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Historia: Cuentos reunidos 1967 - 2016
Historia: Cuentos reunidos 1967 - 2016
Historia: Cuentos reunidos 1967 - 2016
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Historia: Cuentos reunidos 1967 - 2016

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About this ebook

Si La maldita pintura, Pasaban en silencio nuestros dioses y otras novelas de Héctor Manjarrez son artefactos perfectos, sus cuentos forman cinco archipiélagos inconfundibles, compuestos por islas fascinantes. En Historia: Cuentos reunidos 1967-2016 habitan algunos de los personajes más insólitos y apasionados de la literatura mexicana, los cuales,
LanguageEspañol
PublisherEdiciones Era
Release dateJun 20, 2020
ISBN9786074455472
Historia: Cuentos reunidos 1967 - 2016
Author

Héctor Manjarrez

Héctor Manjarrez es narrador, poeta, dramaturgo, ensayista, autor entre otros libros de las novelas Yo te conozco, Pasaban en silencio nuestros dioses, La maldita pintura, El otro amor de su vida y Rainey, el asesino; de los volúmenes de cuentos No todos los hombres son románticos y Ya casi no tengo rostro; y de los ensayos de El camino de los sentimientos y El bosque en la ciudad. También es autor del Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos. Ha obtenido los premios Diana Moreno Toscano, Xavier Villaurrutia, José Fuentes Mares, Internacional de Novela de la Diversidad y Nacional de Narrativa Colima. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores y de la Guggenheim Foundation, y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. También ha sido columnista, colaborador y miembro del consejo de redacción de importantes revistas político-culturales. Es profesor titular de tiempo completo en la carrera de Comunicación de la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Xochimilco (UAM-X). Nacido en la Ciudad de México, se fugó de ella durante años y vivió en Belgrado, Madrid, Ankara, París y Londres. Es padre de dos hijas.

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    Historia - Héctor Manjarrez

    Acto propiciatorio [1970]

    • Johnny •

    • The Queen •

    • Dulcinea •

    No todos los hombres son románticos [1983]

    I

    • Historia •

    • Amor •

    II

    • Cuerpos •

    • Luna •

    • Noche •

    • Nicaragua •

    • Pudor •

    III

    • Política •

    Ya casi no tengo rostro [1996]

    I

    • Dos mujeres •

    • Música •

    II

    • La ouija •

    • El lago y el mecate •

    • En Tepexpan •

    • Misa de difuntos •

    III

    • Bolero •

    • Fin del mundo •

    Anoche dormí en la montaña [2013]

    I INFIDELIDAD

    • La esposa y el esposo y el amigo y el otro •

    • La mujer, el amante, el marido y el hermano •

    II POLIS

    • Una pura y dura •

    • Florencia en La Habana •

    • La mujer del parque •

    III ANOCHE DORMÍ EN LA MONTAÑA

    • En el bordecito del horizonte •

    • El Café París •

    • Medios y fines •

    • Repetida mente •

    • Una carta de amor •

    • La fuerza de tanta devoción •

    IV ANTAÑO

    • Amelia •

    Los niños están locos [2016]

    I LOS CHICOS

    • Virginia y el árbol •

    • La hazaña del abuelo •

    • ¿Qué estás haciendo ahora •

    II LOS MEDIANOS

    • Muy extraños, muy misteriosos •

    • Mi mamá nunca me pegaba •

    • Doce y medio •

    • La proeza de la abuela •

    • El pecado •

    • Hacerse hombrecito •

    • Atlante-Necaxa •

    III LOS MAYORCITOS

    • El arquero y lo que le sucedió •

    • El encuentro en Milán •

    • El asesinato •

    Acto propiciatorio

    [1970]

    Para Catherine

    • Johnny •

    Salidos son todos armados / por las torres de Quarto,

    mio Çid a los sos vassallos / tan bien los acordando.

    Dexan a las puertas / omnes de gran recabdo.

    Dió salto mio Çid / en Bavieca el so cavallo;

    de todas guarnizones / muy bien es adobado.

    [...]

    Mio Çid empleó la lança / al espada metió mano,

    atantos mata de moros / que non fueron contados;

    por el cobdo ayuso / la sangre destellando.

    Cantar de mio Cid, 95

    Untuoso y perlado, el sudor resbala y repta por la piel tensa de los caballos que, en fogoso galope que pisotea tierra abrasada, hurgan el viento contrario con sus húmedos hocicos en tanto que los balazos silban con histérica estridencia. El metal de fusiles, revólveres, espuelas, herraduras, cinturones brilla con violencia en la cercanía del crepúsculo. De cuando en cuando, con iracundo asombro, un jinete cae despidiendo polvo y liberando a un caballo que se detiene a mascar pasto reseco o que sigue corriendo, perseguido o persecutor. Lenta pero ineluctablemente disminuye la distancia que separa a los truhanes en fuga de los rancheros sedientos de justicia y venganza, de esos hombres que vieron sus propiedades quemadas y arrasadas, sus mujeres vejadas, sus hijos vapuleados, su dignidad denigrada por la banda más temida de todo el Far West. El cielo, sobre las lejanas pero inminentes montañas, comienza a desangrarse mientras el sol atenúa la velocidad de su desaparición al aferrarse a las plantas endebles y magras que aparecen esporádicamente en las cumbres. Una liebre salta, aterrada, y perece entre las patas de los caballos, los cuales no se dejan arrastrar por la confusión gracias a la mano férrea de los jinetes. Los kilómetros se suceden, y hay en ellos cuerpos yertos o gimientes que permanecerán ahí a merced de las aves, hasta que sus osamentas sean blanqueadas por el sol. Regularmente, el ruido metálico de un rifle que se abre, recibe el cartucho, se cierra chasqueando, busca, dispara. Las volutas de humo se dispersan con rapidez, los gritos azuzan insistentemente.

    Johnny Miles no tiene tiempo, en este vértigo, para temer y el poco miedo del que es consciente lo excita y le hace blandir su fuete con fuerza siempre mayor. Su padre lo precede, con su bigote grisáceo y sus espaldas un poco curvadas, con su cuerpo pesado; desde que se unieron a los demás, no le ha dirigido una sola palabra, una sola mirada, ni ha tratado de comprobar si sigue indemne. Mas Johnny sabe bien que su padre, Gregory Miles, hombre rudo y honesto y trabajador, puritano y benévolo propietario de tierras que compró paulatinamente después de emigrar de Virginia al Oeste, se siente orgulloso de su hijo aunque le prohibió que lo acompañara, aunque le ordenó que se quedara a proteger a su hermana y a su madre, y a la vieja Aunt Julia, cuyo esposo había muerto años antes en una persecución semejante. El sonido de una bala chocando con una piedra lo aterroriza brevemente; sus ojos azules pestañean, su mano pierde momentáneamente control sobre la rienda. Nada, sin embargo, en su expresión lo denota. Sus facciones son serenas aunque henchidas de tensión, facciones curtidas y asoleadas de hombre que esconden a un muchacho virgen e idealista que no ha utilizado su revólver hasta ahora sino en contra de reptiles, que ha pasado sus diecinueve años abrigado por el cuasi cuaquerismo digno, acomodado, generoso y respetable de su hogar. La persecución lo hace sentirse justiciero, si bien no comparte el odio virulento y profundo, visceral, que sus compañeros profesan por los que huyen; la propiedad de su padre no fue atacada por ellos, y Johnny, si uno de sus disparos matara a alguno de los abigeos, no obtendría satisfacción más que en un plano vagamente moralista y, sobre todo, en la medida en que perpetrar eso probaría su utilidad en el contingente y, por ende, su madurez –madurez, por otro lado, que Gregory Miles parece pregonar al no otorgarle una sola mirada de padre preocupado.

