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El Invierno Eclesial
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El Invierno Eclesial

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El Invierno Eclesial es una obra-recopilación de artículos escritos en el año 2011 con el deseo y la preocupación de interpretar un acontecimiento único en la Historia de la Iglesia, es decir, los frutos que se esperaban del Concilio Vaticano II y la triste, trágica y dolorosa realidad de lo que vino después del Vaticano II. ¿Cómo expli

LanguageEspañol
Release dateNov 30, 2021
ISBN9781953170163
El Invierno Eclesial

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    El Invierno Eclesial - Alfonso Gálvez

    El Invierno Eclesial

    EL INVIERNO ECLESIAL

    ALFONSO GÁLVEZ

    Shoreless Lake Press

    El Invierno Eclesial by Alfonso Gálvez.


    Copyright © 2021 by Shoreless Lake Press.


    American edition published with permission. All rights reserved. No part of this book may be reproduced, stored in retrieval system, or transmitted, in any form or by any means, electronic, mechanical, photocopying, recording or otherwise, without written permission of the Society of Jesus Christ the Priest, P.O. Box 157, Stewartsville, New Jersey 08886.


    New Jersey U.S.A. – 2021


    ISBN: 978-1-953170-16-3 (ebook)

    ISBN: 978-1-953170-15-6 (hardcover)

    Published by

    Shoreless Lake Press

    P.O. Box 157

    Stewartsville, New Jersey 08886


    www.alfonsogalvez.com

    ÍNDICE

    Introducción

    La Gran Apostasía

    El Complejo de Inferioridad

    Esquizofrenia Eclesial

    La Iglesia del Miedo

    Sincera Feminidad o Artero Feminismo

    La Juventud con el Papa

    La Primavera Invernal

    El Rábano por las Hojas

    La Consigna Sé Tú Mismo, ¿Es Realmente Evangélica?

    La Gran Tribulación

    Tres Posturas ante la Crisis del Catolicismo

    El Diablo Reza Maitines

    De Gloria Olivæ

    La Abominación de la Desolación

    La Nueva Edad y una Vida Más Fácil

    San Francisco y la Modernidad

    Don Quijote y la Promoción del Sacerdocio

    Disputationes Sobre el Amor Divino–Humano

    Notas

    INTRODUCCIÓN

    Ante todo, vaya por delante la proclamación de mi firme amor a la Iglesia, de la que me considero hijo gracias a la bondad divina. He consagrado a Ella mi entera existencia y en Ella he ejercido el ministerio sacerdotal en España y América del Sur, incluso con riesgo de mi vida no pocas veces. Siempre he puesto mi confianza en la misericordia de Dios, de quien espero la gracia de morir en la Iglesia Católica, en la que nací a la vida sobrenatural y a la que reconozco como la Única verdadera y fundada por Jesucristo.

    Es importante para mí hacer esta inicial declaración, dada la naturaleza de este libro. Ya que en él intento alertar en cuanto a las causas y efectos de la crisis que está sufriendo la Iglesia desde la muerte de Pío XII, ¹ para lo cual me he visto en la necesidad de describir, no sin cierta crudeza en ocasiones, algunos de los males que tan acremente están aquejando a la Institución fundada por Jesucristo. Por descontado que habrá quien discuta la existencia de esta crisis, con todo o casi todo lo que se dice en este libro. Pero, puesto que está lejos de mi ánimo la idea de tratar de imponer mis propias opiniones, cualquier intento de polemizar al respecto queda descartado por mi parte. De ahí que no pretenda ser ésta una obra de denuncia —pese a que su lectura, en general, pueda inducir a pensar lo contrario—, y sí más bien una especie de penosa exposición, profundamente sentida, acerca de los que yo considero los males que están aquejando a la Iglesia. Los cuales he intentado situar, en lo referente al tiempo, en una época que llega hasta la actualidad y que comienza hacia la mitad del siglo pasado, aproximadamente (Pío XII murió en 1958).

