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Alberto Cosme do Amaral,

obispo emérito de Leiria-Fátima

JACINTA Y FRANCISCO
Virtudes heroicas

SOL DE FATIMA

INDICE

PRESENTACION
UN PROGRAMA PARA EL HOMBRE DE HOY
UN DESAFIO CLAMOROSO A NUESTRA INDIFERENCIA
ALGUNAS FECHAS HISTORICAS

PRESENTACION

El día en que se cumplían 73 años de la fecha de la 1 a aparición de Fátima, el 13 de Mayo de


1990, la Sagrada Congregación para la Causa de los Santos publicaba dos Decretos en los que
era reconocida- la- heroicidad de las virtudes de los pastorcillos Francisco y Jacinta, a quienes
se apareció la Madre de Dios.
Jacinta vio la luz de este mundo, al igual que Francisco, en el lugar de Aljustrel, parroquia de
Fátima —en esos años atrás una población olvidada en Serra do Aire— el 11 de marzo de 1910
y partió para el Cielo en el hospital D. Estefanía, en Lisboa el 20 de febrero de 1920.
Francisco había precedido a su hermana en el nacimiento, el 11 de junio de 1908, y también en
la muerte, ocurrida en casa de sus padres, el 4 de abril de 1919.
La proclamación de la heroicidad de virtudes y el título de Venerables, aunque es un paso
decisivo en el camino de la Beatificación, no permite darles culto público, sino que los propone
como modelos de virtud a imitar y como intercesores.
Siendo así, tenemos el mayor interés en conocer sus vidas y virtudes. Nadie puede imitar lo que
no conoce.
D. Alberto Cosme do Amaral, Obispo de Leiria desde hace 19 años, innumerables veces ha
estudiado, meditado y explicado el mensaje de Fátima, confiado a sus cuidados de Buen Pastor.
Nadie pues como él, puede hablarnos, con autoridad, de aquellos niños, que fueron, junto con la
Hermana Lucía de Jesús, los dóciles instrumentos y transmisores del mensaje de Nuestra
Señora.
Recogemos en este libro algunas de esas reflexiones, hechas en dos diferentes ocasiones, desde
1975 hasta febrero de 1990. Son, fundamentalmente homilías y alocuciones, además de un
artículo publicado en una revista.
Aunque, a veces, por la circunstancias en que fueron elaborados, los textos repitan
alguna que otra idea, optamos por ofrecerlos al lector, tal como salieron de la pluma del
autor, convencidos de que, respetando su integridad, servirán mejor para dar a conocer
el camino por el que los Pastorcillos llegaron a un grado elevado de intimidad con Dios,
guiados por el cariño maternal de Nuestra Señora.
De este modo podremos seguir sus pasos viviendo generosamente nuestra aventura de
amor en la tierra.

Traducción del portugués de Manuel Joaquín Martínez

cura párroco de Chapela Vigo


UN PROGRAMA PARA EL HOMBRE DE HOY


Alocución en la Basílica de Fátima el día 4 de abril de 1975, aniversario de la muerte
de Francisco.

l.° El hombre de hoy no tiene tiempo para pensar. Metido de lleno en el torbellino de la
vida, en el ruido de las máquinas, en la obsesiva búsqueda del placer, en el ansia de
lucro, devorado por la velocidad es un ser desgarrado, desconcertado, dividido
interiormente. Se convierte en víctima de la técnica y del progreso y del bienestar;
perdió el encuentro consigo mismo y el gusto del silencio.
A Francisco no le gustaba el barullo, el bullicio de las fiestas. Le encantaba, eso sí, tocar
la flauta en algún punto elevado. Le gustaba contemplar el sol («la lámpara de Nuestro
Señor»), al nacer y al ponerse sus reflejos en los cristales de las ventanas y en los
lagos...
2.° Después de las apariciones del Angel y de la Señora, su capacidad y tendencia
natural para pensar se volvió contemplación.
«El Angel es más hermoso que todo lo demás. Pensemos en él» (a Jacinta). Repetía
muchas veces la oración enseñada por el Angel:
«Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco
el preciosísimo cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo, presente en todos los
Sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que El
mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Corazón
Inmaculado de María, os pido la conversión de los pobres pecadores». O también:
«Dios mío, creo...».
Después que Nuestra Señora les recomendó el Rosario, simulando que iba a dar un
paseo, se apartaba de su hermana y de su prima con frecuencia, para rezarlo. «Después
rezaré también con vosotras.
¿No recuerdas que Nuestra Señora dijo que yo tenía que rezar muchos Rosarios?».
Oración bajo las más diversas formas: vocal, mental. contemplativa. «Comencé a rezar
las oraciones del Angel y después me puse a pensar...» «Estoy tan a gusto con Dios».
Oración eucarística: «Mira, tú ve a la escuela (a Lucía): yo me quedo aquí en la Iglesia
con Jesús escondido; no me vale la pena aprender a leer; dentro de poco me voy para el
cielo. Cuando vuelvas de la escuela ven por aquí a buscarme».
Cuando ya estaba enfermo, decía a Lucía: «Mira ve a la Iglesia y dale muchos cariñosos
saludos de mi parte «a Jesús escondido. Lo que más pena me da es no poder ir allá para
estar unos momentos con Jesús escondido».
Oración de reparación con mortificación. Francisco, ayúdanos desde el Cielo.

UN DESAFIO CLAMOROSO A NUESTRA INDIFERENCIA

Alocución en la Basílica de Fátima, el día 20 de febrero de 1977, aniversario de la


muerte de Jacinta

Al celebrar la marcha de Jacinta para el Cielo, en este Domingo, que precede


inmediatamente el período litúrgico de la Cuaresma, nos viene bien contemplar el
testimonio de la vida y muerte de la pequeña vidente. Jacinta nos enseña cómo debemos
vivir la Cuaresma, que es tiempo de oración, de conversión, de penitencia, de expiación
por los pecados personales y por los pecados de los hombres, nuestros hermanos. En
esta sociedad en que vivimos, encharcada de pecados hasta la garganta, hay necesidad
urgente de almas penitentes y reparadoras.
Jacinta nos indica el camino. Sabemos que fue muy profunda la transformación interior
que se realizó en ella, cuando, tocada por lo sobre natural se lanzó heroicamente por
caminos de entrega al Señor y a los hombres pecadores, carentes de la gracia de la
conversión.
Su vida penitente es un desafío clamoroso a nuestra tibieza, a nuestra mediocridad, a
nuestra indiferencia, en este mundo devorado por la fiebre del placer, que lleva tantas
veces a la destrucción y a la muerte, a la condenación eterna, que suprime toda
capacidad de amar.
Y pensamos en Jacinta, que da la merienda a las ovejas y a los pobrecitos, se come las
bellotas de las encinas, porque son amargas; abrasada por la sed en pleno verano, no
bebe; aprieta la cabeza llena de dolor entre sus pequeñas manos para poder ofrecer la
algarabía de los grillos y las ranas; en la cárcel, se dispone a morir, sin ver a su madre, y
dice: «Oh Jesús mío, es por amor a Ti, por la conversión de los pecadores, por el Santo
Padre y en reparación por los pecados cometidos contra el Corazón Inmaculado de
María»; renuncia a las uvas y a los higos; ya enferma, se desahogaba: «me duele tanto la
cabeza y tengo tanta sed! Pero no quiero beber, para sufrir por los pecadores», y toma la
leche y los caldos, que le repugnan y no dice que tiene dolores fuertes en el pecho, para
sufrir calladamente; en el hospital de Ourém, ofrece todo por los pecadores y para
reparar al Inmaculado Corazón de María; y se abrazaba al Crucifijo, besándolo: «Oh
Jesús mío, yo Te amo y quiero sufrir mucho por tu amor»; finalmente, no le importa
morir solita, porque así puede ofrecer más en ese último momento sobre la tierra.

FRANCISCO: MODELO DE VIDA CONTEMPLATIVA


Alocución en la Basílica de Fátima,
el día 4 de abril de 1977, aniversario de la muerte de Francisco.
La vida heroica de los tres pequeños de Aljustrel forma parte integrante del Mensaje de
Fátima. Nunca podremos agotar el contenido tan rico de las palabras del Angel y de la
Señora, que nos pone en contacto con realidades más transcendentes y sobrenaturales.
Esas palabras nos muestran un maravilloso programa de penitencia, oración y
apostolado. Es un programa de santidad para los hombres de hoy.
En la vida heroica de los pastorcitos vemos encamado el Mensaje. Es una llamada
dirigida a cada uno de nosotros. Constatamos que es posible dar una respuesta personal
al don, al carisma de Fátima. Si ellos pudieron, también nosotros podremos, como decía
S. Agustín.
En el mismo cuadro del fondo, que es el mensaje contenido en las palabras y gestos del
Angel y de la Señora, se destacan las características propias del camino señalado a cada
uno de los videntes. En la vida de Jacinta, sobresale el carácter penitencial de la vida
cristiana.
Francisco aparece como un modelo de contemplación, al que son llamados todos los
cristianos, al menos remotamente y de modo suficiente.
El Concilio Ecuménico Vat. II recuerda esta vocación en la Gaudium et Spes (n.° 15):
«Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega, por la fe, a contemplar y saborear el
misterio del plan divino».

En la vidente Lucía, que quedó todavía en la tierra, para difundir la devoción al Corazón
Inmaculado de María, se hace patente el apostolado cristiano, que fluye lógicamente de
la vocación bautismal, que es, por naturaleza, vocación apostólica.
Celebramos en esta Santa Misa la memoria del vidente Francisco, que se fue al Cielo a
las 22 horas del día 4 de abril de 1919. Es bueno que nos dediquemos por unos
momentos a la meditación de las profundas lecciones de su vida y de su muerte. Son de
actualidad candente para todos nosotros, cristianos y para todos los hombres de nuestro
tiempo.
Francisco era tolerante, pacífico, condescendiente y bondadoso. No discutía. Quizás ya
entendiese en aquella tan temprana edad, que de la discusión, como regla, no sale la luz,
sino que crece la pasión. «Piensas que ganaste tu? Pues, sí. A mi eso no me importa».
Cuando alguno de los otros chicos insistía en quitarle alguna cosa: «Déjalo! A mi qué
me importa».
Un día un compañero le quitó un pañuelo muy bonito. Lucía intervino, para que le fuese
devuelto. Francisco no estaba para peleas: «Déja1o! a mi qué me importa el pañuelo».
Al ver que los hombres de hoy son tan duros y aferrados a sus posiciones, intolerantes,
violentos física y psíquicamente, agresivos, egoístas, orgullosos, pienso que debemos
grabar en el interior de nuestras almas la lección de esta vida tan sencilla, encantadora,
hecha de desprendimiento, abierta al perdón, sembradora de serenidad y de paz, de
armonía y concordia y esforzarnos por vivir también así.
La mayor victoria no está en vencer a los otros, sino en vencer- nos a nosotros mismos.
Francisco entendió y vivió con perfección la verdadera devoción a la Santísima Virgen,
cuya misión es conducimos a Jesús. Ella es Sierva del Señor, camino que conduce a El.
¡Que vengan a aprender en la vida de Francisco todos los que ven en la Virgen un
obstáculo para ir a Cristo y por Cristo al Padre, todos los que la consideran rival de
Dios!

Le gustaba más el sol que la luna, porque el sol es la lámpara de Nuestro Señor.
Después de la 1 •a aparición decía: «Me gustó mucho ver al Angel, pero me gustó más ver a
Nuestra Señora. Lo que más me gustó fue ver a Nuestro Señor en aquella luz, que Nuestra
Señora nos metió en el pecho. Me pone tan contento Jesús»!
Cuando Lucía, después del 13 de Septiembre, le dijo, que en Octubre vendría también Nuestro
Señor, exclamó: «Que bien! Sólo lo vimos dos veces y me gusta tanto estar con El! » A veces,
preguntaba: «¿aún faltan muchos días para el 13?». «Estoy ansioso de que llegue, para ver otra
vez a Nuestro Señor».
Después del 13 de octubre: «Me gustó mucho ver a Nuestro Señor, pero lo que más me gustó
fue verlo en aquella luz, en la que nosotros estábamos también.
Dentro de poco Nuestro Señor me va a llevar con El y después ya lo veré siempre.»
Su mayor deseo era estar siempre consolando a Nuestro Señor Una vez renunció a beber un
vaso de agua—miel y explicaba: «cuando cogí el vaso, me acordé, de repente, de hacer aquel
sacrificio para consolar a Nuestro Señor y, mientras vosotros bebíais, escapé para aquí».
En la enfermedad, sufría para consolar primeramente a Nuestro Señor y a Nuestra Señora y
después, lo ofrecía por los pecadores y por el Santo Padre. Se alegraba con el pensamiento de
que le faltaba muy poco para use al Cielo, porque allí consolaría mucho a Nuestro Señor y a
Nuestra Señora.
Este nuestro mundo, los hombres de hoy, viven de espaldas a Dios; Dios es el gran ausente de la
vida individual y familiar, de la vida profesional y social, de la vida pública. La mayor parte de
la humanidad vive como si Dios no existiese. El ateismo moderno tiene carta de ciudadanía en
todas las pequeñas y grandes áreas del mundo de hoy. Otros se vuelven contra Dios en un
intento de aniquilarlo. Son los antiteismos de múltiples y variados matices. Ya se proclamó con
orgulloso gozo la muerte de Dios. Fátima aparece como un gran foco sobrenatural: es Dios, que
se revela, con la impresionante majestad del Sinaí.
De los tres pastorcitos, Francisco parece ser el que mejor captó lo sobrenatural de Fátima. La
vida del Francisco contemplativo, es una llamada a ser almas contemplativas, almas que se
dejan enamorar de Dios, que se sumergen profundamente en su misterio, almas que hacen del
silencio el espacio vital de sus comunicaciones con Dios. Por ellas, Dios se hace presente en
medio de los hombres. Son muy necesarias esas almas, para que el desierto de Dios se convierta
en oasis. Francisco llama por ellas. Era un encanto verlo en los peñascos más altos, tocando su
flauta y cantando: «amo a Dios en el Cielo. Lo amo también en la tierra, amo el campo y las
flores. Amo las ovejas en la sierra.» En la naturaleza sabía descubrir las huellas de Dios, por eso
contemplaba extasiado el hermoso nacer y ponerse del sol, o su reflejo en los vidrios de las
ventanas o en las gotas de rocío. Como Francisco de Asís, amaba a los pajarillos, porque son
criaturas de Dios. Les partía el pan en pedacitos, encima de las piedras y los llamaba: «
¡ pobrecitos! están llenos de hambre. ¡ Venid, venid a comer!».
Después de ver al Angel y recibir la Sgda. Comunión, no consiguió dormir aquella noche,
absorto en la contemplación de esas maravillas.
«Yo sentía que Dios estaba en mí, pero no sabía como era», decía; y, postrado en tierra,
permanecía largo tiempo repitiendo la oración del Angel: «Santísima Trinidad, Padre, Hijo y
Espíritu Santo...». No se impresionó mucho con la visión del infierno, pero quedaba absorto en
la contemplación de la Santísima Trinidad; en la contemplación de Dios, que se le manifestó en
esa luz inmensa que penetró hasta lo mas íntimo de su alma. «Nosotros estábamos ardiendo en
aquella luz que es Dios y no nos quemábamos. ¡Qué grande es Dios! ¡No se puede decir! Esto,
sí, que nadie puede decirlo jamás! Pero, qué pena que El esté tan triste! Si yo lo pudiese
consolar!».
En este estado del alma que Francisco nos describe, reconocemos muchas de las características
psicológicas de la contemplación:
—presencia de Dios sentida;

—invasión del alma por lo sobrenatural;

—imposibilidad de producir este estado del alma, por sí misma;

—mayor pasividad que actividad personal;


—conocimiento experimental de Dios, oscuro y confuso;
—certeza de encontrarse bajo la acción de Dios;
—estado del que no sabe hablar;
—impulso para la vivencia de las virtudes cristianas.
El contemplativo ama el silencio, la soledad exterior, para adentrarse, con mayor
serenidad, en el misterio de Dios.
Por eso, tantas veces lo--encontraron solito, detrás de algún peñasco, arbusto o zarzal,
de rodillas o postrado: «me gusta más rezar solito», decía muchas veces, «para pensar y
consolar a Nuestro Señor»! Por eso pasaba horas y horas junto a «Jesús escondido».
Cuando ya no podía ir, pedía a Lucía que fuera en su lugar:
«Dale muchos saludos cariñosos de mi parte a Jesús escondido».
Alegre y contento en su enfermedad, porque ya le faltaba poco para irse al Cielo,
respondía: «Dile a Jacinta que tengo miedo de olvidarme cuando vea a Nuestro Señor,
y, además, antes quiero consolarlo».
En la vida espiritual de Francisco, sorprendemos rasgos de los mayores contemplativos:
Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz. En Francisco encontramos, a su medida de
niño, el «todo de Dios y nada de la criatura».
Con su muerte, con su vida y con sus palabras hace llegar hasta nosotros el eco de las
palabras de Santa Teresa: «Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se
muda; la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: sólo Dios basta», y
todavía más: «Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no
muero».
Quiera el pequeño Francisco, el gran contemplativo, interceder por nosotros para que
podamos ser, en el monasterio, o en medio del mundo, en la situación concreta de cada
uno, almas contemplativas, en la fidelidad total a nuestra vocación de hijos de Dios, que
es vocación de contemplación, en nuestro caminar hacia el Cielo, donde
contemplaremos la Luz, en la plenitud de la Luz.

FRANCISCO: UNA SIEMBRA DE PAZ Y BUEN HUMOR


Homilía en la Basílica de Fátima,
el día 4 de abril de 1978, aniversario de la muerte de Francisco.
El Mensaje de Fátima no envejece. Se presenta a nuestro espíritu y a nuestro corazón,
cada vez más fresco y más actual. Lleva consigo la juventud del Evangelio, que no
puede pasar, porque la palabra de Dios, permanece eternamente. La vida ejemplar de los
videntes, forma parte del Mensaje de Fátima.
Al celebrar el aniversario de la muerte de Francisco, queremos acoger en nuestro
corazón agradecido, las llamadas discretas, pero fuertes y permanentes de su
personalidad singular, encantadora y sencilla, atrayente y seductora.
1. Francisco era pacífico, pertenece al grupo de los que el Señor proclamó
Bienaventurados en el sermón de la Montaña:
«Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt. 5, 9).
En esta época de la historia, en que los hombres afianzan orgullosamente el culto de sí
mismos, haciendo de los otros estrado de sus pies, nos hace bien contemplar la vida de
este niño, que renuncia alegremente a sus derechos para evitar contiendas, que debilitan
y pueden matar el amor entre los hombres.
Proféticamente, la vida de Francisco, es una condena flagrante del clima actual, hecho
de violencias físicas y morales, de venganzas y represalias, calumnias y difamaciones.
Nos hablan tanto de paz y de tolerancia, de comprensión y fraternidad y nunca los
hombres se odiaron tanto, nunca el hombre fue tan opresor y agresivo.

¿Por qué no escuchamos la llamada divina, que se desprende de la vida serena y pacífica de este
niño, siempre dispuesto a perdonar y a olvidar las ofensas?
A lo largo de su breve vida sobre la tierra, Francisco hizo amplias siembras de paz, de
comprensión, de armonía y concordia.
Francisco jamás discutía, porque muy pronto comprendio que de la discusión no siempre sale la
luz, sino que se enciende y crece la pasión que llena el alma de tinieblas y de oscuridad.
«Qué bien supo vivir aquel pensamiento de un gran autor espiritual moderno: ¿Por qué has de
enfadarte, si enfadándote -ofendes a Dios, molestas al prójimo, pasas tú mismo un mal rato... y
te has de desenfadar al fin?» (J. M. Escrivá, Camino, n.° 8).
2. Francisco poseía la virtud del buen humor y la alegría.
Nada le hacía poner morritos o coger capricho, como se decía. La alegría de Francisco no era la
de los mundanos, la alegría que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino una alegría
íntima, profunda como el mar y serena como el agua de los lagos de la montaña, fruto de su
amor a Dios Nuestro Señor, que descubría fácilmente en las cosas creadas: el amanecer y la
puesta del sol, la luna, las estrellas, los esquilones de los rebaños, las gotas de rocío, las flores,
las ovejas.
Era músico y cantor, a semejanza de su homónimo Francisco de Asís. Como él, alababa y
cantaba a las cosas creadas, en las que veía la omnipotencia, la belleza y la bondad infinitas de
Dios. Y su cántico era expresión de su amor: «Amo a Dios en el cielo. Lo amo también en la
tierra. Amo el campo, amo las flores. Amo las ovejas en la sierra...».
¿Quién le habrá enseñado que en el mismo rastrojo, Dios es llama viva? En esta época,
dominada por el secularismo más radical, nos viene bien acoger el mensaje de este niño, que
nos llama a una vida contemplativa en todas las circunstancias concretas de nuestro diario
existir: en la vida profesional y familiar, en la oficina, en el campo, en el laboratorio, en las
calles y avenidas de la gran ciudad y en los senderos y veredas de la montaña, en el silencio de
la clausura y en las actividades apostólicas, sociales o políticas.