    Fred Jones se desploma ahora sin ruido, sin que su siempre lacónica expresión se deforme; su caballo se detiene al cabo de unos metros y regresa a él, y lo sacude inútilmente con el hocico. El sol se sumerge un poco más y Johnny nota que su padre lo comprueba con cólera, pues la penumbra permitiría la huida de los ocho bandidos que siguen a caballo. Alguien aúlla alegremente cuando ya no son sino siete jinetes. Los caballos jadean, resoplan. Una serpiente sacude su cuerpo y emite un ruido que el galope ahoga. Johnny escucha un impacto sordo y siente que el caballo ha sido herido en el costado, cerca de su pierna derecha; un líquido caliente le escurre por el tobillo; el animal se precipita de frente y Johnny suelta la rienda. Su cuerpo permanece momentáneamente suspendido en el aire, como si aguardara pacientemente una bala, para después golpear brutalmente el suelo, para rodar vertiginosamente lejos de su montura inerte, para rodar sintiendo las contusiones, para rodar sin sentir ya nada, hasta que termina el viaje y, sin sentido, yace inmóvil sobre algo suave y tibio.

    Johnny, creyéndose a solas, gime para sí mismo, intentando al tiempo instaurar un orden en sus ideas y percepciones, que el dolor y el aturdimiento confunden. A través de sus párpados cerrados, una luz intensa, anormalmente intensa, lo hiere, y él se pregunta si ya transcurrió la noche y si eso es el sol. La falta de calor sofocante parece negarlo. Lentamente, entreabre sus ojos vulnerables y los cierra de nuevo, no sin advertir siluetas en su derredor. Orgulloso de sí mismo y aliviado por la presencia de gente, frunce los ojos para impedir el paso de esa luz y para despertar. Se le ocurre que quizás lo han capturado los fugitivos; acoge la idea de que intentarán hacerlo confesar (¿qué?) y que lo utilizarán como rehén. Mas estos pensamientos son demasiado desagradables y complejos para su sopor actual, por lo que se deshace de ellos. Además, un murmullo y una voz de niño le intrigan. Advierte por primera vez que se encuentra en una cama, que su brazo izquierdo está inmovilizado, que la mano derecha le duele y arde, que sus costillas reniegan de movimientos bruscos. Gradualmente, presintiendo que la gente a sus lados no es conocida, abre los ojos otra vez. Cuatro amables sonrisas empreñadas de reverencia y ternura y asombro lo acogen a diversas alturas: un hombre bonachón de unos cuarentaicinco años, una mujer bien conservada de la misma edad, un niño de unos doce, una hija de unos dieciocho, todos grotescamente vestidos; el padre, por ejemplo, viste una especie de chaleco con mangas largas sobre una camisa, y la muchacha, un vestido anormalmente corto que deja ver a Johnny sus tobillos. Johnny sonríe tentativamente.

    –Buenos días –dice.

    –Buenas noches –corrige la mujer con una sonrisa desprovista de ironía.

    Intrigado, Johnny mira en su derredor y observa el foco desnudo que cuelga sobre su semblante y lo hiere con su luz.

    –La luz le molesta –dice el hombre.

    Una mano delicadamente femenina, púber, enciende la lámpara de la mesa de noche y apaga el foco del techo. Johnny sigue el contorno del brazo con la mirada, se detiene breves instantes en el largo cabello castaño, descubre un rostro moreno y adolescente cuyos grandes ojos oscuros lo miran con atención, parpadeando.

    –¿Cómo te llamas? –inquiere el niño en agudo soprano.

    –No tutees al señor –amonesta severamente la madre.

    –¿Cómo se llama usted? ¿Matt Dillon? ¿Roy Rogers? ¿Gary Cooper?

    –Tonto: sabes perfectamente que el señor no estaba con Dillon –señala la muchacha con impaciencia, y agrega–: No le haga caso, señor...

    –Johnny Miles.

    –Johnny Miles.

    Johnny mira a su alrededor nuevamente, dudando entre tenerle miedo a esta gente extraña y reír de su absurda forma de vestir. Sólo un cofre, de todo lo que la habitación contiene, no le es extraño; tapetes, muebles, cortinas, atuendos, expresiones, formas de caminar y de hablarse tienen características que nunca había imaginado. Y el foco lo deja incómodamente perplejo. La expresión amigable y respetuosa de sus caras lo tranquiliza, sin embargo. Siente su honestidad y buena fe indudables. Y siente simpatía también.

    –¿Dónde estoy? ¿En Salt Lake City? ¿En Nueva York?

    –No. En la Ciudad de México. En la Colonia Roma de la Ciudad de los Palacios.

    Una mano acomoda la almohada cuando quiere hacerlo por sí mismo, y advierte entonces que su mano izquierda reposa en una bufanda. A pesar suyo, sus ojos azules se elevan y miran con atención a la familia Zendejas, deteniéndose un poco más en el rostro de Mariana, quien baja los ojos como toda muchacha mexicana debe hacerlo, lo cual lo conmueve porque siente su atractivo para ella y porque es una actitud que no le es ajena.

    –Me muero de hambre –declara, y se arrepiente.

    Todos sonríen.

    –Me alegro, señor Miles, porque hay un asado delicioso que estará listo en un segundo. ¿Le gustan los chilitos? ¿La salsita roja? También tengo unas tortillitas muy buenas –dice la señora.

    –Me encantan –asevera Johnny sin saber de qué habla, bien educado.

    –Yo también tengo hambre –dice Jorge.

    –Tú siempre tienes hambre –alega su hermana.

    –La mesa está puesta. Lo esperamos afuerita. ¿Una copita antes de cenar?

    –Gracias. No bebo, señora. Nunca.

    –Hace bien, hace bien.

    Johnny se deja ayudar por el señor Zendejas. Su hambre es más fuerte que su duda, su desconfianza y su estupor, y se levanta de la cama con la ayuda del dueño de la casa, quien le presta su propia bata para cubrir la absurda piyama de pantalones cortos con que lo vistieron.

    –¿Dormí mucho tiempo?

    –Unas tres horas. ¿Se siente bien?

    –Me duele el brazo.

    –No es nada. Nada roto. Nada fracturado. Pronto estará bien. Se lo aseguro. Yo conozco un poco de esto. Tengo un hermano que es médico del Seguro Social. Aparte de que Jorge y Mariana, niños al fin, no han dejado de tener luxaciones, huesos rotos y lo demás. Ya verá cuando tenga hijos. Pero es muy joven. En fin, pase por aquí, por favor, y siéntase en su casa: ésta es su casa. La casa de los Zendejas es la suya. ¡Por cierto! Gonzalo Zendejas para servirle. Por aquí. ¿Le duele? Perdone que la cena no sea muy aparatosa. Ya tendrá la ocasión de comer mejor aquí... mi esposa es una cocinera extraordinaria. ¡Pero hoy no lo esperábamos!

    Johnny lo sigue hasta el comedor, no sin preguntarse por qué manifiesta que no lo esperaban como si fuese algo eminentemente cómico; se siente incómodo. Los demás lo aguardan de pie y se sientan cuando él lo hace. Johnny no lo sabe, pero el lugar que le han adjudicado –al lado del cual está Jorge, quien consiguió que lo dejaran junto a Johnny el cowboy– es el lugar que el señor Gonzalo Zendejas ha ocupado siempre, el puesto de honor. Sin ceremonia ninguna, la madre empieza a servir, comenzando por el húesped, quien advierte con extrañeza que el paterfamilias no da las gracias por las viandas; esto lo irrita al tiempo que lo hace sentirse cómodamente lejos del ambiente autoritario y puritano de su casa. Su mirada encuentra la de Mariana, pero esta vez es él el que baja los ojos. Recuerda que Desmond, el que se ocupaba de la caballeriza, hablaba siempre del burdel mexicano que había visitado una vez en New Orleans, que no tenía igual en el mundo. Hembras de muslos anchos, de sexo oscuro, relataba Desmond. Johnny nota que las piernas de Mariana son delgadas.

    –Oyes –apostrofa Jorge–, oyes, ¿tú has tenido duelos en Main Street?

    –No tutees al señor Miles –dice Mariana.

