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Para "descubrir" a Dios

Por Juan Moya, Dr. en Derecho Canónico

Un desafío importante que hoy tenemos planteado todos los que


queremos difundir un sentido trascendente de la vida es cómo dar
respuesta satisfactoria a tantos que nos formulan la cuestión de que
no ven, no sienten la necesidad de Dios en sus vidas. Frecuentemente
consideran que la actitud creyente es más propia de épocas pasadas
que de la actual, más avanzada, más desarrollada, menos ligada a
creencias y tradiciones. No son conscientes de que si Jesucristo,
Hijo de Dios, es Camino, Verdad y Vida, lo es para todos los hombres
de todas las épocas.

CREYENTES NO PRACTICANTES.

De los que adoptan actitudes negativas respecto a Dios en nuestro


país, el grupo más numeroso es el de los indiferentes. Dentro de
ellos están los llamados creyentes no practicantes, cuyas creencias
suelen ser poco definidas y poco operativas: una vaga creencia en la
existencia de Dios pero que no compromete mucho, más bien casi
nada.

Muchos son jóvenes -también adultos, situados profesionalmente,


casados y con hijos- que con frecuencia han recibido una formación
religiosa “normal” en sus casas y en el colegio, pero que
a partir
de la adolescencia han ido dejando la asistencia a la Misa dominical
y se han alejado de los sacramentos. No rezan, y salvo en alguna
ocasión aislada o acontecimiento familiar de más relieve no se
acuerdan de Dios. No se plantean el más allá, no se detienen a
pensarlo, mantienen una creencia difusa en la vida eterna. El cielo
y el infierno no saben si existirán y, en todo caso, los ven como
algo muy lejano que no les influye en su comportamiento diario. La
religión la consideran como un conjunto de prácticas piadosas, que
no entienden demasiado, y sin importancia para la vida diaria.

SU MORALIDAD.

En cuanto a la moralidad, es frecuente que cumplan sus obligaciones


profesionales, valoren la justicia e incluso sean generosos y
solidarios con las necesidades ajenas. Pero en moral sexual se
suelen apartar bastante de las enseñanzas del Magisterio.

Piensan que el amor lo justifica casi todo, y no ven con malos ojos
las relaciones prematrimoniales, que muchos consideran lógicas,
normales y convenientes. Aunque una mayoría sigan siendo partidarios
del matrimonio, ya no son excepción los que no se casan. A no pocos
de los que llevan años sin acercarse a los sacramentos les parece
más coherente con su postura acudir al matrimonio civil, que ellos
consideran válido.

Les parece no sólo lícito sino positivo el recurso a los medios


anticonceptivos, y no es extraño tampoco que la mentalidad
anticonceptiva lleve a algunos al recurso del aborto en caso de
embarazos no deseados.

Hoy, además, no pocas de estas personas disponen de medios


económicos que les permiten disfrutar de todos los medios de
diversión que ofrece una sociedad liberalizada y permisiva.

En ese ambiente, ¿es posible hacer ver a esas personas que necesitan
de Dios? ¿Es posible abrir sus mentes y sus corazones a una visión
más trascendente de la vida, a un acercamiento comprometido con Dios
y la religión? ¿Cómo lograrlo?

VÍAS DE SOLUCIÓN.

Sabemos que “Dios quiere que todos los hombres se salven y


lleguen
al conocimiento de la verdad”(1), y por tanto es razonable
pensar
que haya hecho al hombre con capacidad natural de llegar al
conocimiento de la existencia de Dios; y coherente con su deseo
salvífico universal, no niega la luz de la fe a todo el que
rectamente la busca, aunque respetando nuestra libre respuesta.
Confiamos, además, en una verdad que la Iglesia ha conservado
siempre: “en lo más profundo del corazón del hombre está el
deseo y
la nostalgia de Dios”(2), aunque a veces esa
“necesidad” esté algo
dormida...¿Qué podemos hacer para “despertar” a estas
personas de su
letargo?

En primer lugar, una amistad sincera es imprescindible para el buen


entendimiento con esas personas, así como el respeto a sus ideas,
aunque sin dejar de dar a conocer oportunamente las nuestras.

