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Para la observación elegí un grupo de la Obra Banneux1, en el barrio de Casavalle, en

el cual un equipo de cuatro estudiantes del la Universidad Católica intervenimos a través del
programa de Extensión Universitaria. Son treinta niños de entre diez y trece años (5to y 6to
de escuela), que concurren a la escuela de mañana, comen allí, y a contra turno asisten a
talleres de diversa índole. En ese espacio es donde se inscribe nuestra actividad: un taller de
teatro para esos alumnos, todos los martes de 14:30hs a 15:30, a cargo de un grupo
conformado por dos uruguayos (quien escribe y un estudiante de Ciencias Sociales), una
española y una austriaca. La observación fue llevada a cabo durante todas las clases (cuatro,
hasta el momento), y más específicamente durante la clase en que se trabajó en torno al tema
de la comunicación no verbal, proponiéndose ejercicios que iré explicando conforme realice
el análisis de las situaciones que en ellos aparecieron a tras luz.
A partir de esta introducción ya es posible hacer referencia a uno de los autores y a sus
estudios acerca del poder. En términos de Michel Foucault, un centro educativo es una de las
instituciones que utiliza la disciplina (“mecanismo de poder por el cual alcanzamos a
controlar en el cuerpo social hasta los elementos más tenues […], los individuos.” 2) para un
fin determinado3, en este caso, la educación. Por lo tanto, en Banneux existe una estructura
que ordena las multiplicidades (los niños) y las vuelve útiles. Esta estructura está
conformada, en primer lugar, por el espacio físico (niños divididos por grado, en salones que
se disponen en torno a un patio central), por la administración del tiempo (horario de entrada,
horario de recreo, de salida, duración de nuestro taller), y por aquellas personas que
observan, califican y disponen a los individuos de acuerdo con su actuación.
Durante nuestra hora de taller, esta tecnología del poder se hace visible mediante el
contraste entre lo que nosotros esperamos que los niños hagan, y lo que efectivamente hacen,
influidos por estas estructuras que les condicionan –inconscientemente- sus acciones. El
primer día, nos esperaron sentados en sillas, las que habitualmente usan cuando están en
clase. Luego de haber retirado las sillas a un rincón, les pedimos que caminaran por el
espacio, y comenzaron a hacerlo todos en la misma dirección, manteniendo un orden
relativo, sin chocarse, sin causar tropiezos. Requirió que uno de nosotros se introdujera en
esa multitud y empezara a caminar contra la corriente, para que se desordenaran un poco.
Pero lo que más nos sorprendió fue cuando, en una de las primeras instancias de diálogo que
tuvimos, les formulamos una serie de preguntas para las cuales no hallamos respuesta… Al
menos no inmediatamente, porque los niños (todos por igual, sin que hubiera ningún
exabrupto) levantaron la mano. Pedir la palabra para hablar y esperar la autorización de
quien pregunta, es una técnica disciplinaria que (notamos) esos chicos tienen absolutamente
interiorizada. Esto lo comprobamos porque aun cuando la maestra (que constituye la
vigilancia, no sólo de ella misma, sino indirectamente es soplona4 de la directora y también
de los padres de los niños) salía momentáneamente del salón, los niños seguían recurriendo a
la mano erigida para que alguno de nosotros le habilitara la palabra.
Nuestra autoridad como extensionistas, si bien difiere de la de la maestra, también
modifica la conducta de los niños. Se propuso un ejercicio en el cual se pretendía trabajar las
distintas expresiones faciales. Tomando como arquetipos expresivos la “cara de alegría”,
“cara de tristeza”, “cara de enojo” y “cara de sorpresa”, luego de analizar los rasgos
constitutivos de cada una, hicimos que cada niño pasara al frente a interpretar una de esas
1
2
FOUCAULT, Michel. Las mallas del poder. Pág. 4
3
FOUCAULT, Michel. Vigilar y castigar. “Disciplina. El panoptismo”. Pág 219.
4
Término que utiliza el autor para hacer referencia a la figura del vigilante.
emociones a través de su rostro. A quienes contemplaban, se les pedía que sugirieran
posibles frases que correspondieran con la expresión que su compañero estaba interpretando.
Cuando la emoción de turno era el enojo, vimos que los niños titubeaban antes de decir la
frase en voz alta. Detrás de algún “la próxima te reviento” que el más osado se animó a decir,
seguramente se escondieron un montón de frases cargadas de agresividad que eligieron
callar; en primer lugar, por la coacción de nuestro poder (porque no demostramos suficiente
aprobación frente a esas frases, como sí lo habíamos hecho con otras); y en segundo lugar, la
esfera de poder que ejerce su casa, también estuviese actuando allí. Su edad les permite
inferir que al decir “la próxima te reviento” o “te voy a matar”, pueden dejar entrever
determinadas realidades familiares o sociales que deben permanecer ocultas. Entonces lo
callan. Las mallas del poder actúan desde todos lados, ejerciendo el control sobre cada uno
de los niños, que deja sus actos librados a la espontaneidad, recién en última instancia.