    –No tiene la menor importancia –interviene Johnny, y agrega–: Nunca. Pero recuerdo uno en Fort City. El sheriff, Jonathan (Scarface) Ferguson, era un malhechor de lo peor. Durante años había sido el jefe de una banda de tipos que asolaba la comarca. Algunos sabían que él era el líder, pero no se atrevían a decirlo. Hasta que Mike Graham lo hizo saber. El sheriff le puso una emboscada, inútilmente, so pretexto de que Mike era un criminal buscado en Idaho. Mike, mi primo, desarmó a sus secuaces. Entonces, desesperado, Ferguson lo aguardó en Fort City. Apenas llegó Mike, le disparó arteramente desde un techo. Mike se tiró al suelo. Harrison y yo disparamos hacia el techo. Ferguson nos disparó: la bala pasó entre Harrison y yo, silbando. Mike, aprovechando que nuestros balazos obligaban al sheriff a guarecerse, se fue al hotel, por cuyas escaleras subió al techo. Arriba se encontraron. El sol era tórrido. No tienen idea. La gente comenzaba a aventurarse hacia Main Sreet, con timidez. Pero también con esperanzas. El futuro de la comarca estaba en juego. Mike disparó antes: nadie disparaba tan rápidamente como él, ni siquiera Earp. Lo hirió en el brazo derecho como lo había calculado. Ferguson se tiró al suelo fingiendo algo más grave, quejándose y aventando su pistola cerca de él. Mike se dejó engañar. Se le acercó. No había notado que Ferguson tenía una pequeña pistola en la mano izquierda, bajo el cuerpo. Pero yo, que había subido, la vi brillar. Y grité. Y Mike disparó al tiempo que se tiraba al suelo. Desde entonces, Mike es sheriff de Fort City, que es un lugar apacible y próspero donde la gente puede caminar en la calle sin miedo.

    –Pues es mejor que aquí en la noche. Hay delincuentes juveniles que se burlan de las mujeres, quieren abusar de su debilidad y no respetan nada. Nada es sagrado para ellos... Pero usted arriesgó su vida subiendo al techo, señor Miles.

    –Sabíamos, señora, que era un tipo peligroso capaz de todo. Y, en confianza, en esos momentos uno ni siquiera se da cuenta del peligro: uno actúa instintivamente. Yo sabía que Mike era, es, crédulo, que podría dejarse engañar por un hombre cuya maldad ni siquiera podía sospechar. Mike siempre afirma que los hombres, en el fondo, son buenos. Todos.

    –Es cierto en cierta forma –conviene el señor.

    –Sin duda –dice Johnny.

    –Pues nuestros delincuentes juveniles, lo dudo mucho.

    Silencio. Jorge empieza a cenar. Gonzalo Zendejas mira a Johnny con curiosidad.

    –Me pregunto cómo terminó el último episodio –dice Jorge súbitamente.

    –¿Qué episodio?

    –En el que Johnny y otros persiguen a la banda más temible del Lejano Oeste. Voy a tener que preguntar a Miguel lo que pasó; y desde el principio, pues encendimos la tele cuando ya había comenzado.

    –¡Qué importa ya! Puedes decirle que el señor Johnny Miles, ¡Johnny Miles!, está viviendo ahora con nosotros. Todos te van a envidiar –le objeta su padre.

    –¿Usted no sabe cómo terminaba la persecución, señor Miles?

    –No. Lo siento mucho. Pero deben haberlos atrapado.

    –Estoy de acuerdo. El bien a la larga siempre triunfa. Los abigeos arrasaron, destruyeron, vejaron, quemaron, asaltaron. No se me puede olvidar la imagen del incendio, con la casa de los Kaye ardiendo y los relinchos desesperados de los caballos que no pueden salir. Pero tendrán que pagar por ello, y estoy persuadido de que, a fin de cuentas, fueron muertos o capturados por los compañeros del señor Miles. Es bíblico. No puede ser de otra manera.

    –Es como Supermán, que siempre está a punto de perder pero siempre vence.

    –Este niño y sus cómics. No habla más que de eso –dice Mariana.

    Johnny no intenta comprender.

    –Por cierto, señor Miles, que no debe preocuparse por lo de la pantalla. No tenga ningún cuidado.

    –¿La qué?

    –La pantalla de la televisión –dice Mariana al tiempo que mira hacia la pantalla que Johnny rompió al caer de su caballo y, sangrante, rodar, rodar por la llanura y caer, sin sentido, a los pies de la familia Zendejas.

    Johnny aprendió con rapidez y entusiasmo juveniles. Al cabo de poco tiempo, la luz eléctrica le era tan familiar que manipulaba el interruptor con la misma indiferencia que los miembros de la familia Zendejas, quienes habían visto con paciente simpatía esos primeros días durante los cuales pasaba las horas apagando y encendiendo, encendiendo y apagando. De la misma manera, asimismo, las demás cosas extrañas, tales como los automóviles, la ropa (si bien él conservaba el mismo atuendo, que la señora le lavaba cada tres noches), los muebles, los edificios, los cómics, los autobuses enloquecidos y asesinos de la Ciudad de México, las costumbres y todo aquello que nunca había visto en su mundo cuasi cuáquero y ganadero del siglo pasado, habían dejado de asombrarlo. No que se adaptara totalmente a ellas, sin embargo, ni que viviera en su seno con entera familiaridad; mas las aceptaba como eran, sin discutir, sin quejarse, sin siquiera sentirse molesto. Aun cuando lo hacían padecer, como era el caso del tráfico, de la costumbre de hablar con diminutivos y de la prisa constante, acogía y toleraba todas las manifestaciones de este mundo secular que lo trataba con tanta deferencia y, en ocasiones, reverencia. El apartamento de los Zendejas, por ejemplo, había recibido una plétora de visitantes que envidiaban a esa familia que había tenido la fortuna de, durante una noche tranquila, ver caer a un muy apuesto cowboy de su caballo, rodar por el suelo y, finalmente, romper la pantalla y yacer junto a sus pantuflas. Los diarios habían proclamado y refutado su existencia y se habían dividido en dos campos agriamente separados; mas el hecho de que un buen número de las publicaciones serias, y aun bastantes de las menos serias que habían tenido que negar su legitimidad porque sus rivales la habían pregonado antes, señalaran que era estricta y científicamente imposible que Johnny Miles hubiese llegado, de carne y hueso, a la sala de los Zendejas, no ejercían más que una influencia deleznable en la mayoría de la gente, para quien la lógica y la verosimilitud científica carecían de peso súbitamente. Por lo demás, Johnny advirtió con rapidez que nadie otorgaba verdadera importancia a la cuestión de si el cowboy era un fraude o no; todo el mundo especulaba sobre ello, pero sin que el esclarecimiento de su origen llegase a ser el objeto real de tales inquisiciones y discursos, pues se trataba, por encima de todo, de hablar y disertar de lo que hoy por hoy estaba en boga, de lo que se admiraba y vilipendiaba, lo que se vituperaba o idolatraba. Los más álgidos adversarios, los más violentos negadores de su legitimidad, lo olvidaron cuando los espías suplantaron a los cowboys en la escala de popularidad, cuando el espionaje relegó al wéstern. Hasta la Secretaría de Gobernación, que tanto se había interesado en su situación (¿conflicto de leyes?, ¿estancia en el país sin haber obtenido una tarjeta de turista?, ¿inmigrante sin papeles de inmigrante que nunca pasó por la frontera?, ¿inversionista americano de Hollywood? o ¿beatnik indeseable y carente de moral?), lo olvidó. Aun así, quedaban los fieles, los irreductibles, los que llegaron, en una ocasión, a desgarrarle el sombrero al salir de la casa de los Zendejas; pedían fotos, autógrafos, anécdotas, exigían su presencia, le mandaban pantaletas y dinero; dinero que, con religiosa honestidad que Johnny admiraba, Gonzalo Zendejas devolvía, pues no deseaba aprovechar su presencia sino en la medida en que este muchacho les proporcionaba el placer de su compañía.