Se trata, simplemente, de vivir como lo que somos: hijos de Dios que no pierden de
vista la presencia amorosa y solicita del Padre, que en todo se revela, a través de lo
vulgar y corriente de cada día. Se trata de descubrirlo, contemplar su rostro y seguir su
rastro en los acontecimientos, en las personas y en las cosas. La vida de Francisco nos
muestra que la contemplación es accesible a todos los cristianos, cultos o incultos,
porque el Espíritu Santo se comunicó a todos, para que hagan de su vida un himno
ininterrumpido de alabanza y gloria a la Trinidad. Las criaturas, la universalidad de los
seres, los descubrimientos maravillosos de la ciencia y de la técnica, las victorias del
ingenio humano, son, al fin y al cabo, señales de la grandeza infinita de Dios y de su
inefable providencia, que preside y marca el rumbo a todo el devenir de la historia.

El contemplativo de Aljustrel nos demuestra que es posible pasar por la tierra metido en
la entraña de las tareas terrenas y temporales, sin perder de vista el Cielo, que nos
aguarda al fmal de nuestra peregrinación.
3. Francisco era obediente. Al constatar el clima de irreverencia y contestación que nos
envuelve, dentro y fuera de la Iglesia, nos preguntamos una vez más. si el mensaje de
vida heroica de Francisco no será una respuesta profética a las carencias morales y
espirituales de nuestros días. En nombre de la dignidad de la persona humana, se
cuestiona la obediencia en el hogar, en la sociedad civil, en las comunidades religiosas,
en las relaciones entre sacerdotes y laicos, y en las relaciones de unos y otros con los
Obispos y la Suprema Autoridad de la Iglesia, el Vicario de Cristo en la tierra. El
mensaje de Fátima nos viene a decir, que esta virtud es tan actual como Cristo,
obediente hasta la muerte de Cruz. Y Cristo es de hoy, de ayer y de siempre.
Nos dice que la obediencia, además de ser virtud, es un misterio, un misterio de fe en el
plan salvífico de Dios. La Redención de Cristo, aquí y ahora. Ojala pueda el mensaje de
Francisco renovar en nosotros el espíritu de paz y serenidad, de alegría contemplativa,
de amor sacrificado, de obediencia redentora.

Que su fidelidad ayude a nuestra fidelidad, bajo la protección de la Virgen, Madre de


Jesús y Madre Nuestra.
JACINTA, UN AMOR PENITENTE
Homilía en la Basílica de Fátima
el 20 de febrero de 1979, aniversario de la muerte de Jacinta.
Sabemos que el cristiano está llamado a vivir el misterio pascual de Cristo.
La vocación bautismal es una llamada a identificarse con Cristo siervo, pobre y
humilde, sufridor, muerto y resucitado.
No podemos mutilar a Cristo: o lo aceptamos en todo su misterio, o ya hemos renegado
de El. Aceptar a Cristo resucitado y glorioso y rechazar a Cristo paciente, muerto y
sepultado, es una apostasía.
Ya nos están presentando la imagen de Cristo sin Cruz. No es ese el Cristo del
Evangelio, porque toda su vida fue cruz y martirio.
Nos ofrecen un cristianismo cómodo, fácil, sin ascesis y mortificación; un cristianismo
adaptado al ambiente que nos rodea.
En vez de subimos al nivel del Evangelio, que es tremendamente exigente, que reclama
poder entregar la vida para ganarla, preferimos adaptar el Evangelio a nuestro gusto y
capricho, a nuestra frivolidad y comodidad, a nuestra mezquindad, al deseo incontenido
de estar bien y «vivir bien».
Hasta cuando hablamos de la Eucaristía, frecuentemente nos olvidamos de que ella hace
presente, de modo sacramental, el sacrificio de la Cruz, para fijamos
predominantemente, si no exclusivamente, en el memorial de la muerte y resurrección y
en el banquete sagrado. Los tres elementos: —sacrificio—memorial— y —banquete
son inseparables y simultáneos (Cfr. Eucaristicum Mysterium, 3).
Pero la «participación de los fieles es siempre comunión con Cristo que se ofrece al
Padre en sacrificio por nosotros» (Ibid).

Jacinta, que el 20 de febrero de 1920 se fue al Cielo, vivió como nadie el misterio de la
pasión y muerte de Cristo, para la salvación de los hombres pecadores.
Desde niña, su alma delicada y sensible se enamoró de Jesús crucificado. Cuando en el
juego de las prendas, Lucía le mandó que diese un abrazo y un beso a su primo, ella
respondió: ¡«Eso no»! Mándame otra cosa. ¿Por qué no me mandas besar aquel Nuestro
Señor que está allí? Era un crucifijo colgado en la pared.
Lucía le dijo que sí: «Subes encima de la silla, lo traes para aquí y le das tres abrazos y
tres besos: uno por Francisco, otro por mí y otro por tí. —A Nuestro Señor le doy los
que quieras». Y lo besó y lo abrazó con toda devoción. Mirando después con atención al
Crucifijo, preguntó: «¿Por qué está Nuestro Señor así, clavado en la cruz? —Porque
murió por nosotros. —Cuéntame cómo fue».
Al oír contar los sufrimientos de Jesús, se enterneció y lloró diciendo: «Pobrecito
Nuestro Señor». «Yo no he de hacer nunca un pecado. No quiero que Nuestro Señor
sufra más» (Memorias, pág. 21—22).
Este acontecimiento de su infancia le marcó para toda la vida. Fue ella quien mejor
vivió el carácter penitencial del Mensaje, o lo que es lo mismo, el aspecto penitencial de
la vida cristiana. El bautismo nos identificó con Cristo, nos asoció a su Pasión, a su
muerte, a su sepultura, a su resurrección, a su glorificación. Pero sólo reinaremos con El
en el Cielo y seremos glorificados por el Padre, en la medida en que hagamos de la vida
en la tierra, una Hostia que se ofrece y se inmola por la salvación del mundo. El
cristiano está llamado a completar en sí lo que, como dice 5. Pablo, falta a la Pasión de
Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia, en camino hacia su plenitud. La Iglesia,
mientras peregrina, sólo puede edificarse en la Cruz. De ahí que, el cristiano sea, por
vocación, un crucificado, un penitente, para expiar en su carne y en su corazón los
pecados propios y los pecados de la humanidad.
La vida penitente de Jacinta, es una llamada profética al amor de reparación y
desagravio por este océano de pecados, en que se ahoga la sociedad contemporánea,
camino de la muerte eterna, que es el infierno, revelado aquí a los tres niños.
—,Por qué no quieres jugar?
—Porque estoy pensando. Aquella Señora nos dijo que... hiciéramos sacrificios por la
conversión de los pecadores... y dijo también, que iban muchas almas al infierno..,
tenemos que rezar y hacer muchos sacrificios por los pecadores, ¡pobrecitos!
Me dicen que ya no se habla de reparación, desagravio, expiación y que hasta son
rechazadas estas expresiones del misterio pascual.
¿En nombre de qué Evangelio? Con el Señor os diré: «Tened cuidado con los falsos
profetas... y con levadura de los fariseos». Cristo llevó sobre sus hombros todo el peso
de los pecados de la humanidad. El, que no cometió pecado, se hizo pecado», para
libertar a los hombres de todas las esclavitudes, por su Pasión y muerte fuimos salvados.
El es nuestra paz y reconciliación, la propiciación por nuestros pecados. No seremos sus
discípulos, si no abrazamos la cruz cada día, si no practicamos la renuncia, la
mortificación, si no somos corredentores con El.
Jacinta, iluminada por los destellos que se desprenden de la cruz de Cristo, por las
palabras maternales de Nuestra Señora y por la visión impresionante del infierno,
castigo del pecado, se convirtió en modelo del cristiano penitente, que se siente
responsable de la salvación de los hermanos. En la vida de Jacinta de Aljustrel,
descubrimos al Cristo del Evangelio, en el Cristo de la pasión del Calvario.
«—Damos nuestra merienda a aquellos pobrecitos, por la conversión de los
pecadores?».
«—Como las bellotas de las encinas, precisamente porque amargan».

En lo más álgido del verano, debilitada por la sed, no bebe y ofrece el sacrificio por la
conversión de los pecadores; soporta la algarabía de los grillos y de las ranas, por la
conversión de los pecadores. Con este espíritu de penitencia vivió siempre, hasta el
momento de su muerte: la nostalgia de los padres, en la cárcel de Vila Nova de Ourém,
las contrariedades de cada momento, los grandes sufrimientos de la enfermedad en casa,
en el hospital de Ourém, después en el Orfanato de Nossa Señora dos Milagros, en
Lisboa y finalmente, en el hospital de D. Estefanía, donde se realizó el holocausto
supremo y definitivo a las 22:30 h. del día 20 de febrero de 1920.
La vida y la muerte de Jacinta constituyen, para cada uno de nosotros, una llamada que
no podemos hacer callar. Aquí en la tierra, no podemos amar a Dios, y a los hermanos, a
no ser en la cruz; nuestro amor, como el de Jesús, como el de Jacinta, tendrá que ser un
amor penitente, un amor crucificado.
Pedimos al Señor que aumente su gloria en el cielo y a nosotros nos conceda la gracia
de amar como ella amó.

JACINTA Y FRANCISCO, UNA ESPIRITUALIDAD PARA


NUESTROS DIAS
Homilía, en la Basílica de Fátima, el día 20 de febrero de 1980, en-la conmemoración
de los dos-aniversarios, 60º de la muerte de la Sierva de Dios Jacinta Marto —
Miércoles de Ceniza—y, 61° de la muerte del Siervo de Dios Francisco Marto —4 de
abril, Viernes Santo.
MONICION INICIAL
Iniciamos esta Cuaresma de 1980 de la mejor manera. Toda la excelencia del Sacrificio
Eucarístico proviene del Sacrificio de la Cruz. Este se hace presente en medio de
nosotros: el Jesús del Calvario es el sacerdote y la víctima de nuestro altar. Allí se
ofreció por sí mismo al Padre, aquí se sirve de sus ministros. Allí su inmolación fue
cruenta, es decir, con derramamiento de sangre; aquí es sacramental, en virtud de la
doble consagración.

HOMILIA

Decía hace un momento, que el ejemplo de Francisco y de Jacinta nos ayudaría a vivir
la Cuaresma.
Efectivamente ellos vivieron de modo impactante, si tenemos en cuenta que son unos
niños, la necesidad de reparación por los pecados personales y por los del mundo. Si la
reparación no constituye el meollo del Mensaje de Fátima, es ciertamente uno de sus
aspectos más sobresalientes. El pecado aparece como ofensa a Dios... por él, el hombre
se constituye en fin de sí mismo; busca un bien particular y relativo, en vez de procurar
el sumo bien que es Dios; se desvía del

fin último; se cierra al amor; trastorna el orden del universo, creado originalmente para Gloria
de Dios; rechaza la amistad de Cristo e hiere a su Cuerpo Místico que es la Iglesia.
El pecado, por el cual nos priva de darle a Dios la gloria debida, que es la causa de los
sufrimientos de Jesús y María, que introduce en el mundo los desórdenes sociales, las guerras,
el pecado, exige reparación.
—¿Qué dijo ella? Preguntó alguien a Lucía.
«Dijo que nos enmendásemos, que no ofendiésemos a Nuestro Señor, que estaba muy ofendido,
que rezásemos el Rosario y que pidiésemos perdón de nuestros pecados...» (As grandes
Maravelhas de Fátima, Visconde de Montelo, 1927).
La Cuaresma y el Mensaje se identifican por la misma llamada a la conversión interior, al
cambio de vida, al regreso a los caminos del amor, de un amor verdadero siempre mayor, de un
amor total, de un amor contemplativo y crucificado. El amor de los niños es tierno y compasivo:
«,Por qué no me mandas besar aquel Nuestro Señor que está allí... .,Por qué está Nuestro Señor
así clavado en la Cruz?
Después de oír contar la historia de Jesús, decía, con pena, llorando: «Pobrecito Nuestro Señor!
Yo no haré nunca un pecado. No quiero que Nuestro Señor sufra más». (Memorias da Irmá
Lucia, p. 2 1—22)
Francisco prefiere rezar solito «para pensar y consolar a Nuestro Señor, que está tan triste»;
mientras Lucía va a la escuela, él se queda junto a Jesús escondido; ya enfermo, envía muchos
saludos cariñosos a Jesús escondido; se siente muy mal, pero sufre para consolar a Nuestro
Señor; ofrece sus dolores de cabeza, primero para consolar a Nuestro Señor y a Nuestra Señora;
desea ardientemente irse al Cielo, porque allí va a consolar mucho a Nuestro Señor y a Nuestra
Señora. (Cfr. Memorias, p. 124—125).
La vida de los Siervos de Dios, Francisco y Jacinta es ineludiblemente teocéntrica, como la de
Francisco de Asís, que despertó a
las gentes de la Umbria, sus montes y valles al grito de: «Mi Dios y mi todo: el Amor no es
amado».

¿Por qué no metemos dentro del alma el amor enamorado de estos niños de Serra Do
Aire? ¿Por qué somos tan mediocres y tan calculadores en nuestra entrega?; ¿Por qué
seguimos apartando de nuestra vida la radicalidad evangélica? Si no hiciéramos como
ellos, no seremos ciudadanos del Nuevo Reino. Cuaresma y Mensaje se identifican por
una misma llamada a la penitencia-mortificación, que es renuncia, privación, ayuno,
limosna, imitación de Jesús, que padece por convertir a los pecadores y socorrer a los
necesitados.
Los pequeños renuncian a la merienda que dan a los pobrecitos o a las ovejas; comen
bellotas amargas, porque son amargas; agotados por la sed a finales del verano, no
beben, para hacer suya la sed de Jesús, en favor de los pobres pecadores.
Sufren los dolores morales con el mismo empeño, el mismo heroísmo, la misma
vibración apostólica: las resistencias de parte de la familia de la autoridad eclesiástica,
de la autoridad civil; la soledad en la enfermedad y en la prisión; las ironías y sarcasmos
de todo tipo. Les mueve siempre el deseo de reparar y desagraviar, de consolar a Jesús y
al Corazón de María, heridos por los pecados de los hombres: «Oh Jesús, es por vuestro
amor y por la conversión de los pecadores y en reparación por los pecados cometidos
contra el Inmaculado Corazón de María» (Aparición del 13/07/1917).
Vemos que la espiritualidad de los Siervos de Dios Francisco y Jacinta, es
profundamente trinitaria, pues arranca del misterio de todos los misterios: El misterio de
la Santísima Trinidad, revelado por el Angel en 1916.
Al mismo tiempo, es cristológica. Para ellos, como para los cristianos de todos los
tiempos, María es el camino que lleva a Jesús de modo directo y más feliz. En el amor a
Nuestra Señora aprendieron a amar a Cristo, en el misterio de su redención, en el
misterio de su presencia eucarística.
El Cristo de la Cruz, el Cristo de la Hostia, polarizó sus corazones, toda su capacidad de
amar.

Su espiritualidad es eclesiológica. Los videntes rezan y se mortifican por el Santo Padre.


Jacinta jamás olvidó aquella visión del Vicario de Cristo en una casa muy grande,
delante de una mesa, de rodillas con las manos en la cara, llorando. Afuera, una gran
multitud que le tiraba piedras y lo insultaba con palabras feas.
Cuando un día me encontré con Pablo VI, en horas de gran sufrimiento y él apretando
mis manos entre las suyas, me suplicaba sollozando: «Sí, sí, rezad mucho por mí»,
comprendí que la visión pontífica de Jacinta se realizaba a la letra en la persona de aquel
pontífice que, un día, se hizo peregrino de Fátima, como tanto deseaba la pequeñita:
Comprendí, también su delicada y generosa respuesta a la llamada del Cielo: «Pobrecito
Santo Padre! Tenemos que pedir mucho por él»; «Oh Jesús es por el Santo Padre».
No es necesario deciros que la espiritualidad de los Siervos de Dios Francisco y Jacinta
es apasionadamente mariológica. Fue aquella visión de la Señora vestida de sol: «!¡ Ay
que Señora tan bonita», la que dio a la vida de los pequeños, el impulso de las grandes
transformaciones realizadas en sus almas cándidas y simples (llenas de candidez y
simplicidad) y los lanzó definitivamente, por caminos de entrega, que denuncian y
condenan nuestra tibieza y mediocridad.
La espiritualidad de los videntes Francisco y Jacinta lleva consigo todas las señales de
autenticidad: es trinitaria, cristológica, contemplativa y apostólica. En ella se articulan
admirablemente misterio de Cristo, misterio de la Iglesia, comunidad de salvación: de
Dios, llevando consigo el universo rescatado por la sangre del Señor.
Vamos a agradecer a la Trinidad Santísima el tesoro que entregó a su Iglesia y a la
humanidad, en la persona de sus Siervos Francisco y Jacinta. Vamos a pedirle, que sean
glorificados en la gloria de sus Santos, inspirando al Santo Padre la beatificación tan
ansiosamente esperada por fieles de todo el mundo. En medio de una sociedad
corrompida y corruptora que no salvaguarda su mejor tesoro —el candor y la sonrisa de
los niños—, la beatificación de Francisco y de Jacinta se levantaría como señal de
rescate y faro de esperanza, para una Humanidad que no cree en sí misma, porque no
cree en Dios.

Que la Virgen María sea mediadora en esta causa, Ella que aquí se reveló a la mirada
encantada de los niños. Y que nos ayude también a nosotros a ser los pequeños y
sencillos del evangelio, a los que el Señor da a conocer los misterios del Reino.
Que con María caminemos desde esta Cuaresma de la peregrinación terrena a la luz
plena de la Resurrección Gloriosa. Amén.

SANTIDAD HEROICA
Homilía en la Basílica de Fátima, el día 20 de febrero de 1981,
aniversario de la muerte de Jacinta.
Ante nosotros se abre la perspectiva de la Beatificación y Canonización de los Siervos
de Dios Jacinta y Francisco Marto. La apertura de los procesos informativos hace nacer
la esperanza de que llegarán a ser beatificados y canonizados.
Unidos en la vida, en la muerte y en la gloria del Cielo, no los separemos hoy en la
reflexión y en la celebración de esta tarde. En principio, acojamos en nuestro corazón y
en nuestras súplicas esta esperanza que bien puede convertirse en realidad jubilosa.
Aquellas palabras de Jesús —«Sed perfectos como vuestro padre del Cielo es
perfecto»—, se dirigen a todos nosotros, y no solo a un pequeño grupo de privilegiados.
El Señor no restringió su llamada, no podemos limitar la capacidad de respuesta a
personas de una determinada categoría o de una determinada edad, o a los que abracen
este o aquel estado de vida.
El Concilio Vaticano II, interpretación auténtica del Evangelio para los hombres de hoy,
proclama, sin rodeos y con firmeza, la llamada universal a la santidad: Está
perfectamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados
a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad». (L.G. n.° 40).
Por la historia sabemos que la canonización de niños mártires no es problema. Pero, ya
que el Concilio no exceptúa a nadie, no nos es lícito dudar que unos niños que
confesaron manifiestamente su fe puedan ser canonizados. Hay, por tanto, una
conclusión que se impone: «todo ser humano que llegó al uso de razón puede alcanzar
la más altas cumbres de la santidad canonizable en el ejercicio diario del propio deber».
El papa Benedicto XV, la mayor autoridad en estos asuntos, dice que, aun en el caso de
niños mártires, es necesaria la aceptación voluntaria de la muerte. A la luz de estas
palabras, podemos concluir que los Siervos de Dios deben ser considerados mártires,
porque sufrieron voluntariamente la muerte, anticipadamente, en su corazón, porque
estaban plenamente convencidos de que iban a matarlos y firmemente decididos a
morir. Ellos quisieron la muerte por un motivo sobrenatural —fidelidad al mensaje
recibido, mensaje que está perfectamente identificado con el depósito de la fe y con el
Magisterio de la Iglesia. Murieron en sus corazones, en una actitud de fe explícita
acerca de una verdad revelada: la existencia del Cielo: Si nos matan, no importa; vamos
más de prisa al Cielo.
Como afirma la sagrada teología, siempre el bautismo de deseo, fue considerado
suficiente para la justificación, en orden a la salvación eterna. ¿Por qué no admitir que
también el martirio de deseo basta para la canonización? Parece que se impone una
respuesta afirmativa.
Pero, situándonos en el plano de la canonización de niños, por motivo de heroicidad
cristiana, tenemos que concluir que también bajo este aspecto los Siervos de Dios son
canonizables, puesto que sus vidas fueron verdaderamente heroicas. De hecho, el
profesor Pende, Doctor en medicina, afirma la posibilidad de encontrar fuertes
experiencias espirituales y heroicidad de virtudes, antes de la preadolescencia: «No nos
resulta difícil admitir con fundamento en los datos de la ciencia auxológica (Auxé:
crecimiento; Auxonó: crecer), que en un niño de cuatro a siete años, sobre todo si está
invadido por la gracia, sean posibles manifestaciones de heroicidad, de modo que ya en
esa edad, como en la pubertad, son posibles voliciones prudentes y libres, es decir, una
vida espiritual consciente y meritoria. (Cit. por Casieri, en el libro La Perfezione
cristiana in Benedetto XIV, pag. 118). Ahora bien, si es posible la heroicidad de
virtudes en niños de cuatro a siete años, con mayor razón podremos encontrarla en la
preadolescencia de los ocho a los trece años, como realmente verificamos en los Siervos de
Dios Francisco y Jacinta.
Por su parte Santo Tomás dice que «todos los niños que murieron después del bautismo y antes
del uso de razón pueden ser canonizados. Si esos que son inconscientes y por tanto incapaces de
virtudes, son sujetos canonizables, ¿qué decir de aquellos que, después del uso de razón,
vivieron en gracia y practicaron virtudes heroicas?
Habrá quien diga que la heroicidad de virtudes sólo es posible cuando algún milagro transforma
al niño en adulto.
Ahora bien, este es exactamente el caso de los Pastorcitos
Francisco y Jacinta. Su vida, después de las apariciones, se transformó de tal modo, que
forzosamente hemos de concluir, que estamos,
de verdad, ante un milagro de orden moral. Es más, podemos afirmar que la mayor y más
llamativa prueba de la veracidad de los acontecimiento de Cova de Ira, es precisamente ese
cambio profundo y radical de la vida de los Siervos de Dios.
— Basta conocer su fidelidad a la oración en el más alto grado, que es la contemplación unitiva;
su amor a la mortificación penitente, reparadora y suplicante, para concluir en el dedo de Dios
está aquí. La perseverancia en la oración y penitencia, que tal vez en un adulto que va creciendo
en la fe y en el amor podríamos considerar normal, en un niño reviste carácter de heroicidad.
En su libro «Existencia de las virtudes heroicas en los niños»—, el Padre Garrigou—Lagrage,

teólogo de indiscutible autoridad, dice que la heroicidad es posible, también antes de la pre-
adolescencia; y pone como prueba de su tesis, precisamente, la vida de Francisco y Jacinta,
videntes de Fátima. En estos niños encontramos una real heroicidad de virtudes (Cfr. Casieri,
120-121).
Según el antiguo adagio filosófico, que sigue siendo actual, «de posse ad factum non valet
illatio», pero «de facto ad posse valet illatio», es posible la virtud heroica en los niños, porque
ahí tenemos ante nosotros la realidad que nos impresiona y hasta nos resulta chocante (extraña).