    De ahí el título del libro: El Invierno Eclesial. Pues ha sido un gélido y duro Invierno el que ha venido azotando a la Iglesia durante los tiempos que han seguido al Concilio Vaticano II. Algo bien diferente de la Primavera Eclesial, que tan solemnemente se proclamaba desde los primeros momentos de aquel acontecimiento. La realidad de los hechos, sin embargo, se ha impuesto una vez más y ya ha disminuido la frecuencia de estas alusiones a la mejor época del año, a la cual se consideraba, con no poco optimismo, como aura animadora de la Nueva Iglesia. El Concilio fue anunciado ya por el Papa Juan XXIII —inspirado por el Espíritu Santo, según él mismo dijo— en 1959, aunque no vio sus comienzos hasta 1962. Aún hoy día se sigue manteniendo en la Iglesia el ambiente triunfalista que lo inspiró. Si bien bastante atenuado, todo hay que decirlo, pues cualquiera puede percibir en la actualidad la sordina en la que han quedado sumidas las antiguas clamorosas exclamaciones de euforia. ² En realidad, por lo que hace al inicio del actual milenio, lejos de haber supuesto la llegada del Nuevo Pentecostés, tan insistentemente anunciada por el Papa Juan Pablo II, más bien parecería que tan feliz acontecimiento hubiera quedado aplazado en un compás de espera que a su vez habría dado paso, por el contrario, a una prolongación indefinida de las tinieblas del Viernes Santo.

    A poco de terminado el Concilio surgieron las primeras protestas, dirigidas contra unos claros abusos que trataban a toda costa de ampararse en su sombra. Reacciones débiles al principio, pero más fuertes a medida que pasaba el tiempo. ³ Por lo general se hablaba casi exclusivamente de la anarquía producida en el campo litúrgico; lo cual dejaba relegado a un segundo plano el peligro más importante de los errores doctrinales, apenas percibidos, raramente denunciados y nunca, o casi nunca, impedidos. Casos aislados, como el del Cardenal Ottaviani o el del Arzobispo Lefebvre, pasaron sin pena ni gloria y no fueron escuchados. Sin embargo, la Jerarquía defendió sus posiciones alegando una defectuosa interpretación de los textos conciliares, en lo cual no le faltaba razón; aunque hubiera sido más honesto añadir que tales interpretaciones, más bien que equivocadas, fueron no pocas veces claramente malintencionadas.

    Hasta que llegó el momento en el que la teoría de la interpretación defectuosa de los textos del Concilio se hizo insostenible. Los ataques más radicales procedieron del grupo de los lefebvrianos, aunque tampoco escasearon los estudios más serenos que denunciaban las ambigüedades y el peligro de muchos pasajes contenidos en los Documentos conciliares. ⁴ Con lo cual comenzó a abrirse paso la idea de la posibilidad de que existiera una ruptura con la Tradición y con el Magisterio preconciliar.

    Quizá fue ésa la razón de que el Papa Benedicto XVI cambiara su estrategia en cuanto a la defensa del Concilio. La teoría de las interpretaciones incorrectas fue sustituida por otra nueva, ideada por el mismo Pontífice, a saber: la hermenéutica de la continuidad. El Papa la presentaba como la única posible posición ortodoxa existente, frente a la hermenéutica de la ruptura, que él rechazaba abiertamente. Según el Pontífice, no podía admitirse otra postura que no fuera la de reconocer una perfecta continuidad entre el Magisterio preconciliar y el postconciliar.

    No hace falta decir que, al menos en cuanto al sentido de sus palabras, Benedicto XVI tenía la razón de su parte. No es posible admitir una brecha entre dos períodos del Magisterio de la Iglesia, el cual no puede ser sino uno y único. Desgraciadamente, sin embargo, el problema —aparentemente fácil— se complicaba con una serie de hechos que no pueden ser comentados aquí con amplitud. A excepción del que parece el principal de todos ellos.

    Y en efecto, puesto que, como principal obstáculo a la teoría de la hermenéutica de la continuidad, estaba el hecho de que el mismo Pontífice, ya desde antes pero también durante su Pontificado, había hablado en abierta contradicción con su propia doctrina. Entre los varios testimonios que podríamos aducir aquí, baste uno que, precisamente por su contundencia, tuvo amplia repercusión: Para el Cardenal Ratzinger, el Documento Conciliar Gaudium et Spes es un verdadero contra–Syllabus; sin que sea necesario detenernos ahora aquí en más detalles sobre el caso. ⁶ Posteriormente, ya como Papa, nunca se ha retractado de su postura, que sepamos al menos. Tampoco vale la pena aludir aquí a las Encíclicas de Juan Pablo II (especialmente las conocidas con el nombre de Trinitarias), o a ciertos Documentos del Concilio, sobre todos los cuales se han llevado a cabo estudios documentados que afirman haber detectado serios problemas.