    De hecho, la familia Zendejas le había explicado a Johnny Miles una vez que deseaban que permaneciera con ellos, pero que no lo retendrían; que tenía frente a él un gran futuro: podría, por ejemplo, patrocinar un producto, aparecer para presentar un wéstern en la televisión, grabar discos y escribir libros con sus aventuras en el Lejano Oeste; un sinfín de cosas que le darían dinero y fama, que lo llevarían a la intimidad de los poderosos, que lo situarían entre aquellos raros individuos de quienes se habla –y quizá entre aquellos que viven después de su muerte, como Bolívar, Aquiles, James Bond, Washington, Hidalgo, Marilyn Monroe, Don Quijote, Hamlet, l’Ange Heurtebise, et al. Pero Johnny no se interesaba en estas cosas. Les explicó que prefería quedarse con ellos, con esa familia que lo había tratado tan bien, pues básicamente él era un ser pacífico, hogareño, hasta un poco tímido; ahora bien, comprendía perfectamente que su presencia implicaba gastos, por lo que le rogó al señor Zendejas que del dinero que, por una razón u otra, les llegaba con frecuencia desde su propio arribo, tomara lo necesario para él, Johnny Miles, y otro poco como su contribución personal al bienestar de la familia a la que ya pertenecía. Y más tarde, no descartaba la posibilidad de comprarse un rancho donde trabajar, pues abominaba del ocio.

    Cuando el asedio del grupo de admiradores se volvió francamente oneroso, también logró convencer a Zendejas de que comprara un apartamento cuya ubicación no se divulgaría; por lo que, abrigados por una noche especialmente oscura, emigraron al cabo de poco tiempo a un apartamento de la colonia Polanco que la señora había escogido. Tenía una recámara para él, una para Mariana, una para Jorge, una para los señores, sala, comedor, cocina, dos baños y una pieza destinada a la televisión, aparato que Johnny nunca veía. En esta pieza había un álbum de recortes relativos a Johnny que mostraban a las ahora escasas personas invitadas a visitarlos. El primero empezaba así: EDITORIAL. Este diario cree firmemente en la existencia de Johnny Miles, y condenamos inequívocamente los intentos de la izquierda delirante de calificarlo de agente de la CIA y Madison Avenue, y los de ciertos grupos de derecha que pretenden que no es más que una maniobra demagógica del PRI. Nuestros reporteros han visto a Johnny Miles –un mozo sencillo, de buen corazón y apuesto– y han charlado con él, y no tienen la menor duda de que todo sucedió como lo relató la familia Zendejas, esa sencilla, modesta familia que tuvo la fortuna, como José y María en otro contexto y en otro tiempo, de recibirlo. Lo acontecido pudo haberle sucedido a cualquiera de nosotros, pero nos parece significativo, justo y simbólico que este héroe legendario del Far West haya visitado a una familia sencilla y sin pretensiones que lo acogió con el abrazo cristiano de la hospitalidad mexicana [...].

    Los Zendejas estaban tiernamente orgullosos de Johnny, a quien querían como un hijo adoptivo que trataban con muy entrañable respeto, y él los colmaba con su propia sencillez, con su cariño por ellos. Los cinco habían sido sorprendidos por toda la publicidad que había provocado la irrupción de Johnny, y la habían tolerado con una mezcla de impaciencia y de orgullo que nunca llegó a ser vanidad. Incluso Johnny, que gustaba de relatar sus aventuras a los periodistas, prefería contárselas a los Zendejas, quienes estaban dispuestos a escucharlas en cuanto él estaba dispuesto a referirlas, sin jamás intentar forzarlo. A veces pasaban noches enteras, sobre todo durante los fines de semana, oyéndolo evocar la vida peligrosa del Lejano Oeste, con sus riesgos y sus satisfacciones, con esos hombres y mujeres que forjaban su destino, y el de la región con ellos, con cada acto. Algunos relatos gozaban de su preferencia, y Johnny los contaba una y otra vez, ocasionalmente recordando algo que había omitido la última vez, como el hecho de que Mike Graham era el primero en su familia que no era ministro metodista. Lo escuchaban con afectuosa reverencia; mediante sus sensoriales narraciones, que llenaba de descripciones detalladas, ellos sentían que vivían lo que él había vivido y se introducían en la piel de Lucille Walker, que había huido de su casa en Connecticut con un simple peón con el que se había casado ulteriormente: la última vez que los había visto Johnny, él era el alcalde de uno de los pueblos más prósperos; de Mike, quien dedicaba su vida, como sus ancestros, a hacer triunfar el bien; de Desmond, que conocía todo el país y ahorraba para comprarse su propio rancho; de James Ricks, cegado por la codicia, carcomido por la avaricia, que había encontrado una mina de oro cuya ubicación nadie conocía.

    La envidia y la admiración de la gente por Johnny los había molestado más, a fin de cuentas, de lo que los había enorgullecido. Sin por ello ser posesivos, querían a Johnny para ellos mismos, para escucharlo; mientras menos gente supiera de su existencia, mejor. Por su parte, Johnny compartía ese orgullo y esa satisfacción reducidos, sin pretensiones ni vanidad; se sentía tanto más contento de hacer reminiscencias cuando las hacía en provecho de la familia Zendejas. La admiración, la adulación, el fanatismo de algunos, la idolatría de otros simplemente no podían equipararse con el asombro de Jorge, el orgullo maternal de la señora, la serena y constante atención de Gonzalo Zendejas, el hambre con que Mariana, la dulce Mariana, lo oía. Los embates de la envidia, la admiración, la idolización, no habían podido más que reforzar y refrendar el gusto, presente en cada uno de ellos, por un mundo restringido, doméstico. El elogio de toda la prensa contaba menos que el comentario de un amigo íntimo como Efrén Ballesteros, C. P. T., quien venía con cierta asiduidad a oír a Johnny y beber un ron con Gonzalo Zendejas.

    –Mi esposa y yo somos grandes admiradores de los Esteits, Johnny, grandes admiradores –decía Ballesteros invariablemente–: Es un país admirable.

    –¡Sin él no tendríamos a Johnny!

    –Imagínese: los Estados Unidos son la patria de la luz, de la televisión, del automóvil, de la comida enlatada, de la carne refrigerada, del supermercado.

    –Cuando uno piensa que Johnny no conocía todo eso.

    –Qué retrógrado eras, Johnny –comentó Mariana.

    –¿Y qué hacían en la noche sin televisión, sin siquiera radio?

    –Nos dormíamos temprano. Leíamos la Biblia. Mi padre nos leía un capítulo de un libro.

    –Qué aburrido. Ni siquiera tenían wésterns.

    –Ah, pero los vivían, Jorgito, ¡los vivían! ¡Cada día era una aventura! ¿Cierto, Johnny?

    –Así es, señor Ballesteros.

    –Por cierto, Johnny, hace algún tiempo que quiero preguntarle algo: ¿cómo le hace para hablar un español tan bueno... y sin acento gringo?

    –Pregunta típica del señor Ballesteros, que aunque la admira nunca ve la TV e ignora que todas las películas están dobladas al español –le explicó, sonriendo, Mariana a Johnny.