Si atendemos al parecer de personas tan competentes, de reconocida autoridad, aparece


clara la posibilidad de vivir heroicamente las virtudes en la preadolescencia y, en casos
particulares, aún antes.
Bajo el punto de vista psicológico, tenemos que reconocer en los Siervos de Dios un
esfuerzo arduo y perseverante, en orden a su progreso moral y espiritual marcado por
una lucha constante.
La virtud heroica, canonizable, debe actuar por un motivo sobrenatural, sin cálculos y
motivos humanos. Sabemos que los Siervos de Dios siempre actuaban impulsados por
algo sobrenatural: porque lo pidió Nuestra Señora; para la conversión de los pecadores;
para que las almas -no vayan -al infierno;- para reparar las ofensas contra el Inmaculado
Corazón de María.
La virtud heroica exige un modo de actuar superior al que es ordinario en personas de la
misma edad. ¿Cuándo y dónde encontramos niños que hayan correspondido a la
llamada divina, con perseverancia heroica, como Francisco y Jacinta?.
Más aún: ¿Cuándo y dónde encontramos adultos que hayan llevado su vivencia cristiana
a tan alto nivel? No hay duda: el camino trillado por los Siervos de Dios es
evidentemente un camino extraordinario.
Santo Tomás afirma con rotundidad: «en la juventud y también en la infancia puede
encontrarse la edad espiritual perfecta». Para Garrigou-Lagrange: «Ni la vejez, ni la
edad madura son necesarias para la santidad»:
Por otra parte, sabemos que Dios revela más vivamente su misterio de amor a los
débiles y a los más pequeños; que en todos los tiempos se sirvió de los pequeños y de
los débiles, para realizar sus designios de salvación. Podemos concluir diciendo:
Cualquier edad, estado o condición de vida es susceptible de acoger la gracia divina y
corresponder en grado heroico; cualquier edad puede realizar virtudes heroicas y ser
inscrita en el catálogo de los santos. Y si con frecuencia es difícil probar el heroísmo, en
el caso de los Siervos de Dios, ese heroísmo se impone a nuestro espíritu y nuestro
corazón con la claridad del sol en su cenit.
Podríamos todavía añadir que la Iglesia adelanta la edad de los santos, anticipándose la
edad para la recepción de los sacramentos. Pio X, el Papa de la Eucaristía, que permitió
la Comunión, a partir del uso de razón, anunció proféticamente: Dios tendrá sus santos,
también entre los niños».
La santidad de Francisco y Jacinta, no es fruto de propaganda; es una santidad
silenciosa, normal. Como dijo alguien: la santidad de los pequeños sólo tiene un
cronista: Dios.
Al proseguir nuestra celebración, agradecemos al Señor estos dos tesoros; le pedimos
por intercesión de Santa Maria, que la Suprema Autoridad de la Iglesia proclame ante el
mundo la santidad heroica de estos niños, para gloria de la Santísima Trinidad que ellos
tanto adoraron y amaron, para la conversión y santificación de todos los hombres.

¿PARA QUE SIRVEN LOS SANTOS?


Homilía en la Basilica de Fátima, el 4 de abril de 1981, aniversario de la muerte de
Francisco.
Como el 20 de febrero, aniversario de la muerte de Jacinta, tu-vimos presente en nuestro
corazón y en nuestras súplicas a su hermano Francisco, también hoy, aniversario de la
muerte de Francisco, recordamos y tenemos presente a su hermana Jacinta.
Aun siendo diferentes en ambos se encuentra el mismo afán de fidelidad al designio de
Dios, manifestado a través de los acontecimientos de 1916 y 1917. En esto consiste,
precisamente, la santidad: en que el hombre se deje conducir por el Espíritu Santo, sea
obediente a la voz del Padre, adorándolo en espíritu y verdad, siga a Cristo, pobre y
humilde, lleve su Cruz, para poder participar de su Gloria. (Cfr. L. G. 40).
Hemos de reconocer que la santidad hoy es poco apreciada, también por alguno que se
llaman cristianos. De hecho, se preguntan:
¿Habrá todavía lugar para los santos, en los tiempos actuales? ¿Para qué sirven los
santos?
La propia palabra santidad ha sido eliminada del lenguaje corriente entre muchos
cristianos. ¿Quién piensa hoy en la perfección de la vida cristiana? Oímos hablar, eso sí,
de compromiso cristiano en el mundo, de radicalidad evangélica, de presencia cristiana
en medio de la sociedad. Se olvidó demasiado pronto el Cap. V de «Lumen Gentium»,
sobre la llamada universal a la santidad en la Iglesia, como de prisa se olvidó el
concepto conciliar de santidad: «plenitud de la vida cristina y de la perfección en la
caridad» (L. G. 40).
Hoy se apela a una santidad más conforme a la dignidad de la persona humana sin
ascesis, sin renuncia, sin obediencia, sin mortificación sin dominio de sí mismos; una
santidad moderna, en la que no hay lugar para la oración, para la contemplación; una
santidad que huyendo del absoluto de Dios, se arrodilla ante lo absoluto del hombre;
una santidad menos interiorizada, más injertada, más encarnada, más social; una
santidad más nuestra, más humana, que deja fácilmente, en la sombra la acción de la
gracia y la eficacia de los sacramentos; una santidad que no es tanto, ni primordialmente
don de Dios, sino conquista del hombre; una santidad que nada sabe ya de humildad,
desprendimiento, abandono filial en las manos del Padre sino que es ante todo,
afirmación sutilmente orgullosa del propio yo.
¡Cómo debemos estar agradecidos al Señor, por haber dado a su Iglesia ese verdadero
tesoro, que es la vida heroica de los Siervos de Dios Francisco y Jacinta! anuncia
proféticamente, al mismo tiempo que redime, los desvíos y desvaríos de nuestro tiempo.

Ahí tenemos la santidad tradicional y santidad de hoy, siempre antigua y siempre nueva,
por que, fundamentalmente, sólo hay una manera de ser santo: darse a Dios y darse a los
hombres.
Pero no basta darse a los hombres de cualquier manera: darse para salvarlos en
Jesucristo, porque no hay otro nombre bajo el cielo, en el que el hombre pueda ser
salvado.
Y así fue la vida de Francisco y Jacinta: entrega total al Señor en favor de los hombres.
El primer deber del apóstol no es darse a los hombres, es darse a Dios.
Francisco y Jacinta se dieron a Dios; llevados por un impulso sobrenatural, se
sumergieron profundamente en el misterio de Dios, uno y trino en la fe, en la esperanza
y en el amor: «Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro
profundamente», «Dios mío, creo, adoro, espero y os amo».
La primera, actitud del hombre, ante Dios que se le reveló por la fe, es la adoración, que
lleva consigo el amor; o, como decía Isabel de la Trinidad, es el «éxtasis del amor».
Este mundo secularizado, ateo y ateizante, tiene necesidad de este grito, grito silencioso
pero profundo y tenaz. Dios se sirvió de estos niños para proclamar a los hombres de hoy, a
los cristianos de hoy, la primacía de Dios Sus sacrificios son holocaustos ofrecidos a Dios. Y en
-

esto consiste, exactamente, la Redención de Jesús: se ofreció al Padre en el altar de la Cruz: «En
tus manos, Padre, entrego mi vida».
Después que oyeron las palabras del Angel: «Ofreced constantemente al Altísimo, oraciones y
sacrificios», los Siervos de Dios se convirtieron en corredentores, al modo de Jesús (como
Jesús). Todo era para el Señor; las horas enteras postrados en tierra, el hambre y la sed
voluntariamente buscadas, el calor y el frío, las limosnas a los pobres, las cuerdas
ensangrentadas, las contrariedades e incomprensiones, también por parte de la familia, las
sonrisas sarcásticas e irónicas, las persecuciones, la prisión, los dolores morales ante la muerte
inminente, los abandonos y soledades, la enfermedad prolongada y dolorosa. Pero nunca se
desaniman.
Sufren para consolar a Jesús. Les gusta sufrir por amor a Jesús y a María, para agradarles. Se
sienten felices cuando tienen a «Jesús escondido» dentro sus corazones, les gusta hacerle
compañía; caminan hacia la muerte sin temor, por que tienen deseos ardientes del Cielo y
comprenden precisamente que el Cielo es amor, el amor eterno (Cfr. Memorias. 38-43, 132-
134).
Los Siervos de Dios vivieron a la letra el programa de S. Pablo:
«Estamos atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos
pero no abandonados; desechados pero no aniquilados; llevamos siempre y por cualquier parte
de nuestro cuerpo los sufrimientos de muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste
también en nosotros». (II Cor., IV, 8-10).
Como San Pablo, completaron en sí mismos lo que faltaba a la pasión de Cristo, en favor de su
Cuerpo que es la Iglesia; como San Pablo también desearon morir para estar con Cristo. Qué
lección nos dan estos niños, a nosotros, los activistas de hoy, embriagados por la fiebre del
realizar, del hacer, en busca de la eficacia inmediata; a nosotros que tan fácilmente
abandonamos la oración contemplativa, porque no rinde y es pérdida de tiempo; a nosotros, que
somos capaces de sonreir irónicamente, si, por casualidad, nos hablan todavía de vida interior,
que es, exactamente, la vivencia teologal de la fe, de la esperanza y de la caridad.
Precisamente, porque se dejaron enamorar de Dios, encarnado en la persona de
Jesucristo, los Siervos de Dios fueron los grandes enamorados de los hombres, por los
que murió Jesucristo. Con el mismo corazón con que amaron a Dios, amaran a los
pobres pecadores, y por ellos hicieron locuras divinas, las locuras de Jesús y del gran
Apóstol Pablo.
Después del amor a Dios, es el amor a los hombres el que alimenta en-ellos aquel deseo
incontenido-de orar y hacer-sacrificios. Todo por los hombres pecadores, porque todo
por el Dios tres veces Santo: «Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo».
Se sacrifican de modo extraordinario y hasta llamativo, porque es necesario librar a las
almas del infierno y restituirlas a la presencia de Dios. ¿Dónde hay alguien que haga por
los hombres lo que hicieron estos niños? ¡Sufren todo lo que Dios quiere, para convertir
a los pecadores! La enfermedad dolorosa se vuelve suave: saben que es un medio de
obtener perdón y misericordia para todos los que andan lejos de Dios, por caminos de
pecado; quieren que los hombres se conviertan y no ofendan más a Nuestro Señor, que
ya está muy ofendido. Teresa del Niño Jesús, antes de morir, anunció poéticamente, que
pasaría su Cielo haciendo caer sobre la tierra una lluvia de rosas. Francisco y Jacinta,
sencillamente, parten para el Cielo contentos, porque allá van a pedir mucho por los
pecadores, por el Santo Padre, por los padres y hermanos, por todas las personas que les
pidieron que rezasen por ellas.
¿Para qué sirve el santo, hoy? Para decir al hombre moderno que sólo en Dios puede
encontrar su plenitud, que sólo Dios puede llenar y poblar todos sus vacíos: romper con
Dios es romper consigo mismo, romper con todos los hombres; y quien se aparte de
Dios, el ser de todos los seres, encuentra la nada; sólo el santo, enamorado del Ser, es
capaz de resistir la tentación del parecer y la miseria del tener.
¿Para qué sirve el santo, hoy? Para recordar al hombre moderno que sólo podrá
sobrevivir si sobrepasa su encasillamiento que le tortura y se adentra con firmeza y sin
vuelta en el misterio de Dios; si abraza amorosamente el proyecto de Dios respecto al
hombre, aceptando su soberanía y haciendo de El, el centro de su ser y de su existencia,
si humaniza de verdad su humanismo, polarizándolo en Dios. De este modo, más allá de
la ambiguedad, de la temporalidad, de la angustia, de la desesperación, tendrá acceso a
la unidad, a la comunión, al encuentro con Dios y con los hombres, a la paz del tiempo
y de la eternidad.
Alguien escribió, y con razón, que sólo el santo «encontró la solución al problema del
hombre».
Vamos a suplicar al Señor que, por-mediación de Santa María, se enciendan cuanto
antes en el firmamento de la Iglesia, dos nuevas estrellas y que, gracias a su luz, se
reencuentre con Dios esta humanidad perversa y loca, que camina extraviada.

EL SEÑOR ESCOGIO A LOS DEBILES PARA CONFUNDIR A


LOS FUERTES
Homilía del aniversario de la muerte de Jacinta, en la Basílica de Fátima, el 20 de
febrero de 1982, habiendo sido evocada
también la memoria de Francisco, porque el 4 de abril, aniversario de su muerte
coincide en Domingo de Ramos.
En una misma celebración evocamos hoy, a Jacinta y a Francisco que vieron a Nuestra
Señora aquí en Cova de Iria.
Su vida y su muerte son una confirmación esplendorosa, y llamativa, de la palabra de
Dios, que acabamos de escuchar. Al considerar la transformación profunda que se
realizó en estos niños, después de las Apariciones, podemos repetir las palabras de
Jesús, con nuestra alma desbordante de emoción agradecida: «Te bendecimos, Padre,
Señor de Cielo y tierra, porque escondiste estas cosas a los sabios y entendidos y las
revelaste a los más pequeños» (Mt. 11- 25).
¿Quién cómo ellos, vivió hasta hoy el sentido profundo de la adoración de la reparación
y expiación, del amor a Nuestra Señora, a «Jesús escondido», al Inmaculado Corazón de
María, al Santo Padre, a las almas que caminan hacia el infierno? ¿Quién, como ellos,
realizó alguna vez su amén al designio salvador de Dios, revelado a los hombres de hoy,
a través del Angel de la Paz y a través de los labios maternos de la Virgen Santísima?
Signo grande de Dios son ciertamente las apariciones de «Loca do Cabeço» y las de
«Cova de Iria». Pero gran signo, aparecido en el
firmamento de la Iglesia en este siglo veinte, son también las virtudes eminentemente
heroicas de los dos niños de Aljustrel. ¿Hay alguien por ahí que se atreva a decir que los
niños no son capaces de vida cristiana heroica? Los hechos son más elocuentes que las
opiniones de los teólogos y es cierto, además, que muchos no sólo admiten, sino que
defienden valientemente la heroicidad de virtudes por parte de los niños.
Llegaron ya a la postulación, centenares de cartas postulatorias, provenientes de todos
los continentes.
Constituyen un cántico magnifico de alabanza al Señor, por las maravillas que El obró
tan abundantemente en el alma de los pequeños videntes y por la heroica capacidad de
respuesta de la que dieron testimonio, ante un mundo que cada día se hunde más en el
abismo del pecado.
Su vida muestra cómo el Señor escogió a los débiles para confundir a los fuertes y cómo
la locura de la entrega es sabiduría divina.
Podíamos desgranar aquí las cuentas de un gran rosario: oración trinitaria que se
sumerge profundamente en el misterio de Dios; «el éxtasis de amor» en la adoración; la
contemplación al ritmo de la vida cotidiana; la seducción de la Eucaristía; el amor de
enamorados para con Nuestra Señora que jamás abandonaron su pensamiento y su
corazón; el ansia de salvar a todos los perdidos; la oración vocal: en el rezo del rosario,
del que jamás se cansaron, en las pequeñas jaculatorias que sembraron a manos llenas,
por los senderos y veredas de la sierra; el permanente descubrimiento de Dios en las
criaturas, al modo de Francisco de Asís y Juan de la Cruz; las carnes lastimadas de los
grandes penitentes de la ascesis cristiana; el horror a todo pecado, propio de quien vive
la finura, la aristocracia del amor; su pureza inmaculada; el amor a los pobres; la
delicada obediencia a los padres y a los ministros sagrados; la devoción al Santo Padre;
su enfermedad y su muerte, holocausto supremo por amor a Dios y a los hombres.
¿Quién como estos niños habrá vivido el misterio pascual de Cristo? De cada uno de
ellos se puede decir con razón aquellas palabras que la Sagrada Liturgia hace suyas:
Alcanzó una santidad muy grande en una vida muy breve.

Hoy recordamos particularmente la muerte de Jacinta. Os gustará oír el testimonio del médico
que la operó en el hospital de D. Estefanía, en Lisboa. Cito sus palabras: «Yo era especialista en
pediatría y profesor extraordinario, cuando la conocí en el hospital de D. Estefanía, donde yo
trabajaba. Ella llegó al hospital en estado muy grave, con aspecto de mucho sufrimiento; como
secuencia de una neumonía, surgió una pleuresía purulenta. También presentaba dos costillas
infectadas, creo que del lado izquierdo. Me parece que también tenía alguna cosa en uno de los
huesos del antebrazo, pero de esto no estoy muy seguro... La operación consistió en abrir una
fisura, bastante ancha, para el drenaje del pus y en seccionar las dos costillas». A la pregunta:
¿En opinión del Señor Doctor, una operación así, en aquellas circunstancias, debía ser
dolorosa?, respondió: «Muy dolorosa, por varios motivos; Jacinta ya había tenido grandes
sufrimientos con la enfermedad, antes de llegar al hospital y en los días que estuvo allí antes de
ser operada; la anestesia no fue general; ahora bien, una anestesia local, en tejidos inflamados
causa un sufrimiento mucho mayor. Por otra parte, la operación se demoró... Me dio la
impresión de una niña con mucho valor, porque una anestesia que no es general no evita todos
los dolores, como la abertura de la fístula... Las palabras que le oí durante la operación fueron
solamente estas:
Ay ¡Jesús!, Ay ¡Dios mío!.. Después de la operación la acompañé durante algún tiempo;
verificaba el estado de las curas; la sustitución era muy dolorosa. En un determinado momento
pasó a otra enfermería, cuando ya estaba para morir».
A la pregunta: ¿Puede considerar heroica la paciencia de Jacinta?, respondió:
Ciertamente, sobre todo si consideramos cuánto sufrió, el modo como sufrió y el hecho de ser
una niña, pues, como sabe, un adulto tiene mas capacidad para sufrir que un niño».
A la pregunta: ¿Le alegraría que Jacinta fuese declarada beata y santa por la Iglesia?, respondió:
«eso me daría mucha alegría, teniendo en cuenta el heroísmo de que dio prueba esta niña».
Como ya hicimos el año pasado, podemos preguntarnos una vez más: ¿Para qué sirven hoy los
santos? Para afirmar lo absoluto de Dios en medio de una sociedad que proclama lo
absoluto del hombre; para hacer de nuevo presente a Dios en medio de una sociedad que
ya anunció su muerte; para sembrar partículas de eternidad en la fugacidad del tiempo;
para anticipar el Reino futuro; para edificar la ciudad de Dios en la ciudad de los
hombres; para ahogar en un océano de gracia el océano del pecado; para apuntar el
rumbo de la altura al hombre que se arrastra por el suelo; para despertar a los
somnolientos e inquietar a los mediocres; para interpelar y condenar la vida tibia y
equívoca de muchos hijos de Dios; para gritamos a cada uno de nosotros que el Amor
bien vale un Amor.
Gracias Señor, porque revelaste tus misterios a los más pequeños y sencillos. Abre ante
nosotros los caminos de la infancia evangélica, los únicos que nos convierten en
ciudadanos de tu reino.
Con María, Nuestra Madre.

