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-Se dice-
01/06/2008
Fundación Wilheim Stropokva
Francisco Durán Del Fierro
Dios escondió los dados.
Prólogo
Una notable publicación de aquel año (“El fin de las certidumbres”, de Prigogine) formó
parte del escenario perfecto para asomarme por las ventanas del pensar, y ejercitar,
una vez más, la crítica impiadosa que tanta excitación me ha provocado en los templos
de la herejía.
Francisco IV.
Se dice que Dios le comentó, a las orillas del monte Sinaí, a un hombre, de talante
apesadumbrado e irascible, que La Eternidad que tanto han hablado los sofistas es, en
la instancia de la apariencia, un juego del azar; sin embargo, el demiurgo le dejo claro
que la causa última de esa jurisdicción, en la instancia de la verdad, es su
todapoderosa voluntad. Esa misiva liminar, tanto más destructiva si la creemos
verdadera, ha sojuzgado a toda una historia que aún no termina de escribirse: la
historia del tiempo, y su abstracción ascética-universal, la eternidad. Precisamente
aquella historia, que va desde el período griego hasta nuestros días, se ha instalado,
con el poder de lo implícito, en el contenido mismo de la inútil reflexión, como siempre,
de los filósofos escépticos.
La idea de eternidad sirve como principio regulador pues en ella se encuentran sus
correlativas fatigas desesperanzadas: el tiempo y el porvenir. Estas últimas serían la
sustancia viciosa y redundante de nuestra mera “esperanza”, siempre tan moralmente
apreciada y categorizada. La idea de eternidad envuelve lo que como fin casuístico se
pretende reflexionar, es decir, si Dios finalmente escondió los dados o no; si a Dios le
gusta jugar al poker alemán, como ha chess Master, o simplemente juega como un
miembro del directorio de un reality show (seguro de un canal católico).
Son precisamente estas condiciones las que proponen nuevos y profundos problemas
acerca del tiempo. Así, el tiempo y su vinculación con el uso y apropiación de una
mercancía abstracta como el plusvalor, como también su disolución en la conciencia
misma (para sí), o su estado de movilidad clasificada y quieta (contradicción
flagrante): se dice de “perder el tiempo”, sin embargo el tiempo siempre, pero siempre
se pierde. Estas dificultades que nos propone el tiempo no resultan de un escenario
vacío y sin espectadores, sino que forman parte de la irresoluble relación tiempo-
historia. Frente a esta sincronización defectuosa cabe preguntarse, ¿cómo es posible,
si el tiempo es un proceso mental, que varios hombres, ubicados en lugares
totalmente distintos, compartan la misma idea de tiempo? (pregunta ya establecida
por varios personajes tenebrosos). Quizás la respuesta más inmediata y urgente sería:
no sólo somos relaciones intersubjetivas, sino además relaciones transubjetivas. Este
no es el momento para defender esta, casi segura, insulsa hipótesis, pero, y lo
importante de destacar, es que la idea que se viene dilucidando es un problema, un
problema de larga data que, por ese mismo hecho, puede filtrarse desde distintas
ópticas y desde distintas necesidades, lo que implica verter cada una de sus
vicisitudes.
II
Dice Plogénico con notoria pasión: “El vuelo del porvenir se llena sobre y en el tiempo,
que no es sino su continuación y confabulación. El pasado como su instante
imperecedero, el presente como su absolutización, y el futuro como el puente entre lo
incognoscible y lo imaginable. Cada palabra, cada emoción, cada sentimiento, cada
sensación, cada instinto…sus amantes eternos, sus mujerzuelas maculadas, sus
deyecciones pueriles. El paso de su temporalidad, dividido y cosificado, nos encandila
hasta la divinidad no revelada, como su palabra y acierto…desde lo alto y lo ras…desde
lo móvil e inmóvil. La mirada inconclusa de su sobrevenir nos presenta sus
grandiosidades y sus nimiedades para lo cual la naturaleza ha estado preparada desde
tiempos inmemoriales, incluso desde Cicerón, en su confusa caravana del movimiento
continuo, hasta Confucio, en su sabiduría inalcanzable, se vieron seducidos por el
principio no material de su proyección”.
Así también Plutarco nos clasifica su pensar temporal: “Orden y desorden, caos y
fluidez, casos ininteligibles de un movimiento que no es sino una referencia divina, un
estado psicológico externo. La causa de esa bella adecuación entre un tiempo
completamente ubicuo y una historia constantemente realizada es la codicia divina de
un creador que tiene al porvenir como su obra gloriosa. Los lugares, incluyendo sus
apoteósicos instantes, se confluyen, en una celestial reunión, sobre un tiempo
rectilíneo y en espiral que confunde, hasta al más sabio de los sabios, el origen de su
resolución. El tiempo, como sustancia eterna de la voluntad divina de la eternidad, nos
sostiene desde un péndulo crónico para hacernos miniaturas de su omnipotente
causalidad”.