    Pero los esfuerzos del Papa no han logrado disipar la idea de que efectivamente existe una brecha entre ambos Magisterios, a saber: el preconciliar y el postconciliar. Aun guardando todos los respetos debidos al Pontífice, cada vez se abre camino más intensamente la convicción de que, o bien no existe tal continuidad, o bien resulta difícil reconocerla en ciertos puntos doctrinales no poco importantes. El mismo hecho de que el asunto haya de ser objeto de estudio y suscite polémicas, y no sólo por obra de grupos extremistas, demuestra que el problema está ahí, según aquello de que cuando el río suena, agua lleva.

    Según las agencias de noticias, hoy se ha celebrado en el Centro de Estudios sobre el Vaticano II, dependiente de la Pontificia Universidad Lateranense, la presentación de tres importantes libros alusivos al tema: La Herencia del Magisterio de Pío XII, La Iglesia Croata y el Concilio Vaticano II, Juan Pablo II y el Concilio. Un desafío y un deber. El acto fue presidido por el Rector Magnífico de la Pontificia Universidad Lateranense, Enrico Dal Covo, quien dijo en su discurso que estos tres libros intentan favorecer una nueva síntesis interpretativa del Concilio Ecuménico Vaticano II, que pueda sopesar la parálisis de interpretación parcial, sea de una parte desequilibrada totalmente sobre la discontinuidad, sea de la otra parte, la que insiste de manera única y unilateral en la continuidad.

    Como puede verse, la discusión sigue abierta, y no puede atribuirse el hecho exclusivamente a grupos radicales o contrarios a la Jerarquía.

    Por otra parte, acaba de aparecer en Italia un nuevo libro sobre el tema que, además de ser considerado en la actualidad en ese país como uno de los más leídos, ha sido recibido con respeto por unos y otros: Il Concilio Vaticano II. Una storia mai escritta, de Roberto de Mattei, profesor de Historia de la Iglesia, Vicepresidente del Consejo Nacional de Investigación y Consultor del Comité Pontificio de Ciencias Históricas. Dice el autor, en la Introducción al libro, que a diferencia de otros Concilios, el Vaticano II plantea un nuevo problema al historiador. Los Concilios, bajo el Papa y con el Papa, ejercen un Magisterio solemne en materias de Fe y costumbres, y actúan como jueces supremos y legisladores en lo que se refiere a la Ley de la Iglesia. Sin embargo, el Vaticano II no se pronuncia acerca de alguna ley o delibera de manera infalible (definitiva) en cuestiones de Fe y de moral. A falta de definición dogmática alguna, la puerta queda abierta inevitablemente a discusiones acerca de la naturaleza de los Documentos del Concilio y a su aplicación en el llamado período postconciliar.

    Y el autor continúa diciendo:

    La fórmula del Concilio en la luz de la Tradición, o si se prefiere, la hermenéutica de la continuidad, ofrece sin duda alguna una declaración con carácter de autoridad, dirigida a los fieles, en orden a clarificar el problema de la debida recepción de los textos conciliares; pero deja sin resolver un problema fundamental: dado que la interpretación correcta es la de la continuidad, aún queda por explicar lo que sucedió después del Vaticano II y que nunca había ocurrido, sin embargo, en cualquier Concilio de la Historia; especialmente el hecho de que dos (o más) hermenéuticas contrarias se hayan enfrentado y que incluso, como dice el mismo Papa Benedicto XVI, hayan luchado entre ellas. La misma existencia de una variedad de hermenéuticas es la muestra de la presencia de una cierta ambigüedad o ambivalencia en los mismos Documentos.

    En resumen: La cuestión, como puede verse, anda lejos de estar definitivamente zanjada. Y mientras tanto, siguen difundiéndose los errores doctrinales (condenados tarde, mal y, por lo general, nunca), continúa la anarquía litúrgica y perdura la crisis de disciplina, además del desconcierto y de la confusión de muchos católicos. Sin contar a los que han optado por la deserción, ni a los que han preferido el camino de la indiferencia abandonando de hecho toda práctica religiosa.