    Johnny hundió su mirada en el intenso azul del cielo del Valle de Anáhuac, husmeando sensualmente el aire del campo, recibiendo los ruidos de la montaña y la llanura, los olores del color verde. Se sentía bien, se sentía sensible y fuerte, también se sentía deliciosamente vulnerable sobre el caballo inmóvil cuya respiración mecía sus piernas. El contacto con la rienda lo excitaba agradablemente. Sus ojos se reposaban sobre el horizonte. Su cuerpo era una mezcla de excitación y placidez, de calma completa y nerviosismo, y bebía por cada poro los humores del campo; cohabitaban en él una febril actividad de los sentidos y un reposo sensual de su ser entero, en perfecto y precario equilibrio. Volteó al escuchar el trote de un caballo: Jorge vadeaba cuidadosamente el arroyo que Johnny había saltado en un momento de alegría y de arrobamiento, de entusiasmo que su corcel había compartido perfecta y totalmente. Jorge regresaba de ver a sus padres, y Johnny miró en su derredor. Mariana miraba en su dirección desde otra parte del arroyo mientras su caballo abrevaba. Johnny se mantuvo inmóvil durante algunos segundos más, inhalando el aire puro, y comenzó a avanzar hacia una colina al tiempo que la mostraba a Mariana para que lo siguiera. No se apresuró. Gozaba plácida y pausadamente del roce con la piel de la naturaleza, reconociéndola y reconociéndose. Durante estos fines de semana que pasaba literalmente a caballo, su cuerpo, más que su mente, evocaba los días en que la naturaleza, con todos sus ruidos, leyes, olores, su tacto, estaba siempre presente; y las reminiscencias de sus sentidos estaban exentas de cualquier género de nostalgia. Era sin sorpresa, en efecto, que comprobaba que no extrañaba la vida que había sido la suya hasta la tarde, ya tan lejana, en que habían perseguido a los abigeos: lo único que le quedaba de aquella ocasión era, aparte de cierto dolor en la muñeca derecha cuando llovía, una sensación de haber fragmentado algo y de haber pasado una barrera. Había abandonado su hogar, si bien sin premeditación alguna, en el momento preciso de su desarrollo como individuo en que necesitaba una independencia cada vez mayor con respecto a su familia. Y la había dejado precisamente cuando necesitaba alejarse de ella sin por ello ser capaz de vivir totalmente segregado de un grupo familiar; y se había injertado entre los Zendejas, quienes tenían por él un respeto que sólo igualaba su cariño, hecho que le permitía quererlos y gozar de su afecto al tiempo que se mantenía independiente. Nadie le exigía nada, nadie poseía un peso afectivo refrendado por los años y la sangre, y él, enclavado firmemente entre ellos, los quería sin trabas ni dilemas. Respiró fervientemente.

    El caballo de Mariana confundía, de cuando en cuando, su sudor con el de la montura de Johnny. Cabalgaban en silencio, sintiéndose ambos ligeramente torpes al presentir ese lazo, esa comunicación silenciosa que los acompañaba. Extremadamente conscientes de sí mismos, les molestaba esa emoción que los habitaba sin divulgar su carácter ni su origen. No osaban hablar ni mirarse; sólo, ocasional, furtiva y rápidamente, Mariana veía las manos toscas y firmes de él. Johnny, al fin, la miró de reojo, dividido entre el temor que era el suyo y la audacia a la que se invitaba para vencerlo. Notó que Mariana era bella –una rama colocó una hoja en el camino de ella–, era morena, era un rostro fino y aguileño a su lado. La brutal percepción de un sentimiento de ternura lo sacudió, haciéndolo mirar de nuevo hacia el horizonte, que estaba tan cercano como siempre. Pero tenía que mirarla, tenía que volver a sentir eso. La miró atentamente ahora, sin temor, recorriéndola, mientras que ella, sintiéndose intensamente femenina y placenteramente turbada, miraba en su derredor sin dejar de verlo ocasionalmente. Él miró sus ojos oscuros, café oscuro, y sus pestañas y sus cejas, por las que se deslizaba una perla de sudor. Siguió el oval contorno de su cara, deteniéndose brevemente en sus labios delgados, sus labios un poco resecos, sus labios que ella mordía a todas horas del día, salvo ahora. Pensó que le gustaría verla mordiéndoselos en este preciso momento, y tuvo miedo. Regresó a sus ojos, esperando y temiendo una mirada. El largo cabello castaño danzaba suavemente, desnudando y vistiendo, vistiendo y desnudando sus orejas, en cuyo lóbulo se posó la mirada de Johnny, y él con ella. Su mirada abrevó momentáneamente en la parte trasera del cuello, luego resbaló hacia sus hombros cubiertos, hombros que conocía aunque jamás los había visto; sabía que eran frágiles, que eran morenos, que en ciertas posiciones –al colocar el mentón entre ambas manos– permitían que el hueso asomara. Johnny titubeó, luego descendió por esa larga espalda que temblaba muy sutilmente, que se enderezaba y se contraía de cuando en cuando. Llegada su mirada al hueco de los riñones, avanzó lenta, muy lentamente por el costado. Se atrevió a mirar su cara. Mariana acababa de cerrar los ojos. Su labio inferior permitía el descanso del superior. Antes de que abriera los ojos, Johnny golpeó las ancas de ambos caballos y galopó aceleradamente hacia el arroyo. No podía seguir mirándola, simplemente, y azuzó su montura temiendo que Mariana lo llamara, temiendo que no lo llamara. Sabía, con una sensación de pesada inevitabilidad, que nunca podría dejar de amarla. ¡Nunca!

    –Míralos, ya vienen –dijo la señora Zendejas al ver aparecer en la lejanía a Johnny.

    Zendejas, descamisado, se irguió del pasto y siguió la mirada de su mujer, pensando que no había nada como estos fines de semana que ahora eran parte de la rutina y que le permitían asolearse y leer los periódicos; ya casi tenía, notó con satisfacción, un color tan bronceado como el de Johnny.

    –Qué bien monta a caballo.

    –¿Y si lo adoptáramos? –preguntó súbitamente Zendejas.

    Su mujer no reaccionó de inmediato.

    –¿Crees que él querrá?

    –Se lo preguntamos. Podemos, incluso, investigarlo sin preguntárselo.

    La señora notó la aparición de Mariana, cabello al viento, en el horizonte.

    –No sé, Gonzalo. He notado que Mariana se interesa...

    –¡Bobadas de niña! Johnny ni siquiera le hace caso. Para él, Mariana no es sino una muchachita... linda, pero una muchachita. Johnny debe de tener bastante experiencia: piensa en el Far West y la vida de entonces –dijo él con visible molestia.

    –Perfecto. ¿Pero si dura? ¿Y si es más que una bobada de niña? Mariana no es tan infantil como crees, Gonzalo. Y no creas: he notado que Johnny se le queda viendo a veces... Y si dura, de todas formas se quedaría con nosotros, en la familia, que es lo que tú quieres. Piensa que alguien como él te conviene más como yerno que como hijo.

    –Déjala decidir sobre su marido sin tu intervención... y más tarde.

    –Hay que pensar en el futuro de nuestros hijos. De los cuales Johnny es uno.

    Gonzalo Zendejas, jefe de un departamento de una gran tienda, se puso la camisa.

    –Es un muchacho notable. ¿Te acuerdas con qué rapidez se adaptó?

    Guardaron silencio, pues Jorge llegaba con una lagartija.

    –Eh, Gonzalo, ¿cuándo vienes con nosotros? –gritó Johnny al llegar.

    –Ya sabes que soy muy cobarde. Un pinche citadino pasajero de autobuses –le contestó Gonzalo cuidando de que no lo oyera su mujer.

    Johnny sonrió.

    –La próxima vez te obligaré a venir con nosotros.

    –Ya veremos, cowboy, ya veremos. Yo no te obligué a viajar en camión, ¿o sí? –bromeó Zendejas al tiempo que le arrojó una pelota de hule que Johnny le devolvió de inmediato. Ambos rieron y forcejearon un poco.

    Mariana llegaba. Johnny la miró y le sonrió. Ella sonrió también. Su rostro era infinitamente bello. Johnny decidió darle el poema que había escrito: ya había perdido el sentido del ridículo. La señora Zendejas sonrió para sí misma. De regreso a la Ciudad de México en el viejo Buick, todos cantaron.

    Visitaban a Johnny constantemente: mórbida melancolía, súbita euforia, lírica esperanza, dudas flagelantes. Hacía algún tiempo que evitaba ver a solas a Mariana, si bien deseaba saber lo que ella pensaba del poema que le había colocado bajo la almohada, poema que le hacía ruborizarse en ocasiones, que le parecía eternamente verídico, implacable e irrevocablemente cierto en otras. Desde hacía algún tiempo, asimismo, ya no relataba sus aventuras en el Far West, lo cual le valía la enemistad de Jorge, quien se negaba a comprender por qué permanecía en la casa si ya no había sus narraciones. Johnny pasaba horas enteras en su habitación, meditabundo, escribiendo poemas que desagarraba y copiaba, imaginando lo peor y lo mejor y, habiendo perdido el sentido del ridículo, diciéndole a una Mariana cercana pero ausente que la adoraba. Se bañaba en la desesperanza con morbosa frecuencia, pensando obsesivamente cuán infeliz era ahora. Esta situación preocupaba moderadamente a Gonzalo Zendejas, que no comprendía cómo Johnny Miles podía haber dejado de ser el Johnny Miles un poco silencioso pero jovial, y placía a su esposa, que sonreía crípticamente. En cuanto a Mariana, Johnny se preguntaba cada mañana, con obstinado sentimentalismo, si notaba las ojeras que le infligían las largas horas de atormentada vela; y escrutaba sus rasgos para ver si ella sufría tanto como él. Una tarde, sintiéndose intolerablemente patético, decidió beber un poco de alcohol.

