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La Revolución Capitalista en el Perú

Jaime de Althaus

Introducción

Durante la segunda vuelta del proceso electoral del 2006 se produjo un fenómeno mediático sin precedentes:
prácticamente todos los diarios y canales de televisión manifestaron –más o menos explícitamente- su apoyo a Alan
García frente a Ollanta Humala. Esa casi unanimidad fue percibida por algunos sectores de izquierda como
sospechosa, asfixiante y sublevante. Veían detrás de ella la acción de grupos de poder o, en el mejor de los casos, el
miedo instintivo del Perú criollo, dominante y discriminatorio al Perú real, andino, cholo, un miedo que era, en el
fondo, el temor a perder posiciones de privilegio en una revolución democrática.
Y hubo miedo, sin duda. Pero no a un cambio democrático y justiciero, sino a una involución estatizante y populista
que pusiera en marcha nuevamente todos los mecanismos que nos habían llevado al enfrentamiento, a la
descapitalización del país y a la larga crisis económica que desembocara en la hiperinflación de fines de los ochenta.
Pero más que miedo, era la sensación de impotencia y desesperación de constatar que no habíamos aprendido nada
de la historia, que el fantasma de Velasco podía regresar y pasearse como Pedro por su casa. Era la anticipación a un
desaliento nacional muy grande.

Por eso, incluso sectores de izquierda más modernos se inclinaron también por García en la segunda vuelta, y pudo
ganar casi milagrosamente el candidato que más desaprobación y voto negativo había registrado en los dos últimos
años en todas las encuestas. Entonces, la pregunta era, más bien, por qué Ollanta Humala convocaba tal rechazo en
los sectores que podríamos llamar, algo petulantemente, "modernos", tanto de derecha como de izquierda.
No es novedad la enorme brecha con el Perú mayoritario y excluido, que no se siente partícipe ni de la democracia, ni
del mercado ni de esta sociedad a la vez ilusoria y racista. Pero para el humalismo eso significaba que había poco de
rescatable en el modelo económico y en el sistema político, y lo único que quedaba era, efectivamente, patear el
tablero para comenzar de cero, con nuevas reglas. Así se decía en las plazas. Refundar la República, como proponía su
plan de gobierno.

Eso era, exactamente, lo que se rechazaba. De alguna manera el país había comenzado un nuevo camino económico a
partir de los noventa que, pese a la recesión 98-01 y a que no incluía a todos por igual, daba nuevamente claras
señales de vitalidad y crecimiento. No tenía sentido destruir el lado sano y vigoroso para curar el lado enfermo y
exangüe. De lo que se trataba es de hacer crecer el lado dinámico hasta abarcar a todos. Extender el mercado y la
democracia. Integrar, no eliminar.

No sólo eso. Para cualquiera que hubiese seguido la trayectoria económica del país, era claro que una recuperación
importante había comenzado a partir de los noventa, luego del retroceso operado desde los setenta. En efecto, el
gráfico ilustra claramente cómo el producto per cápita, que venía creciendo de manera sostenida desde 1950 gracias a
una política de apertura económica y estabilidad fiscal, empezó un proceso de caída libre a partir de la década del 70
cuando la nueva estrategia de desarrollo basada en la estatización de la economía y la industrialización por sustitución
de importaciones no pudo seguir ocultando sus efectos y estalló en inflación y pérdida de reservas. La caída del PBI
per cápita se siguió pronunciando durante los ochenta debido al mantenimiento y acentuación de los rasgos más
nocivos de ese modelo de desarrollo, hasta la implosión final del Estado - en medio de la hiperinflación de finales de la
década, acompañada, como en una pesadilla sin salida, del avance sin pausa de Sendero Luminoso. En cambio, y en
claro contraste, el paso a un modelo económico basado en una mayor libertad y apertura económicas y a la
reprivatización de la mayor parte de la economía invirtió rápidamente la curva del producto per cápita devolviéndola
a una trayectoria ascendente hasta la actualidad, con la sola y temporal pausa de los años 1998-2001, ocasionada por
shocks externos que no fueron bien manejados por el Banco Central, que no fue capaz de soltar parte de las ingentes
reservas acumuladas cuando los bancos del exterior cortaron las líneas de crédito provocando el corte de la cadena de
pagos en nuestro país.
No obstante, ese pequeño interludio, doloroso porque cortó el vuelo ascendente de la economía durante tres años
provocando la quiebra de muchas empresas, no logró alterar la notoria velocidad de la subida del PBI per cápita desde
los noventa, en contraste con la caída abrupta desde los setenta. Porque superado ese trance la economía se recuperó
por sí misma gracias a sus nuevos fundamentos. Por eso, que una opción electoral pretendiera afectar el mecanismo
clave de la acumulación –la inversión privada- para retornar a algunos de los conceptos estatizantes de los setenta,
luego de la experiencia tan claramente expresada en el gráfico expuesto, reflejaba, como hemos dicho, una severa
incapacidad para aprender las lecciones de la historia, lo que echaba una sombra de pesado desaliento sobre las
posibilidades del país de construir sobre sus experiencias, e implicaba una involución en los consensos tan duramente
conquistados en el país en torno a la democracia y la economía de mercado.
El Perú perdió más de 30 años con Velasco y su continuismo en los ochenta. Recién ahora recupera el per cápita del
año 74. Países de la región que en 1970 eran más pobres que el Perú, hoy son más ricos; es el caso de México, Chile,
Costa Rica y Panamá (Banco Mundial, 2006, p. 50). Chile, que ese año tenía un ingreso per cápita algo inferior al
peruano, hoy posee uno que es 2.8 (casi tres) veces el nuestro, y sabemos perfectamente los caminos económicos
divergentes que siguieron ambos países a partir de esa fecha.
¿Cómo podía llamarse, entonces, ―nacionalista quien postulaba el espíritu de las recetas que nos llevaron a perder la
carrera en América Latina y a perderla larga e inaceptablemente frente a nuestro vecino del sur, nuestro rival
tradicional?