    En cuanto al reducido grupo de fieles que preguntan, como San Pedro: ¿A quién iremos? (Jn 6:68), o como podría haber dicho también: ¿Adónde iremos?, habrá que recordarles que, si ciertamente el justo vive de la fe (Heb 10:38), también es verdad que se alimenta de la esperanza (Ro 5:5; 1 Te 2:19; 1 Pe 1:21). Por lo que en ningún momento deben olvidar la promesa del Señor, a favor de la perennidad de su Iglesia y dirigida a sus seguidores de todos los tiempos: Y las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella (Mt 16:18).

    Pero a los abiertamente rebeldes contra la Jerarquía, a la que consideran culpable de todos los males de la Iglesia; y a los excesivamente preocupados que siguen manteniéndose fieles, bien que desconcertados, yo les aconsejaría que piensen que Dios cuida de su Iglesia, por lo que no va a consentir que las cosas lleguen sino hasta donde Él mismo permita que lo hagan.

    Por otra parte, si bien se considera, no resulta difícil descubrir que el problema es más aparente que real: ¿Es posible que existan dos Magisterios contrapuestos…? ¿O dos hermenéuticas distintas…? Y en el caso de que se admita la hermenéutica de la continuidad, ¿queda garantizada con ella, de manera suficiente, la continuidad de las nuevas doctrinas con el Magisterio perenne de la Iglesia…?

    Ante todo hay que mantener con firmeza el hecho de que en la Iglesia Católica, en cuanto que es la Única Verdadera y fundada por Jesucristo, no pueden coexistir dos Magisterios contrapuestos, y ni siquiera distintos. Y si es cierto que el Espíritu Santo es el Alma y la Vida de la Iglesia, es imposible que confluyan en Ella dos Magisterios. Un punto en el que no cabe discusión alguna.

    Sin embargo —dirán algunos—, de hecho nos encontramos con puntos de doctrina magisteriales postconciliares que son diferentes, e incluso contrarios, a otros también magisteriales pero preconciliares. Las discrepancias, por lo tanto, están ahí y son notorias. ¿Estamos, pues, ante un problema sin solución…?

    Bien considerado el asunto, todo indica que no hace falta buscar una solución…, desde el momento en que no existe el problema. Los fieles no necesitan verse sometidos a una situación que los mantenga sumidos en la incertidumbre. Aunque es cierto que se ofrece ante ellos una disyuntiva: Por una parte, existen efectivamente unas enseñanzas doctrinales que se arrogan la categoría de magisteriales y que, además, recaban de ellos un entero asentimiento. El cual es el Magisterio preconciliar. ¹⁰ Por otra parte, les son ofrecidas otras doctrinas que, no solamente niegan expresamente su carácter de infalibilidad, sino que únicamente esperan de los fieles una mera aceptación —en modo alguno un asentimiento obligatorio— que, además, se supone obtenida a través del diálogo y del consentimiento de la comunidad Y ésta es precisamente la Doctrina del postconcilio. ¹¹

    Como puede verse, el simple planteamiento de la disyuntiva ofrece la solución al problema, en cuanto que el Pueblo cristiano ya puede saber fácilmente a lo que atenerse. Trataremos de explicarlo.

    Según lo dicho, existe efectivamente un cuerpo de doctrina, o serie de enseñanzas, que recaba el asentimiento de los fieles, de un lado. Mientras que por otro, nos encontramos con otra serie de proposiciones conciliares que se reconocen expresamente como de tipo práctico y pastoral y que, además de rechazar rotundamente su carácter de infalibles, solamente pretenden proporcionar a los fieles pautas de conducta referidas principalmente a cuestiones de disciplina o del culto (como son, por ejemplo, las nuevas leyes litúrgicas). ¹² Conviene advertir, sin embargo, que incluso cuando los Papas postconciliares proponen a los fieles un cierto cuerpo doctrinal, como en las Encíclicas, Exhortaciones o Catequesis Públicas, siempre está presente el supuesto, expresado explícita o implícitamente, de la ausencia de intención en cuanto al hecho de comprometer la Autoridad Magisterial de la Iglesia. ¹³

    Debe tenerse en cuenta, sin embargo, como complemento a todo lo dicho, que cuando se trata de una normativa disciplinar, como la introducción de determinados cambios en la legislación litúrgica, se crea una situación con respecto a la cual la conducta de los fieles no puede ser otra que la del respeto y acatamiento; sin que tal cosa obste al ejercicio de la facultad de juicio y de discernimiento propios de cada uno. De todas formas, no deben confundirse este tipo de normas, en realidad pastorales, con las cuestiones de fide et moribus, las cuales pertenecen de lleno al ámbito del ejercicio Magisterial de la Iglesia.

