estamos convencidos de que “otro mundo es posible”. Eso
justamente es lo que anunciaba ya, proféticamente, María la madre de
Jesús antes de que éste naciera.

“Otro mundo es posible”

Y la profecía de María se cumplió. En efecto, en cuanto Jesús


empezó a explicar públicamente lo que él venía a hacer y lo que él
quería, planteó con toda claridad la misma subversión de pobres y ricos,
de hambrientos y satisfechos, que ya había anunciado María. Así, al
presentar su programa, en el sermón del monte, Jesús afirma que se
tienen que considerar dichosos (“bienaventurados”) los que tienen
“hambre y sed” de justicia “porque van a ser saciados” (Mt 5, 6). Esto es
lo que dice el evangelio de Mateo. Pero, cuando Lucas nos informa de
esta afirmación tan fuerte de Jesús, presenta la cosa de forma más
descarnada y, por eso, mucho más tajante: “Dichosos ustedes que ahora
pasan hambre, porque se van a saciar” (Lc 6, 21). Y por el contrario:
“¡Ay de ustedes, los que ahora están repletos (y satisfechos), porque van
a pasar hambre!” (Lc 6, 25).

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Los entendidos en este asunto piensan que Lucas es el que
recoge con más fidelidad lo que Jesús dijo. O sea, el Evangelio presenta
las cosas de manera que el proyecto de Jesús es que, en el problema
capital de la alimentación, la economía funcione de forma que los
hambrientos vean cubiertas sus necesidades, hasta sentirse plenamente
satisfechos. No se trata de “darle la vuelta a la tortilla”, es decir, que el
“hambre” y la “hartura” cambien de dueño. Porque, de ser así, en el
mundo seguiría habiendo hambre, en unos, y hartura, en los demás. No.
Dios no puede querer eso. Lo que Jesús anuncia es un orden económico
distinto. Y una forma de convivencia fundamentada en otros criterios. En
definitiva, un orden de cosas en el que, por fin, se acabe el hambre y
todos tengan abundancia y satisfacción de lo más necesario para vivir. En
el fondo y como ya he dicho, es el proyecto, hoy tan anhelado, de que
“otro mundo es posible”.

Lo que pasa es que ese “otro mundo” será posible únicamente el


día en que quienes nadan en la abundancia se convenzan de que,
limitándose a disfrutar de sus bienes, no van a conseguir la felicidad que
buscan, la enorme dicha de los que gozan del festín regio en el que se
ven cumplidas todas las aspiraciones humanas. Esto es lo que enseña
otro de los grandes textos del Evangelio en lo que se refiere a las
comidas y banquetes. Se trata, en este caso, de la parábola del banquete
real (Mt 22, 1-10; Lc 14., 15-23). En ese festín grandioso, no entraron
los que tienen fincas y riquezas en abundancia, sino los pobres, mendigos
y vagabundos de los caminos. Y esos, entraron todos, los “buenos y los
malos” (Mt 22, 10). De nuevo nos encontramos con este dato en el que
muchos centramos nuestras esperanzas: Jesús veía en la comida
compartida y disfrutada por todos, sin excluir a nadie 5, el símbolo de ese
“otro mundo” posible con el que soñamos.

“Comprar” pan y “compartir” el pan


5
En el relato de la parábola, tal como la cuenta Mateo, el final del que
entró en el banquete sin el traje de fiesta (Mt 22, 11-13) es, como han demostrado
los que mejor conocen este relato, una añadidura que se le puso más tarde a la
parábola original de Jesús, que trata toda ella de fiesta para todos y no de castigo
para uno. Así, J. Jeremias, W. Harnisch, E. Schweitzer, entre otros.
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Esto explica la importancia que los cuatro evangelios le conceden
a un episodio bien conocido. Me refiero a la multiplicación de los panes y
los peces. Este relato debió impresionar tanto a los cristianos de la
Iglesia primitiva, que lo repiten hasta seis veces en los evangelios (Mt 14,
13-21; 15, 32-38; Mc 6, 35-44; 8, 1-9; Lc 9, 10-15; Jn 6, 5-13). Es un
caso único en toda la tradición de los escritos del Nuevo Testamento.
Señal evidente de que la Iglesia primitiva vio en ese hecho algo en lo que
se resume el programa de la comunidad cristiana. Frente a la idea,
comúnmente establecida, de que el hambre se resuelve comprando la
comida (Mc 6, 36; Mt 14 15), los cristianos afirmaron el principio
revolucionario de que el hambre se resuelve compartiendo lo que cada
uno tiene. De forma que, incluso en los casos de escasez (como ocurría
entre las gentes que seguían a Jesús), cuando se comparte, hay para
todos y sobra. En el fondo, la idea de Jesús es que la abundancia no es
consecuencia del comercio, sino de la solidaridad.