FRANCISCO: POETA Y MISTICO


Alocución en la Basílica de Fátima, el día 4 de abril de 1983, aniversario de la muerte
de Francisco.
Quiero haceros hoy -una confidencia. Tengo una debilidad por Francisco. Por eso me
gusta mucho hablar de él. Me encanta el poeta y el místico. Todo poeta, aunque sea
ateo, es siempre un cantor de Dios, aún sin tener conciencia de ello, porque todo poeta,
en su estilo de impotencia, canta, a su modo, a la Belleza Infinita e Increada que es
Dios. Sólo hay un poeta que canta adecuadamente la Infinita Belleza, que es también
Amor infinito. Ese poeta es la segunda persona de la Santísima Trinidad, Verbo,
Cántico perfecto, por que es el Cántico consubstancial del Padre.

Y un día, este himno eterno y substancial del Padre asume un lenguaje humano en la
persona de Jesucristo. Y muchos de nosotros percibimos su voz de Poeta del Padre.
Gracias, Jesús «mi Dios y mi todo», mi poeta más amado. También el Padre se miró y
remiró en Ti y tu cántico provocó en El una complacencia infinita: «Este es mi Hijo
Amado». Jesús, Poeta, si fuiste el encanto del Padre, cómo no vas a ser mi encanto y el
de todos aquellos que, alguna vez, pudieron intuir el palpitar de tu corazón amoroso, el
brillo de tu mirada, la luz única de tu rostro.
Cuántos, durante Tu peregrinación, antes de encontrarse con el Hijo de Dios y Dios
como el Padre, se encontraron con «el más hermoso de los hijos de los hombres» en
verdad el gran seductor de las multitudes. Hasta tus enemigos consiguieron un día
vencer su cinismo y su odio, para proclamar la verdad de Tu encanto: «Nunca hombre
alguno habló así». ¡Cómo quiero amarte, Jesús, perfecto cantor de todas las bellezas
creadas, reflejo de la Belleza Trinitaria, de la Belleza increada y eterna!

Por eso, en Tí y por Ti amo a todos los poetas; también ellos son, inconscientemente,
quizás a pesar suyo, cantores de la misma Belleza que Tú cantas. Por eso, en Tí y por
Tí, amo particularmente al pastorcillo de Fátima, poeta de Dios, poeta de las personas,
de los animales y de las cosas.
No tenía miedo de nada el pastorcito de Fátima, a semejanza de otro Francisco, que
vivió allá muy lejos, en los valles y montañas de la Umbría, Francisco de Asís. El...
Francisco de Fátima no tuvo miedo de nada, por que en todas las cosas, veía el amor
creador de Dios. No lo asustaba la oscuridad de la--noche, porque la noche fue hecha
por Dios y siempre le hablaba de la luminosidad del nuevo día, que despuntaba
enseguida.
Jugaba con las culebras y los lagartos —y la gente pensaba enseguida, espontáneamente
en el lobo de Francisco de Asís—, les daba a beber la leche de las ovejas. Amaba a los
pajarillos de la sierra, cuya libertad no sólo respetaba sino que defendía, aún a costa de
dinero. Y no dejaba de hacerles sus recomendaciones: «Ten cuidado, no te vuelvan a
coger». Deshacía en trocitos el pan del bocadillo de su merienda, para que a los pájaros
no le faltasen alimentos más apetitosos. Disfrutaba contando las estrellas, a medida que
se iban encendiendo en el cielo, al caer de la noche; las estrellas, lámparas de los
ángeles, al servicio de los hombres que necesitaban recorrer los senderos de la sierra,
cuando la noche ya estaba oscura o al amanecer, antes de romper el día.
Se extasiaba contemplando las altas sierras bañadas de sol, que tanto le gustaba ver
nacer en la cumbre de la última colina, y verlo subir en el firmamento, a ritmo lento,
pero siempre ascendente hasta ponerse en el cenit, en la mayor intensidad de luz que ya
no podía soportar. Al no caberle dentro del pecho una alegría tan pura, un amor tan
agradecido al Dios infinitamente bueno, creador de los mundos, pedía a la flauta que le
prestase su voz, para poder cantar las más hermosas canciones. Francisco de Fátima,
como Francisco de Asís, no podía ver llorar a nadie. Tenía un corazón compasivo, que
sabía condolerse con todos los afligidos en el cuerpo y en el alma. Recordamos aquella
viejecita a quien acudía siempre y que, por eso, le llamaba su «angelito de la guarda».
Era manso y humilde de corazón, como Jesús. Jamás lo vieron protestando. ¡Y sobre
todo siempre quiso consolar a Jesús!
Gracias, Jesús, por este pequeñito del Evangelio, a quien fue prometido, el Reino de
Dios; Gracias por este poeta y místico que nos hace recordar a Juan de la Cruz, Teresa
de Avila, Francisco de Asís, Javier, Ignacio de Loyola y otros y otras... ¡Ojalá puedan
los adolescentes y jóvenes de nuestro tiempo dejarse seducir por la luz y el calor de su
mensaje, más actual que nunca, en una sociedad que perdió el gusto divino de la
bondad, de la pureza, de la mansedumbre, de la cándida sonrisa de las estrellas, de la
inocencia sin mancha; de la poesía del sol, de la tierra y del mar, y sobre todo de la
poesía de Dios que hace la felicidad de los elegidos! ¡Francisco, que desde el cielo nos
contemplas, vuelve de nuevo a la tierra de los hombres que más necesitan de la luz de tu
mensaje, encamado en el calor divino de tu vida. Trae contigo a la Virgen Santa que, un
día, te sedujo para siempre con su mirar de luz, y que se vuelvan de nuevo, luminosos
todos los caminos de la tierra. ¡ Amén, aleluya!
JACINTA Y EL SENTIDO DEL PECADO
Homilía en la Basílica de Fátima, el día 20 de febrero de 1984,
aniversario de la muerte de Jacinta.
El 20 de febrero de 1920, hace hoy 64 años, la pequeña Jacinta se fue al Cielo. Su
muerte, de eso estamos convencidos, fue el principio de la vida, de la vida plena de
Dios. Por eso, nuestra celebración, más que un sufragio, es fervorosa acción de gracias,
por esta vida y por esta muerte, dones de Dios, que son hoy patrimonio espiritual de la
Iglesia Universal, diré más, de la humanidad entera.
Su mensaje, tan útil y necesario en aquellos tiempos, es más actual todavía hoy. En
nuestros días se universalizó y se hizo más profunda e influyente la pérdida del sentido
del pecado. Y esto acontece también en la conciencia y en el comportamiento de
muchos cristianos.
Tanto es así que el Santo Padre afirmó y reafirmó, con impresionante vehemencia, la
necesidad de recuperar el sentido del pecado como ofensa a Dios. En la alocución al
Sacro Colegio y a los miembros de la Curia romana, el 23 de Diciembre de 1982 acerca
del Año Jubilar de la Redención, afirmaba: «Es necesario descubrir el sentido del
pecado, cuya pérdida se relaciona con otra más radical y profunda, la pérdida del
sentido de Dios».
Y en la bula de promulgación del Año Santo —6 Enero 1983— bajo el título «Abrir las
puertas al Redentor», insistía: «Es preciso redescubrir el sentido del pecado, y para
llegar a ello es necesario redescubrir el sentido de Dios». El pecado, de hecho, es una
ofensa hecha a Dios, justo y misericordioso, que exige ser expiada convenientemente,
en esta vida o en la otra».

Esta pérdida del sentido del pecado, se constata, por desgracia en la conciencia y en el
comportamiento de muchos cristianos, influenciados por el ambiente de permisividad en
que se ven envueltos. Pero, los cristianos están puestos en el mundo como sal y
fermento y no para ser víctimas de situaciones, que deben no solo superar sino
transformar.y aquí, precisamente, interviene el mensaje de Jacinta. ¡Con qué delicadeza
de alma procuraba evitar todo cuanto era pecado, por mínimo que fuese o le pareciese!
Cuando, en el juego de las prendas, Lucía le mandó dar un abrazo y un beso a su primo,
ella se negó tajantemente: «Eso no». Mándame otra cosa. -Por qué no me-mandas besar-
a aquel Nuestro Señor que está ahí? (era un crucifijo colgado en la pared). A nuestro
Señor le doy todos los que tú quieras». Proféticamente, Jacinta está ya previniendo,
expiando, reparando ese pan—sexualismo desenfrenado que hoy invade todo y a todos,
en un crescendo avasallador, que no exceptúa ni el propio santuario y ya nos amenaza
con reservas de nudismo, en un auténtico retorno a la selva. ¡Y a esta barbarie se le
llama civilización!
Vivimos en una Europa podrida y fuente de podredumbre, donde ya se perdió casi la
sensibilidad moral y de la que, hace años un poeta pagano, cristiano en espíritu, decía
así al Señor: «Señor Jesús, en la Europa ya no hay lugar para Ti; ven a establecer tu
tienda entre nosotros» (Tagora).
Jacinta tenía un vivísimo sentido del pecado. Cuando oía contar la historia de la Pasión
de Nuestro Señor, se conmovía hasta derramar lágrimas y exclamaba, enternecida
«Pobrecito Nuestro Señor; yo no he de hacer nunca un pecado. No quiero que Nuestro
Señor sufra más».
Y de nuevo me vienen a la mente las palabras de Juan Pablo II, en la Bula «Abrid las
puertas al Redentor»; «Yo confío mucho en que con el Jubileo, pueda acrisolarse en los
fieles el don del temor de Dios, que les fue dado por el Espíritu Santo, el cual con la
delicadeza del Amor, los lleve cada vez más a evitar el pecado y a procurar repararlo,
por si mismos o por otros, con la aceptación de los sufrimientos de cada día» (n.° 8).

Jacinta respondió anticipadamente a esta invitación del Santo Padre. Conversión de los
pecadores y reparación por los pecados, constituyen, quizás, las dos preocupaciones de
su vida y de su muerte. Un día Jacinta no quiere jugar. ¿Por qué? «Porque aquella
Señora nos dijo que rezásemos el Rosario y que hiciésemos sacrificios por la conversión
de los pecadores». Da la merienda a los pobrecitos; come las bellotas de las encinas
porque son más amargas; no bebe, cuando la sed le devoraba aquel pequeño pecho, en
los días de sol más fuerte; soporta con heroísmo el cantar de los grillos y las ranas; no
comía los higos —y las uvas, tan apetecidos por los niños; aprieta con fuerza las ortigas
entre sus manos; usa el cilicio de cuerda bien apretado, hasta el punto de no poder
dormir, de derramar sangre y de llorar lágrimas de dolor; le gustaba como a todos los
niños, cazar mariposas, pero enseguida las dejaba escapar, para mortificarse en este
pormenor heroico. Cuando ya está enferma de neumonía, en la cama:
«Me duele tanto la cabeza y tengo tanta sed, pero no quiero beber, para sufrir por los
pecadores», «cada vez me cuesta más tomar la leche y los caldos, pero no digo nada.
Tomo todo por amor a Nuestro Señor y el Inmaculado Corazón de María».Tengo tantos
dolores en el pecho! Pero no digo nada; sufro por la conversión de los pecadores».

Cuando se acercaba la muerte de Francisco, ella le hizo sus recomendaciones: Da muchos


cariñosos saludos de mi parte a Nuestro Señor y a Nuestra Señora y diles que sufro lo que
quieran, para convertir a los pecadores y reparar al Inmaculado Corazón de María».
De nuevo, en su casa de Aljustrel, la misma voluntad de convertir y reparar: «Oh Jesús mío, os
amo y quiero sufrir mucho por vuestro amor; ¡ Oh Jesús!, ahora puedes convertir muchos
pecadores, porque este sacrificio es muy grande».
En el hospital D. Estefanía, en Lisboa, se consuma el holocausto. Sufriendo dolores horribles,
según el testimonio del médico que la operó y asistió, sus únicas palabras eran éstas: « Ay, Dios
mío!».
Creo que ha valido la pena haber acompañado a Jacinta en esta su peregrinación de dolor y de
amor. ¡Qué lección tremenda nos da esta niña! Ella interpela tu mediocridad y la mía, nuestro
incontenido deseo de bienestar y de placer, nuestra falta de sobriedad, nuestra cobarde
huída de todo lo que suponga dolor, sufrimiento y contrariedad, nuestra falta de ascesis
cristiana.
Ella interpela a la juventud de hoy, invitándola a hacer la experiencia de vivir el amor a
Jesucristo y a su Madre Santísima, de compartir la obra redentora del Salvador, de
encamar en la propia vida el Evangelio.
Pero su desafío se dirige sobre todo a nosotros adultos, que tenemos la responsabilidad
de testimoniar, de modo convincente, la eficacia de la palabra de la-salvación, ante, las
nuevas generaciones y ayudarlas a tomar decisiones concretas, en horas difíciles, pero
que están en la lógica del amor de Dios y del prójimo. ¡Que a todos nos mueva el
ejemplo y la intercesión de Jacinta y la protección de Nuestra Señora, tan solícita de la
salvación de la humanidad.

FRANCISCO Y LA EUCARISTIA
Homilía en la Basílica de Fátima, el 4 de abril de 1984,
en el 65° aniversario de la muerte de Francisco.
En la homilía del 1-3. de Mayo de 1982,-el Santo Padre afirmó aquí, en el Santuario de
Fátima: «La invitación evangélica a la penitencia y a la conversión, expresado con las
palabras de la Madre, sigue actual, más actual todavía que hace 65 años. Y hasta más
urgente».
Ahora bien, el Mensaje de Fátima, no se agota en las palabras de la Señora. Mensaje son
también los acontecimientos de 1916, mensaje es la vida ejemplar de los niños. Mensaje
son también las indicaciones del Cielo a la Hermana Lucía, más tarde en Tuy y
Pontevedra.
El Mensaje de Fátima es mensaje profético, no sólo en el sentido de anuncio de
llamadas actuales de Dios, sino también en el sentido de previsión y remedio anticipado
de acontecimientos futuros.
Este carácter profético del Mensaje, lo encontramos también en lo que dice respecto al
Sacramento de la Eucaristía. Bajo este aspecto, es especialmente significativa, la
oración enseñada por el Angel:
«Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo... os ofrezco el preciosísimo Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los Sagrarios de la tierra, en
reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que El mismo es ofendido».
«Tomad y bebed el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los
hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios».
Proféticamente, esta parte del Mensaje nos preparó para defendemos de los errores, que,
en nombre de un falso ecumenismo, entraron en el seno de la propia Iglesia Católica: la
negación de la presencia real, fuera de la celebración eucarística. Una ola de herejía
teárica, barrió este occidente cristiano y llegó hasta nosotros. Aconteció lo indecible:
que hayan sido echadas a las aves de corral, enterradas en la huerta o arrinconadas en
cajones de las sacristías las hostias consagradas, que sobraron de la comunión dentro de
la celebración del Santo Sacrificio; la falta de dignidad y decoro y de seguridad de
nuestros sagrarios; su localización, que no raras veces, da la impresión de que se
pretende arrinconar a alguien que nos estorba y no acoger al amigo con ternura, afecto y
agradecimiento. ¡Qué pena me da, que cada año, en alguna Iglesia o Capilla de la
Diócesis de Leiria, se cometan violaciones sacrílegas de nuestros sagrarios! Cuánto me
duele, que aquí mismo, en el Santuario, haya frecuentemente profanaciones, a pesar de
las precauciones tomadas por los responsables!
Francisco fue, quizás, el que más se distinguió en su amor reparador al Jesús de la
Eucaristía. Después de la comunión, recibida de manos del Angel, decía: «Yo sabía que
Dios estaba en mí, pero no sabía cómo era». Postrándose por tierra, permaneció durante
mucho tiempo en oración repitiendo lo que le enseñó el Angel.
¿Ya os habéis percatado de que casi desapareció la acción de gracias individual y todos
huyen apresuradamente casi al acabar de comulgar, cuando aún tienen a Jesús realmente
dentro de sí? Los diez o quince minutos de permanencia, según la medicina, no se
respetan. La acción de gracias individual, está recomendada por lo menos en tres
documentos de la Santa iglesia: la Encíclica «Mysterium fidei», sobre la Sagrada
Eucaristía, la Instrucción «Eucaristicum Mysterium» y la «Edición Típica del Misal
Romano» que, incluye textos para la acción de gracias en privado.
Francisco pensaba constantemente en Jesús Sacramentado y lo visitaba siempre que
podía. Muchas veces, al pasar junto a la Iglesia, camino de la escuela, decía a Lucía:
«Mira, tú ve a la escuela. Yo quedo aquí en la Iglesia junto a Jesús escondido. Cuando
vuelvas, ven por aquí a llamarme». Cuando ya estaba enfermo, pedía a Lucía:
«Mira: ve a la Iglesia y dale muchos cariñosos saludos a Jesús escondido de mi parte.
Lo que más me duele es no poder ir y estar unos momentos con Jesús escondido».
Francisco tenía ansias incontenidas de estar con Jesús, para consolarlo. No basta
admirar la vida encantadora de Francisco: su amor, su fe, su cariño para con Jesús en la
Eucaristía. El es un reclamo para todos nosotros.
Pido con toda mi alma a los sacerdotes que traten bien a Jesús, hasta en los detalles que
nos parecen más insignificantes. Santa Teresa de Avila, cuyo centenario celebramos
hace poco, estaba dispuesta a dar su vida por el más pequeño gesto en la celebración de
la Santa Misa. La verdad es que nada hay insignificante cuando el amor es grande.
¡Cuánto valen las cosas pequeñas, si están hechas con perfección y por amor! Invito a
todos a dar al Señor lo mejor que tengamos: oro o plata en los vasos sagrados. Sé que
las objeciones brotan de todas partes y de todas las maneras. El mismo Señor ya
respondió a todas ellas. ¿No era mejor vender este perfume y.. .dar el dinero a los
pobres? ¡Pobres de los pobres que sirven de bandera para tantas cosas! Para el Señor, lo
mejor que tengamos.
Que la Eucaristía sea para todos nosotros, como lo fue para Francisco y nos recomienda
el Concilio: la raíz, el centro, la fuente y la cumbre de nuestra vida individual y
comunitaria. Que toda nuestra vida gire siempre alrededor de Jesús, como la mariposa
gira en tomo a la luz. El es verdaderamente el Enmanuel —Dios con nosotros—.
Dejémonos enamorar, como Francisco, por este Jesús escondido: comulguemos
diariamente, si es posible, como recomienda vivamente Pablo VI, en la referida
Encíclica.
Yo diría que deberíamos eucaristizar toda nuestra vida, haciendo de ella, en cada
momento, hostia espiritual agradable a Dios, en Cristo Jesús.
Para todo ello nos ayude la intercesión del Siervo de Dios, Francisco Martos y la
solícita protección de María, Madre de Dios.

JACINTA: MODELO DE CONVERSION PERSONAL


Homilía en la Basílica de Fátima, el 20 de febrero de 1985, en el 65° aniversario de la
muerte de Jacinta.

La liturgia que estamos viviendo, es toda ella, invitación a la conversión y renovación,


en el sentido de abrimos a la misericordia de Nuestro Padre Dios, que no desea la
muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
Es una invitación amorosa a la práctica de la oración, el ayuno, la limosna, para que,
despojados de nosotros mismos, nos volvamos disponibles a su designio de salvación, a
su proyecto de redención, realizado radicalmente en la persona de su Hijo Jesucristo, en
el cual todos estamos llamados a participar.
Los acontecimientos sobrenaturales de Fátima revelan, una vez más a los hombres de
hoy, esa, diríamos, casi obsesión divina de salvación.
No faltaron en 1917, motivos de credibilidad del carácter sobrenatural de cuanto
aconteció aquí. Basta recordar el asombroso e ineludible milagro del sol, en la aparición
del 13 de Octubre.
No han faltado, en el transcurso de estas décadas pasadas, diversas intervenciones, con
gestos y palabras, de la Autoridad Suprema de la Iglesia, para confirmar la
sobrenaturalidad de los dones que fluyen en abundancia, de esta fuente de luz y de
gracia que es Cova de Iria. El Papa Pablo VI, en un éxtasis de admiración y elevación,
llega a aplicarle aquellas palabras fascinantes: ¡Gloriosa dicta sunt de te! Cosas
maravillosas se dicen, Cova de Iria!