    Sea como fuere, debe quedar claro que todo católico debe profesar obediencia y respeto hacia la legítima Jerarquía de la Iglesia, sin que nadie pueda creerse capacitado para establecer otra por su propia cuenta. Si los Pastores han sido legítimamente elegidos, aun en el caso de que sean acusados de corrupción o de no ejercer los deberes derivados del ministerio que les ha sido encomendado, han de ser considerados como los auténticos Pastores llamados a regir la Única y Verdadera Iglesia, fuera de la cual no hay salvación. Pues es cierto que puede suceder, con respecto a una Jerarquía legítima en un momento histórico determinado, que las enseñanzas doctrinales impartidas por ella a los fieles contradigan claramente al Magisterio tradicional de la Iglesia. No obstante lo cual, los fieles deben atenerse, en cuanto al juicio que les merece y el acatamiento que han de prestarle, a lo que se desprenda de las orientaciones de ese mismo Magisterio.

    Una afirmación que parece contradecir a lo que aquí se viene diciendo. Aunque todo se aclara, sin embargo, cuando se tiene en cuenta que, al no gozar los fieles de autoridad para erigirse como jueces del Magisterio, han de actuar siempre dentro de los límites jurisdiccionales de ese mismo Magisterio. ¹⁴ De todas formas, siempre conservan el derecho, e incluso el deber, de elaborar un criterio propio acerca de lo que ven o de lo que oyen, puesto que la obediencia no excluye la capacidad de pensar. El verdadero sentido del sensus fidei populi Dei, tal como la Iglesia lo ha entendido siempre, se ejerce dentro de los límites de la verdadera Fe, se fundamenta en la Tradición, se alimenta de la Escritura y, sobre todo, adquiere su entera legitimidad mediante su subordinación al legítimo Magisterio. De tal manera —conviene insistir— que la infalibilidad recae, primeramente y ante todo, en la legítima Jerarquía de la Iglesia, con las condiciones establecidas ad casum. Y es justamente de ahí, a posteriori, de donde adquiere legitimidad la veracidad y certeza del sensus fidei fidelium.

    La teología progresista de la Nueva Iglesia procede de manera opuesta. Contraviniendo una doctrina católica de veinte siglos, sostiene que la infalibilidad recae primera y fundamentalmente en el Pueblo de Dios, de donde la recibe la Jerarquía. A la cual solamente corresponde, por lo tanto, una función de confirmación, unificación y clarificación.

    La penosa verdad que se desprende de esto, sin embargo, consiste en que el sensus fidei del Pueblo de Dios, cuando se toma como criterio de prioridad anterior al Magisterio, utiliza como fuente de verdadero alimento los datos que suministran las Agencias de Prensa y Televisión, amén de lo que le proporciona el resto del poderoso Aparato de Publicidad y adoctrinamiento que tan eficientemente sabe manejar el Sistema.

    Queda claro, después de lo dicho, que si el Magisterio no se propone a sí mismo como infalible, ni compromete la Autoridad de la Iglesia, ni tampoco pretende ejercerla, los fieles quedan en libertad para atenerse a las enseñanzas doctrinales esta vez expuestas con autoridad y proclamadas por el Magisterio de siempre. Por lo demás, jamás permitirá el Espíritu Santo la coexistencia en la Iglesia de dos doctrinas contrarias que pretendan poseer, a la vez, el sello de autenticidad que otorga la Autoridad del Espíritu. De donde no se va a tratar de una elección entre dos Magisterios, puesto que solamente puede haber uno, y los fieles acatarán al único que se propone a sí mismo como verdadero y compromete su Autoridad. Al mismo tiempo, por supuesto, que continuarán respetando a la Jerarquía legítima, aun en el caso de la corrupción de alguno o algunos de sus miembros. En este sentido, ningún católico deberá sentirse confundido jamás, en cuanto que Dios no va a permitir que existan en la Iglesia dos Magisterios legítimos y, al mismo tiempo, distintos, con la pretensión de enseñar doctrinas contradictorias o diferentes, cada uno por su cuenta y exigiendo ambos entero asentimiento.