Podía decirse, sí, que el crecimiento económico no incluía todavía a todos, pero esto, más que un defecto del modelo
económico, lo era de la absolutamente ineficaz acción redistributiva del Estado y de la persistencia de cargas legales
que mantenían a gruesos sectores del país en la informalidad. La economía estaba haciendo su tarea. Estaba
avanzando en la inclusión, aunque no a la velocidad que reclamaban los pueblos. Quien no estaba haciendo su tarea,
como veremos más adelante, era el Estado, que más bien generaba exclusión por sus intereses creados y sus leyes
marginadoras, lo que se agravaba con la imagen de frivolidad de un Presidente de la República ausente.
Por eso, era un error culpar al motor de la acumulación nacional de los defectos de la redistribución social de la
riqueza. Se le podía reclamar a ese motor una velocidad mayor para generar más empleo y más excedentes tributarios
para el desarrollo social. En ese caso había que liberarle de trabas, no trabarlo ni cargarlo más. Pero una revisión de
las cifras revela que, más allá de la imagen de una concentración de la riqueza en un pequeño grupo que el modelo
puede transmitir, y de la subsistencia de regiones andinas sin progreso y relativamente desconectadas del mercado,
por primera vez en décadas la brecha entre Lima y las provincias y entre niveles sociales empezaba a reducirse gracias
a la redistribución de los privilegios rentistas, a la titulación de la propiedad y a la extraordinaria expansión del
microcrédito, de las agroexportaciones, las exportaciones no tradicionales y el turismo.
Lo que venía fallando clamorosamente durante el primer lustro del 2000 no era el motor de la acumulación y ni
siquiera la existencia de privilegios rentistas entre los grupos económicos, que no existían como veremos también más
adelante, sino la capacidad redistributiva del Estado, la subsistencia de núcleos de poder social vinculados al viejo
orden de los setenta-ochenta que exigían mantener sus privilegios, y, en lo anecdótico, la imagen del Presidente y las
autoridades. Necesitábamos un motor económico aun más potente, pero lo que había que reformar radicalmente –o
refundar, allí si- era el Estado, su capacidad integradora y empoderadora de los sectores sociales excluidos: la
educación pública, la salud, la justicia, los programas sociales. Necesitábamos habilitar a los padres de familia, a los
usuarios, con los instrumentos que les permitieran exigir rendimiento a las castas burocráticas y gremiales. Trasladar
el poder de los estatales al pueblo. Y reformar la representación política. Esa era la verdadera revolución.
Pero una hipoteca ideológica impide percibirlo así. Las nacionalizaciones como bandera, el control estatal de los
recursos naturales, el rechazo al TLC con Estados Unidos y la creencia de que nuestra pobreza se debe al imperialismo
y a las transnacionales, que se manifestaron tan claramente y consiguieron amplia adhesión en el proceso electoral
del 2006, confirman que la huella de las ideas socialistas y velasquistas no ha sido aun borrada. Sigue formando
pensamientos y actitudes.
De hecho, para muchos no sólo nada ha cambiado en esencia en el Perú desde que, a inicios de los noventa, se
implantara en nuestro país una economía más libre y abierta, sino que, por el contrario, los problemas básicos de
nuestro subdesarrollo económico y social se habrían agravado. No sólo seguiríamos siendo la misma economía
primario exportadora que siempre fuimos sino que la estructura productiva se habría ―primarizado aun más, pues la
apertura económica habría borrado del mapa una buena parte de la manufactura, ―desindustrializando el país.
Como si fuera poco, el nuevo modelo, llamado ―neoliberal por los descalificadores ideológicos y los defensores de los
reductos proteccionistas, habría vuelto más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, agrandando las brechas y
aumentando el número de indigentes. A lo sumo habría beneficiado a los círculos financieros y comerciales modernos
y globalizados, consolidando la exclusión de amplios sectores del país. Por último, el supuesto ―neoliberalismo habría
desatado un capitalismo salvaje, un mundo de explotados sin derechos donde las políticas liberalizadoras del empleo
habrían degradado o ―precarizado las condiciones de trabajo dejando sin protección a los trabajadores. Una suma,
entonces, de efectos nefastos y hasta apocalípticos al lado de los cuales la estabilidad económica alcanzada, único
logro que se reconoce, no llegaría siquiera a la categoría de consuelo porque lo que tendríamos sería algo parecido a
la paz de los cementerios.
La verdad, sin embargo, es distinta. El capital ha empezado a civilizar regiones y áreas de la economía y a articular
mejor la estructura productiva y el interior del país. El país que se ha venido poco a poco dibujando en los últimos
años, con avances y retrocesos, con aceleraciones y ralentizaciones, ha tendido a reducir las desigualdades como
veremos e insinúa ya los rasgos de la imagen que quisiéramos de una nación moderna y socialmente integrada y
desarrollada. El futuro ya está presente y es cuestión de resaltarlo con más claridad para ayudarlo a ser. Ese es el
propósito de este libro.

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