Juan Pablo II considera que Fátima es una de las mayores interpolaciones hechas a la
Iglesia del siglo XX. Y no sólo a la Iglesia, sino a la humanidad entera, porque la
Señora del mensaje supo interpretar muy bien los signos de los tiempos.
Por de pronto, hay un motivo de credibilidad de 1 sobrenatural de Fátima que no hemos
considerado suficientemente: la transformación que se realizó en la vida de Francisco y
Jacinta, la heroicidad de virtudes cristianas de las que dieron clarísimo testimonio, con
perseverancia, hasta el momento de su marcha al Cielo.
Al celebrar, en este Miércoles de Ceniza, el 65° aniversario de la muerte de Jacinta,
bien podemos considerarla como modelo perfecto de vivencia de la Cuaresma que hoy
iniciamos.
Ella es, para nosotros, ante todo, modelo de conversión personal, con una
correspondencia generosa, heroica, a las llamadas venidas del Cielo. Antes de la
Aparición era una niña como las demás de su edad y condición, con defectos y virtudes.

Muy sensible a lo que Santa Teresa de Jesús llamaba «puntillos de honra», a la menor
contrariedad se ponía tontita y caprichosa, «cogía morritos» como se decía entonces en
la aldea.
Era difícil conseguir que renunciase a sus gustos personales, a sus opiniones, a sus
caprichos y terminaba imponiendo su voluntad. Al final, siempre era Jacinta la que
decidía los juegos y diversiones a la hora de escogerlos.
Aferrada a su propia voluntad, también estaba muy apegada a las cosas y sólo acababa
cediendo ante las amenazas de su prima. Tenía una pasión especial por el baile, que no
olvidaba, aun en los momentos dolorosos y dramáticos de su vida.
Durante siglos, las biografías de los santos nos engañaban. Omitían siempre un capítulo
muy importante: el de sus defectos. El santo, no nace, se hace; todos nacemos
pecadores. Si cooperamos con la gracia de la vocación, alcanzaremos la santidad y
santidad grande, heroica, que se concreta, normalmente, en el cumplimiento amoroso
del deber de cada día, realizado con perfección humana y sentido sobrenatural.

Está a la vista la transformación profunda y radical que se realizó en Jacinta, después de


la aparición. Cuenta Lucía: «Lo que yo sentía, era lo que de ordinario se siente junto a
una persona santa, que en todo parece comunicar con Dios. Jacinta tenía un porte serio,
modesto y amable, que parecía traslucir la presencia de Dios en todos sus actos, propios
de personas de avanzada edad y de gran virtud» (Memorias da Irmá Lucía, 1ª edic.
1976, pag. 61-62).
Los valores bíblicos de que nos habla la Liturgia de hoy, los asumió ella de forma
verdaderamente heroica: la mortificación voluntaria y buscada, la mortificación que se
le presentaba en el acontecer diario de su existencia, el sacrificio de una enfermedad
prolongada y dolorosísima, sobre todo en los últimos días según el testimonio del
médico que la operó en el hospital de D. Estefanía, en Lisboa; esa conversión personal
que, día a día, la asemejaba más a Jesús, en la realización de la voluntad del Padre; la
delicadeza de conciencia que le llevaba a evitar todo lo que pudiera entristecer al Señor.
Proféticamente, ella rescató el estado de pecado del mundo contemporáneo, que perdió
el sentido del pecado, hasta el punto de crear un eclipse total de la conciencia y
provocar una anestesia general, que trajo como consecuencia la pérdida de toda
sensibilidad, en relación con los valores éticos fundamentales de la vida humana.
Sin descuidar la limosna en el sentido común de la palabra, renunciando a comer, para
tener algo que dar a los pobrecitos, ella hizo de toda su oración, de todo su sufrimiento,
de toda su vida, una entrega permanente por la conversión de los pecadores. Los
pecadores eran su gran obsesión: librarlos del infierno y meterlos en el Cielo; «no digan
eso, que ofenden a Nuestro Señor»; «no dejen a sus hijitos que hagan pecados, que les
pueden ir al infierno».
Como la pequeña Jacinta, cada uno de nosotros debe empeñarse en liberar al hombre de
hoy, al hombre que eres tú ¡que soy yo que es el otro, del mayor pecado del siglo, que
es la pérdida del sentido del pecado, como afirmó Pío XII que es «una forma o un fruto
de la negación de Dios», como acaba de escribir Juan Pablo II, en su reciente
Exhortación Apostólica, Reconciliatio et Paenitentia, n.° 18.

Por otra parte, nuestra oración, avalada con nuestra mortificación, alcanzará del
Señor la gracia de la beatificación y subsiguiente canonización de los Siervos de Dios
Jacinta y Francisco Marto.
Hoy, muchos teólogos ya no nos hablan de santidad, de plenitud de vida cristiana, de
caridad eximia, de perfección evangélica; asistimos a una disminución del culto de los
santos.
Pero la vida de estos niños constituye un clamor inquietante, que no podemos acallar.
En ellos se realizan las palabras proféticas de S. Pío X: «Habrá santos entre los niños».
La Beatificación de Jacinta y de Francisco traería consigo una nueva primavera, un
nuevo Pentecostés, en la vida de la Iglesia y de la humanidad.
Que nos alcance de la Santísima Trinidad esta gracia la Virgen María, instrumento dócil
de las maravillas de Dios, realizadas en las tierras benditas de Fátima y en las almas
sencillas de los niños, que pudieron contemplar a «la linda Señora, más hermosa que el
Sol».

JACINTA Y LA VIDA DE ORACION


Homilía en la Basílica de Fátima el 20 de febrero de 1986, aniversario de la muerte de
Jacinta.
El tiempo cuaresmal, que--comenzamos -la semana pasada, es, por excelencia, tiempo
de oración. Y las lecturas que acabamos de oír son una especial invitación a la oración.
La reina Ester, presa de mortal angustia, buscó refugio en el Señor, dirigiéndole aquella
súplica ardiente, salida de lo más íntimo del alma y llena de esperanza en el poder y en
la bondad del Dios vivo: «Señor mío y rey nuestro... Venid en mi auxilio, que estoy sola
y sólo en Vos tengo ayuda... sólo os tengo a Vos, Señor, a Vos que lo sabéis todo». En
el Evangelio, Jesús nos recomienda con insistencia, la oración de petición. «Pedid y se
os dará. Buscad y encontraréis. Llamad y se os abrirá... si vosotros que sois malos,
sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas
buenas a los que se las piden».
La Cuaresma es, por tanto, espacio privilegiado de interioridad, de unión, de intimidad
con el Señor. El llama a nuestra puerta y si la abrimos, entrará en nuestra casa, cenará
con nosotros y nosotros con El (Apoc. 3-20).
Jacinta nos ayudará a meternos por caminos de oración. El cristiano, discípulo de Jesús,
debe ser por definición, hombre de oración. Su vida, como la de Jesús, debe ser vivida
en intimidad con Dios. Esta intimidad es el espacio vital de su ser de hijo de Dios: «Es
necesario orar siempre y no desfallecer jamás» (Lc. 18-1); «orad, sin interrupción»,
decía 5. Pablo a los primeros cristianos (1 Tes. 5-17) «orad, no sólo de corazón, sino
con todo el corazón» (S. Ambrosio, In Psalmum 118).

Pero, este ideal, sin duda sublime, ¿es para todos los cristianos? ¡Sí! Sea el que fuere su
estado o condición, debe caminar hacia esta meta, con «determinada determinación»,
como decía Santa Teresa.
Jacinta, con su ejemplo, nos dice cómo llegaremos allá. Comenzaremos, como es
lógico, por la oración vocal, sirviéndonos de pequeñas jaculatorias y otros medios muy
sencillos. Traía siempre consigo una estampa del Sgdo. Corazón de Jesús. Por la noche
y durante su enfermedad, la metía debajo de la almohada y la besaba con frecuencia:
«Lo beso en el corazón que es lo que más me gusta. ¡Quién me diera también un
Corazón de María! Me gusta mucho tener los dos juntos». (Cfr. Jacinta, Galamba de
Oliveira). «Me gusta tanto el Corazón de María»... Dulce Corazón de María, convertid a
los pecadores, librad a las almas del infierno!».
No le salía del pensamiento ni del corazón, Jesús escondido. Podemos decir que era el
centro de su vida espiritual. Cuando su prima le dio una estampa con la Hostia y el
Cáliz, exclamó: «Es Jesús escondido. Me hace tan feliz! Quién me diera recibirlo en la
Iglesia...,En el Cielo no se comulga? Si se puede, allí comulgaré todos los días... Si el
Angel viniera otra vez a traerme la Comunión...qué contenta me quedaría!».
A Lucía, cuando volvía de la iglesia, le decía: «,Comulgaste? Ponte aquí muy cerquita
de mi, ya que tienes en tu corazón a Jesús escondido... ¡qué bueno es estar con él! Dile a
Jesús escondido que me gusta mucho y que le quiero mucho; dile a Jesús escondido...Sí
Nuestra Señora me lo trajese, cuando me venga a buscar...!».
La oración de Jacinta iba acompañada de mortificación verdaderamente heroica, sobre
todo durante la enfermedad. Sufría mucho, pero no decía nada a su madre, para que no
se afligiese: «Cada vez me cuesta más tomar la leche y los caldos —decía un día en-
secreto a su prima— pero no digo nada, lo tomo todo por amor a Nuestro Señor y al
Inmaculado Corazón de María». Renunciaba a las uvas que tanto le apetecían, para
tomar la leche que tanto le repugnaba, para ofrecer sacrificios a Nuestro Señor.
Dicen los maestros de vida espiritual, apoyados en la Biblia y en la experiencia de los
santos, que la oración se avala con el sacrificio y no se puede alcanzar la contemplación
sin ascesis y renuncia: «per crucem ad lucem». Por la cruz encontraremos la luz. Jacinta
subió a esta cima, según aquellas palabras misteriosas: «Si yo pudiese meter en el
corazón de todas las personas el fuego que me está quemando aquí dentro del pecho y
que hace que me guste tanto el Corazón de Jesús y el Corazón de María».
Vamos a vivir la Cuaresma con Jacinta: escuchando, como ella escuchó, y viviendo,
como ella vivió, el mensaje de oración y mortificación venidos del cielo.
Esta niña es para nosotros un tremendo desafío. Me siento inquieto en mi mediocridad,
en mi mezquindad y cobardía, en mi comodidad, ante la heroicidad de esta niña.
En este día en que celebramos el 66° aniversario de su marcha al Cielo, pidámosle que
interceda por nosotros ante Dios, ante Nuestra Madre, para que seamos fieles a nuestra
vocación de santidad en Cristo, en la Iglesia y en el mundo.
No sólo la Cuaresma, con Jacinta, sino la vida entera.

SENTIDO DE DIOS, SENTIDO DEL PECADO


Homilía en la Basílica de Fátima, el 4 de abril de 1986,
aniversario de la muerte de Francisco.
En su homilía del 13 de Mayo de 1982, aquí en Fátima el Santo Padre Juan Pablo II, al
afirmar la actualidad y urgencia del Mensaje de nuestra Señora, lo identificó con el tema
del Sínodo que se celebraría al año siguiente, 1983, sobre el tema «Reconciliación y
Penitencia en la misión de la Iglesia».
Y los Padres Sinodales entregaron al Santo Padre las conclusiones de sus trabajos para
que redactase «un mensaje doctrinal y pastoral sobre el tema de la Penitencia y la
Reconciliación, dirigido a todo el pueblo de Dios.
Así surgió la importantísima «Exhortación apostólica post-sinodal Reconciliatio et
paenitentia de Su Santidad Juan Pablo II», con fecha 2 Diciembre de 1984, primer
domingo de Adviento.
Esta exhortación Apostólica, debe ser considerada como un riquísimo comentario al
Mensaje de Fátima, si tenemos en cuenta el cotexto histórico en que apareció. Nos
ayuda a estudiarlo, de modo más profundo y actual. Y así, debemos considerar a Juan
Pablo II como el intérprete más cualificado del Mensaje de Fátima, en el que los niños
de Aljustrel fueron «interlocutores».
A partir de ahora, ningún estudioso del Mensaje, teólogo o pastoralista puede ignorar
este notabilísimo documento del Sucesor de Pedro y pastor universal.
Juan Pablo II nos habla, en su Exhortación Apostólica de la pérdida del sentido de
pecado y hace suyas las palabras de Pío XII: «El pecado del siglo es la pérdida del
-

sentido de pecado», para seguir diciéndonos que esa pérdida del sentido del pecado es
consecuencia de la pérdida del sentido de Dios: «El Secularismo que, por su propia naturaleza
y definición es un movimiento de ideas y costumbres, que propugna un humanismo que
prescinde totalmente de Dios, y se concentra sólo en el culto al emprender y producir; y
arrastrado por la embriaguez del consumo y del placer, sin preocupaciones, con peligro de
perder la propia alma, no puede dejar de minar el sentido del pecado (Reconciliatio et
Paenitentia, n.° 18).
El hombre perdió el equilibrio desde el origen: Al todo es pecado, de otros tiempos, sucede
ahora el nada es pecado. Por eso, el Mensaje de Fátima llega en el momento oportuno: «La
Señora del mensaje parecía leer con una especial perspicacia los signos de los tiempos, los
signos de nuestro tiempo». (Homilía, 13/05/1982, de Juan Pablo II, n.° 6).
Pérdida del sentido del pecado, consecuencia de la pérdida del sentido de Dios. El Mensaje de
Fátima es, sin duda, el «Mensaje del siglo», porque comienza precisamente cobn la afirmación
de Dios uno y trino: «Dios mío, yo creo... Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, os
adoro profundamente...» (la Aparición del Angel. Loca do Cabeço. Primavera de 1916). Los tres
pastorcitos captaron el Mensaje y procuraron vivirlo en todos sus aspectos. Pero la gracia propia
de Francisco parece ser una especial sensibilidad ante el misterio de Dios, Trascendente,
Absoluto. Esta gracia se revela, desde muy temprana edad, en su tendencia a la contemplación
de la maravillosa obra del Universo; la luz del amanecer y de la puesta del sol, la lupa, las gotas
de rocío que le parecían estrellas.
No es extraño que las Apariciones del Angel lo marcasen para toda la vida. La noche que siguió
a la aparición del Angel, junto al pozo, no consiguió dormir. Por la mañana temprano, preguntó
a Lucía: ¿dormiste esta noche? Yo me pase todo el tiempo pensando en elAngely en todo lii que
nos dijo» (Memorias, pág. 113). «Me gusta ver al Angel, pero lo peor es que después no somos
capaces de nada. Yo ni siquiera podía andar. No sé qué me pasaba». Después de la Comunión:
«Yo sabía que Dios estaba en mí, pero no sabía cómo era». Y postrándose en tierra, estaba largo
tiempo en oración, repitiendo: «Santísisma Trinidad...». Después de la ia Aparición de Nuestra
Señora: «Me gustó mucho ver al Angel, pero me gustó todavía más Nuestra Señora. Lo que más
me gustó fue ver a Nuestro Señor en aquella luz que Nuestra Señora nos metió en el pecho. ¡Me
gusta tanto Dios! Pero está triste, por causa de tantos pecados».
Dios, la Santísima Trinidad, Jesús escondido, eran sus más grandes amores: «Nosotros
estábamos ardiendo en aquella luz que es Dios, y no nos quemábamos. ¡ ¡ ¡ Cómo es Dios!!! No
se puede expresar... Pero qué pena que esté tan triste. ¡Si yo pudiera consolarlo!..» Y tantos
otros gestos y palabras que nos presentan a Francisco como el gran silencioso, el gran
contemplativo, el gran enamorado de Dios «¡Me gusta tanto Dios! » Esta frase lo condensa y
sintetiza todo.
Es un reto lanzado a esta sociedad sin Dios. Dios se ha vuelto el gran ausente. Hoy ya ni se le
niega ni se le combate. Sencillamente se le ignora. Ya no cuenta para nada. Y lo que es peor, es
que los propios cristianos, los católicos, cada vez hablan menos de Dios. Dios no aparece en su
vida familiar, en su vida de relaciones sociales, en su vida profesional, en la vida política, en su
lenguaje. Se hizo habitual, diríamos, de buen tono, no hablar de Dios. Como mucho, se habla de
El entre paréntesis, titubeando, como quien pide perdón. Antes había muchos tabúes. Hoy, el
gran tabú, o tal vez el único; es Dios. Yeso ocurre, sobre todo en Europa que, en otros tiempos,
llevó el Evangelio, que es la gran revelación de Dios, la Buena Nueva de salvación, a otros
continentes.
Esto sucede en Portugal, fuente de cristiandad. Esto acontece contigo y conmigo. Dios no es
nuestra única pasión. Nos avergonzamos de Dios en vez de anunciarlo desde las terrazas.
Al valor de Pedro ante los jefes del Pueblo y los ancianos, debe corresponder nuestro valor:
«Sabed todos vosotros, lo mismo que todo el pueblo de Israel que este hombre se encuentra
sano por el poder del nombre de Jesús de Nazaret,a quien vosotros crucificasteis y Dios lo
resucitó de entre los muertos... Y no hay salvación en ningún otro» (Act. 4, 1-12).
¡Adelante! No nos quedemos en la playa, miedosos e inútiles, contemplando los peligros del
mar. Como los apóstoles, de quienes nos habla el Evangelio, adentrémonos en el mar
ancho y profundo, ya que, según la palabra del Señor, la pesca será abundante y de
buena calidad. Al constatar la carencia de Dios, por la que agoniza nuestro siglo,
concluimos que llegó nuestra hora, la hora de los hijos de Dios. No perdemos la
esperanza, ya que nuestra esperanza es Cristo Resucitado y El está vivo en nuestro
corazón.
Con María, que nos dio al hijo de Dios Vivo, perfecto Dios y perfecto Hombre y con la
intercesión de Francisco, guiados por su luz, hagamos despuntar la hora de Dios.
Fátima, que es promesa, será también realidad. Alleluia».

CONTEMPLAR COMO FRANCISCO; AMAR COMO JACINTA


En el 70º aniversario de las Apariciones,
artículo publicado en la Revista «Familia Cristá», Mayo 1987.
De acuerdo con el Obispo de Leiria—Fátima, esta es la formulación del tema general de
las peregrinaciones al Santuario, durante el año 1987. No podemos ver en la proposición
del tema algo así como una anticipación al juicio de la Santa Iglesia, acerca de las
virtudes heroicas de los Siervos de Dios, que como deseamos y pedimos al Señor, un
día serán propuestos por la Autoridad Suprema como modelos de vida cristiana.
Siempre es digno de seguir el ejemplo de personas buenas que, por su comportamiento,
son para nosotros un estímulo y una llamada. ¿Quién no conoce el antiquísimo
proverbio latino que dice: «es lícito aprender, hasta del propio enemigo».
Los dos videntes nacieron en Aljustrel, parroquia de Fátima. Francisco el 11 de Junio de
1908 y Jacinta el 11 de marzo de 1910.
Fueron sus padres, Manuel Pedro Marto, fallecido en 1957 y Olimpia de Jesús, fallecida
en 1956. Francisco se fue al Cielo el 4 de abril de 1919 y Jacinta el 20 de febrero de
1920.
No es posible, en los límites de una revista desarrollar el tema de este 700 aniversario de
las Apariciones. Destacaremos simplemente algunos puntos. Digamos, para empezar,
que la vida intratrinitaria es contemplación y amor. Dios es contemplación y amor. Dios
Padre, Principio sin principio, se contempla a Sí mismo, de modo adecuado y perfecto,
y expresa esta contemplación de Sí, en su Verbo, el Hijo Unigénito, engendrado desde
toda la eternidad. El Hijo es la Imagen perfecta del Padre. El es la gloria del Padre, su
cántico substancial. Es digámoslo así, el espejo del Padre que se mira y remira en el
Hijo. El Padre ama infinitamente al Verbo y Este retribuye al Padre el amor con que es
amado por El. Y el amor substancial que va del Padre al Hijo y del Hijo al Padre es el
Espíritu Santo, que procede de Uno y de Otro.
Francisco y Jacinta, fueron, durante su peregrinación terrena, una proyección en el
tiempo y en el espacio, de la vida íntima de Dios. Digamos también sin demora, que
todo cristiano es llamado a contemplar y amar. La vida cristiana es, a fin de cuentas,
contemplación amorosa o amor contemplativo. Al enunciar el tema de este modo,
queremos destacar. Que en Francisco aparece más evidente la contemplación y en
Jacinta el amor, aunque ambos amaron y contemplaron.
Los autores espirituales acostumbran a distinguir la contemplación natural de la
contemplación sobrenatural. Jesucristo, Perfecto Hombre, poseía esta capacidad de
contemplar, propia de la naturaleza humana. La contemplación nos sugiere la elevación
y el encanto ante un objeto artístico, un hermoso paisaje, un espectáculo grandioso, o
también ante la sencillez, la inocencia, el candor. El Evangelio nos enseña que Jesús era
un contemplativo en este sentido. Le encantaba el nacer y el ponerse del sol en su luz
policromada. Tenía alma de poeta. «¿No había sido él el cántico del Padre? Pasó por la
tierra entonando ese canto de alabanza y de gloria. Cantó a los lirios del campo, a las
aves del cielo, al regreso de los rebaños al redil, a las tempestades del mar, a las
cumbres de los montes, a las mieses doradas listas para la cosecha, a la luz del
amanecer, al silencio de la noche, tan propicio para la contemplación, a la inocencia de
los niños, a la sencillez y humildad de aquellos a quienes el Padre revela los misterios
de su Reino. Cantó la poesía de los nidos, las madrigueras de las fieras, de la luz de los
candelabros, de las ciudades sobre los montes, de las velas encendidas dentro del hogar.
Se maravilló de la suntuosidad del templo, de la limpieza y candor de la mirada de los
niños, a quienes acarició y bendijo.
El Evangelio no lo dice, pero pienso que Jesús se sonrió, con toda certeza, al verse
rodeado de niños que se sentaban en sus rodillas.
Pero Jesús fue, sobre todo, el cantor del Padre: «Yo te bendigo, Padre, Señor del Cielo y
de la tierra... vengo para hacer tu voluntad...