Por eso, en el juicio final o juicio de las naciones (Mt 25, 31B46),
la causa de salvación para unos y de perdición para otros está en la
sensibilidad o insensibilidad ante el hambre o la sed de quienes carecen
de casi todo. Lo que es tanto como afirmar que lo único, que Dios va a
tener en cuenta, al final de la vida, es la atención o la indiferencia que
hemos tenido al sufrimiento de los otros, ante todo al sufrimiento que es
producto de la pobreza, el hambre y la malnutrición. Exactamente la
misma enseñanza que se deduce de la parábola del rico que banqueteaba
a diario, mientras que, en el portal de su casa, el mendigo Lázaro se
moría de hambre (Lc 16, 19-31). De ahí que el criterio de Jesús, para la
organización de fiestas y banquetes, es que, cuando se organiza una
comida o una cena, no se debe invitar a amigos, parientes o vecinos
ricos, sino al contrario, a pobres, lisiados, cojos y ciegos (Lc 14, 12-13).
Lo cual quiere decir que, en la mentalidad de Jesús sobre la alimentación,
lo determinante no es cumplir con los usos e intereses sociales, sino
compartir mesa y mantel, o sea la vida, con los más desgraciados de este
mundo. Y no conviene olvidar que, si Jesús le dio tanta importancia al
tema de la comida y de eso habló tanto, es porque en ese asunto vio algo
que es central en su mensaje. Por eso no nos debe sorprender que
quisiera despedirse de sus más cercanos, los discípulos, precisamente
con una cena. Y que dejase a su comunidad de seguidores esa cena como
acto central para la Iglesia que nació a partir del movimiento que
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desencadenó el propio Jesús.

No te pongas nunca el primero

Pero, en lo que los evangelios nos enseñan, a propósito de las


comidas, se plantea otro problema que es también importante en la vida.
No se trata ya de lo que es propio de la alimentación, llenar el estómago
y reparar nuestras fuerzas. A fin de cuentas, eso lo puede hacer
cualquiera en solitario. Pero sabemos que la comida ha sido, en todas las
culturas, una ocasión para mostrar la solidaridad con otras personas.
Como sabemos que los banquetes y comidas pueden ser la ocasión para
manifestar el lugar social o la importancia que cada cual tiene en la vida.
Por eso, en los evangelios se dice varias veces que Jesús llamaba la
atención o incluso reprendía a quienes querían ocupar los primeros
puestos en los banquetes, una señal de vanidad casi infantil que, por lo
visto, era frecuente entre los letrados o teólogos del judaísmo de aquel
tiempo (Mc 12, 39) y también entre los fariseos (Lc 14, 7; 20, 46).
Incluso los apóstoles de Jesús se vieron metidos de lleno en esta vulgar
tentación. Y eso ocurrió, según el relato de Lucas, precisamente en la
última cena, inmediatamente después de las palabras de Jesús sobre la
eucaristía (Lc 22, 24-30). Y sabemos que Jesús fue tajante con este tipo
de comportamientos: el que pretenda buscar el primer puesto, que se
ponga el último. Con lo que venimos a dar -lo digo una vez más- con el
criterio de siempre: Jesús creía, ya en su tiempo, que “otro mundo es
posible”. Un mundo en el que, además de comida para todos, no haya
quien tenga más derechos que sus semejantes. Ni, por tanto, pueda
colocarse por delante o por encima de los demás.