    El respeto y la obediencia debidos a la Autoridad legítima, sin embargo, para que sean efectivos y puedan considerarse bendecidos por Dios, exigen a su vez la entera fidelidad a los principios de la sana doctrina; los contenidos en las Sagradas Escrituras, enseñados por la Tradición y confirmados por el legítimo Magisterio de la Iglesia. No pueden los fieles, bajo ningún pretexto ni acogiéndose a cualesquiera enseñanza, poner en duda doctrinas como, por ejemplo, la Presencia Real de Jesucristo en la Eucaristía, la Suprema Autoridad del Papa como Cabeza visible de toda la Iglesia o la veracidad de las Escrituras y la realidad histórica de la Persona de Jesucristo (que son algunas de las verdades de Fe que niega expresamente el Modernismo hoy vigente dentro de la misma Iglesia). ¹⁵

    Lo cual coloca a los actuales fieles católicos en una posición delicada (Mt 7:14) y nada cómoda de soportar: Pero, ¿quién ha dicho que la existencia cristiana es cosa fácil…? Las posturas radicales, en cambio, que oscilan de un extremo al otro, recorren un camino carente de complicaciones. Mientras que el buen hijo de la Iglesia se ve obligado a guardar una constante y doble fidelidad: Por un lado con respecto a la Jerarquía, a la que debe respeto y obediencia, aun reconociendo que a menudo se ha hundido en la corrupción y en el abandono de sus deberes. Por otro, manteniendo firmes los principios de la sana doctrina, los cuales, por haber sido entregados por Jesucristo a su Iglesia a través de sus Apóstoles, estando animados por el Espíritu y encontrándose salvaguardados por el verdadero Magisterio, han llegado hasta nosotros y son tan inmutables como intangibles. Siempre ha sido cosa de esforzados el seguimiento de Jesucristo —El Reino de los Cielos sufre violencia, y solamente los violentos son los que lo conquistan ¹⁶—, aunque hoy más bien habría que considerarlo como empresa reservada a héroes y mártires.

    El humanismo cristiano (o mariteniano) pretende una exaltación del hombre a través del mismo hombre, aunque sin prescindir de Jesucristo. El humanismo ateo, en cambio, persigue lo mismo, pero sin Dios. Pero, tanto el preconizado por Maritain como el que busca la Masonería, conducen en realidad a lo mismo, a saber: a la deificación del hombre una vez que se ha liberado de Dios. Lo cual intenta conseguirse mediante la creación de una Religión Universal, de la Humanidad para la Humanidad, puramente natural y en la que el único Dios es el hombre mismo.

    Si bien lo consideramos, no es difícil advertir que lo que pretenden los humanismos es establecernos definitivamente en este Mundo. Construir aquí nuestro Paraíso, puesto que no hay ninguna razón —en todo caso no serían sino fantasías y ensoñaciones— que nos autorice a pensar en otro. El Modernismo no persigue otro objetivo. Y en cuanto al infiltrado dentro de la Iglesia, abarca en realidad dos facciones bien diferenciadas: el de los ingenuos, o los convencidos de que una religión más racional, más al alcance del hombre moderno, serviría como plataforma de expansión al Catolicismo, en primer lugar; el otro grupo está compuesto por quienes profesan la herejía modernista sin cortapisas y han renegado de la Fe, aunque no siempre lo confiesen claramente. Pero tanto los unos como los otros trabajan para el mismo fin, sirviendo al mismo Señor de las Tinieblas.

    Para el Modernismo, la Iglesia Peregrina habría dejado de serlo para convertirse en la Iglesia Establecida. Mientras que la Iglesia Militante se habría convertido en la Iglesia de la Paz, ya definitivamente alcanzada. Claro que, en realidad, ninguna de esas dos nuevas Iglesias tiene nada que ver con la fundada por Jesucristo; aparte de que jamás llegarán a existir, por más que se empeñen el Modernismo, la Masonería y la Teología progre, puesto que se trata de meras utopías. Y las utopías, como ya se sabe, son grandes engaños destinados a embelesar a los ingenuos y producto del Padre de las mentiras.