Mi alimento es hacer la voluntad del Padre... He realizado la tarea que me


encomendaste... Te he glorificado en la tierra...
Jesús pasó como el gran poeta, el gran enamorado del Padre. ¡Jesús poeta, enséñame tu
poesía humano-divina y que mi canto se identifique con el tuyo!
Francisco fue contemplativo a semejanza de Jesús, a semejanza de su homónimo
Francisco de Asís y de los grandes de la Historia de la espiritualidad cristiana.
Lucía nos habla ampliamente del temperamento contemplativo de Francisco. Se queda
maravillado al observar detenidamente el nacimiento y la puesta del sol. Contaba las
estrellas, lámparas de Dios, encendidas por Nuestra Señora, y por los ángeles. Le
gustaba más la luna, lámpara de Nuestra Señora, porque no dañaba la vista como el sol,
lámpara de Nuestro Señor, aunque esta fuese la más bonita de todas. Dedicaba una
particular atención a los rayos del Sol y a las gotas de rocío. Buscaba los peñascos más
altos, quizás porque allí se sentía más lejos de la tierra y más cerca del Cielo, morada de
Dios y cantaba: «Amo a Dios en el Cielo». Y, de pronto me acuerdo de Ignacio de
Loyola, que se quedaba noches enteras contemplando el firmamento y cantando: «Oh
Bienaventurada Trinidad! » Francisco descubría la huella de Dios en las cosas de la
tierra: «Lo amo también en la tierra. Amo el campo, las flores; amo las ovejas en la
sierra». Y no podemos dejar de pensar en Francisco de Asís, místico y poeta, que
cantaba al hermano Sol, a las avecillas hermanas, a la luna, las estrellas, el agua, el
viento y todo el tiempo.
Francisco amaba el silencio. Y el silencio es la condición y el espacio de las grandes
ascensiones y transfiguraciones: «el sitio donde el espíritu puede abrir sus alas, es el
silencio» (Cidadela, n.° 23); «reposo del mar en la plenitud»; «vigilancia de Dios sobre
nuestra fiebre»; «silencio del corazón, silencio de los sentidos, silencio de las palabras
interiores, porque es bueno que tú encuentres a Dios que es silencio en la eternidad»;
«silencio, puerto del navío. Silencio de Dios, puerto de todos. los navíos» (Ibid., 39).

Con las Apariciones, esta tendencia natural de Francisco fue elevada a un nivel superior
y no es difícil descubrir, en sus actitudes, algunas características de la llamada
contemplación sobrenatural o infusa, que los Teólogos de la Espiritualidad cristiana han
definido de formas diferentes, todas ellas muy hermosas. Recordemos la de San
Agustín: «Una santa embriaguez que aparta al alma de la caducidad de las cosas
temporales y que tiene como principio la intuición de la luz eterna de la sabiduría» (Cit.
en Teología de la Perfección cristiana, de Royo Marín, n.° 402).
Francisco, a partir de las Apariciones del Angel, se fue convirtiendo en un embriagado o
enamorado de Dios, Sabiduría Eterna, Luz Infinita: «Yo sentía que Dios estaba en mí,
pero no sabía cómo era». Después de la primera Aparición de Nuestra Señora, decía
confidencialmente a Lucía: «Me gustó mucho ver a Nuestro Señor, en aquella luz que
Nuestra Señora nos metió en el pecho. Me gusta tanto Dios!».
Desde entonces, comenzó a buscar la soledad: «Vosotros no vengáis para aquí»; para no
interrumpir su contemplación. Y a la pregunta de Lucía: «Pero, ¿qué estás haciendo
aquí tanto tiempo?»
—«Estoy pensando en Dios, que está tan triste, por causa de tantos pecados. ¡Si yo
fuese capaz de darle alegría!».
Se iba desprendiendo de muchas cosas que antes le daban alegría como la flauta y las
cantigas: «No cantemos más... Ya no me apetece cantar».
Son así las almas contemplativas. Llega un momento en que Dios es su todo: —«Mi
Dios y mi todo» —«Solo Dios Basta». Con frecuencia Francisco se apartaba de su
hermana y de su prima para estar más profundamente sumergido en Dios. Una vez
desapareció. Lucía, preocupada, le dice a Jacinta que vaya a buscarlo. Ella atraviesa un
pinal llamándole a gritos. Pero nada. Francisco no responde. Lucía, afligida, da vueltas
y más vueltas, hasta que lo encuentra postrado en el suelo, detrás de un muro de piedras:
«—Qué estás haciendo aquí? Es que ¿no oíste a Jacinta llamarte?». Como quien
despierta de un profundo sueño, responde: «Yo no, no oí nada. Comencé a rezar las
oraciones del Angel y después me quedé pensando».

Lo deslumbró para siempre aquella gran luz, en la que Nuestro Señor se reveló y su vida
quedó enteramente atrapada por Dios. Francisco no consigue expresar lo que pasa en su
interioridad. Le gusta tanto Dios. Le gusta más consolar a Nuestro Señor que está triste.
Procura atenuar su pena de no poder comulgar, pasando horas y horas en compañía de
«Jesús escondido» en el Sagrario. Se escapaba para allá, siempre que podía: «Ahora
miráis vosotros por las ovejas, mientras yo voy a estar un ratito con Jesús escondido».
¡ Quería tanto consolarlo!... «Y no te olvides de los pecadores»... «no te dan pena?» «Sí.
Pero me da más pena todavía Nuestro Señor. Quería-primero consolarlo y después,
rezar mucho para- convertir a los pecadores». Cuando ya está enfermo, pide a Lucía:
«Mira, ve a la Iglesia y dale muchos cariñosos saludos de mi parte a Jesús escondido».
Como el ciervo, sediento, corre en busca de agua fresca, así Francisco suspira por unirse
al Señor y contemplar su faz. Durante la enfermedad, dice: «Sufro para consolar a
Nuestro Señor y, después dentro de poco me voy al Cielo»; «jay!, me falta poco para ir
al Cielo. Allá voy a consolar mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora».
La vida de Francisco es una interpelación urgente y flagrante para los hombres de hoy,
que «arrinconaron a Dios en una esquina», como decía el Tío Martos, Padre de
Francisco en su lenguaje sencillo y profundo al mismo tiempo. Efectivamente, la
sociedad moderna, fascinada por los descubrimientos de la ciencia y de la técnica,
prescindió de Dios, que se convirtió en el gran ausente. El no cuenta para nada en la
vida de los individuos, de las familias, de los gobernantes, de los científicos, de los
políticos, de los economistas, de los pueblos y naciones. La sociedad contemporánea se
convirtió en un inmenso desierto de Dios. Se proclamó, incluso, «la muerte de Dios» y,
de hecho, El está muerto en el corazón de los hombres. Los propios cristianos no viven
la realidad de Dios. Creen intelectualmente. La mayor parte procede como si Dios no
existiese. No anuncian a Dios; como mucho, hablan de Dios entre paréntesis, de paso,
con miedo. Dios no trasluce; es reducido al silencio de la conciencia, de la Iglesia, del
hogar (cuando consigue entrar en él). No hay coherencia entre la palabra que se
escucha, el sacramento que se recibe y la vida que se vive al ritmo del existir cotidiano.
Se deja a Dios a la puerta de la oficina, del aula de clase, del ministerio, del parlamento,
de la fábrica, del despacho, del mercado, de la tienda del comerciante. El cristiano de
hoy es un cobarde. Tiene ante sí un mundo paganizado, solicitando su dinamismo
apostólico, su vibración misionera. ¡Pero no!, se queda ahí mudo y parado (QUIETO) y,
deja pasar esa ola avasalladora de materialismo, de hedonismo, de permisivismo, de
consumismo, si es que no se deja arrastrar por ella. Este desierto de Dios creó el
desierto del hombre que agoniza y muere en el vacío de sí mismo.
Al apartar a Dios, perdió el fundamento sólido de una ética que pudiera salvarlo del
abismo hacia el que camina a pasos agigantados. Sin Dios, no consigue dominar su
dominio, que se volvió contra él. La ciencia y la técnica ahí están, contra el hombre;
ellas, que debían servirle, acabaron esclavizándole.
La vida de Francisco, centrada en Dios, es una llamada discreta y tenaz, dirigida a todos
los hombres, especialmente a los jóvenes, en el sentido de que venzan la mayor crisis de
la historia humana, esta crisis espiritual y moral en que se encuentran las sociedades de
nuestros tiempos. Me refiero a los jóvenes, de modo especial porque la juventud es la
edad del inconformismo y de la rebeldía, del ansia y el afán por todo lo verdaderamente
bueno, noble y hermoso. Ahora bien, Dios es la Belleza que no se mustia, la Verdad
Suprema, La Bondad Infinita, el eterno Amor. La rebeldía santa a la que invitó a los
jóvenes, es la rebeldía de los hijos de Dios que se niegan a vivir como los animales y
buscan las alturas de una vida limpia, en Dios
que es la plenitud de vida y la eterna juventud.
Jacinta era diferente. Claro que sí. Cada persona es única, singular, irrepetible. Dios no
crea en serie, por un proceso de estandarización, en el anonimato. Cada persona es fruto
de su Amor infinito y es amada por El con un amor directo e individualizado.
¡ Qué encantadora es esta riqueza creadora de Dios! Podemos recorrer todo el planeta y
no encontraremos dos personas perfectamente iguales. Jacinta era diferente. Desde
pequeñita, manifestó una cierta afirmación de sí, en contraste con Francisco que era así
como «un Don tranquilo», « ¿a mí que me importa?». Pero Lucía dice que ya entonces
manifestaba un corazón bueno, un carácter atractivo y dulce que le hacía amable. Así
entendemos mejor aquellas sus ternuras con el Niño Jesús escondido en la Hostia,
aquellos besos al crucifijo y también el cariño con que miraba a los corderitos blancos,
que besaba y traía en brazos para que no se cansasen, porque en una estampita había
visto a Jesús con una oveja en brazos. Al oír la historia de la pasión de Jesús la
pequeñita se enternecía y le saltaban las lágrimas: «Pobrecito Nuestro Señor». Tenía
una gran amistad con Lucia. Cuando se ausentó, ya gravemente enferma, al Hospital de
Vilanova de Ourém, dijo en confidencia a su prima: «Si 111 fueras conmigo! Lo que
más me cuesta es ir sin ti. Seguramente el Hospital es una casa muy oscura donde no se
ve nada; y yo estaré allí sufriendo solita». En el momento de partir para Lisboa, donde
moriría, se abrazó al cuello de Lucía y, llorando, le dijo: «Nunca más nos volveremos a
ver. Reza mucho por mí hasta que vaya para el Cielo. Después, allá yo pediré mucho
por ti;... ama mucho a Jesús y al Inmaculado Corazón de María y haz muchos sacrificios
por los pecadores». Dios le dio un gran corazón para poder amar mucho, pues el amor
es ejercicio del corazón.
Las Apariciones, hicieron de Jacinta una gran enamorada de amor a Dios y a los
hombres, particularmente, a los más pobres, que son los pecadores, privados del mayor
tesoro, que es la gracia. El amor de Jacinta, como el de Francisco, fue un amor
contemplativo y (amor) crucificado. También ella se identificó con la pasión de Nuestro
Señor: «Tengo tanta sed; pero no quiero beber, quiero sufrir por su amor»; deseaba que
le pegasen, porque así tenía más sacrificios que ofrecer a Dios Nuestro Señor; no se
esconde de las personas importunas y cargantes, porque ofrece a Nuestro Señor el
sacrificio de soportarlas; cuando Francisco se iba a ir al Cielo, Jacinta le recomendó:
«Dale muchos saludos cariñosos de mi parte a Nuestro Señor y a Nuestra Señora...».
Cuando los tres fueron amenazados de muerte en la cárcel de Ourém, Jacinta se llena de
alegría: «Pero qué bien» «Me gusta tanto Nuestro Señor y Nuestra Señora y así los
vamos a ver muy pronto!».

Cuenta Lucía que, un día, al volver de la Iglesia, donde había comulgado Jacinta,
cuando ya estaba muy enferma, le decía:
«Acércate bien a mí, ya que tienes en tu corazón a Jesús escondido». Y algunas veces:
«No sé cómo es, siento a Nuestro Señor dentro de mí, comprendo lo que me dice y no lo
veo ni lo oigo, pero, ¡es tan bueno estar con él!». La belleza de Nuestra Señora la
encantó siempre y repetía con frecuencia: «¡ Ay! qué Señora tan hermosa!». Desde que
Nuestra Señora manifestó su corazón el 13 de Junio de 1917, era este Corazón
Inmaculado el polo de atracción de la vida espiritual de Jacinta. Un día le dijo
confidencialmente a Lucía: «Aquella Señora dijo que su Corazón- Inmaculado será- tu
refugio y el camino que te conducir a Dios. ¿No te da una gran alegría? A mí me gusta
tanto su Corazón. ¡ Es tan bueno!». De las pequeñas oraciones que el Padre Cruz enseñó
a las niñas, Jacinta prefería aquella que dice: «Dulce Corazón de María, sed mi
salvación». Y, explicaba: «Me gusta tanto el Corazón de María! Es el Corazón de
nuestra Madrecita del Cielo. ¿A ti no te gusta decir muchas veces: Dulce Corazón de
María, Inmaculado corazón de María? ¡A mí me gusta tanto, tanto!».
El amor de Jacinta para con Dios y con su Madre Santísima se manifiesta en el amor
hacia los hombres. La verdadera contemplación no puede ignorar a ninguno de aquellos
que Dios ama. Jacinta ama a todos los hombres y quiere que todos amen a Dios, que
todos se conviertan y vayan al Cielo y eviten el Infierno. Los sacrificios y oraciones de
Jacinta tienen un sentido vivo de reparación, pero también de vibración apostólica. La
vida heroica de esta niña, podríamos decir que es un milagro de orden moral.
Impresiona, sobre todo, su hambre de sacrificios. Ninguno de los otros tomó tan enserio
la petición del Angel y de Nuestra Señora: «Ofreced constantemente al Altísimo
oraciones y sacrificios... De todo lo que pudiéreis, ofreced un sacrificio como acto de
reparación por los pecados con que El es ofendido y de súplica por la conversión de los
pecadores». (El Angel en la 2. Aparición). «Sacrificios por los pecadores y decid
muchas veces, especialmente cada vez que hagáis algún sacrificio: Oh Jesús, es por
vuestro amor, por la conversión de los pecadores y en reparación por los pecados
cometidos contra el Inmaculado Corazón de
María» (Nuestra Señora, el 13 de Julio). Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los
pecadores, que van muchas almas al Infierno, por no haber quien se sacrifique y pida
por ellas» (13 de Agosto). «Dios está contento con vuestros sacrificios, pero no quiere
que durmáis con la cuerda; llevadla sólo durante el día» (13 de Septiembre).
Impresionan profundamente los sacrificios de Jacinta por la conversión de los
pecadores. Aprovechaba todas las ocasiones, más aún, las buscaba. Sugiere a Lucía y a
Francisco: «Demos nuestras meriendas a aquellos pobrecitos, por la conversión de los
pecadores». Como tenía hambre, comía las bellotas de las encinas, porque eran más
amargas. Lucía le dice: «Jacinta, eso -no, que amarga mucho»; —«Por eso las como,
porque amargan, para convertir a los pecadores». En el verano, con un sol de justicia,
muerta de sed, Jacinta no bebe, porque quiere añadir este sacrificio para ofrecerlo por la
conversión de los pecadores. Con dolores de cabeza insoportables, debilitada por el
hambre y por la sed, pide a Lucía: «Dije a los grillos y a las ranas que se callen. Me
duele tanto la cabeza». —«Sí, quiero. Déj alas cantar, al mismo tiempo que apretaba la
cabeza entre sus manecitas». Un día escogió beber agua sucia en vez del agua clara y
limpia, para poder ofrecer a Jesús algún sacrificio, también al beber. Siempre alerta,
nunca pierde oportunidades; es ella quien toma la iniciativa. Cuando su madre les da a
los tres unos racimos de uvas, Jacinta ordena: «No las comemos y ofrecemos un
sacrificio por los pecadores». Otra vez eran higos y Jacinta intervino: «Es verdad, hoy
todavía no hicimos ningún sacrificio por los pecadores. Tenemos que ofrecer este». ¿Y
la cuerda enroscada a su cintura, que, a veces, le hacía derramar lágrimas de dolor? Y si
Lucía le pedía que se la quitase, respondía: «No, quiero ofrecer este sacrificio a Nuestro
Señor, en reparación y por la conversión de los pecadores». Se puso muy contenta
cuando encontró unas ortigas que picaban, y entonces, apretándolas fuerte con las
manos, decía a los compañeros: «Mirad, mirad. otra cosa con la que podemos
mortificamos». No olvidemos que Jacinta era la más jovencita de los tres.
En la cárcel, con inmensa nostalgia de sus padres, se puso a llorar, mirando hacia una
ventana. Las lágrimas empapaban sus mejillas: «Yo quería ver, al menos a mi madre».
—«,Entonces, no quieres ofrecer este sacrificio por la conversión de los pecadores?».