Le preocupaba más el hambre que el pecado

Por lo general, los cristianos no caemos en la cuenta de la


extraordinaria importancia que tuvo el tema de la comida en la vida y en
el mensaje de Jesús. Seguramente, uno de los relatos en los que esto se
pone más en evidencia es en la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32).
Es lamentable que esta parábola se ha explicado, casi siempre, en clave
de “pecado” y “conversión”, dos palabras que curiosamente ni se
mencionan en el relato. Si esta historia se lee con cierta atención,
enseguida se da uno cuenta de la importancia que tiene el tema de la
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comida. El hijo menor, el perdido, toma conciencia de su extravío cuando
se ve arruinado y empieza a pasar hambre y necesidad (Lc 15, 14). En
esa situación, el muchacho no piensa en que ha pecado, sino en que no
puede comerse ni las bellotas que se comían los cerdos (Lc 15, 16). Y lo
que entonces siente no es propiamente una conversión “religiosa”, sino la
imperiosa necesidad de comer como se alimentan los trabajadores que
hay en la casa de su padre (Lc 15, 17). A esto se añade que, cuando
vuelve a la casa, lo primero que el padre le organiza como recibimiento,
es un gran banquete (Lc 15, 23-24). Además, lo primero que le dice el
hermano mayor al padre es que, habiendo sido un hijo cumplidor, no ha
recibido ni un cabrito para comer con sus amigos (Lc 15, 29-30).

Es verdad que todo esto es un lenguaje simbólico. Pero lo notable


es que el simbolismo que escogió Jesús para explicarnos cómo es Dios es
el simbolismo del hambre y la comida. Seguramente en todo eso se
pueden descubrir elementos de nuestras ideas religiosas sobre el pecado
y el encuentro con Dios. Pero lo más claro que hay en este relato es que
una situación de hambre se relaciona con la lejanía y la ausencia de Dios,
de la misma manera que una situación de banquete y fiesta se nos
presenta como la señal del encuentro con Dios. No hay que esforzarse
mucho para comprender que las experiencias humanas del hambre y la
abundancia nos ponen en la pista de lo que debe significar la comida que
Jesús escogió como signo y señal de nuestro encuentro con él.

Qué comía, cómo, cuándo y con quién

Pero los evangelios nos dicen algo mucho más fuerte sobre lo que
representa para nosotros la comida. Me refiero aquí, más en concreto, a
las comidas del propio Jesús. Con lo que nos metemos de lleno en el
problema de los criterios religiosos que, por lo que cuenta el Evangelio,
tuvo Jesús. Y, en consecuencia, debemos tener también los cristianos.

Para explicar con cierto orden lo que esto nos viene a decir, hay
que explicar cuatro cosas: 1) Lo que comía Jesús. 2) Cómo comía. 3)
Cuándo comía. 4) Con quién comía. ¿Qué podemos saber sobre cada una
de estas cosas? Y, sobre todo, ¿qué nos enseñan las costumbres de Jesús
en cuanto afecta a todo lo relacionado con la comida?

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En cuanto a lo que comía, no se trata de explicar aquí las
costumbres de los judíos del siglo primero sobre la alimentación. Pero
hay un punto que nos interesa. Como es bien sabido, en la religión judía,
como en otras religiones antiguas, había algunos alimentos que estaban
prohibidos, por ejemplo, la carne de cerdo. No es cuestión de contar
ahora la historia de esta prohibición. El hecho es que los judíos tenían el
convencimiento de que hay alimentos que dejan “impuro” al que los
come. Y eso es lo que Jesús rechazó de manera terminante. Lo dice el
evangelio de Marcos. Porque, para Jesús, lo que mancha y deja impuro a
un individuo no es lo que entra por la boca, sino lo que sale del corazón,
es decir, de lo más profundo de la persona, de sus sentimientos,
inclinaciones y deseos (Mc 7, 18-23). Por eso Marcos añade el siguiente
comentario: “Con esto declaraba puros todos los alimentos” (Mc 7, 19;
Mt 15, 10-20).

Ahora bien, lo importante aquí no está en saber si Jesús comía


pescado o carne, verduras o frutas. Ni siquiera si hacia problema de
comer o no comer carne de cerdo. Lo que interesa es tener muy claro
que Jesús no se sometió a las normas religiosas sobre los alimentos.
Porque, para Jesús, lo que importa no es la norma religiosa, sino la
bondad y la honradez del corazón humano. De ahí que Jesús tampoco
hizo problema de comer mucho o comer poco. Y otro tanto en lo que se
refiere a la bebida. En estas cosas, fue sencillamente un hombre
moderado y normal que, cuando era necesario, sabía privarse hasta de
comer por atender a la gente (Mc 3, 20; 6, 31). Lo que llevó a que sus
parientes llegaran a pensar que había perdido la cabeza (Mc 3, 21). Pero
Jesús fue también un hombre tan libre, que había quienes le acusaban de
ser “un comilón y un borracho”, a diferencia del austero y sacrificado
Juan Bautista (Mt 11, 18-19 par). Esta libertad sorprendente de Jesús, en
lo que sabemos de sus comidas, es importante para comprender lo que
representa la eucaristía y cómo hay que entenderla. Más adelante
hablaremos sobre esto.