De modo prudente, sin insistencias que puedan resultarles excesivas,


sería deseable conseguir que esos amigos o amigas empiecen por
reflexionar con más frecuencia sobre sus propias convicciones, que
tengan una sana actitud crítica hacia ellas, para distinguir y, en
su caso, admitir con sencillez qué es lo que les mueve en cada caso:
el deseo de mejorar y crecer en las virtudes o valores humanos o,
por el contrario, lo cómodo, lo fácil y lo placentero, sin mayores
preocupaciones de su licitud o ilicitud. Ordinariamente la
indiferencia religiosa no es fruto de una madura reflexión sobre la
conveniencia o inconveniencia de la fe, sino más bien la
consecuencia de un abandono progresivo, en el que al comienzo se es
consciente de estar perdiendo algo que hasta entonces se consideraba
importante, pero que cada vez se valora menos a fuerza de no
vivirlo. No ha habido una “ganancia”, sino una
“gran pérdida”.

MADUREZ EN PLANTEAMIENTOS.

Hay que ayudarles a superar su superficialidad para que se planteen


grandes temas vitales como: el sentido de la vida, el dolor, la
muerte, el más allá... Viven al día. Sus intereses son
prioritariamente económicos. Se preocupan casi exclusivamente del
“tener” y poco o casi nada del “ser”: tener
dinero, tener salud,
tener comodidades. Para desear saber acerca de las cuestiones
fundamentales, y no de las meramente pragmáticas o útiles, se
requiere una cierta madurez que algunos, desgraciadamente, parece
que no acaban de alcanzar.

Para que se planteen y sientan la necesidad de Dios habrá que


conseguir que sientan la necesidad de llenar sus vidas de valores
humanos importantes: ilusión profesional seria, dar al trabajo un
sentido de servicio, preocupación por los demás, solidaridad con las
necesidades ajenas, formación de un hogar estable...

Habrá que ayudarles a superar también la comodidad. Tal vez ven la


necesidad de Dios, pero la pereza y el bienestar les tienen como
paralizados. Leemos en el libro de los Proverbios: “La mano
perezosa
produce la mendicidad”, mientras que “la mano activa
acumula
riquezas”. En otro lugar este mismo libro lleno de sabiduría
aconseja: “Anda, ¡oh perezoso!, ve a la hormiga y considera su
obrar, y aprende a ser sabio. Si fueras diligente, tus cosechas
serán como un manantial, y huirá lejos de ti la miseria”. Y tanto
la
pobreza como la riqueza que es consecuencia de la diligencia se
aplica no sólo a los bienes materiales, sino también a los del
espíritu. Para “sentir” a Dios, para salir de la
“pobreza”
espiritual, como para aspirar a otros ideales nobles que valgan la
pena, los “comodones” han de tener una actitud más
exigente consigo
mismos.

Otros tienen que superar el afán de buscar el bienestar por encima


de cualquier otro ideal; un materialismo fuerte, que además suele ir
unido al hedonismo, dificulta notablemente sentir la necesidad de
Dios. Aunque puedan tener un corazón noble estará
“ahogado” por esas
limitaciones, “asfixiado de bienestar”, como en alguna
ocasión ha
dicho Juan Pablo II.

DARSE A LOS DEMÁS.

Todo lo que ayude a acercarse a la verdad y al bien a estas


personas, les acerca a Dios, porque en El está el origen de toda
verdad y todo bien: por ejemplo, dedicar parte de su tiempo, de su
trabajo o de su dinero a otras personas más necesitadas. Esa actitud
generosa les hará descubrir que la satisfacción y la verdadera
alegría está más en dar que en recibir y que, por tanto, vale más
ser capaz de dar y de darse que tener todo lo apetecible. Así irán
elevando su punto de mira, que será ya menos materialista, más
humano y más espiritual, y por tanto más cercano al querer de Dios.
Quizá descubran que hay cosas -como, por ejemplo, la atención de
moribundos- que no se hacen “por un millón de dólares”,
como decía
una conocida artista americana de cine a las hijas de la Madre
Teresa en una visita a una de las leproserías de Calcuta, pero sí
“por amor a Dios”, como le respondieron aquellas
buenas religiosas.
Y habrán empezado a descubrir y sentir la necesidad de ese amor.