    –¿Tú bebiendo? –preguntó la voz de Mariana detrás de él.

    –A veces bebo –contestó sin voltearse, esperando poder mostrarse ecuánime y distante.

    Mariana estaba sentada en el sofá; a su lado, unos libros.

    –Creí que te habías ido al cine con ellos.

    El hielo danzando en el vaso.

    –No. Yo tengo que estudiar. No sabía que estabas aquí.

    Johnny supo inmediatamente que ella mentía y se sintió más seguro de sí mismo. Afortunadamente, la sorpresa de verla, con la reacción implícita, le había proporcionado cierta serenidad.

    –De qué te ríes.

    –No río: sonrío. Y sonrío porque estaba pensando en Harold Jenkins. Harold Jenkins, que no hacía más que una cosa: jugar a las cartas. Los naipes eran su vida. Las cartas lo eran todo. Las cartas eran más importantes que las mujeres. Que el amor de una mujer. Las cartas ocupaban todas sus horas. Cuando no jugaba, pensaba en los naipes –dijo Johnny a sabiendas de que el Far West le permitiría dominar la situación.

    Se miraron. Ella sonrió. Él se sentó en el sofá con su vaso.

    –Las cartas fueron su vida como fueron su muerte –dijo Johnny con su asombrosa facilidad, realmente innata, para expresarse con clichés–: Un día, yo estaba ahí, alguien notó que escondía un as en la manga, lo denunció a los otros jugadores, lo empujó brutalmente y, al notar que Harold se movía sospechosamente, disparó. Pero Harold no tenía pistola. Ni siquiera sabía cómo usarla, el pobre. Harold sólo quería ocultar sus cartas, que cayeron al suelo con él. Y murió poco después. Cuando pienso que me había prometido que me enseñaría a jugar bien... Su cuerpo lo cubrieron con la lona de las mesas de billar, me acuerdo, una lona verde. Y llovió el día de su entierro, y casi nadie fue a verlo por última vez.

    Mariana sintió esa transformación íntima que ocurre cuando uno siente bruscamente que está ante un ser fuera de lo ordinario. Durante toda la fase melancólica de Johnny, había perdido casi todo interés en él, pues se comportaba como cualquier otro. Pero ahora que, con el vaso de ron en la mano tosca y viril, la miraba serenamente, ella volvía a sentirse como aquella vez que estaban a caballo. Volvía a verlo y sentirlo como era, vale decir, apuesto, masculino, romántico. Sí, romántico. Pensó en el poema, pensó que quería quererlo, pensó que tal vez ya lo quería, pensó que ninguna de las muchachas podía hablar de un muchacho como Johnny... Johnny, que le hacía descubrir otros mundos, que le mostraba cuán insulsa era su vida, que le hacía desear que ambos estuvieron en un rancho a solas, lejos de todo, con caballos, con velas, con un perro fiel, con el polvo en el viento y el viento en el cabello, con una montaña púrpura, con un horizonte inmenso.

    Ambos se sentían vulnerables. Johnny esperaba que su piel no delatara la violencia que medraba en su interior, violencia del miedo, de la emoción, del deseo, de la ternura. Mariana esperaba que Johnny la tocara muy levemente, muy gentilmente, para darle confianza, para que no pudiese temer; mas fue ella la que extendió el brazo sin mirarlo; sus dedos sintieron el largo cabello enmarañado. Johnny se inmovilizó. Ambos cerraron los ojos, esperando que el otro, o algo, mostrara el camino. Al fin, brusca y torpemente, Johnny la atrajo hacia él sin notar que ella estaba a punto de llorar, y colocó sus labios cerrados sobre los de ella, y, sin abrirlos, frotó su boca con la de ella; y se sorprendió cuando sintió que la lengua de Mariana lo obligaba a abrir los labios y se deslizaba hacia el interior de su boca; y ya no se sorprendió al sentir que esos dientecillos agudos le habían cortado el labio inferior. Súbitamente, todo le pareció fácil, sin por ello saber realmente lo que acontecía; pero su cuerpo le decía que todo era fácil. Del cuerpo de Mariana emanaba un calor semejante al suyo y un olor que era más bien su propio presentimiento del mismo. Se sentía distinto, se sentía tan otro que le parecía normal que su mano reptara por esos hombros morenos, por su cuello largo, por entre su cabello, por los pequeños senos que ella le daba con los ojos cerrados, queriendo pero no osando ver lo que sentía. Brevemente, Johnny trató de recordar, en forma un poco alucinatoria, con vehemencia y vergüenza simultáneas, lo que Desmond le había descrito, relatado, aconsejado; y besó la mejilla de Mariana, quien deseaba llorar de miedo y deseaba llorar de alegría porque algo en su interior le clamaba que ya era mujer.

    Sus labios palparon ese cuerpo ora tenso, ora abandonado. Sus caricias eran suaves y tiernas, pues quería trasmitirle en ellas todo lo que sentía en su interior, en su mente, en su cuerpo. Sin embargo, a veces la oía quejarse, inundarse de tensión, endurecerse, retraerse, y tenía miedo de haberla dañado, de haber arruinado para siempre ese cuerpo que le maravillaba; y quería decirle que no debía preocuparse, que todo saldría bien... Pero las palabras no surgían: tenía que decirlo con las manos, los labios, los dientes, los brazos. Ella temía, pero el aspecto a la vez viril y tierno de Johnny le daba una inmensa confianza que le hacía sentir aún más cuánto quería a este ser extraño. Ambos sabían que ya no podían soltarse; ambos sabían que cada vez estaban más juntos; ambos presentían con creciente fuerza que debían fundirse, de­saparecer. Lo impensable se volvía necesario para ella porque Johnny no era como cualquier otro, porque Johnny te quiero, porque Johnny a caballo, porque Johnny ven, porque Johnny la quería e iba a protegerla, porque Johnny, tal vez, sin duda se iría con ella a un rancho, porque Johnny no era como los otros y porque Johnny la besaba con ternura y porque Johnny. Mariana estuvo a punto de empujarlo y detenerlo todo, aterrada, pero supo repentinamente que todo iba a ser como lo veía ahora: tendrían un niño: sus padres los perdonarían porque se amaban mucho y porque él era Johnny Miles: se casarían y serían felices eternamente como la pareja de esa película tan buena en la TV en que actuaba... Mariana guio a Johnny, cuya joven virilidad se mostraba impaciente, impetuosa, torpe. Mariana cerró los ojos y lo besó. Johnny supo súbitamente que quería hacerla sufrir; y que quería darle toda la dulzura. Desesperado, supo que quería ser tierno pero iba a ser brutal, y quiso llorar de rabia, de placer, de dolor, de furia.

    Gonzalo Zendejas mira por la ventana. La calle, aparte de un niño que juega con un aro, está desierta. Cierra los ojos, los deja descansar; acomoda distraídamente sus lentes en el estuche imitación de cuero. Siempre, piensa, le ha gustado este estuche. Sus pantuflas están desniveladas, vejadas, llenas de humanidad y de noches frente a la televisión. No se atreve a mirar hacia el sofá, en donde descansa el periódico que había tenido la intención de leer durante toda la tarde del domingo. No se siente irritado, no, ni es ése un estado que simpatice con él; se siente impotente, súbitamente avejentado y banal. Apenas si escucha los lamentos casi histéricos de su mujer, pues su propia debilidad lo ha convencido de que no deberá prestar atención a lo que dice sino cuando ella se haya calmado un poco; y no trata de consolarla, pues sabe que no tiene las fuerzas requeridas ni, por ende, el deseo. Mentalmente anota que deberá pedirle perdón por no sostenerla. Se voltea hacia ella, que está sentada en la orilla del sofá, llorando espasmódicamente al lado de su gordo diario dominical. Avanza, pasa la mano sobre su cabeza y se instala silenciosamente en un sillón, su sillón, el sillón donde se encontraba cuando Johnny llegó: un hombre necesita de un viejo sillón en los momentos difíciles, piensa. Aguarda sin paciencia ni impaciencia, sin pensar en nada, pasivo.