Por lo que se refiere a cómo comía, Jesús fue consecuente con lo


que acabo de explicar. Por eso no dio ninguna importancia a los
complicados rituales religiosos, que tenían los judíos de entonces, para
las purificaciones que tenían que hacer antes de las comidas. Sabemos,
en efecto, que los fariseos acusaban a los discípulos de Jesús porque no
se purificaban ritualmente las manos antes de las comidas (Mc 7, 1-2). Y
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es que, como informa el mismo Marcos, los judíos en general no comían
“sin lavarse las manos, restregando bien..., y al volver de la plaza, no
comen sin antes hacer abluciones; y se aferran a otras muchas cosas que
han recibido por tradición, como enjuagar vasos, jarras y ollas” (Mc 7, 3-
4). Lo importante es caer en la cuenta de que hacían todo esto, no por
higiene, sino por motivos religiosos. Y la cosa era tan complicada, que los
judíos de aquel tiempo distinguían hasta seis tipos de agua, según el
poder de “purificación” sagrada que cada uno de estos tipos tenía.

Pues bien, también con esto cortó Jesús de manera tajante. Ni


sus discípulos, ni él (de quien aquellos galileos lo habían aprendido)
obedecían las normas rituales sobre las purificaciones que mandaba la
religión. Jesús pensaba que todo aquello eran “preceptos humanos” (Is
29, 13; Mc 7, 7), que nada tienen que ver con Dios. Y que son un “culto
inútil” (Is 29, 13; Mc 7, 6). Cosas, en definitiva, que llevan a poner las
normas y leyes humanas por encima de lo que Dios quiere (Mc 7, 9). Y
esto también es importante para entender la eucaristía, como después
diré.

Si ahora pensamos en cuándo comía, está bien atestiguado que


Jesús y sus discípulos no observaban los días de ayuno que eran
obligatorios según la religión oficial y también según las enseñanzas de
Juan Bautista (Mc 2, 18; Mt 9, 14; Lc 5, 33). Esto, como es lógico,
escandalizaba a los más piadosos, los fariseos. Pero Jesús, en vez de
buscar excusas, afirma sin rodeos que su presencia en este mundo es
como una fiesta de boda. Y, naturalmente, “los amigos del novio no
pueden ponerse a ayunar mientras el novio está con ellos” (Mc 2, 19
par). Es decir, Jesús considera su presencia entre los suyos como una
fiesta. Y todo el mundo sabe que en una fiesta no se ayuna, sino que se
disfruta de la alegría. O sea, en la mentalidad de Jesús no cabía ese
respeto hacia lo religioso que, a veces, se ha puesto en privarse de todo
alimento cuando tenemos que comulgar.

Por último, por lo que toca a con quién comía Jesús, la cosa es
mucho más seria. Por lo que cuentan los evangelios, con frecuencia Jesús
andaba con malas compañías, lo que se ponía de manifiesto, sobre todo,
en las comidas. Jesús solía comer con gentes de mala fama. Los relatos
hablan de “pecadores” y “publicanos” (Mt 9, 10-11; Mc 2, 15; Lc 5, 29-
32). Y no como algo ocasional, que sucedió una vez, sino como una
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práctica habitual, algo que era costumbre de Jesús y que lógicamente
causaba escándalo entre las personas observantes, como era el caso de
los fariseos (Lc 15, 2). Es verdad que Jesús fue un hombre tan libre, que
no tuvo inconveniente en aceptar la invitación que, en más de un caso, le
hicieron también los mismos fariseos (Lc 7, 36; 11, 37), por más que se
tratase de ambientes poco acogedores, en los que se sentía “expiado” (Lc
14, 1) o en los que no recibía el trato de respeto que era costumbre entre
personas bien educadas (Lc 7, 44-46). Pero lo cierto es que, por lo visto,
las gentes que Jesús frecuentaba eran precisamente personas de mala
fama. Sin duda que, entre aquellas gentes habría buenas personas (Lc
18, 13-14).