Para el acercamiento a Dios es fundamental el amor sincero y


auténtico por todas las personas, empezando por las más próximas y
las más necesitadas. Una persona que tenga un corazón noble, una
capacidad de querer que no busca el interés personal sino el deseo
de hacer feliz a los demás, está muy cerca de Dios, “porque la
caridad procede de Dios, y todo aquel que ama, es hijo de Dios, y
conoce a Dios”(3), aunque por el momento pueda no ser muy
consciente.

LA OBCECACIÓN DE LA AUTOSUFICIENCIA.

Hay que facilitarles que superen la autosuficiencia. La estima


exagerada de sus propias ideas que les lleva a no ser receptivos a
las ideas ajenas contrarias a las suyas, y les dificulta reconocer
sus limitaciones y posibles errores y, en último término, su
dependencia de Dios, del que proceden y al que tendrán que dar
cuenta de su vida. Quizá de ellos podría decirse lo que comenta
Platón en una de sus obras, Fedro, a propósito de los que se creían
sabios por sus muchas letras: “Son eruditos en muchas cosas,
pero
sin verdadera instrucción, y así pensarán ser entendidos en muchas
cosas, cuando en realidad no entienden de nada, y son gente con la
que es difícil tratar, puesto que no son verdaderos sabios, sino
sólo sabios en apariencia”.
Estas personas, para acercarse a Dios, necesitan prescindir de su
autosuficiencia y reconocer su condición de criatura: la presencia
atrayente y misteriosa de Dios se descubre sólo desde la humildad y
la pequeñez del hombre. El hombre debe ser suficientemente
“sabio”
como para comprender que “Dios es el que es”, mientras
que el hombre
es “el que no es”, es decir el que no es por sí mismo, el
que no
tiene en sí la razón de su existencia, el que puede no ser, y por
tanto el que necesita del que Es absolutamente.

REALIDADES “NO EXPERIMENTABLES”.

Otras personas a las que les cuesta ver la necesidad de Dios son los
incrédulos, cuando esa incredulidad nace de una visión positivista o
cientifista de la vida. Sin advertirlo, a veces por una complacencia
exagerada en la capacidad de la ciencia y de la técnica, reducen la
realidad a lo experimentable, sin caer en la cuenta de que las
realidades “no experimentables”, y por tanto no
susceptibles de ser
estudiadas por métodos científicos, son tan reales y no menos
abundantes que las materiales. ¿Cómo demostrar
“experimentalmente”
la existencia del amor y del odio, de la alegría y la tristeza, de
la esperanza y la desesperación, de la generosidad y el egoísmo, de
la verdad y la mentira...? La existencia de estas realidades
“espirituales”, no tangibles, no materiales, se alcanza por
otras
vías distintas a las científicas: por las mismas a través de las
cuales podemos llegar a la existencia y a la necesidad de Dios, por
la sencillez y limpieza de corazón.

EL EJEMPLO Y EL EVANGELIO.

La experiencia enseña que otro camino siempre útil para despertar


interés por conocer a Dios y a Jesucristo es el del ejemplo
personal: que esas personas conozcan y traten a otras que ya lo han
“descubierto” y procuran tratarlo gozosamente,
incorporando a su
vida diaria tantas cualidades admirables y deseables por cualquiera.

En fin, que conozcan de cerca a Jesucristo, porque si le conocen de


verdad necesariamente le amarán. Cuando los hombres son
indiferentes
al Señor, en realidad es porque “no lo conocen, ni han visto la
belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina”(4). Si
se “atreven” a meterse en las páginas del Evangelio y
meditarlas,
muy posiblemente se sentirán atraídos por El, como tantos que le
escuchaban con sencillez de corazón. Y así irán descubriendo otra
sorprendente realidad que nos llenará de confusión y de deseos de
corresponder: descubriremos que Dios ha querido necesitar de
nosotros.

Termino con una apuesta por la esperanza: nos dice también el Beato
Josemaría Escrivá: “no existe corazón, por metido que esté en
el
pecado -o en la indiferencia, o en la incredulidad..., podemos
añadir-, que no esconda, como el rescoldo entre las cenizas, una
lumbre de nobleza”(5), pues no en vano llevamos en nosotros la
imagen y la semejanza de Dios.

Juan Moya
Dr. en Dº Canónico y en Medicina

(1 Tim. 2,4)
(Fides et Ratio, 24)
(1 Jn. 4, 7)
(Beato Josemaría Escrivá Es Cristo que pasa, 179)
(ID, Es Cristo que pasa, 74)

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