Las aseveraciones anteriores pueden inducirnos a tomar los caminos oscuros y míticos
que tanto mal han hecho a la humanidad. Tales caminos han confundido, por miles de
años, a las voluntades débiles y a los corazones esperanzados, llenos de fe y de
consuelos superfluos. Han provocado tanto daño, tanta decadencia, tanta excreción
humana que ni el más grande de los ideales de libertad ha podido transmutarlo. Han
sido épocas difíciles, todos sabemos eso. Afirmaciones como las anteriormente citadas
constituyen la forma en que el saber absoluto, como historia humana realizada, ha
perdido su fin, y por sobre todo, su autofinalidad. Suponer, como lo hace Plogénico,
que pertenecemos a un tiempo remoto y eternamente inconcluso (divinamente
inconcluso), y que nos diluimos sobre y en él, es, en el fondo, una proposición quieta,
clasificada que pone en el centro de la explicación un halo metafísico profundamente
dañino y profundamente conspirador. El mismo Newton, el científico judío (que tenía
como premisa: “no especule, aténgase a los hechos”), hace coincidir esa idea,
asimilando al tiempo como un campo imaginario en el cual la humanidad se sostiene y
se reproduce, es decir, al tiempo como la base sobre la cual estamos inmersos,
querámoslo o no: nos constituimos y fundamos “sobre” y “en” el tiempo. Situación
paradójica, pues si pensamos, siguiendo estas ideas, que nos encontramos “sobre”
algo (ya sea el tiempo, la tierra, la naturaleza, etc.) entonces lo que sucede es que
estamos destinados a conocer, desde el método de moda, toda su veracidad, ya que se
nos revela irresolutamente. Dado aquello, y quizás por esa situación paradójica, es que
la historia entera de la humanidad ha buscado incansablemente esa “verdad exterior”
que nos encausará hacia los velos de la pasividad. Si estamos “sobre algo” podemos
situarnos, correlativamente, de forma lógica y ontológica, en el escenario perfecto para
descubrir, y por consecuencia, para dominar ese algo. Es así como la ciencia en
general ha pretendido, desde su vanidad ideológicamente fundada, descubrir los
misterios que la religión, en su época de mayor poder, no pudo realizar; es así como
se pretenden abrir las cortinas y soplar contra los humos metafísicos que han ocultado
la verdadera situación de las cosas; es así como se asoman innumerables teorías,
puestas como verdades absolutas, sobre cómo entender y explicar el devenir del
tiempo; es así como el tiempo se ha fetichizado en el contenido de nuestros
pensamientos, considerándolo lisa y llanamente de forma exterior y referido a algo.
Cosa absolutamente desgraciada. Todos, bueno los más cautos, sabemos eso.
Es también Schopenhauer quien propone más y más situaciones para abominar: “Una
infinita duración ha precedido a mi nacimiento, ¿qué fui yo mientras tanto?
Metafísicamente podría quizá contestarme: Yo siempre he sido yo; es decir, cuantos
dijeron yo durante ese tiempo, no eran otros que yo”. Esa perpetúa temporalidad,
acumulada ya como eternidad, no es sino la multiplicación del tiempo como una
sucesión de espejos inconclusos. Pensar metafísicamente, como lo hace en aquel
fragmento el susodicho, es simplemente reducir (aunque lo primero es pensar en una
ampliación eterna del tiempo) lo que únicamente nos pertenece: la producción del
tiempo. Con tales ideas se alzan nuevamente conceptos como “eterna humanidad” o
como “infinita linealidad”, con lo cual volvemos a perdernos en las pueriles y fútiles
perspectivas de la iglesia totalitaria. Mal síntoma de una historia humana humillada y
derrotada.
Frente a ello podemos sacar las siguientes conclusiones, siguiendo a los autores
citados: si estamos inmersos “sobre” el tiempo, en una suerte de fuente universal que
constituye las formas más esenciales, entonces las categorías como Justicia, Libertad,
Igualdad, Felicidad, estarían a la orden de un continuo eterno que señala lo cuán
alejado o cercano nos encontramos de su veracidad. Si estamos siendo fundados
constantemente por causa de una Razón universal, en este caso llamado tiempo, lo
que realmente importa es propugnar sus ideales más profundos con el propósito
parcial, en ciertas ocasiones, de mantener su ya sobrevalorada forma y sustancia. La
música, así como también todas las expresiones de arte (actualmente el arte es solo
arte para los artistas), estarían formando parte de esa eternidad desdoblada que indica
lo que es correcto o incorrecto, verdadero o falso, frente a una especie de relación
exterior, que sería el tiempo eterno, que clasifica y cualifica. El tiempo como medida y
valor.
III
Ya no sólo la idea de tiempo remite a una cuestión inconsciente, que viene luego del
efecto en la conciencia, sino que, y a partir de los distintos momentos fundantes del
capitalismo, se erige como parte fundamental del comportamiento y adiestramiento
diario de millones de trabajadores. El tiempo los arrebata como un fractal descendente
que gira en torno al vacío; el tiempo los colapsa hasta el desdén del propio yo; el
tiempo los encarcela en un orbe somnoliento; el tiempo, y sus sucesiones
atormentadoras, nos aniquila, nos quita el aliento de la libertad, nos controla y nos
fatiga hasta la longevidad. Encandilador tiempo. El mundo y el tiempo, infelizmente,
son reales; yo, desgraciada y tristemente, los produzco.
El tiempo sería, entonces, una suerte de sustancia de la que estoy hecho, pero la
sustancia, como alguien dijo por ahí, es el sujeto: Dios no sólo no juega a los dados,
tampoco, como supuso Stephen Hawking, no sabe donde los tira, simplemente los
dados, el juego y él mismo somos nosotros, una eterna perversión subliminal de las
esperanzas católicas. La ingenuidad ha terminado aquí.