—«Quiero, quiero». Y, chorreando lágrimas, levanta los ojos al Cielo:


Oh Jesús mío, es por vuestro amor, por la conversión de los pecadores, por el Santo
Padre y en reparación por los pecados cometidos contra el Corazón Inmaculado de
María».
En el Hospital de Vila Nova de Ourém, serena y hasta alegre, seguía sufriendo por amor
de Dios, del Inmaculado Corazón de María, por el Santo Padre, por los pecadores.
El día 5 de Mayo de 1980, fui a Lisboa para visitar al cirujano que operó a Jacinta en el
Hospital D. Estefanía. Se trata del Dr. Leonardo de Sousa Castro Freire, natural de
Caparica, donde nació el 1 de Julio de 1887. Haría 100 años, si viviese todavía. Tenía
entonces 93 años, pero estaba extraordinariamente lúcido, con una memoria muy viva y
clara. El Dr. Freire, especialista en Pediatría, sucesivamente profesor auxiliar,
extraordinario y catedrático, nos describe sintéticamente lo que pasó: «Ella (Jacinta)
llegó al hospital en estado muy grave, con aspecto de grandes sufrimientos; a
consecuencia de una neumonía, surgió una pleuresía purulenta. También presentaba dos
costillas dañadas, creo que del lado izquierdo. Me parece que también tenía alguna cosa
en uno de los huesos del antebrazo, pero no estoy seguro. Fui yo quien operé a Jacinta.
La operación consistió en abrir una fisura bastante dolorosa y grande para drenar el pus
y en seccionar las dos costillas». Le pregunté si la operación era dolorosa:
«Muy dolorosa por varios motivos. Jacinta ya. había tenido grandes sufrimientos con la
enfermedad, antes de llegar al hospital y en los días siguientes que estuvo allí, antes de
ser operada; las anestesias locales en tejidos inflamados causa un sufrimiento mucho
mayor; por otra parte, la operación se retraso.
«,Entonces Sr. Dr. nada le impresionó especialmente en el comportamiento de Jacinta ni
durante la operación, ni después de la misma?» —«Me dio la impresión de una niña de
mucho valor, porque una anestesia que no es general, no evita todos los dolores, como
la abertura de una fístula. etc... Las palabras que le oí durante la operación eran más o
menos estas: «Ay, Jesús! ¡Ay, Dios mío!».
«. . .,Puede
considerar heroica la paciencia de Jacinta?»
—«Ciertamente, sobre todo si consideramos lo que sufrió, el modo cómo lo sufrió y el hecho
de ser una niña, pues como sabe, un adulto tiene más capacidad para sufrir que un
niño».
«¿Al Sr. Dr. le agradaría que la Iglesia declarara beata a Jacinta?»
—«Aunque yo no tenga que confesar mi religión, que es especial, puede escribir que
eso me daría mucha alegría, teniendo en cuenta el heroísmo del que dio pruebas esta
niña. Está claro que, si yo supiese lo que iba a acontecer en el futuro hubiera sido más
cuidadoso en recoger detalles, habría visto el caso de otra manera».
El Dr. Freire en sus manifestaciones reveló una honestidad profesional verdaderamente
impresionante. Llegó -a declararme, que no diría lo que yo quizás deseaba que me
dijese, si no sólo la verdad; diría como cierto aquello de lo que estaba seguro y como
dudoso lo que para él era dudoso. Cuando la operó no sabía que se trataba de la Vidente.
Lo supo después por una enfermera. Cuando le pregunté si Jacinta había hablado de
Nuestra Señora, me dijo con toda sencillez y verdad: «Es natural, es posible que hubiese
hablado, pero ahora no me acuerdo, especialmente porque, en aquellos momentos aún
no había el conocimiento que hoy tenemos de los acontecimientos de Fátima. Yo, estaba
en la guerra, en el tiempo, de las apariciones».
En el mensaje que se desprende del amor heroico de Jacinta con Dios y para con los
hombres, se dirige a toda la humanidad, pero especialmente a los jóvenes. Jacinta nos
ayuda a recuperar el verdadero sentido de esta palabra «amor», que está tan estropeada
en el vocabulario y en la vida contemporánea. Se confunde el amor con la satisfacción
del instinto sexual. Hacer el amor, es buscar el placer del sexo, el placer carnal. Ya he
oído llamar a nuestras pobres hermanas prostitutas, «profesionales del amor».
¿Por qué no protestáis a gritos, a la tierra y a los Cielos? Gritad, hasta perder la voz.
Aunque nadie os oiga, gritad, gritad siempre. Protestad contra esta tremenda afición
sexual. La sexualidad es un don de Dios, santo y santificador, si hacemos uso de ella de
acuerdo con la voluntad de Dios, adorable y santo, según el estado de cada uno. La
pureza es virtud de todos los estados y condiciones de vida, aunque con diferentes
matices. No consintáis que os reduzcan a la condición de las bestias. La unión de los
cuerpos sólo está permitida dentro del matrimonio y ahí ha de surgir como expresión y
estímulo del amor. La procreación humana es también de orden espiritual, porque el
amor reside en el alma. El animal es incapaz de amar. El amor no es búsqueda ni
afirmación de sí mismo, es entrega desinteresada y gratuita. El verdadero amor ama
siempre, aunque no sea correspondido. Sólo así podremos asegurar la autenticidad del
amor, condición para la estabilidad e indisolubilidad del matrimonio.
Amar es sencillamente amar. ¡Es dar y darse! Si amas para que te amen, ya no amas,
haces intercambio, comercias. Eres tirano. Haces esclavos. En la tierra no es posible
amar sin sufrimiento. El amor, mientras somos peregrinos, tiene sus raíces en forma de
cruz, porque exige renuncia, despojo de sí mismo. Sólo puedo darme en la medida en
que estoy libre de mi yo. Y esto exige lucha continua, porque el enemigo del amor
habita dentro de mí.
Me dirijo a los jóvenes, que no perdieron todavía la magia de las cumbres nevadas de la
montaña, a las que se llega con los pies ensangrentados. No soy un pesimista ni un
desesperado. Porque me tengo encontrado con esos jóvenes a lo largo de mi caminata.
He Visto nacer estrellas de los propios charcos.
Ahí tenéis a Francisco contemplativo y a Jacinta amorosa que os llaman. ¿Por qué no
despertáis, por qué no salís de vuestra pasividad, por qué no os dejáis seducir por estas
vidas enamoradas de la gloria de Dios y de la salvación de los hombres?
En el 70° aniversario de las Apariciones, el Mensaje mantiene viva toda su actualidad y
universalidad. Al identificarse con la eterna novedad del Evangelio, no se gasta con el
tiempo. Es siempre joven, fresco, virginal. Como el Evangelio, no pasó. Juan Pablo II,
después de afirmar que es más actual ahora que en 1917, más actual y más urgente,
añade: «Efectivamente, la llamada de María no es para una sola vez. Continúa abierta
para las generaciones que se renuevan, para ser correspondidas de acuerdo con los
«signos de los tiempos» siempre nuevos. Hay que volver a esa llamada incesantemente.
Hay que retornarla siempre de nuevo» (13/05/82).
Mientras tanto, la mayor parte de los portugueses ignoran totalmente el contenido del
Mensaje, otros sólo lo conocen muy superficialmente. Son más bien pocos los que lo
conocen en profundidad y menos todavía los que lo viven. Alimento la esperanza de que
estas páginas contribuyan, en cierta medida, a despertar en el corazón de algún lector el
deseo de conocerlo, vivirlo y difundirlo y el deseo de contemplar como Francisco y de
amar como Jacinta.

AMAR COMO JACINTA


Homilía en la Basílica de Fátima el día 20 de febrero de 1987,
aniversario de la muerte de Jacinta.
Se ha dicho, repetidamente, que el Mensaje de Fátima es la síntesis del Evangelio para
los hombres de nuestro tiempo, y no sólo de nuestro tiempo, sino de todos los tiempos,
porque lleva consigo la perennidad dinámica del evangelio. ¡Es verdad!
Leemos en el Evangelio de S. Marcos: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a
sí mismo, tome su cruz y sígame» (8-34). Estas palabras de Jesús fueron repetidas,
sustancialmente, por Nuestra Señora, aquí, en Cova de Iria: «,Queréis ofreceros a Dios,
para soportar todos los sufrimientos que el quisiera enviaros como acto de reparación de
los pecadores? —Sí, queremos, respondieron los niños. Y Nuestra Señora añadió:
«Vais, pues, a tener que sufrir mucho, pero la gracia de Dios os dará fuerzas». Ya un
año antes el Angel les había interpelado en el mismo sentido; «,Qué hacéis? Orad, orad
mucho. Los corazones de Jesús y de María tiene designios de misericordia para con
vosotros. Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios».
De los tres niños, Jacinta parece haber sido la que captó más intensa y profundamente el
valor reparador y salvador del sufrimiento. En la raíz del sufrimiento está el pecado del
hombre. El sufrimiento no es invención de Dios. Es invención del hombre que, usando
mal su libertad, cayó en un estado de rebeldía, de ruptura con Dios, hasta el punto de
provocar en el propio corazón de la Trinidad el arrepentimiento de haberlo creado (Cfr.
Gen. 6—6).
Pero Aquel que lo creó por amor, amor eterno, decidió recrearlo, hacer de él una «nueva
criatura», por la fuerza de ese mismo amor.
«Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros,» (Jo. 1-14). ¿Qué es la Encamación y
la Redención, si no la presencia histórica de ese amor eterno con que Dios ama al
hombre? La obediencia del Salvador hasta la muerte y muerte en Cruz, nos revela el
amor infinito de la Trinidad para con el hombre pecador.
A partir del Calvario, cumbre del amor, se ilumina el misterio del sufrimiento humano,
que, en definitiva, es la resonancia del sufrimiento divino. Está claro, que el hambre de
mortificación, que devoraba el alma de Jacinta, no tiene fácil explicación humana. Es
obra de la gracia, esa gracia simbolizada en aquel océano de luz en que Nuestra Señora
se manifestaba. «De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito» (Jo.
3-16).
De tal manera amó Dios a los hombres de este siglo, que les dio esta maravilla, este
milagro viviente, que es Jacinta, tan identificada con Jesús en su amor a Dios y a los
hombres. Nosotros, los hombres de hoy, los cristianos de hoy, tenemos necesidad de
esta locura divina» bien patente en la vida de Jacinta: la locura del amor hasta dar la
vida. Ante las mortificaciones de esta niña, mortificaciones buscadas, deseadas, amadas,
quién hay que se atreva todavía a pensar en masoquismo o maniqueísmo, cuando se
habla de ascesis, de mortificación corporal voluntaria. Sólo podrán pensar así los que
nada entienden de la Cruz de Cristo o se volvieron enemigos suyos, como diría S. Pablo
(Cfr. Fil. 3-18). Nadie amó tanto a los hombres como Jesucristo, que dio la vida por
ellos. A Jacinta se la ve desde pequeñita con una vocación especial para este amor
crucificado. Basta recordar aquella escena de los abrazos y besos al crucifijo, en casa de
Lucía: «,Por qué no me mandas besar aquel Nuestro Señor, que está allí?. A Nuestro
Señor le doy todos los (besos) que quieras». Al saber que Jesús murió por causa de
nuestros pecados, la pequeñita se enternecía y lloraba apenada: «Pobrecito Nuestro
Señor! Yo no haré ningún pecado. No quiero que Nuestro Señor sufra más» «Me gusta
tanto decirle a Jesús que lo amo! Cuando se lo digo muchas veces, parece que tengo
fuego en el pecho, pero no quema».
Amar como Jacinta exige, por tanto, de cada uno de nosotros, el que amemos
apasionadamente a Jesús, con un amor directo y personal que nos haga evitar totalmente
el pecado .Sí, porque el pecado es siempre un atentado contra el amor, también el
llamado venial. Por otra parte, el amor no es simple ausencia de pecado, sino algo
positivo, que lleva a la identificación con el Señor. Y esto supone un desprendimiento
total de sí mismo, una entrega total y gratuita. Para quien ama, no cuenta el criterio y el
gusto personal, sino el criterio y el gusto de la persona amada. Amar a Jesús exige amar
al que Jesús ama; y, por eso, Jacinta amaba a la Madre de Jesús, con ese amor de
reparación, tan conocido, y amaba a los pecadores, por cuya conversión hacía esas
mortificaciones inauditas, impensables en una niña, sin una gracia especial del Espíritu
Santo. El amor de Jacinta a Dios, a Jesucristo, Perfecto Dios y Perfecto Hombre, a la
Madre de Dios y Madre Nuestra, a los hombres que Dios ama, particularmente a los
más pobres, que son los privados de la gracia que santifica y salva, este amor de Jacinta
va a ser para todos nosotros en este año 1978, un desafío, una interpelación, a la que no
podemos ni queremos hurtamos.
—Ojalá su ejemplo nos despierte de la inercia y mediocridad en que hemos vivido y
haga brotar en nosotros ansias de caminar hacia las cumbres del amor, para que
amemos, como Dios ama, todos los que ama El.

ENAMORADO DE JESUS, EN EL SILENCIO DE LA


CONTEMPLACION
Homilía en la Basílica de Fátima el 4 de abril de 1987,
aniversario de la muerte de Francisco.
Por el Santo Evangelio sabemos que Jesús pasó por la tierra como un gran seductor.
Estaba ya sepultado, cuando los príncipes de los sacerdotes pidieron soldados a Pilatos
para guardar el sepulcro. Y explicaban: «Nos acordamos que «aquel seductor», cuando
aún vivía, había dicho que resucitaría a los tres días» (Mt. 27-63). En efecto, fueron
muchos los que quedaron prendados de sus encantos. Las multitudes corrían tras El,
hasta el punto de olvidar- se de comer.
Por donde El pasaba, nadie quedaba indiferente. El Evangelio que acabamos de
escuchar, nos habla de aquellos guardias, encargados de prenderlo; pero después de
oírlo, no tuvieron valor: «¿Por qué no lo trajisteis?... —Nunca nadie habló así ¿También
vosotros habéis sido seducidos?». Sí, también éstos se dejaron seducir, «porque nadie
jamás les habló así».
En 20 siglos de cristianismo han sido muchos los que se han dejado seducir. Y es que
Jesús, no perdió ninguno de sus encantos. El es eternamente joven, contemporáneo de
todas las edades, siempre actual, el eterno presente, por que es de ayer, de hoy y de
todos los siglos.
El Siervo de Dios Francisco Marto fue uno de esos enamorados de Jesús, el gran
contemplativo que el Señor hizo aparecer en este siglo, el siglo del ateísmo, del
materialismo, del hedonismo, del permisivismo, del secularismo.

Los grandes siervos de Dios y de los hombres, que la historia conoce (y son
inmensamente más numerosos los que ignoran), fueron siempre la antítesis de su siglo.
Por temperamento, Francisco era contemplativo. Contemplar es maravillarse ante la
belleza del paisaje, la inmensidad del espacio, la lejanía del horizonte, las crestas de las
montañas, el fondo de los valles, el ruido de las olas del mar, el esplendor del sol, el
centellear de las estrellas, las gotas de rocío, las flores de los jardines y de los cerros.
Según la descripción que nos hace Lucia, Francisco poseía, como nadie, la capacidad
natural de contemplar y se quedaba largo tiempo sobre los peñascos, cantando y
tocando la flauta. El canto comienza en el momento en que la voz sola se siente incapaz
de expresar la elevación interior.
Cuando el contemplativo natural descubre a Dios, belleza Increada, entonces brota esa
embriaguez, ese enamoramiento divino que encontramos en Francisco.
San Agustín define así la contemplación: «Una santa embriaguez, que aparta al alma de
la caducidad de las cosas temporales y que .tiene por principio la intuición de la luz
eterna de la Sabiduría».
Cuando Francisco descubrió a Nuestro Señor en aquella luz, que Nuestra Señora le
metió en el pecho, se encamina, bajo la ación de la gracia por los senderos de la
contemplación sobrenatural, de la contemplación infusa, en que Dios lo es todo, sólo El
cuenta, El sólo basta. Quedan lejos, muy lejos, la flauta y las cantigas: «Ya no me
apetece cantar».
Francisco se sumerge en el silencio, en esa bendita soledad en la que Dios se revela.
Francisco se vuelve el gran silencioso. Ni oye los gritos de Jacinta que le llama en
medio del pinar. ¡No! ¡No oye nada! Comenzó a rezar las oraciones del Angel y
después se quedó pensando. Alguien definió la adoración como el éxtasis del amor. Allí
ya no hay lugar para ninguna voz ni exterior ni interior, sólo para Dios, que se apodera
totalmente del alma y la hace sumergirse profundamente en su misterio. Dios, plenitud
del ser, es silencio, Eterno Silencio.

Tengo que subrayar en este momento la actualidad del mensaje de la vida silenciosa y
contemplativa de Francisco para los hombres de nuestro tiempo. El hombre de hoy huye
del silencio, por que es cobarde. El silencio es incómodo, porque en él se siente el
remordimiento por el mal que se hizo, por el bien que se dejó de hacer. El silencio es
inquietante, porque, con frecuencia, nos pone ante la sentencia pronunciada por el juez
incorruptible, que es la conciencia iluminada por la luz de Dios.
El silencio obligaría a una toma de posición costosa, dolorosa y difícil. Y el hombre
prefiere aturdirse en el ruido, en el vértigo de la velocidad, perderse en el anonimato de
la multitud y va siempre con retraso en el encuentro consigo mismo. Fugitivo de su
propia interioridad, se hizo fugitivo de Dios que en el silencio se esconde y se revela.
El hombre de hoy vive en la superficie de sí mismo; es incapaz de un sondeo audaz de
su propia conciencia y, acaba por perder su identidad. Ya no es él. Es su circunstancia, o
su gusto, o su capricho, su mezquindad, su frivolidad.
Este mensaje de Francisco silencioso y contemplativo es, quizás, más necesario a los
jóvenes, porque están más expuestos a los vendavales de la dispersión, al reclamo de un
ambiente cenado a los valores del espíritu, impenetrable a lo absoluto y trascendente.
Por otra parte los jóvenes sienten más viva la aspiración a la altura el hambre de la
verdad que no engaña, de la belleza que no se marchita, de la nobleza de una vida
gastada en servicio de un ideal sobrehumano.
El joven es capaz de sentir dolorosamente, y hasta de forma dramática, la sed de Infinito
que le devora las entrañas y le pone en carne viva el corazón que sólo puede descansar
en Dios.
Pero la lección de Francisco es un desafío permanente para todos nosotros, cristianos,
hijos de Dios y hermanos de Cristo. Condena nuestra mediocridad, el cálculo, la medida
en nuestra entrega.
Os diré finalmente, que la contemplación no es un privilegio de unos pocos. Todo
cristiano tiene vocación de contemplativo, porque contemplar es vivir lo cotidiano de
nuestra existencia bajo la mirada y en la dependencia y en el amor de Dios. Este camino
es para todo hijo de Dios que somos cada uno de nosotros. Que a ello nos ayude el
ejemplo de Francisco y la protección de la Virgen Santísima, modelo perfecto de vida
interior, que todo lo meditaba y contemplaba en su corazón.

FRANCISCO, ALMA DE FE
Alocución en la Basílica de Fátima, el 4 de abril de 1988,
aniversario de la muerte de Francisco.
En este día en :que-celebrarnos la partida para el- cielo del Siervo de Dios, Francisco
Marto, el 4 de Abril de 1919, recuerdo las dificultades que tuvo S. Pío X, para admitir
niños a la Sgda. Comunión y recuerdo también sus palabras proféticas, según las cuales,
en el futuro, los niños serían canonizables.
Entre tanto, teólogos y especialistas de ciencias humanas, tras larga y profunda
reflexión, llegaron a la conclusión de que no se puede excluir «a priori» la canonización
de los niños.
Podría citar al Padre Gonzaga da Fonseca, en el libro «Las Maravillas de Fátima», al P.
Garrigou Lagrange, en un artículo de la revista «Vida Espiritual» (1943), Antonio
Casieri (La Perfección Cristiana en Benedicto XIV, 1979) y, también la tesis doctoral de
Benito Gangoiti, O. P., con el título «,Pueden los jóvenes ser canonizados?» (1984).
Lo cierto es que, hasta hoy, ninguna causa de niños tan jóvenes, como los Siervos de
Dios Francisco y Jacinta, fue admitida por la Congregación respectiva. Tenemos que
agradecer al Señor la introducción de los procesos y el camino ya andado, en el sentido
de la beatificación y subsiguiente canonización.
En Octubre de 1918, Francisco enferma gravemente; a finales de marzo se agrava la
enfermedad; el 2 de abril, se confiesa con el P Moreira, sustituto del párroco de Fátima;
el día 3, recibe la primera comunión como viático y el día 4, a las 10 de la noche, muere
serenamente en el Señor; el día 5 es sepultado en tierra, en el cementerio de Fátima; el
17 de febrero de 1952, exhumados sus restos mortales y colocados en una urna; el 13 de
marzo del mismo año son trasladados a la Iglesia del Santuario; el 30 de abril de 1952
termina el proceso, que es enviado a Roma, donde fue abierto el día 20 del mismo mes y
año.
Hermanos, en un momento en que la fe de muchos cristianos es tan débil, hasta el punto
de llegar a morir y poder decir que este Occidente Europeo se volvió apóstata de la fe,
que en otros tiempos llevó a los diversos Continentes, es muy reconfortante destacar la
fe viva y profunda de Francisco, que le transformó en el gran enamorado de Dios, de
«Jesús escondido», de la Virgen Santísima, del Santo Padre.
Está claro que Francisco, en el momento de las Apariciones del Angel, no captaba el
sentido de las palabras, pero preguntaba, tenía hambre de saber. Es encantadora la
sencillez de su ignorancia:
«Quién es el Altísimo. ¿Qué quiere decir: los Corazones de Jesús y de María están
atentos a vuestras súplicas?» Una vez aclarado, que daba pensando, diríamos, para
comprender, para asimilar, para saborear, para vivir.
Los que lo conocían más de cerca, dan testimonio de su convicción profunda de las
verdades de la fe que iba aprendiendo y de la perfecta armonía entre la fe y el
testimonio oral y existencial. Por ejemplo: renunciaba frecuentemente a sus diversiones
de niño, y se retiraba, solito, a lugares desiertos, porque le gustaba mucho pensar en
Dios, porque lo sentía tan cerca, como cuando el Angel le había dado la comunión y
sentía grandes deseos de irse al Cielo, para estar más cerca de El.
Alguna vez ocurrió que no se dio cuenta de que le llamaban a gritos por que estaba
inmerso en la contemplación de Dios, ese Dios del que le había hablado el Angel.
Pasaba largas horas en la Iglesia; y muchas veces, sin decir nada a nadie, se retiraba a
lugares escondidos, donde pudiese rezar a gusto. Era el más religioso de todos, le
gustaba mucho rezar.
Comprobamos que Francisco fue creciendo en su fe, por el don de la sabiduría,
infundido por el Espíritu Santo, en las Apariciones del Angel y más tarde en las
Apariciones de Nuestra Señora.