    Las utopías se fundamentan siempre en la mentira. Y para mayor confusión de los que creen en ellas, siempre se proyectan hacia un futuro impreciso —el Paraíso marxista, la Paz Universal, la Justicia y el Bienestar Sociales para toda la Humanidad— que, como es lógico, nunca llega, y de ahí la posibilidad de poder ser aplazado constantemente. Cuando alguna rara vez se aventuran a fijar un futuro más o menos determinado —el Nuevo Pentecostés, del que se prometía que habría de llegar para la Iglesia con el tercer milenio, por ejemplo—, los resultados nunca dejan de ser enteramente desalentadores.

    Resulta curioso advertir sus diferencias con la Profecía: Ésta utiliza un lenguaje arcano, ambiguo, indeterminado, anticipador de sucesos francamente preocupantes, casi siempre difícil de entender claramente…, hasta su cumplimiento. La utopía, en cambio, utiliza siempre un lenguaje grandilocuente, claro, rotundo y anunciador de maravillas; cosa lógica si se considera que su objetivo es el de engañar a los fatuos, ingenuos y batuecos, quienes —como todo el mundo sabe— siempre son más proclives a esperar las delicias de Jauja (que están seguros de conseguir) que a creer en las adversidades (de las que piensan con certeza que no les van a afectar).

    La nueva Teología progresista elimina una característica que es fundamental en la existencia cristiana, cual es la que califica al cristiano como un ser que camina. El discípulo de Jesucristo es un seguidor de su Maestro y, como tal, está llamado a andar constantemente tras Él. La situación de sedentario en un cristiano produciría el resultado de desnaturalizarlo por completo: Estaban [los Apóstoles] mirando atentamente al cielo mientras Él se iba, cuando se presentaron ante ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron:

    —Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo…? ¹⁷

    La existencia cristiana, por el contrario, supone un constante discurrir por una senda que, además, es empinada y abrupta (Mt 7:14) y, tal como corresponde al seguimiento de Jesucristo, exige ponerse a recorrer un camino. No ya meramente andando tras sus huellas, sino en total identificación con Él, puesto que, según su propia afirmación, Él mismo es el Camino. Como se desprende de sus palabras dirigidas al Apóstol Tomás: Para donde yo voy, ya sabéis el camino. Tomás le dijo: Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino? Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, le respondió Jesús. ¹⁸

    De ahí la abundancia de textos evangélicos en los que Jesucristo invita a su seguimiento (Mt 8:22; 9:9; 19:21; Mc 2:14; 10:21; Lc 5:27; 9:59; Jn 1:43; 21:19). Pues en eso, y no en otra cosa, consiste lo esencial de la existencia cristiana. Imitar a Jesucristo es un término sinónimo en el Evangelio de seguir a Jesucristo.

    El progresismo neomodernista da por hecho que el hombre se encuentra ya establecido en su destino definitivo. No necesita caminar hacia una Meta desconocida que, en realidad, no existe. Para el teólogo progresista, ésta en la que se encuentra es la verdadera Patria del hombre, sin necesidad de confiar en falsas promesas acerca de un Mundo mejor; ni va a gozar tampoco de otras mejoras que las que él mismo aporte al entorno del definitivo universo en el que vive. ¹⁹

    Como puede verse, aparecen aquí dos planos en perspectivas absolutamente distintas: la que se funda en la Fe y la que tiene por fundamento la incredulidad. No hay término medio, y de ahí el absurdo del humanismo cristiano, en cuanto que trata de elevar al hombre partiendo de los valores del mismo hombre, de por sí suficientes. Lo cual, lejos de suponer meramente quedarse sin Dios, conduce en último término e inexorablemente a quedarse también sin el hombre. De donde, en este sentido, el humanismo ateo masónico posee mayor consistencia que el humanismo mariteniano.