Encontrar el pensamiento de Erving Goffman en las instancias descritas, es algo que


tampoco resulta complicado. Partiendo del axioma más representativo de la escuela de Palo
Alto, aquél que señala la imposibilidad de no comunicar 5, de la visita a Banneux se pueden
inferir ciertas cosas: En primer lugar, al ver la infraestructura física del colegio podemos
notar que constituye una excepción en la arquitectura del barrio, que por esa zona copa el
campo visual con ranchos minúsculos, de techo y paredes de lata, visibles a pocos metros de
la escuela. El segundo signo que contribuye a formar una imagen de la institución, es el
uniforme. Todos los niños llevan el mismo uniforme: un conjunto deportivo azul marino.
Esto da la pauta de que existe cierta preocupación por parte de los padres de esos niños (o de
quien esté a cargo de ellos) por enviarlos a la escuela. Esto establece un matiz a esa idea de
“contexto crítico” a la cual nos enfrentamos antes de comenzar el taller. Esta idea de que
cuentan con cierto “apoyo” familiar, se refuerza al entrar al salón y observar a los niños de
forma individual. Los signos de una buena higiene personal aparecen intactos, incluso puedo
percibir el aroma a shampoo del cabello de una niña cuando me acerco para indicarle cómo
debe “dejarse caer” en un ejercicio que les planteamos.
Entrando más precisamente en los conceptos de Goffman que estudiamos,
comencemos con lo que él se refiere a la definición de la situación 6. En el camino hacia un
“dejarnos ser” que le proponemos en el taller, nos encontramos con la resistencia de estos
mecanismos que operan en la interacción social que allí tiene lugar ;la interferencia, en el
ejercicio, del “yo soy así y así quiero que me vean”, apareciendo conductas que me parecen
destacables.
Gandhi es un chico alto, tiene 12 años y se mueve con gesto seguro. Siempre está
sentado en el centro de un grupo de 5 chicos, conversando por lo bajo, comportándose de
acuerdo a la conducta que entre ellos califican como “viveza”. Es líder entre sus pares. El
ejercicio sobre expresiones faciales que nombré anteriormente, cumplía su última etapa
cuando los niños pasaban al frente y extraían una frase al azar de una bolsa llena de ellas, y
de otra bolsa, una expresión facial que debía interpretarse al tiempo que se dijera la frase. El
azar determinó que “Te quiero mucho” se dijera con cara de tristeza, y que “No puedo salir a
jugar con mis amigos, afuera llueve” se mezclara con un gesto de alegría, por ejemplo. La