Pero el problema no está en eso. Está, más bien, en que los


pecadores y los publicanos eran los grupos que la religión y sus
dirigentes rechazaban, de forma que ese comportamiento de Jesús era
motivo de críticas y de ser mal visto en los ambientes más piadosos de
aquel tiempo (Lc 15, 2). Más aún, con ocasión de estas comidas, en más
de un caso, Jesús toleró cosas que nos pueden sorprender y hasta
escandalizar. Como cuando, en una de estas comidas, en casa de un
fariseo importante, se dejó “besar”, “perfumar” y “tocar” por una mujer
(Lc 7, 38-39). Y era precisamente una mujer de mala fama, “conocida
como pecadora” (Lc 7, 37. 39). O en otra comida, en la que también se
dejó perfumar por otra mujer (Mt 26, 6). En este caso se trataba de un
perfume tan caro (Mc 14, 3), que algunos de los presentes en el
banquete se escandalizaron y hasta llegaron a reñir a la mujer (Mc 14,
5).

La eucaristía no es para “someter”, ni “separar”, ni “excluir”

¿Qué nos enseñan los evangelios mediante esta información tan


abundante y tan detallada sobre el tema de las comidas? Hay un hecho
bien conocido por todos: la comida es vital en la vida de cualquier ser
humano. Comer bien significa vivir bien. Comer mal lleva consigo
enfermar y morir. Por eso, entre otras razones, la comida ha tenido y
tiene tanta importancia en las creencias y prácticas religiosas de la
humanidad. Pero ocurre que, con demasiada frecuencia, las religiones
han utilizado el tema de la comida para someter a los fieles y para
separar a sus adeptos de los seguidores de otras creencias. Por ejemplo,
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en el judaísmo, las numerosas normas relativas a los alimentos tienen la
doble intención de someter la vida entera a una disciplina de santidad
(cf. Lev 11, 43-47; 20, 23-26) y, al mismo tiempo, impedir la
participación en una misma mesa con los que son de otras religiones (R.
J. Zwi Werblouwsky). O sea, la comida se utiliza como instrumento de
sumisión y de separación.

Ahora bien, Jesús acabó con todo esto. Porque, a juicio de Jesús,
la religión no puede servir ni para someter a la gente, ni para separar a
las personas o a los grupos humanos, sino, exactamente al revés, para
que las personas, sean de la cultura que sean y tengas las creencias que
tengan, se sientan más felices, más libres y vivan más unidos los unos
con los otros. Por eso Jesús se comportó, en lo referente a la comida, de
forma que siempre se puso de parte de los que más necesitan comer y
comer bien. Y siempre actuó con una sorprendente libertad, aun a costa
de escandalizar y de ser mal visto, pero con tal de conseguir que las
personas y los grupos más despreciados y peor vistos, esos
precisamente, se sintieran acogidos, acompañados y admitidos a la
misma mesa en que él se sentaba.

Jesús nunca excluyó a nadie de su mesa. Y no tuvo reparo alguno


en compartir su comida con los pecadores, los publicanos, las mujeres de
mala fama, las gentes peor vistas en aquella sociedad. Más adelante,
cuando llegó la hora de la despedida, precisamente en la cena de la
eucaristía, Jesús no excluyó ni a Judas, el traidor, ni a Pedro, el que poco
después iba a negar su fe, ni a los demás que le iban a dejar solo. Así
Jesús, al actuar de esta forma en cuanto se refiere a la comida, con tanta
cercanía a los que más la necesitan, con tal libertad ante los usos y
normas alimentarias de la religión, y con tanta humanidad ante la
debilidad humana de los que caen y hasta de los que no dudan en
traicionar a quien sea, fue preparando el acto central del cristianismo, el
“memorial” que nos tiene que servir a los cristianos para hacer de
nuestra parte lo que esté a nuestro alcance en orden a que “otro mundo
sea realmente posible”. Y lo llevemos adelante.

Ésta fue la experiencia humana que preparó la cena de


despedida, “el gran misterio de nuestra” fe.

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PARA LA REUNIÓN COMUNITARIA

El Capítulo es en extremo sencillo y lineal. Comprometedor.

Las preguntas que nos debemos hacer serían de este tipo:

1.- ¿Cuál es nuestro modo de compartir?


¿Con quiénes compartimos?
¿Qué compartimos?

2.- ¿Cuál es nuestro modo de ejercer la solidaridad?


¿Con quiénes somos solidarias?
¿Con qué nos solidarizamos?

Y responder amplia y detalladamente.

Porque tal como sea nuestra respuesta, así es el misterio de nuestra fe.

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