    –El honor de Mariana –cree discernir entre otras frases.

    Advierte que no tiene ganas de fumar un cigarrillo.

    –¿Qué tiene el honor de Mariana? –pregunta sin siquiera tratar de llegar a la única conclusión, preguntándose de hecho con cierta molestia qué importancia puede tener el honor de alguien, especialmente una mujer y más particularmente el de una adolescente. Si Gonzalo fuera un hombre menos desnudo de egoísmo, desearía ahora que lo dejaran en paz con su periódico, abierto en la sección deportiva; pero sólo aguarda, pasivo y resignado.

    –¿No entiendes aún? Hace una hora que te lo estoy diciendo, Gonzalo, una hora durante la cual no me has prestado la menor atención –dice su mujer sin dudar que ha transcurrido una hora desde hace cinco minutos.

    Gonzalo decide que va, después de todo, a fumar, aunque no lo hace.

    –Tu hija Mariana va a tener un niño. Un niño, ¿me oyes?

    Oía, sí.

    –Imposible.

    –¿Imposible? Hace dos meses que no tiene sus reglas. Tú por supuesto no te das cuenta de esas cosas, no te importan, claro, pero yo sí. Mientras tú dices que es imposible, yo he oído al médico decírmelo.

    –¿Cuál médico?

    –¡Cuál médico, cuál médico! ¡No nuestro médico, no Hurtado, desde luego! ¿Acaso crees que yo iría a ver a Hurtado para una cosa así, con la orina de mi hija? ¿Para que todo el mundo se entere? ¿Para que pierdas tu chamba? ¿Y la pensión? ¿Para que nadie ignore que lo peor ha sucedido?

    Gonzalo acepta que, en efecto, su esposa nunca hubiese ido a ver a Hurtado para una cosa así.

    –¿Y qué dice Mariana?

    –Mariana no dice nada, Gonzalo. Ni siquiera sabe que ya lo sé yo. Ni siquiera tuvo la habilidad, gracias a Dios, de jalar la cadena del sanitario cada vez.

    Empiezan a irritarle estos enojosos detalles; le molestan, le incomodan, le hacen sentir que se inmiscuye en asuntos que no son de su incumbencia. Y, además, su mujer nunca había utilizado la palabra reglas; siempre había dicho mi mes, mis cosas.

    –¿Y quién, hija mía, quién... le hizo esto? Si alguien se lo hizo, si no son falsas alarmas.

    –¿Todavía no lo sabes? ¿Todavía lo ignoras? ¡Virgencita de Guadalupe!

    –Todavía.

    –Pues fue Johnny. Tu Johnny Miles. Ese Johnny que querías adoptar, ese vípero en nuestro nido, ese malagradecido gringo, hijo de su madre.

    –Johnny no pudo haber hecho eso. No te creo.

    –Lo hizo, ¿me oyes?

    –No te creo. No. Mariana miente, vieja, Mariana miente. O lo hizo con otro. Pero no con Johnny. Él es incapaz. Es como nuestro hijo.

    –Mariana no puede mentir, puesto que no ha dicho nada.

    –Pues no te creo.

    –Pues habla con él, entonces. Esos cowboys no son sino salvajes, bestias. ¿Quién cree ser? ¿Eh? ¿Acaso piensa que esto es un rancho? Ésta era una casa respetable y feliz hasta su llegada. ¿Me oyes?

    Oye, sí.

    –¿Ya te lo dijo él?

    –¿Crees que yo voy a hablar con un gañán de ese género? ¿Con el que ha arruinado, arruinado para siempre, la vida de mi hija?

    –Entonces, mujer, ¿cómo sabes que fue él?

    –Porque no estoy ciega. Porque veo. Porque una madre. Porque nada más hay que ver cómo se miran. Porque nada más hay que ver cómo come... como traga, así se comporta. ¿Cree que porque le damos de comer puede acabar con lo nuestro?

    –¡Cállate!

    Mágicamente, ella guarda silencio, temerosa de su esposo. Gonzalo está demasiado cansado; empieza a impacientarse.

    –Hasta que no me lo diga él mismo, y sólo él, no lo creeré.

    –¿Y si lo niega?

    –Se lo creeré.

    –¿Y si lo acepta, Gonzalo?

    Él cierra los ojos. Siente que por fin le ha sucedido lo que no tenía por qué sucederle; lo que, en fin, se comenta, se lee, se ve en la TV. ¿Hace cuánto tiempo que llegó Johnny? Semanas: meses: varios. Afortunadamente, Mariana y Jorge fueron al cine: por lo menos no habrán presenciado esta grotesca escena: por lo menos se habrán ahorrado cosas de este género, reflexiona. Camina hacia la habitación de Johnny, escuchando los sollozos de su mujer en la sala. Toca.

    –Adelante.

    –Soy yo.

    –¡Hola, Gonzalo! –dice Johnny al tiempo que oculta las hojas que están sobre la mesa, poemas tal vez.

    Gonzalo Zendejas sabe que no puede aguardar, mas sabe también que ignora lo que hará. Espeta bruscamente:

    –Yo no sé nada. No tengo opinión prepreconcebida. Quiero saber lo que tú dices, Johnny. Tengo confianza en que me dirás la verdad.

    Johnny asiente sin entender. Se miran. Gonzalo tiene miedo.

    –Mariana –enuncia con lentitud–. Mariana y tú, Johnny.

    –Es cierto.

    Gonzalo no sabe qué hacer ante la expresión tranquila, casi sonriente pero sin ironía, de Johnny; ignora lo que el muchacho piensa e ignora lo que él mismo siente o piensa. Mira en su derredor, fatigado. Tiene que hacer algo con rapidez, o no hará nada. El sol entra por la ventana, Johnny se incorpora lentamente. Este fin de semana no fueron al campo. Gonzalo tiene cansancio, tiene miedo. En la pared, colgadas, las pistolas de Johnny. Gonzalo las nota distraídamente, brillantes, y de pronto comprende lo que tiene que hacer para emerger de su pasividad. Las toma, las pesa, las mira, las abre: ambas están cargadas. Mira a Johnny con reproche: Jorge hubiese podido tomarlas para jugar a cowboys & indians. Nunca ha usado un arma de fuego en su vida, pero poco importa, pues así llegarán a una conclusión a la que de otra manera se siente incapaz de llegar. Las mira brevemente, sin notar que Johnny está pálido, sin pensar en nada, sabiendo lo que va a hacer, sabiendo que no puede hacer otra cosa, sabiendo que ya no puede regresar a leer su periódico con toda tranquilidad; y lo hará no porque se trata del honor de su hija, que no tiene el menor peso en este domingo que quería pasar en calma, sino porque no ve qué otra cosa puede hacer. Avienta una pistola a Johnny y camina hacia atrás, deteniéndose en el pasillo. Se miran brevemente sin verse y Gonzalo aprieta el gatillo una, dos veces. Con la misma falta de expresión, Johnny se detiene en el aire como si aguardara una tercera bala y se desploma para siempre, sin siquiera haber tenido tiempo para colocar correctamente el arma en la mano, sin haber tenido tiempo para disuadirlo o huir, y golpea brutalmente el suelo, y rueda sin sentir ya nada, y yace inmóvil sobre el suave tapete que se pone tibio y rojo al contacto con su sangre.

    • The Queen •

    I met a lady in the meads,

    Full beautiful, a faery’s child;

    Her hair was long, her foot was light,

    And her eyes were wild.

    [...]