Ya tuve ocasión de escribir que todo parece indicar que Francisco fue favorecido por Dios con
el don de la contemplación infusa, esa contemplación de la que nos hablan abundantemente los
maestros de la espiritualidad cristiana; que lleva al alma a sumergirse en el misterio de Dios, a
conocerlo de modo experimental, sabroso. Era lo que Francisco traducía en su lenguaje sencillo
e ingénuo, al decir que le gustaba mucho nuestro Señor, pensar en El, estar con El; que le
gustaba mucho ver al Angel, pero le gustaba más ver a Nuestra Señora y más todavía ver al
Señor en aquella luz que Ella le metía dentro del pecho. Ocurrió que, durante algunos día, no se
atrevía a hablar, ni era capaz de nada, ni de caminar. Y decía: «No s6 como es !»-Me gusta tanto
Dios!».
Extraordinarias su fe y sus vivencias eucarísticas. Le gustaba mucho ir a la Santa Misa y
participar en los actos de culto; deseaba ardientemente comulgar. Fue muy duro para él, no
poder comulgar como las demás personas, pero ofrecía a Dios esta pena por la conversión de los
pecadores.
Jesús escondido era el centro entorno al cual giraba toda su vida. Eran las visitas frecuentes y
prolongadas, eran los cariñosos saludos que Le enviaba de lejos. No comprendía cómo Dios,
siendo tan grande, cabía en un Sagrario tan pequeño, ni comprendía cómo estando allí vivo, la
gente no lo veía, ni El hablaba con nosotros; más adelante dijo que ya sabía cómo era: Es que
Dios siendo tan grande, es capaz de hacer lo que quiere, se hace pequeño y se esconde, para que
nosotros no podamos verlo.
En esta misma línea de fe, amaba entrañablemente a Nuestra Señora, amor que se expresaba en
la fiel correspondencia a las peticiones que Ella había hecho. Quería todo lo que quería Nuestra
Señora. Y así, tenía pena de no saber rezar el rosario como las demás personas, pero lo rezaba
muchas veces al día, como sabía; se hizo el gran apóstol del rosario en la familia y entre los
compañeros.
En una actitud de fe ante todo lo que el Señor le iba dando a conocer, por medio de María, hacía
los mayores sacrificios para convertir a los pecadores, sin duda, pero sobre todo, para consolar a
Dios nuestro Señor, que era su primero y grande amor.

Su fe, siempre fuente de vida, la manifestó también en su amor a la Santa Iglesia,


personificada, para él, en el Santo Padre y en los sacerdotes, por los que oraba y se
sacrificaba. Al comienzo del tiempo pascual, recordamos las palabras del Señor: «Seréis
mis testigos... hasta el último rincón de la tierra». Dar testimonio de la Resurrección del
Señor es condición y exigencia de nuestro ser cristiano. La mejor lección que podemos
aprender del Siervo de Dios Francisco Marto, es, quizás, la lección de la coherencia
entre la fe y la vida. Y es muy actual este mensaje de coherencia entre la fe y la vida, en
un momento en el que muchos cristianos, si no reniegan teóricamente de su fe, no la
viven en las situaciones concretas de su vida diaria. Proclamar la Resurrección del
Señor, de palabra y con las obras, es deber fundamental de nuestra condición de
discípulos. Tenemos que ir a todas las encrucijadas de la tierra y de los hombres, para
plantar en sus entrañas la Cruz Redentora del Señor. Este es el desafío silencioso, pero
urgente que nos hace la fidelidad heroica de Francisco a todas las llamadas e
inspiraciones de Dios. Guiados y fortalecidos por esta lección y confortados con la
bendición maternal de María, anunciaremos el Reino del Señor, que ya está dentro de
nosotros. Amén. ¡Aleluya!

FRANCISCO, UN MODELO DE CREYENTE PARA NUESTROS


DIAS
Alocución en la Basílica de Fátima, el día 4 de abril del 1989,
aniversario de la muerte de Francisco.
Los creyentes de que nos habla la primera lectura de esta Misa, tenían un sólo corazón y
una sola alma. Realizaban aquel ardiente deseo del Señor, expresado en la fervorosa
súplica al Padre, antes de la Pasión: «Que todos sean uno... consumados en la unidad»
(Jo. 17).
La unidad es característica fundamental del nuevo Pueblo Mesiánico: sigue a un sólo
Pastor; no está dividido, sino edificado sobre la misma piedra angular; profesa una sola
fe; ejerce un sólo culto; tiene por única ley, el mandamiento nuevo lo anima una misma
esperanza. «Se trata de una unidad profunda, vital, que es un misterio y un don» (Juan
Pablo II, 03/11/82), don, que es fruto del misterio pascual de Jesucristo muerto y
resucitado.
El nuevo pueblo Mesiánico, proyecta en el tiempo y en el espacio el misterio de Dios
uno y trino; uno en la esencia, trino en las personas. Su vida es teologal, vivida en la fe,
en la esperanza y en la caridad. Modelo de esta vida sobrehumana, porque es
sobrenatural, es el Siervo de Dios, Francisco Marto. Francisco, nació en Aljustrel, el 11
de Junio de 1908, en la parroquia de Fátima, el sexto hijo (fueron 7), de Manuel Pedro
Marto y Olimpia de Jesús. Fue bautizado nueve días después, el día 20 del mismo mes.
En Octubre de 1918, contrae la «neumonía». A finales de marzo de 1919 se agrava la
enfermedad. El 2 de abril se confiesa, el día 3 recibe la Sgda. Comunión como Viático y
a las 10 de la noche del día 4, parte para el Cielo. Su cuerpo es sepultado en el
cementerio de la parroquia, el 5 de abril.

Quiero poner de relieve la vida de fe del Siervo de Dios, en estos momentos en que la fe
disminuye pavorosamente y la Iglesia en Portugal se empeña en una pastoral de la fe.
El Concilio Vaticano II dice que los primeros educadores de la fe son los padres. Francisco
recibió de sus padres una formación religiosa muy elemental; pero, procuraban mandarlo a la
catequesis que la madre de Lucía daba a muchos niños del lugar y a la catequesis que daba el
Párroco en la Iglesia.
La escuela quedaba lejos y las familias cristianas recelaban de mandarlos -allí temiendo que-
fuese perjudicada la educación cristiana de sus hijos, porque el profesor no tenía convicciones
religiosas.
Son conocidas unas palabras de su madre que dan mucha luz acerca de Francisco: «era el más
religioso de todos». Esta afirmación puede estar ligada al temperamento de Francisco, propenso
a la interioridad. Podría significar también que asimiló muy bien las nociones sobre las verdades
de la fe, aprendidas en el Catecismo o que poseía un fino «sensus fidei», como hijo de Dios por
el Bautismo.
Tenía un gran deseo de que le aclarasen las cosas que ignoraba acerca de Dios, a juzgar por las
preguntas que hacía: «¿Quién es el Altísimo? ¿Qué quiere decir los Corazones de Jesús y de
María están atentos a la voz de vuestras súplicas?» (Memoria IV). Una vez aclarado, quedaba
pensando en silencio, hasta que surgían nuevas preguntas: «El Angel, a tí te dio la Sagrada
Comunión; pero a Jacinta y a mí, ¿qué fue lo que nos dio? —Fue también la Sagrada Comunión,
— respondió Jacinta. ¿No ves que era la Sangre que caía de la Hostia?
Ante la incoherencia de tantos cristianos de hoy, que establecieron el divorcio entre la fe y la
vida, cuánto bien nos hace saber que Francisco se esforzaba por armonizar la vida con las
verdades que iba descubriendo. Abundan los testimonios: «Estaba dotado de una fe viva y
profunda que demostraba en las diversas circunstancias de su vida» «En el trato familiar que
tuve con el Siervo de Dios, pude asegurarme de que estaba perfectamente convencido de todas
las verdades de la fe. Exteriormente hablaba y procedía en armonía con esta convicción.
Habitualmente el Siervo de Dios, sin darse cuenta, vivía y actuaba, movido por el espíritu de fe
que se traducía en sus palabras y acciones». Hace algunos años, tomamos como tema de
las peregrinaciones: «contemplar como Francisco». Podríamos, efectivamente, definirlo
como el «silencioso», «el contemplativo». ¿Por simple temperamento? No.
Los acontecimientos sobrenaturales de los que fue protagonista, obraron en él una
«transfiguración», una «sublimación», un «endiosamiento» manifiestos. Durante las
visiones, sentidos y alma fueron transformados por un efluvio de gracia iluminativa que
se proyectaba en la voluntad y en la inteligencia.
Parece-fuera de duda que al-Siervo- de Dios le fue concedido el don de la
contemplación infusa. Su fe sencilla se fue perfeccionando, día a día, bajo la acción de
esa luz de sabiduría que el Señor le comunicó en las apariciones del Angel y de Nuestra
Señora. Los teólogos de ascética y mística nos hablan de ese conocimiento experimental
y sabroso que el Siervo de Dios traducía en aquel repetido «pensar en Dios», «pensar en
Nuestro Señor», «me gusta tanto Dios», «consolar a Nuestro Señor».
Su fe le llevó a hacer de la vida una oración continua, mediante la recitación del rosario,
la repetición frecuente de pequeñas jaculatorias, las largas horas junto al Sagrario,
comuniones espirituales, actos de reparación y desagravio, mortificaciones voluntarias,
que son como la oración de los sentidos. Como Francisco de Asís sí podía decir que
Dios era «su todo». La fe del Siervo de Dios se expresó además, en una tierna devoción
a Nuestra Señora. «Le gustaba mucho rezar la corona —dice la madre— como era
costumbre en la familia». Y los testimonios se multiplican. «Después de las
Apariciones, sobre, todo, Francisco tenía una devoción extraordinaria al Rosario.
Muchas veces lo ví en casa y fuera con la corona del Rosario en la mano, que recitaba
solito».
«Debo añadir todavía que el Siervo de Dios fue, en su tierra y sobretodo entre los chicos
de su edad, como un apóstol de la devoción a la Virgen Santísima, por el fervor con que
a todos recomendaba esta piadosa devoción».
Vivió su fe, cultivando una sincera y tierna devoción al Santo Padre, que se manifestaba
en un gran respeto, en un ansia incontenida de verlo. «Ofrecía oraciones y sacrificios
por Su Santidad. Decía que le gustaba mucho el Santo Padre y le daba mucha pena,
porque Nuestra Señora había dicho que sufría mucho .Tenía, también un gran amor a
los sacerdotes, aún cuando eran duros con él en los interrogatorios. Al verlos, se
descubría y corría a besarles la mano, pidiéndoles la bendición; recordaba y ponía en
práctica sus consejos».
La vida del Siervo de Dios es una interpelación discreta, pero exigente y tenaz para los
cristianos de hoy, para los hombres de hoy, que apartan a Dios de su pensamiento y de
sus actuaciones, que vuelven las espaldas a lo sobrenatural y trascendente. Condena la
apostasía de unos, la indiferencia de otros y la mediocridad de casi todos.
¡Cuan beneficiosa sería la canonización de Francisco Marto! ¿Podremos esperar que
acontezca? Juan Pablo II beatificó el año pasado a Laura Vicuña, que tenía 12 años, y
cerca de 10 meses. Francisco no había cumplido lo 11 años, cuando murió. Yo tengo
fundada esperanza de que será beatificado, junto con Jacinta más joven todavía.
S. Pío X abrió los sagrarios a los niños y respondió proféticamente a las críticas
provenientes de los más diversos ambientes: «por ella (la Sgda. Comunión), habrá
santos entre los niños y vosotros los veréis». ¡ Qué la profecía de S Pío X se realice en
los Siervos de Dios Francisco y Jacinta Marto, para la salvación de esta alocada
sociedad de nuestro tiempo y para gloria de Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo
y también de María Santísima, hija, madre y esposa de Dios. Amén. Aleluya.

JACINTA: EL SIMBOLO SE HACE REALIDAD


Alocución en la Basílica de Fátima, el 20 de febrero de 1990, 70º
aniversario de la muerte de Jacinta.
Nos dice el Santo Evangelio, que Jesús acogió a un niño con inmenso cariño,
abrazándolo, como hacen las madres.
A veces ocurre que la madre parece una loquita de amor por el hijo pequeñito (por su
niño): lo cubre de besos; lo aprieta contra su corazón maternal y, en sus manifestaciones
de amor, usa expresiones verbales que asustan, como ésta: «que te trago, que como a mi
niño!».
Conocemos la predilección de Jesús por los niños .Cuando un día quisieron apartarlos,
el Señor intervino con firmeza: «Dejad que los niños se acerquen a Mí y no se lo
impidáis, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt. 19,14).
Y en otra ocasión dijo: «En verdad os digo: si no os hacéis como niños pequeños, no
entraréis en el reino de los cielos. Así pués, quien se haga humilde como este niño, será
el mayor en el reino de los cielos» (Mt. 18, 3-4).
Se identifica con ellos: «Quién recibe a un niño de estos en mi nombre, a Mí me recibe»
(Ibíd., 18, 5).
Se ve que Jesús establece una especial relación entre los niños y el reino de los cielos.
El niño aparece a los ojos de nuestro espíritu, como símbolo de aquellas disposiciones
interiores absolutamente necesarias para entrar en el Cielo y vivir en la tierra una
entrega total al Señor.

En la pequeña Jacinta, el símbolo se hace realidad esplendorosa, que ilumina la vida de


la Iglesia y señala a toda la familia humana, caminos de auténtica «humanización» que
será entrada y pórtico de divinización, es decir, de la salvación en Cristo Jesús,
Redentor del hombre.
Sin fe, es imposible agradar a Dios y esta virtud es la raíz de toda justificación. Sin fe, el
hombre pasa por la tierra como por un túnel, cerrado a los esplendores de las realidades
sobrenaturales, que proyectan claridades de eternidad sobre todas las realidades terrenas
y temporales.
El 13 de Mayo de 1989, el Santo Padre declaró solemnemente, que la Sierva de Dios
Jacinta Marto, vivió la virtud de la fé en grado heroico. Sería interesante recorrer el
itinerario de fe de Jacinta, desde los comienzos hasta sus expresiones más elevadas y
profundas, que hacen de ella una alma verdaderamente contemplativa.
Antes de las Apariciones, Jacinta había aprendido las verdades religiosas, con gran
entusiasmo y docilidad, sin faltar aquella normal curiosidad de niña.
De Lucía aprendió la «historia de Nuestro Señor». Con su fina sensibilidad, captaba,
con aguda intuición, todo lo que iba aprendiendo y se esforzaba por vivir según esas
verdades. Pidió a su prima que le repitiese muchas veces la «historia de Nuestro Señor».
Y, al oír hablar de los sufrimientos de nuestro Señor, la pequeñita se conmovía se
enternecía y lloraba de pena. Al saber que Nuestro Señor, «así clavado en la cruz»
murió por nuestros pecados, decía con inmensa pena: «Pobrecito Nuestro Señor» Yo no
he de hacer ningún pecado jamás. ¡No quiero que Nuestro Señor sufra más!».
Aquel beso dado a Nuestro Señor, clavado en la cruz, en casa de Lucía, la marcó para
siempre. De ahí le vino aquella sed de desagraviar a Jesús por los pecados de los
hombres, aquel hambre de mortificación por la conversión de los pobres pecadores.
(Memorias da Irmá Lúcia).
Según el pensamiento de Pascal, bien conocido, buscar es ya encontrar: «No me habrías
buscado, si no me hubieses encontrado».

Podemos decir que la fe de Jacinta se expresa ya en aquella ansia incontenida de


aprender la doctrina. Le gustaba mucho comulgar, pero le había asegurado que no
podía, porque no sabía la doctrina (el catecismo). Y entonces, Jacinta dijo un día a
Lucía: «enséñanos más cosas, que esas ya las sabemos». Los propios familiares dan
testimonio: «Invitada a oir las explicaciones de la doctrina cristiana o a aprender a rezar,
venía siempre con gran prontitud y alegría. Y muchas veces, pedía ella misma que le
enseñásemos» (Olimpia). Y el padre: «A Jacinta le gustaba mucho aprender la doctrina,
sobre todo en casa enseñada por la madre. Yo también ayudaba».
Otros familiares añaden: «Su espíritu de fé, se manifestaba, sobre todo, en el deseo de
aprender la doctrina. Aprendía de prisa y bien. Muchas veces, solita, en la cocina, o
sentada en un banquito al sol, se quedaba rezando la Corona o repitiendo puntos de
doctrina.
«No conozco casos particulares, pero sí su ansia, de ir a la catequesis».
«Mostró siempre una fe viva, aceptando todas las verdades religiosas, a medida que las
iba conociendo, sobretodo en la catequesis. Se veía que estas verdades le impresionaban
porque pedía a otras personas que le aclarasen su sentido. Le preocupaba el misterio de
Dios, mostrándose sorprendida por no verlo, a pesar de que El está en todas partes».
Podemos concluir que la beatificación, ardientemente deseada, reviste un alcance
pastoral extraordinario para la Iglesia y la humanidad entera. Además esta importancia
pastoral viene acentuada por las muchas cartas postulatorias.
Es necesario revalorizar la catequesis familiar infantil, teniendo presente la afirmación
conciliar, de que los primeros maestros de la fe son los padres. Hoy, son muchas las
familias que se dicen cristianas y omiten este deber fundamental. Es significativa la
actitud de aquella madre que se quejaba de que en la catequesis no le enseñaba el Padre
Nuestro y el Ave María a su hijo. !No diga eso a nadie!, le respondió sensatamente la
catequista, «pues está diciendo que en su casa no se reza».

El mensaje de Jacinta es una interpelación hecha a los niños, adolescentes y jóvenes en


el sentido de que conozcan cada vez más a fondo las verdades reveladas que el
Magisterio de la Iglesia, interpreta auténticamente. El mensaje de Jacinta, desafía a los
cristianos de hoy a ser coherentes con la fe que profesan. Esta no puede situar- se en los
puros dominios de la inteligencia, ni en la intimidad de la conciencia, sino que debe
estar encamada en la vida diaria, traducirse en actos de amor a Dios y a los hombres.
Sepamos todos acoger las llamadas que nos llegan de esta niña singular,. cuya fidelidad,
vivida hasta el heroísmo, constituye el mayor reto a nuestras ambigüedades e
incoherencias como hijos de Dios.

ALGUNAS FECHAS HISTORICAS

1908/11/06 Nacimiento de Francisco en Aljustrel.


1910/11/03: Nacimiento de Jacinta en Aljustrel.
1916: Otras Apariciones del Angel a los Pastorcitos.
1917/13: Día 13 de cada mes, desde Mayo a Octubre, apariciones de Nuestra Señora a los tres pastorcitos, excepto en
el mes de Agosto, que apareció el día 19 en los Valinhos. El día 13, estaban presos en Vila Nova de Ourem.
1919/04/04: Muerte de Francisco.
1920/20/02: Muerte de Jacinta en Lisboa.
1921/13/10: Permiso para celebrar la primera Misa en la Capilla de las Apariciones.
1922/06/03: La Capilla de las Apariciones fue dinamitada y destruida.
1922: Se abrió un proceso canónico sobre las apariciones.
1922: El Obispo de Leiria nombra la comisión canónica especial.
1927: La Santa Sede concede el privilegio de una Misa votiva en Fátima.
1927/26/06: El Sr. Obispo de Leiria preside por l vez una ceremonia oficial en Fátima.
1928: Se coloca la 1.a piedra de la Basílica.
1930: El Sr. Obispo de Leiria publica una carta pastoral, aprobando el culto de Nuestra Señora de Fátima y
declarando dignas de crédito las apariciones.
1931/13/05: Gran Peregrinación de los Obispos Portugueses a Fátima. Consagración de Portugal al Inmaculado
Corazón de María.
1936//OS: Voto del Episcopado portugués de promover una gran peregrinación nacional a Fátima, si Portugal se viera
libre de la revolución que crece en España.
1938/13/OS: Se realiza esa gran peregrinación en acción de gracias.
1942/31/10: Se clausura el 250 aniversario de las Apariciones. Pío XII habla en portugués para Portugal y consagra el
mundo al Inmaculado Corazón de María.
1946: El Legado Pontificio corona a la Imagen de Nuestra Señora de Fátima, como «Reina de la Paz y del Mundo».
1946: Primeros pasos para iniciar la causa de Beatificación de Jacinta y de Francisco.
1952: Se instruye el Proceso Informativo Ordinario en la Curia Episcopal de Leiria. Se celebró también el Proceso
Rogatorio en Coimbra, para oir el testimonio de la Hermana Lucía.
1967: Cincuentenario de las Apariciones. Visita de su Santidad el Papa Pablo VI, el 13 de Mayo.
1979: Termina el Proceso Informativo.
1982: Los días 12 y 13 de Mayo el Santo Padre, Juan Pablo II, visita Fátima.
1989/13/05: Se publica el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes de Jacinta y Francisco, concediéndoles el título
de Venerables. 1991, días 12 y 13 de Mayo:
El Santo Padre Juan Pablo II visita nuevamente Fátima.

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