5
WATZLAWICK, Paul. Axiomas de la comunicación.
6
GOFFMAN, ERVING. La presentación de la persona en la vida cotidiana. Amorrortu editores. Buenos
Aires, 2001. Pág. 27.
disociación de significados tuvo éxito y fue celebrada con risas, pero cuando fue el turno de
Gandhi, él parecía estar concentrado en algo que iba más allá de la propuesta:
—Enojo, que me salga enojo—me susurró por lo bajo con cara de cómplice, ya que era yo
quien tenía la bolsa de las expresiones.
Dije que no podía mirar la bolsa al sacar, y agitando su contenido le insté a que siguiera.
Sacó “Enojo”. Y sin hacer trampa.
Gandhi, en un intento por controlar la situación, pretendía recurrir a algo ya conocido,
que le permitiría erigirse una vez más frente al grupo como el líder, aquel que tiene el poder
de decidir, de hacer reír, de pautar normas de conducta válidas para los demás. Procura
entablar la interacción desde un lugar que le permita controlarla, evitando hacer el ridículo.
Esa persona dominante es la que él quiere ser, o es así como al menos quiere que los demás
lo vean.
Algo similar sucedió con una chica, Sofía, cuando le tocó decir “¡No! ¡Pisé caca!” con
gesto sonriente. Sofía quiere que la tomen como una chica linda, audaz, atractiva. Mediante
su peinado (que claramente pretende imitar el de una chica más grande a la que ella
seguramente admira), su forma de usar el uniforme, su tono de voz y sus gestos, se está
presentando a los demás como una persona de determinadas características, intento que se
contrapone al ejercicio que le estamos pidiendo.
Su intento por hacer el ridículo fracasa ante esa fuerza que la moldea para lograr
mostrarse a los demás como ella quiere que la vean. Por eso se ruboriza y demora en emitir
palabra alguna. Se tapa la cara y queda en silencio unos segundos. Al notar que todos sus
compañeros se encuentran expectantes y no entienden su conducta, aclara entre risas:
—Es que me da risa, esperen.
Esta aclaración vale como lo que Goffman denomina “prácticas defensivas”7, aquella que el
individuo implementa luego de que ha incurrido en una conducta que genera una disrupción.
A medida que pasan los segundos, sus nervios por estar demorando a la clase aumentan, y
uno de los talleristas acude en su ayuda diciéndole que sin problemas puede pasar luego si no
quiere hacerlo en ese momento. Legitima su conducta, avala sus nervios, en un intento por
proteger a quien ha cometido la disrupción, implementando las que Goffman llama
“prácticas protectivas“. Lo mismo me vi obligada a hacer cuando ante la pregunta “¿Quién
quiere pasar?”, se desarrolló el siguiente diálogo:
—Yo, yo— gritó un chico
—Yo, yo, yo quiero pasar—gritó otro, y luego otro, y así sucesivamente hasta que en unos
segundos la clase se convirtió en un bullicio.
—Shanaína quiere pasar—dijo un muchachito señalando hacia el sector de las chicas
—¿Quién?— pregunté, esperando que fuese más preciso en la indicación puesto que todavía
no sabía de memoria sus nombres
—Esa, ¡la negrita!—y señaló a una chica muy tímida, de tez marrón oscura y pelo lacio.
Si bien no había silencio, quienes estaban a su alrededor me miraron esperando mi reacción
ante la expresión que había usado para referirse a su compañera. Él mismo pareció haberse
arrepentido de lo que dijo en el momento en que terminó de decirlo, y la niña en cuestión
también fue partícipe del momento incómodo. Fingiendo no haberlo escuchado en el tumulto
que se volvía a generar, seguí recorriendo el grupo con la mirada reiterando la pregunta, y
luego de hacer pasar a otra chica, me detuve en Shanaína, como si se me acabara de ocurrir a
mí que ella tenía ganas de pasar al frente.

7
GOFFMAN, ERVING. Ob. Cit. Pág. 24
La observación del funcionamiento del grupo, tal como se ha descrito, demuestra
cómo aun en un ámbito en el que se supone debe existir una desestructuración total de las
normas sociales que rigen sobre nuestro cuerpo y actitudes (en favor de una catarsis
saludable a través de la expresión corporal), las normas implícitas que rigen los vínculos
humanos (las cuales mejor que nadie los chicos emulan de forma automática, de forma
totalmente asimilada) , así como las mallas del poder, que se despliegan silenciosamente,
empastando y combinando todas las piezas que interactúan en el complejo proceso de la
comunicación humana.

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