    I saw pale kings, and princes too,

    Pale warriors, death-pale were they all;

    Who cried – "La Belle Dame Sans Merci

    Hath thee in thrall!"

    Keats, La Belle Dame Sans Merci

    En la medida en que la recordaba, y en verdad no era propenso a hacerlo con frecuencia, la infancia de Celestino había sido una enojosa tendencia a resultar derrotado en todos los volados con estampas iluminadas de por medio, águila tú ganas sol yo pierdo ñero, una moneda alejándose indefectiblemente de la rayuela, una canica vacilando fatalmente al borde del agujero, la presencia ocasional de Juan Manuel Rosas, su padre, en la mercería y dos cuartos de trastienda de la colonia Guerrero que eran su casa, el profe Bojórquez rindiendo emocionado tributo al Cuerno de la Abundancia y a los Niños Héroes con el estropeado pizarrón negro como fondo; había sido el robo de espejos de autos y de artículos inútiles en los supermercados, la voz deprecativa y monótona de su madre, Hilda, la súbita aparición de tres pelos tan negros como tiesos en su pubis, el tedio de Chapultepec en las mañanas con los libros de ciencias naturales bajo el brazo y el onanismo tras un ahuehuete, los partidos de futbol nunca terminados, siempre emasculados por la campana llamando a clase; había sido, también, un deseo firme de nunca ser policía y tal vez sí gángster o gigoló, un amor fugaz por una profesora melancólica de encaje y bordado amarillentos, una lenta acumulación de rencor por la alianza táctica entre Hilda y su hermano mayor, aullar el Himno Nacional los lunes en la mañana y protestar fidelidad a la nación en caso de peligro y, sobre todo, había sido un interminable viaje de mosca en la parte posterior de los tranvías. Celestino-Mosca, más conocido en aquella época como Tino en los círculos familiares, como el Cometa en otros en razón de la curiosa regularidad de sus ciclos de ausencia y asistencia a clases, conocido también, en otras áreas, como Se-le-Atina, Rintintín y El Casi o el Ya Mero porque estas voces ocupaban un lugar importante en su vocabulario cotidiano, Celestino se desplazaba gratuitamente en tranvía, perfeccionando lenta pero concienzudamente sus técnicas de abordaje y apeo, mirando la ciudad y a la gente con sus enormes ojos cafés. De particular favor, naturalmente, gozaba la trayectoria este-oeste-sur por la avenida Chapultepec y Revolución; por esta extensa ruta se le veía con frecuencia, vestido con pantalones bombachos y camisas de cuello ancho, leyendo cómics, El Santo, los Burrón y las obras completas de Corín Tellado, ingiriendo garnachas y sopes y flautas obsequiados por sus influyentes amistades en las firmas de San Cosme y Santa María la Ribera.

    De su adolescencia, aún cercana pero alejada y mantenida a distancia por una condescendencia un tanto irónica y otro tanto defensiva, pocos recuerdos lo visitaban; el único más o menos insistente era el de una doncella, Guadalupe, por quien había profesado gran pasión y que había dejado en su temprana juventud un sabor acidulado al escoger el camino del conformismo volviéndose sirvienta en una casa de Las Lomas. Improbablemente, a los diecinueve años aún era virgen, si bien no lo delataban sus crónicas barrocas pero impresionistas a la vez; y solía preguntarse cuántos de sus contemporáneos compartían esa continencia suya, puesto que relataban tan esmeradamente como él sus múltiples experiencias. De proezas sexuales, Celestino, en su virginidad y después, fue innumerables veces el héroe del falo erecto y orgulloso contemplando a la hembra exhausta y, se sobrentiende, desbordante de gratitud: Gritaba la vieja, me decía más, ya no más, me matas, te quiero, nunca, jamás lo había hecho así, soy tuya, ay. Mas es preciso apuntar que su adhesión a la ortodoxia machista no lo era todo en su adolescencia, aun si Celestino no encontraba imposible creer, con el tiempo, en sus desempeños sensuales. Su adolescencia también había sido un deseo constante de tener un traje azul brillante de solapa estrecha, una mirada matinal cuyo objeto era verificar el progreso hecho, o no, por su pelaje púbico y axilar, falta de dinero para unirse al grupo que se proponía una farra que ocupara toda la noche; había sido los reproches de su madre, el título de licenciado en leyes de su hermano Hermenegildo, la muerte de su padre en una oscura pendencia cantinera a manos de su compadre Chon, la expulsión de la Prepa 5, el aprendizaje nunca culminado de contaduría, los diversos empleos de efímera temporalidad; había sido, asimismo, un deseo constante de evasión, dos visitas a la policía por perturbar el orden encontrándose en estado briago, la asidua concurrencia a las salas cinematográficas de la Ciudad de México, que lo había convertido en un experto con respecto a, en sus propias palabras, el grado de cachondez de los films. La mayoría de la gente presupone que si una película está autorizada sólo para adultos, por lo menos, en el peor de los casos, podrán ver un seno italiano durante dos segundos, un muslo americano tres o cuatro veces, un bajo vientre alemán antes del brutal fade-out, los preliminares efectuados por un actor y una actriz franceses.

    Pero los conocimientos de Celestino lo habían colocado como líder natural del grupo de adolescentes habitués del cine Cosmos, del Paseo, del Sonora y otros muchos de variados precios y barrios; conocía las perversiones del censor, sus tabúes y deseos secretos a fuerza de notar qué género de películas proscribía totalmente, mutilaba o sancionaba con las más estrictas interdicciones; sabía perfectamente en cuáles cines ponían pocas trabas a la entrada de menores de edad; no ignoraba, además, en qué días los inspectores visitaban cada sala. Así, Celestino guiaba a sus amigos, y cada domingo acudían a una sala escogida después de acalorados debates que no siempre veían los verdaderos argumentos; más bien, razonamientos tangentes, alusivos, periféricos que todos entendían. El domingo no era El día de cine; era el día en que se obsequiaban con un programa doble superior a las películas vistas en el curso de la semana. Provistos de tortas, refrescos, vestidos con esmero, bien peinados, copete descolgado sobre la frente, ocupaban los asientos traseros, aquellos que menos luz recibían, aquellos en los que las criadas y sus juanes se resarcían después del martirio de tener que desearse en corredores, zaguanes. Encomiaban, animaban a las parejas, las criticaban si lo estimaban pertinente, relataban lo que éstas hacían con lujo de detalles y sin proscribirse la fantasía. Aullaban cuando, en la pantalla o entre el público, una pareja efectuaba algo brillantemente; y no eran parcos en su admiración: ¡Órale, órale Juan (o Gregory, o Serge)! ¡Ya vas! ¡Te está esperando, te trae ganas!, ¡Y orita mucho ojo, cuates, porque se le ve todo cuando el aire del subterráneo le levanta el vestido! También repudiaban: ¡Qué pendejo! Se necesita ser, de veras. Se la podía haber echado ahí. Fácil. Véngase p’acá, acá’stá su papazote. Yo, en su lugar, mano... De vez en cuando, incurrían también en reñidas competiciones masturbatorias a las que no hacían alusión alguna en otros momentos. Domingo, día ritual, día fasto. Nada ni nadie podía impedir que Celestino fuera al cine cada domingo.

    De esa época, de esos domingos, provino también su amor irrealizable, sin futuro ninguno, sin esperanza, por Linda. Celestino no lograba comprender esa pasión que lo hostigaba, paralizaba y movía simultáneamente, que estreñía su vientre, que monopolizaba su atención. Luchaba contra ella, intentaba mofarse de sí mismo, pero lo único que comprobaba era que cada vez quería más a esa mujer de cabello castaño, bella, siempre bien vestida, de cuerpo perfecto y rostro infantil, que ni siquiera sabía que él la amaba y a la cual ni siquiera podía tocar –así fuese de paso, rozándola apenas. La buscaba, la deseaba, hacía todo lo posible por verla, se negaba a ir al cine con los demás; pero Linda estaba fuera de su alcance, un día en el Amazonas, otro en un castillo de la Loira, otro en un apartamento de Nueva York, otro en un yate, mientras que él deambulaba

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