    Si esta vida es para el hombre un valle de lágrimas, con más penalidades que gozos, siempre le queda al discípulo de Jesucristo acogerse al sentido cristiano del sufrimiento, que supone mucho más que una mera esperanza, además de la alegría de saber que solamente está en camino y de ninguna manera en la meta final. ²⁰ A quienes piensan de otro modo, y especialmente a los teólogos progres y a todos los que ponen en duda la Resurrección de Jesucristo, ²¹ habría que recordarles las palabras de San Pablo: Si tenemos puesta la esperanza en Cristo sólo para esta vida, somos los más miserables de todos los hombres. ²²

    El cristiano encuentra su gozo y su esperanza en la certeza de que la vida es un camino que conduce hacia una meta, además de saber que no está llamado a recorrerlo solo:

    Si vas hacia el otero,

    deja que te acompañe, peregrino,

    a ver si el que yo quiero

    nos da a beber su vino

    en acabando juntos el camino.

    En este sentido, la seguridad de que la vida es un trayecto, un itinerario y una ruta a seguir, es para el cristiano una fuente de alegría en un sentido doble, o más bien triple. Ante todo, la circunstancia de que la caridad, o el amor del prójimo, proporciona la posibilidad de realizar el viaje acompañado de seres queridos, de quienes se recibe ayuda y aliento (un solo corazón y una sola alma, unidos en el Espíritu), es para el cristiano motivo de gozo inefable. Solamente inferior al de saberse conducido de la mano, durante todo el trayecto, por el mismo Jesucristo. ²³ El tercer sentido aludido, se refiere al hecho de que, una vez admitido que la existencia cristiana es un viaje a realizar a través de un camino por lo general accidentado, difícil y doloroso, se hace así posible la consideración de que hay una llegada una vez culminado el trayecto; con la alegría que produce la circunstancia de haber coronado una empresa, o de haber conseguido el merecido descanso después de haber superado un cúmulo de fatigas:

    A las nevadas cimas

    de las blancas montañas subiremos

    salvando valles y profundas simas;

    y cuando, al fin, lleguemos,

    los cantos del amor entonaremos.

    Y es que el viaje supone efectivamente la llegada al final del camino, y la conquista del que podríamos llamar el monte Horeb de los cristianos. Promontorio siempre escarpado pero que, justamente por eso, convierte en maravillosa la aventura de la escalada. San Juan de la Cruz hablaba de la Subida al Monte Carmelo, mientras que Santa Teresa de Ávila describía el arduo y espinoso camino a recorrer a través de una serie de Moradas, hasta llegar a la séptima, en la que se consuma el desposorio espiritual con Dios; y antes que ellos, San Buenaventura escribió su cautivador Itinerarium Mentis in Deum. De ahí el canto del poeta:

    Mi Amado, subiremos

    al monte del tomillo y de la jara,

    y luego beberemos

    los dos, en la alfaguara,

    el agua rumorosa, fresca y clara.

    Pero, como ya hemos dicho, el cristiano cuenta con la alegría de haber llegado al final del camino, después de haberlo recorrido en amorosa compañía y luego de superadas tantas incidencias:

    Si pues seguimos juntos el sendero,

    deja que me adelante, yo el primero,

    allí donde se acaba la vereda

    y el duro trajinar atrás se queda.

    El Modernismo no desea volver a las ollas de Egipto, sino quedarse en el desierto. O en todo caso, preferiría no haber salido de la tierra de los Faraones, fijando en ella definitivamente sus reales para convertirla al fin en el único Paraíso al que puede aspirar el ser humano. Su pretendido sedentarismo no es sino el resultado de su negativa a buscar otra Patria desconocida, imaginada en un idealizado plano sobrenatural totalmente ajeno a las posibilidades de un ser que, como el hombre, puede bastarse a sí mismo. Con lo cual suprime todo el significado de la existencia humana, empeñado como está en borrar cualquier vestigio de vida cristiana; única cosa esta última capaz de dar sentido al paso del hombre por la tierra. Mientras que la vivencia en la Fe, por el contrario, consiste inexorablemente en el seguimiento fiel de Aquél cuyos pies recorrieron todos los caminos de Palestina, y cuya Vida quedó para siempre como modelo a ser imitada por todo ser humano.

    Las palabras de Jesucristo, dirigidas al joven rico invitándolo a que le siga, quizá puedan aportar datos útiles para el mejor conocimiento de aquello en lo que consiste la existencia cristiana: Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme. ²⁴ El argumento que vamos a exponer aquí a propósito de ellas, incluso aunque parezca un tanto acomodaticio, es posible que nos conduzca a alguna enseñanza práctica, habida cuenta de la problemática que plantea el seguimiento de Jesucristo por parte de sus discípulos.

    Según

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